CAPITULO CUARTO

 

LA CORONACIÓN DE LA OBRA

 

 

§ 92. EL SIGLO DE LOS SANTOS

 

La gloria mayor del siglo XVI dentro de la historia de la Iglesia católica, lo que dio lugar y consistencia a la transformación intra-eclesial más profunda, lo que constituyó la fuerza y el valor religioso del movimiento contrarreformista fue el simultáneo florecimiento de la santidad por todas partes. La importante función de esta santidad la hemos encontrado ya por doquier en diferentes contextos. Simplemente, su crecido número es ya impresionante. Pero si nuestra consideración pretende investigar la incidencia histórica de tales fuerzas y sus repercusiones, lo decisivo no es sólo el número, sino también su gran diversidad. Asistimos al triunfo de uno de los grandes ideales del Renacimiento (la dignitas del hombre encarnada en una personalidad vigorosa y original), pero ennoblecido por el cristianismo: san Ignacio, san Francisco Javier, san Francisco de Borja, san Pedro Canisio, san Luis Gonzaga, san Estanislao de Kostka, san Pío V, san Felipe Neri, san Carlos Borromeo, Giberti, el obispo Fisher, santo Tomás Moro, santa Teresa de Avila, san Juan de la Cruz, san Pedro de Alcántara, los mártires jesuitas en Inglaterra y en otras partes y así otros muchos: ¡todos ellos formando una magnífica cadena, y ninguno igual, a veces casi ni semejante, al otro! Y todos caracterizados por una soberana libertad, por una sorprendente, a veces hasta chocante originalidad: vida auténtica, sin patrones. ¡Y, sin embargo, todos en radical unión con el único Cristo y la única Iglesia!

 

Buen número de estas importantes figuras ya nos es conocido (§ 88; § 91). De Francisco Javier nos ocuparemos al tratar de las misiones del Extremo Oriente (§ 94). Aquí vamos a ocuparnos algo más detenidamente de santa Teresa de Jesús y de san Felipe Neri. Sin conocer la obra de estos dos grandes santos no se puede comprender en toda su extensión ni la historia de la Iglesia del siglo XVI ni la moderna piedad católica en general. La actividad de ambos influyó menos en el mundo de la alta política que en el ámbito espiritual y cultural. Ambos nos demuestran fehacientemente[1] que hay fuerzas impulsoras de la historia radicadas preferentemente en el estrato de lo religioso, de lo santo. El genio y la personalidad de estos santos nos revela cuán honda fue su influencia indirecta, pero nada despreciable, en otros ámbitos de la actividad humana.

 

I . SANTA TERESA DE JESÚS

 

1. Nació en 1515 en Avila, ciudad fuertemente amurallada, en el seno de una familia de rancio y noble abolengo castellano. Desde los diecisiete años hasta su muerte sufrió una grave dolencia corporal. A los dieciocho años ingresó en el convento de carmelitas de Avila, que no era muy riguroso. Veintidós años después (1557) experimentó una transformación radical en su aspiración a la perfección: pronunció el sorprendente voto de hacer siempre lo más perfecto.

 

La obra de Teresa de Jesús consistió en: a) la devolución de la Orden carmelitana a su rigor primitivo[2] de perfecta pobreza, pese a las fuertes resistencias del clero secular y regular y de algunos círculos laicos (en 1562 se abrió en Avila el primer convento reformado); b) en sus escritos místicos (todos ellos redactados por mandato de su padre espiritual). Teresa de Jesús murió el 4 de octubre de 1582[3].

 

2. También en los conventos españoles se experimentaba una visible decadencia (cf. § 78). La historia de Teresa demuestra hasta qué punto de arrebato había llegado la lucha entre conventuales y observantes. El abandono de la ascética en los conventos, a consecuencia de las dispensas pontificias (de Eugenio IV y Pío II; ya no existía clausura o, en todo caso, las excepciones eran frecuentísimas), era ya una actitud formalmente justificada. El empuje del espíritu reformador cristiano (primero en los conventos de mujeres y después en los de hombres) no encontró ninguna acogida, como tampoco una oposición tranquila y razonada, sino una salvaje resistencia, en la que se emplearon todos los medios de la intriga y la calumnia, e incluso los malos tratos (por ejemplo, contra Juan de la Cruz, congenial colaborador de Teresa [† 1591], proclamado doctor de la Iglesia en 1926). Considerando las fechas en que nos encontramos (a mediados del siglo XVI), fácil es advertir nuevamente la radical e imperiosa necesidad de llevar a cabo la reforma de la Iglesia. En esta lucha, santa Teresa demostró poseer no sólo una extraordinaria energía creadora, sino también una humildad heroica. A lo largo de cinco años soportó una tempestad desatada con integridad extraordinaria, similar a la melancolía del sabio y que no se puede separar de la única realidad importante: Dios. En Teresa de Jesús se puso de manifiesto la fuerza paradójica de la obediencia, pero una obediencia que supo armonizar la humildad con la conciencia de sí misma y de su misión: «Lo propio de los soldados corrientes es pedir cada día su soldada (= la consolación); en cambio, nosotros queremos servir a Dios libremente, por puro amor, lo mismo que sirven los grandes señores a su rey». Cuando en 1571 el Capítulo General (como resultado de una larga cadena de rebeldías de todo tipo) decidió suspender la reforma, Teresa de Jesús se sometió inmediatamente[4]. Pero esta dura prueba desató en ella nuevas y más poderosas fuerzas, que acabaron favoreciendo a la obra reformadora, cuando ésta obtuvo vía libre por intervención del rey (inspirada por la princesa de Eboli, por cierto nada ejemplar desde el punto de vista moral) y con ayuda del obispo de Avila.

 

Mas el éxito apostólico de Teresa no fue sino irradiación de una tarea previa de santificación propia, llevada a cabo en una vida de continua oración y penitencia[5]. Muchos de los conocimientos y reformas de esta monja, tan alejada del mundo, no se explican desde un punto de vista puramente racional. Simplemente, en el caso de Teresa también se cumplió eso de que la huida del mundo de una gran personalidad en busca de la santidad no es algo ajeno a la realidad, y mucho menos antisocial, sino decisivo para la configuración del mundo. En el programa de Teresa de Jesús figuró expresamente la oración de suplencia (especialmente por los defensores de la Iglesia contra la innovación).

 

3. Lo más característico de esta carmelita y lo más importante para la historia de la Iglesia fue su mística, la mística que ella logró inculcar a su orden. Teresa alcanzó la cumbre más alta de la oración contemplativa y llegó a ser maestra insuperable de este tipo de oración. «Puedo decir que la vida que ahora (1557) se inició para mí en la oración es la vida de Dios en mí».

 

a) En esta vida no fueron las visiones (ni los hechos extraordinarios en general) lo más importante. Teresa misma consideró siempre las visiones como cosas secundarias; incluso sentía miedo de las experiencias extraordinarias y se resistía a ellas. Lo principal es el enérgico esfuerzo por cumplir la voluntad de Dios. La idea que retorna constantemente es la idea de la eternidad. La oración es el trato amoroso con Dios; pero también aquí tuvo ella que pasar catorce años de sequedad interior, que le impidió experimentar una verdadera contemplación. Con extraordinaria capacidad de autoobservación, fue registrando todos los estados y procesos por los que pasó («pues yo sé algo de esto por propia experiencia»).

 

b) La mística es siempre, esencialmente, piedad personal. Pero en el caso de Teresa de Jesús no se da ningún tipo de individualismo unilateral. Es una mística primaria e incondicionalmente eclesial y, por eso mismo, alejada de todo espiritualismo. Incluso en su elevado teocentrismo («Su Majestad») está fuertemente ligada a la persona del mediador Jesucristo, el que nos introduce en el ser increado, de tal modo que no existe peligro ninguno de panteísmo. Además, como en toda mística auténtica (§ 69), el arrobamiento en la divinidad se conjuga esencialmente con una intensa vida apostólica y caritativa.

 

La mejor prueba de todo esto la tenemos en la renovación de la Orden. La famosa estatua de Bernini en Santa Maria della Vittoria de Roma (1645-1652), que con harta frecuencia condiciona nuestra manera de imaginarnos a la Santa, reproduce tan sólo uno de sus aspectos, y esto de una forma en exceso artificiosa, un tanto dulzona y casi histérica, aunque artísticamente insuperable. En esta imagen se acentúan excesivamente la debilidad corporal y los rasgos tal vez neuróticos. En cambio, en la escultura no se echa de ver la grandiosa síntesis que es esencial en santa Teresa: no aparece ni su agudeza de entendimiento, ni su energía indomable, ni su conciencia de sí; todas estas cosas son un complemento esencial de su sentimiento y humildad. Aunque posteriormente la mística quietista se apoyó en la herencia de santa Teresa, esto fue mera consecuencia de una reducción unilateral. No sólo desarrolló Teresa una intensa actividad al servicio del prójimo, sino que practicó también, como cualquier simple cristiano, las formas más usuales de la oración vocal. Teresa no pensó jamás en prescindir de este tipo de oración como de algo imperfecto, como hizo el quietismo. No se limitó a esperar, como éste, la inspiración interna y la locución divina, sino que, para su oración contemplativa, utilizó la vida del Jesús histórico, el Jesús que predicó y padeció. Teresa poseyó, además, una exquisita naturalidad: con ella supo en ocasiones no sólo utilizar un sillón cómodo, si ello iba en provecho de su oración, sino también degustar con placer sabrosas frutas en acción de gracias a Dios.

 

4. Para conocer el influjo ejercido por santa Teresa en la historia de la Iglesia, es de gran interés subrayar la gran impresión que produjo en ella el avance de la innovación religiosa en Francia. No sólo de hecho, sino con plena conciencia de su papel, santa Teresa se convirtió en promotora de la reforma católica interna, con el fin de combatir de esa manera la reforma anticatólica. Al ser más tarde trasladada a Francia la reforma del Carmelo (Seminario de la Misión en París, en 1642), las ideas de la Santa se convirtieron en el más firme fundamento de la mística francesa del siglo XVII. Esta mística constituyó, por otra parte, la base de las grandes creaciones religiosas de esta época (§ 96).

 

5. Teresa fue fruto maduro de la más rancia aristocracia de la sangre y del espíritu, ahora otra vez lozana y floreciente. Su santidad no surgió de ningún tipo de choque con el patrimonio cultural de su país, sino que fue su expresión madura. La mejor prueba se encuentra en sus escritos, considerados como una joya clásica de la literatura española[6]. La santidad a menudo sobrehumana de esta «exaltada» mística fue a su vez expresión de una gran humanidad. Teresa poseyó también una irresistible amabilidad. Su piedad no fue en absoluto sombría. Por otra parte, en este conjunto armonioso y orgánico no faltó —además de lo ya apuntado anteriormente— esa amenaza interior que, como signo de autenticidad cristiana, suele acompañar a toda teología de la cruz o piedad de la cruz: nos referimos a esa dura tribulación interior que llega hasta la grave tentación de la duda. Pero el estilo caballeresco de Teresa, estilo desconocedor de mediocridades, fue capaz de resistir todo esto y salir victorioso.

 

II. SAN FELIPE NERI

 

1. Hemos visto ya que uno de los puntos de partida de la reforma católica interna en Italia fue el Oratorio del Amor Divino y la Orden que de él surgió, la Orden de los teatinos (§ 86). Afín al espíritu del Oratorio fue Felipe Neri, quien precisamente ganó sus primeros seguidores de los participantes en las prácticas piadosas de dicho Oratorio. Felipe Neri no sólo asistió a los comienzos de la innovación protestante. Su vida transcurrió de 1515 a 1595; conoció a 15 papas y bajo sus pontificados pudo experimentar la profunda transformación religiosa y eclesiástica de Europa y los dramáticos cambios efectuados muy cerca de él, en la curia. Felipe Neri tuvo una participación destacada en ese giro de la Iglesia, sobre todo la de Roma.

 

Su carácter y su obra fueron en parte el contrapunto de la Compañía de Jesús, cuyo fundador, san Ignacio, fue, sin embargo, gran amigo suyo. San Felipe Neri reveló una nueva faceta de la síntesis de este casi inagotable siglo XVI eclesiástico. Si bien es cierto que casi todos los esfuerzos del catolicismo de la Edad Moderna fueron realizados por la Compañía de Jesús o en colaboración con ella, hubo, sin embargo, un campo espiritual importante que constituyó la excepción: el gran campo de toda aquellas fuerzas que actuaban más por libre y personal iniciativa que en función de una organización establecida y por estricta obediencia a la misma. De este último tipo fue el estilo y el programa del papado y de la Compañía. El papel de estas dos instituciones fue, sin duda, el más importante. En medio de las caóticas tempestades de este siglo y de los siguientes (a raíz de las Iglesias nacionales y el separatismo espiritualista y subjetivista), la vida sólo podía ser salvada por medio de una forma rígida y de una concentración enérgica. Pero para que esta vida no quedase paralizada siguió subsistiendo dentro de la Iglesia, y como expresión igualmente fiel de su esencia, un tipo de vida más libre y, para muchos, más atrayente. Su representante más destacado durante el siglo XVI fue san Felipe Neri. Se puede decir que este santo representó un magnífico exponente católico de la libertad del cristiano. Felipe Neri hizo ostensible la fuerza de atracción de la santidad, demostrando con especial claridad cómo ésta no destruye lo natural y humano, sino que lo ennoblece. Su herencia fue también recogida por el siglo XVII francés, que sin su obra y su figura sería tan impensable como ininteligible. Su espíritu, que en general no siempre llegó a expresarse suficientemente en la moderna historia de la Iglesia, tuvo un reflorecimiento en la figura del cardenal Newman (§ 118).

 

2. El ascenso de Felipe Neri a la santidad es aleccionador. Felipe comenzó a volverse a Dios siendo todavía laico, sin tener aún idea clara de su camino. Descubrió su verdadera vocación en contacto con los enfermos: practicar las obras de misericordia, esto es el cristianismo. Por ello fundó en 1548 una hermandad para los peregrinos, la de la «Santísima Trinidad». No se ordenó sacerdote hasta los treinta y seis años (en 1551); ingresó en una «hermandad» de sacerdotes seculares que, sin tener una regla, rezaban en común y se animaban mutuamente a hacer el bien. Felipe introdujo una interrelación más estricta, pero dejando conscientemente cierta holgura.

 

Finalmente (en 1564) realizó su obra capital: la fundación de la Congregación del «Oratorio del Amor Divino». La formación de sus miembros se caracterizó por una forma más libre y estimulante: la del cambio de impresiones en pequeños círculos, que ya conocemos por la devotio moderna del humanismo (§ 86). La Congregación, que desde 1574 comenzó a practicar la vida común y fue aprobada por Gregorio XIII en 1575, no tenía todavía votos. Cada casa funcionaba autónomamente (después de Felipe Neri los oratorianos no han vuelto a tener un superior común). Todo su compromiso moral se reducía a esto: «Si quieres docilidad y obediencia, no mandes en demasía». «Nuestra única regla es el amor».

 

3. Esta holgada organización del general estilo de vida no desembocó en una piedad más superficial. También para Felipe Neri, lo mismo que para Ignacio y todos los grandes santos, el ideal no era otra cosa que «tener sujeta la propia voluntad»[7]. Para alcanzarlo, se exigía a sí mismo y a los demás extrañas formas de humillación que lo aproximaban al «Poverello» de Asís (al que también llamaban loco), no tanto por sus extravagancias cuanto por la transparente claridad del espíritu de filiación divina que en ellas se manifestaba. Tal humildad estaba llena de dulzura y alegría.

 

Felipe mantuvo un sometimiento incondicional a la Iglesia. En algunas cosas fue un asombroso equivalente (aunque no una contradicción) de Savonarola (§ 77), a quien veneró como santo y con cuya imagen y escritos se fortaleció. Como Savonarola, también Felipe Neri fue un maestro de la oración, pero, a diferencia de la aspereza profética de Savonarola, se caracterizó por un gran fervor y dulzura místicos, que le inflamaban hasta hacerle desfallecer[8]. La celebración de la misa se convirtió para él en una fuente misteriosa de renovación[9] en que el amor le avasallaba: «Deseo morirme y estar con Cristo» (Flp 1, 23). No obstante esto, se mantuvo alejado de todo fanatismo.

 

En su ascética espiritualista hay un rasgo que le hace particularmente simpático para el hombre moderno: la ascética nada tiene que ver con la suciedad corporal. Felipe Neri detestaba la suciedad y cuidaba la higiene. Pero mucho más característico de su estilo moderno fue su método de dirección espiritual individual. También aquí rehusó Felipe la sujeción a un sistema rígido.

 

4. Si esta genial libertad interior de Felipe Neri tuvo tan gran importancia fue precisamente por el tiempo histórico en que se desarrolló. Estaba en juego la existencia de la Iglesia. Las severas conclusiones del Concilio de Trento y la enérgica dureza de Paulo IV fueron, por así decirlo, los exponentes oficiales del siglo. Podía parecer que la Compañía de Jesús era la poseedora en exclusiva del método acertado. Y, sin embargo, sin el estilo de san Felipe Neri, tan distinto del de los jesuitas, habría existido una laguna en la estructuración del catolicismo. Lutero había opuesto a las ataduras eclesiásticas —ataduras que él mismo condenaba como judaico-legalistas— el ideal de la libertad del cristiano. Como antaño Francisco de Asís, fue ahora Felipe Neri quien volvió a dar pruebas particularmente convincentes de que una íntima vinculación a la Iglesia, y en especial al papado (Felipe Neri mantuvo estrechas relaciones con Gregorio XIII y más aún con Gregorio XIV y Clemente VIII), no suprime necesariamente la libertad personal ni impide la realización del sacerdocio general, sino que puede fomentarlas. En Felipe Neri, por otra parte, tal vinculación a la Iglesia corrió pareja con una extraordinaria franqueza. Igual que hizo san Bernardo con Eugenio III en el siglo XII, también Felipe Neri se atrevió a dirigir al jefe supremo de la Iglesia (Clemente VIII) una amonestación de humildad, incluso le hizo llegar una orden terminante al respecto.

 

Felipe Neri fue el summum del desinterés y de la total falta de egoísmo. No ejerció ningún tipo de presión. Por eso atrajo a todo el mundo. Su firmeza careció de toda rigidez. Su comportamiento fue de lo más natural del mundo. Con paradójica confianza se le llamaba con el apodo de «el buen Pippo», pero estando en su cercanía, todos sentían también ganas de ser buenos.

 

5. Felipe Neri estimuló notablemente la cultura cristiana y especialmente la investigación de las antigüedades cristianas de Roma y de la historia de la Iglesia. El fue el fundador de la famosa Biblioteca Vallicelliana y uno de los primeros que en la Edad Moderna se interesaron por las catacumbas (en ellas pasó noches enteras en oración y en ellas tuvo sus experiencias interiores). Su discípulo Antonio Bosio († 1629) fue el primer investigador científico de las catacumbas. Y para dar sus conferencias en el primer oratorio, César Baronio (1538-1607), más tarde cardenal y prefecto de la Biblioteca Vaticana, reunió gran cantidad de materiales, que luego utilizó para escribir su gran obra histórica (los Annales ecclesiastici [hasta 1198], concebidos expresamente como réplica a las Centurias de Magdeburgo, del protestante Flacio Ilírico). Y fue Felipe Neri quien no cesó de animar a Baronio, a veces desesperado, a seguir adelante con su magna obra. Como es lógico, desde la perspectiva de la reforma interna de la Iglesia, tales estímulos no fueron cosas secundarias, sino verdaderas hazañas. El grito del Renacimiento: «vuelta a las fuentes», tuvo con esto sus repercusiones en la Iglesia; la imagen de los primeros, heroicos tiempos de la Iglesia comenzó a resurgir. También Olderico Rainaldo († 1671), el célebre continuador de Baronio, fue oratoriano. De las ejecuciones musicales de los oratorios de san Felipe Neri nacieron los principios del «oratorio» musical (Palestrina fue colaborador del Santo).

 

La difusión del Oratorio de Felipe Neri por Europa, y también por Sudamérica y Ceilán, fue importante, aunque, de acuerdo con su estructura interna, el Oratorio siempre tuvo más bien carácter de pasillus grex. Su enorme fuerza de atracción se manifestó otra vez en el siglo XIX, cuando Newman renovó la Congregación del Oratorio en Inglaterra.

 

6. En el siglo siguiente nació otro Oratorio en Francia, fundado en París en 1611 por Pedro de Bérulle († 1629), de temprana maduración espiritual. Su transformación interna decisiva fue consecuencia de unos «ejercicios» practicados con los jesuitas. Uno de los puntos de su programa fue explícitamente la lucha contra el calvinismo. Pedro de Bérulle fue un formidable director de almas hacia la perfección. Su espíritu siguió influyendo en muchos seminarios y colegios regidos por el Oratorio francés. También este Oratorio renunció a la emisión de los votos, pero estuvo sometido a una fuerte dirección central a cargo de un superior general y una asamblea general. El Oratorio francés experimentó una difusión, rapidísima al principio, más lenta después, que rebasó los límites del territorio francés.

 

La comunidad cayó en graves peligros internos debido a la influencia que ejerció el jansenismo en una parte de sus miembros hacia fines del siglo XVII y hasta mediados del siglo XVIII. Disuelto el Oratorio por la Revolución francesa, fue restaurado una vez en 1864 y más recientemente en 1925.

 

III. FUNDACIÓN DE NUEVAS ORDENES RELIGIOSAS

 

1. Lo dicho hasta aquí no agota ni mucho menos toda la riqueza del siglo XVI eclesiástico. Nos hemos referido ya a la figura del sobrino de Pío IV, san Carlos Borromeo, vivo ejemplo del triunfo sobre las tendencias relajadas del espíritu renacentista y fundador de una asociación libre de sacerdotes semejante al Oratorio. Su gran atractivo se manifestó también en la fundación de los «oblatos», como se llamaron después de él, que fueron poco numerosos y tampoco emitían votos (1578). Los cuidados del santo obispo y pastor de almas alcanzaron también a la asociación religiosa de las «ursulinas», fundadas en Brescia en 1535 por santa Angela Merici († 1540), que en un primer momento no hacían vida en común ni emitían votos, viviendo únicamente como miembros de una pía unión dedicada al servicio de los enfermos y a la educación e instrucción de la juventud. Posteriormente, los votos se hicieron obligatorios y a los tres clásicos se añadió un cuarto voto (dedicación a la instrucción de las jóvenes).

 

2. Finalmente, junto a los jesuitas, también hay que citar a los capuchinos, la segunda Orden combativa de la época. Los capuchinos comenzaron siendo un grupo de franciscanos observantes reformistas de la Marca de Ancona, preocupados de observar en todo su rigor la antigua regla de san Francisco, para lo cual obtuvieron el beneplácito de Clemente VII en diferentes formas a partir de 1525.

 

a) En consonancia con este propósito, la nueva congregación tuvo en sus primeros momentos una acusada tendencia a la vida eremítica o al menos a una vida sumamente retirada, ocupada preferentemente en trabajos de carácter laico (trabajo manual, cuidado de los enfermos, prohibición de cursar estudios; ¡únicamente se celebraba una misa en cada convento!). Una bula de Clemente VII en 1528 erigió esta congregación en comunidad independiente. Muchos partidarios de la reforma procedentes tanto de los círculos observantes como de los conventuales dieron a la orden una configuración múltiple y una gran difusión. Desde principios de la década de los treinta (época de la que procede también la denominación de capuchinos) y finalmente con la elección como vicario general de Bernardino de Asti (1535-1536) y la simultánea reforma de las constituciones, la congregación asumió como tarea complementaria también la predicación y los estudios teológico-científicos. Pero su considerable labor contrarreformista quedó del todo superada por otra labor suya aún más importante, la de la reforma pastoral intraeclesial (misiones populares de todo tipo, atención espiritual a los soldados).

 

b) La lucha por la configuración del ideal de la orden dio lugar a varias crisis, por ejemplo, a la retirada de las cabezas rectoras de los primeros años. La apostasía del ministro general Bernardino Occhino en 1537, que se pasó al protestantismo, supuso para la orden recién fundada un inmediato y directo peligro (limitación de su difusión fuera de Italia, prohibición de predicar [de 1542 a 1545]). Pero después, gracias al enorme atractivo de la vida franciscana primitiva, creció enormemente hasta convertirse en una tropa poderosa. Suprimida por Gregorio XIII la circunscripción a Italia en 1574, la nueva orden se introdujo en Francia, España, Alemania y Holanda. Su progresivo crecimiento duró hasta mediados del siglo XVIII. A diferencia de los jesuitas (que fueron teólogos, confesores de los soberanos y educadores de los hijos de la nobleza), los capuchinos dedicaron todo su trabajo al pueblo.

 

3. En la segunda mitad del siglo XVI aún hubo toda una serie de nuevas órdenes: en 1584 nació la orden de los «Camilos», dedicada al cuidado de los enfermos, fundada por Camilo de Lellis († 1624), discípulo de Felipe Neri. Cuantitativamente, esta orden fue siempre un grupo reducido, pero supo dar su vida heroicamente en los tiempos de peste de los siglos XVI, XVII y XVIII. A los Camilos hay que añadir los «Hermanos menores regulares», fundados por Francisco Caracciolo (cuya regla fue aprobada en 1588), pastor de los pobres y de los presos; los escolapios, fundados en 1597 por José de Calasanz († 1648), que, al igual que las ursulinas, emitían un cuarto voto, el de su dedicación a la educación de la juventud. Junto a éstos hemos de mencionar a los «Padres de la doctrina cristiana», fundados algún tiempo antes (en 1592) por César de Bus († 1607); las «Hermanas de Nuestra Señora», fundadas en 1598 por Pedro Fourrier († 1640) como congregación dedicada a la enseñanza. También se dedicaron expresamente a la educación los «somascos», fundados por san Jerónimo Emiliani († 1537), aunque en un principio se dedicaron preferentemente a los huérfanos, pobres y ancianos. Pueden verse fundaciones similares en el § 86.

 

Figura destacada dentro de este siglo fue también san Francisco de Sales. Este santo conoció todavía en Roma al anciano Felipe Neri. Pero desde el ángulo de la historia de la Iglesia pertenece ya a otro contexto, al «gran siglo» de Francia (§ 96).

 

§ 93. EL BARROCO

 

1. Durante la época de la Reforma, las artes plásticas sufrieron un notable descenso en Alemania. Inmediatamente antes había habido una generación de auténticos genios (Durero, Veit Stoss, Riemenschneider, Grünewald), que aún se nutrían fundamentalmente de la sustancia católica. El único artista plástico que trabajó por completo dentro del ámbito protestante fue Lucas Cranach el Joven. La causa de este retroceso radica indudablemente en la orientación general seguida por las fuerzas espirituales del momento. El arte había sido hasta entonces de carácter predominantemente religioso y los encargos procedían directa o indirectamente de la Iglesia: edificios para el culto, altares, imágenes de los santos, cuadros religiosos, cuya temática se extraía en su mayor parte de las vidas o leyendas de los santos. Todo ello fue dejado de lado y, en algunos casos, hasta reprimido violentamente (el caso de los entusiastas, el calvinismo). Por otra parte, las fuerzas de la nación estaban divididas; faltaba un sustrato cultural unitario.

 

Una figura de renombre es Hans Holbein (1497-1543), quien, sin embargo, tiene escasa importancia para la historia de la Iglesia. Sus retratos —grabados y pinturas— de la colección de Enrique VIII de Inglaterra nos permiten entrar en contacto inmediato —¡y cuán elocuente!— con significativos representantes de la historia de aquella época: Erasmo, Tomás Moro, el propio Enrique VIII (y sus esposas). Pero la parte más importante de su obra, aun teniendo en cuenta sus madonnas y otros temas religiosos, no acusa un carácter netamente religioso (compárese, por ejemplo, su «Cristo en la sepultura» de Basilea con el «Cristo muerto» de Grünewald de la Predella de Aschaffenburg). El arte de Holbein es un arte secularizado.

 

2. Pero se mantuvo floreciente un sector del arte, que Lutero comprendió y cultivó, la música. El nivel artístico de las composiciones fue al principio bastante modesto. Pero por su contenido religioso y su poder de formar comunidad fueron de extraordinario valor y de gran importancia histórica, por ejemplo, las conmovedoras corales luteranas. Después de la Guerra de los Treinta Años, el nivel musical ascendió ostensiblemente dentro del protestantismo, y tras Heinrich Schütz († 1672), alcanzó las más altas cotas de la producción musical universal con Georg Friedrich Hándel (1685-1759) y Juan Sebastián Bach (1685-1750). En ambos autores, la religiosidad artísticamente expresada e incluso proclamada en sentido propio juega un papel muy importante, y en el caso de Bach, sobresaliente. La música vocal e instrumental de Bach, directamente creada en su mayoría para el culto protestante, demuestra una formidable capacidad de objetivar la fe; se nutre todavía del elemento cristiano común (La Pasión según san Mateo, pese a los textos pietistas; la Misa en si menor, con texto latino, incluyendo naturalmente el credo entero; la gigantesca obra de las cantatas).

 

En Italia, durante el siglo XVI, el campo musical estuvo dominado por Giovanni Palestrina (1525-1594) y su espíritu, con su famosa música religiosa a capella, que aún hoy sigue siendo universalmente admirada.

 

3. Cada época está impulsada por un gran sentimiento vital más o menos unitario, por eso configura en cada caso una expresión artística peculiar. Así el barroco, y especialmente su arquitectura (que con su genial conjunción de plástica y pintura constituye una «obra de arte total»), nos proporciona aún hoy el más estrecho contacto con la conciencia colectiva más profunda que caracterizó el último tercio del siglo XVI y, más que nada, todo el siglo XVII. Ya hemos visto suficientemente que la época no fue una época puramente religiosa. Pero la tuerza más decisiva de aquel tiempo fue la creciente conciencia católica, que, partiendo de España e Italia, fue extendiéndose poco a poco, pero «resistiblemente, en la segunda mitad del siglo XVI.

 

a) Esta conciencia católica creciente halló su expresión completa en el barroco, sobre todo en el barroco eclesiástico. Desde este punto de vista es correcta la definición del barroco como arte de la Contrareforma[10].

 

El barroco se sitúa entre el Renacimiento y el clasicismo. Se remonta a los primeros decenios del siglo XVI. En efecto, ya en 1523 se construyó en Florencia, según planos de Miguel Angel, la Biblioteca Laurenziana, cuya escalinata sirvió de prototipo de toda escultura barroca.

 

Desde la perspectiva de la historia de las formas, la arquitectura barroca es la continuación del estilo renacentista, pero con dos particu­laridades: a) retorno a la tensión interior de la estructura gótica[11], y b) amplísima libertad en todos los aspectos. El barroco no gusta de líneas sobrias; prefiere abrir el mayor número posible de luces. Apenas conoce la fuerza contenida; al contrario, tiende a acentuarla todo lo posible. Al barroco le va lo grandioso. Le gusta la máxima visibilidad e incluso la plena luz. Su esencia es la expansión, el sentimiento exaltado y conquistador de la vida. Es el talante propio de aquel siglo de descubrimientos universales y de colonizaciones (los temas de ultramar aparecen frecuentísimamente no sólo en los frescos, sino incluso en los altares, por ejemplo, el de Frauenburg). En el campo religioso, el barroco manifiesta igualmente tendencias de renovación y de reconquista. Como su época, el barroco es un arte que se caracteriza por un gran desasosiego, por un activismo confuso. Pero al mismo tiempo (¡he aquí la síntesis!) en muchas de sus creaciones escultóricas y pictóricas alienta un fervor místico casi perceptible por los sentidos. En España, este fuego fue verdaderamente inagotable, manifestándose incluso en creaciones sobrecargadas, mediocres desde el punto de vista formal (fachadas de iglesias, capillas interiores de las catedrales); creaciones análogas en otros países, por ejemplo, en Italia, parecen más bien vacías.

 

Es cierto que, en conjunto, el fervor místico del barroco no siempre es auténtico y que bajo su estilo ampuloso subyace fácilmente un sentimiento vacío (esto ocurre especialmente en Italia, no tanto en el sur de Alemania, raramente en Francia y rarísimamente en las riberas del Danubio y en el peculiar fervor del barroco español). El barroco, en cuanto a la decoración y pintura de interiores y la utilización de materiales no auténticos, se halla muy cerca del drama teatral, más aún, de la ópera.

 

Concretamente: en muchas ocasiones el arte barroco nos fuerza a poner en cuestión su seriedad religiosa. Ninguna proclamación cristiana puede renunciar a ser a la vez theologia crucis. Ciertamente, no hay que olvidar, más aún, no es legítimo olvidar que la cruz es signo de victoria y, por tanto, de alegría. Pero desde el punto de vista cristiano es legítimo preguntarse si la proclamación artística de lo que podría llamarse la estimulación intencionada de la sensualidad puede tener tal primacía, que la autoexaltación de la theologia gloriae lo impregne todo y, con ello, se anuncie más bien un arrobamiento humano que una auténtica transfiguración. Ante muchas representaciones de santas mujeres, de cuerpos maravillosamente formados, que con ademán elegante y gracioso sujetan coquetonamente el cordón dorado de las disciplinas, surgen al punto grandes dudas sobre su seriedad ascética. Las mismas preguntas inquietantes provoca la conjunción de desnudez o semidesnudez corporal y mística (en muchos grabados, en monumentos funerarios). En un pintor tan sobresaliente como Pedro Pablo Rubens, la mística, la plena mundanidad sensible y la jocunda alegría de vivir se entremezclan en una grandiosa síntesis, que nada quita a la mística, pero traslada el acento principal de toda la obra al elemento carnal y sensible y, como reflejo de la conciencia global de la época, da una impresión nada tranquilizadora. En algunas figuras de santos, esta mezcla casi morbosa de sensualidad y mística aparece de forma crasa (un ejemplo es la Mater Dei de la catedral de Münster)[12].

 

b) De todas formas, con sólo estos interrogantes y dudas no se alcanza la profundidad y la altura de este arte asombroso, que no parece conocer ni reconocer límites de ninguna clase. Para que la crítica sea completa y concluyente, no hay que olvidar el aspecto positivo del arte barroco: la rica conciencia creyente, que confiesa su fe en adoración y alabanza. Tampoco debe olvidarse que el barroco expresó la serenidad de lo eterno en la interminable melodía de un «canto de alabanza de la tierra y del cielo» (Albrecht Goes) y que lo hizo de una forma extraordinariamente sugerente y atractiva.

 

El barroco fue asimismo expresión (y exigencia) de la por entonces también floreciente vida de oración entre los católicos, tanto en la liturgia como en la piedad privada. Esto repercutió en la construcción de iglesias, como se advierte en la amplitud del espacio y en la creación de interiores espléndidamente iluminados, en los cuales podían reunirse grandes masas populares y numerosos grupos de estudiantes, y en la llamativa decoración. Estamos todavía ante un arte rico y aristocrático[13].

 

Por otra parte, también es preciso tener en cuenta que el barroco, sobre todo en los países meridionales de habla alemana, llegó a fundirse de una manera extraordinariamente fecunda con la piedad popular de las diversas regiones (la ornamentación de las iglesias parroquiales, las procesiones religiosas y los emblemas empleados en ellas). Una importante función religiosa y pastoral desempeñó también el teatro de los jesuitas, y otro tanto los oratorios que los mismos jesuitas habilitaron, con una profusa decoración barroca, para sus congregaciones masculinas.

 

c) La diversificación del barroco no respondió sólo a los distintos países, sino también a los distintos estratos sociales. Así, por ejemplo, el barroco recargado y cortesano de Austria tuvo también su expresión característica en la figura de Abrahán de Santa Clara († 1709), el cual no poseyó verdadera genialidad espiritual ni teológica, pero dentro de su estilo resultó como hecho a medida para la época que siguió a la Guerra de los Treinta Años. Al barroco renano, de carácter más popular y burgués, correspondió la obra del capuchino Martín de Cochem († 1712), de gran talento natural, que tuvo una influencia extraordinariamente grande, aún hoy sorprendente.

 

Aparte de esta autoconciencia católica, en muchos espíritus de esta época se dio otro rasgo importante: el talante irenista frente a los protestantes evangélicos. En el conjunto de los setenta escritos de Martín de Cochem, por ejemplo, no se encuentra ni una sola palabra dura contra los «señores protestantes». El capuchino tenía una experiencia muy profunda de la ineficacia de toda polémica.

 

4.    La arquitectura barroca creó en Italia, en el punto culminante de su evolución, una contenida síntesis de insuperable serenidad: la cúpula de San Pedro, de Roma, obra de Miguel Ángel (terminada en 1592). Se trata de una obra religiosa. Nada tiene que ver con el empeño prometeico de asaltar el cielo o con la porfía de los titanes. Miguel Ángel ya había superado estos impulsos en sus esclavos (por el anhelo interiorizado de redención) y más aún en su Juicio Universal (de la Capilla Sixtina). La cúpula de San Pedro apunta hacia arriba igual que las mejores creaciones del gótico. Por supuesto, la siempre letificante belleza de su contorno produce una sensación mucho más sensible que la de una catedral gótica o que la de la sobria cúpula de la catedral de Florencia (obra de Brunelleschi). En ella, al mismo tiempo, se expresa una formidable conciencia eclesiástica de poder: la corona del celestial Príncipe de los Apóstoles sobre los cuatro brazos de la cruz de la Iglesia, brazos que por expreso deseo de Bramante y de Miguel Ángel tienen el mismo tamaño y resumen simbólicamente las cuatro zonas de la tierra.

 

5. La significación concreta del barroco para la historia de la Iglesia no puede describirse al detalle en estas páginas por su gran número de artistas y obras geniales. Hemos de conformarnos con unas cuantas indicaciones.

 

Junto al incomparable Miguel Ángel, hay otro de primerísima categoría, enormemente significativo para la historia de la Iglesia y la piedad. Es el holandés Rembrandt Harmensz van Rijn (1609-1669), uno de los dibujantes y pintores más relevantes de todos los tiempos. Rembrandt era protestante. Es imposible resumir en un par de frases la multiplicidad de su obra. Tanto su trayectoria artística como su trayectoria vital, con lógica implacable, sufrieron un proceso de interiorización y de adentramiento en la cruz. El hombre moderno raramente pudo ver representadas ante sí ciertas escenas fundamentales del evangelio con tan fuerte impulso hacia la pobreza interior y con tan veraz e insobornable fe como en la obra de Rembrandt.

 

6. Finalmente, el suelo nutricio del que se alimentaron las concepciones del arte barroco religioso fue el gigantesco arsenal de la literatura ascética de la época. La llamada a la penitencia expresada en esta literatura no se quedó en el papel: el ejercicio de la penitencia como base y el aseguramiento de la autenticidad de la oración mística fueron parte esencial de la piedad de entonces. Es justo reconocer la relación que hubo entre esta piedad y el arte y atribuir a éste una profundidad religiosa superior a la que en un primer momento le solemos asignar (por nuestra tendencia a sospechar de todo lo que nos parece exageración e inautenticidad). La figura de un maestro de tan increíble influencia como el ya mencionado capuchino Martín de Cochem, cuya autenticidad religiosa mereció los máximos elogios de un Joseph Górres, nos permite entrever cuán profundas fueron las fuerzas religiosas de que se alimentó, al menos en parte, la sobrecargada y redundante literatura piadosa del barroco.

 

7. Por lo que atañe a la historia de la Iglesia, aparte del papado (§ 91: Sixto V, creador de la Roma barroca), la más grande constructora de iglesias fue la Compañía de Jesús, la fuerza eclesiástica más poderosa de la Contrarreforma. La no pequeña importancia que en aquel entonces tuvieron las construcciones de iglesias y conventos de otras órdenes no puede ni compararse con las construcciones de los jesuitas. Gracias a ellos, el barroco nacido en Italia se convirtió en la arquitectura eclesiástica típica de la época. Su principal iglesia en Roma, la iglesia del Gesú, es su máximo ejemplo. Pero propiamente no existe un estilo «jesuítico».

 

8. En el siglo XVIII, el elemento específicamente religioso sufrió en el arte, como en los demás terrenos, un retroceso. No obstante, cabe señalar que Alemania, e incluso Europa, no tiene muchas obras que desde el punto de vista artístico puedan compararse a las inspiradas creaciones de Balthasar Neumann (1687-1753) —entre ellas la residencia de Würzburgo con su iglesia, la iglesia de los Catorce Santos, el palacio de Brühl, la abadía de Neresheim— y a las magníficas construcciones de Domingo Zimmermann (1685-1766), por ejemplo, la Wieskirche.

 

Pese a todo, estos edificios maravillosos no hablan el mismo lenguaje religioso del gótico. En los detalladísimos planos de Neumann o de Zimmermann prevalece el enfrentamiento con los problemas formales.

 

9. Más allá aún que el arte barroco llegó la propia cultura barroca, movimiento que abarcó todos los órdenes de la vida. De su extensión y características nos da buena prueba la sorprendente fuerza de irradiación que se desencadenó en el ámbito católico romano hacia el norte, hasta las esferas del protestantismo (en literatura y, cosa extraña, en el campo de la filosofía y de la teología; ¡la ortodoxia luterana!, § 83); irradiación que incluso llegó hasta Kiew, en Rusia (la Escolástica latina)

 

§ 94. LAS MISIONES FUERA DE EUROPA

 

1. En el siglo XV, la labor misionera había cesado casi por completo. Pero el trascendental descubrimiento del «Nuevo Mundo» supuso para la cristiandad occidental la exigencia inmediata de anunciar el evangelio a los pueblos y tribus de los nuevos países. Esta exigencia fue formulada en seguida programáticamente (por Alejandro VI en 1493, con su famoso reparto entre portugueses y españoles de los territorios descubiertos) y realizada prácticamente.

 

Los primeros misioneros fueron los franciscanos y los dominicos. Sin menospreciar su obra, cabe decir que también en este terreno las realizaciones de mayor envergadura y relieve histórico se consiguieron cuando la Iglesia, gracias al choque con las nuevas doctrinas y comunidades de la Reforma, se reestructuró a sí misma y produjo en su seno nuevas formaciones. A pesar de la enorme necesidad interna de la Iglesia occidental y a pesar de la grave amenaza que para su fe y estructura suponía la innovación, la Iglesia no desatendió esta llamada misionera. Una vez más tuvo fuerzas suficientes para tomar la ofensiva espiritual precisamente en el momento de la debilidad y el peligro. La autoconciencia eclesiástica, iniciada ya en la década de los cuarenta e incrementada notablemente en los últimos años del siglo XVI, dio a esta voluntad de conquista un impulso extraordinario.

 

2. La tarea misionera fue asumida principalmente por los jesuitas (y también por los capuchinos). La aprobación de la Compañía por Paulo III (§ 88) tuvo que ver directamente con las necesidades de cristianización de los territorios recién conquistados por los europeos. La primera conquista política de los portugueses, las Filipinas (ocupadas por los españoles en 1521, denominadas así en 1543 en honor del joven rey Felipe II, conquistadas sistemáticamente desde 1569), fueron también el primer territorio de misión. Religiosos de diversas órdenes bautizaron allí, hasta fines del siglo XVI, a un número de indígenas no inferior a los 700.000.

 

a) En 1541 el rey Juan III de Portugal pidió misioneros para la colonia de Goa, en la costa occidental de la India. El jesuita Francisco Javier (1506-1552), noble navarro y una de las grandes figuras de la humanidad, fue el abanderado de las misiones en el este de Asia.

 

Francisco Javier fue uno de los primeros compañeros de Ignacio de Loyola, y en París compartió la habitación con él y con Pedro Faber. También con ellos trabajó en el ministerio pastoral y en el ejercicio de la caridad en París y en el norte de Italia (cuando las complicaciones bélicas impidieron el viaje de los nuevos compañeros a Palestina). Desde 1542 trabajó como legado pontificio primero en Goa (lo que supuso una travesía marítima de unos 20.000 km., para la que necesitó alrededor de cuatrocientos días), después en el sur de la India, más tarde en las Molucas y finalmente dos años en el Japón (donde sólo consiguió 2.000 conversiones). Falleció en 1552, a los diez años de haber comenzado su labor misionera, cuando se disponía a emprender la conversión de China. Francisco Javier murió en soledad casi total en la isla de Sancian, con la única compañía de dos neoconversos.

 

El esfuerzo verdaderamente ingente, incansable a la par que realista, de este gran hombre y gran santo, constantemente probado por las decepciones más tremendas, sólo puede comprenderse por aquel elemental resurgimiento del espíritu religioso y eclesiástico dentro de un ambiente de santidad y suma actividad, que fueron las dos virtudes características de la persona y del sistema del fundador de la Compañía de Jesús. Esta santidad y esta actividad son los únicos motivos que pueden explicar (la explicación meramente racional resulta insuficiente) la eficacia de la predicación de Francisco Javier, que apenas sabía idiomas. Lo mismo en el norte de Italia que en el Lejano Oriente se sirvió de los rudimentarios conocimientos que poseía de algunas lenguas, consiguiendo llenar a sus intérpretes de su propio espíritu. No se puede sino pensar en el misterioso fuego que el Señor vino a traer del cielo. Este fuego fue el que inflamó a Francisco Javier.

 

A pesar de todo, el éxito —o, mejor dicho, la permanencia del éxito— hubo de tropezar necesariamente con un gran inconveniente, el provocado por la enorme extensión de los territorios evangelizados y el poco tiempo que un solo hombre podía emplear en la misión propiamente dicha. No se podía siquiera pensar en crear una mínima organización eclesiástica. San Francisco Javier tuvo conciencia de esta deficiencia. Pero también se supo un precursor.

 

En la piedad de Francisco Javier, que él fue capaz de expresar con acertado lenguaje[14], podemos aprender una actitud sumamente prudente a la hora de hacer valoraciones generales: en el ardiente amor de Francisco Javier el moralismo, la idea de la recompensa, el temor y el castigo no sólo se sumergen, sino que son trascendidos conscientemente. Que él recurriese a los poderes seculares para apoyar la obra de la propagación de la fe constituye una contradicción que no puede resolverse a la ligera. La alianza con los poderes seculares no fue perjudicial hasta más tarde, cuando fue realizada por sus epígonos, que ya no poseían el ardoroso e irresistible fervor del maestro.

 

b) En un primer momento, la cristianización de la India occidental se presentó muy prometedora. Incluso se llegó a establecer allí una organización eclesiástica. En 1534, es decir, antes de la llegada de Francisco Javier, ya existía una diócesis en Goa (de cuya extensión se tenían ideas imprecisas y fantásticas, pues se incluían todos los territorios existentes desde el Cabo de Buena Esperanza hasta el Japón) y desde 1541 un seminario para el clero indígena. Pero el impulso decisivo tuvo lugar únicamente tras la llegada de los jesuitas.

 

c) También en el Japón los sucesores de Francisco Javier obtuvieron un éxito grande. Entre los neoconversos los había pertenecientes a la aristocracia. En 1579 se contaban unos 150.000 cristianos, poco después unos 200.000 neófitos y 300 iglesias. En 1585 visitó a Gregorio XIII una delegación presidida por dos príncipes japoneses. Pero poco después (en 1587, y después nuevamente en 1597 y 1612), la influencia del ejército y de los bonzos del país desencadenaron persecuciones contra los cristianos, en las que hubo crueles martirios (crucifixiones) y fueron destruidas las iglesias. Todo ello afectó gravemente a la evangelización del Japón. No hay que olvidar, por otra parte, que también contribuyó a la catástrofe la rivalidad entre las diversas confesiones cristianas y la torpeza de las congregaciones católicas, concretamente su hostilidad hacia los comerciantes holandeses, que eran los dueños del comercio.

 

A pesar de la represión, el número de conversos volvió a crecer en seguida. Un escrito de 1625 habla de 600.000 cristianos. Pero en 1637, tras un levantamiento de los cristianos perseguidos, fue definitivamente prohibida la doctrina, como proveniente de Occidente. Al mismo tiempo se prohibió terminantemente la entrada de todos los europeos en suelo japonés (se hizo una excepción con algunos comerciantes, pero con la condición de que antes hicieran burla pública del crucifijo y de las imágenes de la Virgen). A pesar de todo esto, cuando en el siglo XIX los misioneros volvieron al Japón, encontraron todavía cristianos viejos; en el seno de sus familias se había seguido transmitiendo el cristianismo.

 

3. La labor misionera más importante fue la desplegada en la América Central y Meridional por españoles y portugueses. En estos territorios la propagación del cristianismo y la organización en diócesis avanzó rápidamente. Fue una obra gigantesca de alcance universal, una obra de conquista espiritual, de cuya fecundidad nos da buena muestra el número de conventos existentes en Sudamérica hacia el 1610: ¡cerca de 400! Desde 1549 trabajaron en Centroamérica los dominicos. En Brasil lo hicieron los jesuitas y en Perú igualmente los dominicos. En Nueva Granada (Colombia), san Luis Beltrán, dominico, convirtió a 150.000 indios (1562-1569) y el jesuita Sandoval a 30.000 negros. La Guayana fue misionada por los capuchinos y los jesuitas; la conquista del país por los protestantes holandeses detuvo el avance de la misión católica.

 

Canadá, Florida y California fueron cristianizadas a lo largo del siglo XVII por misioneros franceses. En el Canadá las empresas bélicas de los ingleses causaron perjuicio a la misión comenzada en 1611, pues los ingleses lograron intencionadamente implicar a los indios en su guerra con los franceses. Tras la toma de posesión de los franceses, a mediados del siglo XVII comenzó la cristianización regular de los territorios, que exigió el martirio de muchos misioneros jesuitas. En 1674 fue erigida la diócesis autónoma de Quebec. El catolicismo se fue consolidando en Canadá incluso tras la conquista de la colonia por los ingleses (en 1774 se decretó para el Canadá la libertad de religión, es decir, cincuenta y cinco años antes del decreto de emancipación de los católicos en Inglaterra). En California, el apasionado impulso de independencia imposibilitó durante largo tiempo la misión de sus habitantes, que dio comienzo en 1697 por obra de los jesuitas.

 

4. La gigantesca obra de las misiones americanas lleva sobre sí, desgraciadamente, un grave lastre: el brutal egoísmo de los conquistadores, que redujeron a los indígenas a la condición de esclavos y, aparte de la explotación sin escrúpulos, les acarrearon enfermedades y otras calamidades espirituales. La Bula de Paulo III de 1537 arroja una tristísima luz sobre las ideas de estos explotadores cristianos: junto con la prohibición de la esclavitud, suficientemente explícita en la bula, aparece también la doctrina de que tanto los indios como los blancos poseen un alma inmortal y son capaces de recibir la doctrina cristiana y los sacramentos. Cuán poco éxito obtuvo tal exhortación frente a la anticristiana codicia de los conquistadores nos lo demuestra la lucha mantenida durante casi cincuenta años por el dominico Bartolomé de las Casas († 1566). Y otra prueba, esta vez referida a los negros, es la que nos ofrece más tarde el santo jesuita Pedro Claver (1616-1654) en Cartagena de Indias.

 

5. Gran importancia tuvo la realización de la idea del general de los jesuitas Acquaviva († 1615), aprobada por España, de concentrar a los indígenas de las misiones jesuíticas del Paraguay en reducciones. Estaban integradas por unos 150.000 colonos, que bajo la dirección de los jesuitas llevaban una vida estrictamente reglamentada de trabajo y descanso. Prestaban acatamiento a las autoridades españolas exclusivamente por medio de tributos, pero en las demás cosas gozaban de libertad. La retribución del trabajo iba a parar a una caja común. La religión marcaba el ritmo de la vida diaria, lo cual permitió llevar a cabo una labor misionera muy profunda y una promoción cultural muy estimable. La federación impedía la explotación. Las reducciones se mantuvieron desde 1631 hasta 1767. A pesar de las innegables deficiencias (por ejemplo, las ventajas financieras que de las reducciones obtuvo la Compañía), el formidable experimento merece en conjunto una valoración positiva. La miopía humana, que permitió su decadencia o provocó positivamente su supresión, ocasionó, como tantas veces en la historia, un grave perjuicio para la propia Iglesia (unido a la lucha contra la Compañía, § 104, II).

 

6. Ya las primeras misiones de Oriente entre pueblos de antiquísima cultura, como las de América entre pueblos primitivos (incluidos también los incas), tropezaron con profundas dificultades internas. Hasta hoy la misión no ha dejado de luchar con ellas.

 

a) La cultura cristiana fue llevada a los paganos de la mano de los conquistadores europeos. Con frecuencia el cristianismo les fue impuesto por la fuerza. La falta de sinceridad interna de la misión llegó a ser insoportable, pues los nativos se tornaban más inaccesibles y las deficiencias de su conversión se hacían mayores, en cuanto los conquis­tadores «cristianos» se volvían a un tiempo sus explotadores, opresores y exterminadores y, además, llevaban una vida inmoral. En su obra colonizadora fuera de Europa, la cultura cristiana ha cometido múltiples faltas (§ 119).

 

b) Para ganarse a los atenienses, san Pablo se había acomodado a su mentalidad y lenguaje. De la misma manera, Gregorio I y los misioneros de la primera Edad Media también se habían acomodado en lo posible a la mentalidad germánica. Pero en la alta y baja Edad Media, en todo el Occidente, con harta frecuencia se había confundido la forma histórica de la predicación con el contenido inmutable de la misma. Durante toda la Edad Media fueron raras las figuras como Raimundo Lulio, resueltamente dispuesto al acercamiento espiritual (§ 72).

 

Ahora, a principios de la Edad Moderna, el cristianismo tenía tras de sí un largo camino en el que había ido logrando una complicada elaboración de su doctrina y constitución. Su conciencia y su carácter estaban impregnados por completo de la cultura y el espíritu de Occidente. Este cristianismo occidental chocó con los hombres del Lejano Oriente, de muy distinta índole espiritual y religiosa, que por su antiquísima cultura y religión poseían desde tiempos inmemoriales una elevada sabiduría. En el intento de llevar la verdad cristiana a estas culturas tan alejadas, los misioneros, y en primer lugar los jesuitas, puede decirse que ensayaron todas las posibilidades de acercamiento, amoldándose hasta el máximo a su manera de pensar, expresar y vivir.

 

Pero a pesar de las innumerables vidas humanas dedicadas generosamente al servicio de la misión, llegando incluso hasta el martirio (todo ello a lo largo de cuatro siglos), y a pesar de algunos éxitos brillantes, aún sigue hoy en pie, pendiente de solución, la gigantesca tarea entonces apuntada: en ella se encierra el problema fundamental del futuro, tanto para la Iglesia como para el mundo (el problema Oriente y Occidente). En el Lejano Oriente el cristianismo consiguió echar algunas raíces. Pero, vistas las cosas en conjunto, la semilla de la palabra divina no llegó a arraigar en la nueva tierra tan profundamente que fuera capaz de desplegar todas sus posibilidades creadoras en el auténtico sentido de la palabra, siguiendo las leyes del desarrollo espiritual (§ 5).

 

Se trata de un problema fundamental en la historia de la Iglesia: el problema de la moderada acomodación.

 

c) Los jesuitas intentaron resolver este problema especialmente en la India y la China.

 

El jesuita Mateo Ricci (1552-1610) fue el gran pionero, el primero que adoptó una actitud abierta y tolerante hacia los chinos conversos. Es importante tener en cuenta que el padre Ricci hizo sus estudios pri­meramente en Goa y desde 1601 permanentemente en Pekín. Con el fin de poder actuar con eficacia, y considerando del mismo rango la ciencia china y la ciencia europea, intentó científicamente conseguir el mayor acercamiento y la mayor acomodación posible en lo humano y en lo religioso al mundo chino. Su horizonte religioso era extraordinariamente amplio. Ricci comprendió que el culto de los chinos a los antepasados, e incluso las ofrendas a Confucio, podían separarse perfectamente de su significación politeísta originaria y orientarse al culto del Dios único y verdadero. E intentó también demostrarlo, adoptando las denominaciones chinas de la divinidad para designar al Dios cristiano.

 

Tras la muerte de Ricci, su herencia quedó al principio a salvo y aun se mantuvo firme en contra de las directrices de la Compañía. En el año 1606, el general de la Compañía ya había prohibido la ordenación sacerdotal de los chinos. Esta determinación se remitía a informes y experiencias negativas que antes se habían hecho en el Japón. Pero a su vez se oponía diametralmente a las recomendaciones de los primeros misioneros jesuitas, quienes ya en 1580 se habían pronunciado decididamente a favor de la formación de un clero nativo. Es cierto, en efecto, que las experiencias realizadas en el Japón con algunos sacerdotes nativos habían sido negativas, por causa sobre todo de la deficiente selección y formación de los candidatos y también por las dificultades que entrañaba el celibato.

 

Pero en 1613 el sucesor de Ricci en China intercedió ante la Santa Sede en favor de esta cuestión. En primer lugar, los sacerdotes en China debían mantener cubierta la cabeza durante la santa misa (pues precisamente lo contrario se consideraba en China como falta de respeto). En segundo lugar, debía permitirse la ordenación de sacerdotes chinos, disponiendo que pudieran recitar la misa y el breviario en lengua china («chino literario»). Esta ofensiva tuvo enorme éxito. Por intercesión de Belarmino, sobre todo, y gracias al apoyo del mismo papa Paulo V, fue levantada la prohibición del general de la Compañía sobre la ordenación sacerdotal de los chinos. Al mismo tiempo (1615) se autorizó a los sacerdotes chinos a decir misa y a rezar el breviario en su propia lengua[15].

 

d) Por desgracia, el privilegio concedido no pudo llevarse a la práctica. Cuando de él se tuvo noticia en China se había levantado ya una persecución contra los cristianos. Además, hubo que esperar todavía sesenta años a que concluyera la necesaria traducción de los textos sagrados al chino.

 

Entre tanto, la disposición de las fuerzas misioneras se había modi­ficado desfavorablemente por la rivalidad existente entre dominicos, franciscanos, lazaristas y sacerdotes del seminario de misiones de París. En las discusiones siguientes, la acomodación de los jesuitas fue objeto de frecuentes condenas. Hacia finales del siglo, en 1671, los jesuitas de China pretendieron obtener la renovación del privilegio. Pero recibieron una contestación negativa nada menos que cinco veces (la última en 1726). La desautorización definitiva fue obra de Benedicto XIV en 1742.

 

e) También entonces fueron definitivamente prohibidos los «ritos malabares». Este intento de acomodación tuvo su centro en la misión de Madaura (al sudsudoeste de la India). La difusión del cristianismo en la India sufrió gravemente bajo la acusación de ser una «religión de los parias». Por eso los brahmanes no quisieron saber nada de ella. El jesuita italiano Roberto de Nobili (1577-1656) se introdujo en el mundo de las castas, adoptando su traje y modo de vida, e intentó suprimir en la predicación cristiana todo lo que en cuanto a culto y terminología pudiera resultar chocante para las clases superiores de los brahmanes.

 

De Nobili tuvo un talento extraordinario para los idiomas. Aprendió toda una serie de lenguas habladas en la India y en ellas compuso gran cantidad de obras de religión y teología destinadas a la instrucción de los conversos.

 

Los reparos de otros jesuitas y de los capuchinos contra los métodos de De Nobili, manifestados primero ante el arzobispo de Goa y después en Roma, fueron zanjados en 1623 con una Bula, que daba la razón a De Nobili (cf. también la decisión de Alejandro VII: § 95).

 

Más tarde intentó De Nobili lograr también el acceso a los parias utilizando métodos parecidos. Incluso hizo la propuesta de instituir misioneros propios para los parias y para los brahmanes.

 

A comienzos del siglo XVIII la oposición a los «ritos malabares» fue haciéndose cada vez más fuerte en los círculos misioneros y políticos. En 1704 Roma desautorizó dieciséis de aquellos ritos. A pesar de la enérgica defensa literaria de los jesuitas, Benedicto XIV los desautorizó definitivamente en la ya mencionada condena de 1742. Esta decisión fue un paso funesto. Los misioneros cayeron en una situación de confusión interna y, coincidiendo con la decadencia de la soberanía colonial portuguesa (católica), los protestantes holandeses e ingleses penetraron en territorios que habían pertenecido hasta entonces a las misiones católicas. La disolución de la Compañía consumó la liquidación total. Resultado: un catastrófico retroceso de las misiones a lo largo del siglo XVIII.

 

f) Otro obstáculo de primer orden para el arraigo de la buena nueva —hay que insistir en ello una y otra vez— fue el deficiente comportamiento religioso y moral de los europeos inmigrantes y residentes en ultramar. Los cristianos europeos fueron muchas veces el enemigo más peligroso del mensaje de Cristo. Ya Francisco Javier tuvo que intentar el retorno a la vida cristiana de los europeos residentes en la India antes de pasar a misionar directamente entre los paganos. Sólo después se podía lograr que los indígenas bautizados, pero internamente alejados todavía del cristianismo, llegaran a ser auténticos cristianos.

 

7. A pesar de todas estas dificultades y retrocesos, nunca cesaron de partir nuevos misioneros, deseosos de profundizar la cristianización y convertir nuevos territorios.

 

Ya en el siglo XVII se creó un organismo central para las misiones. La fundación de la Congregación pontificia para la Propagación de la Fe, por la obra de Gregorio XV (1622), tuvo gran importancia (competencia de esta Congregación eran también los territorios europeos que habían caído en el protestantismo)[16].

 

Tal organización nos permite constatar la conciencia que la Iglesia tiene del alcance universal de sus deberes misioneros. Esta conciencia no se nutre de los éxitos, sino del mandato divino; él es el que asegura a la Iglesia el triunfo final, aunque sólo en la parusía. Hasta entonces el mandato misionero debe ser cumplido sencillamente como un servicio. Y hasta entonces la tarea misionera debe someterse, como es lógico, a la ley cristiana fundamental a que tantas veces nos remite la historia de la Iglesia: es necesario que el grano de trigo muera (Jn 12,24). El proceso efectivo y concreto de la historia de las misiones nos demuestra que, en resumidas cuentas, la labor fundamental de la predicación en Ultramar siempre ha estado dirigida por este espíritu de obediencia a la fe.

 

Hemos visto que el movimiento misionero de América, como también poco después el de Extremo Oriente, acusan graves deficiencias. En el Oriente —esto es, entre culturas antiquísimas— la misión produjo pocos frutos duraderos. En América, el cristianismo, impuesto muchas veces por la fuerza, no pasó de ser a veces un fino barniz de cobertura del antiguo paganismo. A pesar de todo ello, el trabajo realizado y las metas conseguidas brindan material suficiente para entonar un himno de alabanza a la fe cristiana y a la fuerza creadora de la Iglesia. En la historia de las misiones puede muy bien estudiarse la plenitud vital del evangelio y su fuerza renovadora. (La muy distinta situación de las misiones en el siglo XIX y XX será objeto de nuestro estudio en el § 119).

 


[1] Como en otro tiempo y de otra manera san Bernardo de Claraval, § 50, IV.

[2] La regla más antigua (1156), de carácter muy riguroso, había estado vigente en una comunidad de ermitaños varones del Monte Carmelo (cf. § 57, II).

[3] El día siguiente, con la introducción del calendario gregoriano, se computo como 15 de octubre. Por eso su fiesta se celebra ese día.

[4] En claro contraste con esta actitud estuvo la reacción de Savonarola (§ 77), pero sólo con reservas puede considerarse como antagónica de la de la Santa de Avila.

[5] Pero la mortificación, en el sentido de dureza con el cuerpo, nunca fue el motivo principal.

[6] Obras: el libro de la Misericordia del Señor (su Vida); el libro de las Fundaciones, el Camino de perfección, el Castillo interior, canciones espirituales (por ejemplo, la famosa poesía, influida por Gál 2,20: «Vivo sin vivir en mí, / Y tan alta vida espero, / que muero porque no muero»), cartas, etc.

[7] Cf. a este respecto las palabras de san Bernardo, tomo I, p. 411.

[8] «¡Apártate de mí, Señor, apártate de mí! Detente, o me muero».

[9] Por eso san Felipe Neri fue siempre promotor de la celebración regular de la misa y de una comunión más frecuente.

[10] El barroco superior (posterior e inspirado en Miguel Angel) se extendió también por Alemania, donde desde mediados del siglo XVII impulsó creaciones muy valiosas: Melk, Einsiedeln, Weingarten, San Gall, Birnau, Banz, Vierzehnheiligen, Zwiefalten, Neresheim, Ottobeuren, Wies. En pintura hay que mencionar especialmente a España 1y Flandes, con las figuras del Greco y Rubens, respectivamente.

[11] Por ejemplo, el barroco puro de la Iglesia monástica de Ettal está realizado sobre planta gótica y manteniendo los contrafuertes antiguos.

[12] Podríamos remitirnos aquí a las frecuentes invectivas de Savonarola: no pintáis la purísima Virgen, sino prostitutas.

[13] Una buena muestra del estilo de vida que en el barroco se refleja la tenemos en las magnas sacristías y bibliotecas y en las fastuosas salas de las grandes iglesias y abadías, como, por ejemplo, las soberbias construcciones a lo largo de todo el Danubio, desde St. Florian en Linz, pasando por Kremsmünster, Melk, Gbttweig y St. Polen, hasta llegar a Klosterneuburg, cerca de Viena.

[14] Cf. su oración favorita: «En ese amor enciendo yo mi amor», quizá no original de Javier, pero de todas formas traducida por él del español al latín.

[15] En contra de las afirmaciones de numerosos historiadores, parece ser que el Breve en cuestión fue efectivamente redactado y enviado a China (George H. Dunne).

[16] Con la fundación de un Seminario de Misiones en Roma bajo el pontificado de Urbano VIII en 1627 y la ya mencionada del Seminario de Misiones de París en 1663, debía quedar asegurado el necesario fomento de vocaciones y una cierta unidad metódica en la labor misionera.