EL RINCÓN DE LA MEDITACIÓN

 
MUERTE Y RESURRECCIÓN
Señor, tu fuiste el primero en aceptar tu muerte, sin
dudar de Dios ni escandalizarte ante Él. Líbremente
aceptaste tu muerte, aunque los discípulos se negaban
a ello. Y es que tenían que cumplirse las Escrituras.
Por eso Tú, el Justo, aunque no hallaron en ti nada
por lo cual merecieras la muerte, fuiste colocado
junto a los malvados:

"Jesús decía a sus discípulos: el hijo del hombre será entregado en manos
de los hombres; le matarán y a los tres días resucitará" (Marcos 9, 31).

"Nadie tiene amor más grande que aquel que da su vida por sus amigos"
(Juan 15, 13).

"Yo doy mi vida, nadie me la quita; líbremente la ofrezco. Es necesario que
se cumpla en mí lo que está escrito: 'Es necesario que sea contado entre
los malhechores'. Pues lo mío toca a su fin" (Lucas 22, 37).

Y sabiendo que había llegado tu hora, que tu destino era amar a los tuyos hasta el
fin y ofrecerte por ellos, te sentaste a la mesa y nos dejaste el memorial que será
nuestra perpetua Eucaristía de peregrinos hasta que estémos junto a ti en la casa del
Padre.

Partiste el pan, pero no el pan que se corrompe, sino el pan vivificado por el
Espíritu; derramaste el vino, pero el vino nuevo de la eterna alianza:

"Mientras estaban comiendo, Jesús tomó pan, y lo bendijo, lo partió y,
dándoselo, dijo: 'Tomad, comed: este es mi cuerpo'. Tomó luego una copa
y, dadas las gracias, se la dió diciendo: 'Tomad, bebed todos de ella: esta
es mi sangre de la Alianza, derramada por muchos para el perdón de los
pecados'" (Mateo 26, 26-28).

Y Judas, después de coger el pan, abandonó el lugar de la luz... y salió fuera: era
de noche (Cfr. Juan 13, 30). Era de noche, pero Judas llevaba en su mano un
terrible misterio: el pedazo de pan de la cena del Señor. Así, el propio infierno
guarda en su seno un destello de luz:

"Y la luz brilló en las tinieblas" (Juan 1, 5).



EN EL HUERTO DE LOS OLIVOS

Recorriste la última parte del camino cada vez más solo, pues tenías que descubrir
que en nada humano podías poner tu confianza, ya que nadie sino Dios era tu
riqueza.

En el monte de los Olivos todo es ausencia: hasta duermen los discípulos la fatiga
del día. En soledad tienes que asumir todas las miserias, todas las contradicciones,
todos los sufrimientos, todo el dolor del hombre en su inmensidad, para vivirlos en
el abandono de la esperanza y orientarlo hacia el futuro de Dios. Asumiste todo lo
humano; bajasta hasta los mismos infiernos del abandono, el fracaso, el tormento y
la angustia; asumiste la debilidad, el miedo, la turbación, las horas de tentación, el
quejido y el llanto amargo que sacude a los hombres cuando pierden un amigo.

En el monte de los Olivos, con tu insaciable misericordia hacia el hombre más
destructor y más destruído, ves y sientes cuán absurda puede ser la condición
humana; ves la cotidiana masacre del amor, la voluntad de poder y posesión; ves a
los desesperados y a los que reducen a sus hermanos a la desesperación.

En el monte de los Olivos, Dios experimenta en ti todas nuestras agonías: tu alma
estaba agitada y triste hasta el punto de morir (Cfr. Marcos 14, 34), por eso
suplicabas al Padre que te librara de aquella hora:

"Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas presentó
oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte" (Hebreos 5, 7).

¿Podía querer Dios la muerte de su Hijo? Dios no quiere el dolor, sino el
nacimiento de un hombre y un mundo nuevo, lo cual no se producirá sino con
mucho dolor. Dios no quiere la sangre, sino la justicia, por la cual a veces es
preciso perder la vida. Dios no quiere la muerte, sino un amor que llegue hasta más
allá de la muerte.

¿Qué hacer? Debes entregar tu vida y renunciar a todo. Pero, ¿qué pasará con tus
discípulos? ¿Qué quedará de ese Reino de Dios del que tanto habías hablado?
¿Qué pasará con los pobres y los pequeños que habías llenado de esperanza, y con
todos los que habían creído en ti?

La lucha se prolonga. La angustia se hace presente: sudor de sangre cae en tierra. Y
es que tú, Señor, no puedes más que sufrir con nosotros; el sufrimiento es el pan
que compartes con el hombre. Nada ni nadie está separado de ti, porque tú
compartes con nosotros, en lo más profundo de nuestro corazón, el pan del
sufrimiento y el vino de la alegría.

¿Qué hacer? Deseos de rechazar el cáliz y huir, huir como Jonás, lo más lejos
posible. Pero, ¿cómo desmentir ahora todas tus palabras? ¿Cómo renunciar a todas
tus esperanzas? Si para esta hora habías venido y era necesario que se cumpliera,
¿cómo rechazar lo que fué siempre tu gozo y tu alimento de cada día: hacer la
voluntad del Padre?

A pesar de ser Hijo, sufriendo aprendiste a obedecer. Y fuiste obediente hasta el
fin: entrega total, ofrenda definitiva, abandono infinitamente confiado, amorosa
obediencia al Padre, insensata misericordia hacia la oveja perdida que somos cada
uno de nosotros, gratuito amor que asume nuestro sufrimiento, nuestro infierno y
nuestra muerte.

Y tu oración acabó con un "tu" lleno de amor:

"Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino
la tuya" (Lucas 22, 42).

"No lo que yo quiero, sino lo que tú quieres" (Marcos 14, 36).

3.- EL JUEVES SANTO Y EL
HUERTO DE LOS OLIVOS
Mikel Pereira