EL RINCÓN DE LA MEDITACIÓN

 
MUERTE Y RESURRECCIÓN
4.- VIERNES SANTO
Viniste a enseñarnos a vivir y fuiste entregado por
las manos de los hombres al destino de la muerte.
Fuiste traicionado por uno de los tuyos; fuiste
torturado y llevado de un tribunal a otro, porque
nadie quería asumir la responsabilidad de tu muerte:
Judas devolvió el dinero, el Sanedrín prefirió
comprar con él un terreno donde enterrar a los
extranjeros, Pilatos y Herodes no sabían qué hacer contigo, los jefes del pueblo
alegaban no tener autoridad para dar una sentencia, y finalmente fué Pilatos quien,
bajo amenazas, te condenó y se lavó sus manos. Y tú, el Justo, el Siervo del Señor,
fuiste herido de muerte y separado de la tierra de los vivos:

"Tras arrestarlo y juzgarlo, sin defensa ni justicia, se lo llevaron. ¿Quién
meditó en su destino?" (Isaías 53, 8).

"Maltratado, voluntariamente se humillaba y no habría la boca" (Isaías 53,
7).

"Al ser insultado no respondía con insultos ni amenazas, sino que se ponía
en manos de Aquel que juzga con justicia" (1ª Pedro 2, 23).

"Era despreciado y evitado por todos; parecía un hombre de dolores,
acostumbrado a los sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros... Y con
todo, él soportó nuestros dolores: nosotros le tuvímos por azotado, herido
por Dios y humillado, pero él fué traspasado por nuestras rebeldías,
triturado por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y en
sus heridas hemos sido curados" (Isaías 53, 3-5).

Colocaron sobre tus hombros un manto púrpura, porque eras rey; hicieron una
corona de espinas para ponerla sobre tu cabeza, una corona que puso fin al castigo
impuesto a Adán (al cual se le había dicho: "Maldito será el suelo por tu culpa:
brotará para ti cardos y espinas" (Génesis 3, 17))
; y pusieron una caña en tu
mano derecha, signo de la debilidad y la fragilidad de tu reinado en este mundo:
"He aquí al hombre" (Juan 19, 5)... y eres Dios.

"He aquí al hombre". Nadie puede quedarse indiferente ante ti: o cambia de
conducta o se une a la muchedumbre para gritar:
"¡Fuera! ¡Fuera!
¡Crucifícalo!" (Juan 19, 15).

Te llevaron fuera de la ciudad, a un monte llamado Gólgota, y allí te crucificaron.
Y en tus labios no había más que palabras de perdón para aquellos que te estaban
crucificando:

"Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lucas 23, 34).

Y en la cruz, el silencio y el abandono del Padre:

"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mateo 27, 46).

Señor, también aquí sientes la lejanía de Dios. Entre el Padre y tú se levanta, como
un muro opaco, la angustia del hombre, su soledad, su desesperado orgullo y la sed
que siente aquel que da la espalda a Dios y es incapaz de encontrar "las fuentes
de la vida"
.

Y al final, en la noche profunda de la fe desnuda, confiaste tu vida a las manos de
Aquel que te había enviado y hacia el cual volvías:

"Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu" (Lucas 23, 46).

"E inclinando la cabeza entregó el espíritu" (Juan 19, 30).

La tierra acogió tu cuerpo y la piedra selló la entrada del sepulcro; pero déjame
que te diga desde lo más hondo:

"Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino" (Lucas 23, 42).

Mikel Pereira