MUERTE Y
RESURRECCIÓN |
Tú has sido llamado a la vida por el aliento de
Dios. A imagen suya has sido
creado. Te han confiado todo el universo para que, sirviendo a Aquel que te dió el ser, seas señor de todo lo creado. Pero se obscureció tu corazón y por desobediencia perdiste la amistad con Dios. Y sin embargo, Él no te abandonó al poder de la muerte, sino que, compadecido, te tendió su mano. Y te ha amado tanto que, al llegar la plenitud de los tiempos, envió al mundo a su único Hijo... el cual se entregó a la muerte y, resucitando, destruyó la muerte para darte nueva vida. 1.- EL HOMBRE Y LA MUERTE EN EL ANTIGUO
TESTAMENTO
La aspiración de todo tu ser a la vida sólo se abre
camino a través de
contradicciones, dolores y miedos. Tu soplo más íntimo sólo sale como un gemido, a duras penas, con encontronazos o por un camino escondido. Tú eres, para tus propios ojos, un ser dividido,
desgarrado en lo más hondo; un ser
sin reconciliarse con su destino, porque eres incapaz, por tí mismo, de dar un sentido a tu vida y a tu muerte. Armonioso era al principio el universo creado por
Dios. El reino de la paz
ignoraba la muerte, pues Dios es un Dios que ama la vida. Él no te hizo para la muerte, sino que la muerte entró en el mundo por la envidia del Tentador. Desde ese momento tuviste que enfrentarte a ese
ocaso inevitable, ese abismo de
soledad, ese ir acabándose desde dentro. Desde ese momento, surge de forma inevitable la pregunta: ¿Por qué el dolor? ¿Por qué el sufrimiento de los inocentes? ¿Por qué tiene la muerte poder sobre el hombre? Desde ese momento preguntabas a Dios con
insistencia, pero no había respuesta.
Te hicieron falta siglos para que llegaras a intuir quién es el Dios verdadero. Y mientras tanto, sólo habías descubierto que tu vida, tan ardientemente deseada, no era más que un frágil y furtivo bien, una sombra que pasa, un soplo que no sabes de dónde viene ni a dónde va: "Hazme saber, Señor, mi fin, y cuán frágil y corta
es la medida de mis días,
para que sepa yo cuán débil soy" (Salmo 39, 5). Del polvo fuiste creado, por eso lo que de tierra
hay en ti a la tierra vuelve y lo
que es de Dios a Él torna: "El Señor Dios modeló al hombre con polvo del suelo,
sopló en su naríz un
aliento de vida, y el hombre se convirtió en un ser vivo" (Génesis 2, 7). "Con la muerte, vuelve el polvo a la tierra, a lo
que era, y el espíritu vuelve
a Dios que es el que lo dió" (Qoelet 12, 7). ¿Serás también tú de los que se encierran en una
escéptica tristeza? Así hablaba el
sabio de Israel: "Triste y corta es nuestra vida, no hay remedio
para la muerte del hombre,
ni se sabe de nadie que haya regresado del abismo. Por azar llegamos a la existencia y luego pasaremos como si nunca hubiéramos existido. Porque humo es el aliento de nuestra naríz y el pensamiento una chispa del corazón que late; cuando el pensamiento se apague, el cuerpo se volverá ceniza y el espíritu se desvanecerá como aire ténue. Con el tiempo, nuestro nombre caerá en el olvido y nadie se acordará de nuestras obras; nuestra vida pasará como rastro de nube, se disipará como neblina acosada por los rayos del sol y por su calor vencida. Paso de una sombra es el tiempo que vivímos" (Sabiduría 2, 1-5). Al que muere nadie le puede ver. Y en el lugar del
silencio y del olvido no hay
alabanzas para Dios: "En la muerte, nadie se acuerda de ti, Señor, y en
el sheol ¿quién puede
alabarte?" (Salmo 6, 6). "¿Acaso puede alabarte el polvo?" (Salmo 30,
10).
"¿Acaso haces maravillas para los muertos, o se
alzan las sombras para
alabarte? ¿Se habla en la tumba de tu amor, de tu lealtad en el lugar de la perdición? ¿Se conocen en las tinieblas tus maravillas o tu justicia en la tierra del olvido? (Salmo 88, 11-13). "La muerte no te glorifica, ni los que bajan a la
fosa esperan en tu fidelidad.
El que vive, ése te alaba" (Isaías 38, 18-19). Y surge la duda en tu corazón: ¿les va todo bien a
los que temen al Señor (Cfr.
Qoelet 8, 12), o es que hay un destino común para todos?; justos y pecadores, ¿tienen todos el mismo fin (Cfr. Qoelet 9, 2-3)? Y desde lo hondo interrogas a Aquel que te dió el ser: "¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome? ¿Hasta
cuándo me
ocultarás tu rostro? ¿Hasta cuándo he de estar preocupado, con el corazón angustiado día y noche? ¡Mira, respóndeme, Señor, Dios mío! Ilumina mis ojos para que no me duerma en la muerte" (Salmo 13, 2-4). No está en tu mano salvar tu vida de la muerte. Pero
ten la certeza de que el amor y
la fidelidad que Dios siente por ti, no se detienen en el umbral de la muerte, pues Él es el Señor de la vida y la muerte. Pero sólo aquel que se ha dejado encontrar por Dios puede tener la certeza de que esta amistad no se romperá ni siquiera en la hora de su muerte: "La vida del justo está en manos de Dios... La
gente insensata pensaba que
los justos morían, consideraban su tránsito como una desgracia y su partida de entre nosotros como una destrucción, pero ellos descansan en paz... los que confían en Dios permanecerán junto a Él en el amor" (Sabiduría 3, 1-4. 9). El que es fiel al Señor en la vida y en el momento
de la muerte, no pierde la
esperanza de continuar viviendo en la intimidad de Dios. Escucha lo que dice el hombre que conoció la felicidad y el dolor, el que inclinó su cabeza ante los inexcrutables designios de Dios: "Si diriges tu corazón a Dios... alzarás tu frente
límpia, te sentirás firme y
sin temor; dejarás la pena en el olvido. Y tu vida surgirá más radiante que el mediodía, tus tinieblas serán como la aurora, tu oscuridad como la mañana. Tendrás seguridad en la esperanza" (Job 11, 13. 15-18). "En el cielo está mi testigo y en la altura mi
defensor: a él levanto mis ojos"
(Job 16, 19-20). "Yo sé que mi defensor vivo está y que al final se
alzará sobre la tierra. Me
despertaré y me tomará junto a él, y con mis ojos veré a Dios. Yo, sí, yo mismo le veré. Y mi corazón, dentro de mí, se consume" (Job 19, 25-27). "No, no me entregarás a la muerte... Me enseñarás
el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha" (Salmo 16, 10-11). |
Cuando llegó la plenitud de los tiempos Dios envió a
su Hijo (Cfr. Gálatas 4, 4) y
la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, llena de gracia y de verdad. En Él verás reflejado el eterno amor del Padre. Él te revelará que su amor es un amor que salva. Sin Él, entre sombras vivías. Tu vida era una lucha
entre el bien y el mal, entre la
luz y las tinieblas. Pero Él es la Palabra eterna que ilumina a todo hombre. Él llega como la luz que alumbra tu vida, y su luz es signo del nuevo día: "Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no camina
en tinieblas, sino que
tiene la luz de la vida" (Juan 8, 12). Cuando tú, a causa de tus pecados, estabas lejos de
Dios, Él llegó hasta el fin para
convencerte de que te amaba con un amor sin medidas: un amor más grande que el pecado, la debilidad o la muerte; un amor siempre dispuesto a aliviar y perdonar; amor siempre dispuesto a salir al encuentro del hijo pródigo. Dios envió a su Hijo a buscar lo que estaba perdido.
Él es el siervo que ama a su
pueblo, el buen pastor que ha venido, "no ha ser servido, sino a servir y dar su vida por muchos" (Mateo 20, 28). Él es la Palabra, de carne y sangre revestida, hecha
alimento y bebida. Él es la
roca golpeada, de la cual manan torrentes de agua viva. Él es el hombre que asume el dolor, el que hizo suyas todas las llagas humanas para convertirlas en fuentes de luz. Él es el buen samaritano cargado con aceite y vino. Él es el pastor, muerto por salvar a sus ovejas. Él es el amigo fiel que da su vida por sus amigos. De Él procede todo, y para Él has sido creado. Él es
el camino por el cual Dios se
acerca al corazón del hombre; Él es el camino que conduce al hombre hacia el corazón de Dios. En Él se manifiesta el Dios que busca al hombre, y el hombre que busca a Dios. En Él está presente el verdadero hombre, en todo
igual a ti, excepto en el pecado.
En Él está tu añoranza infinita; en Él se fortalece tu fragilidad y tu abismal pobreza; en Él se enjugan tus lágrimas, vertidas por la pasión dolorosa por la que nuestro mundo atraviesa. En Él está presente el Dios verdadero, saciando tu
infinita nostalgia, asumiendo tu
fragilidad, enriqueciendo tu pobreza, llenándote de indecible alegría, divinizando tu pequeñez e inmortalizando tu vida. |
Mikel Pereira |