Periodo tercero

 

EL SIGLO DE LA IGLESIA GALICANA. APOGEO Y DECADENCIA

 

§ 95. VISIÓN GENERAL

 

I. EL PAPADO

1. Para una historia de la Iglesia atenta a los planteamientos teológicos es de suma importancia tener presente el marco político y político-eclesiástico del siglo XVII. Entre las fuerzas efectivas en este ámbito y el «siglo de los santos» (de Francia) hubo indudablemente importantes relaciones positivas. Pero aún más importantes fueron los obstáculos y tensiones. Estos tuvieron su origen, en buena parte, en la misma Francia; pero también, por otra parte, en el complicado y contradictorio entramado político creado a propósito de la Guerra de los Treinta Años y de la Guerra de Sucesión de España (1701-1714). El conocimiento de este marco y trasfondo político real es absolutamente necesario para determinar tanto el valor como los límites de ese renacimiento de santidad.

 

2. Muchos de los pontificados que siguieron a la muerte de Sixto V (1590) estuvieron condicionados desde el punto de vista político-eclesiástico por el antagonismo España-Francia. Este antagonismo repercutió especialmente en la influencia ejercida en la provisión del colegio cardenalicio y, consiguientemente, en el desarrollo de los cónclaves. El problema de las iglesias nacionales de Francia y España se convirtió en el más grave dentro de la Iglesia.

 

3. Al fin de la enorme y esforzada batalla contrarreformista, es decir, aproximadamente a mediados del siglo XVII, se echó de ver un cierto relajamiento de las energías de la curia. Cronológicamente, este hecho coincidió con el impetuoso florecimiento de la cultura barroca al norte de los Alpes, una vez terminada la Guerra de los Treinta Años. A finales del siglo XVI (Clemente VIII, 1592-1605) volvió a imponerse el nepotismo (aunque las más de las veces no por motivos políticos); y no pudo ser eliminado de manera definitiva y expresa hasta finales del siglo XVII (Inocencio XII, 1691-1700). En el siglo siguiente, la autoridad y el prestigio del papado volvieron a declinar, llegando a alcanzar su punto más bajo.

 

4. Al comienzo de esta época tuvo lugar (en 1590) la famosa falsificación de las llamadas «profecías de san Malaquías». Se trata de 111 lemas que habrán de caracterizar a los papas desde mediados del siglo XII hasta el fin del mundo[1]. Las indicaciones son tan generales, que en ellas siempre se puede encontrar algo que guarde relación con la realidad, aunque lógicamente no concuerde plenamente con ella.

 

5. La doctrina de los reformadores y la consiguiente polémica en torno a ella había dado pie para que los problemas de la relación entre la gracia y el libre albedrío calasen en la conciencia de Occidente, pasando a ser objeto del interés general, tanto teológico como religioso. Como el Concilio de Trento no había llegado a solventar estas cuestiones ni resolver siquiera su problemática interna, se originaron después multitud de discusiones intraeclesiales, que vinieron a ser la característica esencial de la vida de la Iglesia durante el siglo XVII. Los papas tomaron al respecto decisiones importantes.

 

6. A lo largo de estos decenios podemos advertir una y otra vez cuán profundamente había arraigado la disolución en la Iglesia y cuán lento debía resultar el proceso de recuperación. Reiteradamente, el espíritu fastuoso del Renacimiento, el nepotismo y las implicaciones políticas contrarrestaron aquella ruptura, que habría hecho de la curia un ejemplo de vida religiosa. Incluso el mismo Clemente VIII (Aldobrandini, 1592-1605) fue buena prueba de lo que decimos, dada su deslumbradora actitud cortesana y su excesiva condescendencia con los parientes, por más que en cuanto papa llevase personalmente una vida piadosa y desde el punto de vista político-eclesiástico obtuviese grandes éxitos en pro de la paz de la Iglesia. La hegemonía eclesiástica de España llevó al papa Clemente VIII a inclinarse a favor de Francia. Con el reconocimiento y la absolución (1595) de Enrique IV (§ 83), convertido al catolicismo, asentó las bases de la consolidación interna de Francia, lo que supuso, sin duda, una cierta independencia de la curia respecto de las dos grandes potencias católicas (sobre las cuales influyó después hasta hacerles firmar la paz), pero también la reordenación de la vida religiosa y eclesiástica en Francia (§ 96s). Clemente VIII fue, además, el editor de la Vulgata Sixtina corregida (1592).

 

La polémica dentro del catolicismo sobre el papel de los dones de la gracia en relación con la naturaleza humana llegó entonces a ser tan inquietante para la paz de la Iglesia, que se creó una congregación dedicada expresamente a vigilar su evolución.

 

También bajo el pontificado de Clemente VIII tuvo lugar en Roma, durante siete largos años, el proceso de la Inquisición contra el antiguo dominico Giordano Bruno, que concluyó con su muerte en la hoguera.

 

Giordano Bruno negaba los dogmas fundamentales de la doctrina cristiana (como la encarnación de Dios) y había propagado sus opiniones por toda Europa. Por ello, de acuerdo con las opiniones por desgracia vigentes entonces, no se puede dudar de la validez jurídico-formal de su condenación y ejecución. La significación histórica de este personaje no estriba en su trágico destino personal. La figura de este importante pensador demuestra más bien el grado de disolución espiritual que ya entonces, a fines del siglo XVI, amenazaba a la concepción aristotélico-medieval del mundo bajo la égida del neoplatonismo. Aquellos elementos ambiguos, que en la filosofía renacentista de Pico della Mirandola o Nicolás de Cusa todavía se integraban correctamente en la doctrina cristiana, manifestaron ahora, al ser desarrollados con autonomía, su enorme fuerza explosiva. Bruno desembocó en una concepción panteísta (no sólo «panteizante») del universo, en la que no quedaba sitio para un Dios personal. Al mismo tiempo, su doctrina sobre las posibilidades del conocimiento humano fue de marcado carácter agnóstico.

 

7. Paulo V (Borghese, 1605-1621), canonista como su antecesor, rindió tributo de forma un tanto anacrónica a las pretensiones y delirios de grandeza de los papas medievales. Especial importancia tuvo su conflicto con la Iglesia nacional de Venecia (cuyo consejero era el polifacético servita —aunque apenas católico— Paolo Sarpi). A raíz de este conflicto se promulgó la última (e ineficaz) declaración de entredicho sobre todo un país. Paulo V pecó también de acusado nepotismo. Por su reconocimiento de los capuchinos como orden independiente, Paulo V contribuyó grandemente al auge de la orden (§ 98).

 

8. Bajo el pontificado de Gregorio XV (Ludovisi, 1621-1623), el nepotismo mostró sus mejores posibilidades. El papa favoreció excesi­vamente a sus sobrinos, incluso en el aspecto material. Pero éstos, como representantes del papa en la función de gobierno, dieron buenas muestras de capacidad.

 

Gregorio XV, llevando a buen término los intentos de Gregorio XIII y Clemente VIII, instituyó la influyente e importantísima Congregatio de Propaganda fidei: de hecho, el papa se constituyó el único obispo ordinario de todas las iglesias de misión. La concentración de todas las fuerzas misioneras bajo una sola dirección abrió enormes posibilidades. Pero, naturalmente, aumentó también el peligro de que la organización central tuviera menos en cuenta las peculiaridades de cada uno de los extensos ámbitos culturales y la autonomía eclesiástica de cada uno de los obispos misioneros.

 

Durante la etapa correspondiente a la Guerra de los Treinta Años, la curia brindó a las potencias católicas (por ejemplo, a Baviera contra el Palatinado) un fuerte apoyo financiero y político. Tras la conquista de Heidelberg, Maximiliano de Baviera envió al Vaticano la Biblioteca Palatina (incluido el manuscrito «Manésico») como señal de recono­cimiento.

 

9. Urbano VIII (Barberini, 1623-1644) prosiguió la organización de la misión entre los paganos. Practicando un desmedido nepotismo, Urbano VIII hizo a su familia todopoderosa en los Estados de la Iglesia (en los que introdujo multitud de equipamientos inútiles). En su calidad de antiguo nuncio en París, este papa sostuvo unos puntos de vista de extraña influencia francesa sobre el carácter de la lucha entre los protestantes (Gustavo Adolfo) y los católicos de Alemania, con la intención de asegurar la independencia de los Estados de la Iglesia frente a los Habsburgo. El fue quien inauguró la lucha de la curia contra el jansenismo (§ 68). En 1633 las tesis de Galileo Galilei fueron declaradas temerarias y formalmente heréticas (hasta 1822 no estuvo expresamente permitido defenderlas). Urbano VIII encargó a Bernini la construcción del baldaquino sobre el altar de la Confesión en la Basílica de San Pedro.

 

10. Inocencio X (Pamfili, 1644-1655) quebrantó, ciertamente, el poder de los Barberini (cf. § 96, I), pero él mismo se vio fuertemente dominado por intereses familiares. Protestó contra las resoluciones de la Paz de Westfalia, que limitaban los derechos de la Iglesia, e intentó mantener una política de equilibrio entre España y Francia. Apoyó a Venecia y Polonia contra los turcos y, en cambio, no apoyó al emperador Fernando III (aunque esta falta de apoyo se explica también por su penuria financiera).

 

11. Alejandro VII (Chigi, 1655-1667). Nepotismo discreto. En 1656 confirmó la condena del jansenismo, declarando que la condena de las cinco proposiciones extraídas del «Augustinus» de Jansenio afectaba su «verdadero» sentido (§ 98). Este papa fue favorable a la acomodación en las misiones (los nativos podían ser ordenados sacerdotes con tal que de alguna manera entendiesen las fórmulas de los sacramentos). Bernini configuró la Plaza de San Pedro.

 

12. Clemente IX (Rospiliosi, 1667-1669). Libre de todo nepotismo. Graves desavenencias a raíz de las pretensiones de Luis XIV de heredar los territorios limítrofes con España. Nueva inteligencia con Francia. Creciente amenaza de los turcos. Intentos de reconciliación en la disputa jansenista.

 

13. Clemente X (Altieri, 1670-1676), elegido papa a los ochenta años. Nefasto incremento del nepotismo. Uno de los parientes fue quien gobernó la Iglesia. Apoyo del rey de Polonia, Sobieski, contra los turcos.

 

14. Inocencio XI (Odescalchi, 1676-1689), papa profundamente piadoso e intachable. Ninguna concesión al nepotismo. Tuvo que resistir el principal embate de la disputa de las regalías (desde 1676) y del galicanismo en lucha contra Luis XIV (§ 102): por parte francesa se interpretaba incorrectamente la regalía, extendiéndola a todas las diócesis y archidiócesis. En 1682 se celebró la «Asamblée générale du clergé de France», que aprobó los cuatro artículos galicanos de Bossuet.

 

Lucha del papa por la libertad de la Iglesia frente a las «libertades de la iglesia galicana». El papa logró la alianza entre el emperador Leopoldo y Juan Sobieski, con lo que hizo posible la salvación de Viena en 1683. Reforma fiscal de los Estados de la Iglesia. Condena de las proposiciones excesivamente laxas de los moralistas de la Compañía de Jesús. Condena de Miguel de Molinos en 1685 (§ 99, 2). Fue beatificado en 1956.

 

15. Alejandro VIII (Ottoboni, 1689-1691). Retorno del nepotismo. Mejora de las relaciones con Francia, pero sin solventar el problema de las regalías.

 

16. Inocencio XII (Pignatelli, 1691-1700). Prohibición expresa (y eficaz) del nepotismo en 1692. Reducción de la venta de cargos en los Estados de la Iglesia. Avenencia en la disputa con Francia. Luis XIV suprimió la obligación de aceptar los cuatro puntos. En el problema de la sucesión de España, el pontífice se decidió finalmente a favor de las pretensiones francesas contra los Habsburgo. Condena del quietismo (S 99).

 

II. EL IMPERIO Y LAS POTENCIAS POLÍTICAS

 

La existencia de un movimiento de Contrarreforma desde mediados del siglo XVI no significó en modo alguno que la Reforma dejara de hacer notables progresos. Aparte del crecimiento de la Reforma en Francia y Polonia, revistió especial importancia el progreso del protestantismo en el sudeste del Imperio (Austria, Bohemia, Silesia). Con esto tuvo relación el desencadenamiento de la Guerra de los Treinta Años, que llegó a convertirse en un gran problema para toda Europa y en una catástrofe para Alemania. En esta conflagración la curia estuvo muy lejos de adoptar una postura inequívocamente favorable a las fuerzas católicas de Alemania.

 

1. El emperador Matías (1612-1619) se esforzó siempre por adoptar un papel mediador en la lucha eclesiástica, pero apoyó la Contrareforma. Su principal consejero fue el cardenal Klesl. En 1618 se sublevaron los estamentos protestantes de Bohemia por supuesta vulneración de una cédula de libertad concedida por el hermano y predecesor de Matías, Rodolfo II, que contenía ventajas para ellos.

 

2. Fernando II (1619-1637), de Estiria, fue odiado por los protestantes por la violenta re-catolización de su país. Y no fue reconocido en Bohemia.

 

a) Los intentos de reprimir violentamente el protestantismo en Austria y Bohemia condujeron a la Guerra de los Treinta Años. Es verdad que esta manera de proceder acusó en algunos aspectos una enorme falta de visión y una actitud nada cristiana (egoísta). Pero también hemos de tener en cuenta que, según el derecho vigente en el imperio, estos intentos fueron del todo correctos y estuvieron motivados por una seria intención religiosa. Pero de todos modos padecieron la tragedia general de la Reforma, que por lógica interna había llegado a convertirse en una revolución política y social en la que las cuestiones de conciencia y de patrimonio andaban inseparablemente mezcladas.

 

b) Desarrollo de los acontecimientos: clausura y posterior demolición de las iglesias protestantes de Bohemia; rebelión de Praga en 1618 y defenestración. Elección del príncipe calvinista del Palatinado, Federico V («Winterkónig»); anexión de los territorios limítrofes de Bohemia. Resultado: la Guerra de los Treinta Años, con sus cuatro períodos.

 

1) Primer período: Guerra de Bohemia y el Palatinado. La situación del emperador se tornó desesperada. Le salvó la ayuda de España, de la Liga católica y de la Sajonia luterana («¡antes papista que calvinista!»). Victoria de Monte Blanco en 1620. Represión del protestantismo de Bohemia (juicios sangrientos en Praga), en los territorios limítrofes y en el Palatinado.

 

2) Segundo período: Los daneses tomaron el mando de los ejércitos protestantes: victorias de Tilly y Wallenstein. La insensatez del Edicto de Restitución (1629)[2] trajo consigo un cambio de situación y el triunfo de los protestantes; también sembró la desconfianza en Suecia y Francia e interrumpió la evolución favorable a los católicos; una de las grandes ocasiones perdidas de sacar provecho empleando la moderación.

 

Por el Edicto de Restitución fueron restituidas por la fuerza, en un año y medio, siete diócesis, dos abadías directamente dependientes del imperio y una gran cantidad de parroquias, iglesias y monasterios.

 

Por otra parte, la ceguera de la liga católica tuvo consecuencias igualmente funestas. También por presiones de Richelieu, la liga obligó al emperador a despedir a Wallenstein y su ejército, precisamente cuando Gustavo Adolfo llegaba a Usedom (véase tercer período). Wallenstein, llamado nuevamente, no consiguió un triunfo definitivo. Batalla no decisiva en Lützen (1632). Victoria del emperador en 1634. Pero en 1635 se firmó la paz separada de Praga: suspensión del Edicto de Restitución.

 

3) Tercer período: Comenzó con la intervención de Gustavo Adolfo en 1630. La guerra se extendió por toda Europa.

 

El acuerdo alcanzado entre el emperador y los príncipes alemanes tras la muerte de Wallenstein supuso la renuncia práctica a la recatolización de Alemania[3]. La muerte de Gustavo Adolfo y el mencionado acuerdo pusieron término a este período de la guerra y a su carácter originariamente religioso.

 

4) Cuarto período: De 1635 a 1648. Este período, el más terrible de los cuatro, tuvo un carácter puramente político, si bien su iniciación se debió también a la tensa relación de las confesiones en el Imperio. Esta vez Francia intervino abiertamente. La guerra acarreó la total devastación del territorio alemán y condujo a la ruina moral, eclesiástica, religiosa y económica del Imperio.

 

3. Por fin, la «Paz de Westfalia», garantizada por Francia y Suecia (para la historia de la Iglesia fueron decisivos los acuerdos de Osnabrück), determinó la vuelta a la situación eclesiástica de 1618, con la excepción del alto Palatinado, que con su dignidad electoral quedó anexionado a Baviera. Para el Palatinado renano se creó una octava jurisdicción. Brandenburgo y Mecklemburgo fueron indemnizados por sus pérdidas ante Suecia con territorios eclesiásticos. Los obispos de Metz, Toul y Verdún quedaron en poder de Francia. La Paz de Augsburgo de 1555 se aplicó también a los calvinistas.

 

Siguió vigente (con algunas reservas) el ius reformationis. En las dietas imperiales los asuntos religiosos debían ser tratados por libre negociación (no por votación) entre el corpus catholicum y el corpus evangelicum.

 

Presupuesto evidente de la Paz de Wesfalia fue la validez exclusiva de la confesión cristiana. En modo alguno se proclamó una tolerancia general, ni eclesiástica ni religiosa.

 

4. En 1683, gran número de príncipes cristianos acudió a salvar a Viena, sitiada por los turcos. En 1684, con la cooperación del papa Inocencio XI, surgió la «Santa Liga» para luchar contra la Media Luna. En 1697 comenzó la liberación de Hungría y de Transilvania por obra del príncipe Eugenio. El avance hacia el Este continuó y los alemanes se asentaron en estos territorios.

 

III. LOS RESTANTES ESTADOS EUROPEOS

 

1. Francia: Luis XIII (1610-1643), sometido primero a la tutela de su madre, María de Médici, y luego a la influencia de su primer ministro, el cardenal Richelieu. Robustecimiento del absolutismo. Guerras victoriosas contra España y contra el Imperio. Fundación de la Academia Francesa. El filósofo católico Descartes (1596-1640), padre de la filosofía «moderna» y precursor de la Ilustración. Luis XIV (1643-1715), primero bajo la tutela de su madre, Ana de Austria; su primer ministro, el cardenal Mazarino. Fue reprimido el último levantamiento de la nobleza contra el poder del rey (La Fronda) y quebrada la resistencia del parlamento. A raíz del casamiento de Luis XIV con María Teresa de España y de la boda de su hermano con Isabel Carlota del Palatínado, Francia reivindicó derechos hereditarios sobre estos territorios, lo que condujo a las múltiples guerras que llenaron todo el reinado del Rey Sol.

 

En el ámbito eclesiástico: 1) Punto culminante del galicanismo (1682; § 100). 2) Supresión del Edicto de Nantes de 1685: Quedó prohibido el ejercicio de la religión reformada; se ordenó la destrucción de las iglesias calvinistas, la clausura de sus escuelas y el bautismo católico de todos los niños. Expulsión de todos los predicadores evangelistas. Prohibida la emigración de laicos; sin embargo, grandes masas de réfugiés huyeron a Alemania, Holanda e Inglaterra. 3) El jansenismo. 4) El quietismo. 5) La mística (§ 99).

 

2. España: Bajo el reinado de Felipe IV (1621-1665) continuó la decadencia política y político-eclesiástica. La falta de sucesión de su hijo, Carlos II el Hechizado (1655-1700) dio píe a que el problema sucesorio de España se convirtiera en el problema político fundamental del incipiente siglo XVIII.

 

3. Inglaterra: A la muerte de Isabel subió al trono Jacobo I (1663-1725), hijo de María Estuardo. Dificultades con los puritanos. Las luchas internas, provocadas por los conflictos religiosos, impidieron a Inglaterra su participación en la Guerra de los Treinta Años.

 

Bajo el remado de Carlos I (1625-1649) se agudizaron las luchas con los puritanos; creciente emigración de éstos hacia las colonias del norte de América. En 1640 tuvo lugar la sublevación de Escocia, donde Carlos pretendía instaurar la alta Iglesia de Inglaterra. Tras una pausa de once años, volvió a convocar el parlamento, con objeto de financiar la guerra contra Escocia. En 1642 comenzó la guerra civil inglesa; el caudillo de los puritanos era Oliverio Cromwell. El rey fue derrotado y huyó a Escocia, donde fue detenido y entregado a Cromwell; acabó decapitado en 1649. Gobierno de Cromwell en calidad de Lord Protector. Ulteriores levantamientos de los católicos irlandeses —Irlanda continuó siendo católica— fueron reprimidos de manera sangrienta. El poderío naval inglés fue consolidándose. Cromwell gobernó con tolerancia creciente respecto a todas las confesiones protestantes. A su muerte, el parlamento determinó la restauración monárquica en la persona de Carlos II (1660-1685). Este monarca, que durante su residencia en Francia se había mostrado favorable a los católicos, intentó al menos reimplantar la validez exclusiva de la alta Iglesia; nueva corriente migratoria hacia las colonias. Su sucesor fue su hermano Jacobo II (1665-1688), católico, que fue reconocido en un primer momento. En 1688 estalló la «revolución gloriosa», gracias a la cual subieron al trono María, protestante, hija de Jacobo, y su esposo, Guillermo III de Orange (1688-1702). Se concedió libertad religiosa a todas las sectas protestantes, pero quedaron excluidos de todos los cargos públicos quienes no reconociesen al rey como cabeza de la Iglesia (esta exclusión no se suprimió hasta 1829).

 

4. Holanda: La Paz de Westfalia reconoció la independencia de los Estados Generales. Muy pronto hubo tolerancia para todas las confesiones protestantes y, con ciertas limitaciones, también para los católicos y los judíos.

 

5. Suecia: Desde 1523 se registraron intentos de formar una Iglesia nacional protestante. Una vez conseguida la independencia nacional bajo el reinado de la casa de Wasa (cf. § 83), llegó a ser gran potencia con Gustavo Adolfo (1611-1632). Durante la minoría de edad de Cristina gobernó como regente el canciller Oxenstjerna (1632-1654). Cristina abdicó en favor de su primo Carlos Gustavo (1654-1660) y se hizo católica. Con Carlos XI (1660-1697) se impuso en Suecia el absolutismo. La Iglesia nacional fue luterana, pero se conserva la constitución episcopal.

 

6. Rusia: En el siglo XVI fueron conquistados los últimos territorios tártaros, Kazán y Astracán, y se inició en ellos el trabajo misionero. Giro hacia el Occidente. La mediación del papa (intervino como negociador el jesuita Antonio Possevino[4], 1611) consiguió que Rusia y Polonia firmaran un tratado de paz durante el reinado de Iván el Terrible (1533-1584). Durante el reinado del zar Fedor (1584-1588, quien propiamente gobernó fue su cuñado y sucesor Boris Godunow) tuvo lugar la erección de un patriarcado propio en Moscú. El caos existente en el trono facilitó el acceso al poder de la dinastía Romanov. Se robustecieron las relaciones con Occidente. El zar Michael (1645-1676) llevó adelante una reforma eclesiástica (división de la Iglesia «Raskol»); en 1686 Moscú se sumó a la «Santa Liga» en lucha contra los turcos. Pedro el Grande (1689-1725) llevó a cabo la unión de Rusia con el Occidente, en parte lesionando violentamente los usos eclesiásticos (para la evolución eclesiástica de Rusia, véase § 122, II).

 

§ 96. LAS IGLESIAS NACIONALES

 

I. EN ESPAÑA Y FRANCIA

 

1. Las Iglesias nacionales anteriores a la Reforma (§ 78) habían contribuido a relajar también los vínculos eclesiásticos que unían a la Europa cristiana, sobre la que los papas podían ejercer un dominio universal, y con ello favorecido la formación de particularismos. Hemos visto cómo después estas mismas Iglesias católicas nacionales o territo­riales intervinieron en toda la lucha de los papas contra la innovación protestante y en fases importantes de la lucha por la implantación de la reforma católica. Por una parte, estas Iglesias fueron imprescindibles para el papado; por otra, coartaron de muchas maneras su libertad de movimientos. Esto se debió también, es cierto, al pernicioso lastre que gravitaba sobre los intereses religiosos y eclesiásticos por causa de las pretensiones e intenciones de los papas, señores de los Estados de la Iglesia. El robustecimiento general del nacionalismo a lo largo del siglo XVI agudizó notablemente los viejos problemas. Desde finales del siglo XVI y durante el siglo XVII, esta confrontación fue creciendo hasta convertirse en una auténtica prueba de fuerza. Los Estados llegaron a intervenir gravemente en la esfera eclesiástica.

 

Al enjuiciar estas intervenciones debemos tener también muy en cuenta el ejemplo tentador de los protestantes con su actitud de negativa a la obediencia. Pero el motivo principal fue aún más profundo. El apetito nacional creció en la misma medida en que la concepción del Estado propendió a la autonomía y sus soberanos aspiraron al absolutismo. Como resultado hubo un incremento importante —enorme en algunas cortes concretas— del poder de decisión de los soberanos sobre todos los ámbitos de la vida y, lógicamente, aumentaron también sus posibilidades (como si fuese la cosa más natural del mundo) de intervenir en la esfera eclesiástica.

 

2. Todo esto se hizo realidad por vez primera en el cesaropapismo de Felipe II, rey de España (1556-1598), que, por su parte, tuvo una profunda fe personal. Pero él fue, por ejemplo, quien añadió una cláusula de reserva a los decretos del Concilio de Trento. En los cónclaves que se celebraron tras la muerte de Sixto V hizo que sus embajadores interpusieran su veto, incluso presentaran unas listas de los únicos cinco o siete cardenales que eran para él aceptables. El ejemplo de Felipe II, que de una u otra forma ya tenía múltiples precedentes en la historia de la Iglesia desde la Antigüedad, en Oriente como en Occidente, fue imitado repetidas veces en épocas posteriores. En España, de todos modos, el interés por la Iglesia como guardiana de la verdad y de la única religión siempre, desde hacía siglos, había sido primordial. Se trataba de una actitud verdaderamente eclesiástico-religiosa, cuya importancia se equiparaba a la del servicio al Estado.

 

3. El caso de Francia fue distinto. Desde finales del siglo XVI (con Enrique IV) el nacionalismo eclesiástico brotó con redoblada fuerza bajo la dominación de los Borbones, con todas las taras y con todas las pretensiones del primer «galicanismo» de los tiempos de Felipe IV y de la era conciliarista. La Iglesia nacional francesa constituyó para la unidad de la Iglesia un peligro mucho más agudo que la Iglesia nacional española, cuyo planteamiento eclesiástico es más correcto. En efecto, la idea del Estado, que en Francia propendía al absolutismo y que de hecho pasó a ser realidad con los cardenales Richelieu (1585-1642) y Mazarino (1602-1661) (¡ambos mucho más franceses que eclesiásticos!) y con Luis XIV (1643-1715), tenía ya una cierta orientación autónoma desde aquellos primeros legistas de Felipe IV. ¡Lo religioso y eclesiástico no tenían el mismo valor que lo estatal, sino que estaban subordinados a los intereses del Estado! Este Estado francés, no obstante su fiel profesión de fe católica, fue para sí mismo la norma de sus propios intereses, incluso en los asuntos eclesiásticos. En esto consiste el galicanismo.

 

4. Armand Jean du Plessis, cardenal Richelieu, católico fiel, sacer­dote, obispo, cardenal y autor de escritos ascéticos, sólo tuvo una meta: una Francia plenamente centralizada en la monarquía. Lo consiguió venciendo la postura descentralizadora de los barones y aniquilando radicalmente el poder político de los hugonotes. Su enorme riqueza la logró a costa de perjudicar directamente los intereses religiosos y eclesiásticos. Pero esto no pasó de ser una cuestión secundaria, en comparación de los problemas internos que su pensamiento y su acción plantearon a la concepción cristiana. Cuando se trataba de la razón de Estado, para Richelieu no existían obstáculos. Apoyó a Gustavo Adolfo, alentó (¿o más bien provocó?) su ataque a Alemania y antes y después ayudó a los protestantes alemanes durante la Guerra de los Treinta Años. Por lo demás, se sintió cardenal más por la gracia del rey que por la gracia del papa.

 

5. En aquella época, junto con los jesuitas, los capuchinos ejercían gran influjo en la política. Muchos nobles franceses ingresaron en esta orden. Uno de ellos, el barón P. Joseph Le Clerc (1577-1638) fue consejero íntimo y colaborador de Richelieu, la «eminencia gris». En la persona del padre Joseph podemos advertir aún con mayor claridad las tensiones internas que, desde el punto de vista eclesiástico y cristiano, caracterizaron la vida y la obra del sacerdote católico Richelieu. El monje Le Clerc fue una personalidad verdaderamente enigmática.

 

Hombre de profunda y seria piedad, enteramente fuera de lo corriente, Le Clerc fue además escritor místico, predicador incansable y renombrado, director de ejercicios de la rigurosa congregación de monjas por él reformada, así como organizador de las misiones capuchinas en el Próximo Oriente, en África y en Canadá. Empleó sus dotes de predicador en ganarse nuevamente a los hugonotes y en promover por toda Europa una cruzada contra el Islam. Que esta piedad fue auténtica se demostró, además, en su rigurosa ascética personal.

 

Pero al mismo tiempo se vio implicado en todas las intrigas de la poco escrupulosa política de Richelieu, fue su colaborador y hasta su inspirador. A él correspondió gran parte de culpa en la destrucción de la fortaleza de La Rochelle y en el exterminio de los hugonotes, sus habitantes (la ciudad quedó convertida en un inmenso cementerio).

 

6. El cardenal Julio Mazarino, nacido en Italia y desde 1643 sucesor de Richelieu en la dirección suprema de la política francesa, probablemente sin haber recibido las órdenes mayores, fue, sin embargo, titular del obispado de Metz y de veintisiete abadías. Para proteger a los parientes de Urbano VIII, a quienes Inocencio X exigía cuentas por malversación de fondos, no tuvo reparo en amenazar al papa con la guerra. La gran animosidad contra él (los 15 tomos de las «mazarinadas») anunció ya la peligrosa explosión revolucionaria que sobrevendría a fines del siglo XVIII.

 

7. Los peligros latentes en el galicanismo del siglo XVII —como puede advertirse— fueron sumamente graves para la vida religiosa y eclesiástica. Basta con ver su conexión con las enormes deficiencias religiosas y morales de amplios círculos de la alta sociedad, que eran precisamente los defensores y colaboradores del galicanismo. El comercio de cortesanas y favoritas vigente en la corte del rey cristianísimo, que iba a misa y comulgaba, era un verdadero escarnio de los mandamientos cristianos y debía a menudo hacer aparecer la profesión de fe eclesiástica como una hipocresía. Fuera de este círculo, la vida eclesiástica y moral en general se caracterizó frecuentemente por su impotencia y fracaso, llegando a alcanzar niveles tremendamente bajos. El fin supremo era el placer. El cumplimiento de las leyes se evitaba siempre que era posible. Se obraba «católicamente», pero la venganza, el odio, los incendios intencionados y los asesinatos más horribles estaban a la orden del día. Un falso concepto del honor había hecho del duelo una forma natural de galantería. Muchos cargos estaban oficialmente a la venta. En todo ello faltaba, pues, y en una peligrosísima medida, esa síntesis católica que exige que profesión de fe y vida vayan estrechamente unidas.

 

Las causas son notorias y ya las conocemos. Al crecer desmesuradamente el derecho de la corona a disponer de las prebendas eclesiásticas, la riqueza de la Iglesia de Francia pasó a ser usufructo de la nobleza, que (con órdenes sagradas o sin ellas) gozaba de notables privilegios. Y a esta nobleza no se oponía sino un clero desprestigiado, inculto y socialmente bajo, un clero integrado por vicarios y sustitutos (cf. los tiempos finales de la Edad Media, § 64, 7). Como factor hondamente determinante de toda esta situación debemos mencionar el trasfondo de galicanismo, que ya de suyo significaba un cierto larvado separatismo eclesial y, por lo mismo, un debilitamiento de la unidad de la Iglesia. Se admitía, naturalmente, el papado, pero la vinculación efectiva con Roma era muy escasa y la veneración hacia la silla de Pedro tenía unos límites claramente marcados y conscientemente mantenidos, que se resumían en la conciencia de la propia superioridad política y político-eclesiástica.

 

Los jesuitas (aunque no todos, naturalmente) fueron los representantes de una eclesialidad más cercana al papa y también, en parte, a la romanidad oficial. Pero precisamente los jesuitas no estuvieron del todo dentro del gran movimiento positivo entonces en marcha.

 

II. FUERZAS CULTURALES Y RELIGIOSAS

 

1. Que estos gravísimos condicionamientos de la vida cristiana y eclesiástica (el galicanismo, el enajenamiento del ser de la Iglesia, las costumbres escandalosamente inmorales y groseramente antisociales) no llegaron a aniquilar la vida de la Iglesia, no fue mérito de los papas. Como en los tiempos de Aviñón, también esta vez las pretensiones de Francia tropezaron con figuras en su mayoría insignificantes en la sede de Pedro.

 

Pero es que esta vez no fueron solamente la corte y su partido, con sus correspondientes círculos sociales, los que dominaron el campo político-eclesiástico. Por delante y por encima de estos círculos político-eclesiásticos y de las mencionadas debilidades religioso-morales también hubo una élite con una vigorosa y floreciente vida religiosa interior. Con muchas y dolorosas limitaciones (cf. más adelante), esta vida interior, siguiendo sus propias leyes cristianas y eclesiásticas, constituyó desde la perspectiva histórico-eclesiástica la fuerza principal. San Francisco de Sales, santa María Magdalena de Chantal, san Vicente de Paúl, Bourdaloue, Fénelon, una serie de místicos de talla y el mismo Pascal no solamente fueron destacadas figuras individuales de este tiempo, sino que expresaron el contenido histórico-eclesiástico fundamental de la época. La santidad, la piedad y la teología de entonces fueron para la vida de la Iglesia y su repercusión en el futuro, a pesar de todo, más importantes que el galicanismo. De todas formas, cuanto más nos acercamos al fin del «gran siglo» y descendemos de la santidad a la religiosidad media, tanto más advertimos el gran lastre del galicanismo.

 

2. Si de lo que se trata es de caracterizar sumariamente, desde el punto de vista de la historia del espíritu, la pluralidad de aspectos religiosos, espirituales y eclesiásticos que aquí aparecen, puede decirse que nos hallamos ante una conjunción de la piedad humanística y eclesiástica[5] con el espíritu francés, del cristianismo con la cultura secular de Francia. Esto vale tanto para los santos de la época como para los predicadores y los grandes creadores de la literatura francesa (Pascal, Corneille, Racine), vinculados al movimiento religioso. ¡Estamos ante un galicanismo religioso! La importancia de esta conjunción de lo eclesiástico y lo cultural, de esta conexión de la forma religiosa católica con una cultura sumamente refinada y desarrollada en lenguaje, literatura y vida de sociedad, fue extraordinariamente grande: ¡lo católico-religioso, incluso en forma de santidad, penetró en las clases más elevadas y selectas de la nación!

 

3. No faltaron, ciertamente, reacciones unilaterales en lo religioso y teológico, que se hicieron acreedoras de la censura de la Iglesia. Los factores que desencadenaron estas reacciones fueron, por una parte, las tensiones existentes en el un tanto extraño catolicismo de la Francia de entonces y, por otra, los esfuerzos de los católicos por solucionar el problema de la justificación, que no parecía suficientemente resuelto en la doctrina de los jesuitas (debido a su planteamiento contrarreformista). En contraste con la gran superficialidad de la cultura cortesana y el activismo religioso de los jesuitas, existió una mística con tendencias quietistas. Frente a la fuerte acentuación de la voluntad del hombre en la consecución de la salvación, se alzó el agustinismo de los jansenistas. Frente al efectivo relajamiento de la seriedad moral y religiosa en la frívola vida de la corte católica y frente a su aparente atenuamiento en el probabilismo de los jesuitas (y en la ascética «secularizada» de san Francisco de Sales), se levantó el rigorismo de los mismos jansenistas.

 

4. Como síntesis de las tensiones e implicaciones apuntadas, podemos trazar el siguiente esquema:

 

I. Un florecimiento religioso: un nuevo siglo de santos (§ 97).

 

II. Una serie de movimientos religioso-teológicos contrapuestos, alimentados de esa misma contraposición:

 

1) agustinismo jansenista sus principales adversarios,

2) rigorismo jansenista los jesuitas.

3) quietismo

 

III. El movimiento político-eclesiástico del galicanismo contra el papado (§ 100).

 

III. LA SITUACIÓN EN ALEMANIA

 

1. Durante el siglo XVII, Francia no sólo fue el escenario preferente de la historia de la Iglesia católica, sino que constituyó su contenido principal. Entre los papas hubo algunos hombres importantes, pero faltaron las grandes figuras. La estrella de España comenzó a declinar.

 

Alemania se desangró en la Guerra de los Treinta Años. De todas formas no se debe olvidar su admirable resurgimiento en la vida espiritual, como se manifestó en multitud de realizaciones de la arquitectura barroca en las diócesis-principados del oeste y el sur de Alemania desde mediados del siglo XVI (§ 93). En el campo de la buena literatura y teología la distancia con respecto a Francia fue, por desgracia, muy profunda. Pero los valores reales bien pueden considerarse mucho más positivos de lo que a menudo se ha creído. Es verdad que en el teatro católico alemán del barroco no todo fue genial, pero su autenticidad es loable. Recordemos la vida y la obra del teólogo controversista y poeta Angelo Silesio (1624-1677, católico desde 1653), del capuchino Prokop von Templin (1607-1680), del riguroso visitador Martin von Cochem, escritor popular de temas religiosos y teológicos, cuyas obras son estimadas aún hoy, y de Abraham de Santa Clara. En aquel deprimido ambiente religioso y moral, con amenaza de la peste y el peligro de los turcos, estos hombres desarrollaron una importante labor pastoral, en la que, además, utilizaron abundantemente el tesoro de la Sagrada Escritura (cf. pp. 258s).

 

2. La Alemania protestante produjo la figura del sensible Paul Gerhardt (1607-1676, en Berlín desde 1657), con su magnífico tesoro de canciones, que habría de tener tanta repercusión histórica (para la música, cf. el § 93). En los países anglo-americanos, la evolución religiosa siguió las pautas marcadas por el protestantismo, a pesar de las realizaciones de los misioneros católicos (§ 94).

 

3. La segunda mitad de este siglo fue también, desgraciadamente, la época de las grandes «cazas de brujas», en las cuales participaron todas las confesiones. Muchos escritos contra esta conducta terrible y cruel se deben al jesuita Friedrich Spee (1631) y al protestante Thomasius (1704), profesor en Halle y precursor de la Ilustración. Pero todavía en 1749, en la misma ciudad de Würzburgo, donde ya en 1631 Spee había trabajado por desterrar la manía de las brujas, otro jesuita, el padre Gaar, defendió la creencia en las brujas al pie de la hoguera de la pobre Renata Singer.

 

CAPITULO PRIMERO

 

EL FLORECIMIENTO DE LA IGLESIA

 

 

§ 97. SEGUNDO SIGLO DE LOS SANTOS

 

 

I. SITUACIÓN GENERAL DE LA IGLESIA EN FRANCIA

 

1. La primera fecundación de la piedad en Francia después de la Reforma provino también del extranjero, exactamente de las fuerzas que efectuaron la restauración católica general. Los progresos del calvinismo en Francia inquietaron a santa Teresa de Jesús, que envió sus místicas tropas al otro lado de los Pirineos (§ 92). La primera gran figura que encontramos —san Francisco de Sales— fue educada por los jesuitas y estuvo fuertemente influida por el ejemplo y el espíritu de san Felipe Neri, a quien llegó a conocer aún en vida.

 

2. La situación religiosa y moral de Francia a fines del siglo XVI estaba muy lejos de ser ideal, como ya hemos visto. Apenas se había emprendido la verdadera reforma. La Francia del siglo XVII vivía en esa atmósfera que acabamos de describir (§ 96) y que parecía más bien la revitalización del fastuoso espíritu renacentista imperante en la Roma de los tiempos anteriores a la Reforma: los obispos estaban reservados a la nobleza, mejor dicho, a los favoritos de la corte; el joven Vicente de Paúl se hizo clérigo únicamente para conseguir una prebenda; Richelieu eligió la carrera eclesiástica con el fin de mantener para su familia el obispado de Lugon. Las disposiciones del Concilio de Trento contra la acumulación de beneficios no se habían cumplido. La desproporción entre la forma de vida placentera de la aristocracia, que no trabajaba, y la del pueblo llano, pobre y gravado con cargas de todo tipo, era tremendamente contraproducente, tanto más cuanto que el alto clero había adoptado plenamente la actitud de la aristocracia. No se daban los supuestos pedagógicos necesarios para la formación de las vocaciones sacerdotales: faltaban totalmente los seminarios y la mayoría de las veces hasta los modelos.

 

Para apreciar en todo su valor la magnitud de las realizaciones de que ahora vamos a hablar y su función en la historia de la Iglesia hemos de verlas siempre sobre este telón de fondo.

 

II. FRANCISCO DE SALES

 

1. Francisco de Sales (1567-1622) fue, como Vicente de Paúl, una figura típicamente moderna. Todos sus trabajos se acomodaron por entero a las necesidades modernas, muy diferentes de las de la Edad Media. A pesar de lo que antes hemos afirmado, Francisco de Sales fue una personalidad típicamente francesa, que trabajó para franceses. Su tarea (gracias a sus ideas cristianas, católicas, clásico-humanistas) repercutió mucho más allá de las fronteras de Francia. Sus obras escritas, sobre todo su Filotea, fueron leídas con gran interés en otros idiomas, incluso en versión alemana. Pero él mismo ya no fue un santo tan universal como los santos de la Edad Media, sino fruto de un pueblo fortísimamente impregnado de nacionalismo. Por eso estuvo muy condicionado por su época, si bien es verdad que la colmó plenamente.

 

2. La importancia de Francisco de Sales radica en estos tres factores: primero, en su labor contrarreformadora (profundamente positiva); segundo, en su pastoral individual; tercero, en el nuevo estilo de su ascética «secularizada». Su labor en todos estos terrenos llevó el marchamo de lo grande, más aún, de lo genial. Y la forma suprema de su genialidad fue la santidad.

 

3. Respecto a lo primero: a) Las guerras de los hugonotes tuvieron lugar durante los treinta primeros años de la vida de Francisco de Sales, que procedía de Saboya, donde el calvinismo había echado profundas raíces; pero su familia pertenecía a la alta nobleza y era, además, católica por los cuatro costados. Tanto en su casa como más tarde (por expreso deseo suyo) con los jesuitas, su educación fue la de un perfecto caballero.

 

b) Muy pronto se acusó en él la influencia de su época, con sus especiales necesidades. Su «hora de Damasco» estuvo directamente relacionada con la discusión sobre la gracia, que entonces conmovía a casi toda la sociedad francesa, llegando a provocar agudas crisis eclesiales (§ 98). La cuestión fundamental era la siguiente: ¿destina o lleva Dios a los hombres al cielo o al infierno, según su capricho o en virtud de los méritos o los pecados ya previstos de antemano por él? A la edad de dieciocho años le asaltó con gran fuerza la idea de que él pertenecía al grupo de los previstos por Dios para la condenación. Esta idea supuso un peso terrible para él y amenazó con ahogar toda su vida de piedad. Llegó casi a la desesperación, a un pesimismo mortal. El vencimiento de esta tentación (primero con un heroico acto de voluntad[6] y luego gracias a la consoladora iluminación recibida al hacer oración ante una estatua de la Virgen) tuvo resonancias de optimismo durante toda su vida. Francisco de Sales se convirtió en el predestinado debelador del adusto calvinismo.

 

c) Ordenado sacerdote en 1593, a la edad de veinticinco años, fue un celoso pastor de almas y desplegó una gran actividad como confesor. Sus numerosos sermones (muchos de ellos sermones de controversia) fueron totalmente ajenos a la retórica renacentista; en ellos, con un estilo típicamente jesuítico, todo estaba subordinado al fin religioso. En 1599 hizo un viaje pastoral a París, que le permitió trabar conocimiento con madame Acarie y el cardenal De Bérulle[7].

 

d) El gran cambio en la vida de Francisco de Sales lo marcó su ofrecimiento voluntario (en 1594, un año después de su ordenación sacerdotal) para misionar la región savoyana de Chablais, totalmente calvinista-zuingliana, donde imperaba un terrible clima invernal. Francisco de Sales trabajó allí sin éxito alguno durante varios años, en medio de una durísima resistencia, que llegó a traducirse en un atentado contra su vida. Entonces se echó de ver con toda claridad la síntesis que dominó básicamente su vida y que, sin embargo, se mantuvo por lo general discretamente velada: la suavidad y la tolerancia, unidas a un espíritu heroicamente consecuente y a una abnegación sencillamente invencible. La suavidad, la tolerancia sólo estaban en el modo; mas en cuanto al contenido, Francisco de Sales tuvo un programa clarísimo, del que jamás se apartó; antes bien, lo llevó hasta el final. Cuando sus padres se echaron a temblar ante tamaña tarea, san Francisco no dejó de dar el gran paso último, que en aras de un amor superior implica una cierta dureza para con los seres más queridos: en esto recordó al Poverello, que también se apartó de su padre carnal.

 

e) En 1602 fue nombrado obispo de la gran diócesis de Ginebra (con residencia en Annecy). Su programa fue sencillo, pero exhaustivo: catecismo, predicación, teología de controversia, cuidado de las vocaciones sacerdotales (cumplimiento de los decretos al respecto del Concilio de Trento, realizando incluso viajes anuales con esta finalidad).

 

4. Respecto a lo segundo: Principalmente en la dirección de la señora de Chantal, luego en su clásica obra Introducción a la vida devota (Filotea) y en la dedicada a la señora de Chantal, Tratado del amor divino (Teótimo) y, por último, en sus numerosas cartas (más de dos mil), Francisco de Sales dio muestras de ser un maestro del conocimiento y la dirección de las almas. La piedad propagada por él inflamaba intencionadamente los «santos afectos». El Corazón de Jesús desempeñó en todo ello un papel importante. Sobre este sustrato pudo florecer más tarde en Francia, a fines del siglo XVII, la devoción al Corazón de Jesús (san Juan Eudes, † 1680; santa Margarita Alacoque, † 1690, canonizada en 1920). También es digno de mención que Francisco de Sales recomendó a todos los fieles una recepción más frecuente de la sagrada comunión. Sus orientaciones en la obra Filotea, destinadas incluso a los casados, muestran una gran libertad interior y un mesurado equilibrio.

 

En 1604, san Francisco de Sales conoció a la ilustre dama Juana Francisca de Chantal (1572-1641), a la que, con exiguos medios y con seguridad y libertad impresionantes, condujo hasta el ideal ascético de la perfección. Juntamente con ella fundó la Orden de la Visitación (Salesianas). El plan originario de esta Orden era de una sorprendente modernidad, claro signo de su propia síntesis, que conjugaba la vida mística con la vida activa: la Orden de la Visitación debía ser una orden activa, ¡y sin clausura! Esto, entonces tan insólito, fue recibido con recelo por los obispos franceses y por Roma. Francisco de Sales no consiguió su propósito y la Orden hubo de ser destinada a la contemplación.

 

5. Respecto a lo tercero: Con el tiempo se fue haciendo cada vez más imperiosa la necesidad de reanudar el contacto creador entre la cultura y la Iglesia y de asignar a los laicos en el mundo secular la función que les correspondía en la vida eclesiástica. También en esto las naciones latinas, esencialmente católicas, desempeñaron un papel importante. Y a Francisco de Sales, junto a otras muchas figuras, le corresponde un mérito especial. Su personalidad, sus métodos de misión y de cura de almas, sus cartas y, sobre todo, su Filotea rebosaron cultura por todas partes (humanismo cristiano = humanisme dévot) y a la vez hicieron atrayente la piedad. Y atrayente no sólo para los monjes, sino sobre todo para las gentes de mundo, para las personas cultas y ricas[8]. Nadie antes ni después de él ha proclamado con tanto énfasis esta consigna: ¡más alegría! Nadie tan brillantemente como él ha asignado a la religión de la cruz el papel de enriquecer al hombre. Su secreto residió en el arte, apenas superado por nadie, de poner de manifiesto la riqueza de la religión y aprovechar su suave a la vez que letificante fuerza de conquista.

 

Se ha dicho —no sin razón— que este método entraña una «secularización» de la ascética. Su importancia aún no ha sido reconocida lo bastante, pero su intención fundamental está constituyéndose cada vez más en estos últimos tiempos en objetivo principal de la pastoral del medio social. Una cultura apartada de la Iglesia, del cristianismo dogmático e incluso de la religión iba dominando progresivamente la vida y obligaba (obliga) a los hombres a vivir dentro de ella, sometidos a sus exigencias. Francisco de Sales y las personas dirigidas por él, aparte de otras muchas personas santas, demostraron que es posible llevar una vida religiosa en el mundo, y no solamente sin sufrir daño alguno en ella, sino incluso llevándola hasta las cumbres de la santidad[9]. Este «salir al encuentro del mundo» no supuso en absoluto un debilitamiento del mensaje de la cruz, sino su incremento.

 

a) El carácter lo imprimieron los medios ascéticos empleados, los pequeños ejercicios diarios (entre ellos, por ejemplo, su alta estima del santo rosario) y, en suma, un régimen de vida metódico y ordenado dentro de un programa fijo. Francisco tuvo una visión clara de las debilidades humanas, pero ello no le llevó a sobrellevarlas con meros reproches superficiales, como muchos de sus contemporáneos, y tampoco a rechazarlas inútilmente, como los jansenistas. Francisco de Sales hizo más fácil el camino, pero apuntando a lo alto.

 

b) Y, sobre todo, en Francisco de Sales siguió vivo el elemento religioso fundamental, el pensamiento de «Dios, sólo Dios y siempre Dios», es decir, un ferviente amor de Dios. Francisco de Sales encarnó una actitud de fe puramente religiosa y cristiana, con una plenitud para nosotros casi inconcebible y siempre con un sano talante espiritual[10]. «Para mi alma, totalmente entregada a Dios, es una verdadera alegría caminar con los ojos cerrados hacia donde me lleve su providencia». El santo apreció sobre todas las cosas «la tranquilidad del alma», la «serenidad del espíritu», «la dulce paz y suave tranquilidad del espíritu». En él encontramos una deliciosa y eficacísima expresión de libertad cristiana interior.

 

6. Desde el ángulo de la historia del espíritu, su actitud fue la de un humanista. El hecho de este humanismo de Francisco de Sales se demuestra tanto por su educación como por sus libros y por la fundación de la «Academia Florimontana» en Annecy. Pero desde el ángulo de la historia de la Iglesia es más importante la significación de su humanismo.

 

a) En el terreno teológico-religioso uno de los elementos decisivos de su humanismo fue su moralismo, es decir, su gran estima de lo «humano», de la dignitas hominis, que a veces, sin rechazar la gracia, se aproximó a la idea de que las fuerzas naturales del conocimiento y de la voluntad del hombre tienen hasta cierto punto capacidad suficiente, si se hace un esfuerzo serio, para recorrer el camino de la salvación. Fue ésta una postura exageradamente optimista. Al hablar del humanismo del siglo XV vimos cómo esta postura recortaba el carácter y la fuerza de la religión revelada y redentora y, con ello, la peculiaridad y la energía de la Iglesia, que también necesita de dotes y sacramentos (§ 76). Francisco de Sales superó esta visión unilateral como todo «humanismo devoto». Dejó intactos el optimismo humanista y la profundización humanístico-personal de la piedad, pero los ennobleció cristianizándolos en el pleno sentido de la palabra: la revelación, la muerte redentora de Cristo y, por tanto, la gracia y su transmisión por los sacramentos constituyen la base incuestionable. Francisco de Sales ahondó, pues, el moralismo humanista hasta hacer de él un humanismo cristiano, lo cual supuso el retorno del humanismo a la Iglesia o, más aún, la culminación del humanismo por la Iglesia. Con esto, Francisco de Sales encarnó nada menos que la síntesis, tan efectiva como revolucionaria, de las dos concepciones fundamentales vigentes, una ajena y otra opuesta a la Iglesia que, como dos extremos contrapuestos y hostiles, se polarizaron en el humanismo radical y espiritualista y en la Reforma: sólo la fuerza del hombre, sólo la fuerza de Dios. La significación histórica de esta actitud se aprecia en todo su valor cuando se la contrapone no sólo al calvinismo sino también al pesimismo y rigorismo existentes en la Iglesia de entonces, tal como lo enseñaba y vivía el jansenismo e incluso la heroica (y del todo ortodoxa) «fe doliente» de Pascal.

 

b) En el Humanismo latía igualmente lo que de ordinario se llama estoicismo, la «placidez estoica». También esto, que enraíza plenamente en el evangelio de la paternidad de Dios, fue fundamental para Francisco de Sales: «no rechazar nada y no exigir nada», simplemente «ser llevado en brazos de Dios». «Nuestro Dios me trata como a un niño muy delicado, y no me expone a ningún choque grave. Conoce mi debilidad y sabe que no puedo soportar los golpes rudos...». Andamos aquí rozando ciertos elementos quietistas de la mística de Francisco de Sales, elementos que, tomados más tarde de forma unilateral por otros (Miguel de Molinos, 1628-1696; § 99), condujeron al error, pero que en él, en la teoría como en la práctica, permanecieron unidos en fecunda síntesis.

 

III. VICENTE DE PAUL

 

1. Vicente de Paúl (1581-1660), contemporáneo de Francisco de Sales, aunque más joven que él, perteneció también a la generación de los grandes pastores de esta época. Procedía de una familia numerosa de aldeanos del sudoeste de Francia. Se hizo clérigo para obtener una prebenda. En 1606-1607 sufrió esclavitud como cautivo en Túnez y huyó a Aviñón. Su transformación interna tuvo lugar en París en 1609: tras varios años de tremenda angustia espiritual, motivada por dudas de fe, le salvó una decisión: hacerse santo. En 1612 fue nombrado párroco rural. Después pasó doce años, divididos en dos etapas, como capellán familiar del duque de Gondhi, general de las galeras reales, hasta cumplir sus cuarenta y cuatro años. Por mediación del duque fue nombrado en 1619 capellán mayor de las galeras, organizó una pastoral para los galeotes y consiguió para ellos ciertas medidas que aliviaron su situación (el tratamiento en hospitales). Tras la muerte de Luis XIII, a quien asistió en su agonía, formó parte del Consejo de Regencia («Conseil de Conscience»). Realizó obras de caridad de gran envergadura, remedió el hambre, organizó la asistencia a los afectados por la guerra, montó comedores para los refugiados y para el pueblo.

 

2. La espiritualidad de Vicente de Paúl fue mucho más modesta que la de su amigo Francisco de Sales. Su teología fue simplicísima; su piedad, sencilla y escueta. No hacen falta muchas palabras. Lo que hace falta es sudar, cargar con el saco del mendigo y recoger a los niños expósitos.

 

Vicente de Paúl fue un genio del sentido práctico y de la organización. Respondió a las necesidades de su tiempo de un modo totalmente diferente, pero no menos importante, que san Francisco de Sales. La diferencia entre ambos radicó sobre todo en la forma externa de obrar: el alfa y la omega de Vicente de Paúl fue el amor operativo al pueblo pobre. Todo lo demás, aunque necesario, es sólo acumulación de fuerzas para esta tarea. La acumulación de fuerzas se consigue en la oración, en la propia mortificación. Por otro lado, su más hondo anhelo lo constituyó la realización casi perfecta de la idea de la providencia: no hay que dirigir ni elegir nada según el propio deseo, ni la acción, ni la hora, ni el modo, ni el lugar en el que se actúa. La disposición de todo esto corresponde a Dios. Con esta actitud estuvo Vicente de Paúl muy cerca de la piedad mística (§ 99).

 

La síntesis de este hombre fue, pues, la siguiente: rebosando un celo (apostólico) incansable y trabajando sin descanso en favor de los pobres, aguardar siempre la señal de Dios. «Las obras de Dios tienen su momento. La providencia las realiza en ese preciso momento, ni antes ni después». «Esperar la voluntad de Dios, y cuando se manifiesta, hacerla». He aquí una visión cristiana central y profunda, de gran relevancia histórica y filosófica, con la que por desgracia raras veces podemos encontrarnos a lo largo de la historia de la Iglesia.

 

3. Consideró Vicente como tarea que Dios le encomendaba toda una serie de grandes obras. Y cuanto menos buscó estas obras, tanto más directamente su impulso poderoso consiguió éxito en todas ellas. Y todo ello no por otra cosa sino porque estuvo penetrado de un gran celo apostólico porque, como en el caso del Poverello de Asís, no tuvo ningún rastro de egoísmo; es decir, que a pesar de sus muchos planes no ejerció ninguna presión sobre los hombres. Por ello tampoco los hombres le opusieron resistencia. Este fue el secreto de sus éxitos[11].

 

4. Por esta razón no se puede decir que Vicente de Paúl tuviese propiamente un programa. De hecho, su labor de reforma coincidió en gran parte con la de Francisco de Sales: 1) catecismo, 2) predicación, de un carácter lo más sencillo posible, 3) fomento de las vocaciones sacerdotales. A esto se añade, como su obra más importante desde el punto de vista histórico-eclesiástico, su amplísima, plural y modélica organización de la caridad activa.

 

Sus fundaciones principales fueron la de los sacerdotes misioneros (lazaristas, en 1624) y las hermanas de la caridad (Dames de la Charité, en 1633), a las que habría que añadir la de los «Serviteurs des Pauvres».

 

a) Los lazaristas debían obligarse a no aceptar prebenda alguna y a trabajar sin cobrar absolutamente nada. Debían también organizar misiones populares y promover la pastoral entre los presos. Su casa llegó a ser el primer seminario francés (St. Lazare). Allí se impartieron tandas de ejercicios para ordenandos y sacerdotes y también para miembros de otros estamentos. Hay que resaltar especialmente su fomento de las vocaciones sacerdotales, pues a Vicente de Paúl le correspondió el mérito de una notable renovación del clero francés. San Lázaro fue el modelo de otros seminarios. Entre los medios empleados figuró uno, que luego se difundió en muy diversas formas y ha seguido vigente hasta hoy: las conferencias de los martes para sacerdotes. De entre sus participantes, más de veinte candidatos propuestos por Vicente de Paúl fueron nombrados obispos.

 

b) Las Hijas de la Caridad fueron fundadas por san Vicente de Paúl en unión con Louise Le Gras de Marillac (†1660; canonizada en 1934). Eran asistentes modernas, sin clausura y dispuestas a prestar todo tipo de ayuda. Estas «hermanas de la misericordia» estaban destinadas sobre todo al servicio de los enfermos y huérfanos, pero luego desempeñaron otras tareas caritativas.

 

c) De la múltiple actividad de Vicente de Paúl nacieron diversas asociaciones caritativas seculares. Con la colaboración de Louise Le Gras, Vicente de Paúl unificó a sus miembros. Todos ellos estaban dispuestos a prestar cualquier servicio en casas de familia, en hospitales, en la enseñanza, en las inclusas. De estas asociaciones surgió luego una congregación. La casa en que vivían sus miembros no debía ser el lugar de trabajo. Su organización tenía que mantenerse muy flexible, para poder — con la máxima movilidad— intervenir y ayudar dondequiera que hiciese falta. ¡El estilo decididamente moderno de las actuales enfermeras!

 

5. Además de todo esto, Vicente fue uno de los grandes conductores de almas (señora de Gondhi, durante treinta años superiora general de las salesas). También en esto su modo de actuar fue muy diferente del de Francisco de Sales, de acuerdo con la sencillez de su teología y espiritualidad. Su trabajo en este campo se ordenó en buena parte a combatir el quietismo, que con su cultivo unilateral de la contemplación amenazaba gravemente la vida de la Iglesia de Francia. El mismo san Vicente y las personas por él dirigidas representaron una magnífica reacción, nada unilateral, contra el peligro subyacente en el quietismo. El peligro era tanto mayor por cuanto la mística quietista florecía en los círculos de la nobleza media y alta, es decir, se aparejaba en estos círculos con una cultura en el fondo amoral (§ 99). Fácilmente podía ocurrir que, como en aquella cultura, también en la mística se separasen el conocimiento y la vida, esto es, que la mística se redujera a mero conocimiento y se convirtiera en misticismo, como fue el caso del padre del quietismo, Miguel de Molinos, corroborándose la teoría de que el alma completamente pasiva, al no poder pecar, tampoco necesita resistir las tentaciones.

 

6. También otros grupos intentaron, precisamente en los sectores más sencillos y oprimidos de la población, una revitalización del espíritu cristiano y una reactivación religioso-eclesiástica de los laicos. Pero las dificultades que obstaculizaban la realización de estos objetivos eran enormes. Bien lo experimentó, por ejemplo, la «Compagnie du Saint Sacrement», fundada en París en 1630. Sus fines eran la ayuda material a los obreros manuales, su instrucción y el apostolado de los laicos; pero la congregación fue disuelta en 1665.

 

IV. EL CLASICISMO FRANCÉS. NUEVAS CONGREGACIONES

 

1. Las dos grandes figuras que acabamos de tratar —Francisco de Sales y Vicente de Paúl— aparecen ante nosotros como representantes de un mundo de santidad. Aquí casi no podemos más que aludir a la multitud de movimientos, órdenes y personajes eclesiásticamente valiosos de este gran siglo francés. ¡Cuántos no tendríamos aún que citar y contemplar!: Fénelon, Bourdaloue, Massillon, Corneille, Racine[12] y una serie de místicos y místicas, una verdadera «constelación de santos» (Brémond), así como una multitud de obras sobresalientes en el campo de la pastoral organizada, de la cura de almas individual, de la mística, de la elocuencia sagrada, de la defensa científica de la fe, del apostolado de los laicos, de la vida de oración. Y lo más importante desde el punto de vista histórico-eclesiástico: todos estos nombres son a la vez los mejores representantes de la cultura y literatura francesas.

 

Naturalmente, esto no quiere decir que todo el clasicismo literario francés del siglo XVII fuera una colección de santos. Boileau, Lafontaine y el gran Moliére fueron también clásicos y en su obra hubo muchos elementos no bautizados. A pesar de todo, el inventario que acabamos de hacer justifica el siguiente juicio de valor: una gran parte de la nación francesa, en la época dorada de su clasicismo, fue católica y piadosa.

 

Para hacerse una idea clara de lo que esto significa basta con imaginar por un momento que también los clásicos alemanes hubiesen sido católicos y que algunos de ellos, además, hubiesen escrito sus obras maestras en los susodichos campos de la vida de piedad...

 

2. En aquella misma época surgieron también muchas nuevas órdenes y congregaciones, de gran repercusión histórica. Mencionaremos a los sulpicianos, fundados en París por J. J. Olier († 1657), amigo de Vicente de Paúl, quienes realizaron una importante labor en la reforma del clero francés. Los trapenses (fundados en 1664); su fundador fue el cisterciense de Rancé († 1700), el en otro tiempo mundanizado abad del monasterio de la Trapa (Normandía): los trapenses se propusieron el retorno al auténtico monacato mediante la observancia estricta de la antigua Regla de san Benito y de los «usos» cistercienses, restaurando la rigurosa ascética medieval, con exclusión completa de la ciencia. Durante el siglo XIX esta orden experimentó un nuevo florecimiento, incluso fuera de Francia; últimamente, su crecimiento ha sido impresionante en Norteamérica y en España. Los Hermanos de las Escuelas Cristianas, fundados por san Juan Bautista de La Salle en 1681, de fuerte impronta francesa; la enseñanza ya no la impartían en latín, sino en lengua francesa, que se hallaba entonces en pleno florecimiento.

 

En este entorno cultural y religioso de la Francia de entonces ocupó también un lugar destacado el jansenismo francés (§ 98), procedente de Bélgica. Precisamente por sus estrechos contactos con la cultura y la espiritualidad francesa, pudo el jansenismo constituir una tentación para muchos sectores y agrupaciones religiosas de esa época en Francia. Ciertamente, Pascal no sucumbió a la tentación. Pero una nueva fundación tan importante como el Oratorio francés concedió tal beligerancia a las tendencias jansenistas, que incluso uno de sus superiores generales (De la Tour, 1696-1733) vino a ser nada menos que el auténtico caudillo de la ofensiva contra la bula Unigenitus, que había condenado el movimiento jansenista.

 

V. LOGROS EN EL CAMPO CIENTÍFICO

 

1. En el cuadro general de este siglo (en el que para este punto incluimos una parte considerable del siglo XVIII) hay que señalar también un gran florecimiento de la ciencia histórico-eclesiástica católica y de las ciencias históricas auxiliares, así como de las ciencias de la naturaleza.

 

No se trató simplemente de amplificar lo ya existente sino, en buena parte, de fundamentar algo totalmente nuevo. Por primera vez se elaboró la categoría del pensamiento histórico como tal. Toda la moderna ciencia histórica, cuyos resultados condicionan hoy esencialmente las actitudes fundamentales del alma y del espíritu de la humanidad actual, en todos los campos del pensamiento y aun de la acción, sería impensable sin la aportación de estos sabios sacerdotes franceses (también belgas e italianos) del siglo XVII. He aquí otra muestra significativa de la armonía católica entre la fe y la ciencia.

 

2. Por desgracia, este manifiesto espíritu científico, que no dudó en hacer fuerte crítica de las exageraciones en materia de culto a las reliquias y a los santos (como fue, por ejemplo, el caso de Muratori, bibliotecario y archivero de formidable erudición y gran actividad espiritual), no ha sido siempre, en épocas posteriores, la característica de la historiografía de la Iglesia católica; ésta se ha caracterizado más bien, las más de las veces, por su pusilanimidad. Pero en un primer momento los logros científicos mencionados se incrementaron y ejercieron una influencia profunda hasta bien entrado el siglo XVIII (cuando también Alemania tomó parte en esta competición científica), de tal forma que hasta hoy son imprescindibles. Mencionaremos a Jean Harduin († 1729) y a Giovanni Mansi († 1769, edición de las actas de los Concilios); el ya mencionado Muratori; el lexicógrafo Charles Dufresne Sieur du Cange († 1768), Stefan Evodio Assemani († 1782, investigador de las liturgias orientales); las comunidades de trabajo científico de las abadías benedictinas de St. Emmeran de Ratisbona y St. Blasien (el abad príncipe Martin Gerbert, † 1793; plan de una «Germania sacra»).

 

3. La apertura de estos hombres a los problemas de la investigación científica no fue siempre, como hemos dicho, patrimonio de los representantes de la Iglesia. Este hecho se demostró, por ejemplo, en la famosa discusión entablada a propósito de Galilea Galilei († 1642), que enseñaba la teoría de Copérnico (canónigo de Frauenburgo) de que la tierra giraba alrededor del sol. La Congregación pontificia del Santo Oficio condenó a Galileo dos veces. La segunda vez (1633) le declaró sospechoso de herejía, exigió que abjurase de su doctrina y condenó su libro. No es menester pasar por alto algunas torpezas y vacilaciones en la actitud de Galileo, ni la relativa suavidad con que la Inquisición trató al sabio (amigo personal del papa Urbano VIII), para lamentar profundamente la actitud oficial adoptada por la Iglesia. La congregación romana dejó escapar en este caso una ocasión extraordinaria de demostrar con su comportamiento el principio de armonía entre la fe y la ciencia. El Santo Oficio empleó una coacción moral injustificada. El mismo Galileo, ciertamente, se mantuvo fiel a la Iglesia hasta su muerte. Pero de aquí en adelante la pauta espiritual ya no la marcó Italia, ni el mundo católico, ni las órdenes religiosas. Las nacientes ciencias exactas, lo mismo que sus instrumentos y establecimientos (las academias y laboratorios), prosperaron en los países nórdicos, y sus grandes representantes fueron «casi todos no católicos». «El mundo nuevo nació fundamentalmente fuera de la Iglesia. Con Galileo se había conseguido ahuyentar a los investigadores» (Dessauer).

 

Por otra parte, hay que decir que ese desacierto no estuvo fundamentado en la doctrina de la fe católica y que tampoco en el protestantismo (el caso de Miguel Servert) ni en el Estado secular del siglo XVII, del XVIII e incluso de la época más reciente, han faltado ejemplos semejantes. Tampoco debemos olvidar que el astrónomo Galileo no se contentó con defender un sistema científico correcto, sino que desde él hizo alguna que otra incursión en el ámbito teológico.

 

CAPITULO SEGUNDO

 

LAS TENSIONES EN EL SIGLO XVI

 

DISPUTAS TEOLÓGICAS

 

Durante los siglos XVI, XVII y XVIII, en todos los territorios y paí­ses en que la Iglesia tenía todavía fuerza, surgieron algunos movimientos católicos de carácter separatista. Por una parte, como ya hemos visto, el principio de las iglesias territoriales y nacionales, ya existente antes de la Reforma, se desarrolló progresivamente. Por otra parte, el modelo de los soberanos protestantes ejerció un influjo seductor sobre los príncipes y soberanos católicos que, como aquéllos, también querían ser «señores» de sus iglesias. En tercer lugar, se acusó una mayor reacción contra el carácter exclusivamente romano del gobierno eclesiástico, de la teología y de la piedad, reacción típica a partir de la Reforma. Y, finalmente, aquel principio se vio espiritualmente apoyado por una serie de cuestiones teológicas centrales surgidas a propósito de la Reforma, las cuales habían sido, sí, planteadas en el Tridentino por una docena de padres conciliares y teólogos (Seripando, entre otros), pero aún no habían sido tratadas a fondo y, por ello, desataron ahora una acusada virulencia en el interior de la Iglesia.

 

Los movimientos de carácter separatista a los que aquí nos referimos fueron el galicanismo, el jansenismo y el febronianismo. Eso sí, es preciso delimitar con precisión el contenido de este «separatismo». Su significación y alcance fue enormemente variable. Lo mismo ocurrió con aquel elemento eclesiástico que caracterizó a todos ellos —aunque en diversas formas—, es decir, con el episcopalismo, como luego veremos.

 

En el caso de los tres movimientos mencionados hemos de tener también en cuenta su contacto más o menos estrecho o creciente con el protestantismo, con su teología y su piedad. En este contacto con la teología y la piedad protestantes se dio una fecundación mutua, indu­dablemente llena de riesgos, pero que también encerró valores positivos.

 

§ 98. EL JANSENISMO

 

1. Si no nos paramos a contemplar el colorido general del cuadro, sino que atendemos a lo fundamental y a la fuente de la que surgió la mayor parte de sus elementos, y de seguro el elemento decisivo, podemos afirmar lo siguiente: en el aspecto teológico-religioso hubo un problema que, como al siglo XVI, también imprimió carácter al siglo XVII; no fue otro que el problema teológico por excelencia de Occidente, el problema del camino de la salvación o, más en concreto, el problema de la gracia y la voluntad. Este problema, que en su doctrina de la justificación por la sola fe Lutero había convertido con irresistible empuje en centro de la predicación, adquirió en Francia una gravedad especial por causa del calvinismo, esto es, por causa del rigorismo y el fanatismo de su doctrina sobre la predestinación, que con toda lógica incluía en su sistema la idea de una predestinación positiva para la condenación. En Francia, donde el calvinismo y el catolicismo pugnaban entre sí por alcanzar la supremacía, este tremendo problema interesó a amplios sectores sociales. No es posible entender, por una parte, la actualidad de que entonces gozó esta discusión en amplias capas de la población, ni el origen, ni la razón, ni el contenido de las discusiones sobre la gracia (apartado 2), y tampoco, por otra parte, el agustinismo y el rigorismo jansenista, ni el quietismo, ni a san Francisco de Sales, si no se reconoce previamente la posición central que en aquella época ocupó el problema de la gracia y la voluntad. El revulsivo protestante, bien como estímulo, bien como repulsa, influyó poderosamente en la vida católica y sus planteamientos teológicos dentro de los círculos tendentes al robustecimiento y a la renovación de la piedad, bien fuesen círculos estrictamente eclesiásticos (jesuitas, dominicos, san Francisco de Sales), bien fuesen círculos marginales (jansenismo, quietismo).

 

2. El Concilio de Trento había establecido que en las obras buenas, provechosas para la salvación, la voluntad del hombre debe colaborar con la gracia y que, por tanto, la gracia, si bien es la única que decide, no es acogida o —por decirlo así— soportada por el hombre de manera puramente pasiva. Aunque la orientación general de las decisiones conciliares había colocado en primer plano a Dios y la gracia divina, el concilio no había determinado cómo colaboran ambos factores, Dios y la voluntad humana, y tampoco había expresado su opinión concreta sobre el problema de si la gracia opera infaliblemente (y en qué medida) y, de ser así, cómo puede explicarse la libertad humana.

 

a) En el intento de explicar estos puntos no aclarados surgieron múltiples teorías teológicas contrapuestas (los sistemas de la gracia y los sistemas moralistas). Esta contraposición motivó largas y ásperas polémicas, sobre todo entre los dominicos y los jesuitas. La discusión, en la cual se trataba de misterios profundísimos y nunca explicables del todo, pudo tener en sí misma una justificación científica. Pero su desarrollo redundó doblemente en perjuicio de la Iglesia. Rara vez se ha hecho en la práctica un desprecio tan ostensible de los límites impuestos a los planteamientos especulativos de la teología como en aquellas disputas. Rara vez las teorías sobre la fe se han equiparado al contenido de la fe (cierto que no del todo pero, ¡con cuánto aparato de erudición!) tanto como entonces. Esta crítica no deja de estar justificada, por mucho que insistentemente, pero en teoría, se subrayase el carácter misterioso de la cooperación de Dios y el hombre en la justificación. Especial hincapié hizo en este aspecto una de las figuras más destacadas de la polémica, el dominico Báñez. Pero sus sutiles distinciones especulativas abrieron el camino a la petulancia teológica y condujeron a una serie de cuestiones irresolubles y estériles desde el punto de vista cristiano y religioso, como veremos en el próximo apartado.

 

Aparte esto, tal disputa intrateológica, envenenada a su vez por las recíprocas acusaciones de herejía, llegó a ser tema de discusión del gran mundo espiritual de la época. Se comprende que esta pugna contribuyera a difundir una gran intranquilidad e inseguridad en la fe. El jansenismo (también Pascal) se aprovechó de la situación. Frente a aquellas especulaciones teológicas estériles, el jansenismo, al tratar el problema, subrayaba con especial énfasis su carácter misterioso como elemento constitutivo aunque, por su parte, desgraciadamente, sucumbió al peligro del rigorismo religioso.

 

b) De acuerdo con su postura activista y contrarreformadora, y en correspondencia con una tendencia fundamental del siglo XVI, también en esta cuestión los jesuitas subrayaron fuertemente el papel de la voluntad humana y la libertad del individuo. Desde esta postura inicial redactaron sus libros de moral. La cuestión que pasó a primer plano fue la de cómo el individuo ha de cumplir la ley en el caso concreto, mientras la idea de la comunidad y su ordenación quedó relegada a segundo plano. Ahora bien, no siempre se puede establecer con seguridad lo que en cada caso concreto es o no es obligatorio para el cristiano. En tales casos —así enseñaban los jesuitas— se puede considerar como permitido aquello que tenga a su favor un motivo razonable, aun cuando uno no pueda en su conciencia eliminar todos los reparos en contra (incluso reparos de importancia). Es el motivo de probabilidad: el probabilismo.

 

También los dominicos defendieron, con ciertas matizaciones, el sistema probabilista. Como ejemplo podemos citar al conocido dominico español Bartolomé de Medina († 1580). Hubo, por otra parte, jesuitas que lo rechazaron. Pero, luego, la mayor parte de los jesuitas se adhirió a él, con lo que el probabilismo acabó siendo nota característica de la moral jesuítica. Con el método probabilista los jesuitas trataban de demostrar su concepción sobre la medianía moral de los hombres; lo que con ello intentaban era abrir el camino del cielo al mayor número posible de personas. También con ello lograron, gracias a la segura decisión que su método posibilitaba, eliminar muchas cavilaciones inútiles que entorpecían una actuación moral sana (Herman Hefele). Mas, por otra parte, el sistema probabilista encerraba en sí el peligro de atenuar la seriedad moral (laxismo). Fue la aplicación práctica del probabilismo, más que su defensa teórica, lo que acarreó a los jesuitas la acusación de morale relachée. De hecho, no sólo la praxis de los confesores jesuitas en las cortes europeas, sino también la literatura espiritual elaborada por ellos, adoleció de cierto activismo moralista y superficial. Visto desde esta perspectiva, el jansenismo (como también el movimiento místico de san Francisco de Sales, Le Camus y Fénelon) supuso una muy significativa reacción de la conciencia cristiana contra las exageraciones del probabilismo.

 

3. La insistencia en el papel de las fuerzas del hombre en el proceso salvífico y la acentuación de la libertad humana en la decisión moral chocó con la desconfianza y, después, con la resistencia de aquellos teólogos que en los planteamientos de la Reforma habían descubierto elementos y aspiraciones católicas y que, por otra parte, no estaban dispuestos a seguir haciendo teología por los caminos de la Escolástica barroca[13] ni aceptaban el tomismo supuestamente puro, sino que más bien pretendían reformar la teología eclesiástica mediante una vuelta a la Sagrada Escritura y a los Padres (sobre todo a san Agustín) como únicas autoridades.

 

a) Estas tendencias influyeron también en la formación del jansenismo. Este movimiento, muy diferenciado según los países (Bélgica, Holanda[14] y, finalmente, Italia) y según su evolución interna, lleva el nombre del obispo de Yprés, ]ansenio († 1638). El jansenismo fue un movimiento de reforma religiosa y teológica, pero con carácter rigorista (§ 29, I). Diversas condenas pontificias lo colocaron (en parte) al lado del galicanismo (y también del josefinismo y febronianismo) y le dieron también una proyección política (intervención a favor del placet regio). Por su origen y sus tendencias, el jansenismo fue enemigo nato y declarado de las ideas y aspiraciones religioso-pastorales de los jesuitas, que acabamos de mencionar, y, por lo mismo, enemigo natural de la Compañía. La confrontación, pues, discurrió fundamentalmente entre estos dos frentes, y en ella el jansenismo tomó postura en contra del centralismo eclesiástico (contra la Compañía) y a favor de la autoridad episcopal (y parroquial).

 

b) El jansenismo tuvo señalados antecedentes. Como preparación remota podemos mencionar las disputas sobre la gracia sostenidas en España en el siglo XVI. Nos referimos a la controversia entre el dominico Domingo Báñez (1528-1604) y el jesuita Luis de Molina (1535-1600; de ahí el molinismo) sobre el problema de la cooperación de la libre voluntad y la gracia.

 

Según la doctrina del dominico Báñez (a quien Molina acusaba de solapado luteranismo o calvinismo), la actuación divina se realiza previniendo la acción de la voluntad humana (concursus praevius, prae­motio, prae-determinatio). Esta acción previniente se funda en la omnicausalidad divina, que rige tanto en el campo de la gracia como en el de la sobrenaturaleza. A este respecto explica Báñez que la gracia concedida por Dios es suficiente para que con ella el hombre realice una acción salvífica (sobrenatural), pero que esa gracia suficiente necesita, para ser eficaz, un nuevo apoyo de la gracia. La acción de Dios se hace así irresistible y actúa de manera infalible. Ahora bien, Dios mueve a cada criatura de acuerdo con su naturaleza, es decir, a la criatura no-libre, de modo que obre necesariamente; a la libre, de modo que obre en libertad.

 

En la teoría de Báñez, la acción salvífica del hombre y de su voluntad libre se concibe en total dependencia de Dios y de la majestad y libertad soberanas con que Dios actúa en la obra de la creación y de la redención. Molina, en cambio, razona partiendo de la voluntad libre del hombre, cuya libertad está salvaguardada incluso bajo la gracia. Según Molina, no se da ninguna clase de premoción ni predeterminación por parte de Dios. La acción de Dios acompaña la decisión del hombre. La gracia que Dios ofrece al hombre es siempre suficiente; su eficacia o ineficacia depende de la aceptación por parte del hombre.

 

A pesar de la insistencia expresa en la omnicausalidad de Dios, en esta teoría queda gravemente amenazada su absoluta libertad y soberanía. Por eso dicha teoría pudo ser acusada de semipelagianismo.

 

El molinismo devino un sistema verdaderamente complicado (y extraño a la concepción bíblica) debido a su peculiar y novísima explicación del modo como Dios omnisciente puede conocer previamente la libre decisión del hombre, es decir, la aceptación o rechazo de la gracia que se le ofrece. Como, según su teoría, no se da esa intervención divina determinante de la voluntad (que sostiene el sistema bañeciano-tomista, Molina introduce la famosa teoría de la scientia media, un conocimiento «medio» de Dios. Molina distingue entre los futuros reales y los futuros condicionados, estableciendo una zona intermedia entre lo simplemente posible y lo que ha de ser realidad. Dios conoce no solamente lo que cada hombre hará realmente, sino también lo que cada hombre haría libremente en cada situación posible; sabe cómo el hombre, en cada caso, cooperaría libremente con la gracia en tal caso concedida. Dios determina su oferta de gracia al hombre a raíz de ese conocimiento.

 

c) La intervención de la Inquisición y las investigaciones llevadas a cabo por la Santa Sede durante los pontificados de Clemente VIII y Paulo V, mediante una «comisión de la gracia» instituida al efecto (1597-1607) no obtuvieron resultados claros, pues ambos pontífices se negaron a aprobar la condena de Molina. Paulo V estableció en 1607 que la doctrina de Báñez no era calvinismo y prohibió las recíprocas acusaciones de herejía (esta prohibición fue reiterada por Urbano VIII).

 

d) El jansenismo tuvo su antecedente inmediato en la doctrina del profesor de Lovaina Miguel Bayo († 1589), quien, en su acerba crítica contra la Escolástica, se había remitido a san Agustín, al que a su vez interpretó unilateralmente, en clave antipelagiana. Después de que Pío IV impusiera silencio a los partidos en disputa, la doctrina de Bayo fue condenada, primero por las universidades de Alcalá y Salamanca (en contra de Lovaina) y después por Roma (Pío V en 1567 y Gregorio XIII en 1580), pero reconociendo que contenía ciertos puntos de verdad.

 

Bayo se sometió (con ciertas reservas). Pero el obispo Jansenio, también antiguo profesor en Lovaina, brindó una nueva versión de sus opiniones. Sus doctrinas estaban contenidas en su erudita obra póstuma, Augustinus, en torno a la cual había de girar la controversia jansenista durante todo un siglo.

 

Los puntos de partida de la doctrina expuesta en el libro eran las opiniones tardías y rigoristas de san Agustín sobre la gracia y la pre­destinación, que Jansenio exageró todavía más. Jansenio sostenía no solamente la lesión de las fuerzas naturales del hombre por el pecado original, sino que, con un pesimismo teológico radical, afirmaba que la concupiscencia es irresistible. La humanidad es —dice Jansenio siguiendo a san Agustín— una massa damnata; Jesús murió exclusivamente para los elegidos; sólo ellos reciben la gracia. De todas formas, también la gracia es irresistible. Como consecuencia, al hombre se le exige que esté por entero ante Dios en actitud de pleno amor. El hombre ha de realizar su salvación en temor y temblor; no basta la contrición imperfecta; el probabilismo supone una grave y peligrosísima incomprensión de la tarea que se le impone al cristiano; no se puede ir a comulgar a la ligera.

 

Fueron los jesuitas quienes hicieron la crítica decisiva del janse­nismo. En 1642 hubo una primera condena, de manos del papa Urbano VII; más tarde, el jansenismo fue condenado por Inocencio X (en 1653, condena de las cinco «Propositiones»).

 

La primera Bula de Urbano VIII hubo de limitarse a repetir la condena de Bayo; sin embargo, instancias curiales subordinadas agravaron las prescripciones.

 

Con el paso del tiempo, sobre todo en Francia, muchos se tomaron la crítica muy a la ligera. En el siglo XVIII se consideraba sospechoso de (herejía) jansenista todo aquel que defendiera la doctrina de la gracia contenida en el Augustinus y se pronunciara a favor de exigencias rigurosas en la religión.

 

e) Lo importante desde el punto de vista histórico-eclesiástico fue que estas eruditas y sabias discusiones profesorales en Lovaina (y París) provocaron un amplio y profundo movimiento en el campo de la teología y de la piedad. En este último aspecto fue muy importante el contacto entre el jansenismo y la reforma católica en Francia, representada por el cardenal De Bérulle.

 

El impulsor de este movimiento en Francia fue el abad comandatario del monasterio de Sí. Cyran (Jean Duvergier de Hauranne, † 1643), amigo de Jansenio desde los tiempos de Lovaina, y el Dr. Antonio Arnauld († 1619), así como su hijo Roberto, que introdujo a Duvergier —denominado «St. Cyran»— en la corte. Duvergier no fue un teólogo sistemático a la manera de Jansenio. Su interés se centraba preferentemente en una reforma religiosa mediante el retorno al rigor de la Iglesia antigua, que enseña a los hombres a humillarse ante Dios no por medio de la ciencia, sino por el arrepentimiento del corazón. El viejo Arnauld todavía estuvo más lejos del sistema de Jansenio, llegando más tarde incluso a utilizar nuevamente a santo Tomás para su argumentación. Famoso centro de jansenismo en Francia fue el monasterio de monjas cistercienses de Port-Royal, en París, y, luego, a la muerte de Duvergier, el monasterio del mismo nombre cerca de Ver-salles (cuya abadesa era la severísima «Mere Angélique», hermana de Arnauld). Las monjas de este monasterio (en el que entraron seis hijas del Arnauld «junior»), así como una especie de congregación libre de hombres principales y doctos que vivían en las cercanías (los «solitarios»), defendían una rigurosa concepción de la gracia, de la que derivaban una concepción igualmente rigurosa de la vida religiosa. A Dios, que ha predestinado libremente la vida futura de los hombres y sólo a un pequeño número concede la elección por medio de su gracia irresistible, únicamente se le puede mirar con temblor; a comulgar se debe uno acercar muy raramente, y esto después de un rigurosísimo examen; se debe revitalizar la antigua disciplina penitencial cristiana (en oposición, de una parte, a la comunión frecuente y al probabilismo de los jesuitas y, de otra, a la inmoralidad y mundanidad imperante).

 

4. Los jansenistas intentaron neutralizar la condenación hecha por el papa Inocencio X en 1653 de las cinco proposiciones del Augustinus mediante una serie de ingeniosas distinciones. Según los jansenistas, las proposiciones habían sido condenadas justamente como heréticas, pero en tales términos nos aparecerían en el libro de Jansenio. Y además, ni sobre este hecho ni sobre otro hecho semejante (no revelado) podía la Iglesia pronunciarse infaliblemente.

 

a) Para evitar la aceptación expresa de la condena, algunos obispos propusieron después la idea de que bastaba con un «silencio obediente» (silentium obsequiosum). El papa Alejandro VII rechazó ambos subterfugios (1656). Siguieron nuevas disputas y condenaciones. La obstinación de Port-Royal se robusteció con las ideas conciliaristas de­fendidas por la Asamblea General del clero francés (§ 100). Ni la lucha emprendida por Luis XIV contra el jansenismo por razones políticas desde 1660 (destierro de Arnauld y Quesnel), ni el entredicho lanzado contra Port-Royal (en 1664 y 1707), ni la ambigua política de reconciliación del papa Clemente IX y algunos obispos franceses (1669), ni siquiera la supresión de Port-Royal (por decisión del gobierno, con aprobación del papa) y su destrucción (1710-1712) pudieron terminar con el conflicto.

 

b) Al contrario; la lucha, entre tanto, se había enconado aún con mayor fuerza por los libros del oratoriano[15] Pascasio Quesnel (1634-1719), hombre profundamente sabio y piadoso, jefe principal del jansenismo desde la muerte de Arnauld. Quesnel (sobre todo en sus Réflexions morales, también defendidas por algunos obispos, y en otros escritos posteriores llevó al extremo las tesis teológicas de Jansenio: la Iglesia es invisible y se compone exclusivamente del reducido número de los elegidos, pues la voluntad salvífica de Dios no es universal.

 

A pesar de la doble condenación del jansenismo por parte de Clemente XI, especialmente (por deseos de Luis XIV) en la famosa bula Unigenitus (1713), la controversia (con distinciones y reservas similares a las anteriores) revistió las formas más peligrosas y funestas. El espíritu galicano de la idea conciliarista se introdujo cada vez más en las discusiones, de tal modo que un gran partido llegó a apelar varias veces a un concilio general. La católica Francia se encontró dividida en dos frentes eclesiásticos. Se produjeron sorprendidas y sorprendentes reacciones contra las condenas pontificias. En tierra holandesa (adonde habían emigrado muchos jansenistas) sobrevino un verdadero cisma, el mencionado cisma de Utrecht, que no revistió gran importancia, pero se ha mantenido hasta hoy.

 

5. El jansenismo, no obstante la fuerte exigencia de amor perfecto a Dios que aparecía en las exposiciones de Duvergier y Arnauld, causó graves daños a la unidad de la Iglesia y a la vida eclesiástica de Francia por sus concepciones rigoristas radicales y por su desobediencia. Toda la vida de la nación francesa se vio penetrada por la división entre los partidarios y adversarios de Roma. Además, las disputas provocaron la burla de los contemporáneos y fomentaron el escepticismo. La diversidad de soluciones y las distinciones bizantinas con las que tan seriamente se vinculaba la salvación y la condenación eternas dieron pie a algunos espíritus irreligiosos a preguntarse qué grandeza y qué valor podía tener semejante religión.

 

Por otra parte, el rigorismo, tanto el de tipo moral como el de tipo religioso, sirvió a muchos de fácil pretexto para abandonar todo a la gracia victoriosa de Dios y no intentar siquiera con sus débiles fuerzas humanas prepararse dignamente a la recepción de los sacramentos, cosa —según ellos— imposible. El rigorismo echó también por tierra la auténtica confianza, que nace del amor y busca el amor del Señor. Como tantas veces en la historia, la tendencia a la interiorización unilateral constituida en ley y la tendencia al rigor exagerado, no obstante su seriedad y vistas en conjunto, no suscitaron una vida de fe potente y fecunda, sino que la debilitaron. También se cumplió aquí la ley histórica según la cual el rigorismo unilateral conduce al extremo contrario: el rigorismo generó tibieza y laxismo[16].

 

Hemos de tener en cuenta asimismo que esta pugna entre jesuitas y jansenistas discurrió durante las guerras religiosas entre católicos y hugonotes, que todavía perduraban. A lo largo de todo un siglo, el jansenismo conmovió la en otro tiempo floreciente Iglesia galicana y no dio fin hasta que ésta llegó al agotamiento.

 

6. La reacción eclesiástica acusó varias deficiencias: se produjo con una innecesaria dureza; lo religioso se mezcló sospechosamente con lo político; el papa Clemente IX adoptó una postura poco clara. Pero, en general, la Iglesia se mostró una vez más como sistema del centro, como sistema de la realidad cristiana plena. Y esto, precisamente en el caso del jansenismo, no resultaba nada evidente o connatural. Frente a la mundanización aún no del todo superada del Renacimiento, frente a su resurgimiento (o pervivencia) en la secularización de la vida de la nobleza y del alto clero (secularización que otra vez ejercía su capacidad de seducción) y frente a la postura cada vez menos rigurosa de los jesuitas tanto en la práctica como en la teología moral, frente a todo esto, digo, era muy fácil sucumbir a la tentación de adoptar el jansenismo como base para la lucha, de dejarse imbuir por su espíritu serio y riguroso, pues sólo el jansenismo parecía salvaguardar el carácter radicalmente espiritual de la Iglesia y, en contra del galicanismo, tomaba partido por sus derechos político-eclesiásticos. Pues bien, a pesar de todos estos valiosos elementos, la Iglesia advirtió en el jansenismo su carácter no plenamente católico y lo rechazó.

 

El ergotismo sectario y el carácter separatista del jansenismo, su implacable lucha contra los jesuitas y, más tarde, contra Roma (para alegría de Voltaire) pusieron de manifiesto en el siglo XVIII su fuerza destructora y dieron la razón a la Iglesia. La Iglesia siguió siendo la Iglesia del mundo, en que todos pueden alcanzar la redención; volvió a rechazar (§ 17, I, 1) todo lo que tenía visos de conventículo. Con ello demostró comprender mejor que nadie las condiciones medias de la vida anímica del hombre, y condenó el rigorismo.

 

Pero también de otra manera defendió la Iglesia la universalidad del plan divino de salvación: condenó la proposición jansenista según la cual fuera de la Iglesia no se concede gracia alguna (Unigenitus, proposición 29). Una idea semejante defendió también frente a la reducción de la voluntad salvífica de Dios (reducción que rechazó reiteradas veces y con distintas formulaciones) y frente a la afirmación de la total inutilidad de las fuerzas naturales del hombre y de la plena imposibilidad de salvación de los hombres del Antiguo Testamento. La Iglesia defendió, por tanto, un concepto de suma importancia para la comprensión del mundo moderno, el concepto de los «caminos extraordinarios de la gracia».

 

Con todo esto, por supuesto, no queremos decir que los adversarios del jansenismo reconocieran los valores que acabamos de mencionar ni que, a pesar de su rechazo, se esforzaran suficientemente para hacerlos fructificar.

 

7. En la controversia jansenista se puso de manifiesto, una vez más, la extraordinaria fuerza destructora del particularismo eclesial, es decir, de la desobediencia a la Iglesia. Energías magníficas, que actuaban en el jansenismo y que habrían podido prestar un gran servicio a la Iglesia, sucumbieron (en la concreta situación de entonces) al peligro de servir justamente para lo contrario. La prueba más impresionante de lo que decimos fue Blas Pascal († 1662), expositor implacable de la miseria del hombre, matemático e inventor genial, gran creyente, brillante escritor, profundo y agudo apologeta, que, sin embargo, causó —en contra de su voluntad— graves daños a la vida de la Iglesia. Pascal, que en sus Pensamientos escribió cosas geniales sobre la verdad de la fe y plasmó la dolorosa búsqueda de la verdad del hombre, que como científico constituyó una apología viviente de la fe católica, que con su lenguaje clasicista demostró que la fe católica constituye la coronación de una elevada cultura espiritual y que vivió penetrado de una fervorosa y admirable piedad por su exaltado celo, sin embargo, contribuyó a abrir camino a la frialdad religiosa y la falta de espíritu eclesiástico del siglo de la Ilustración, por más que un pensador de la Ilustración fuese el menos indicado para remitirse al primer pensador cristiano que formuló la «theologia crucis». Sus Cartas Provinciales, chispeantes e insuperables en el género polémico, escritas en plena controversia (1656-1657), y que ya entonces alcanzaron más de sesenta ediciones, asestaron —con sus frases sacadas de contexto— el primer golpe serio contra los jesuitas. Las cartas, sin duda, expresaban la protesta justificada de la conciencia cristiana contra los abusos del probabilismo. Su seriedad cristiana se puso de manifiesto también en el hecho de que fustigaron duramente la amoralidad reinante en la alta sociedad francesa.

 

Para ser justos con la figura de Pascal, como con otras grandes figuras de la historia, es necesario distinguir entre sus ideas personales y su repercusión histórica efectiva. En ningún caso podemos olvidar que, por encima de su crítica corrosiva y funesta, Pascal renunció a la edad de treinta años a una carrera brillantísima, para vivir solamente dedicado a la religión de la cruz hasta su muerte, que le sobrevino por su amorosa atención a un niño enfermo. También hay que tener esto presente cuando se trata de enjuiciar sus opiniones geniales, aunque también peligrosas, sobre las limitaciones de la razón para alcanzar a Dios y a lo divino. La frase «El corazón tiene razones que la razón no comprende» es una expresión contra la que nada se puede objetar. Pero es peligroso decir, excluyendo por completo la razón, que «es el corazón', no la razón, quien sigue el rastro de Dios».

 

La significación histórico-eclesiástica de Pascal va aún más allá: con el desarrollo de la vida espiritual y religiosa han podido superarse en época reciente los condicionamientos históricos que influyeron en la figura y la obra de este gran hombre. En este sentido, la pujanza de su religiosidad resplandece hoy mucho más que en el siglo XVII. Las profundidades últimas de su pensamiento dejan muy atrás los unilaterales puntos de vista del jansenismo, tal vez porque, entre otras razones, Pascal, a diferencia de Jansenio y de Quesnel, jamás intentó comprender dentro de un sistema teológico el misterio de la cooperación del Dios severo con la miseria del hombre. Sus Pensamientos son ante todo un balbuceo cristiano, perfectamente legítimo, en presencia del «Tremendum».

 

Por otra parte, Pascal nos reserva continuas sorpresas. El, tan rigorista de ordinario, llega a escribir una confesión como la siguiente: «El secreto de vivir alegre y contento consiste en no estar en guerra ni con Dios ni con la naturaleza». ¡Y cuán inagotable es el contenido de esta frase, que Pascal pone en boca de Dios, dirigida al hombre, frase digna de un san Agustín: «No me buscarías si ya no me hubieras encontrado»!

 

§ 99. EL QUIETISMO

 

1. Frente a la fuerte acentuación del papel de la voluntad humana en el proceso salvífico, tal como la proponían los jesuitas, se dio también, además del jansenismo, otra concepción extrema: el quietismo, la exigencia de una completa pasividad en la entrega a Dios. Toda mística auténtica, incluida la mística de los siglos XVI y XVII, encierra en sí elementos «quietistas», puesto que la condición previa de la auténtica oración mística, de la contemplación, es siempre la pobreza interior, la «annihilatio» espiritual, el «retraimiento» (§ 69, 3). Pero en aquellas figuras auténticamente católicas no hubo parcialidades de ningún género: ni pensaron que la vida contemplativa sea la única que tiene validez, ni creyeron que en el trato del alma con Dios no sea legítimo ningún deseo propio, ni siquiera el de la propia bienaventuranza. Tampoco cayeron en el espiritualismo de infravalorar la utilización de los habituales medios de santificación de la Iglesia.

 

2. El quietismo unilateral del siglo XVII, como veremos en breve, condenado por la Iglesia, se basó, visto desde la perspectiva de la historia del espíritu, en múltiples formas anteriores, procedentes de Oriente y Occidente. La estima, muy plausible, pero también unilateral, de la contemplación de la luz divina en la Iglesia oriental acusaba ya peligrosos rasgos quietistas. En Occidente había sucedido algo similar durante la Edad Media con los «Hermanos y hermanas del libre espíritu». Este grupo había rechazado las principales doctrinas cristianas, así como las leyes morales. Sus orígenes se pierden en las sombras. Por vez primera se tienen noticias de ellos en el siglo XVIII

 

a) En España, en el siglo XVI, se registró el fenómeno de los alumbrados («illuminati»), que también representaron tendencias quietistas, aunque muy mitigadas. También en el caso de los alumbrados la «visión de Dios» fue de la mano con la laxitud moral. En la mística alemana, en fin, la tendencia panteizante de su concepción de la unión con Dios también había apuntado en la misma falsa dirección.

 

b) De todos estos peligros (apdo. 1) fue la primera víctima el sacerdote secular español Miguel de Molinos († 1696). De celoso director espiritual, teológicamente ortodoxo y profundamente piadoso, pasó a ser durante su estancia en Roma un quietista del tipo descrito. Molinos enseñó que la perfección cristiana consiste en una entrega a Dios, que no es otra cosa que la completa pasividad del alma. Muchas figuras heroicas de la reforma católica del siglo XVI, incluidos san Felipe Neri, santa Teresa de Jesús, san Francisco de Sales, san Vicente de Paúl (§ 97) y hasta los jansenistas, habían escrito y hablado continuamente del amor a Dios, y aun del amor a Dios perfecto; pero Molinos se refirió exclusivamente a este amor, y de manera absoluta: amour pur. Reprobó no sólo la oración de petición (salvo la petición de sometimiento a la voluntad divina), sino también los esfuerzos personales de carácter moral. Estamos ante un espiritualismo no realista, que pretende resolver el problema del pecado y de la debilidad de la voluntad sorteándolo radicalmente: no exigir nada, no hacer nada, limitarse exclusivamente a la «oración de quietud» (quietis).

 

En el fondo, de lo que se trataba en el quietismo de Molinos era del peligro del subjetivismo radical, aparecido una y mil veces en la Edad Moderna. Era el problema de si la interiorización personal sólo encerraba valores positivos o también implicaba riesgos anarquizantes. También se trataba de la clarificación del contenido de la fe. En efecto, al diluirse por completo las fuerzas activas del creyente, se estaba a un paso de confundir la voluntad del hombre plenamente «aquietado» con la supuesta voluntad de Dios; pero con ello el concepto mismo de Dios quedaba totalmente desvanecido.

 

Lo malsano de estos puntos de vista se puso de manifiesto en la dirección espiritual. Las monjas piadosas ya no querían saber nada de las prácticas usuales en la Iglesia ni de los exámenes de conciencia rigurosos. El papa Inocencio XI censuró 68 proposiciones quietistas (1687). De todas formas, estas proposiciones fueron sacadas de cartas pastorales de Molinos que no se imprimieron, por lo que hasta hoy, desgraciadamente, no ha sido posible su comprobación.

 

c) El quietismo pasó a ser un asunto de gran importancia para la historia de la Iglesia por la circunstancia de que la polémica en torno a él trascendió a los más elevados sectores de la aristocracia espiritual de Francia. En el centro de la polémica estuvo la señora viuda de Guyon († 1717). Como defensor y acusador, respectivamente, actuaron Fénelon, arzobispo de Cambrai (1651-1715) y Bossuet, obispo de Meaux (1627-1704). Fénelon fue una personalidad humanista, extraordinariamente rica, suave, noble, naturalmente sana, de una piedad teológicamente clara y eclesiásticamente robusta, enraizada en la libertad cristiana («Un hombre que era un cristiano», decía de él Matías Claudio). Bossuet, en cambio, fue una personalidad profusamente dotada, segura de sí misma, antipática por su oportunismo, egoísta y calculadora.

 

El ideal de madame de Guyon no coincidía en absoluto con el de Molinos, lo cual también puede decirse, y con mayor razón, de Fénelon. Para emitir un juicio justo al respecto es necesario tener capacidad e intención de distinguir cuidadosamente. Precisamente esto último no fue la cualidad más notable del orgulloso Bossuet, el «águila de Meaux».

 

3. La lucha revistió un acusado carácter político. En su desarrollo intervinieron muchos factores humanos, demasiado humanos. Madame de Maintenon († 1719), auténtica rectora de la política del país, cuyo consejero espiritual había sido hasta entonces Fénelon, se apartó de éste para no correr el mínimo riesgo de perder su posición. Bossuet demostró su capacidad de olvidarse de las leyes de la verdad y del amor, que están por encima de la política de poder. Justamente aquí fue donde se reveló la grandeza de Fénelon. Roma resistió largo tiempo a las presiones de Luis XIV (tras el cual estaban madame de Maintenon y Bossuet como fuerzas impulsoras), que pretendía la condenación de las frases discutidas de Fénelon. Cuando sobrevino la condena (1699), el Breve pontificio, a pesar de censurar las proposiciones como «escandalosas y temerarias», adoptó un tono moderado, incluso restrictivo. La sumisión inmediata de Fénelon puso de manifiesto la extraordinaria grandeza de su alma.

 

4. La piedad de Fénelon estaba basada en algo más que en una mera característica personal, estaba basada en el reconocimiento incondicional de la Iglesia. El mismo anunció inmediatamente desde el pulpito su condena y su sometimiento e hizo destruir los ejemplares que quedaban de su libro. Su declaración de sometimiento terminaba con las siguientes palabras: «No quiera Dios que se hable de mí más que para recordar que un pastor se dio cuenta de que su obligación era mostrar más obediencia que la última oveja del rebaño». Esto no fue más que la puesta en práctica de una de sus concepciones fundamentales: la religión no necesita ser demostrada ni defendida, sino simplemente ser expuesta con pureza y claridad, pues se demuestra y defiende por sí misma. Matías Claudio caracterizó atinadamente al gran obispo: «Para un cristiano tener razón es poca cosa, para el filósofo es algo. Pero tener razón y comportarse pacientemente con aquel que no la tiene y al lado del cual está toda la sinrazón, esto se llama vencer el mal con el bien. Se hace más por la verdad construyendo sobre ella que luchando por ella».

 

Un último aspecto que conviene resaltar: Fénelon fue también uno de los grandes pastores de la Francia del siglo XVII. Fue un predicador incansable. Sus reiteradas referencias a la Sagrada Escritura, frente a los artificiosos sermones barrocos —género al que pertenecen las Oraisons de Bossuet, literariamente soberbias, pero religiosamente infructuosas entonces como ahora—, constituyen otra de sus ventajas.

 

En época reciente se ha subrayado en Fénelon —con tanto éxito como interés— su carácter de predicador de la teología de la cruz, logrando con ello obtener un sentido católico de algunas tesis centrales y decisivas de Lutero (P. Manns). Esto es tanto más evidente cuanto que aquí lo católico no se recorta ni oscurece, sino que se profundiza. Por eso el tesoro teológico de las obras de Fénelon podría resultar decisivo para un diálogo ecuménico fructífero.

 

§ 100. RESISTENCIAS POLÍTICO-ECLESIASTICAS: EL GALICANISMO

 

1. El galicanismo fue simplemente la particular conciencia nacional de los franceses trasladada a la esfera eclesiástica o, más concretamente, a la esfera político-eclesiástica. Fue la solución típicamente francesa al problema —planteado ya en el siglo XIII— de las Iglesias nacionales católicas de la baja Edad Media y de la Edad Moderna (con el intento de integrar las aspiraciones político-eclesiásticas nacionales en un sistema teórico asegurado en el derecho canónico).

 

Buena prueba de lo que decimos fue la lucha de Felipe IV contra Bonifacio VIII, el destierro de Aviñón, el Cisma de Occidente, la teoría conciliarista, la «neutralidad francesa» (1408), la pragmática sanción de Bourges (1438), el concordato de 1516 entre León X y Francisco I (que otorgó al rey derechos prácticamente ilimitados en materia de nombramientos para cargos eclesiásticos), la negativa de Francia a publicar los decretos de reforma del Concilio de Trento, con la consiguiente lucha por su publicación y ejecución. El concepto básico de la «libertad de la Iglesia» había sido empleado originariamente por los papas frente al poder secular. Después, precisamente a raíz de su aplicación a la Iglesia francesa en tiempos de Felipe IV, dicho concepto había cobrado un significado fundamental nuevo y múltiple: las «libertades de la Iglesia galicana». La nota dominante fue siempre la reivindicación nacionalista de los derechos eclesiásticos específicamente franceses, «galicanos»: una independencia cada vez mayor de la Iglesia francesa respecto de Roma. Las exigencias habían quedado canónicamente satisfechas al máximo con la mencionada pragmática sanción de Bourges de 1438 (de ahí que también se llame «galicanismo pragmático») y con el concordato de 1516.

 

2. El desarrollo del galicanismo marchó íntimamente ligado al intento de recortar básicamente la soberanía directa del papado sobre las iglesias particulares en el sentido del derecho canónico. En la teoría conciliarista de la supremacía del concilio sobre el papa halló el galicanismo su expresión teológica más depurada y eficaz. En la práctica, Francia había sido la que más fuertemente había apoyado la teoría conciliarista. Aplicada ésta a la misma Francia, mejor dicho, a las «libertades de la Iglesia galicana», fue la raíz del galicanismo.

 

a) Este galicanismo dogmático había sido gravemente herido, pero no eliminado, primero por la condenación de la doctrina conciliarista por obra del papa Pío II (1460); luego por el Concilio de Letrán, celebrado bajo el pontificado de Julio II y León X (1512-1517) —concilio que en Francia no fue reconocido como concilio ecuménico— y, finalmente, por la actitud prácticamente «papalista» del Concilio Tridentino. No obstante, la doctrina conciliarista aún no había sido declarada herética. Por su parte, el galicanismo pragmático nunca se había interrumpido, sino que más bien se había acrecentado sin cesar. El robustecimiento de la Iglesia nacional francesa gracias al progreso del absolutismo dio pie para que ahora, durante el siglo XVII, la monarquía plantease nuevas exigencias a la Iglesia.

 

b) Una serie de factores contribuyeron (después de Richelieu) a que Luis XIV (1643-1715) saliese triunfante de las nuevas complicaciones. Por puras razones de Estado y por otras consideraciones de carácter dinástico egoísta, el monarca aprovechó las tendencias contrapuestas dentro de la vida espiritual de Francia para conseguir, frente a Roma, primero el derecho de cobrar las rentas de todos los obispados suprimidos del país, y, sobre todo, el derecho de proveer los beneficios vacantes (disputa de las regalías). En 1673, Luis XIV proclamó como «derecho de majestad» el derecho de provisión de los obispados. El clero, sobre todo el clero alto, que era el único que contaba, fue sumamente dócil al rey. Solamente dos obispos, próximos al jansenismo, protestaron y apelaron al papa Inocencio XI, el cual acogió sus preocupaciones e hizo de ellas una verdadera causa: la causa de la «libertad de la Iglesia»[17]. Pero la mayoría de la nación compartía el ideal «Un roi, une loi, une foi». Luis XIV, finalmente, supo aprovecharse de la fuerte oposición de los jansenistas a la condena por Roma de las proposiciones del Augustinus (§ 98), de la indiferencia religiosa fomentada por el rigorismo jansenista, del escepticismo que empezaba a dominar en la cultura vigente (Montaigne) y, por último, y sobre todo, de la actitud nacionalista del clero, para proclamar oficialmente en la Asamblea General del clero francés[18] las libertades galicanas, resumidas en las famosas cuatro proposiciones de Bossuet (1682)[19]. Los artículos de Bossuet, confirmados y promulgados por el rey como leyes imperiales, cobraron fuerza de ley para todos, incluso para las escuelas teológicas.

 

c) La división se consumó. Fue larga y de funestas consecuencias.

 

El papa se negó a confirmar como obispos a los partidarios de los cuatro artículos. El rey, por su parte, prohibió a los obispos recibir su confirmación en Roma. En poco tiempo llegó a haber treinta y cinco diócesis vacantes o con titulares sin consagración episcopal. El rey amenazó con apelar a un concilio universal.

 

Pero las consecuencias gravemente perniciosas dentro de la Iglesia y la desfavorable situación de la política exterior llevaron a Luis XIV a ceder. Algunos años después, bajo el pontificado de Alejandro VIII (1689-1690) y luego, definitivamente, bajo el pontificado de Inocencio XII, Luis XIV derogó prácticamente los cuatro «artículos» (solamente fueron derogadas las cláusulas de ejecución, no los artículos como tales). Quedó conjurado el peligro de cisma. Sin embargo, el monarca también quedó triunfador tanto frente al clero francés como frente al papa de Roma, ya que no renunció al derecho de las regalías. Una vez más, Roma pagó las consecuencias de su funesta colaboración en el robustecimiento de las Iglesias nacionales. Y el

 

3. El ejercicio de la potestad pontificia está regulado por los cánones. Junto a éstos siguen en vigor los principios y usos adoptados desde antiguo por la Iglesia galicana.

 

4. En decisiones sobre cuestiones de fe el papa lleva la parte principal, pero su decisión sólo es irreformable si cuenta con la aprobación de toda la Iglesia.

 

Clero, que aspiraba a desvincularse de Roma, también quedó, una vez más, totalmente sometido a los despóticos príncipes seculares.

 

Asimismo los jesuitas franceses aceptaron los cuatro artículos de Bossuet. En la nación francesa, las raíces del galicanismo eran muy profundas. Bien se echó de ver esto en el siglo XVIII. En el año 1762, al presentarse el peligro de la disolución de la Compañía, nada menos que 116 padres jesuitas reconocieron los cuatro artículos de 1682. De todas formas, en las conmociones ocasionadas por la supresión, la Compañía también supo dar testimonio de su fidelidad a la unidad bajo la soberanía del papado. Cuando Francia exigió del general de la Compañía, padre Ricci († 1775), la erección de una provincia jesuítica autónoma, independiente de Roma, el general se negó.

 

5. Las significación espiritual del galicanismo va más allá de su casual configuración en el siglo XVII. Su núcleo esencial es el particularismo eclesial, que siempre, desde la postrer Edad Media hasta la Edad Moderna y (bajo distintas circunstancias) la modernidad más reciente, ha constituido el punto central aglutinante de todas las tendencias centrífugas que, como ya hemos visto, fueron decisivas para la disolución de la Edad Media eclesiástica y la fundamentación de los movimientos antipontificios de la Edad Moderna. Con todo, al juzgar ese particularismo, también se suele pasar por alto el impulso positivo que él, con todo lo nacional, ha dado al crecimiento de la Iglesia.

 

§ 101. LA CRISTIANDAD NO CATÓLICA EN EL SIGLO XVI

 

1. El luteranismo. Por mucho que se quiera subrayar el elemento básico, unitario y común, existente en Lutero y en sus colaboradores o seguidores, es un hecho evidente, a pesar de todo, que el curso del luteranismo no fue ni mucho menos unitario. Basta con seguir su trayectoria desde las diversas predicaciones de Lutero entre 1520 y 1530, pasando por la confesión de la dieta de Augsburgo, los artículos de Esmalcalda y la concordia de Wittenberg (1536), hasta la confesión de Würtemberg de 1551, a la que siguieron la confesión danesa (1561) y la ordenación de la Iglesia sueca (1571). Las múltiples disputas teológicas surgidas en el seno del luteranismo hicieron sentir la necesidad, cada vez más acusada, de elaborar una confesión definitiva y obligatoria.

 

a) Se plasmó esta confesión en la fórmula de concordia de 1577, elaborada (desde 1573) en sucesivas conferencias de teólogos. Desgra­ciadamente, esta fórmula no fue aceptada por todos los sectores del luteranismo. En el fondo, dada la actitud básica de los reformadores, no había posibilidad alguna de elaborar una confesión clara y uniforme, o bien de establecer una instancia que en las discrepancias doctrinales pudiera tomar una decisión vinculante.

 

Esta ha sido, en definitiva, la trágica situación del protestantismo en todas sus formas hasta hoy, no sólo en los casos en que el principio fundamental de la Reforma desembocó, con toda lógica, en el subjetivismo liberal, sino también en los casos en que la teología y las creencias reformadoras, a pesar de todo su trágico lastre interno, intentaron atenerse a una sola confesión dogmática.

 

b) La fórmula de concordia de 1577 se había apartado del pensamiento de Melanchton, ateniéndose a la concepción estrictamente luterana del pecado, la gracia y los sacramentos. Con ello el luteranismo entró (sobre todo en sus países de origen) en la época de la llamada ortodoxia. La elaboración teológica de la doctrina de Lutero se desarrolló en una doble línea de discusión y delimitación frente al catolicismo y el calvinismo, tratando de precisar mucho más la doctrina y lograr una sistematización teológica. Un factor poderoso, a menudo en evidente contradicción con el estilo dialéctico de Lutero, fue la idea de formular la doctrina verdadera en términos racionalmente comprensibles. De ahí que surgiera este sorprendente fenómeno: que precisamente la predicación profética de Lutero, que tanto gustaba de la paradoja, se llevase a cabo empleando la metafísica aristotélica, y que este sistema de ortodoxia luterana, en su estructura, su lógica y su aparato conceptual, dejase traslucir algo más que reminiscencias de la Escolástica. En autores como Martín Chemnitz († 1586), Juan Gerhard († 1637) y Abrahán Calon († 1686), la doctrina luterana, de carácter tan poco unitario, se vio obligada a introducir una sistematización, que necesariamente tuvo que ir a expensas de decisivas concepciones y principios del mismo Lutero (como, por ejemplo, la doctrina del servum arbitrium, el valor de la razón y su capacidad probatoria en cuestiones dogmáticas).

 

Desde el punto de vista formal, el desarrollo de esta teología luterana ortodoxa experimentó en buena parte influencias del campo católico, imperfectamente asimiladas. Que tales influencias fuesen posibles se debió, en definitiva, a la contraposición entre las concepciones espiritualistas de Calvino y el realismo tradicionalista de Lutero en las cuestiones de la fe, la justificación y los sacramentos.

 

Todo ello no modificó en absoluto la conciencia de la actitud básica de oposición a Roma. Prueba concluyente de todo esto fue la obra principal de la dogmática luterana ortodoxa, escrita contra Belarmino por J. Gerhard († 1637), cuyo título rezaba: Loci theologici.

 

El luteranismo de esta época, siguiendo las orientaciones de los reformadores clásicos, se convirtió cada vez más en una teología profesoral y académica, cuyo centro eran determinadas universidades: Wittenberg, Leipzig, Jena, Estrasburgo, Helmstedt. Esta última universidad, sin embargo, fue «felipista», es decir, continuadora de la tradición de Melanchton.

 

c) No es de extrañar que este intento profesoral de conseguir una sistematización más o menos racional de lo que era un objeto inadecuado provocara múltiples controversias internas.

 

Suscitaron gran interés, por ejemplo, la controversia cristológica entre las universidades de Giessen y Tubinga, y aún más los intentos de reunificación eclesiástica del teólogo Jorge Calixto († 1656), de la universidad de Helmstedt. Tales controversias culminaron en la llamada «disputa sincretista», que consistió en una discusión sobre la concepción luterana de la Iglesia, y terminaron a finales del siglo XVII sin obtener ningún resultado positivo, esto es, sin que la ortodoxia luterana consiguiese segregar de su Iglesia la línea calixtina. En los medios luteranos que carecían de una fuerte unidad dogmática, estos intentos y diálogos de reunificación supusieron nuevos peligros para la ortodoxia luterana. Como era lógico, la orientación calixtina dio pie a no pocas conversiones a la Iglesia católica.

 

2. El calvinismo. La nueva Iglesia reformada acusó muy pronto en los Países Bajos sus propias características. En términos generales, los medios propensos a aceptar la reforma cuando ésta llegó a los Países Bajos habían sido los medios católicos de la devotio moderna y del humanismo afín a ella. Semejante influjo podremos constatarlo claramente en Arminio. Ante estos medios humanistas y reformadores el calvinismo, en su avance, adoptó una actitud unas veces hostil y otras amistosa.

 

a) En la década de 1530 a 1540, las ideas fanáticas de Melchor Hofmann habían inficcionado desde allí toda Westfalia (los anabaptistas). Tras la abdicación de Carlos V, la oposición política contra Felipe II, mucho menos flexible que su padre, se convirtió rápidamente y con mayor fuerza que antes en expresión de disconformidad con el catolicismo del rey. La curva de la excitación subió al máximo en cuanto Felipe II abandonó los Países Bajos. La independencia política constituyó, junto con la independencia eclesiástica, un único objetivo.

 

b) Al finalizar la época de la Reforma, el calvinismo había echado raíces en algunas zonas del oeste de Alemania (en el Palatinado, en algunas partes de Hesse, entre otras zonas) y, sobre todo, en los Países Bajos. El centro teológico del calvinismo lo constituyó aquí la Universidad de Leiden. En ella fue donde se desarrolló a principios del siglo XVII la disputa arminiana (Jacobo Arminio, † 1609) sobre la doctrina de la predestinación.

 

El humanismo y los suaves tonos de la devotio moderna habían contribuido a crear una mentalidad más libre, una actitud espiritual que podríamos calificar como principio de tolerancia dogmática. Tal actitud de mayor libertad se puede constatar en el caso de Arminio, holandés, que además fue discípulo del antiaristotélico Petrus Rame (o Ramus, † 1572), pero que también tuvo ocasión de escudriñar el espíritu de la filosofía aristotélica con el reformador ginebrino Beza. Arminio, igual que Calixto, tuvo el gran propósito y la gran voluntad de destacar lo esencial de la revelación, distinguiendo entre lo necesario y lo menos necesario. Al hacer estas precisiones, Arminio —a pesar de toda su firmeza reformadora— dio siempre buena acogida a la verdad, aun cuando —según él mismo dijo— proviniese de Belarmino.

 

Arminio defendió expresamente el concepto de una sola Iglesia. Reconoció la unidad como el valor supremo y la lucha entre hermanos como lo más terrible.

 

c) De todas formas, se trató más bien de una actitud de dulzura y misericordia, simplemente contraria a la odiosa polémica literaria. Para Arminio no existía la intolerancia dogmática. Ni siquiera el símbolo era infalible. El evangelio debía ser investigado continuamente. La frase «probarlo todo y quedarse con lo mejor» se convirtió para él en un principio de relativismo.

 

Este principio también se echó de ver en su definición del concepto de teología: la teología no es especulación, sino piedad. En consecuencia, es imposible determinar en qué consiste esa unidad de la Iglesia. Ninguna de las comunidades cristianas es la Iglesia; ninguna de ellas es la madre; todas ellas son hermanas.

 

De ahí que Arminio atenuase también el dogma central del calvi­nismo, el de la predestinación. El sínodo de Dordrecht (1618-1619) condenó a los arminianos (en 1619 fue ajusticiado el estadista holandés Oldenbarneveldt, en parte por razones políticas, pero también a consecuencia de las disputas arminianas; Hugo Grotius permaneció en prisión largo tiempo). A pesar de todo, los arminianos consiguieron mantenerse y contribuyeron mucho al aligeramiento del dogmatismo confesional.

 

d) También en Francia comenzó, a finales de la época de la Reforma, a consolidarse el calvinismo. En 1559, año de la muerte de Enrique II, se celebró un sínodo nacional, que promulgó una fórmula confesional (Confessio gallicana) y un ordenamiento eclesiástico.

 

e) En Alemania, donde el calvinismo adoptó una forma moderada, intentó sin éxito llegar a unirse con el protestantismo luterano en contra de la Iglesia católica (David Pareo, † 1622; Juan Bergio, † 1658). Enorme repercusión histórica tuvo la conversión al calvinismo del príncipe elector de Brandenburgo, Juan Segismundo, en 1613.

 

3. Pero hay otro hecho que no podemos por menos de destacar. Y es que al rigorismo académico de la ortodoxia, que pese a toda su profesión de luteranismo evidentemente no había sido capaz de satisfacer el espíritu piadoso-profético de Lutero, respondió un movimiento contrario, que precisamente y sobre todo subrayó «lo piadoso». En efecto, hacia fines del siglo XVII, una oleada de «piedad» inundó el protestantismo alemán. Esta oleada influyó profundamente y de diferentes maneras en la espiritualidad y en la piedad de la cristianidad evangélica: fue el pietismo. El movimiento pietista arrancó del predicador luterano Felipe Jacobo Spener, que en sus Via Desideria (1675) hizo un llamamiento a la interiorización de la piedad evangélica, a la revitalización de la fe personal, a la dedicación intensiva a la Biblia de los creyentes serios y a un cristianismo edificante y activo.

 

Pese a las resistencias iniciales de parte de la ortodoxia, el movimiento pietista se difundió rápidamente por el norte de Alemania y Württemberg. Su centro de irradiación fue la ciudad de Halle (Augusto Armando Francki; exigencia de conversión, penitencia, edificación: ¡justamente lo contrario del metodismo inglés!). Esta ciudad también alcanzó fama por la fecunda actividad caritativa desplegada en ella por la fundación de Francki.

 

Del seno del pietismo de Halle, aunque en parte diferenciándose de él, surgió en 1727 la comunidad de hermanos Herrnhuter, creada por el conde Zinzendorf (tras su unión con los hermanos moravos, tuvo lugar la fundación de la unidad fraternal renovada en Herrnhut). De todas formas, pese a su intención originaria (renovación de la piedad cristiana en el seno de la comunión eclesial), aquella comunidad fundadora se convirtió en un grupo eclesial autónomo, cuya influencia llegó hasta Norteamérica.

 

4. Inglaterra. Norteamérica. Durante todo el siglo XVII la Iglesia anglicana fue representante principal del Estado inglés. Logró consolidar su posición, tanto combatiendo los intentos de recatolización de algunos monarcas ingleses como defendiéndose contra infinidad de sectas, nacidas en su mayor parte del espíritu rigorista del calvinismo. Hubo a este respecto un hecho de singular relieve. Fue que en tiempos de Cromwell († 1658), y definitivamente en 1689, bajo el reinado de Guillermo III, estas sectas consiguieron la tolerancia oficial, pero sus miembros siguieron, sin embargo, excluidos de todos los altos cargos del Estado. Por esta razón estas fuerzas cristianas tan activas se vieron obligadas a penetrar en las clases inferiores del pueblo. Y esto acarreó dos consecuencias:

 

a) En el seno de estas clases populares fue donde se reclutaron los emigrantes destinados a las colonias americanas. Estas colonias fueron desde el principio un colector de diversas corrientes religiosas en las que se manifestaba, con todas sus notas positivas y negativas, el espíritu del calvinismo (laboriosidad, importancia de la comunidad, constitución democrática, fe y conciencia de elegidos, tendencia al «cant»[20]). Norteamérica se convirtió de esta manera en un país con gran pluralidad de sectas. Por eso mismo la tolerancia recíproca en materia religiosa se hizo desde el principio imprescindible y necesaria, si bien se limitó a las confesiones protestantes.

 

b) La intensa actividad religiosa desplegada por los diversos grupos, precisamente entre las clases no privilegiadas, impidió en Inglaterra el extrañamiento mutuo entre las clases trabajadoras y el cristianismo, extrañamiento que habría de ser característico del socialismo continental (todavía en la actualidad el partido laborista inglés mantiene una actitud positivamente cristiana).

 

Entre los muchos discrepantes e inconformistas de Inglaterra durante el siglo XVII destaca especialmente George Fox († 1691), fundador de los cuáqueros. Fox hizo suyo el rigorismo ético de los puritanos, pero rechazó todas sus prescripciones dogmáticas, liturgias, etc., así como la doctrina de la predestinación.

 

5. Para la evolución de las Iglesias ortodoxas rusas durante esta época, cf. § 122.

 

6. Intentos de unificación. El siglo XVII fue la época del exclusivismo y la polémica confesionales. Pero también es verdad que en él se produjeron (al revés que en los dos siglos siguientes) intensos esfuerzos de unificación. La amarga experiencia de la escisión confesional en Occidente, con sus desastrosas consecuencias (la Guerra de los Treinta Años), movió a una serie de importantes personalidades de todas las confesiones a buscar posibilidades de reunificación eclesiástica. Hemos mencionado ya al luterano Jorge Calixto y al calvinista Arminio, que, aunque de manera diferente, trabajaron en este sentido. Hemos de mencionar además a los reformados Isaac Casaubon († 1614), que actuó en Ginebra, París y Londres, y Hugo Grotius, arzobispo de Spalat; Marco Antonio de Dominis († 1624), que vivió algún tiempo en Inglaterra y más tarde volvió a la Iglesia católica; al escocés John Dury († 1680) y, a finales de siglo, a Leibniz († 1716); a Gerardo Molano († 1722), discípulo de Calixto y abad evangélico de Loccum, y a Christoph Rojas y Spinola († 1695), obispo de Wiener-Neustadt.

 

El Diálogo religioso de Thorn, promovido por el rey Wladislao IV en 1645 para restablecer la unidad confesional en Polonia, estuvo motivado por razones políticas y constituyó un fracaso.

 

A una con el irenista católico Jorge Cassander († 1566 en Colonia), los teólogos de la unión intentaron hallar la base para la reunificación retornando a la Iglesia antigua (por ejemplo, al «consensus quinque­saecularis» propuesto por Calixto). Pero, en conjunto, los intentos de reunificación fracasaron, en parte por las circunstancias desfavorables de la época y el endurecimiento de las posiciones confesionales, en parte por la insuficiente base de que se partía, poco acorde con la realidad histórica. El más importante intento de unificación fue el de Leibniz, que, sin embargo, fracasó por exigir la suspensión del Concilio de Trento a favor de los protestantes, cosa que la Iglesia, de la que Bossuet se constituyó en portavoz, no podía aceptar.

 


[1] A Pío X le correspondió el lema de «ignis ardens», a Benedicto XV (la Primera Guerra Mundial) el de «religio depopulata», a Pío XI (encíclica contra el nacionalsocialismo) el de «fides intrepida», a Pío XII el de «pastor bonus», a Juan XXIII el de «pastor et nauta», a Pablo VI el de «flos florum», a Juan Pablo I el de «medietate lunae», a Juan Pablo II el de «labore solis». Y ya sólo quedan dos papas.

[2] Este edicto preveía la recatolización de todos los territorios que desde el Tratado de Passau (1552), y en contra de sus resoluciones, se habían hecho católicos (por ejemplo, la diócesis y ciudad de Magdeburgo).

[3] Richelieu había asignado al canciller Oxenstjerna las diócesis de Maguncia y Worms, a favor de Suecia, y además prometido que permitiría, por ejemplo, que territorios de Bohemia, católicos en su totalidad, quedasen bajo dominio protestante.

[4] Este jesuita desempeñó un importante papel como diplomático al servicio de la unidad de la cristiandad y como polifacético escritor teológico. En 1577 y 1578 fue enviado a Suecia como legado pontificio (conversión del rey Juan III, aunque el país siguió siendo protestante). También fracasó su mediación con vistas a la unión de los rusos. (Sobre la unión de los rutenos, Sínodo de Brest en 1596, cf. § 123).

[5] Humanismo en el sentido: a) de formación literaria clásica, y b) de devotio moderna mística. Sígase, por ejemplo, la trayectoria que une a Gerson y D'Ally por una parte y compárese con los místicos alemanes por otra. En éstos hallamos, a pesar de toda su interioridad, una gran aspereza, una mayor energía espiritual. La mística francesa, en cambio, tiene mayor carga de sentimiento; es el hijo legítimo de una época de tendencias más bien subjetivistas. Pero también aquí el humanismo moralista (§ 76, III) llegó a convertirse en un cristianismo verdaderamente eclesiástico, en una religión y hasta en una theologia crucis (cf. § 99).

[6] «Si no puedo amar a Dios por toda la eternidad, quiero al menos amarle con todas mis fuerzas en la tierra».

[7] Su preocupación cristiana por A. Arnauld (§ 98) le llevó otra vez a París en 1618.

[8] «Las anteriores exposiciones sobre la piedad se han dirigido casi siempre exclusivamente a gentes que se habían retirado del ajetreo del mundo o al menos han enseñado una piedad conducente a este total apartamiento del mundo. Mas mi intención es instruir a aquellos que viven en la ciudad, en la casa, en la cort (Filotea, introducción).

[9] En el pietismo se dieron estímulos semejantes; F. C. von Moser escribió en 1751 sobre el Carácter de un cristiano en la corte.

[10] Este juicio precisa, tal vez, de una pequeña salvedad a causa de ciertas orientaciones sobre las relaciones matrimoniales (Filotea, parte III, cap. 39, en su último apartado). Se ha intentado, no sin dificultad, reducir a un común denominador estas frases con otras expresiones del santo sobre el tema, que resultan mucho más ponderadas (parte II, cap. 20, y parte III, cap. 38 y, del 39, la parte que antecede a la conclusión).

[11] Esta fue también su regla de oro para tratar a los innovadores religiosos: «Cuando se discute con alguien, éste advierte en seguida, en el tono general de la argumentación, que lo que uno pretende es dominar la situación. Por eso él se predispone más a la resistencia que al reconocimiento de la verdad». Contra los jansenistas, sin embargo, Vicente de Paúl se comportó con cierta dureza, a pesar de ser amigo de Duvergier (§ 98).

[12] Que también en este contexto se deba mencionar al gran Bossuet, lumbrera del saber y del estilo, resulta problemático a la luz de las investigaciones más recientes (§ 99).

[13] Esta escolástica no era, ni mucho menos, una simple evolución legítima de la alta Escolástica, sino que —desde el punto de vista filosófico— caminaba por los derroteros de una peligrosa racionalización (que, naturalmente, no era todavía ningún racionalismo).

[14] En Holanda, el jansenismo fue desarrollándose hasta la creación de la Iglesia cismática de Utrecht (1723). En Italia, el jansenismo fue defendido en 1786 por el Sínodo de Pistoia; cf. § 105.

[15] Quesnel dejó la congregación cuando los oratorianos le exigieron retractarse de su jansenismo.

[16] Esto no quiere decir, naturalmente, que este proceso tuviera lugar también entre los dirigentes —de suyo notablemente religiosos— y los círculos más selectos del jansenismo. Lo que sí es cierto es que las consecuencias del sistema jansenista echaron por este camino, contribuyendo así a fomentar la moralidad ya imperante en todos los aspectos de la vida.

[17] He aquí el elemento específicamente eclesiástico existente en una parte del jansenismo.

[18] Durante este período, las asambleas generales del clero desempeñaron un papel muy importante en Francia, pues decidían corporativamente los impuestos del clero al Estado.

[19] «Proclamación del clero galicano sobre el poder de la Iglesia»: 1. Los papas han recibido de Dios únicamente la potestad espiritual... 2. Los plenos poderes del papa están limitados por los Decretos de Constanza sobre la autoridad de los concilios generales, que son válidos para siempre, no sólo para aquella situación (extrema), o lo que es igual: supremacía de los concilios generales sobre el papa.

[20] Cf. p. 144.