CAPITULO TERCERO

 

IGLESIA Y CULTURA INDUSTRIAL MODERNA

 

§ 116. LA IGLESIA Y LA CIVILIZACIÓN

 

I. LA INDUSTRIALIZACIÓN

 

1. Con el comienzo de la edad contemporánea, hacia 1830 o 1850 aproximadamente, nos encontramos ante una situación histórica en la que se producen cambios en todos los ámbitos de la vida con una amplitud, una profundidad y una rapidez desconocidas hasta entonces.

 

Aunque ahora, en la segunda mitad del siglo XX, la vida de hace cien años nos parezca patriarcal, dotada de envidiable y pacífica seguridad, es entonces cuando se van asentando las fuerzas que han configurado nuestra actual situación. Si queremos comprender en toda su trascendencia las fuerzas que caracterizan esta segunda mitad del siglo XX, no podemos quedarnos en su aspecto puramente externo. Será preciso incluir en nuestra reflexión las consecuencias que ha ido trayendo el desarrollo posterior de los acontecimientos. Hoy podemos percibir fácilmente esas consecuencias.

 

Necesitamos ante todo contemplar como una unidad las fuerzas que hoy actúan y las de entonces, ya que de ellas procede la actual realidad. La multitud incalculable de los acontecimientos y la extensión del escenario en que se desarrollan encierra en sí el peligro de quedarse en la enumeración de una serie interminable de hechos. Para afrontarlo no nos queda más remedio que seguir el curso de los acontecimientos a lo largo de períodos de cien años, que, por su parte, nos obligan con frecuencia a volver sobre los mismos puntos fundamentales de partida. Las grandes figuras que nos irán saliendo al paso podrán servirnos de puntos necesarios de reposo.

 

2. Antes de proceder a fijar los rasgos que caracterizan un determinado período de tiempo debemos destacar aquel hecho que al principio podría parecer puramente artificial, pero que, sin embargo, modifica directa e indirectamente, y de forma tan inexorable como una ley de la naturaleza, nuestra existencia y las posibilidades de influir sobre ella y, por tanto, las posibilidades de anuncio de la fe y de la consiguiente reacción del hombre ante ella. Este hecho no es otro que el dominio de la cantidad en todos los órdenes de la vida. Nace poco a poco a mediados del siglo XIX y va adquiriendo constantemente una creciente aceleración que alcanza en nuestros días, en la segunda mitad del siglo XX, una velocidad vertiginosa, una velocidad que, por así decirlo, se adelanta a sí misma. El crecimiento y perfeccionamiento, antes insospechado, de las ilimitadas posibilidades técnicas de comunicación que nos ofrecen los mass-media, actuando por todo el globo bajo múltiples formas cada día y cada hora, han llegado a sobrecargar peligrosamente la receptividad anímica y espiritual del hombre. Las múltiples posibilidades de influir sobre «la humanidad», en constante crecimiento demográfico, favorece de hecho la superficialidad; el hombre masificado no es capaz de juzgar racionalmente el torrente avasallador de las ofertas ni de asimilarlas psicológicamente. El deseo de saber resulta cada vez menos profundo; el esfuerzo que exige es cada vez menos auténtico; el resultado, cada vez más efímero. La cantidad constituye, con raras excepciones, una amenaza contra la vida cultural y espiritual.

 

Conjurar este peligro, eliminarlo, es, por consiguiente, una tarea fundamental de todas las fuerzas del espíritu, y entre ellas, de la Iglesia.

 

La Iglesia tiene que llegar a las masas. Esto es evidente. Para ello necesita utilizar los medios de masas. Pero, por otra parte, ha de evitar el contribuir a una nueva masificación. Hay que interpelar al alma inmortal de cada hombre y, por tanto, hay que llegar al centro de la persona humana, creada a imagen de Dios, no a su estrato del «ello» (empleando el término usual), como intenta llegar la propaganda moderna. ¿Cómo se puede conseguir este objetivo? La pregunta comprende el problema decisivo que ahora se plantea: la posibilidad de acción sobre el hombre moderno por parte de la Iglesia

 

3. Característica fundamental de todo este desarrollo (al igual que el de la Edad Moderna en general, § 73) es la tendencia hacia la realidad empírica y hasta su descubrimiento: la observación exacta, la investigación y utilización del mundo, de la tierra que nos rodea y que está por encima, en y antes del hombre (prehistoria, historia primitiva). Fruto de este dominio del mundo es la ciencia y la técnica y, como praxis natural, la medicina. Desde finales del siglo XVIII empezamos a encontrar los nombres célebres de los inventores y descubridores de la física, la química, la astronomía, la zoología y la fisiología. El profundo cambio que hoy advertimos en el campo psíquico-intelectual es consecuencia de la aparición, por los años en que finaliza el Romanticismo, de las grandes figuras de las ciencias históricas[1]. Hacia 1830 podemos advertir ya la obra destructora, desde el punto de vista cristiano, de D. Fr. Strauss, Feuerbach y otros (§ 117).

 

4. La ciencia histórica en su modalidad moderna liberó al pasado de una existencia que juzgábamos estática y de una unidad preconcebida y cerrada, juzgándola de una riqueza insospechada de soluciones en todos los campos, y todo esto en proceso de continuo desarrollo. Se afianza y desarrolla con una aguda crítica y hasta con un criticismo exagerado, con una actitud en muchos aspectos escéptica ante el cuadro tradicional de la historia. Se vincula luego al historicismo filosófico, que viene en apoyo del escepticismo («todo está condicionado históricamente») y juega un papel de enorme importancia revolucionaria, especialmente en la investigación de la historia de la revelación. Con semejantes bases, el historicismo no deja títere con cabeza.

 

La consecuencia práctica de la ciencia natural es la técnica: la máquina, el vapor, la electricidad, el ferrocarril, la navegación marítima, el teléfono, el telégrafo, el gramófono, el cine, la radio, la televisión, el aeroplano, y a la vez el hecho tremendo de la desintegración del átomo (Otto Hahn), con sus incalculables posibilidades. Su repercusión amenazadora para el espíritu y el alma radica en definitiva en que el nuevo conocimiento científico-natural del mundo y el dominio que sobre él se ejerce llevan a muchos a una nueva mentalidad que una vez más considera como algo superado las actitudes religiosas fundamentales del pasado. La naturaleza ha llevado y lleva de hecho a muchos al naturalismo; el realismo les lleva al materialismo. La idea de que la cultura moderna es naturalista y materialista ha calado profundamente en amplios sectores.

 

5. La técnica,—es decir, la máquina— se ha apoderado completamente de la vida a través de la gran ciudad, que es en buena medida una de sus creaciones; en la gran ciudad el hombre vive constantemente en estrecho contacto con la técnica. Por eso mismo su pensamiento se llena preponderantemente de ideas vinculadas a la máquina, a la materia, a lo inventado y hecho por el hombre, a las cosas que él tiene a su disposición, al más acá. El hacinamiento, por sí mismo antinatural, de grandes masas humanas en un espacio pequeño, tanto en la vivienda como en el trabajo, desarraiga cada vez más al hombre, física y espiritualmente, de los fundamentos naturales de la existencia. Al desligar al hombre del suelo, de su suelo nativo, la fábrica y la gran ciudad reducen el bienestar natural y sencillo de la vida humana a un mínimo y, en cambio, aumentan forzosamente el ansia de sucedáneos, el ansia de placer, que, a su vez, incita al urbanismo y huida del campo. Muchas veces el espacio habitual de que dispone cada familia queda reducido a un mínimo insuficiente. Y su consecuencia es, una vez más, el peligro de contagio corporal y espiritual, la atrofia de la vida familiar, y, con ella, la destrucción de la tradición, es decir, del presupuesto para el crecimiento de una vida llena de valores y de anchos horizontes, cuya espera se basa en la esperanza.

 

En estos hacinamientos de masas humanas sometidas a condiciones artificiales de existencia, la vida está mucho más amenazada que antes. Se hace absolutamente necesaria la adopción de unas medidas de ayuda social por parte de la comunidad. Con estas prestaciones sociales del Estado, con los diferentes tipos de socorros mutuos creados por los mismos trabajadores en sus organizaciones y con el rendimiento creciente de la economía, el llamado nivel o standard de vida ha aumentado felizmente desde el siglo XIX. El proletariado de tiempos pasados ha desaparecido casi por completo en la mayor parte de países de Europa y en Norteamérica. Se manifiesta claramente un movimiento de ascenso social de la clase obrera.

 

6. Es evidente que esta transformación social, económica, intelectual y espiritual exige una renovación esencial, en todo el rigor de la expresión, de la tarea educativa de la catequesis cristiana. Es obvio que, si se pretendía obtener un resultado satisfactorio, se necesitaba una buena dosis de valor para romper las formas tradicionales y acomodarse al tiempo si se anhelaban resultados satisfactorios. Hay que admitir que los católicos no dedicaron energías suficientes para otorgar a la época un fondo cristiano. Una de las causas es ciertamente el retroceso, ya indicado a menudo, de las fuerzas económicas y culturales católicas. Pero también existió falta de responsabilidad y, en todo caso, falta de iniciativa.

 

a) Lo más importante en este punto es la secularización casi total del ambiente, que va adquiriendo dimensiones peligrosísimas. La fuerza de la fe, el sentido cristiano y eclesial van siendo cada vez más un rasgo propio de la minoría; se las concibe cada vez más acusadamente como elementos anacrónicos. La «opinión pública» está empapada de incredulidad. Las posibilidades pastorales de la Iglesia a finales del siglo XIX son muy precarias.

 

b) La dirección espiritual de los fieles, que siguen siendo católicos en el fondo, se ha ido haciendo cada vez más difícil. Además de la influencia persistente y negativa de ese ambiente mayoritariamente descreído, hay una serie de hechos que constituyen nuevos obstáculos. En las ciudades, que crecen de forma demasiado rápida, faltan iglesias. Las parroquias se hacen excesivamente grandes y el contacto personal entre párroco y comunidad es insuficiente. Esta situación es debida también al hecho de que los responsables de la pastoral descubren siempre con retraso la evolución y siguen viviendo con un celo excesivamente apegado a los hábitos rutinarios de los buenos y viejos tiempos de fe. Esto encierra en germen el problema ingente de la desvinculación de la Iglesia de amplios sectores de la población cristiana, consumada ya plenamente en muchos lugares.

 

Desde que se instituyó la Iglesia y comenzó a difundirse, las casas de Dios habían sido las células principales del crecimiento. También hoy lo siguen siendo, pues la vida de la Iglesia católica está esencialmente vinculada al mysterium de los sacramentos, especialmente a la misa y a la eucaristía. En los tiempos heroicos de la lucha contra la opresión estatal adquirió la predicación un magnífico impulso, del que todavía tendría mucho que aprender la generación actual; pero, en conjunto, la convicción de poseer la verdad impidió a no pocos predicadores penetrar con auténtica valentía en la nueva situación espiritual e intelectual del hombre moderno. Durante mucho tiempo se siguieron arrastrando las formas recargadas de la piedad del barroco y se echó en olvido la tarea de presentar de manera nueva las verdades antiguas al pueblo católico, menos influible que antes y más rodeado de dudas. Para ello era imprescindible inyectar nuevo entusiasmo, sobrio, sereno y crítico, y penetrar profundamente en el patrimonio de la revelación. La predicación, su mismo tono y lenguaje, se fue haciendo extraña y aburrida para el hombre, cuyo pensamiento está totalmente referido al mundo de lo tangible, de la máquina y que, además, se encuentra dominado por la amarga experiencia de la dura lucha por la existencia. El frecuente cambio de domicilio de grandes masas apiñadas reduce a menudo las posibilidades de ejercer con ellas una pastoral sistemática; con frecuencia toda la pastoral queda reducida a mínimos que sirven para muy poco.

 

7. Nos encontramos, por tanto, con tres factores concomitantes: a) auge económico y una efectiva mecanización y masificación de la vida; b) insuficiente labor pastoral; c) acción destructora del ambiente liberal, materialista e incrédulo (prensa y literatura). El resultado de todo esto es el descontento político, social y contra la Iglesia a la vez entre las capas más bajas del pueblo. El último de ellos va más allá del indiferentismo y llega al odio total hacia la religión y hacia la Iglesia. El terreno estaba preparado para que estallase la profunda revolución programada por la democracia socialista.

 

8. Este socialismo, falsificación unilateral de la realidad social, no llegó, pues, por sorpresa. Era la consecuencia de una previa evolución en el terreno económico, espiritual y religioso. El cuarto estado, indignamente oprimido, sacó las consecuencias de las doctrinas liberales y aplicó la fórmula liberal de la libertad ilimitada a las necesidades del proletariado. Con la libre competencia y la explotación brutal de la fuerza humana de trabajo, el liberalismo político y económico había pecado gravemente contra los derechos humanos fundamentales de la libertad, la justicia y la dignidad de la persona. La exigencia de la democracia socialista gritando mejores condiciones para los trabajadores estaba plenamente justificada; más aún, era una exigencia necesaria, en plena coincidencia con las ideas cristianas. Pero, en el socialismo «rojo», estas exigencias económicas iban unidas a una determinada concepción del mundo, es decir, al materialismo de una cultura meramente terrena (Carlos Marx, 1818-1883; Manifiesto Comunista, 1848; Federico Engels, 1820-1895). El comunismo de los primeros cristianos, centrado en el amor, se había convertido aquí en un comunismo ateo que implicaba exigencias y muchas veces odio. La base teórica del sistema era la concepción materialista de la historia, es decir, la creencia de que todos los movimientos de la humanidad, incluso los espirituales y religiosos, surgen de raíces económicas. El proceso económico, en el sentido de lo económico material, es la raíz última de todo acontecimiento. En este proceso es un elemento decisivo el trabajo manual (homo faber). «El trabajador» se convierte así en el protagonista de todo el desarrollo. Unidos, pueden los trabajadores derrocar el orden social existente. En lugar de Estados nacionales burgueses, con su religión, se ha de instaurar una comunidad internacional sin clases ni propiedad privada. Como reacción contra una explotación injusta del trabajador y de su obra por los dueños de las fábricas y el capital —cuya expresión más crasa era el «manchesterismo» inglés—, los principios socialistas eran comprensibles y estaban justificados. En la formulación extrema hecha por Marx y Engels nos encontramos ante una negación antinatural de las peculiaridades, creadas e impuestas por Dios como deber, de la realidad de las clases sociales, y ante una falsa solución del problema fundamental de la justicia social y la recta estima de los valores espirituales.

 

II. LA IGLESIA Y LA CUESTIÓN SOCIAL

 

1. Miseria material y moral de las masas, en una sociedad industrializada y sin fe: tal era el «problema social» moderno brutalmente planteado. El problema imponía, sin duda, a la Iglesia unas tareas de importancia vital. Junto a la determinación fecunda de las relaciones entre fe y ciencia, entre «la Iglesia y los intelectuales», será ahora la conquista o pérdida de las masas trabajadoras organizadas la que decidirá sobre la importancia o la insignificancia de la Iglesia en la nueva época. En ambos casos se trata de la acomodación necesaria y posible para la Iglesia y su mensaje a las situaciones radicalmente cambiadas del mundo que ha de ser ganado para Cristo. El supuesto previo de la solución era y sigue siendo la idea de que la tradición no se reduce a conservar, y mucho menos se agota en la actitud restauracionista.

 

Desgraciadamente, no podemos decir que los sectores influyentes de la Iglesia advirtieran pronto y claramente el alcance del problema ni que cedieran en su actitud defensiva en aras de una penetración valiente de la nueva realidad social. Hemos de decir más bien que, en caso de que los católicos hubiesen sacado las consecuencias necesarias del análisis del problema social, tal como lo exponían a mediados del siglo XIX los no creyentes y los propios católicos, la situación global de la Iglesia y del cristianismo sería hoy, en la segunda mitad del siglo XX, sustancialmente mejor. Esta insuficiencia es tan evidente que nunca nos excederemos en la energía empleada para que llegue a la conciencia de todos. Hemos de decir y repetir que este hecho constituye un condicionante decisivo de toda la situación.

 

Pero tales deficiencias no deben hacernos olvidar las realizaciones positivas, que fueron importantes, aunque no suficientes. La Iglesia católica intentó resolver el problema social por dos caminos complementarios: a) por la práctica activa de la caridad (actividad caritativa de las Ordenes religiosas y de los seglares: Federico Ozanam († 1853) y las Conferencias de San Vicente de Paúl; el Dr. Carl Sonnenschein († 1929); b) desarrollando la labor teórica y organizativa.

 

2. A esta última pertenece la obra ingente de Adolf Kolping († 1865) y sus asociaciones, dotadas de profundo espíritu religioso, así como la predicación del obispo de Maguncia, Emmanuel von Ketteler († 1877), a quien corresponde la gloria de haber sido el primer católico que se dio cuenta de la nueva situación en toda su profundidad pasando de una crítica negativa a su positiva superación. El discurso de Ketteler, siendo diputado por Francfort, en memoria de los caídos en el levantamiento de septiembre (1848), y mejor todavía sus comunicados y exhortaciones en el Katholikentag de Maguncia, en octubre del mismo año, anunciaban ya al que sería denominado «obispo social», que había de tratar el problema de los obreros en una perspectiva cristianamente progresista.

 

Su caridad viva fue algo decisivo para su éxito. Es verdad que, como sacerdote, su labor principal se centró en las dificultades morales, pero exigió al mismo tiempo enérgicamente, en nombre de la justicia, la supresión de toda aspereza y de toda indignidad en el trato de los trabajadores y un salario equitativo. La labor más importante, con todo, realizada por parte católica para la solución del problema social fue llevada a cabo por el papado, como veremos.

 

3. Como resultado de los esfuerzos que acabamos de mencionar surgió en Alemania un importante movimiento obrero católico, que tuvo que soportar, ya de antemano, cierta tensión interna. Como movimiento de trabajadores, luchaba por un mejor salario y, por tanto, tenía exigencias de carácter económico; como movimiento católico, estaba ligado al reconocimiento de la estructura social de la humanidad y a una autoridad eclesiástica inviolable. Las dificultades aumentaron a partir de 1900 con motivo de las discusiones sindicales, que dividieron internamente a los católicos y que tanto daño causaron a la vida cristiana y religiosa de Alemania, con repercusiones que llegan hasta nuestros días.

 

Lo que en la disputa sindical se discutía era algo mucho más importante que el problema de las formas de organización de los trabajadores cristianos. El fondo de la discusión radicaba en los problemas de las relaciones entre la religión, o, más concretamente, la Iglesia, y las realidades seculares. Se trataba de la progresiva secularización de la vida y de su irrupción en las masas de trabajadores católicos y cristianos. Ante el enorme cambio cuantitativo y cualitativo efectuado en la estructura social, como hemos apuntado, el problema constituía una novedad tan sorprendente, que para resolverlo se necesitaba una actitud radicalmente audaz y libre de toda traba.

 

El problema que ahora se planteaba era si la cuestión obrera era una cuestión de «poder» económico, en cuyo caso debía resolverse en sentido puramente económico, dentro de lo que llamaríamos economía liberal, o si tenía también carácter religioso y moral y exigía ser tratada de acuerdo con este carácter. Como consecuencia, era preciso resolver si, en los conflictos laborales, podía el cristiano creyente utilizar o no la fuerza de la huelga, al igual que los socialistas, de actitud irreligiosa y, por tanto, materialista, y sus «sindicatos libres». Se planteó igualmente el problema de si era preferible organizar sindicatos exclusivamente católicos o interconfesionales (cristianos). En Francia y Bélgica había prohibido Roma las uniones socialdemócratas por la insuficiencia de su vinculación confesional. Pero en Francia y en Bélgica se trataba principalmente de asociaciones culturales. En el movimiento obrero, con una orientación primordialmente económica, la situación era distinta. De acuerdo con las enseñanzas de León XIII, Roma reconocía que estaba justificada cierta autonomía en la lucha cuyos objetivos fueran preferentemente económicos, y se advertía la necesidad de crear un poderoso frente cristiano para detener la creciente «marea roja». El mismo Pío X, para nada político, consintió a ruego de «algunos obispos alemanes» que, por razón de las complicadas circunstancias económicas y confesionales del país, ingresaran los trabajadores católicos en los «sindicatos cristianos» interconfesionales (1912), a condición de que, al mismo tiempo, estuvieran afiliados a las asociaciones de trabajadores católicos.

 

Tanto León XIII (en su famosa encíclica Rerum novarum, de 1891, y, apoyándose en ella, todo el episcopado prusiano en 1900) como Pío X y más tarde Pío XI (Quadragesimo anno, de 1931) subrayaron constantemente y en primer plano que la economía y sus problemas no se podían separar de su valoración religiosa[2] y, sobre todo, que el problema salarial no podía ser considerado unilateralmente como una exigencia económica, sino como un problema profundamente religioso y moral. El objetivo más importante era siempre «la armonía entre empresarios y trabajadores en lo referente a los derechos y deberes» (León XIII). «Apenas parece posible conseguir un arreglo radical de la lucha de intereses y de la tensión que eso provoca en las 'clases' sociales... Podía intentarse formando organismos que se incrustasen en la sociedad a los que pertenecieran los obreros, pero no como un partido más, sino en orden a su función social» (Pío XI).

 

Por otra parte, los dirigentes de los sindicatos católicos de entonces no comprendieron ni cumplieron suficientemente el grandioso programa de León XIII. Los defensores del integralismo carecían de suficiente apertura para las asperezas de la realidad confesional, sin orientación económica y sin suficiente disposición para la libertad cristiana y la valentía exigida por el cristianismo, exageraron la fidelidad a los principios católicos y cayeron en una estéril rigidez. Apenas se enteraron del núcleo verdadero de las declaraciones de la Iglesia en materia social. Eso sí, contaban en su actitud con el apoyo del episcopado.

 

4. Hemos de constatar, por su repercusión histórica, el hecho de que los sindicatos se denominaban cristianos, pero, al mismo tiempo, se confesaban religiosamente neutrales. Con ello quedaba abierto el camino a la terrible confusión en el empleo del concepto «cristiano», que posteriormente desempeñaría un papel destructor en el llamado «cristianismo positivo» del nacionalsocialismo.

 

Para la continuidad en la historia de la Iglesia de esta cuestión es de gran valor el hecho de que el gran programa de León XIII fuera asumido por Pío XI (Quadragesimo anno) y últimamente por Juan XXIII (Mater et magistra, 1961), con lo que se ha ido desarrollando de un modo orgánico.

 

III. LEÓN XIII (1878-1903)

 

1. La tensión entre la cultura moderna y la Iglesia se había ido convirtiendo de modo creciente en uno de los signos de la época. Reconquistar la cultura o «el mundo» o, al menos, entablar con ellos un diálogo abierto: tal era la gran tarea, sin cuya solución le sería cada vez más difícil a la Iglesia cumplir su cometido. Durante largo tiempo pudo pensarse, y así lo indicaban numerosos acontecimientos, que lo que se pretendía era dar una solución puramente negativa mediante la ignorancia o la condenación del error, intentando únicamente conservar las antiguas condiciones de vida. Esta actitud no respondía al ser vivo de la Iglesia, aunque es notorio que sus miembros sucumben constantemente a esa tentación de la «inercia del poder». No pocas veces, y en muchos terrenos el transcurso de la historia, perjudicial desde su punto de vista, ha obligado a la Iglesia a cambiar de método. Pero semejante actitud pasiva y fundamentalmente pusilánime sólo ha podido darse en períodos siempre muy cortos. No ceder en nada esencial, pero condescender en todo lo demás: en esto consiste la sabiduría pedagógica de la educadora de los pueblos durante siglos, a pesar de toda esa rigidez con la que todavía chocamos. En este momento, a partir del último tercio del siglo XIX, el mundo en torno iba imponiendo un tratamiento positivo de los problemas mencionados.

 

El hombre que se dio perfecta cuenta de esto y que, al mismo tiempo, poseía la agilidad necesaria fue León XI, cuya posición extraordinariamente fuerte en la Iglesia le ofrecía inmejorables condiciones para hacer una gran labor. No queremos decir que León XIII diera al timón un giro de ciento ochenta grados, ni siquiera que fuera totalmente coherente con sus nuevas intuiciones. En el problema, por ejemplo, de los Estados de la Iglesia se mostró tan intransigente como Pío IX. En sus excelentes encíclicas sobre el Estado cristiano (1881 a 1890) muestra, como veremos en seguida, una valoración nueva del Estado, pero, al mismo tiempo, se remite al Syllabus de Pío IX. En sus últimos años se pronunció en contra de la democracia (condena del americanismo, en 1901) y en contra de la libertad de la exégesis católica, que anteriormente (en 1881) tanto había fomentado. En estas actuaciones muestra León XIII una actitud bastante menos comprensiva, que se refleja en la fundación de la «Comisión Bíblica» (1901), cuya misión será vigilar la labor de los exegetas católicos.

 

Pero, a pesar de todo, fue también el que aportó principios nuevos, de amplia repercusión. Ya su primera encíclica (1878) contenía el programa de reconciliar a la Iglesia con la cultura moderna.

 

2. Con tanta habilidad como tenacidad trabajó León XIII para centralizar más todavía el poder eclesiástico en el papado. La independencia de los obispos se vio muy limitada por las intervenciones directas del pontífice. En este aspecto hay un hecho de extraordinaria importancia: los nuncios fueron convertidos en representantes del papa ante el episcopado de cada país.

 

3. León XIII era un gran observador de la vida tal como ésta se desarrolla realmente; era un hombre lleno de vigor interior, que ni siquiera en edad avanzada dejó de interesarse por los problemas que iban surgiendo en forma tan plural y tan insólita y la nueva realidad que le planteaban. Esta virtud le libró del doctrinarismo estrecho de la formación sacerdotal de aquella época y le puso en vías de resolver las tareas que se le planteaban.

 

Llegó al pontificado con un programa elaborado, pensado y probado durante mucho tiempo, ya que al acceder a la Sede de Pedro tenía sesenta y nueve años; anteriormente había sido legado pontificio en el Benevento, nuncio en Bruselas, arzobispo de Perusa, 1846-1878. Como obispo había mostrado ya una gran comprensión para las necesidades sociales y gran habilidad asimismo para darles una solución de amplias miras, creando cooperativas agrícolas, cajas de ahorro e instituciones de vacunación contra la viruela. Ya entonces había tratado en diversas pastorales de liberar a la Iglesia de una actitud exageradamente contraria a la cultura moderna. Anteriormente, siendo nuncio en Bruselas, había estudiado los problemas sociales en Bélgica, con gran desarrollo económico, y había hecho breves viajes a Londres y por el Rin (donde admiró la labor del arzobispo Von Geissel, de Colonia).

 

Dentro de la Escolástica de entonces sentía gran predilección por la teología de santo Tomás de Aquino, aunque trataba de mantenerse in-dependiente. Sentía verdadera necesidad de comprender y guiar la vida entera partiendo de una base unitaria. Y esta base la encontró en la doctrina del Aquinate, que constituye una síntesis no superada de la doctrina de lo sobrenatural, pero con total libertad y derechos para lo natural y, por lo mismo, para lo político y lo económico, sin que gocen por este hecho de autonomía. No fue León XIII una figura verdaderamente creadora en el campo del pensamiento, pero tuvo la aguda intuición de aplicar las doctrinas del tomismo al momento presente y hacerlas enormemente fecundas en todos los órdenes. El gran progreso que representan sus encíclicas, tan estimadas en el mundo entero, consiste en que en ellas reconoce León XIII, cada vez en forma más clara, la naturaleza independiente del Estado y la cultura ante la Iglesia. Esta fue realmente la base de toda su obra.

 

4. León XIII tomó posición frente a un número extraordinariamente grande de problemas del presente. Particularmente importantes son sus declaraciones sobre cuestiones fundamentales: «fe y ciencia», «Iglesia y Estado» y, sobre todo, «Iglesia y sociedad», tema de la conocida encíclica Rerum novarum, de 1891, sobre el problema social de los trabajadores, encíclica que habría de ser completada y desarrollada más tarde por Pío XI y Juan XXIII[3].

 

Hacía mucho tiempo que se necesitaban palabras como las de León XIII. Pero ahora resultaba (y resulta todavía) confortadora la franqueza con que el papa declara que ni la jerarquía ni el Estado solos pueden resolver las graves dificultades del mundo moderno. Unidos ambos en una libre sociedad en la que también participen los obreros podrán realizar esa gigantesca obra.

 

Es altamente significativa la confianza triunfal en la fuerza interna de la verdad de que está poseído León XIII. La prueba más impresionante la encontramos, sin duda, en la trascendental apertura de los archivos vaticanos a los investigadores de todos los credos y naciones y sus sensatas declaraciones sobre los derechos y los deberes del historiador: «No decir nada que no sea verdadero; no callar nada que sea verdadero», ni siquiera cuando el resultado de la investigación afecte negativamente a la Iglesia y al pontificado. «Los hombres de ciencia han de tener tiempo para trabajar y hasta para cometer errores. En el momento oportuno, cuando haga falta, vendrá la Iglesia a reconducirlos al buen camino».

 

5. Otra de las grandes aspiraciones de León XIII, que confirma la amplitud universalista de sus concepciones eclesiales, era la reconquista de la unidad de las Iglesias separadas. A pesar de no obtener ningún éxito en este punto, León XIII había planteado el problema de una manera nueva, lo mismo ante los anglicanos (lord Halifax, 1839-1934) que ante los orientales. Desde entonces ese problema siguió estando en el orden del día. Su comprensión por la independencia de otros valores le llevó, al menos, a no exigir en adelante que las Iglesias orientales en comunión con Roma se adaptaran a los ritos latinos, elogiando más bien su praecellentia.

 

6. Ya a partir de la encíclica Mirari vos (1832), de Gregorio XVI, y del Syllabus de Pío IX (1864) desplegaron los papas una actividad magisterial en forma desconocida hasta entonces en la historia, sin que entremos ahora en su contenido u orientación.

 

Con las numerosas encíclicas de León XIII, que tratan tantos temas importantes, este ejercicio del magisterio alcanza una plenitud y un poder orientador hasta entonces desconocido. Los papas que le sucedieron, cuya altura no tiene igual en toda la historia de la Iglesia, siguen desarrollando este ejercicio magisterial, que alcanza su punto culminante en la cantidad inmensa de discursos y encíclicas de Pío XII, que despertaron una atención cada vez mayor en el mundo secular.

 

Esto no quiere decir que la línea fundamental señalada por León XIII llegara a imponerse sin rupturas. Las importantes discusiones de carácter doctrinal surgidas bajo el pontificado de Pío X (el modernismo) nos llevan necesariamente en otra dirección. Pero la orientación básica que arranca en León XIII seguirá desarrollándose en el tratamiento progresivo que se dé a otros problemas centrales, como el de la liturgia. León XIII —y esto era, en último término, el punto decisivo— había impreso un nuevo estilo en la mentalidad y usos de la curia pontificia: el modo de anunciar la verdad, que hasta entonces había tenido con frecuencia un estilo condenatorio y preferentemente negativo, había tomado el camino del diálogo con el mundo. Lo que eso ha significado podemos comprenderlo hoy después del Vaticano II, al desembocar ese camino en la disposición a comprender la Iglesia y el pontificado como diálogo entre la cristiandad entera como una diaconía pastoral con los hermanos cristianos y con el mundo entero.

 

§ 117. FE Y CIENCIA EN EL SIGLO XIX

 

I. LA NUEVA TEOLOGÍA. LA ESCUELA DE TUBINGA

 

1. La exigencia de León XIII de una síntesis entre Iglesia y cultura encerraba el peligro de toda síntesis: acentuar excesiva y unilateralmente el elemento que se trata de recuperar —en este caso la cultura— en detrimento del otro. Al igual que había ocurrido otras veces (gnosis, § 16; problema de la teología, § 28; Renacimiento, § 76), tampoco ahora fue evitado por todos este peligro. Junto a la solución armónica, se manifestó en el terreno doctrinal una solución herética y parcial: el modernismo. Mientras la solución armónica de la Iglesia sometía lógicamente la cultura o, más concretamente, el pensamiento moderno a la revelación, la solución modernista convertía al pensamiento en juez de la revelación.

 

El punto de partida de muchos modernistas no era en modo alguno apartarse de la Iglesia o apoyar la Ilustración. Impresionados y hasta atormentados por el problema de la descristianización y del apartamiento del mundo moderno de la Iglesia, pretendían los modernistas reconquistar para ella al hombre moderno, recuperando el prestigio que antiguamente tenía en el campo del pensamiento, por ejemplo, en la universidad. A ese fin querían que la Iglesia utilizase el lenguaje de la ciencia moderna, aunque se tratara de cuestiones dogmáticas. Los modernistas, pues, pretendían ver realizada en la Iglesia la ley de la acomodación. Pero no tuvieron en cuenta los límites establecidos y por eso perjudicaban a la sustancia. En definitiva, el objetivo del modernismo no era llenar de fe la vida y ganar así la vida para la Iglesia, sino, más bien, acomodar plenamente el cristianismo inmutable a la realidad cambiable de las opiniones humanas. En vez de revelación nos encontramos con filosofía. Era en el fondo la misma solución que había perseguido ya en otros tiempos el gnosticismo, aunque ahora se caracterizaba formalmente por la aplicación radical de la crítica histórica a la Sagrada Escritura y a los dogmas.

 

El modernismo se convirtió en un peligro grave en tiempos de Pío X (1903-1914). El pontificado de León XIII había sido el pontificado de la apertura y de la comprensión. El de su sucesor se convirtió en un pontificado restrictivo en el campo científico. León XIII aspiró a lograr la unidad de la Iglesia y la cultura. Pío X defendió la inviolabilidad del tesoro de la revelación. El viejo problema, que comienza con la irrupción de la Iglesia en el mundo de la cultura y que desde entonces ha sido siempre una de sus más grandes tareas —el problema de la recta relación entre la fe y la ciencia, entre razón y revelación—, quedaba planteado nuevamente en medio de una situación extraordinariamente amenazada por fuerzas espirituales explosivas.

 

2. Tras los intentos de los Padres de la Iglesia, y en la línea de Anselmo de Canterbury, Tomás de Aquino había puesto en claro la armonía de ambos terrenos. La lucha contra esta armonía, después de la crítica de Duns Escoto, fue iniciada por el nominalismo con su principio de la doble verdad; en él se acentuaba más de lo justo la autonomía del espíritu humano (Lutero estigmatizó justamente esta postura hablando de la «pura razón»), con lo cual se iba preparando el camino a un fuerte subjetivismo, que, a través del Humanismo, la Reforma, Descartes y la Ilustración[4], había llegado a su apogeo durante el siglo XIX con el escepticismo, el historicismo, el criticismo histórico y el pensamiento evolucionista. Todas estas formas del subjetivismo (o elementos de él) confluyen en el modernismo, que intenta introducirlas en la teología católica valiéndose, una vez más, de la noción de la doble verdad para hacer posible ese intento.

 

3. La lucha se había venido preparando en el seno de la teología católica a lo largo de todo el siglo XIX. En el XVIII, la doctrina católica sobre la armonía entre la fe y la ciencia estuvo en manos de simples profesores de escuela y conservada en sus compendios. Las tesis fundamentales eran correctas, pero el saber estaba anquilosado, carente de creatividad y fuerza vital. Pero la verdad es vida y, como se había apartado completamente de ella, su interés había desaparecido. A fines del siglo XVIII la teología católica apenas tenía importancia alguna en el conjunto de la vida intelectual.

 

4. Se produjo una reacción, que en parte ya conocemos. En sus orígenes se encuentra Johann Michael Sailer (cf. § 112, I, 5), educado por los jesuitas, pero que rompió con sus métodos teológicos, entonces insuficientes. A través de Sailer las nuevas tendencias llegaron a Hirscher, cofundador de la Escuela de Tubinga, cuya revista «Theologische Quartalschrift», junto con la actividad docente y otras publicaciones de los profesores, ocupa un puesto de primer orden en la reconstrucción del catolicismo intelectual del siglo XIX y, sobre todo, de la teología católica alemana en el aspecto científico. A esta escuela pertenece también Johann Adam Móhler († 1838), figura en extremo destacada. Su Simbólica, de extraordinaria profundidad (1832), contribuyó: a) a ver la diferencia esencial existente entre cristianismo protestante y cristianismo católico; b) a elaborar el concepto católico de la Iglesia y de su unidad, principal labor de toda la teología del sigo XIX, que tuvo su culminación en el Vaticano I; c) a reconocer su valor religioso. El influjo de Móhler, que llega hasta nuestros días, no se logró cerrándose medrosamente a la gran ola científica de la época, el hegelianismo, sino que fue el resultado de un encuentro con él (Eschweiler). Esta actitud hizo que su encuentro con el protestantismo fuese mucho más fecundo que las polémicas y apologéticas de corto vuelo que la precedieron y que, por desgracia, le han seguido sucediendo. Móhler supo captar algo de los profundos problemas por los que luchó la Reforma. También J. H. Newman forma parte del cuadro de la nueva vida católica que se va reanimando en Europa durante el siglo XIX. Su importancia es tan enorme que le estudiaremos en un apartado propio (§ 118, III).

 

Desgraciadamente esta poderosa labor de construcción teológica, que todavía hoy sigue teniendo importancia en la problemática teológica actual, no tuvo la suerte de encontrar en Roma un corresponsal objetivo. Hacia mediados del siglo XIX casi todas las facultades de teología católica de Alemania gozaban en Roma de escaso prestigio. A eso se debe su escasa participación en el Vaticano I, así como la exigua resonancia que encontraron en otras instituciones docentes de teología, ancladas en un tradicionalismo exagerado[5].

 

II. EL MODERNISMO. SU RECHAZO POR LA IGLESIA

 

1. Mientras los teólogos que acabamos de mencionar lograron dar solución a los problemas planteados en armonía con el espíritu de la Iglesia, hubo ya a comienzo del siglo otros que se apartaron en mayor o menor medida de la doctrina ortodoxa. Son grandes las diferencias existentes entre ellos en cuestiones concretas, por lo que la nota condenatoria ha de hacerse teniendo en cuenta una extensa gama de matices. Todos ellos estaban de acuerdo en defender la doctrina católica frente al ateísmo y al materialismo y en rechazar el abuso que de la razón había hecho la Ilustración.

 

a) Pero esta oposición condujo a algunos de ellos a excluir total-mente de la teología la actividad de la razón deductiva, enseñando el fideísmo y el tradicionalismo[6], entre ellos Louis Boutain († 1867), Louis de Bonald († 1840). Por su parte, el piadoso Antonio Rosmini († 1855), Vincenzo Gioberti († 1852) y en Francia Alphonse Gratry defendieron el llamado ontologismo. Este sistema desconfía igualmente del poder de la razón deductiva; pero, a pesar de ello, la existencia de Dios está asegurada, pues en el acto de pensar el ser, en el acto de pensar la idea «Dios» va necesariamente incluida su existencia. Esto significa la confusión del pensamiento con la realidad que existe fuera de nosotros, la confusión del orden de pensar con el orden de ser.

 

b) En total oposición a estos sistemas surgieron los ensayos de solución, mucho más importantes, de los profesores Georg Hermes († 1831), de Bonn, y Anton Günther († 1863), de Viena. Ambos confiaban demasiado en la razón; tanto que se propusieron probar toda la doctrina cristiana partiendo de ella. Para conseguir este objetivo era necesario un método radical: hay que comenzar «desde el principio», es decir, es preciso alejar de nosotros todas las convicciones firmes ya existentes y luego ir construyendo por la reflexión el edificio doctrinal. Esto se realiza mediante la duda positiva (en Günther es la duda metódica), que debe constituir el punto de partida de toda investigación. En este planteamiento se confundía a la fe con la tazón. La síntesis de ambos elementos se lograba aquí mediante la debilitación esencial de la fe, mientras que en el primer grupo era a costa de un debilitamiento de la razón. Las doctrinas de ambos grupos, cuyos principales representantes eran fieles servidores de la Iglesia, fueron condenados por Roma.

 

c) Ignacio Dóllinger (1799-1890) no pertenece a ninguno de estos dos grupos. Procedía del círculo de Górres (§ 115, II). Sus obras científicas en el campo de la historia de la Iglesia son de primera categoría. Su historia de la Reforma (1846-1848) fue una obra que en cierto sentido abrió una nueva época. Corrigió con brío y con buenos argumentos la imagen unilateral que presentaba la investigación protestante, aunque luego no logró, con todo el material acumulado, elaborar un cuadro equilibrado de la misma[7]. Más tarde Dóllinger tendría como una de sus aspiraciones primordiales la de preparar una aproximación de las confesiones. No era un pensador especulativo, sino un historiador puro, con tendencia político-eclesiástica. También él se sentía impulsado por la idea de llevar a cabo una unión más estrecha entre la fe católica y la ciencia moderna. Pero, fuertemente condicionado por la época, sobrevaloraba, al igual que los representantes del segundo grupo antes mencionado, la ciencia. Esto le impedía negar a tener una idea cabal y cristianamente creyente de la Iglesia. Efectivamente, esta idea implicaba, ya antes del Vaticano I, la supremacía absoluta de la Iglesia universal, que expresa sus doctrinas en materia de fe y costumbres por medio del magisterio oficial, por encima de las convicciones del individuo, por muy sinceras que éstas sean. Pero Dóllinger no fue capaz de mantener esta fe después de la definición de la infalibilidad. No estuvo dispuesto a reconocer el nuevo dogma y se mantuvo en esa trágica actitud hasta su muerte. No llegó a ingresar en la Iglesia de los Viejos Católicos, a cuyo surgimiento tanto había contribuido; al contrario, a cuantos se dirigían a él les aconsejaba mantener fidelidad a la Iglesia romana. En el fondo, el famoso historiador, al igual que muchos de sus contemporáneos, no había comprendido el dogma de la infalibilidad. Si hubiera previsto los efectos reales de esa definición y la presentación actual del dogma, habría podido perfectamente reconocerlo.

 

El método erróneo de las concepciones que hemos reseñado condujo a un conflicto con la Iglesia, aunque sus defensores no querían atentar contra ningún dogma. Junto a ellos hubo, en cambio, una larga serie de innovadores radicales que amenazaban con destruir la esencia de la religión revelada, de la Iglesia y de su doctrina. Todos ellos defendían un subjetivismo, un criticismo y un historicismo radicales, aplicados a la doctrina de la Iglesia o más concretamente a la teología.

 

2. En el siglo último tres veces se ha ocupado el magisterio oficial de la Iglesia de estos errores: Gregorio XVI, con su encíclica Mirari vos, de 1832; Pío IX, con el Syllabus (1864), y Pío X, con el nuevo Syllabus y la encíclica contra los modernistas, a comienzos del siglo XX (1907).

 

Gregorio XVI cree que el mal fundamental de la época es el indiferentismo, es decir, la concepción de que cada hombre puede alcanzar su salvación escogiendo la religión que mejor le parezca «con tal que mantenga las costumbres según la norma de lo justo y lo honesto». El papa ve en esto, con razón, un intento de convertir la religión cristiana en una institución humana. Aquí aparece claramente la gran diferencia entre la filosofía, que es discutible, y la revelación divina, que impone unas obligaciones incondicionales. Es el gran tema del siglo: ¿sólo la naturaleza (naturalismo), o también la revelación? Del indiferentismo brota, según Gregorio XVI, «aquella absurda y errónea doctrina o, más bien, locura de que cada hombre debe tener libertad de conciencia... También pertenece a este lugar la vergonzosa y nunca suficientemente detestada libertad de prensa».

 

Nos encontramos todavía, a la hora de la publicación de esta encíclica, en la época de la restauración contrarrevolucionaria, con los condicionantes propios de ese momento histórico. Es clara la intolerancia dogmática, pero sus términos se limitan a un rechazo puramente negativo expresados con una dureza unilateral. La necesidad y los derechos de la estructuración democrática de la sociedad, y la posibilidad de una interpretación católica de los mismos, como mostrará León XIII, quedan fuera del campo de visión y no son utilizados, al igual que el principio mantenido por la doctrina católica (Tomás de Aquino) sobre la obligatoriedad de seguir el dictamen de la conciencia individual.

 

3. El Syllabus (recopilación) de los principales errores de nuestro tiempo, de Pío IX, aparecido en 1864, pone de manifiesto con más claridad que ninguna otra de las declaraciones pontificias de este siglo la distancia gigantesca que alejaba a la época del pensamiento de la Iglesia y viceversa. El mundo moderno, que se enfrenta conscientemente a la Iglesia, es acusado de error por el papa de la manera más áspera posible. El resultado es también aquí totalmente negativo. El Syllabus se dirige contra el panteísmo, el naturalismo, el racionalismo, el socialismo, el comunismo, el nacionalismo anticristiano, el estatalismo eclesiástico, la moral autónoma, el liberalismo y sus consecuencias (libertad de cultura y de prensa). Concluye con esta solemne repulsa: «El romano pontífice no puede ni debe reconciliarse con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna».

 

Para no entender mal todo el Syllabus, y especialmente esta última frase, es preciso tener presente el contexto. Lo que Pío IX pretende rechazar es la cultura moderna en la medida en que se ha alejado de lo sobrenatural, haciéndose con ello herética. Es verdad que apenas aparece el deseo de introducir la cultura en la Iglesia, lo que indica que todo el manifiesto gira en torno al gran tema del siglo: naturaleza o sobrenaturaleza. La recopilación de los errores modernos se realizó a instancias del arzobispo de Perusa, Pecci. Nadie, sin embargo, ha proclamado más claramente que el mismo Pecci —desde el momento en que subió a la cátedra de Pedro con el nombre de León XIII— que el tono durísimo del lenguaje nada tenía que ver con el contenido, y que aquí no se quiso rechazar la cultura moderna en cuanto tal.

 

De todas formas hemos de subrayar, una vez más, que el estilo y forma con que Pío IX se dirigió al liberalismo y al mundo moderno en esta declaración condicionó la actitud de casi toda la Iglesia católica durante decenios, sin que de ello se derivase ventaja alguna ni para la Iglesia ni para la humanidad. Las ocasiones de hablar al mundo moderno con un impulso misionero y orear bases fructíferas para su entrada en la Iglesia se perdieron inútilmente. En su condenación de los errores modernos, con todo, es preciso conceder que Pío IX tenía razón y que su áspera censura significaba objetivamente un bien para la humanidad, tan necesitada de una orientación espiritual. Pero la forma en que lo hizo provocó más el odio de la época y cerró a los católicos un buen número de posibilidades, que sólo pudieron ser recreadas posteriormente con ímprobos esfuerzos y tras no pocas pérdidas. A partir de la condena de Galileo, el problema «Iglesia-modernidad» se plantea constantemente a lo largo de toda la Edad Moderna. Su única solución y la única manera de evitar el peligro es mantener una fe valiente en la verdad de la revelación cristiana y en la peculiaridad de su mensaje puramente religioso, con la vertiente espiritual y la social, desde la Cruz. Con León XIII se efectuó un giro en esta dirección. Tras la disputa con los modernistas, la exégesis y la investigación histórica de los católicos se plantean los problemas suscitados por el espíritu científico moderno con una libertad interna animada por Pío XII, pero tendrá que seguir defendiéndose de movimientos retardatarios e incluso acusatorios dentro de la Iglesia. En la actualidad, vistas las cosas en su conjunto, la exégesis y la investigación católica —incluso a juicio de los protestantes— están a la altura de cualquier competidor en el campo puramente científico.

 

4. En el calor de la lucha no siempre se empleó la acusación de «modernista» con la discreción que era absolutamente exigible. Donde hay verdadero modernismo existe una grave herejía. El verdadero modernismo no es otra cosa que la transposición radical de errores ya condenados a la teología o, más en concreto, a la filosofía, la religión y el dogma. El modernismo no es tanto un sistema de doctrina herética cuanto un modo herético de pensar.

 

a) Tiene tres raíces, que corresponden a los tres conceptos citados: 1) una raíz filosófica, el agnosticismo (influencia de Kant), según el cual el entendimiento no puede aprehender con certeza nada de las cosas sobrenaturales; pero también es válida la inversión radical de esta proposición: el entendimiento es la única medida de todo lo que se ha de admitir como cierto, pero la revelación no constituye una instancia legítima contra las conclusiones del entendimiento; 2) una raíz psicológica y religiosa: la religión consiste únicamente en la vida interior de cada hombre (influencia de Schleiermacher) y la reducción de esas experiencias y necesidades a proposiciones; 3) una raíz histórica: el evolucionismo (influencia del relativismo histórico): nada estaba ni está acabado, todo ha devenido y deviene, todo está en movimiento. También los dogmas, por tanto, están sometidos a cambio.

 

Una ofuscación común pudo hacer posible que los defensores de este sistema se pudiesen considerar a sí mismos como católicos: el principio, ya mencionado, de la doble verdad, o una concepción que separa radicalmente la ciencia intelectual de la esfera de la fe y que, por tanto, corresponde de algún modo a dicho principio. En resumen, el modernismo puede definirse como la relativización fundamental del dogma, realizada sobre la base del historicismo y del racionalismo subjetivo.

 

b) El modernismo fue rechazado por Pío X en el «nuevo» Syllabus (decreto Lamentabili y encíclica Pascendi, de 1907). Sus principales defensores eran franceses: el sacerdote Alfred Loisy (1857-1940), de vida ejemplar en sus costumbres, que murió sin reconciliarse con la Iglesia. Sus eruditas obras exegéticas, con sus virajes tan acusados, son una buena muestra de la inseguridad del método hipercrítico: los resultados de los diferentes estudios no son ni con mucho coincidentes entre sí, ni siquiera en aspectos esenciales.

 

En Alemania, el modernismo apenas tuvo defensores. El hecho de que, a pesar de ello, la acusación de modernismo fuera lanzada contra muchos sabios que intentaban con plena ortodoxia poner la ciencia católica a la altura de los tiempos, es uno de los graves errores del integrismo católico, contra el que Benedicto XV se vería obligado a intervenir (§ 125).

 

c) Uno de los teólogos católicos más importantes del siglo XIX fue el noble profesor de Würzburgo Herrmann Schell († 1906). El fue el que más denodadamente luchó por conseguir un equilibrio entre la Iglesia y el progreso. Schell se sometió a la condenación de algunos puntos de su sistema. Por eso muchas sospechas injustas y malévolas que se le imputaron carecen por completo de justificación. Su labor perdura hasta el día de hoy para bien de la Iglesia, a la que con tanto fervor sirvió, poniendo todos sus esfuerzos para recuperar su prestigio de antaño en el mundo del espíritu.

 

5. Paralelamente a su lucha contra la destrucción de la armonía entre la fe y la ciencia, se esforzó el pontificado positivamente por construir una teología que pudiese organizar y defender victoriosamente esa armonía. Naturalmente se acudió a la Escolástica. Ya Pío IX había pedido que se tratase de darle nueva vida. El Vaticano I había elaborado su importante decreto sobre los fundamentos de la fe (revelación, fe y razón, pruebas de la existencia de Dios), siguiendo en todo el espíritu de santo Tomás de Aquino. León XIII le dedicó una encíclica presentándolo como el teólogo que había de servir de norma a todos los teólogos católicos y promovió una nueva edición de sus obras. Pío X no se cansó de crear toda clase de seguridades para que en la Iglesia, y especialmente en la formación del clero, la doctrina de santo Tomás tuviera validez exclusiva.

 

a) Siguiendo estos estímulos y prescripciones surgió efectivamente una filosofía neoescolástica. La Compañía de Jesús (Giovanni Perrone [† 1876], Matteo Liberatore [† 1892], Joh. Bap. Franzelin [† 1886], Joseph Kleutgen [† 1883], todos ellos profesores de la Gregoriana durante muchos años, y una serie de sacerdotes seculares, como Johan Baptis Heinrich [† 1891], Franz Moufang en Maguncia [† 1890] y luego el cardenal de Malinas, Désiré Mercier [† 1926]), con la Escuela de Lovaina, fueron abriendo el camino a lo largo del siglo XIX. Sin embargo, estos teólogos prestaron en general poca atención a la realidad auténtica de la gran Escolástica, con sus contradicciones internas, que no es un sistema cerrado de meras frases doctrinas, sino una abierta investigación de las verdades últimas, en la que se mantienen tesis muy diferentes y se parte de posturas fundamentales muy distintas. Olvidaron la petición de Pío IX (carta de 21 de diciembre de 1863 al arzobispo de Munich) y más todavía la de León XIII de que la renovación de la Escolástica no significase una repetición unilateral y servil de la del siglo XIII, sino una construcción nueva que sólo podía realizarse resucitando y vivificando aquel sistema en su totalidad.

 

b) La neoescolástica del siglo XIX tampoco produjo ninguna obra sobresaliente. Lo que sí hubo a fines de este siglo fue una importantísima labor de investigación histórica sobre la Escolástica, en la que descuellan los católicos Heinrich Suso Denifle OP († 1905), Franz Ehrle SJ († 1924), Clemens Baeumker († 1934), Pierre Mandonnet († 1936), Martin Grabmann († 1949) y sus discípulos. Esta labor de investigación histórica preparó el camino para una revitalización creadora de la Escolástica, en mutua colaboración entre dominicos, jesuitas, sacerdotes seculares y, finalmente, algunos seglares de Alemania, Francia, Italia y Estados Unidos. El reconocimiento por todos ellos de la necesidad de continuar un desarrollo independiente, y la energía con que se mantiene este punto de vista, es un nuevo signo de auténtica vida espiritual.

 

§ 118. LA PIEDAD CATÓLICA EN EL SIGLO XIX

 

1. La vida de la Iglesia es, en el sentido más profundo de la palabra, vida de gracia, cuya expresión directa es la piedad. Por ello la historia de la Iglesia debería ser ante todo historia de la piedad, historia de la realización del reino de Dios (o mejor, del esfuerzo por conseguir esa realización), historia de la lucha de la Iglesia, comunitaria o individual, por conseguirla, sin olvidar, como es lógico, las deficiencias habidas en esta lucha. En esto queda todavía mucho por hacer. Pero, por su misma naturaleza, la vida de la gracia es un misterio; la vida de oración es difícilmente constatable; su núcleo íntimo es muy difícil de ser captado. Por eso sólo de un modo insuficiente se puede dar solución a la tarea que nos impone la historia de la Iglesia como historia de la piedad. Para evitar conclusiones erróneas es necesario advertir que la vida religiosa íntima es mucho más rica, y por eso también mucho más problemática que lo que nuestra exposición puede manifestar. Pero esta misma riqueza no debe dar pie al teólogo para olvidar un hecho fundamental: toda la historia de la Iglesia se mueve entre la primera y la segunda venida del Señor; es decir, que su presencia entre nosotros, que es una presencia real, ha de ser entendida también con perspectiva escatológica. El lema que hemos puesto como encabezamiento de este libro (Jn 1,5) adquiere aquí una importancia especial: la luz brilla en la tiniebla y en todo hombre, pero aún no ha llegado el día en que su triunfo sea completo.

 

2. También en esta tarea especial de exponer la piedad de nuestra época, la cercanía de los hechos acrecienta la dificultad (cf. § 108). Por extraño que parezca, estamos mucho mejor informados sobre la piedad de siglos remotos que sobre la de nuestros contemporáneos. La piedad auténtica guarda siempre sus secretos. Las noticias de tiempos pasados, transmitidas a través de las obras más eminentes, nos desvían fácilmente y nos llevan a una descripción inexacta de la real correlación de fuerzas. El diagnóstico de todos los tiempos puede muy bien expresarse sintéticamente en aquella frase de Lutero: «Un cristiano es una ave rara» (1526). Por otra parte, las prácticas y ejemplos de piedad que hemos aprendido en nuestra casa paterna, en la iglesia, en los devocionarios, en la biblioteca de nuestros padres y en nuestra propia práctica nos colocan suficientemente cerca de esta vida íntima de los siglos pasados como para reconstruir de alguna manera la atmósfera en que se formó y se desarrolló.

 

3. El gran número de peculiaridades de la vida de piedad apenas nos permite hacer una ligera alusión a ellas. Es más importante captar y valorar lo que es característico. Como el cristiano, por su misma esencia, es oyente de la buena nueva, el fundamento de su piedad (católica) es la Iglesia, que se anuncia por el sacramento y la palabra, es decir, por su liturgia y su pastoral. La predicación pertenece esencialmente, por lo mismo, tanto a una como a otra.

 

I. LITURGIA Y PASTORAL

 

1. La liturgia de la Iglesia tiene su cumbre en la celebración de la santa misa. Podríamos decir incluso que en la misa se agota todo el culto de la Iglesia. Su celebración ininterrumpida (salvo en épocas de persecución como la Revolución francesa y el Kulturkampf), decenio tras decenio, constituye un constante ofrecimiento activo de la vida, de la fuente de vida. Es inagotable lo que se contiene en una frase tan sencilla. Incumbe ahora al reflexivo lector el tenerlo muy en cuenta.

 

Por otra parte, en el transcurso de los siglos la liturgia había tenido una vitalidad muy diferente en cada época. Al estallar la Reforma, la liturgia se reducía a la devoción de la misa, entendida en un sentido pobre y personal. El impulso religioso de la reforma católica interna y de la Contrarreforma hizo de la misa solemne uno de los medios principales del renacimiento eclesiástico. Seguía habiendo una deficiencia notable: la misa, al igual que en épocas anteriores, seguía siendo cosa de sacerdotes; el pueblo «oía» la misa[8], e incluso sentía una fe fervorosa; pero propiamente no participaba en la celebración. Por lo que se refiere a las plegarias y usos litúrgicos, el siglo XIX representa una época de cansancio manifiesto, incapaz de crear innovación alguna fecunda. Las ideas más serias de la época (las de la Escuela de Tubinga) no llegaron a ponerse en práctica, lo que, sin duda, influyó en la comprensión de la misa, entendida en forma excesivamente superficial, neoescolástica y moralizante.

 

Tras la labor iniciada por el benedictino francés Dom Guéranger, de Solesmes, y de la abadía de Beuron, la situación mejoró considerablemente en el campo del movimiento litúrgico, sobre todo después de la Primera Guerra Mundial, obra principalmente del benedictino belga Dom Lambert Beauduin († 1960), que logró extender el movimiento litúrgico por Bélgica, Holanda y posteriormente por Francia. En los países de lengua alemana tomaron la iniciativa los canónigos regulares de San Agustín del convento de Klosterneuburg en Viena (misal alemán de Pius Parsch). La labor litúrgica de las abadías benedictinas de Beuron y María Laach impulsaron también notablemente el movimiento, primero mediante la renovación del canto gregoriano y luego a través de la publicación de un misal en lengua alemana (el «Schott» de Beuron, desde 1884, y el «Bomm» de María Laach, desde 1938). Las ciencias bíblicas, la teología pastoral, la liturgia y la exégesis, cultivadas con intensidad, pusieron unas fecundas bases, cuyo resultado se echa de ver hoy claramente en la literatura piadosa y en los documentos oficiales de la Iglesia (Concilio Vaticano II, cf. § 126, III).

 

2. Situación a comienzos de siglo: la Compañía de Jesús estaba suprimida y, como consecuencia, un gran número de instituciones educativas se habían visto seriamente debilitadas en su actividad. La Revolución francesa y la secularización habían dado al traste con la organización eclesiástica; gran parte de los obispados y parroquias estuvieron vacantes durante largo tiempo. La pastoral se reducía al mínimo, encontrándose por eso mismo la vida de fe y la vida moral a un nivel muy bajo.

 

a) Es muy importante tener en cuenta que el restablecimiento de la organización eclesiástica conseguida posteriormente mediante concordatos y el poderoso aumento de la jerarquía en Francia, Inglaterra, Escandinavia y países de ultramar a lo largo de todo el siglo (especialmente en tiempos de León XIII) no es lo mismo que la reconstrucción religiosa. Lo primero es más bien un presupuesto de lo segundo, que, como lo confirma una buena parte de la historia de la Iglesia, es la fuerza decisiva a través de la cual lo primero, lo estructural, se adapta a la verdadera realidad. Lo estructural no destruye el racionalismo ilustrado, sino que continúa vigoroso y se extiende entre los católicos cultos (liberalismo; en Baden, por ejemplo, todavía durante los años treinta y cuarenta es muy grande la influencia de Wessenberg, en una línea marcadamente «ilustrada», y el clero carece en parte del espíritu de la Iglesia y se inclina a las iglesias de Estado). La estructura se ve interrumpida con frecuencia a lo largo del siglo por diversas reacciones: ataques del liberalismo contra la Iglesia; denuncia de algunos concordatos o limitación de sus efectos por iniciativa unilateral y arbitraria de los Estados[9]; democracia liberal en Bélgica (que, no obstante, es generosa); reacción en Austria (Metternich); breves retrocesos en España en 1835, en donde se expulsa a las Ordenes religiosas y son confiscados sus bienes, devueltos luego con el Concordato de 1851, aunque la situación continúa siendo inestable (cf. la visión general del momento en el § 108).

 

b) A pesar de todo podemos decir que, en conjunto, la vida religiosa se intensifica con la creación de las nuevas diócesis, que se habían hecho especialmente necesarias en Francia y en Alemania, donde la Revolución francesa y la secularización habían destruido la organización antigua. En Alemania la solución cristalizó en la firma de concordatos particulares de cada uno de los países (Lünder) con la Santa Sede, como ya hemos dicho; en muchos casos se produjo la concentración y restablecimiento de viejas sedes episcopales; fundación de parroquias, autorización de las antiguas Ordenes religiosas, entre ellas los jesuitas (1814), dedicada a la tarea educativa, especialmente entre el clero, y los redentoristas; fundación de congregaciones nuevas, especializadas en objetivos determinados y con gran interés por las cuestiones sociales. Un factor importantísimo fue la restauración de las abadías benedictinas. En Alemania tuvo enorme importancia, durante toda la segunda mitad del siglo XIX, la fundación, en 1863, de la abadía de Beuron en un antiguo convento agustino, sobre todo por la revitalización de la vida litúrgica. En un período sorprendentemente breve esta abadía fundó otras varias, como Maria Laach y Neresheim. En Austria la de Seckau y en Bélgica la de Maredsous formaron parte de esta resurrección benedictina, primero masculina y luego aumentada con una corona de abadías femeninas.

 

c) Mejora al mismo tiempo la formación del clero, que repercute en la creación de nuevas escuelas y el desarrollo de los catecismos y de la catequética[10]. Crece el prestigio del clero, y con ello el prestigio de la Iglesia. En conexión con el fenómeno de la industrialización, empieza la pastoral a interesarse por cada una de las diversas capas sociales, tratando de acercarse a ellas por medio de charlas y conferencias, asociaciones profesionales y especializadas, como asociaciones de madres, sociedades recreativas, apostolado con los obreros. A esto hemos de añadir, en tiempos más recientes, un movimiento intensivo de ejercicios espirituales para profesionales y para las distintas capas sociales y la práctica de misiones populares.

 

A finales del siglo XIX seguía sin solución el problema Iglesia-intelectuales. Mientras en este aspecto se ha iniciado cierta mejoría durante el siglo XX, debida, más que nada, al avance general de la secularización, tenemos que llegar a época recentísima para ver cómo la Iglesia va cayendo en la cuenta del alcance enorme que tienen problemas como Iglesia-proletariado, Iglesia-trabajadores, no resueltos todavía, a pesar de la gravedad que muestran en el enfrentamiento con el fuerte ateísmo marxista. En los países latinos, sobre todo, la significación existencial de estos problemas fue captado con mucho retraso y escasa decisión.

 

En la tarea de ganarse a los intelectuales tiene importancia extraordinaria el difícil apostolado entre los estudiantes en las ciudades universitarias. Esta pastoral universitaria tuvo que luchar mucho tiempo hasta conseguir su reconocimiento. Un sector eficaz de la enseñanza religiosa a lo largo de todo el siglo lo constituyeron las congregaciones mañanas. Hoy, con todo, se hacen esfuerzos por encontrar formas nuevas, como el trabajo con los jóvenes, capaces de responder a la transformación operada en la vida entera y a las modificaciones que ha experimentado el clima espiritual en el que se desenvuelve el hombre moderno.

 

3. El cambio de la situación general y religiosa del clero ha sido en Alemania diferente en cada una de las diferentes religiones.

 

a) En Baden y hacia el Sur apareció una fuerte corriente contra el celibato[11] a consecuencia de la falta de selección de los años de revolución y guerra y de las ideas de la Ilustración (todavía por los años veinte y treinta muchos profesores de teología eran racionalistas). Esta corriente fue también apoyada por algunos seglares católicos, y su consecuencia inmediata fue que un buen número de sacerdotes se pasara al protestantismo. Todavía hacia 1840 el arzobispo de Friburgo se veía obligado a publicar un llamamiento (redactado por Hirscher), con el título siguiente: «Lo que habría que decir en confianza y de corazón a los clérigos que, en la situación actual, se sienten inclinados a apartarse de la Iglesia católica».

 

Con motivo de la exposición, muy fomentada por la Iglesia, de la «Túnica Sagrada» de Tréveris en agosto de 1844, un sacerdote de Silesia, Joseph Ronge († 1887), organizó un movimiento disidente denominado «catolicismo alemán» (Deutschkatholizismus)[12]. Ronge viajó como un príncipe por Alemania, y reunió en torno a sí un considerable número de personas[13]; pero el movimiento del «catolicismo alemán» era en el fondo un movimiento de carácter puramente político, que se camuflaba, entre otras razones, por burlar la censura tras de un lenguaje de religiosidad «ilustrada». A raíz de la transformación política de 1848, los «católicos alemanes» se separaron de la Iglesia, con excepción de las comunidades de Sajonia, y se autodenominaron «movimiento religioso libre». El «catolicismo alemán» había muerto.

 

b) Más importante que estos fenómenos relativamente pasajeros es el hecho de que, en Alemania, confesionalmente dividida y mezclada, la vida religiosa se desarrollase mucho mejor que en Francia y en Italia, naciones enteramente católicas, aunque en ellas la formación del clero no era tan esmerada. En Francia e Italia hay que añadir además la oposición de los círculos eclesiásticos al movimiento nacional y social, y con respecto a Alemania, el estimulante del protestantismo.

 

c) En Italia, como hemos visto, bajo los pontificados de Gregorio XVI y de Pío IX sobrevino la reacción, demasiado violenta, del gobierno pontificio contra la nueva cultura. Mientras el clero poseyó el poder político, muchas personas acudían a la Iglesia por razones económicas o sociales. Al desaparecer las ventajas materiales se puso de manifiesto su débil vinculación a la Iglesia, que, desgraciadamente, se opuso no solamente a las exageraciones, sino que rechazó en bloque la misma esencia del movimiento nacional[14]. La lucha radical provocó por reacción una hostilidad radical, que se refugió en las sociedades secretas. De esta forma la victoria del nacionalismo arrollador fue una victoria contra la Iglesia. Los elementos liberales se hicieron dueños del movimiento nacional. El triunfo de los piamonteses estuvo acompañado con la supresión de las Ordenes religiosas y la confiscación de los bienes eclesiásticos: surgió así un agudo anticlericalismo y el clero se vio en la imposibilidad de formarse suficientemente. Esta última deficiencia fue agravada también por el número desmesurado de seminarios, en los que el deseo de formación era tan escaso como la posibilidad: había docenas de seminarios con dos o tres profesores debido al elevado número de diócesis. León XIII y Pío X mejoraron en parte la situación, creando seminarios centrales en el norte de Italia; Pío XI tomó también parte muy activa en este asunto.

 

d) En Francia, el clero se aferró demasiado al recuerdo de los tiempos anteriores a la revolución. La restauración había triunfado de forma unilateral y el catolicismo se había vuelto legitimista. Por eso la república cayó en manos del liberalismo, del socialismo y de los judíos, oposición que trajo consigo a principios del siglo XX (1905) la separación hostil entre Estado e Iglesia. El clero falló también en el campo social. En contraste con el brillante ejemplo de caridad social dado por el seglar Federico Ozanam, el clero no se dio cuenta de la necesidad del apostolado social. Los curas se quedaban en la sacristía o a lo sumo frecuentaban los salones de palacio. Por esta razón, el pueblo de un mundo en vías de industrialización siguió sus propios caminos. Los resultados de todo esto aparecieron en el cruce de ambos siglos: el ateísmo y la indiferencia religiosa han sido en todos los estratos franceses, incluido el campesinado, mucho más extensos que en ninguno de los territorios católicos de Alemania.

 

Hemos de hacer aquí, sin embargo, una importante restricción: Francia posee una capacidad de piedad heroico-mística muy superior a la de cualquier otro país. La mejor prueba la tenemos en la cosmopolita ciudad de París, en la cual, junto al amoralismo más fuerte (por ejemplo, en los lugares de diversión, que, por otra parte, apenas si los visitan más que los turistas), subsiste una amplia corriente de piedad mística con gran fuerza de atracción. Esta energía secreta tiene gran valor y, en muchos aspectos, un valor superior al de la vida común bien organizada. La prueba nos la están dando desde comienzo del siglo el clero y seglares cultos, que luchan sacrificadamente para reconquistar para la religión el alma del pueblo francés. En el terreno literario la «victoria»[15] sobre el liberalismo es mucho mayor en Francia que en ningún otro país. La propia teología, que hacia 1900 y durante un decenio más tarde vivía de los resultados y métodos alemanes, marcha ahora a la cabeza. Filósofos y teólogos católicos de primera fila son, entre otros: Réginald Garrigou-Lagrange († 1964), Ernest Hello, A. Sertillanges († 1948), Alfred Baudrillart, Pierre Battifol, Henri de Lubac, Ives Congar, Étienne Gilson, Jacques Maritain († 1973).

 

Centros de vida religiosa son el Centro de Pastoral Litúrgica de París, la Facultad Teológica de Le Saulchoir, junto a París (de los dominicos), la Facultad de los jesuitas de Lyon-Fourviéres y Centre Sévres. Las principales revistas: «Maison-Dieu», «Revue Thomiste», «Recherches des Sciences Religieuses», «Revue Biblique».

 

Y, por último, ha sido en Francia donde la pastoral ha descubierto uno de sus principales objetivos: el mundo del trabajo. Tras un intento enérgico de los arzobispos Baudrillart y Verdier por reconciliar con la Iglesia a los medios descristianizados de los suburbios de París («les chantiers du Cardinal»), su sucesor, el eminente cardenal Emmanuel Célestin Suhard, inició la magnífica experiencia de los sacerdotes obreros. Los curas compartían la vida obrera en las fábricas, en los talleres, en las minas y pretendían dar testimonio de Jesucristo con su misma existencia en aquel ambiente radicalmente anticristiano, antieclesiástico y antirreligioso. No debe extrañarnos que semejante intento encerrara riesgos y hasta pérdidas. La prohibición de tal experiencia por parte de Pío XII y Juan XXIII concierne a la forma, no al núcleo en sí mismo. De uno u otro modo, el intento de animar con espíritu cristiano y desde dentro el medio proletario, tan alejado de la Iglesia y tan incapaz de comprenderla, es un intento que será necesario reemprender. Con un espíritu similar y de modo parecido (renunciando a la protección del claustro y compartiendo radicalmente las condiciones de vida de los pobres) trabajan en la cristianización de ese medio tan paganizado los «Petits fréres de Jésus» y las «Petites soeurs de Jésus», fundados por el ex oficial Charles de Foucauld, convertido de vividor desenfrenado y explorador de Marruecos en viviente imagen de Francisco de Asís.

 

En diversas capas sociales se van formando círculos minoritarios selectos en los que aflora una doble referencia a la primacía de la gracia y a la Iglesia que la transmite. La Juventud Obrera cristiana descubre en una espiritualidad robusta y autónoma y en un apostolado responsable un ideal nuevo. Se reconoce la importancia de una nueva estructuración de la parroquia y se toman diferentes medidas para realizarlo. Se iniciaron en Bélgica y Francia (Cardijn, Suhard, Michonneau), pero la importancia del proyecto fue captada con diferente intensidad por todas partes y se fue plasmando en iniciativas creadoras a diversos niveles. El lamento de Pío XI había hecho impacto, despertando el sentido de responsabilidad. Se había reconocido la profunda verdad de su célebre frase: «El gran escándalo del siglo XIX fue perder a la clase obrera».

 

e) La evolución de los acontecimientos en Austria se vio condicionada todavía por las consecuencias del josefinismo. La expulsión de los austríacos de Italia con ayuda de los franceses creó una atmósfera nada favorable a la definición del Vaticano I. Fue denunciado el concordato por exigencias de la mayoría liberal del parlamento (1870)[16]. Y, al igual que en otros países, también en Austria fue aprovechado el movimiento nacionalista en contra de la Iglesia. El movimiento llamado Los-von-Rom (separémonos de Roma), que protegió y utilizó en beneficio propio el protestantismo, promovió una fuerte tendencia nacionalista-alemana, contra la que tuvo que defenderse el clero. Antes de 1898 se había pasado al protestantismo un número aproximado de 75.000 católicos, y a la Iglesia de los Viejos Católicos unos 20.000. El éxito se debió fundamentalmente a las instigaciones anticlericanas. f) Pérdidas incomparablemente mayores que las ocasionadas por estos movimientos organizados —pérdidas que afectan a las creencias de todas clases, lo mismo a los católicos que a los protestantes— son las acarreadas por las actitudes modernas en favor de la incredulidad: el liberalismo, el materialismo, el socialismo, el laicismo y el libertinaje, especialmente en las grandes ciudades modernas. Pero justamente la gran ciudad de Viena es uno de los centros en los que —en medio de una progresiva secularización general de la vida— anuncia el siglo XX un cambio radical de métodos pastorales, tanto en la orientación de lo político y lo religioso como en el sector práctico pastoral propiamente dicho.

 

II. OTRAS FORMAS DE LA PIEDAD

 

1. Las manifestaciones de la religiosidad popular —en la medida en que ésta no se reduce a la asistencia obligatoria a la misa dominical y a la recepción obligatoria de los sacramentos— se pueden definir con unas cuantas palabras clave. Se trata realmente de uno de los grandes ámbitos de interés religioso, es decir, uno de los acontecimientos religiosos que a lo largo del siglo jugaron y aún juegan un gran papel en la conciencia del pueblo católico, aunque con un peso específico espiritual muy diferente en cada caso:

 

Exposiciones de la «Túnica Sagrada» de Tréveris en 1802, 1844, 1891 (y luego también en 1933 y 1958), que despertaron un entusiasmo a veces poco controlado; las apariciones de la Virgen en Lourdes en 1858, que convirtieron a esta pequeña ciudad, a pesar de la explotación comercial y turística, francamente reprobable, en un verdadero foco del espíritu cristiano de penitencia y expiación. A partir de 1868 se incrementa notablemente la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, hasta convertirse en devoción universal; Pentecostés y la octava del Corpus; el mes de María (mayo); el santo rosario y el mes del rosario (octubre); escapularios y hermandades; diferentes devociones (dedicadas especialmente a la Madre de Dios) con exposición del Santísimo. Las celebraciones propiamente litúrgicas decrecen y aumentan las diferentes fiestas votivas. La lucha contra las sociedades bíblicas protestantes fue desgraciadamente más allá de lo justo y ejerció un influjo restrictivo sobre la lectura de la Biblia por los católicos. En correspondencia con esto desaparece la lectura del evangelio y la de la epístola en la lengua del pueblo durante la misa y la auténtica predicación cimentada en la Sagrada Escritura, sin que se llegue hasta el siglo XX a profundizar seriamente en este aspecto. Para los Katholikentage (Días de los católicos) y los Congresos Eucarísticos Internacionales, cf. § 125, II, 8.

 

2. De todo este material tan diverso se destaca, como característica común a todos los países y lugares católicos, lo siguiente:

 

a) En correspondencia con el centralismo eclesiástico, la piedad va adquiriendo un carácter más unitario y una dirección más propiamente romana.

 

b) En la celebración colectiva de cualquier tipo y en las grandes peregrinaciones es usual, junto al rezo del rosario, la lectura del «Libro de Oraciones»[17], que a finales de siglo había decaído casi totalmente de la altura a que lo había elevado Sailer, por ejemplo, en lengua alemana. Quiere esto decir que tanto las misas como las devociones y las peregrinaciones eran ciertamente actos comunitarios masivos, pero no estaban penetrados del pensamiento comunitario litúrgico de la única víctima y el único oferente, Cristo. Eran reuniones piadosas de cristianos, actos de afirmación creyente en la iglesia, reuniones de cristianos moralmente unidos en un acto de piedad y objetivamente unidos en la comunión de los santos, pero sin auténtica unión eclesial. El individualismo y el moralismo perjudicaron notablemente el sentido de la liturgia católica.

 

Mediante el gran número de asociaciones, llega la piedad no sólo a los movimientos sociales, sino también a los propios partidos políticos, lo que representó ventajas para la religión, aunque con el riesgo nuevamente de la vieja y perjudicial confusión entre lo religioso y lo político.

 

c) La piedad del siglo en su amplitud no se ve impulsada por los intelectuales, sino por el pueblo. La desintegración filosófico-religiosa comienza siempre por arriba; esto ocurrió también en este siglo de liberalismo. Surgió una funesta división entre los católicos, un cierto retroceso en la espiritualidad en el estado general de la piedad, una latente crisis interna del catolicismo, crisis que, a pesar de importantes y consoladores inicios de renovación (§ 120), no se encuentra superada en absoluto. También aquí se manifestó el gran antagonismo del siglo: «la cultura contra la Iglesia», y el problema que aquí latía se convirtió en el «problema capital» (cardenal Michael Faulhaber): el problema de la Iglesia y los intelectuales.

 

3. Los resultados a que llega una valoración religiosa y cristiana de todas estas realidades son muy distintos. Puede servirnos de criterio la nueva orientación dada por Pío X, que permite ver claramente el carácter temporal y periférico de muchos elementos de la piedad practicada en común por los católicos del siglo XIX. De las normas establecidas por Pío X para la reforma de la piedad destaca, como exigencia fundamental, la siguiente: no cantidad, sino calidad; pasar de lo periférico a lo sustancial. Medio para conseguirlo: la liturgia, que se basa en la Biblia y se nutre de la palabra de Dios. Es cierto que la Iglesia concede el máximo valor a la unión efectiva del hombre con su organización, sin que esto lleve a sacrificar su vida al pensamiento o a un cierto espiritualismo. A pesar de ello, ni las comuniones masivas, ni las asociaciones florecientes, ni el entusiasmo de los congresos significan para ella, en su sentir más profundo, el cumplimiento de sus exigencias. Hay que saber distinguir bien la fachada y la vida auténticamente religiosa y eclesial.

 

Por otra parte, al valorar las diversas formas de devociones populares hemos de evitar todo tipo de arrogancia intelectual. Al desarrollar estas formas de piedad —lo afirmaremos a pesar de las críticas apuntadas—, la Iglesia ha puesto de manifiesto, una vez más, y en un punto decisivo, su sabiduría pedagógica para dar a todos los hombres y en todas las situaciones la posibilidad de vivir realmente el cristianismo y, además, ha vuelto a afirmar así el hecho de que ella no reserva en modo alguno la redención únicamente para los «intelectuales». Si a los protestantes y a muchos católicos les resulta difícil reconocer el verdadero cristianismo en estas formas de piedad popular, una visión honesta tiene que constatar la profundidad y autenticidad con que aquí, precisamente aquí, puede fluir la comente de la unión con Dios, lo mismo en el rosario que en la devoción al Santísimo, o en las Cuarenta Horas o en una peregrinación. La posibilidad de unirse a través de todas estas formas con el único Señor y con su palabra es una posibilidad real. Se ha aprovechado insuficientemente este tesoro en el que está presente el Señor en persona. Hoy, en cambio, su valor se va haciendo cada vez más positivo. Por otra parte, un ejemplo instructivo es el que nos ofrece la mencionada y tan problemática peregrinación a la «Túnica Sagrada» de Tréveris, en su última expresión de 1958: «No miréis a la túnica del Señor; mirad al Señor».

 

III. FIGURAS RELIGIOSAS

 

1. Entre las personalidades religiosas del siglo, escogemos, como significativas de la situación de la época y de la pluralidad de la piedad católica a Katharina Emmerich, J. B. Hirscher, Alban Stolz, Pío X, J. H. Newman, Teresa de Lisieux y Vincenzo Palotti.

 

Aparte de Sailer, de quien ya hemos tratado (§ 112, I), de Clemente María Hofbauer (ibíd.) y Adolf Kolping (§ 116), hemos de pasar revista a una larga serie de figuras religiosas importantes. Mencionaremos, por lo menos, a Henri Lacordaire OP († 1861), predicador famoso, introdujo de nuevo la Orden dominicana en Francia, fue miembro de la Academia Francesa y compañero de lucha de Lamennais antes de su salida de la Iglesia; Federico Ozanam († 1853), agudo profesor en París, creador de las Conferencias de San Vicente (desde 1833), que dio una solución ejemplar al problema de la «Iglesia y los intelectuales»; el noble Rosmini, que tanto hizo por la Iglesia, renovador de la filosofía italiana; san Juan Bosco († 1888), el gran educador[18] poseído totalmente de celo caritativo, canonizado en 1934.

 

Esta selección de figuras religiosas no es más que una pobre muestra de la riqueza en santidad concedida a la Iglesia a lo largo de la época moderna. El lector debe considerar estos nombres como representantes de una corona mucho más amplia de amigos de Dios, en los que hay que incluir también los de la ortodoxia y los de las Iglesias de la Reforma.

 

Pero sería tal vez una laguna injustificable dejar de mencionar siquiera brevemente al simplicísimo párroco de Ars, san Juan María Vianney († 1859). Con una paradoja profundamente cristiana, que suena igual que una frase de san Francisco, decía el cura de Ars a los niños de su parroquia: «Hemos de tener un amor total a todos los hombres, a los buenos y a los malos. Quien ama no puede decir que nadie obra mal, pues el amor pasa por encima de todo».

 

2. Katharina Emmerich († 1824), la estigmatizada de Dülmen, merece mención no por su piedad, especialmente valiosa, que tiene paralelos en todas las épocas, sino más bien porque tuvo en Clemens Brentano el propagador de sus sufrimientos, cuya voz escuchó durante todo un siglo el pueblo católico de lengua alemana (por desgracia, Brentano se dejó llevar de un fuerte subjetivismo al describir las visiones de Katharina, y fue poco fiel en su descripción). Uno de los libros que nunca faltaban en las bibliotecas de las casas católicas de la segunda mitad del siglo XIX era su libro sobre La Pasión y muerte de Nuestro Señor y Redentor y las visiones de Katharina; no faltaban tampoco las obras de Martin Cochem.

 

3. Las seis figuras que todavía quedan por mencionar se dividen en tres grupos: el de los pastores de almas (Hirscher, Stolz, Pío X, Palotti); junto a ellos Newman, que constituye un capítulo aparte, luchador espiritual cuya figura gigantesca llena verdaderamente todo el siglo, y, por último, Teresa de Lisieux, religiosa del Carmelo, que de manera sorprendente, de una piedad moral-burguesa, aunque muy profunda, pasó por sí sola al mundo del Nuevo Testamento, y a partir del evangelio hizo de la pobreza espiritual el centro de la vida de unión con Dios.

 

4. I. B. Hirscher (1788-1865), profesor de varias disciplinas en Tubinga y Friburgo, escritor, político y de la misma tendencia que Sailer, es una de las figuras católicas alemanas más influyentes durante el siglo XIX. Rasgos fundamentales de su religiosidad bíblica y agustiniana son el sentido eclesial, la humildad, la fuerza religiosa creadora, la actividad pastoral en el amplio sentido de una vida de gran estilo dedicada a esta labor. Hirscher se pronunció en favor de importantes reformas eclesiásticas para acercar al pueblo la acción de la Iglesia y especialmente la liturgia. Tanto su espíritu eclesial como su humildad tuvieron que soportar las más duras pruebas, pues fue atacado con una crudeza innecesaria. El hecho de ser incluido en el «índice» no le hizo dudar ni por un momento de la Iglesia. Lo que él pretendía ante todo era llevar a todas las esferas, sobre todo a la de los intelectuales y del clero, una piedad auténtica, llena de vida y de energía. También se preocupó Hirscher de servir al pueblo, fundando colegios de huérfanos, a los que donó valiosas piezas de sus colecciones artísticas. Hirscher es uno de los pioneros que posibilitaron y prepararon la construcción de un catolicismo de validez universal.

 

5. Alban Stolz, el hombre de los calendarios populares y el restaurador de las leyendas cristianas (1808-1883). Aunque fue profesor y trabajó con los intelectuales, se dedicó especialmente al pueblo de una manera sumamente original y llena de sensibilidad. Alban Stolz ejerció una enorme influencia directa. Es la prueba clásica de la posibilidad de popularizar las grandes ideas sin caer en la insipidez. Stolz no poseía grandes ideas nuevas, capaces de pasar a la historia del espíritu, pero en él las ideas perdían todo lo que sonase a «pensamiento descolorido» y se convertían en vida.

 

Después de una conmoción interna en su vida de fe, abandonó el racionalismo y se incorporó a la Iglesia. Pero esta crisis no se desarrolló en una simple lucha crítica interna, como en el caso de Newman, por ejemplo. En él, el «converso» se manifiesta más bien como cierta desconfianza en la tazón. Le bastan la autoridad de la Iglesia frente a la opinión del individuo y la obligación de la obediencia. De esta forma Alban Stolz vino a ser el prototipo de una actitud católica que se propagó mucho, especialmente después del Vaticano I: «Cuando me asaltaban las dudas no reflexionaba mucho sobre la manera de refutarlas, sino que me defendía de ellas simplemente por la buena voluntad: yo quiero tener solamente una fe católica; la Iglesia, iluminada por Dios, es la única que conoce con certeza la verdad». Pero esta actitud no tenía nada de rigidez. En conjunto, este escritor popular era un auténtico poeta, en el que «todas las voces de esta creación visible resonaban como un repique armonioso» (Hettinger). Lo que hace de Alban Stolz un guía religioso es, junto a la fuerza creadora de su palabra y su intuición poética, que hacen que sus mejores obras hayan pasado a formar parte de la historia de la literatura alemana, el hecho de que también en él todas las energías psíquicas y espirituales se concentren en un solo punto: Dios. Como rasgo destacado de la vida de este hombre, a través del cual gran número de conversos encontraron el camino hacia la Iglesia católica, en un siglo que muchas veces era unilateralmente antiprotestante en vez de ser positivamente católico, hagamos mención de su actitud noble y abierta para con los cristianos protestantes. No aparece en Stolz rastro alguno de proselitismo indiscreto y sí un rechazo completo de cualquier clase de fanatismo en los convertidos.

 

Las creaciones de los grandes teólogos nos revelan las grandes ideas que empujan al mundo hacia delante. Pero en ellas no vemos la forma como esas ideas se van introduciendo en la vida práctica del cristiano. En los escritos de Alban Stolz podemos estudiar estos pequeños mínimos caminos y canales. Sus escritos son un modelo literario de pequeño trabajo pastoral. Todos sus objetivos se reducen a éste: «enseñar el noble y elevado arte de vivir cristianamente y de bien morir».

 

6. Uno de los objetivos principales de la Reforma era el reconocimiento del sacerdocio universal de todos los fieles. Pero como esta idea iba unida a la negación del sacerdocio sacramental de los presbíteros, es comprensible psicológicamente que sus aspiraciones, a pesar de estar tan justificadas y de tener una importancia central, no consiguieran, al menos en un primer momento, el éxito deseable dentro de la Iglesia católica. De todas formas, la historia de la reforma católica interna o la labor de san Vicente Paúl a lo largo de su vida nos demuestran cómo con diferentes medidas, pero en conjunto con intensidad creciente, fueron avanzando a lo largo de los siglos XVI y XVII los intentos de participación mayor de los seglares en la construcción del reino de Dios. Es cierto que, a pesar de ello, durante el ancien régime daba la impresión de que la Iglesia se equiparaba al clero, es decir, a la jerarquía, y esto casi sin excepciones. Pero el crecimiento generalizado de la idea democrática desde finales del siglo XVIII intensificó los intentos de dar al pueblo una participación más activa en la Iglesia. En este proceso se enmarcan indirectamente las etapas en que podríamos seguir el crecimiento de la conciencia eclesial del pueblo durante el siglo XIX: los nuevos grupos constructivos de Münster, Munich y Viena; el papel jugado por los seglares católicos en los disturbios de Colonia y en el Kulturkampf, la organización de las obras caritativas por el seglar Federico Ozanam y los diferentes intentos de llevar a la comunidad a la participación en la liturgia utilizando la lengua vulgar son elementos integrantes de este proceso.

 

La aparición de la gran ciudad y la industrialización provoca el crecimiento de la miseria entre la población. El clero solo no se bastaba para hacerla frente. Resulta consolador ver cómo de entre las filas del clero surgieron hombres que comprendieron la llamada de la situación e intentaron, unidos a seglares de fe profunda, aliviar el problema.

 

Según su propósito, esto incluía al mismo tiempo profundizar en la santificación de cuantos cooperaban en la obra. El lema central que preside toda esta labor se llama «apostolado». Un lema que ya hemos encontrado, con diferentes aplicaciones, en el transcurso de la historia de la Iglesia. Ahora se nos presenta cargado de una significación más honda, que quiere decir sencillamente una entrega total, con una visión renovada, al cumplimiento del mandato misionero del Señor.

 

Entre las grandes figuras que podríamos incluir en este apartado mencionaremos al sacerdote secular Vincenzo Palotti (1795-1850), nacido en Roma, y que recuerda notablemente a san Felipe Neri. Palotti es uno de los importantes precursores, cuya labor nos ha permitido encontrarnos a principios del siglo XX en una situación en la que cabe esperar que la historia de la Iglesia del futuro llegue a ser una historia de la acción de los seglares en la Iglesia. El diario espiritual de Palotti nos muestra con toda claridad su genuina experiencia de Dios como el Ser infinito. De esta experiencia se desprende su intención de conseguir que la nada humana se abra a la gracia mediante la misericordia divina. Todo cristiano está llamado a transmitir esa misericordia de Dios.

 

La vida de Vicente Palotti es toda ella un apostolado realista y sorprendentemente certero, llevado de un ferviente amor a Dios y al prójimo. Palotti ve en torno a sí el sufrimiento: la enfermedad, la pobreza, la incultura, las asperezas sociales de todo tipo y se preocupa de los suyos como buen pastor. Al mismo tiempo, en calidad de confesor, dedica una gran parte de su tiempo en colegios romanos o con los soldados al sufrimiento del alma y a la miseria religiosa de los fieles. En 1837, el año del cólera, Palotti se dedicó al cuidado de los enfermos en medio de constantes peligros.

 

Desde el punto de vista histórico es importante señalar que Palotti fue capaz de multiplicar y extender ampliamente su propia labor dándole una organización adecuada, levantando escuelas agrícolas, centros de previsión social, orfanatos, promoviendo la educación de adultos con cursos nocturnos y procurando la difusión de buena prensa. Vicente Palotti hace propaganda del trabajo en las misiones. Organiza la atención pastoral a los emigrantes italianos a los restantes países europeos. Y, sobre todo, funda en 1835 como base de sus trabajos una institución, flexible en su organización, pero por ello de una orientación apostólica muy amplia, la «Sociedad del apostolado católico». El trabajo habrá de ser desempeñado por tres grupos: uno de sacerdotes y hermanos con vida comunitaria, aunque sin votos; otro femenino, también con vida común y sin votos. Estos dos grupos habrán de ser el punto de partida para vincular a sus tareas al mayor número posible de fuerzas seglares de todas las clases sociales, al mayor número posible de creyentes que viven en el mundo y que han de esforzarse por realizar en sí mismos y en los demás este programa «apostólico».

 

La obra de Palotti, que floreció de manera admirable, hubo de cumplir en su propia carne la ley del Señor: es necesario que primero perezca el grano de semilla. Los disturbios revolucionarios de Roma afectaron seriamente a la obra. Pero tuvo la gracia y energía suficientes para resistir. Su alcance había de ser enorme. Nada menos que Pío XI, el papa de la Acción Católica, elogió a Vicente Palotti llamándole «profeta del apostolado de los seglares». Juan XXIII lo canonizó el 20 de enero de 1963.

 

Al igual que todos los santos, también Vicente Palotti era un gran hombre de oración. En algunas ocasiones dejó formulado su anhelo de una entrega total a Dios —a Dios sólo— en frases breves de fácil retención memorística, agrupadas en paralelismos alrededor de una misma palabra que se repite constantemente («Dios», «amor infinito»).

 

7. La piedad de un papa tiene para la vida religiosa de la Iglesia una significación mucho mayor que la que pueda tener la de un profesor, y, sobre todo, cuando este papa, guía de la Iglesia universal, quiere servir primordialmente a la vida religiosa valiéndose de nuevas formas que respondan más adecuadamente a la época. Tal es el caso de Pío X (1903-1914), canonizado por su segundo sucesor, Pío XII.

 

Pío X no había buscado su elección, sino que se había opuesto a ella. La elección provocó en él una fuerte conmoción interior, pues el peso y la carga que había de llevar sobre sus hombros al tomar posesión de este supremo ministerio, responsable de millones de almas, le aterrorizaba. ¡Qué lejos estábamos ya de los papas del Renacimiento!

 

Su curriculum vitae como coadjutor, párroco y obispo nos muestra a Pío X como el pastor celoso que entrega su salud y su dinero en favor de la comunidad y que, con un gran sentido social, intenta mejorar la situación económica de sus feligreses. Sus grandes desvelos por el clero siendo patriarca de Venecia y luego papa ponen de relieve de modo especial su preocupación por la realidad puramente religiosa. En su primera encíclica (1903) expuso ya su programa, que consistía en ser simplemente siervo de Dios. Su objetivo era sencillo y ambicioso: «renovar todo en Cristo».

 

Pío X es el papa de la pastoral. Esto tiene un significado más hondo de lo que a primera vista pudiera parecer. Significa: 1) que el fundamento de la dirección de la Iglesia es la religión, y no la teología ni ninguna otra cosa que pudiera entorpecer la entrega total del hombre a la confesión de su fe. En Pío X sólo hay catolicismo, y éste de un modo íntegro y sin el menor compromiso; 2) de aquí proviene necesariamente el choque entre Pío X y todo lo que favorece ese compromiso o parece favorecerlo. Pío X posee un agudo instinto para todo lo que no es católico, para todo lo que ya no es católico y para todo lo que es peligroso para el dogma; 3) valoración del buen funcionamiento de la administración y organización eclesiástica, sin el cual la idea y la energía religiosa no pueden imponerse con cierta coherencia en el mundo moderno, demasiado inestable y demasiado complicado. Si el evangelio ha de llegar a la humanidad de hoy y de mañana y ésta ha de ser oyente del evangelio, esto sólo puede conseguirse mediante una perfecta organización. Por este motivo Pío X es también el organizador de la administración central (Congregaciones romanas) y el precursor del nuevo código de derecho canónico.

 

La energía religiosa radical de Pío X hace que la tensión objetivamente existente entre piedad y juridicismo no tenga consecuencias perturbadoras. Lo cual, naturalmente, no quiere decir que con ello quedara eliminado el peligro de cierto legalismo y cierto centralismo desmesurado, debidos ambos al robustecimiento del aparato jurídico.

 

Una de las medidas más importantes en la historia de la Iglesia desde hacía mucho tiempo son las disposiciones de Pío X sobre la recepción de la sagrada comunión, que ha de ser lo más frecuente posible y desde la edad más temprana. Esta disposición, cuyo alcance es extraordinario, toma completamente en serio la concepción del valor objetivo de los sacramentos, y en especial de la eucaristía como pan de vida. Por primera vez desde los tiempos del cristianismo primitivo se abre para toda la Iglesia católica, y en ella para toda clase de fieles, una era sacramental. Hay que esperar que la llama del amor religioso de este papa produzca también sus efectos en la vida de muchos que han seguido su llamada a comulgar con mayor frecuencia. Pío X vinculó estrechamente la comunión a la misa, que, a su vez, debía volver a ser el sacrificio de la comunidad, en el que el «pueblo de Dios», los laicos, «no sólo rezan en la misa, sino que rezan la misa», que realmente la misa debe ser una concelebración. Pío X señala el principio de la piedad litúrgica moderna. A él se deben las bases de muchas decisiones enormemente fructíferas de los pontificados siguientes y el marco que las hizo posibles.

 

Tiene también importancia decisiva la intervención de Pío X en la lucha contra el modernismo, que ya hemos estudiado anteriormente (cf. § 117, II).

 

8. John Henry Newman (1801-1890), profesor universitario, predicador, escritor, sacerdote y cardenal y también converso (1845)[19], al igual que el cardenal Henry Edward Manning († 1892). Su espíritu, en cambio, era muy distinto, hasta el punto de que durante toda su vida el cardenal Manning estuvo en oposición al cardenal Newman, a quien combatió por juzgarlo excesivamente liberal. Manning era un hombre de temperamento autoritario y de una teología cerrada, pero con una altísima entrega sacerdotal a su vocación y ministerio. Manning constituye una muestra de la labor social de antaño contra la miseria del proletariado y contra el trabajo de los niños en las fábricas. Ambos —que en su tiempo fueron «las dos figuras más grandes del catolicismo inglés»— proceden del gran movimiento de conversiones que se inició en la alta Iglesia de Inglaterra a partir de la abolición de las leyes anticatólicas. En concreto, ambos son los herederos del sabio y ecuménico cardenal Nicholas Wiseman († 1865), durante cuyo ministerio fue restablecida la jerarquía católica de Inglaterra por Pío IX.

 

Pero Newman no debe ser colocado al mismo nivel que las demás personalidades religiosas del siglo XIX. Su genio sobrepasa a todos. No existe en esta época (y esto se nota especialmente a su muerte ya en el siglo XX) ninguna figura capaz de desplegar semejantes impulsos religiosos e intelectuales. Es importante tener en cuenta en él, junto a su elevado nivel intelectual, la dimensión religiosa que lo caracteriza.

 

Este hombre de espíritu elevado, aristocrático en el mejor sentido de la palabra, procede de una familia de campesinos ingleses medios. El distintivo de la auténtica grandeza de Newman consiste en que concentra en sí todas las energías y problemas de la época y los supera y desarrolla en una síntesis creadora. Este conjunto de problemas se llama: naturaleza y sobrenaturaleza, sobrenaturaleza contra naturalismo, fe y ciencia, Iglesia y cultura. Es el gran problema de León XIII, que no en vano, y con la evidencia de una demostración en su primer nombramiento de cardenales, llamó a formar parte del Senado Supremo de la Iglesia a este converso, contra el que durante largo tiempo habían abrigado graves sospechas aun los mismos católicos.

 

Newman es, en la Edad Moderna, el más conmovedor ejemplo de una heroica lucha espiritual, de una plenísima libertad de conciencia, de una síntesis católica fundamental entre fe y ciencia, personalidad independiente y vida eclesiástica. Esta síntesis es llevada a las más altas cimas mediante el doloroso proceso que este príncipe incorruptible en el reino del espíritu tuvo que pasar para volver a la Iglesia. A pesar de su extrema fidelidad, punto en el que será difícil encontrar parangón plenamente válido, y a pesar de tener una personalidad fortísima, irrepetible, Newman tuvo como principio supremo a lo largo de su vida después de su conversión la obediencia a la Iglesia y la defensa de su ministerio visible.

 

Filosóficamente, esta síntesis se caracteriza por la superación de la enfermedad fundamental del siglo: el relativismo. Pero se trata de una superación a la que no se llega negando las dificultades, sino afirmándolas y superándolas en la medida en que lo permite un pensamiento correcto. En esta superación, Newman llegó a ser el gran modelo: la filosofía y la historia de la Edad Moderna han puesto en tal forma de relieve las dificultades que pesan sobre el conocimiento científico-religioso de la fe, que ningún pensador (y menos quien desempeña un papel directivo en el campo intelectual, religioso o eclesiástico) puede pasarlas por alto. Por otra parte, la investigación histórica ha descubierto múltiples valores pertenecientes a ámbitos, sistemas y religiones diferentes del cristianismo. Estos conocimientos los tenemos hoy, por decirlo así, desde la cuna. El relativismo es un peligro que nos acecha constantemente. Nadie sintió con más profundidad que Newman ni expresó con más libertad que él las dificultades que gravitan sobre nuestras afirmaciones católicas y cristianas y las razones que hablan en favor de los adversarios. Pero es Newman precisamente el que llega a este resultado: no hay nada más seguro que la existencia de Dios. Sólo hay dos caminos: el que lleva al ateísmo y el que lleva a Roma. La expresión parece dura, pero toda la vida de este gran hombre nos muestra la caridad con que se comportó con los cristianos nocatólicos. Al igual que san Agustín y santo Tomás, tuvo plena conciencia de que toda verdad está envuelta de misterio. De Newman es la famosa frase: «Si en un banquete tuviera que hacer un brindis por el papa y por la verdad, brindaría indudablemente por el papa, pero antes brindaría por la verdad».

 

Newman es considerado el más insigne apologeta de la Edad Moderna. Su apologética tiene la fuerza invencible de la sinceridad total, que no pretende tener razón en todo momento, pero que arde en amor a la verdad del evangelio. Posee, además, la fuerza de la humildad, es decir, nunca viola el misterio en favor de una prueba puramente intelectualista o armonizante. Con una formulación prudente separa agudamente las diferentes afirmaciones y se mantiene inconmovible sobre la base firme en una ejemplar serenidad de espíritu. En tercer lugar, la apologética de Newman tiene el vigor que surge de una confianza total —la confianza del genio— en el poder inmanente de la verdad, convincente por sí misma. Por eso se oponía a toda actitud de cerrazón medrosa hacia lo de fuera; no quería la quietud del cementerio, sino la agilidad del espíritu, la vida espiritualmente conquistadora, la superación interna del pensamiento moderno, con cuyas corrientes intelectuales hay que estar en contacto vivo, como lo hacían los teólogos medievales con las corrientes de su tiempo.

 

Es importante el hecho de que un espíritu tan eclesiástico y de tanto prestigio en la Iglesia formulara expresamente sus puntos de vista críticos sobre ciertas cuestiones delicadas de la historia de los dogmas. Newman declaraba sin ambages que los papas Liberio y Honorio «simplemente no llegaron a realizar acciones del todo justificables... que constituyen una verdadera traición a la verdad».

 

Al hablar de la infalibilidad de los concilios, dice así: «El IV concilio modificó al III; el V modificó al IV». «La última declaración sobre la infalibilidad (la del Vaticano I) no necesita tanto una anulación como una complementación... No seamos impacientes y tengamos fe.

 

Un nuevo papa y un nuevo concilio pueden traer nuevamente al barco a la situación justa».

 

Newman es un guía religioso, porque en él el hombre que lucha y que triunfa en los terrenos intelectual y del espíritu se encuentra cimentado en la entrega del que cree en Dios. Su divisa era «Dios y el alma». Para Newman, lo mismo que para Agustín, Dios es una realidad tremenda, estremecedora, más próxima que todas las demás realidades. Y esta realidad —no sólo su pensamiento— se encuentra en él de tal manera que no puede pensar nada sin ella. Estar penetrado por la realidad de Dios es lo que hace de Newman —lo mismo que de Agustín— un gran hombre de oración y un predicador extraordinario.

 

Newman sufrió mucho a causa de las sospechas que se levantaron contra él. La esencia de su pensamiento, como ya hemos dicho, era la sinceridad total, y, precisamente por ella, desconfiaron de él de manera durísima tanto en la Iglesia que había abandonado como en la Iglesia en la que ingresó al convertirse. Newman sacrificó su vida a la verdad. Sobre su vida se cierne la fuerza de atracción de los grandes trágicos, aunque en este caso es un trágico que trae esperanza, pues su tragedia está penetrada por el amor. En él no alienta la tristeza del pesimismo, sino que en sus palabras brilla la fe en el sacrificio, en la Providencia, que sabe que el sufrimiento y las dificultades no resueltas y los obstáculos forman parte, incluso para la mejor voluntad y la fuerza más genial, de la historia en este mundo señalado por el pecado original: «Esto es para mí tan cierto como la existencia del mundo o la existencia de Dios».

 

Newman nos narró en la apología de su vida (Apologia pro vita sua) las luchas interiores, que le llevaron desde la Iglesia anglicana, a la que se refiere con cariño y agradecimiento, hasta la Iglesia católica. Es un libro que hay que leer, pues está lleno del mismo espíritu que impregna las soberbias Confesiones de san Agustín. Newman mismo, con una expresión de san Pablo (1 Cor 13: «ahora vemos confusamente en un espejo; ... ahora conozco de modo imperfecto»), formuló el sentido de toda su vida en su epitafio: Ex umbris et imaginibus in veritatem[20].

 

La obra entera de Newman, lo mismo que la de las grandes figuras del siglo XVII francés, posee además una fuerza especial por ser un escritor de primera fila, de serenidad y mesura clásica, pero sacudido interiormente por la movilidad de la vida.

 

9. En esta selección de figuras hemos de hacer especial hincapié en la «pequeña» Teresa del Niño Jesús († 1897). Merece esta mención por un doble motivo: por su extraordinaria influencia, universal y misteriosa, y por el carácter peculiar de su santidad, que no es tan sentimental como han pretendido presentar las carmelitas de Lisieux durante largo tiempo, hasta que apareció finalmente el original de su autobiografía, sin los retoques no muy dignos de loa que se le habían hecho. Lo que realmente se nos presenta con toda su vitalidad y atractivo en la santidad de Teresita es más bien la sensación inmediata del estar-en-Dios dentro de la más grande sencillez. El centro de esta piedad es la convicción viva de fe de que el hombre no es nada ante Dios: la doctrina de la pobreza interior es constitutiva para la fe cristiana[21]. Base absoluta e indiscutible de todo su ser es que todo ello no es pensable más que dentro y a partir de la Iglesia. Pero la humildad perfecta de esta niña, que procede de un ambiente confortable, burgués, es de una energía heroica y sustentada, al mismo tiempo, por una enorme conciencia de sí misma y de su misión y llena de libertad y suavidad encantadoras. A esta humildad heroica, a esta gran conciencia de sí y a este encanto se une otra cualidad que resulta verdaderamente enigmática a la vista de la evolución seguida por la pequeña santa: una cordialísima comprensión hacia los no cristianos, hacia los no creyentes e incluso hacia los excomulgados. La amplitud de su visión se basa claramente en el mandamiento central del Señor, como corresponde a su lema: «Todo es amor, todo es gracia». Aunque no encontremos en santa Teresita una energía creadora que actúe poderosamente, es legítimo comparar la transparencia cristalina de su infancia espiritual con la que brilló siglos hace en Francisco de Asís. Merece también elogio la formidable firmeza de su piedad, que se niega, por ejemplo, a recargar con alusiones raras, como ella dice, la imagen de María en los evangelios, y piensa así precisamente porque María es su modelo.

 

 § 119. MISIONES Y JÓVENES IGLESIAS DE ULTRAMAR

 

1. La historia de la Iglesia es la historia de la misión, el cumplimiento del mandato de Jesús «id por todo el mundo» (Mt 28,19). La misión es un intento multiforme que, sin duda, se ha cumplido muchas veces de manera insuficiente, pero en el cual se manifiesta magníficamente la fuerza del mandato de Jesús a lo largo de los siglos.

 

La fe de los primeros cristianos fue penetrando cada vez más, como la levadura, en la mentalidad de los no creyentes. Tras la ruina del pueblo judío como unidad étnica cerrada, la difusión del cristianismo se convirtió en labor de conversión de los paganos, sobre todo en el Imperio romano. Este giro hacia Occidente tuvo, como ya hemos visto, una gran importancia en la historia de la salvación. En Occidente, la influencia cristiana, condicionada por el medio, fue en lo político y en lo espiritual completamente distinta de la que hubiera surgido si el cristianismo hubiera emigrado hacia el Oriente. Uno de los aspectos más importantes es, como ya hemos visto, la acomodación de la Iglesia al Imperio romano, que sentía predilección por las creaciones estables y las instituciones jurídicas. Al quedar más tarde realizada la cristianización de Occidente, se desarrolló la tarea y la problemática de las misiones fuera de Europa. Con las Cruzadas, y a partir de ellas, su cometido se centró ante todo en la conversión de los «infieles», es decir, de los mahometanos, tanto en Oriente como en la Península Ibérica, desde donde se hicieron incursiones en África. Los misioneros eran sobre todo, franciscanos y dominicos.

 

2. A raíz de los nuevos descubrimientos de fines del XV se fue desarrollando la misión entre los «paganos»[22], típica de la Edad Moderna, que se inician con la obra de los canónigos seculares en el Congo recién descubierto (en 1491); esta obra constituye un ejemplo instructivo y a la vez un aviso. Los predicadores misioneros, pertenecientes a la mencionada congregación, y después a los franciscanos, dominicos y agustinos, tuvieron un éxito tan grande, que el rey se hizo bautizar, y ya en 1534 fue erigida una diócesis. Pero al volver el rey a apostatar en el siglo XVII, la labor de los capuchinos (a partir de 1645) no fue capaz de impedir la aniquilación de la misión, algo parecido a lo ocurrido siglos antes con los germanos.

 

La labor misionera vino a ser durante la Edad Moderna un título de honor de la Iglesia católica, incluso durante el siglo XVI, en el que la Reforma le acarreó tan graves pérdidas en Occidente. Esta labor misionera es también un desbordamiento del renacimiento interno del catolicismo que se había operado en los países europeos fieles al catolicismo. Alimentándose de esta nueva vitalidad, las misiones de ultramar dieron también pruebas de una energía inquebrantable. En conjunto, podemos decir que las misiones entre los paganos, o mejor, sus objetivos, llegaron a constituir una parte esencial de la piedad católica de la Edad Moderna. La participación de las misiones en el ser global de la Iglesia la hemos visto ya parcialmente al referirnos a la labor misionera desarrollada en las Indias Occidentales, en América del Norte y del Sur y también en el norte de África, pero sobre todo en Asia: India y Japón, con el subsiguiente incremento del cristianismo en China a partir de 1572 por obra de Ricci y sus sucesores, en el que participan también los misioneros franciscanos y dominicos.

 

Las potencias religiosas que van apareciendo en el campo misionero, al igual que en otros campos, son objeto de dirección y promoción central por parte de Roma. Ya vimos cómo en 1622 Gregorio XV funda una congregación para la Propagación de la Fe (De Propaganda Fide).

 

3. A pesar de ello, las inmensas posibilidades, casi inimaginables en el momento actual, de cristianización del mundo, próximas temporalmente en Asia, no llegaron a realizarse, o mejor, no llegaron a realizarse una vez más, si nos remontamos a las posibilidades que se le ofrecieron en otro tiempo al nestorianismo, incluso en las provincias nórdicas de China (§ 27, II).

 

Ya la controversia sobre los ritos y la praxis misionera de los jesuitas durante el siglo XVII (§ 94) provocaron serios y funestos obstáculos para el arraigo del cristianismo católico. La competencia entre las diversas confesiones complicó la situación más todavía. El resurgimiento o el robustecimiento de las viejas ideas religiosas heredadas —con mayor frecuencia que la protesta nacional contra la europeización— suscitaron desde muy pronto en la India y en China persecuciones devastadoras. A pesar de la apertura de nuevas misiones en Corea y en las Carolinas, el desarrollo a partir del siglo XVIII se caracteriza generalmente por fenómenos de decadencia. En el caso de Centro y Sudamérica, las causas son manifiestas: el proceso de independización de las colonias españolas y portuguesas de la madre patria destrozó también la base sobre la que se sustentaban preferentemente las misiones, ligadas a la importación y concebidas como importación.

 

Pero la situación de ruina generalizada, a la que habían sucumbido igualmente las misiones africanas hasta en sus mínimos restos, tenía también causas intraeclesiales muy profundas: el debilitamiento de la vida eclesiástica durante el siglo XVIII hizo que se agotaran las fuentes de que se había nutrido el trabajo misionero. El número de vocaciones misioneras descendió considerablemente.

 

Entre las causas concretas ya conocemos la disolución de la Compañía de Jesús en 1775, la represión de las comunidades religiosas durante la Revolución francesa, la hegemonía política de las potencias protestantes (Holanda, Inglaterra) en una época en la que las iglesias evangélicas todavía no se preocupaban —o se preocupaban muy escasamente— de las misiones (siglo XVII), y después por el avance y labor de los pietistas del Imperio británico, que supuso un perjuicio para las misiones católicas.

 

4. En cambio, durante el siglo XIX el paulatino florecimiento de la vida religiosa y eclesiástica trajo consigo por cierta lógica, aunque también de modo sorprendente, el auge del impulso misionero, lo que vale igualmente en alguna medida para el protestantismo.

 

Cierto que aquí, como en cualquier acontecimiento de la historia de la Iglesia, tampoco podemos pasar por alto las realidades que, de hecho, favorecieron el auge indicado: la extensión y explotación de las posesiones coloniales por las grandes potencias europeas; el desarrollo del tráfico a escala mundial; los múltiples viajes y el afán de investigación posibilitaron nuevos avances. Todos estos hechos abren nuevas rutas de acceso a los pueblos que hasta ahora no habían oído el mensaje del evangelio o sólo lo habían oído de manera pasajera.

 

Pero la causa fundamental fue —lo mismo que en el protestantismo, con su movimiento de resurgimiento— el fuego religioso, las nuevas energías misioneras que brotaban del interior de la Iglesia. Una vez más la expresión especial de este fuego religioso son las Ordenes religiosas, que, por su parte, experimentaron un nuevo florecimiento durante el transcurso del siglo. Podemos mencionar las Ordenes antiguas, la Compañía de Jesús ya restablecida, numerosas congregaciones nuevas, de sorprendente fecundidad, que dedicaban a la labor misionera un considerable porcentaje de sus energías, como la fundación francesa del cardenal Lavigerie († 1892) «Sociedad de los Padres Blancos» (su campo misionero fue África); luego tenemos la «Misión de Lyon para la propaganda de la fe», fundada en 1822; los «Padres del Espíritu Santo», fundados en 1803 por Poullart des Places (África); los «Maristas», fundados en 1824 por J. Cl. Collin (Oceanía, Polinesia, Nueva Zelanda); la «Sociedad de Picpus», llamada así por el lugar de su primera sede, en la rue de Picpus, de París; su nombre propio es el de «Congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y María», fundada en 1805 (mares del Sur); los «Misioneros de San Francisco de Sales», fundados en 1838 (India, Brasil); la «Sociedad del Verbo Divino», fundada por Arnold Jansen en 1875 (Asia Oriental); los «Padres Blancos», fundados en Tréveris (Sudáfrica) en 1868; la Congregación Benedictina de «Santa Ottilia», fundada en 1884 por Andreas Amrhein, OSB (Corea). Casi todas estas congregaciones tienen también su rama femenina.

 

En el transcurso de los siglos, diversas congregaciones masculinas y femeninas han dedicado sus energías a esta obra de dimensión mundial, organizando su trabajo de una manera cada vez más sistemática, fundando escuelas especializadas en la formación de misioneros, asegurando con ello y preparando más adecuadamente los necesarios refuerzos.

 

Como indica la enumeración que hemos hecho, son los franceses los que han desplegado la fuerza de choque más importante; al final también los alemanes y los norteamericanos hicieron suya la tarea con amplia dedicación. El campo de misiones llegó a ser el mundo entero no cristiano. Desde el sudeste de Europa, el norte de África y Asia Menor hasta el Lejano Oriente, los mares del Sur y el corazón del continente negro, los indios de América del Norte y del Sur hasta el Ártico, la buena nueva fue transmitida a los pueblos en innumerables lenguas. Hubo también ¿retrocesos como el de 1908, que sigue en la actualidad en China, tras la implantación del comunismo. En algunos sitios, la tarea misionera empalmó con lo que quedaba de las misiones antiguas. Tal es el caso del Congo, de Filipinas y aun de Japón, en el cual se descubrió la existencia de núcleos de cristianos viejos que se habían mantenido durante una época tan dilatada sin sacerdotes y sometidos a las opresiones más duras. Estos cristianos habían conservado la fe, si bien con deformaciones de toda clase. Fue muy importante el hecho de que, sobre todo desde finales del siglo XIX, Roma comenzara la instauración de la jerarquía en las iglesias de misiones. Esta instauración constituía una base que habría de coronarse mediante la creación de un clero autóctono.

 

5. Un elemento nuevo y muy importante es el acercamiento de la idea misionera al pueblo católico mediante sociedades misioneras y propaganda escrita. Esta labor fue un éxito de las numerosas Ordenes y congregaciones antiguas y modernas, bajo la dirección o con la cooperación de la curia pontificia. Con esta incorporación de gran parte del pueblo católico, se amplió considerablemente la base religiosa y material. En el pueblo se robusteció la conciencia de la responsabilidad de la propagación del reino de Dios entre los pueblos más apartados. Este robustecimiento suponía un importante crecimiento de la función del pueblo en la Iglesia, una etapa ulterior en el despertar de la conciencia católica.

 

Aparecen por entonces —las mencionaremos a título de ejemplo— la «Asociación para la propagación de la fe católica» y el sodalicio de san Pedro Claver, fundado en París en 1894 y actualmente con sede en Roma; editan «El Eco del África» y «El niño negro» y han publicado Biblias y catecismos en más de cien lenguas africanas; el Apostolado de Oración, fundado en 1844 en la casa de estudios de los jesuitas de Vals-Le Puy, en Francia; actualmente tiene su sede en Roma y publica «El Mensajero del Corazón de Jesús». La conciencia de los católicos se va impregnando cada vez más de la idea misionera por medio de conferencias y asociaciones con diversas peculiaridades, como la «Asociación universitaria misional», la unión de todas las Ordenes misioneras, las semanas misionales y, sobre todo, la «Unión sacerdotal de las misiones» (1916). Se han creado también nuevos semanarios misioneros especializados en Lyon, París y Würzburgo. En Würzburgo se creó también el primer instituto médico misional católico (1922) para médicos, no para sacerdotes.

 

6. Al surgimiento de este movimiento general misionero contribuyeron, a más del impulso religioso, ciertos intereses político-económicos de países y grupos privados. La idea misional juega un papel importante en el afianzamiento de un Estado de nueva creación, en la configuración de su «grandeza» y de su rostro ante el mundo, en el aseguramiento de su participación en la «esfera de intereses» y aun en la explotación de las colonias[23], y hasta no pocas veces una explotación descarada. Esto tenía aspectos positivos en la medida en que el celo de los católicos y su desprendimiento apoyaban más a las misiones «propias» que a las ajenas y, en segundo lugar, porque los poderes del Estado, aunque fuesen hostiles a la Iglesia, favorecieron en gran manera a las misiones. Pero a la larga esta unión con lo nacional trajo consecuencias indeseables, sobre todo en el terreno religioso y eclesiástico. El entusiasmo por las misiones «propias» fácilmente se aparta del celo puramente cristiano y eclesial por el señorío universal de Cristo. Es un entusiasmo que ya de por sí se sitúa en un nivel de calidad inferior y acaba creando un catolicismo de tipo cultural, al igual que hay un protestantismo cultural, que por su fuerte vinculación a la cultura nacional y a los intereses políticos correspondientes encierra el peligro de una disminución del valor religioso y prepara el camino para una reacción de los paganos contra el cristianismo. Esta desventaja se puso de manifiesto de un modo especial entre los países latinos que enviaban misioneros y cuyo nacionalismo era más acusado.

 

Volvió a aparecer aquí, sólo que desde otro lado, el eterno problema de la «confusión entre religión y política». De hecho, en la penetración de la civilización cristiano-europea en los países paganos existe un profundo pecado de la «cultura», que arrebató a los «paganos» o «salvajes» su tradición cultural, tan estimable como la europea, dejándoles a cambio bienes de consumo de baja calidad, vicios y enfermedades, y enriqueciéndose con ello. Nadie ha asumido de manera tan ejemplar lo que decimos ni ha experimentado con tanta profundidad personal nuestro deber de expiar las culpas de la cultura que el teólogo adogmático protestante, investigador e intérprete de Bach y constructor de órganos Albert Schweitzer (§ 120, I). Schweitzer abandonó una carrera brillantísima para dedicarse a aliviar como médico los sufrimientos de los negros en el Ogove superior (África).

 

7. Era lógico que, en caso de complicaciones y de guerras, las misiones nacionales entraran inmediatamente en el conflicto como avanzadillas de una determinada cultura nacional, saliendo gravemente perjudicadas. Esto afectó, por ejemplo, a las misiones alemanas durante las dos guerras mundiales. La protesta de los superiores de las misiones católicas alemanas contra la extensión de la guerra a África no produjo resultado de ninguna clase. La obra misionera fue destruida sin consideración ninguna. El Tratado de Versalles de 1919 lo justificó de un modo suficientemente claro (arts. 122 y 438). Las colonias inglesas estuvieron hasta 1926 cerradas a los misioneros «enemigos». Contra esta estrechez de miras tan anticristiana se alzan las orientaciones de la encíclica Maximum illud de Benedicto XV, del 30 de noviembre de 1919, que no tenía más objetivo que predicar a Cristo, sin que importe la nacionalidad del predicador. Conquistar almas es la única ganancia permitida al misionero.

 

Por desgracia, este ideal no fue capaz de eliminar cierta división que se había producido en la misma base. La Segunda Guerra Mundial consumó peligrosísimamente la obra de la primera. Como consecuencia de la participación en ambas de hombres de color, surgió tan impetuosamente el nacionalismo indígena, que ese carácter nacional de la labor misionera e incluso el mero hecho de que estuviera en manos de europeos, llegó a suponer un perjuicio y hasta una amenaza para las misiones.

 

8. En 1893 se había lamentado León XIII de los escasos progresos en las misiones de la India. Desde entonces esta misma queja ha tenido que ser repetida también con respecto a otros territorios. Se ha acentuado especialmente y de manera constante la dificultad que encuentran los misioneros entre los hombres cultos seguidores de las antiquísimas religiones de la India, de China y del Japón y con los mahometanos. Realmente los resultados obtenidos hasta ahora no guardan proporción con los sacrificios en vidas, salud y dinero que ha supuesto la cristianización de estos países.

 

A este respecto debemos recordar dos cosas:

 

a) Querer cimentar la idea misionera, que es una idea religiosa, en la consideración de la rentabilidad de las conversiones es tanto como destruirla. El impulso misionero es algo que brota de lo más hondo del mandamiento del amor, y el amor es, por su misma naturaleza, entrega de sí mismo. El amor no es calculador, y tanto menos cuanto que en la comunidad viviente de los santos ningún acto de amor se pierde. Si tomamos en serio la concepción religiosa de la Iglesia, veremos que el espíritu de penitencia y la sangre de los mártires, derramada constantemente en las misiones, y el servicio sin éxito visible constituyen el sustento esencial de la vida de la Iglesia.

 

b) Pero también en esto la esencia de la Iglesia y del evangelio consiste en la síntesis. No poner todos los medios para que los sacrificios fructifiquen en un número mayor de conversiones sería algo que no estaría en correspondencia con el sentido más íntimo de la tarea misional. Este impulso choca con las dificultades mencionadas, que se producen con una extensión inusitada y peligrosa y que se encuentran profundamente enraizadas en la diversidad intelectual y psíquica de los misioneros europeos y su forma de predicación, tan impregnada del carácter específicamente occidental. El problema del contexto cultural y de las condiciones bajo las cuales puede actuar la palabra de Dios aparece aquí con toda su importancia, agudizada, tal vez, por otras cuestiones relacionadas con la doctrina, la teología y la relación mutua entre ellas. En toda esta problemática vuelve a hacerse presente la autonomía de los obispos haciendo valer sus derechos dentro de la gran unidad de la Iglesia universal.

 

c) San Pablo orientó al cristianismo hacia el Occidente. Hasta el día de hoy su estructuración esencial y no esencial, y especialmente su doctrina y más aún su teología, han estado casi totalmente condicionadas por Occidente, es decir, por el espíritu greco-romano, un espíritu radicalmente extraño al espíritu indio y chino y a las peculiaridades de mentalidad y sensibilidad de los pueblos primitivos. Los grandes misioneros jesuitas se dieron ya cuenta de esto, como hemos visto, e intentaron superar las dificultades mediante la adaptación. Desde finales del XIX, y más todavía a lo largo del siglo XX, el problema de una acomodación moderada pero valiente se impone con más urgencia que nunca. «Valentía» quiere decir aquí que el objetivo de la obra educativa occidental, de la que todavía no es posible prescindir, no ha de ser otro que la plena independencia y la peculiar originalidad de los países de misión.

 

d) Después de multitud de errores, por los que, en contraste con la acomodación prescrita por la historia de la Iglesia (este desprecio aparece a partir de mediados del siglo XVII), se había llevado a veces incluso al clero indígena a la idea de que únicamente la orientación teológica romana y occidental y el modo de vida de los pueblos occidentales eran capaces de asegurar en los países de misión la catolicidad plena y perfectamente equiparada con la vieja jerarquía europea y la unidad con el papa, ha surgido en el siglo XX, incluso en el protestantismo, la idea de que para anunciar el evangelio a los pueblos de color de modo más fructífero era preciso vincular esa evangelización con un clero autóctono, chino, japonés, indio o africano. Se realizaría el proyecto de una manera paulatina y su objetivo final sería el siguiente: no colocar a los clérigos indígenas como auxiliares o subalternos de los misioneros europeos, sino ir formando todo un clero nativo, educado en sus propios seminarios, bajo la jurisdicción de obispos indígenas, un clero que, basado en la tradición y vinculado al ministerio de Pedro por su unión a la Santa Sede y a los pueblos recién convertidos, sea capaz de ir configurando poco a poco una vida eclesiástica indígena autónoma, teniendo en cuenta las raíces de antiguas tradiciones culturales propias.

 

e) Las primeras instrucciones en este sentido se remontan a Benedicto XV; Pío XI consagró desde 1926 un gran número de obispos de color. Este hecho, no extraordinario aparentemente, es en realidad algo que inicia una nueva época Se vio completado en 1936 por el mismo Pío XI y en 1942 por Pío XII, quienes en cierto sentido la llevaron a su culminación mediante tres decretos en los que se afirma audazmente y de una manera desacostumbrada la necesidad de la acomodación a las tradiciones locales para la labor misionera en el Japón, en el imperio de Manchuria y en China. Cuando los gobiernos de estos países declararon que ciertos actos de adoración a los antepasados, al emperador, al Estado y a sus poderes, que tenían antes un significado pagano-religioso, no eran hoy más que una expresión civil de las costumbres nacionales, carente de significación religiosa propiamente dicha, a los católicos se les permitió tomar parte libremente en ellos. Tal vez con ello se le ha abierto definitivamente al cristianismo la esperanza lejana de penetrar en el corazón de esos pueblos asiáticos y la posibilidad de que crezca dentro de ese mundo partiendo de las propias raíces. Pío XII, finalmente, al elevar a la dignidad cardenalicia a un obispo chino y al crear en 1946 una jerarquía autóctona en China, donde un tercio de la jerarquía es nativa, ha hecho avanzar de forma importante estos principios...

 

9. Con todo esto podíamos juzgar con gran optimismo la situación todavía en 1950 y las posibilidades de un avance provechoso. A partir de esa fecha, Pío XII y su sucesor han seguido desarrollando —hay que reconocerlo— la formación de una jerarquía nativa en ultramar y hoy ha aumentado el número de cardenales asiáticos y hay, además, desde el pontificado de Juan XXIII, un cardenal africano. Pero el comunismo, que ha surgido con fuerza insospechada y que domina sobre un pueblo de alrededor de 600 millones de chinos, ha modificado por completo la situación y ha aniquilado brutalmente la perspectiva de una rápida cristianización.

 

Una transformación de fuerzas y posibilidades se manifiesta también en un hecho que ya está sucediendo: religiosos expulsados de sus propios países de ultramar encuentran un nuevo puesto de trabajo en Europa; los paganos «recién» convertidos retransmiten la buena nueva con su acción y su palabra a los cristianos de Occidente que han caído en la tibieza o se han apartado de la fe: ejemplo, el monasterio de monjas chinas de Essen o el caso de sacerdotes de ese mismo país que atienden parroquias en Austria.

 

Independientemente de lo que acabamos de decir, hay que tener en cuenta que el clero nativo de los países de misión y, sobre todo, la jerarquía indígena sólo puede arraigar y crear una tradición propia en el suelo patrio una vez que efectivamente exista. Hasta ahora —aparte de la vinculación esencial al obispo de Roma—, ni el clero ni la jerarquía nativos han podido prescindir del apoyo que les supone la protección de la jerarquía europea occidental.

 

Por otra parte, es cierto que Europa, junto con el poder y la cultura de América, que de ella procede, sigue siendo todavía en cierto modo la rectora espiritual del mundo. Pero esta hegemonía se ve amenazada no solamente por el comunismo ruso y chino; también la India, Japón, Australia y África se van despertando con diferente intensidad y bajo diversas formas en busca de su independencia. Y raro es el país en el que este despertar no vaya mezclado en un buen tanto por ciento de desconfianza y hostilidad, y hasta con el odio que ha ido creciendo más o menos inconscientemente a lo largo de los siglos hacia la cultura —y la religión— de los dominadores y explotadores blancos de otros tiempos[24].

 

Hemos de añadir, además, que Europa es en gran parte un continente apóstata. En Europa hay muchas realidades que aún se denominan cristianas, pero que internamente están vacías por completo. Consiguientemente, este cristianismo produce en muchos millones de hindúes —por poner un ejemplo— una notable falta de credibilidad y es rechazado por ellos y por innumerables mahometanos como una religión mucho menos valiosa que la propia.

 

Queda planteada, pues, la pregunta de si el cristianismo europeo tendrá energías suficientes para regenerarse y para desplegar después una nueva fecundidad religiosa. Será decisiva, en todo caso, esta posición de fondo: se trata únicamente de dar y de servir, dejando que los destinatarios del mensaje elijan libremente. El prestigio de la Europa «cristiana» y de su doctrina ha caído tan verticalmente entre los pueblos de color tras las experiencias suicidas y fratricidas de las dos guerras mundiales, que la predicación directa del mensaje cristiano aparece ante los ojos de muchos como un acto de arrogancia. En lugar de la predicación misionera habrá probablemente que hacer un intento mucho más serio de dar testimonio callado a través de la existencia cristiana[25]. Cuándo y cómo volverá la posibilidad de proseguir la tarea misionera en esas partes de Asia hoy comunistas, en las que por el momento el cristianismo se ve sometido a opresión y persecución, es algo que está en manos de Dios. Pero la acomodación ya no ha de constituir un problema. A base de cultura latina no se podrán conquistar para el cristianismo ni las desarrolladas culturas orientales ni las culturas primitivas africanas.

 

10. Es importantísimo el impulso dado por el protestantismo a la actividad misionera desde principios del siglo XX, que ha acrecentado hasta hoy esta tarea a escala universal. Ha surgido una enorme competencia entre las confesiones cristianas por la propagación del evangelio. Esto constituye, por una parte, un espectáculo conmovedor del amor cristiano que sabe ponerse al servicio, así como de la repercusión del mandato misionero del Señor en las Iglesias separadas; pero, por otra, la implantación en el mundo entero del desgarrón mortal que atraviesa la cristiandad trae dos resultados que plantean graves dificultades: a) el impulso misionero del cristianismo se ve afectado en su núcleo más íntimo. ¿Qué cristianismo es el que han de abrazar los paganos al renunciar a sus creencias actuales? ¿Cuál es la única verdad con la que se identifica el cristianismo?[26]; b) el hecho de la diversidad de confesiones va tan íntimamente unido a la multiplicidad de relaciones entre las diferentes zonas y etnias, que la cuestión de la reunificación es una cuestión cada vez más difícil de desenredar. Ya no se trata tanto de dos o más confesiones distintas, sino de diversos modos de vida, de pensamiento y actuación, con el peso de todas esas múltiples tradiciones que poco a poco se van uniendo a la vida.

 

11. La labor misionera se ve hoy ante problemas muy distintos de los que se planteaba todavía hace algunas épocas e incluso hace diez años. Con los medios de comunicación, los países de misión están europeizados hasta en lo más intrincado de sus selvas. En consecuencia, los misioneros se van enfrentando cada vez más con los problemas «europeos», como el proletariado desarraigado de las grandes ciudades y hasta de los positivistas superficiales y snobs que han oído hablar en la escuela de doctrinas europeas del siglo XIX. Los misioneros han de contar con las energías indígenas y la mentalidad de cristianos renegados. Los antiguos alumnos de las escuelas misioneras son los que hoy tienen en sus manos, como jefes de Estado o ministros, la decisión sobre las misiones «extranjeras» y sus escuelas. Y no siempre, ni mucho menos, deciden en la línea de sus maestros de antaño.

 

Por todo ello, el problema de la formación de los misioneros se plantea hoy con otro carácter y con más profundidad. Es imprescindible una apertura plena y respeto hacia el entorno cultural; por otro lado, el anuncio de la buena nueva debe liberarse lo más posible de fórmulas occidentales abstractas y vivir directamente del comentario de la Sagrada Escritura y de la liturgia. Los caminos concretos que habrán de recorrerse pueden rastrearse a la luz del nuevo Catecismo alemán, elaborado siguiendo este principio. Existen traducciones en casi todas las grandes lenguas culturales, incluido el árabe.

 

Testimonio de una concepción y una reproducción autónoma del contenido de la fe en los territorios no europeos son el clero nativo, el monacato implantado en esos países, las familias que viven con espíritu cristiano y además esos pequeños grupo de artistas que expresan los contenidos del cristianismo en las formas artísticas de cada cultura, como hemos querido manifestar en algunas de las ilustraciones de este tomo.

 

12. El panorama de la situación político-eclesiástica de los distintos países (§ 108) nos ha ofrecido ya la historia reciente de los países de misión más importantes. Por ello nos limitaremos a presentar aquí unos cuantos datos generales que nos sirvan para adquirir una idea general.

 

En 1932 había en África cuatro millones y medio de católicos; en 1939 ascendían a la cifra de casi diez millones; en 1959 (en los territorios de Propaganda Fide y otros) eran ya 23,7 millones de católicos. También las misiones protestantes han obtenido en África éxitos resonantes. La división confesional es en África —tal vez más todavía que en los países europeos— un problema constante y cotidiano de las misiones.

 

Por eso en el campo protestante ha sido cada día más fuerte la corriente hacia la unión de todos los cristianos evangélicos. En 1947 se formó, por ejemplo, la «Iglesia de la India Meridional».

 

Por otra parte, son cada día mayores las dificultades provenientes de la política, como ya hemos dicho. Entre 1950 y 1960 casi toda África se había independizado de las metrópolis europeas. La repercusión del positivismo y del materialismo es cada día más fuerte en sus respectivas misiones.

 

La responsabilidad de las energías nativas es, por este hecho, cada día mayor. Si en 1927 el número de misioneros indígenas en los países de las misiones católicas no llegaba todavía a una cuarta parte del clero extranjero, en 1959 ascendía ya a más de la mitad. En los territorios bajo jurisdicción de Propaganda Fide había en 1921 un solo obispo nativo; en 1941 había 16 (14 asiáticos, 2 africanos); en 1961 ya había 113 (75 asiáticos, 38 africanos). También se ha multiplicado fuertemente el número de catequistas; desde 1940 se ha duplicado, e incluso más.

 

Pero, a pesar de los 44.000 sacerdotes, aproximadamente, y más de 108.000 catequistas seglares (estas últimas cifras se refieren sólo a los territorios bajo jurisdicción de Propaganda Fide), la proporción numérica entre sacerdotes y fieles, entre catequistas y catecúmenos ha empeorado considerablemente en los últimos decenios. La Iglesia joven de las misiones se hace cada día más adulta e independiente. Pero en esa misma medida se ve obligada a afrontar una problemática en la que ya hacía mucho tiempo se había visto envuelta la Iglesia en los países europeos. La situación queda nivelada en muchos puntos: Europa y ultramar se van equiparando también por múltiples conceptos en el campo eclesial.

 

13. La exposición de la labor misional entre los infieles exige hoy una contrapartida que en otro tiempo hubiera parecido absurda: el avance de las religiones orientales no cristianas hacia Occidente. La mezcla de las culturas se va intensificando. Por de pronto, la participación de europeos y americanos en este avance sigue siendo muy fuerte.

 

En el campo estrictamente religioso baste recordar que en París, Londres y Berlín existen mezquitas mahometanas, así como hacer alusión al éxito en los países occidentales de las obras de Rabindranath Tagore (1861-1941). Tiene una importancia creciente desde principios de siglo la teosofía, fundada por Ann Besant, y la antroposofía, originada de ella por Rudolph Steiner (1861-1925). Las ideas de Steiner obtuvieron amplio eco en Alemania en grupos de personas cultas alejadas de la fe, y su ideología se difundió gracias, sobre todo, a las llamadas escuelas Waldorf. La doctrina que en ellas se imparte es una especie de budismo adaptado al pensamiento europeo.

 

Dentro de este cuadro podríamos incluir el gran número de japoneses, hindúes, persas y árabes que estudian en universidades europeas; la presencia de estos estudiantes en las discusiones públicas, en las conferencias que se celebran con sabios de los distintos países, su participación en el autogobierno estudiantil y su actividad como asistentes y practicantes en laboratorios y clínicas van marcando su atmósfera espiritual.

 

La repercusión de todo ello es tanto mayor si tenemos en cuenta que en nuestros días cada destino humano ha adquirido dimensiones globales. El problema de la historia de la Iglesia experimenta con ello una transformación gigantesca. Ya no existe el diálogo de la Iglesia con incrédulos de Europa, o bien con confesiones europeas no católicas, sino con poderosas culturas extraeuropeas, incalculablemente ricas tanto desde el punto de vista cultural como religioso, antiguas y a la vez jóvenes que viven verdaderamente en el pueblo. Estas culturas no poseen, sin duda, la gran energía del espíritu occidental, pero en su conjunto aún no están aquejadas de lo que constituye la debilidad de su pensamiento, que no es otra que su escepticismo.

 


[1] Un ejemplo memorable: la colección Monumenta Germaniae historica, iniciada en 1819, a la que se añaden colecciones similares en todos los países próceres.

[2] Este aspecto fue subrayado cada vez más intensamente por la ética social protestante a partir del predicador cortesano Adolf Stbcker.

[3] Cf. § 116, II, 2.

[4] Los análisis de la Reforma por una parte y del Humanismo y la Ilustración por otra nos hacen ver claramente que la función de cada uno de los elementos de esta serie es muy diferente en cada caso. No se trata de sondear aquí las intenciones, sino de registrar el resultado histórico efectivo.

[5] Resulta sumamente valioso, desde el punto de vista histórico y eclesiástico, reconocer que esta doctrina meramente correcta y ortodoxa no alberga una protección suficiente. Su escaso peso bíblico, histórico y especulativo eran toda una tentación para los heterodoxos.

[6] La revelación es la única fuente de verdad religiosa, rechazada algún tiempo después por el Vaticano I. En el terreno religioso, para nada sirve la razón. De todas formas, se acusó precipitadamente de «fideísmo» a espíritus religiosos que se limitaban a acentuar el aspecto estrictamente misterioso de la revelación, inalcanzable adecuadamente por el entendimiento. Defendían, por eso mismo, una teología estrictamente aconceptual.

[7] Junto a esto no debe olvidarse la antigua frase de Dóllinger (1828), considerando a Lutero «uno de los hombres más relevantes de todos los siglos».

[8] Es definitorio el modo oficial utilizado para este acto: «Oír misa con devoción», que traicionaba el espíritu genuino de la eucaristía.

[9] Por ejemplo, en Baviera, según el sentido del Edicto de religión de 1818 (cf. § 110,7), que no fue abolido, a pesar del ruego de los obispos en 1850.

[10] De todas formas, la auténtica ruptura, que lleva a la revitalización de los estudios a partir de la Sagrada Escritura, no se da hasta hace muy poco tiempo. Respecto del nuevo Catecismo alemán (1955), que en cierto sentido abre una nueva época, cf. § 125, II.

[11] En 1831 fue fundada en Würtemberg una «asociación anticelibataria», a la que pertenecían unos 200 sacerdotes; esta asociación fue prohibida por real decreto en 1832.

[12] En octubre de 1844 fue enviada una carta abierta al obispo Arnold, de Tréveris, protestando contra la exhibición de la Túnica Sagrada. Ronge fue excomulgado en 1854, y exigió después la convocatoria de una «asamblea nacional libre», que había de pronunciarse contra la jerarquía.

[13] Alrededor de 60.000 feligreses en 1847.

[14] Como medida particular, fue muy perjudicial para la Iglesia la prohibición del Vaticano de que los católicos italianos se presentaran a las elecciones o votaran en ellas. En 1918 prohibió el Vaticano el partido católico de Don Sturzo.

[15] «Victoria» en el sentido de que la literatura llamada religiosa ha llegado a conquistar un puesto de igual categoría que la profana.

[16] De todas formas, en cuestiones importantes, el concordato suponía un retroceso: los protestantes no tenían igualdad de derechos civiles. Los judíos padecían graves desventajas. En las negociaciones en torno a la denuncia del concordato tuvo la curia poca flexibilidad.

[17] Esto vale también para los países latinos. En ellos (Francia y España pueden servir de ejemplo) el «misal» fue más un adorno que un medio para concelebrar la liturgia de la Iglesia.

[18] Rechaza la coacción y los castigos corporales; intenta una educación para la corresponsabilidad libre a través de la confianza entre educador y educando. En 1859 fundó la Congregación de los Salesianos, que continúan su obra.

[19] Para el protestantismo anglosajón, cf. el § 120, II.

[20] Luego no fue colocado sobre su tumba.

[21] Concepciones similares se encuentran en Lutero; por ejemplo, la última frase salida de su pluma: «No somos más que mendigos, ésa es la verdad» § 82, II, 8c).

[22] La expresión «misión entre los paganos» se viene empleando desde hace muchísimo tiempo y no se ha encontrado ninguna otra capaz de sustituirla plenamente. Sin embargo, dicha expresión ha tenido cierto sabor a compasión, mitad condescendiente, mitad despectiva. Este tipo de autojustificación cristiana ya no se da hoy. Los pueblos no cristianos, aun los subdesarrollados, han llegado a ser conscientes de los valores religiosos peculiares de su tradición. Por parte de la Iglesia católica, sus perspectivas están mucho más abiertas a una auténtica, no sólo teórica, relación fraternal con todos los hombres.

[23] Algunas veces las misiones fueron el primer paso hacia la expansión colonial. Así, por ejemplo, el protectorado alemán del Sudoeste fue originariamente una fundación de la Sociedad Misionera protestante de Renania-Westfalia.

[24] Lo que no ha sido objeto de odio, sino de codicia, por parte del mundo es la civilización europeo-americana de la ciencia y la técnica occidental.

[25] Tal es, por ejemplo, el intento del monasterio benedictino de Toumiline en Marruecos, situado en medio de una población musulmana.

[26] Así ha podido y puede ocurrir que la superficialidad y el aprovechamiento de los indígenas cooperen para complacer a todos y para sacar ventaja de todos. Por la mañana van a la misa católica y por la tarde al sermón protestante: la historia moderna de las misiones muestra no pocos ejemplos de semejante actitud.


HISTORIA DE
LA IGLESIA

 

EN LA PERSPECTIVA DE LA

HISTORIA DEL PENSAMIENTO

 

Por Joseph  Lortz

 

 

TOMO II

EDAD MODERNA

Y

CONTEMPORÁNEA

 

EDAD MODERNA

LA IGLESIA FRENTE A LA CULTURA AUTÓNOMA

 

§ 73. CARACTERES GENERALES DE LA EDAD MODERNA

 

I. EL ESCENARIO

 

II. FUNDAMENTOS ESPIRITUALES

 

III. LÍNEAS BÁSICAS DE LA ACTIVIDAD DE LA IGLESIA

 

IV. RESULTADOS CONCRETOS DE LA ACTIVIDAD ECLESIAL

 

V. LIMITES Y DIVISIÓN

 

PRIMERA ÉPOCA

 

FIDELIDAD A LA REVELACIÓN

 

DESDE 1450 HASTA LA ILUSTRACIÓN

 

Período primero (1450-1517)

 

LOS FUNDAMENTOS: RENACIMIENTO Y HUMANISMO

 

§ 74. SITUACIÓN POLÍTICA Y SOCIAL ANTES DE LA REFORMA

 

§ 75. SITUACIÓN RELIGIOSA Y ECLESIÁSTICA ANTES DE LA REFORMA

 

I. EL PAPADO

 

II. OBISPOS, CABILDOS, CLERO

 

III. LA RELIGIOSIDAD POPULAR

 

§ 76. RENACIMIENTO Y HUMANISMO

 

I. EL CONCEPTO

 

II. RASGOS ESENCIALES DEL RENACIMIENTO

 

III. RENACIMIENTO Y HUMANISMO COMO FACTORES HISTÓRICO-ECLESIÁSTICOS

 

IV. EL HUMANISMO EN ESPAÑA

 

§ 77. ESCISIONES RELIGIOSAS - REACCIONES

 

§ 78. FUERZAS POLÍTICO-ECLESIÁSTICAS: LAS IGLESIAS NACIONALES

 

Período segundo

 

LA ESCISIÓN DE LA FE. REFORMA, REFORMA CATÓLICA, CONTRARREFORMA

 

Visión general

 

CAPITULO PRIMERO

 

LA REFORMA PROTESTANTE

 

§ 79. CAUSAS DE LA REFORMA

 

I. OBSERVACIONES PREVIAS

 

II. EL PROBLEMA DE LAS CAUSAS

 

§ 80. PRINCIPIOS BÁSICOS PARA COMPRENDER LA HISTORIA DE LA REFORMA

 

§ 81. VIDA DE MARTÍN LUTERO Y PRINCIPALES ACONTECIMIENTOS DE LA REFORMA EN ALEMANIA

 

DESDE EL NACIMIENTO HASTA SU VIAJE A ROMA

 

EVOLUCIÓN INTERNA DEL FRAILE AGUSTINO

 

EL REFORMADOR: EL NUEVO CONCEPTO DE LA IGLESIA

 

LA REFORMA Y LOS PRÍNCIPES ALEMANES

 

§ 82. EVOLUCIÓN INTERNA DE LUTERO. SU DOCTRINA

 

I. GENERALIDADES

 

II. EVOLUCIÓN CONCRETA

 

§ 83. DIFUSIÓN Y ESCISIÓN DEL MOVIMIENTO PROTESTANTE

 

I. DENTRO DE ALEMANIA

 

II. FUERA DE ALEMANIA

 

§ 84. FRUTOS Y VALORACIÓN DE LA REFORMA

 

I. INTENCIONES DE LUTERO

 

II. RESULTADOS

 

CAPITULO SEGUNDO

 

LA REFORMA CATÓLICA

 

§ 85. CARACTERIZACIÓN GENERAL

 

I. LOS INICIOS DE LA REFORMA EN EL SIGLO XVI

 

II. EL PAPADO Y LA REFORMA CATÓLICA

 

§ 86. LOS COMIENZOS. LAS HERMANDADES EN ITALIA. LOS TEATINOS

 

§ 87. REALIZACIÓN DE LA REFORMA: EL PAPADO EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XVI

 

I. PRELUDIO

 

II. EL GIRO DECISIVO BAJO EL PONTIFICADO DE PAULO III

 

§ 88. LA COMPAÑÍA DE JESÚS

 

§ 89. EL CONCILIO DE TRENTO

 

I. CONVOCATORIA Y DESARROLLO

 

II. RESULTADOS

 

CAPITULO TERCERO

 

LA CONTRARREFORMA

 

Visión general

 

§ 90. ESCRITORES CONTRARIOS A LA REFORMA

 

§ 91. LOS PAPAS DE LA CONTRARREFORMA. LAS IGLESIAS CATÓLICAS NACIONALES

 

I. LA LABOR DE LOS PAPA

 

II. LOS PRÍNCIPES CATÓLICOS ALEMANES

 

CAPITULO CUARTO

 

LA CORONACIÓN DE LA OBRA

 

§ 92. EL SIGLO DE LOS SANTOS

 

I. SANTA TERESA DE JESÚS

 

II. SAN FELIPE NERI

 

III. FUNDACIÓN DE NUEVAS ORDENES RELIGIOSAS

 

§ 93. EL BARROCO

 

§ 94. LAS MISIONES FUERA DE EUROPA

 

Periodo tercero

 

EL SIGLO DE LA IGLESIA GALICANA. APOGEO Y DECADENCIA

 

§ 95. VISIÓN GENERAL

 

I. EL PAPADO

 

II. EL IMPERIO Y LAS POTENCIAS POLÍTICAS

 

III. LOS RESTANTES ESTADOS EUROPEOS

 

§ 96. LAS IGLESIAS NACIONALES

 

I. EN ESPAÑA Y FRANCIA

 

II. FUERZAS CULTURALES Y RELIGIOSAS

 

III. LA SITUACIÓN EN ALEMANIA

 

CAPITULO PRIMERO

 

EL FLORECIMIENTO DE LA IGLESIA

 

§ 97. SEGUNDO SIGLO DE LOS SANTOS

 

I. SITUACIÓN GENERAL DE LA IGLESIA EN FRANCIA

 

II. FRANCISCO DE SALES

 

III. VICENTE DE PAUL

 

IV. EL CLASICISMO FRANCÉS. NUEVAS CONGREGACIONES

 

V. LOGROS EN EL CAMPO CIENTÍFICO

 

CAPITULO SEGUNDO

 

LAS TENSIONES EN EL SIGLO XVI

 

DISPUTAS TEOLÓGICAS

 

§ 98. EL JANSENISMO

 

§ 99. EL QUIETISMO

 

§ 100. RESISTENCIAS POLÍTICO-ECLESIASTICAS: EL GALICANISMO

 

§ 101. LA CRISTIANDAD NO CATÓLICA EN EL SIGLO XVI

 

SEGUNDA ÉPOCA

 

HOSTILIDAD A LA REVELACIÓN

 

DE LA ILUSTRACIÓN AL MUNDO ACTUAL

 

Período primero

 

EL SIGLO XVIII: LA ILUSTRACIÓN

 

Visión general

 

 

I. POLÍTICA GENERAL Y POLÍTICA ECLESIÁSTICA

 

II. PANORAMA HISTÓRICO-TEOLÓGICO

 

CAPITULO PRIMERO

 

ORIGEN Y NATURALEZA DE LA NUEVA IDEOLOGÍA

 

§ 102. LAS RAÍCES

 

I. EL PROTESTANTISMO

 

II. EL HUMANISMO

 

III. LA FILOSOFÍA MODERNA

 

IV. LA ILUSTRACIÓN EN ALEMANIA

 

§ 103. LA TOLERANCIA

CAPITULO SEGUNDO

 

INFLUENCIAS DE LA ILUSTRACIÓN EN LA IGLESIA

 

§ 104. EL ESTADO OMNIPOTENTE Y LOS DERECHOS DE LA IGLESIA

 

I. EL ESTADO NACIONAL AUTÓNOMO

 

II. SUPRESIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

 

III. EL JOSEFINISMO

 

§ 105. PENETRACIÓN DE LAS IDEAS ILUSTRADAS EN LA IGLESIA CATÓLICA

CAPITULO TERCERO

 

CATÁSTROFE Y CRISIS

 

§ 106. LA REVOLUCIÓN FRANCESA

 

I. DESARROLLO CRONOLÓGICO

 

II. ACLARACIÓN DE CONCEPTOS

 

III. EXPOSICIÓN DE LOS HECHOS

 

§ 107. LA SECULARIZACIÓN EN ALEMANIA (1803)

 

Período segundo

 

EL SIGLO XIX: LA IGLESIA CENTRALIZADA

 

EN LUCHA CON LA CULTURA MODERNA

 

§ 108. PANORAMA POLÍTICO Y ECLESIÁSTICO

 

I. LOS DIVERSOS PAÍSES

 

II. LOS PAPAS

 

§. 109. SITUACIÓN HISTÓRICA DE LA IGLESIA Y SU ACTIVIDAD A LO LARGO DE LOS SIGLOS XIX Y XX

 

I. EVOLUCIÓN INTELECTUAL Y SOCIAL

 

II. LA IGLESIA

 

III. CONCLUSIONES

 

CAPITULO PRIMERO

 

REORGANIZACIÓN Y RECONSTRUCCIÓN

 

§ 110. LA RESTAURACIÓN POLÍTICO-ECLESIÁSTICA EN FRANCIA

 

§ 111. EL CONGRESO DE VIENA Y LA REORGANIZACIÓN DE LA IGLESIA EN EUROPA

 

§ 112. CLASICISMO, ROMANTICISMO Y RESTAURACIÓN

 

I. LA TRANSFORMACIÓN INTELECTUAL Y RELIGIOSA

 

II. ARTE Y POESÍA

 

CAPITULO SEGUNDO

 

LÍNEAS DEFINITIVAS DE LA ESTRUCTURACIÓN DE LA IGLESIA

 

§ 113. FIN DE LOS ESTADOS DE LA IGLESIA

 

§ 114. EL CONCILIO VATICANO I

 

§ 115. LAS IGLESIAS ESTATALES Y EL LIBERALISMO EN ALEMANIA

 

I. SITUACIÓN DE LA ÉPOCA

 

II. LOS DISTURBIOS DE COLONIA

 

III. EL «KULTURKAMPF»

 

IV. SIGNIFICACIÓN DEL «KULTURKAMPF»

 

CAPITULO TERCERO

 

IGLESIA Y CULTURA INDUSTRIAL MODERNA

 

§ 116. LA IGLESIA Y LA CIVILIZACIÓN

 

I. LA INDUSTRIALIZACIÓN

 

II. LA IGLESIA Y LA CUESTIÓN SOCIAL

 

III. LEÓN XIII (1878-1903)

 

§ 117. FE Y CIENCIA EN EL SIGLO XIX

 

I. LA NUEVA TEOLOGÍA. LA ESCUELA DE TUBINGA

 

II. EL MODERNISMO. SU RECHAZO POR LA IGLESIA

 

§ 118. LA PIEDAD CATÓLICA EN EL SIGLO XIX

 

I. LITURGIA Y PASTORAL

 

II. OTRAS FORMAS DE LA PIEDAD

 

III. FIGURAS RELIGIOSAS

 

§ 119. MISIONES Y JÓVENES IGLESIAS DE ULTRAMAR

 

CAPITULO CUARTO

 

LAS IGLESIAS REFORMADAS

 

§ 120. EL PROTESTANTISMO EN EUROPA Y EN NORTEAMÉRICA DESDE EL SIGLO XIX

 

I. ALEMANIA Y DINAMARCA

 

II. INGLATERRA Y AMÉRICA

 

LAS IGLESIAS ORIENTALES

 

§ 121. PLURALIDAD Y UNIDAD DEL ORIENTE CRISTIANO

 

I. INTRODUCCIÓN

 

II. ¿IGLESIA O IGLESIAS?

 

§ 122. LAS DIVERSAS IGLESIAS ORIENTALES

 

I. EL PATRIARCADO ECUMÉNICO DE CONSTANTINOPLA

 

II. LA ORTODOXIA EN RUSIA

 

III. OTRAS IGLESIAS AUTOCEFALAS

 

§ 123. UNIÓN ENTRE LA ORTODOXIA Y ROMA

 

I. INTRODUCCIÓN

 

II. DIVERSOS INTENTOS UNIONISTAS

 

III. VALORACIÓN

 

§ 124. CARACTERES Y VALORES PECULIARES DE LA ORTODOXIA

 

I. ASPECTOS FUNDAMENTALES

 

II. LA IGLESIA

 

III. LA PIEDAD

 

IV. EL CLERO Y LOS MONJES

 

V. LA TEOLOGÍA

 

VI. CONCLUSIONES

 

EDAD CONTEMPORÁNEA

 

Cambio y Perspectivas

 

§ 125. LA IGLESIA EN NUESTRO TIEMPO

 

I. INTRODUCCIÓN ACLARATORIA

 

II. EL PRINCIPIO DE UNA NUEVA ÉPOCA

 

III. EL MOVIMIENTO ECUMÉNICO. ACTIVIDADES DE «UNA SANCTA»

 

§ 126. PERSPECTIVAS

 

I. LA IGLESIA EN NUESTRO TIEMPO

 

II. ¿DONDE ESTA HOY LA IGLESIA?

 

III. JUAN XXIII Y EL CONCILIO

 

IV. PABLO VI