CAPITULO SEGUNDO

 

LA REFORMA CATÓLICA

 

§ 85. CARACTERIZACIÓN GENERAL

 

1. La contemplación de la historia de la Reforma del siglo XVI no puede por menos de causar un efecto deprimente en los católicos. En el fondo, las derrotas católicas se sucedieron una tras otra. Para algunos, la culpa de todo ello la tuvo la trágica defección del catolicismo. ¿Es que se había agotado la energía de la Iglesia católica?

 

2. Por influjo de la historiografía protestante es costumbre dividir el siglo XVI y la primera parte del siglo XVII en Reforma y Contrarreforma. Pero, aparte de la Contrarreforma (§ 87s), hubo también otra réplica a la Reforma protestante, y sin duda más importante para la Iglesia y para su historia: la reforma católica[1].

 

No se puede olvidar que, más allá de aquella tremenda realidad de la defección católica coincidente con la victoria reformadora, hubo también reforma católica interna. Es preciso ver la una junto a la otra. Desde el principio hay que considerar el nuevo tipo de vida católica que fue despertándose. En el amplio marco de la historia universal no fue más que un germen casi inapreciable (a pesar de realizaciones individuales muy importantes por parte de religiosos, sacerdotes y laicos). Pero fue un verdadero renacer. Sus resultados en la segunda mitad del siglo XVI y en el siglo XVII fueron imponentes.

 

I. LOS INICIOS DE LA REFORMA EN EL SIGLO XVI

 

1. La reforma católica del siglo XVI de la que ahora vamos a hablar, la que habría de tener éxito, brotó de raíces intraeclesiales autónomas; fue una realización católica positiva, no provocada por el ataque protestante. Demostración: prescindiendo incluso de los fenómenos de renovación de la baja Edad Media entre el clero secular y regular y en el campo de la piedad popular (fenómenos que, a pesar de sus defectos, sembraron en muchos lugares ignotos la semilla de una futura cosecha), los primeros focos de los que brotó la reforma católica en un proceso lógico de crecimiento se dieron cronológicamente antes de la Reforma protestante. Otros factores, a los que también esencialmente se debió el renacimiento interno de la Iglesia, aparecieron con independencia de la Reforma (san Ignacio y su Compañía, santa Teresa de Jesús; §§88 y 92). Los resultados de la reforma católica no sólo fueron de tipo negativo, defensivo, sino también, y en su mayor parte, de tipo positivo, constructivo: el renacimiento de la piedad católica.

 

2. Es cierto que junto a esta primera raíz, como hemos podido ver hasta la saciedad, la obra de reforma interior de la Iglesia durante el siglo XVI también tuvo una segunda raíz, muy profunda, en el ataque protestante. Buena prueba de ello nos da el capítulo entero de las «Causas de la Reforma», causas que habían hecho históricamente inevitable la protesta reformadora. La —para nosotros incomprensible— resistencia intraeclesial, y especialmente curial, a esta reforma vitalmente necesaria (¡el Concilio!, § 89) da a esta prueba un peso todavía mayor. El ataque protestante despertó muchas fuerzas católicas improductivas, provocó y aceleró la reforma católica, la mantuvo constantemente alerta y en algunos aspectos hasta le señaló la dirección que debía tomar. La amenaza de ruina era inminente, y el impulso vital católico reaccionó. En el Concilio de Trento este efecto recíproco es palpable.

 

3. Dicho impulso vital no es, en el fondo, más que la fuerza de la santidad interior de la Iglesia, que ésta no puede perder; es el auténtico suelo nutricio de toda renovación eclesial, el supuesto por antonomasia de su nacimiento y eficiencia. Como en todos los momentos cruciales de la historia de la Iglesia, también ahora esta fuerza se manifestó en una acentuación nueva y más poderosa de la ascética. Frente al proceso de mundanización se reaccionó con nuevas exigencias y realizaciones de mayor perfección. La palabra ascética debe tomarse aquí en su sentido más amplio y profundo. Así, se llevó a la práctica una theologia crucis católica, con todo el rigor de la expresión y sin mixtificaciones espiritualistas. Una theologia crucis, eso sí, que también conocía al victorioso Resucitado. Debemos, no obstante, admitir que, cuando se logró difundir ampliamente la reforma, otra vez el sacramento —por otra parte bien asegurado doctrinalmente— no fue asimilado plenamente por la espiritualidad[2], mientras que el moralismo tuvo más oportunidades. Igualmente no debemos olvidar que, dada la desolación religiosomoral que desde principios del siglo XVI había ido extendiéndose progresivamente, sobre todo en Alemania, la tarea se planteaba en términos tan elementales, que a menudo (e incluso durante mucho tiempo) no se pudo hacer otra cosa que contentarse con las exigencias más rudimentarias. La necesidad más imperiosa era, otra vez, la instrucción primaria y la praxis elemental, únicas capaces de atajar el desenfrenado desorden.

 

No obstante, en los círculos creadores de determinadas personalidades, la transformación revistió un carácter distinto y, según sus diferentes planteamientos, llegó pronto a alcanzar unas cotas de verdadero heroísmo de fe. Lo veremos en seguida.

 

En plena época del Renacimiento, y frente a la crítica a menudo irreligiosa y laxa de los humanistas, se propuso desde el principio este programa: no criticar a los demás, sino mejorarse a sí mismo; no modificar las instituciones eclesiásticas, sino a sus representantes. El mal residía sobre todo en la mundanización del clero. Por ello, el primer lema de la renovación católica había de ser la reforma del clero.

 

Y, una vez más, también hemos de tener en cuenta en nuestro análisis la realidad de la communio sanctorum: la gran literatura y los respectivos círculos ascético-místicos, las congregaciones formadas en torno a la idea del «amor divino», de los nuevamente ensalzados «consejos evangélicos» y de los «gozos de la vida de oración» (Giustiniani), fueron como una corriente de vida sobrenatural que volvió a fecundar la tierra agostada y reseca.

 

4. A pesar de las reservas apuntadas y de otras diferenciaciones que aún hemos de señalar, puede decirse que el éxito de la obra reformadora fue extraordinariamente grande, pero muy distinto en los diversos países. Con lo cual se puso de manifiesto, y de forma impresionante, la importancia que la organización eclesiástica reviste para la vida religiosa. Buena prueba de ello nos ofrece la distinta evolución de la reforma católica en Alemania, por una parte, y en Italia y España, por otra. Al sur de los Alpes la mundanización general había llegado mucho más lejos que en Alemania; la curia y el Sacro Colegio Cardenalicio habían sucumbido a ella en la escandalosa medida que ya conocemos. Y, sin embargo, resultó que la renovación religiosa católica en Alemania avanzó mucho más lentamente que en Italia y, en su mayor parte, tuvo que ser llevada a cabo por fuerzas extranjeras. Aclararemos parcialmente estos aspectos:

 

1) A pesar de toda la mundanización, los italianos, en líneas generales, habían mantenido intacta la Iglesia con sus instituciones, la autoridad establecida por Dios y los medios objetivos de la gracia. En cambio, en Alemania la actitud personal-subjetiva imperaba en el campo de la piedad. Por supuesto que esta actitud «personal-subjetiva» no debe entenderse como simple des valorización. Es verdad que tal actitud, menos vinculada a la autoridad, se expresaba también en una religiosidad preferentemente alitúrgica, con su fe masiva en los méritos. Pero este tipo de piedad también se daba en los países del sur, y con harta radicalidad. Por otra parte, la piedad de los alemanes siempre se ha caracterizado por esa mayor seriedad de que habla Clemente María Hofbauer. No obstante, lo decisivo fue la preponderancia de lo personal, ya que en Alemania la autoridad eclesiástica, representada por la Roma extranjera, había sido en parte desdeñada más enérgicamente que en el sur. Pues los representantes de la jerarquía eclesiástica en Alemania se habían atenido tan exclusivamente a su papel de príncipes, que representaban una autoridad eclesiástica muy imperfecta y de ningún modo atrayente.

 

2) Una segunda razón: la Reforma anticatólica había ganado para su causa la mayor parte de las fuerzas de la nación; el catolicismo se había agotado en una actitud defensiva, poco segura de sus objetivos; quedaban disponibles muy pocas fuerzas positivas y apenas nada creadoras. Por eso, desde el punto de vista religioso y católico, Alemania estaba mucho más agotada que España, Italia e incluso Francia.

 

3) A todo esto se sumó a mediados de siglo, como causa inmediata de la debilidad religiosa de Alemania, una inconcebible escasez de sacerdotes, debida en parte a la múltiple confusión que siguió a la Reforma. Y dentro de este presbiterio diezmado, el nivel religioso y moral (por no hablar del nivel teológico) decayó terriblemente. La obra reformadora de los sacerdotes alemanes formados en el Sur (germánicos) y de los sacerdotes extranjeros exigió intervenciones heroicas en una especie de guerra de guerrillas cotidiana y agotadora, con el agravante de encontrarse en una situación con los años cada vez más deteriorada y sin salida. Muchos informes de los visitadores de fines de siglo hablan de esta situación con acentos sobrecogedores.

 

5. A esto respondía una autoconciencia eclesiástica respectivamente muy distinta en el norte y en el sur de Europa. Fue un factor que constantemente hemos subrayado como decisivo para la evolución de los acontecimientos. En Alemania, la situación de los católicos tras el ataque de Lutero fue muy similar a la de un ejército atacado por sorpresa. Es cierto que se reagruparon algunas fuerzas y comenzó a afianzarse una fidelidad a la Iglesia a veces admirable. Pero la labor efectiva no pasó de ser durante mucho tiempo meramente defensiva, falta de visión global, con más celo que clarividencia y precisión. Faltó esa gran conciencia de sí mismo, esa seguridad en sí mismo que procede de las propias energías en reserva. Además, la curia decepcionó a muchos de sus defensores más fieles. En 1538, el obispo auxiliar de Freising, Marius, precisamente por esta decepción, después de haber dedicado la mayor parte de su vida a la lucha contra la Reforma, no abrigaba esperanza alguna de salvación. El cabildo catedralicio de Basilea también contaba expresamente con la victoria definitiva de la Reforma. Y Cochláus y Eck, al final de una vida entregada a la Iglesia, nos legaban unas frases llenas de resignación y desaliento (§ 90).

 

¡Cuán distinta la situación en el Sur! Al menos en los círculos rectores de la Iglesia, el papado y la curia. Es cierto que hasta los años treinta, y por lo que atañe a Paulo III y Julio III incluso hasta los años cuarenta y cincuenta, se tuvo muy poca conciencia de los peligros que amenazaban a la Iglesia con la Reforma, y sólo muy insuficientemente se comprendió la seriedad de la lucha religiosa, de la fe y la oración de la parte contraria. Al principio, para León X la cosa no fue más que querella de frailes; de estas querellas acostumbraba él reírse en sus representaciones teatrales. Después, la causa de la fe fue sacrificada de hecho a consideraciones políticas partidistas (Federico el Sabio, candidato imperial de la curia, § 81). Finalmente, se creyó que con la condenación solemne se había arreglado todo. El pontificado de Clemente VII fue, otra vez, un pontificado puramente político. También este papa minimizó tanto el peligro eclesiástico y religioso que amenazaba en el Norte, que se alió con Francia y Milán contra el emperador y obligó a éste a interrumpir la represión de los innovadores. Clemente VII obró de la misma manera que el católico rey de Francia: por razones puramente políticas y con miras egoístas, sólo que de forma mucho menos consecuente. Incluso mucho después de que en la curia se hubiese efectuado un cambio de actitud, todavía Paulo III sucumbió al mismo espíritu, cuando a mediados de enero de 1547 retiró repentinamente sus tropas —a las que ciertamente sólo había contratado por medio año— de la batalla de Esmalcalda y se alió con los franceses. El provecho fue, naturalmente, para el luteranismo. El viraje político del papa significó entonces casi tanto como un salvavidas para la innovación eclesiástica.

 

6. Pero, una vez más, este trágico cuadro no debe llevarnos a ignorar la otra cara, realmente grandiosa, de la situación. La naturalidad con que en aquel terrible desmoronamiento los jefes de la Iglesia y los defensores teológicos clarividentes mantuvieron su fidelidad a todo lo esencial de la tradición y la naturalidad de su fe ciega en la inconmovilidad de la Iglesia no dejan de ser conmovedoras. Aun en los círculos italianos más profundos y serios, que tenían plena conciencia de la gravedad de los defectos de la Iglesia y conocían verdaderamente el protestantismo, como, por ejemplo, el círculo del cardenal Contarini, faltaba casi por completo la sensación de que el palpable peligro existente pudiera siquiera hacerse realidad. Muchos llegaron a expresar con rasgos vigorosos y hasta gruesos el sentimiento de que la Iglesia estaba muy mal, cuando su cabeza (= León X), en vez de pensar en remediar la necesidad del rebaño, se divertía con el juego, la música, la caza y las bufonadas (Tizio de Siena). Algunos sermones de la época del primer período del Concilio de Trento abundan en este sentimiento.

 

Y, sin embargo, lo que predominaba en las conciencias era la convicción espontánea del carácter inconmovible de la Iglesia[3]. Cabría decir que esta firmeza y seguridad inquebrantables fueron las que salvaron la vida de la Iglesia. Así se demostró de forma apabullante en el siglo siguiente. Cuando los jefes protestantes de toda especie, incluidos Calvino y su Iglesia, habían empleado toda la fuerza de que disponían, cuando su obra comenzó a padecer bajo las destructoras acusaciones de herejía en su interior, entonces la Iglesia, de la que se decía que estaba muerta, surgió con nuevas fuerzas. La Iglesia no sólo sobrevivió al ocaso de toda una época, sino que, en medio de este ocaso universal y al través de él, volvió a crear obras grandiosas. Partiendo de gérmenes minúsculos, la Iglesia fue capaz de crear dos siglos de santos. Acaso nunca como entonces se ha demostrado tan espléndidamente la fuerza interna e imperecedera de la Iglesia. La fidelidad invariable a todo lo esencial de la tradición estuvo también visiblemente justificada.

 

7. Todo esto no deja de ser verdad, aunque tengamos que recordar insistentemente que esta grandiosa reforma intraeclesial no llegó ni con mucho a atajar los defectos de la Iglesia, especialmente sus causas en el alto clero, ni fue capaz de facilitar a los fieles católicos en la medida necesaria y posible la predicación del Crucificado y de la fe en él según su santa palabra. En la revolución eclesial muchas veces no se vio más que error. Se prestó demasiada poca atención a las preguntas auténticas planteadas por la Reforma. Los que las atendieron, como, por ejemplo, Seripando o Contarini y unos cuantos más, que leyeron con un sentido nuevo la carta de Pablo a los Romanos, fueron una minoría.

 

De parte de los innovadores ocurrió lo contrario (motivado en buena medida por la falta de comprensión de los católicos). Se adoptaron posturas de endurecimiento y ofuscación. No se advirtió cómo en la antigua Iglesia los objetivos fundamentales que ahora se perseguían estaban en su mayoría abiertamente asegurados y, por otra parte, cómo ciertas tesis teológicas estaban esperando una interpretación precisa que permitiera descubrir bajo su caparazón el núcleo de la auténtica verdad evangélica.

 

II. EL PAPADO Y LA REFORMA CATÓLICA

 

1. Si exceptuamos al papa Adriano VI (§ 87), el papado no tomó parte alguna —como ya hemos visto— en los principios de la reforma católica. Hasta la destrucción de la Roma renacentista en 1527 (sacco di Roma, § 86, 7) no se dio el presupuesto negativo para la colaboración de los papas. Con Paulo III, procedente de los medios renacentistas, tan dudosos en el aspecto moral (las relaciones de su hermana Julia con Alejandro VI), dicha colaboración se inició por fin, y algunas de sus iniciativas fueron decisivas para la posteridad: el Concilio de Trento, la confirmación de la Compañía de Jesús. Comparados con todas las demás fuerzas que produjeron algunos extraordinarios frutos y crearon y extendieron la múltiple y fructífera atmósfera de la renovación católica, estos dos factores —Trento y los jesuitas— revistieron una extraordinaria importancia. Por fin, el papado llegó a ser el centro principal de la restauración interna con Paulo IV desde 1555 (aunque precisamente él, por su guerra contra España y sus medios despóticos, causó enormes perjuicios a la causa de la reforma eclesiástica).

 

2. Y sucedió ahora como en la Edad Media, en que los movimientos renovadores de la religión e impulsores de la historia nunca partieron directamente del papado, y mucho menos de la jerarquía episcopal, sino de círculos no tan elevados de la communio fidelium (Cluny, cistercienses, Ordenes mendicantes, §§ 47, 50, 57). Y, también ahora como entonces, los nuevos movimientos desplegaron sus más profundas energía para bien de toda la Iglesia y adquirieron su organización estable precisamente mediante su vinculación al pontificado y bajo su dirección.

 

3. Las fuerzas que impulsaron a la realización de la reforma católica fueron de muy diverso tipo; los partidos reformadores, múltiples. Pero si exceptuamos a los que adoptaron una actitud de algún modo «liberal» o francamente inclinada a la heterodoxia (como algunas direcciones del evangelismo, § 86), es decir, si nos ceñimos a los que participaron directamente en la regeneración interna del catolicismo, las notas características comunes a todos ellos fueron: la adhesión plena a la Iglesia y el sometimiento a su autoridad. De ahí que excluyamos el humanismo de tipo erasmista tomado en sí mismo[4]: su religiosidad cultural-individualista era una pálida sombra de catolicismo, en ella la auténtica actitud católica estaba hasta cierto punto quebrantada. Pues bien, dentro de ese fundamento común, los partidos reformadores ofrecieron todo el abanico de las posibilidades católicas: desde la actitud de tipo conciliarista de los humanistas eclesiásticos (incluido el partido de la expectación, § 90), desde la actitud de Paulo III, oscilante entre su mundanalidad personal y su peligrosamente lábil situación, por una parte, y su celo ministerial religioso-eclesiástico, por otra, y desde la severa actitud teórica de los impugnadores teológico-literarios de Lutero, hasta la laboriosidad polifacética de los jesuitas y hasta la severidad rigorista de la Inquisición. El cardenal Sadoleto, por ejemplo, exigía que contra los innovadores sólo se aplicasen medios pacíficos, y el cardenal humanista Contarini, en su manifiesto de reforma (una muestra de la muy abundante literatura en este campo), en el cual censuraba sinceramente los defectos de la Iglesia, exigía simplemente el retorno a una vida cristiana. En cambio, el papa Paulo IV se pronunció a favor del tormento sin consideración alguna. En la piedad pueden distinguirse dos tipos: la piedad mística (en cierta manera los pequeños círculos de los oratorios, §§ 86 y 92, y algunos ermitaños; santa Teresa y la mística española) y la piedad activista (san Ignacio y su Compañía).

 

4. Para la comprensión histórica de estos hechos es de especial importancia advertir que la reforma interna de la Iglesia no logró triunfar sin graves entorpecimientos por parte de la misma Iglesia y numerosos retrocesos. En 1555, Ignacio de Loyola aún hablaba en términos radicales y sumarísimos de la necesidad de reformar el papado y la curia. Expresiones de san Pedro Canisio y de algunos proyectos de reforma —en la década de los setenta— suenan como si hasta entonces en orden a la reforma nada se hubiera conseguido. Estos retrocesos no fueron otra cosa que nuevos brotes del espíritu renacentista, aún no superado, del espíritu de la política y del juridicismo existente dentro de la Iglesia. Aquí puede comprobarse hasta qué punto el «mundo» había carcomido la médula del catolicismo.

 

a) El centro de la resistencia fue, ante todo, la política familiar e internacional de los papas, así como la oposición de la curia al anhelado concilio, cuyas esperadas reformas eran extraordinariamente temidas por los empleados curiales[5]. El espíritu renacentista hizo que al principio no se viese en absoluto el peligro; he ahí la causa de que no se entendiese el animoso celo de Adriano VI, sino que se le opusiera resistencia; de que en 1534 aún pudiese ser elegido papa un hombre como Pablo III; de que el propio Paulo IV, el más riguroso entre los rigurosos, rayase en un indigno nepotismo. He ahí también la causa de que pudiese ser elegido papa en 1550 un hombre de tan mala fama moral como Del Monte (Julio III) y de que incluso el papa más importante del último período del Concilio de Trento, Pío IV (1559-1565), fuese personalmente un hombre de vida mundana.

 

b) Esta misma impresión de que el mal era poco menos que inextirpable nos da la vida que llevaban muchos cabildos catedralicios católicos nobles de Alemania y un gran número de obispos polacos y franceses, un tanto tibios y no irreprochables moralmente, en la década de los años sesenta y aún mucho más tarde. En muchos lugares, la conducta moral relajada y poco eclesiástica era tal que parecía como si la Reforma protestante nunca hubiera existido y como si la Iglesia, dividida desde hacía mucho tiempo en dos mitades, no luchase por sobrevivir y no estuviese, precisamente entonces, a punto de fenecer. Disponemos de una ingente documentación que corrobora estas afirmaciones. Así se comprende cuán poco se había conseguido aún con la reforma radical — aunque salvadora— del Tridentino y cuán enorme era la tarea que debía llevarse a cabo en los tiempos siguientes para conseguir su implantación.

 

c) Por desgracia, esta debilidad no quedó definitivamente superada pasado el siglo XVI. Urbano VIII (1623-1644) se preocupó ante todo del esplendor principesco de su propia familia (la familia Barberini) y demostró una dedicación sospechosamente intensa a los preparativos de guerra (construcción de fortificaciones, fábricas de armas, fundición de cañones). ¡Nada digamos de Inocencio X (1644-1655) y de los dos Olimpia! Este mismo espíritu siguió viviendo también en las curias episcopales de los obispos príncipes alemanes y de los «Grandseigneurs» episcopales de la corte francesa. Incluso llegó a sobrevivir el ancien régime; bajo el gobierno de Napoleón, toda una serie de cardenales participaron de tal manera en la vida de la corte, que ninguno de ellos hubiera podido siquiera pensar que su propia cabeza, el papa de la Iglesia universal, hubiese sido hecho prisionero por el mismo usurpador político cuya corte ellos frecuentaban. El propio Pío VI (1755-1799), de gran pureza de costumbres, sucumbió escandalosamente al nepotismo en sus buenos años, antes de convertirse en el gran mártir y desterrado de Valence.

 

5. La restauración interna de la Iglesia durante los siglos XVI y XVII se presentó, pues, como un complejo proceso de crecimiento. Desde el principio, las fuerzas de la restauración intraeclesial se entremezclaron con las de la Contrarreforma (§ 90), de tal manera que precisamente las fuerzas decisivas de la una llegaron a ser también factores decisivos de la otra (los jesuitas y el papado). Pero, además, el mismo proceso de la reforma interna se apoyó en múltiples fuerzas —ya de suyo entrecruzadas— de diversos centros. El solar más fructífero de la reforma católica fue, sin duda alguna, España (§ 88). España e Italia intervinieron de diferente forma en la puesta en marcha de la reforma católica. Pero en Italia, junto a los propios obispos, laicos y sacerdotes, ejercieron gran influencia las fuerzas españolas, aun mucho antes de que el centro religioso-eclesiástico, el papado, participase decisivamente en la transformación. El papado, a su vez, llevó después a cabo la reconstrucción valiéndose en su mayor parte de las fuerzas españolas de la Compañía de Jesús.

 

6. Para hacer patente la mutua relación de las distintas fuerzas y la consecuencia de la implantación de la reforma católica, trataremos las cuestiones en tres apartados: 1. El movimiento reformista católico autónomo. 2. La Contrarreforma. 3. La coronación de toda esta obra (los santos; y, además, el arte y las misiones). En el primer apartado (la labor reformista católica autónoma) expondremos en primer lugar la génesis de estas fuerzas (§ 86); después, la realización de la reforma llevada a cabo por la Iglesia con ayuda de tales fuerzas (§ 87ss).

 

7. Pero, antes de pasar adelante, hemos de señalar una importante limitación del valor de la reforma católica interna. Consiste tal limitación en que dicha reforma, desviándose de uno de sus puntos de partida esenciales (fuerte participación de los laicos), evolucionó decididamente hacia formas de piedad propias de las órdenes religiosas. Las creaciones de san Felipe Neri, de los capuchinos y de san Francisco de Sales complementaron notablemente tal limitación, pero no llegaron a eliminarla.

 

§ 86. LOS COMIENZOS. LAS HERMANDADES EN ITALIA. LOS TEATINOS

 

1. La reforma interna de la Iglesia del siglo XVI fue, en primer lugar, la culminación de la piedad de la baja Edad Media y de los muchos intentos de reforma que ya conocemos. Como impulso y como posibilidad de entronque, las dos cosas fueron importantes. Si se nos permite el atrevimiento de señalar como más importante un solo fenómeno de los muchos que componían el rico cuadro, diríamos que tal lo fue, en conjunto, la piedad popular de entonces. Pero con ello no nos referimos primordialmente a la praxis del catolicismo vulgar, sino a la nueva piedad laical naciente, por ejemplo, de un Gerardo Groot (§ 70)[6]. Esta piedad popular era muy viva, como ya hemos visto, en diversos círculos, en hermandades laicales, a las que también tenían acceso los sacerdotes (aunque a veces en número muy limitado, como en el círculo de Giustiniani en Venecia o en Génova [cf. después, ap. 2]), pero que esencialmente eran asociaciones de laicos. La única organización nueva y religiosamente creadora de la época, los Hermanos de la Vida Común, representantes clásicos de la devotio moderna tras las huellas de G. Groot, cultivaban esta piedad laica bajo formas humanistas.

 

En todos aquellos intentos de reforma católica hemos advertido que la base más profunda de la transformación interna de la Iglesia era el despertar de una piedad cristiana sencilla según el lema: «santifícate». Nueva y decisiva prueba de ello nos dan las distintas hermandades existentes en Italia en la última década del siglo XV, de cuyo espíritu, como se puede comprobar históricamente, brotaron corrientes decisivas de la nueva piedad y eclesialidad católica.

 

2. Entre estas hermandades desempeñó un importante papel en los comienzos de la revitalización católica el «Oratorio del divino amore». Este Oratorio fue una hermandad eclesiástica normal y corriente, una de las muchas que entonces, todas a una, robustecieron grandemente la vida religiosa y eclesiástica, tanto que constituyeron una ayuda decisiva y duradera para todo el organismo eclesiástico. Desde el principio hemos sostenido que estas hermandades estaban impregnadas de un sano realismo. Tenían una orientación marcadamente caritativa, por ello exigían como requisito el amor al prójimo. En el año 1494, Girolamo de Vincenza fundó en su ciudad natal una hermandad, cuya finalidad era promover la santidad de sus miembros. En el mismo lugar, el famoso predicador popular Bernardino de Feltre había fundado un Oratorio de San Jerónimo, que reclutaba sus miembros en los estratos más elevados de la sociedad y perseguía observar una vida santa por medio del ejercicio de la caridad y la instrucción piadosa. En el año 1497, en Genova, el laico Ettore Vernazza fundó una hermandad similar, que también tenía como objetivo la propia santificación y el ejercicio de la caridad; en esta hermandad, el número de sacerdotes que se admitían era limitado. Nos consta que esta hermandad ya ostentaba el nombre de «Oratorio del amor divino». Roma, Venecia, Padua y Brescia siguieron pronto este ejemplo con asociaciones del mismo nombre.

 

En Vincenza, desde el año 1518, también desarrolló su actividad Cayetano de Thiene[7], nacido en la misma ciudad († 1547). Después de haber sido miembro del Oratorio del amor divino en Roma y haber colaborado en la reforma del clero, trabajó en su ciudad natal. A Cayetano de Thiene se remonta la fundación del grupo en Venecia. En Verona, el Oratorio fue introducido por Giberti, más tarde obispo ejemplar. Se conserva una lista de los miembros del Oratorio romano en 1524, en la que aparecen nombres de obispos, camareros pontificios y escribanos de la curia apostólica, aparte de un buen número de laicos[8], entre los que figuran los nombres de Cayetano de Thiene y Gian Pietro Carafa.

 

Los estatutos (se conservan los de Roma, Génova y Brescia) señalan como fin principal de la hermandad «sembrar y plantar en nuestros corazones el amor». Este objetivo podría parecer carente de originalidad, pero en realidad fue algo extraordinariamente característico, pues el concepto del amor divino se convirtió gracias a ello en lema central de una vida cristiana más noble y de una mayor perfección (véase anteriormente, § 85; también Giustiniani escribió un tratado «Dell'amore di Dio»). Como medios para alcanzar el fin propuesto, a los miembros de la hermandad se les prescribían los siguientes ejercicios: una reunión semanal, en la que se celebraba la misa; oír misa todos los días (o por lo menos estar presente en el momento de la consagración); comulgar una vez al mes[9]. Los miembros estaban además obligados a ayunar una vez por semana y a recitar diariamente siete padrenuestros y avemarías. Y sobre todo debían ejercitarse en el cuidado de los enfermos incurables. De esta manera, los Oratorios fueron a un mismo tiempo fundadores y cuidadores de numerosos hospitales para atender las nuevas enfermedades contagiosas, aparecidas a raíz del descubrimiento de América. Hubo hospitales del Oratorio, por ejemplo, en Roma, Nápoles, Vincenza, Venecia y Brescia. En el Oratorio romano el número de miembros se limitaba a sesenta. Estaban obligados a guardar secreto sobre la hermandad.

 

Lo más importante desde el punto de vista teológico, la vinculación a la Iglesia como único custodio de la verdad y la santidad, era para los Oratorios algo evidente, y otro tanto la distinción entre el cargo y la persona. Frente a la crítica disolvente, o al menos estéril, del individualismo y el subjetivismo, nos encontramos aquí con un punto de partida verdaderamente objetivo y vinculante dentro de la comunidad eclesial[10].

 

3. También Venecia llegó a ser un foco importante de estas nuevas fuerzas eclesiales, como ya sabemos. Y nuevamente fue en los mejores círculos de la ciudad en los que el celo se puso de manifiesto. Tommasso Giustiniani, que aún siguió siendo seglar muchos años después, reunió en torno a sí un grupo de jóvenes con el fin de ganarlos para una vida cristiana seria. Su ideal humanista de una vida comunitaria de gran estilo, ideal que Giustiniani llevaría consigo a los ermitaños de Camaldoli, condujo a sus amigos —entre los cuales ya conocemos a Vincenzo Quirini— a vivir en común por algún tiempo.

 

El grupo cobró especial significación histórica con Gaspar Contarini, que era o llegó a ser una especie de hombre puente entre las fuerzas reformadoras de Italia, un elemento central de la obra reformadora de la Iglesia y un activo favorecedor del entendimiento con los luteranos bajo el pontificado de Paulo III (§ 87, II). Hay una cosa que debe considerarse en general como un importante factor de la reconstrucción, y es que numerosas personalidades, que desde la segunda década del siglo tomaron parte en la preparación y parcial realización de la reforma católica, estuvieron en estrecha relación unas con otras. No sólo sus programas tuvieron afinidad interna, dada su orientación al mismo objetivo, sino que hubo verdaderos «círculos» que persiguieron juntos el mismo fin de la renovación eclesial. Todo ello no estuvo exento —al menos a la larga— de tensiones fuertes, incluso fortísimas (por ejemplo, a raíz de la evolución de Carafa, § 91); pero unos y otros se conocían, trabaron amistad, vivieron juntos (por ejemplo, Giustiniani en casa de Cayetano de Thiene, en Roma), con el fin de «hacerse por entero espirituales».

 

4. En el ámbito de influencia de esta nueva piedad hubo varios grupos de clérigos regulares que jugaron un papel importante dentro de la reforma católica. La Orden de los barnabitas (fundada en 1530 por san Antonio María Zaccaría, † 1539), que trabajó por la reforma de las costumbres y por las misiones populares, nació de una de estas hermandades de Milán. En Venecia, san Jerónimo Emiliani († 1537) fundó, con ayuda de los teatinos, la Orden de los somascos (1532).

 

La más importante fue la fundación de la Orden de los teatinos (1524) por obra de dos miembros del Oratorio romano: Cayetano de Thiene y Juan Pedro Carafa[11].

 

En estos dos varones vemos la doble vía por la que discurrió la evolución: la vía de la interiorización de Cayetano, de temperamento suave y mentalidad franciscana, y la vía radicalmente distinta de Carafa, más tarde elegido papa con el nombre de Paulo IV, el hombre que llevó a la práctica la Contrarreforma con medios inquisitoriales.

 

Por medio de Cayetano la Orden de los teatinos llegó a ser pronto todo un programa. Pero no apareció en solitario, sino que debe ser vista — como ya indicamos— en unión con otras numerosas comunidades que nacieron o actuaron a su lado (bien con carácter secular o con carácter clerical regular).

 

5. El verdadero fin de la reconstrucción católica (más allá de la santificación propia o, mejor dicho, por medio de ella) estaba dado de antemano: restablecer lo que más se echaba en falta en la Iglesia, la cura de almas, y presentarla como la tarea connatural de todo cargo eclesiástico y llevarla a cabo de manera nueva. Este problema ya lo habían afrontado los numerosos proyectos de reforma de los cien años anteriores. De ahí las reiteradas exigencias de los sínodos provinciales y diocesanos, de las propuestas de reforma y de las bulas o decretos reformadores, preocupados todos ellos por la creación de un nuevo clero pastoral (examen de los ordenandos, fomento de la formación religiosa, eliminación de la escandalosa praxis curial de las dispensas).

 

La literatura pastoral de la época intentó reimplantar las directrices marcadas por los Padres griegos sobre la vida sacerdotal y presentarlas de forma nueva, adaptada a las necesidades del momento (la obra Stimulus pastorum, de Wimpfeling). Se hizo también un esfuerzo por reelaborar en toda su pureza la imagen del obispo que apacienta su grey y por dar a tal imagen nueva vitalidad. Algunos hombres sobresalientes fueron un verdadero espejo de prelados; Contarini y el obispo Giberti de Verona († 1453) se aproximaron mucho al ideal.

 

En este contexto se situaron los objetivos y la obra de los teatinos. Sus fundadores habían detectado, entre todos los defectos de la Iglesia, los dos más nocivos y, a su vez, estrechamente relacionados entre sí: la falta de espiritualidad del clero y la desmesurada riqueza. Por ello el objetivo de su Orden fue destruir los dos de raíz. Así, en el círculo de Venecia ningún miembro de la Orden poseía un beneficio. Los teatinos debían ser, con su pobreza perfecta, un ejemplo vivo e irreprochable de religiosidad eclesiástica, y así, con su ejemplo por delante, renovar al clero secular desde sus cimientos. Bien se echa de ver el espíritu de Cayetano, ferviente admirador de san Francisco, en la exigencia de que la comunidad no debe tener ingresos, ni poseer bienes raíces, ni siquiera mendigar el sustento.

 

6. Las costumbres de las susodichas hermandades y los estatutos de la Orden de los teatinos no tuvieron orientación polémica (y mucho menos antiprotestante), sino más bien positiva. En esto precisamente radicó su fuerza. Lo único que hicieron fue seguir la gran ley de la vida, que nace de las cosas pequeñas, que tanto más poderosa y eficazmente despliega su fuerza cuanto más profundamente yace envuelta en el silencio de su proceso interno, sin otras miras que su desarrollo interior.

 

a) La relación de estas hermandades con el humanismo vino directamente dada en muchas ocasiones por la simple personalidad de sus dirigentes. La piedad humanista que tales hermandades cultivaron fue malentendida por algunos y hasta tachada de protestante. Bien pudo estar en ciertos lugares impregnada del un tanto informal «evangelismo»; también pudo hacerse sospechosa de un espiritualismo de cuño neoplatónico, como el que ya hemos encontrado en Pico della Mirandola (§ 76) y, de modo semejante, en el desmedido aprecio erasmiano del valor religioso de la cultura. Pero en los círculos de las hermandades aquí mencionadas, o en otros círculos, en cuya vida tomaron parte figuras como Miguel Angel y su famosa amiga Vittoria Colonna, jamás se quebró la fidelidad a la Iglesia y a la doctrina de la fe predicada por ella (a veces después de superar tensiones, como, por ejemplo, la crisis surgida en torno a Occhino en Italia). En el caso de las hermandades, como en las acusaciones contra los cardenales Morone y Pole, la Inquisición se equivocó en sus sospechas.

 

b) El hecho de que a su vez el Humanismo levantara sospechas —no siempre infundadas— de irregularidad eclesiástica no necesita mayor explicación después de nuestras indicaciones anteriores. Pero es muy importante determinar con la mayor precisión posible el papel desempeñado por el humanismo en el desarrollo de la restauración católica. La atmósfera general creada por la revolución cultural, religiosa y espiritual, sobre todo en Italia, pero en diferentes grados también en todos los demás países que se habían abierto al espíritu del Renacimiento y del Humanismo, era una atmósfera extraordinariamente polivalente. Por eso, en cuanto tratamos de contemplarla más de cerca, volvemos a topar con todas las divergencias ya implícitas y actuantes en el Humanismo histórico de los siglos XV y XVI.

 

c) El papel positivo desempeñado por el Humanismo con su redescubrimiento de la Sagrada Escritura y de la «verdadera teología an­tigua» salta a la vista. La ingente aportación de las ediciones completas de los Padres de la Iglesia, sobre todo en Basilea y París, la preparación del texto de la Biblia expurgado (aunque no purificado del todo) por obra de Lorenzo Valla en sus «Anotaciones», el quíntuple Salterio de Lefévre, la Políglota Complutense de Cisneros, el Nuevo Testamento griego de Erasmo (obra paralela a la anterior), las nuevas posibilidades de enseñanza del griego y el hebreo (Alcalá, Lovaina, los libros de Reuchlin) —trabajos todos ellos realizados en España, Francia y Alemania— pusieron en manos de las fuerzas renovadoras de la Iglesia los medios materiales para conocer los ideales teológicos y religiosos que tuvieron vigencia y vitalidad en la Iglesia antigua. Con todas estas aportaciones se pudo volver al texto originario de las puras fuentes.

 

Ficino (§ 76, III) había ya propugnado una reforma religiosa. En él ya encontramos, por cierto, una decisiva síntesis de cultura antigua y renovación cristiana de fe, síntesis difícil de llevar a cabo para un observador crítico. Para Ficino, como para otros muchos, el Platón «neoplatónico» fue el gran santo, a cuya bendición se confiaba —tal vez en demasía— la obra de reconstrucción[12]. En todo caso, el empeño de promover un renacimiento religioso fue esencial. Un amigo de Ficino, Pico della Mirandola, entabló, además, relación directa con Savonarola, con lo cual, junto al intento positivo de reforma de la Iglesia, se puso de manifiesto con toda su crudeza el problema de la Iglesia y la cultura, esto es, el problema de la separación entre la cultura renacentista mundanizada y la Iglesia. Por otra parte, los estudios paulinos de John Colet, discípulo de Ficino, pusieron a Erasmo en el camino de la «nueva teología» de la Escritura y los Padres. Pero con ello nos volvemos a encontrar con la misma pregunta, de la que ya tratamos anteriormente al hablar del Humanismo y analizar la obra de Erasmo: ¿Hasta qué punto el movimiento humanista, iniciado por buenos cristianos y promovido en su mayor parte por cristianos, fue, en su núcleo, cristiano y religioso (esto es, revelación del Crucificado) y contribuyó a la construcción de la Iglesia? ¿O hasta qué punto propendió a situar al hombre en el centro? ¿Fue un movimiento católico creativo en cuanto al dogma, fuera de los sitios en que personas conectadas enteramente con la Iglesia utilizaron para la reforma los nuevos medios teológicos humanistas?

 

d) De hecho, ya desde el principio hubo fuerzas humanistas dentro de la reforma propiamente católica del siglo XVI: en los círculos más importantes de la Orden de los teatinos (confirmada en 1524 por Clemente VII), en la teología antiprotestante, en las primeras etapas del Concilio de Trento. Posteriormente, el Humanismo dominó tan fuertemente la labor espiritual de la Contrarreforma, la obra educadora de los jesuitas, la piedad de san Felipe Neri y la espiritualidad francesa del siglo XVII, que no se puede prescindir de él. Si bien el Humanismo tuvo consecuencias radicalmente destructivas para la Iglesia (parcialmente en Erasmo, luego en Zuinglio y otra vez en el siglo XVIII), sin embargo, la piedad católica fue capaz de utilizarlo como acelerador de su reconstrucción. Naturalmente se trató —no nos cansaremos de subrayarlo— de hombres que primordialmente vivieron del espíritu de la Iglesia; por ello su Humanismo logró superar aquel elemento que, al acentuar excesivamente lo «humano», había llevado (y siguió llevando) a la tentación de querer hacer del hombre, con poco o ningún sentido de Iglesia, la medida de todas las cosas.

 

7. El «sacco di Roma» de 1527, en el que 20.000 mercenarios (españoles, alemanes e italianos), muchos de ellos luteranos, todos hambrientos y sin soldada, se entregaron al saqueo y a la carnicería más espantosa[13], significó el comienzo de la actividad y expansión de las nuevas fuerzas religiosas. La destrucción de la Roma renacentista, incluidas la casa y la iglesia de los teatinos, tuvo una importancia positiva para la renovación católica: muchos celosos promotores de la reforma se esparcieron por toda Italia. En Venecia pudieron conectar con el círculo reformador y humanista agrupado en torno a Gasparo Contarini (§ 90). Sadoleto y Giberti volvieron de la corte romana a sus obispados. La obra realizada por Giberti en Verona, mediante su ejemplo y la profunda reforma del clero, significó nada menos que el comienzo de la «regeneración del episcopado italiano» (Pastor) y del clero y, por tanto, la condición de posibilidad de una reforma general. El obispo volvió a ser pastor de almas[14]. El espíritu de esta reforma dio sus mejores frutos en las disposiciones reformistas del Concilio de Trento sobre la formación y vida del clero y en san Carlos Borromeo y su erudita Academia (§ 91). También los jesuitas, san Felipe Neri, san Francisco de Sales y san Vicente de Paúl consideraron tarea capital la formación de un nuevo clero.

 

§ 87. REALIZACIÓN DE LA REFORMA: EL PAPADO EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XVI

 

I.  PRELUDIO

 

1. A León X, «el sibarita del pontificado», le sucedió Adriano VI (1522-1523), el último papa no italiano. Adriano VI procedía del Imperio alemán (era holandés), pupilo de los Hermanos de la Vida Común (devotio moderna humanista, § 70), profesor de teología, maestro de Erasmo, preceptor de Carlos V, titular de una diócesis española y regente de España después de la muerte de Fernando el Católico. En Adriano VI se unían la interioridad alemana y el espíritu eclesiástico rigorista español con una auténtica piedad y un gran celo reformador. Adriano VI pervivió en la historia como una figura grandiosa, pero trágica.

 

a) Una figura grandiosa, pues en plena relajación del Renacimiento él fue el único papa del último tercio del siglo XV y primera mitad del siglo XVI que adoptó una actitud religiosa cristiana y consciente de la responsabilidad que su cargo requería. Adriano VI tuvo el valor de confesar públicamente en la dieta imperial de Nuremberg (enero de 1523), por medio de su legado Cheregati, la culpa del clero, y especialmente de la curia romana, en la rebelión religioso-eclesiástica[15]. No sólo prometió reformas, sino que procedió a realizarlas con energía. Para adoptar esta actitud en la Roma del Renacimiento, entre aquella curia y aquellos cardenales, y además no siendo italiano, era necesaria una gran capacidad de entrega y disposición al sacrificio.

 

La confesión de culpa por parte del papa no tuvo buena acogida en Nuremberg. Más bien hizo resurgir los puntos conflictivos y que se aplazase, con sorprendente confusión teológica, la cuestión religiosa hasta un concilio alemán libre, que debía celebrarse en el plazo de un año. Se debía impedir, sí, el ulterior avance de Lutero (a pesar de lo cual Lutero escribió entonces, entre otras obras, los planfletos del «Becerro monástico» y «El Papa asno»), pero se rechazó la ejecución del decreto de Worms contra Lutero y sus seguidores.

 

Todo lo dicho no quita nada a la autenticidad de la actitud cristiana de Adriano VI. El realizó una exigencia fundamental del evangelio, cuyo valor no puede hacerse depender del éxito obtenido.

 

b) Por otra parte, al papa le faltó la visión clara de las condiciones necesarias para lograr una renovación radical. En vez de ir tomando poco a poco las medidas adecuadas, promoviéndolas reiteradamente, lo que hizo fue precipitarlas. Es cierto que tampoco tuvo tiempo suficiente para cambiar de actitud y para rectificar los fallos cometidos, o simplemente para llevar a cabo sus reformas: su pontificado sólo duró veinte meses.

 

Pero, ante todo, faltaban en absoluto los presupuestos para una reforma. Ni estaba preparado convenientemente el terreno espiritual general de las personas que requerían mejora —especialmente en la curia—, ni existían —y esto es decisivo— órganos que comprendiesen íntimamente el programa y que hubiesen podido preparar aquel terreno: ni el alto ni el bajo clero eran aprovechables. El fracaso de Adriano VI demuestra la importancia de la Orden de los teatinos y de los esfuerzos que paralelamente se hicieron para promover una reforma católica desde abajo.

 

Podemos mencionar, como hecho consolador dentro de la miseria general, el retorno a la Iglesia romana del patriarca cismático Teófilo de Alejandría, que tuvo lugar por aquel entonces.

 

2. El papa siguiente fue Clemente VII, un papa Médici. Fue un hombre moralmente íntegro y trabajó incansablemente bajo el pontificado de su primo, el frívolo León X. Pero su pontificado tuvo un carácter totalmente político. El cónclave que lo elevó al solio pontificio fue una vergonzosa lucha de intrigas por el poder. Como papa se mostró falto de energía y decisión (su vano intento de conseguir una neutralidad mal entendida entre el emperador y Francia). Clemente VII fue —dicen Ranke y Pastor— «el más funesto de todos los papas», si bien, y a pesar de sus constantes necesidades pecuniarias, fue más estricto que sus contemporáneos y rechazó el chalaneo con los capelos cardenalicios. Pero lo que se dice un concilio, el gran medio para mejorar la situación, Clemente VII «lo temía como un fantasma».

 

II. EL GIRO DECISIVO BAJO EL PONTIFICADO DE PAULO III

 

1. Al hablar de la cooperación del papado en la reforma interna de la Iglesia durante el siglo XVI y de la reforma del papado mismo, es necesario medir bien el alcance de las palabras. Aquí, salvo de forma incoativa, la reforma tardaría todavía mucho tiempo en llegar al ámbito propiamente religioso, y en especial al ámbito de la santidad. En primer lugar se trataba de superar el predominio exclusivo de las fuerzas mundanizadas en la curia romana y de facilitar el restablecimiento de la correcta relación entre religión y cultura. Esta primera transformación se llevó a cabo con una lentitud extraordinaria.

 

2. Pero, por fin, la situación de la Iglesia, especialmente en lo que se refería a la curia, a la vida de los obispos y a la administración en general, llegó a ser tan insostenible, el progreso de la callada labor de las fuerzas reformistas internas tan gigantesco y el impulso de los diversos círculos reformadores tan enérgico, que su influjo se hizo notar definitivamente en el estamento más alto de la administración de la Iglesia. Esto sucedió bajo el pontificado de Paulo III (Farnese, 1534-1549). Este hombre, de amplia cultura y grandes dotes, formado completamente en la Roma de Alejandro VI (antes de ser papa tuvo tres hijos y una hija), despertó finalmente de su mundanísima conducta y su corrompido nepotismo. El apoyó las Ordenes de nueva creación, surgidas en los años treinta: los barnabitas, los teatinos, los capuchinos, los somascos, las ursulinas y, más tarde, los jesuitas (§ 88). Y efectuó en 1536 (y luego otras dos veces) el nombramiento de nuevos cardenales, nombramiento de una importancia incalculable en sus repercu­siones, gracias al cual entró en el más alto senado de la Iglesia la mayor parte de las figuras más nobles y más significativas en el campo religioso-moral de aquella época: Contarini, Morone, Pole, Carafa, Sadoleto, Fisher de Rochester (mártir). La tensión existente entre el círculo de Carafa (rigorista) y el círculo de Contarini (pacifista) tuvo gran importancia para el desarrollo posterior.

 

Estos cardenales y obispos (¡Giberti!), a quienes el papa reunió en una comisión oficial de reforma, en la cual no figuraba ningún cardenal de la curia, elaboraron importantes proyectos de reforma (¡el famoso «Consilium para la renovación de la Iglesia» de 1537!), que acabaron teniendo una relevancia decisiva en la historia. En ellos se ponía al descubierto con el máximo rigor y seriedad el deterioro de la Iglesia de Dios, especialmente «en la curia romana» y en el clero secular y regular, y se señalaban caminos de solución: la arbitrariedad y el «mammonismo» debían desaparecer de la curia; la elección de los obispos debía ser más cuidadosa y, para que la dirección de las diócesis fuese siquiera posible, se debía imponer a los obispos la obligación de residencia.

 

También, entre otras cosas, se declaraba la guerra a la adulación cortesana, así como a su correspondiente teología, en la cual se apoyaba el curialismo. El texto de estos proyectos de reforma es conmovedor y aún hoy resulta muy saludable para hacer un examen de conciencia Se censura, por ejemplo, que al papa se le declare de tal modo dueño de todos los beneficios, que necesariamente se llegue a la conclusión siguiente: «Como el papa no vende sino lo que es su propiedad no incurre jamás en el delito de simonía»; o bien: «Como quiera que la voluntad del papa —sea cual fuere su especie— es la pauta de sus intenciones y actos, de ahí se sigue indefectiblemente que todo lo que él quiera le está permitido...».

 

El extendido mal de la arbitraria concesión de dispensas, que causaba la destrucción de la comunión eclesiástica, debía ser extirpado de raíz. Aquí se daban casos tan increíbles como las dispensas a los religiosi apostatae, o la exención del celibato a ordenados con órdenes mayores. Una y otra vez se condena la simonía de diferentes maneras, así como el abuso de absolver de este delito a cambio de dinero. Se censura igualmente la suciedad de la indumentaria —cosa difícil de imaginar para nosotros—, pero también la ignorancia de los sacerdotes al celebrar la misa en San Pedro. Se establece en términos generales un principio fundamental, enteramente cristiano y de absoluta evidencia, pero por demás chocante para el mundo curial de entonces: el papa, representante de Cristo, no puede percibir legítimamente retribución pecuniaria alguna por el ejercicio del poder que Cristo le ha confiado. Tal es, en efecto, el mandato de Cristo: «De balde lo recibisteis, dadlo de balde» (Mt 10,8). Se censura, en fin, con gran rigor la falta absoluta de preocupación por las vocaciones sacerdotales, cuyo resultado es la situación deprimente del estamento clerical, con sus escándalos de una parte y su desprestigio de otra.

 

3. Todo esto era más de lo que Roma había oído hasta entonces. Pero, al mismo tiempo, no era más que un programa. Entre tanto, Paulo III llegó a acariciar la idea de convocar un concilio ecuménico. A pesar de todas las dificultades no abandonó tal idea (si bien experimentó peligrosas vacilaciones, a veces directamente incomprensibles, y desviaciones constantes) y finalmente, digamos en el último momento, cuando ya muchos de los entusiastas más decididos habían perdido las esperanzas, cedió a la presión de las fuerzas políticas y eclesiásticas e hizo que el concilio comenzase en Trento en diciembre de 1545.

 

A pesar de las importantes lagunas existentes en la composición del concilio (§ 89)[16], el papado concentró decisivamente con esta convocatoria las fuerzas de la Iglesia y asumió, a una con el reglamento, la dirección. Únicamente este modo de actuar correspondía a la esencia de la Iglesia, como hoy podemos deducir de toda la evolución, y únicamente así pudo obtenerse el triunfo en las decisivas luchas posteriores. Pero, sobre todo, y teniendo en cuenta los peligros efectivos (debilidad interna de la Iglesia y ataque exterior en forma de innovación cada vez más difundida), tal concentración de fuerzas en manos del pontificado fue la única solución coherente.

 

Tras la apostasía de Occhino en 1542, Paulo III, a instancias de Carafa y de Ignacio de Loyola (§ 83), estableció la Inquisición romana y una autoridad central propia, también en Roma, para el mantenimiento de la ortodoxia con un cometido expresamente inquisitorial. Estos organismos aniquilaron los gérmenes de la Reforma protestante en Italia (§ 83, II, 7).

 

§ 88. LA COMPAÑÍA DE JESÚS

 

1. Conviene tener siempre presente que la reforma católica interna del siglo XVI fue un proceso sumamente variado, en el que participaron muy distintas fuerzas eclesiales de muy diferentes maneras y no siempre de forma claramente coherente. Ya hemos visto cuán variadamente contribuyó Italia a este resurgimiento. Pero hemos de repetir aquí lo ya dicho, volviendo a resaltar su importancia: España es la que renovó el catolicismo. Su ardor religioso, su sentido católico-eclesiástico, la conciencia de su misión histórica frente a la infidelidad y su Iglesia nacional, no exenta de amenazas y peligros, pero marcadamente fiel a la Iglesia universal, alcanzaron el pleno apogeo de su fuerza al alcanzar también el país la cumbre de su desarrollo político y cultural[17]. ¡El país que regía los destinos del mundo en la época de la Reforma era católico! Se comprende que las fuerzas católicas del siglo XVI fuesen primordialmente españolas. Prescindiendo de otros significativos estadios previos y manifestaciones secundarias, estas fuerzas se alinearon en tres formaciones de distinta relevancia: los jesuitas, santa Teresa de Jesús y la Inquisición, las dos primeras de las cuales pueden calificarse de relevancia fundamental.

 

Toda la piedad discurrió entre dos polos: la vida activa y la vida contemplativa. Únicamente cuando ambas formas de vida, vistas en su totalidad, fecundan juntas y sin parcialismos el desarrollo, puede éste ser saludable y decisivo en el sentido propio de la revelación cristiana. También bajo este aspecto demostró España su esplendor en el siglo XVI, pues en ambas formas de vida produjo personalidades y creaciones extraordinarias, decisivas para la evolución de la Iglesia en la Edad Moderna. Ignacio y su Compañía fueron los representantes de la piedad activa, y aun activista; Teresa de Jesús y su círculo, con su formidable fuerza de irradiación, alcanzaron, en cambio, un punto cumbre de la mística. Pero —advirtámoslo otra vez— también Ignacio estuvo profundamente inmerso en la gracia de la «contemplación» y Teresa, a su vez, efectivamente volcada en una fecunda actividad reformadora.

 

2. Ignacio de Loyola (nacido entre 1491 y 1495; muerto en 1556) resulta, en cuanto tratamos de entrar en detalles, una figura difícil de describir. Hay en su vida y su obra muchos problemas por resolver, que algunos de sus discípulos, un tanto pusilánimes, han intentado paliar. Pero únicamente la superación de las extraordinarias tensiones internas y externas pudo desplegar la fuerza arrolladora de que da testimonio su obra. En el fondo de todo: ardor y mesura; y, en ambas cosas, voluntad absolutamente indomable. Ignacio es una de las más rotundas manifestaciones de la fuerza de la voluntad humana que la historia conoce. Pero al mismo tiempo hay que dejar bien sentado que su obra constituyó enteramente un servicio y, precisamente, un servicio a la Iglesia. El problema de la humildad del gran santo, que aquí subyace, es un problema muy difícil de comprender racionalmente. En efecto, su humildad coexiste con una terriblemente precisa y fría autoobservación, con una minuciosa comprobación y ponderación de los medios y con una aplicación de ellos sumamente realista, lo cual excluye todo tipo de ingenuidad.

 

Ignacio (don Iñigo de Loyola) fue un noble vasco, de educación palaciega, residente por largos años en la corte del rey, totalmente despreocupado por entonces de observar una vida ejemplar, más bien lleno de ambición, ansioso de fama y grandes hazañas y apasionado a un tiempo por su «dama». Pero, a sus treinta años, una herida recibida en la defensa de la ciudadela de Pamplona contra los franceses (era capitán en la tropa del Virrey) y la consiguiente permanencia en su lecho de enfermo entre lecturas piadosas fueron la palanca de su conversión interior. Al no haber en el castillo de Loyola las novelas de caballería que quería, el capitán leyó la Vida de Jesús, de Ludolfo de Sajonia (§ 85) y otras vidas de santos (santo Domingo de Guzmán y san Francisco de Asís). Por influjo de estas lecturas, Ignacio comenzó a anhelar la gloria de la santidad en vez de los laureles de la guerra[18]. La Virgen se convirtió en «su dama». De nuevo tenemos aquí el viejo ideal del penitente peregrino, sin un programa concreto (§ 50).

 

El terreno estaba abonado. Dio sus primeros frutos en Montserrat (1522-1523)[19] y durante su obligada estancia en Manresa (1523) antes de su proyectada travesía a Jerusalén. San Ignacio ejercitó aquí severas prácticas de penitencia y un rigurosísimo control de sí mismo y, bajo el influjo de la mística pedagógica de los Hermanos de la Vida Común, que conoció a través de la obra ascética del benedictino García de Cisneros (reformador de Montserrat) intitulada Exercitatorium y también a través de la Imitación de Cristo, llevó a cabo la primera gran obra de su vida: escribió las líneas fundamentales del libro de los Ejercicios, que poco a poco completaría transcribiendo los resultados de la rigurosísima observación y experimentación de sí mismo.

 

Los Ejercicios Espirituales se convirtieron en el libro más significativo de toda la Edad Moderna de la Iglesia católica. Su estructura es maravillosamente lógica, y su acertada elección de los medios aptos para dominar las fuerzas del alma, incomparable (lo cual nada tiene que ver con la afirmación —exagerada, evidentemente— de que los «Ejercicios» son un camino infalible de bienaventuranza). Por otra parte, lo más importante para Ignacio nunca fue este libro escrito, sino su transmisión viva en unos ejercicios, que debían ser impartidos por un maestro de ejercicios (y al principio sólo a uno o a unos pocos ejercitantes). En el libro como tal, indudablemente, el método indicado tiene enorme importancia; pero lo principal es su contenido: Cristo, que conduce su ejército, especialmente en la Iglesia romana, a la que pertenece el mundo entero, la misión entre cristianos y entre paganos. (Al igual que el libro de los Ejercicios, también las Constituciones de la Compañía y toda la obra ingente de Ignacio debieron someterse en el transcurso de la vida del santo a importantes modificaciones y sufrir retrocesos. Ni los Ejercicios ni las Constituciones surgieron como fruto de una revelación, como ha querido demostrar en ocasiones el padre Nadal).

 

Incluso después de la estancia en Manresa y del viaje a Tierra Santa, el proceso de clarificación interna se desarrolló paulatinamente. Graves tribulaciones internas, luchas por la seguridad de la salvación de su alma y escrúpulos agotadores llevaron a Ignacio al borde del suicidio. Precisamente aquí se acreditó la fuerza de su voluntad, capaz de domeñarlo todo. Sin embargo, la verdadera seguridad propia sólo la fue consiguiendo poco a poco. Ignacio llegó a conocer los peligrosos abismos del alma, pero también aprendió a enseñorearse de ellos. Con el tiempo, todo quedó sometido a disciplina. Llegados a este punto, hemos de constatar que Ignacio no solamente llegó a ser, sino que se formó a sí mismo, fue resultado de su propia voluntad. Antes de formar a los demás, Ignacio comprobó en sí mismo su propio método. Y así en todo. Sabemos, por ejemplo, que más tarde llegó a copiar hasta veinte veces sus cartas para corregirlas.

 

A su regreso de Tierra Santa (enero de 1524), donde Ignacio no obtuvo permiso para quedarse, ejercitó su afán de ganar las almas, lo. que inmerecidamente le acarreó algunos choques con la Inquisición.

 

Pero, por encima de todo, su programa fue madurando: el rasgo activista y pastoral pasó a primer plano. Mas para poder ser efectivo Ignacio necesitaba poseer la cultura de su época. Y así, a los treinta y tres años, inició el estudio de las disciplinas más elementales. Por lo que se refiere a las disciplinas superiores, al principio no tuvo éxito, Pero a los siete años de estudio en París (filosofía y teología) llegó a obtener el grado de maestro (1535). Se ganaba la vida pidiendo. Muy pronto se puso de manifiesto su gran fuerza de atracción (expresión de una incontenible necesidad de ganar almas) y un extraordinario conocimiento de los hombres. Un pequeño grupo de piadosos estudiantes se agrupó estrechamente en torno a él. En 1534 o 1535 eran ya seis. De caracteres asombrosamente distintos. Y, menos uno, todos españoles. Cada uno fue ganado definitivamente por medio de los ejercicios, dirigidos por don Iñigo. Durante una misa celebrada por uno de ellos (el saboyano Pierre Faber) en Montmartre hicieron voto de pobreza, de castidad (todavía no de obediencia) y de emprender una peregrinación a Jerusalén (una cruzada espiritual para la conversión de los infieles). En el caso de no poder llegar a Tierra Santa[20], se encaminarían a Roma, para ponerse a disposición del papa. Como vemos, el programa era todavía muy general. Jacobo Laínez lo formuló así: «Servir en la pobreza a Jesucristo y al prójimo por medio de la predicación y el cuidado hospitalario».

 

También los votos fueron desarrollándose progresivamente. En un informe del padre Faber sobre el año 1529 (escrito en 1530) se habla, por ejemplo, de un voto de impartir a los niños, durante cuarenta días al año, cada día una hora de clase de religión. En ocasiones se mencionan cinco votos. Los primeros votos de 1534 los compañeros los renovaron en 1535 y 1536 en Notre Dame. La primera emisión de votos tras la elección de Ignacio como prepósito tuvo lugar en Roma (San Pablo Extramuros) en 1541. El compromiso de pobreza se entendió en un principio con todo rigor: las bulas de confirmación de Paulo III (1540) y Julio III (1550) impusieron también obligación de pobreza a la comunidad. El ejercicio de la caridad, en el que al principio se hizo gran hincapié, pasó a ser en seguida un punto secundario del programa.

 

Tras una primera etapa de fuerte, tal vez exagerada, insistencia en la ascética, Ignacio fue poco a poco pronunciándose contra las mortificaciones rigurosas. El cuerpo debe convertirse en un instrumento útil al servicio de Dios.

 

Por lo demás, los compañeros de Ignacio, durante mucho tiempo, ni pensaron siquiera en fundar una nueva congregación religiosa. Fue en Italia donde por primera vez se hizo del grupo un organismo, sometido desde el principio a fuertes tensiones internas. Los propios componentes del organismo se dieron el nombre de «Compañía de Jesús»[21]. El hecho ocurrió en el año 1537 en Venecia, ciudad en la que fueron ordenados sacerdotes y en la que Ignacio se distinguió por su dedicación a los enfermos. Desde 1537 Ignacio vivió en Roma de forma permanente. En 1538 entró en la curia, junto con Laínez y Faber. Los tres decidieron permanecer siempre juntos. El plan de fundar una verdadera orden religiosa surgió en Roma en 1539, fecha en la que nació también el primer proyecto de estatutos. Allí, en unión con el papado, Ignacio y su obra habrían de ejercitarse en su importante labor, de alcance universal, no sin pasar por serias vicisitudes internas y diversos obstáculos externos. El fundador de los jesuitas tuvo también que desarrollar su inmenso trabajo, en el que ha de incluirse una extensísima correspondencia, arrebatándoselo a un cuerpo impedido por la enfermedad (dolencias biliares).

 

La bula de confirmación de 1540, cuyas primeras palabras aludían expresamente a la «Iglesia militante» y arengaban a los miembros de la nueva comunidad como a un ejército de combate bajo la bandera de Dios, constituyó sólo un comienzo, no un término. Este talante coincidía plenamente con el estilo peculiar de Ignacio, que sabía conjugar muy bien su servicio fiel a la Iglesia con una ponderación y experimentación personal en presencia de Dios. La concreción del objetivo u objetivos, de los medios y métodos de la Compañía fueron aún por mucho tiempo objeto de intensísimos esfuerzos y tentativas. La forma definitiva de la Orden no fue ni mucho menos la definida en la primera bula de confirmación.

 

En líneas generales, los objetivos de la Compañía (cuyo número de miembros no debía rebasar en un principio la cifra de sesenta) fueron similares a los de la Orden de los teatinos (§ 86). Junto al objetivo de la propia santificación, finalidad obviamente primaria y destacada, la Compañía revistió un carácter marcadamente pastoral: propagación de la fe, en cualquiera de sus modalidades, entre los infieles, entre los herejes, entre los creyentes, en todos los estratos sociales y profesionales[22].

 

Un cuarto voto especial, que ponía a los miembros más probados de la Compañía a inmediata disposición del papa para que éste los empleara a su arbitrio en esta gran obra —la «misión» en su más amplio sentido—, y una acertada constitución hicieron de la Orden de los jesuitas la tropa escogida del papado en la época siguiente.

 

3. Los miembros de la Compañía eran seleccionados cuidadosamente[23]. Recibían una formación básica y eran sometidos a numerosas pruebas (incluso a pruebas que podrían parecer sumamente caprichosas). La comunidad tenía una estructuración interna muy variada, de modo que los distintos miembros se clasificaban según sus diferentes tareas, pero, eso sí, todos animados de un formidable espíritu de cuerpo, que les daba una fuerte cohesión interna. Entre los muchos miembros de la Compañía destacó una élite, integrada por aquel círculo más reducido, el cual, dentro del amplio marco de la obediencia, podía moverse con mayor libertad. Este es, por otra parte, el motivo fundamental de ciertas tensiones que entonces y siempre han desembocado en algunas tragedias espirituales personales. Pero, vistas en conjunto, tales tensiones contribuyeron poderosamente a la eficacia del elevado objetivo común. Todo ello, a una con las instrucciones de los ejercicios, es una clara muestra de la defensa que Ignacio hacía del ideal de una personalidad individual recia e independiente. Y no cabe interpretar esta postura desde supuestos psicológicos o filosóficos extrínsecos; debe interpretarse más bien desde categorías teológicas fundamentales. Ignacio exhorta al director de los ejercicios —cuya labor tanta importancia tiene— a que «deje tratar directamente al Creador con su criatura y a la criatura con su Creador».

 

De todas formas, Ignacio eliminó de este ideal todo tipo de sub­jetivismo, es decir, formó a sus discípulos primordialmente, y con una tenacidad inexorable, en consonancia con los principios comunes de la Orden y de la Iglesia, ambas dimensiones objetivadas en una forma — como era de esperar— nítida y pura y hasta un tanto rígida. La Compañía supuso la más fuerte reacción contra las tendencias disgregadoras de la época, tanto intraeclesiales como, sobre todo, extraeclesiales y antieclesiales. Con su riguroso sometimiento a un padre general, elegido con carácter vitalicio, en el cual residía un poder casi ilimitado de decisión y gobierno (salvo en lo concerniente a la constitución fundamental de la Orden), la nueva congregación rechazó la forma un tanto más libre de las congregaciones de la Edad Moderna e hizo posible un aprovechamiento más ágil y exhaustivo de todas las fuerzas para los planes del gobierno central, es decir, del papa (desapareciendo todo rastro de stabilitas loci, incluso el ministerio parroquial permanente; y otro tanto la oración coral y hasta el hábito propio). Con esta nueva y rigurosa concepción de la idea religioso-eclesiástica de la obediencia (que Ignacio declaró expresamente la más alta virtud del religioso, ¡y con qué energía en su exposición!) volvió a resurgir la idea de la «obediencia de cadáver» de san Francisco. El mismo Ignacio y más tarde la Compañía (el general Acquaviva) dieron a esta idea un carácter militar (en sentido positivo) y la convirtieron en un punto central de la conciencia jesuítica[24].

 

Esta concepción absoluta de la obediencia implicaba una clara limitación de la libertad personal. Precisamente superando las tensiones en ella subyacentes fue como la Orden de los jesuitas cobró su extraordinaria fuerza de choque, unitaria y centralizada. Es lógico que aquí también hubiera peligros. Una valoración justa tendrá que distinguir cuidadosamente la excepción de la regla y, sobre todo, indagar los resultados. La Compañía de Jesús surgió en medio del levantamiento reformador subjetivista contra la Iglesia. El abuso de la libertad (una libertad individualista mal entendida) constituyó progresivamente el peligro más grave de la Edad Moderna. Tal peligro únicamente podía conjurarse mediante una vinculación en libertad. De esta manera, frente a la ruina que amenazaba a la Iglesia en el siglo XVI y frente a la arbitrariedad autónoma que brotaba incontenible en los últimos siglos, semejante «no-libertad» se hizo necesaria para todos aquellos que querían salvar la época y, sobre todo, la Iglesia: ¡dejarse dominar a sí mismo, dominarse a sí mismo, dominar a los demás! En la milicia, una orden debe cumplirse sin más. Preguntar la razón es ya una insurrección.

 

El protestantismo ha visto siempre en esa «entrega de la propia personalidad» algo anticristiano. Ciertamente, desde una perspectiva individualista, tal actitud resulta incomprensible. Pero desde la perspectiva de la comunidad eclesial puede constituir un alto valor. Se trata, obviamente, de un ideal heroico y, como ya se dijo, no exento de peligros. Pero semejantes exigencias deben ser ante todo consideradas en el marco de la relación fundamental de cada individuo: en su relación personal con Dios. Carece entonces de sentido hablar de una «entrega de la personalidad» antihumana; cabe, en cambio, hablar de su configuración y de la tensión dialéctica extrema en que se sitúa.

 

4. La principal característica de la actitud formal-espiritual de Ignacio es la clara delimitación del fin[25]; la persecución de este fin con todas las energías de la voluntad; la eliminación de todos los obstáculos. Cuando uno está estudiando, todo pensamiento piadoso que no derive de la propia materia de estudio es un estorbo, un inútil consumo de energías. Es preciso enseñorearse de la propia voluntad. A conseguir esto hay que dedicar un trabajo sistemático. Se ha hablado, exageradamente, de una doma de la voluntad, especialmente a propósito de los ejercicios. Pero dentro de la plenitud espiritual de Ignacio esto nada tiene que ver con una «instrucción» externa, matadora del espíritu (al estilo de la instrucción de los reclutas). Tal fue, no obstante, el objetivo inconmovible que Ignacio persiguió esforzadamente para él e intentó realizar en sus discípulos: dominarse a sí mismo y dominar completamente sus impulsos. Todo ello para ser un instrumento lo más perfecto posible de los planes de Dios. El centro, obviamente, siempre lo fue Dios. En el frontispicio de todas las iglesias de los jesuitas, en innumerables libros, en los anuncios de sus disputationes y en sus programas teatrales campea siempre el lema que resume lacónicamente los fines de la Orden: O.A.M.D.G. (Omnia ad maiorem Dei gloriam: «todo a mayor gloria de Dios»).

 

5. El activismo se convirtió en el signo característico de la Compañía de Jesús y su dedicación apostólica. Ignacio se declaró expresamente partidario de él: no basta la preparación, por importante que ésta sea; lo que vale es únicamente la realización (carta del 18 de agosto de 1554 a Pedro Canisio). La actitud pasiva en la oración es conscientemente combatida. La confianza en Dios ha de ser absoluta, pero debe ser completada con la fuerza natural de la voluntad. No se trata de una simple acentuación de la voluntad, sino de una acentuación preferente: «Puedo encontrar a Dios siempre que quiera» (nótese la influencia de esta enseñanza en san Francisco de Sales y san Vicente de Paúl).

 

Tal activismo propendía a obtener el provecho más inmediato posible. Esta afirmación es válida tanto en el terreno de la filosofía y la teología como en el terreno de la piedad y la pastoral. Lo cual tuvo consecuencias importantes, pero también peligrosas. En efecto, cuando la búsqueda de la verdad no es «desinteresada», sino que, con un instinto rigurosamente pedagógico, se pretende sacar provecho de la verdad (y lo más rápidamente posible), queda en cierto sentido superada la arrogancia espiritual (¡humanista!), que sitúa el saber por encima de la vida y, sobre todo, se logra dar una magnífica e incomparable educación en escuelas y seminarios, educación que, sin pecar de exagerados, podemos considerar como salvadora de la vida eclesial en los siglos XVI y XVII. Pero también, por otra parte, este estilo cae fácilmente —al menos en el ámbito espiritual— en una actitud magisterial simplista y formulista; se corre el peligro de invertir el conocimiento y la acción. La teoría, la crítica, la ciencia pura resultan fácilmente minimizadas. Esto es lo que, bajo muchos aspectos, ocurrió, para perjuicio de la Iglesia, durante el siglo XVIII.

 

También con facilidad, el activismo resulta a veces hasta inoportuno. El talante valeroso y guerrero de la Compañía de Jesús ha dado fácil pábulo a esta tendencia. Sin duda, muchos de sus miembros más significativos han realizado personalmente, y en alto grado, la sosegada «quietud» dentro de la obligada entrega total. Pero la Compañía, en su conjunto y en el ámbito de sus objetivos religiosos, no ha dado cabida a tal actitud. El alma inmortal de cada hombre está en peligro[26]; hay que salvarla. Y el tiempo es muy corto. La preocupación por la salvación de los hombres, de suyo, nunca puede ser exagerada. Millones de veces los jesuitas, sonriendo fríamente, han aceptado el reproche de que les falta la serenidad.

 

6. En lo más hondo del estilo jesuítico desempeñó un gran papel «lo político» en sentido amplio. A menudo este estilo proporcionó a los jesuitas una formidable seguridad y firmeza. En la época de la Contrareforma, los jesuitas constituyeron sin duda la fuente más importante de la creciente autoconciencia católica. Su seguridad fue muchas veces capaz de disipar dudas casi automáticamente y retuvo dentro de la Iglesia a muchos individuos y comunidades[27].

 

Ciertamente, dado aquel estado de cosas y aquel reparto de fuerzas, para una fuerza operativa católica tan poderosa y extensa como la Compañía resultaba poco menos que imposible no meterse también en el campo de la política concreta, en su sentido más estricto. El peligro de siempre de la Iglesia volvió a presentarse con una nueva cara, y en parte se hizo realidad. Tanto Canisio como Nadal confesaron paladinamente, y con cierta amargura, lo perjudicial que para el prestigio de la Compañía era la intervención de los jesuitas en los asuntos políticos. Una de tantas formas de intervención fue desde muy pronto la enorme influencia de los confesores cortesanos, cuya labor fue a menudo duramente criticada. La lucha del quinto general de la Compañía, el padre Acquaviva, contra el «aulicismo» no tuvo éxito duradero (cf. el § 96, sobre el papel del confesor del rey de Francia).

 

7. Semejante mentalidad y estilo, como es lógico, no favorecía especialmente a la actitud verdaderamente «católica» de admitir, junto a la propia, también otras formas de piedad, de teología y de vida religiosa con los mismos derechos. El intento de conseguir una situación de monopolio[28] estaba hondamente enraizado en el peculiar modo de ser de la Compañía. Ciertamente, los jesuitas hicieron suyos muchos ejercicios tradicionales de piedad (el rosario, el viacrucis, el escapulario; para la lectura espiritual empleaban preferentemente la Imitación de Cristo). Pero, conscientes de la originalidad de sus métodos, intentaron aplicarlos de la manera más pura posible. El hombre del siglo XVI, por influjo del Humanismo, los descubrimientos de Ultramar y la repercusión de la Reforma, tenía ya una formación muy distinta de la del hombre de fines del siglo XV y de la Edad Media en general. A esta nueva situación, el estilo de los jesuitas en cuanto a formación, ascética y piedad, así como en la nueva organización de la pastoral, respondía mucho mejor que cualquiera de las órdenes antiguas.

 

a) Hay que tener en cuenta además la gran penuria que padecían las viejas órdenes religiosas y, en muchos casos, su reducido número de miembros. Cuando los jesuitas se encargaban de una universidad, procuraban excluir en lo posible a todo docente no jesuita (Praga). Llegaron incluso a desalojar de su casa a antiguas órdenes al hacerse cargo de ella. Hay constancia, a este respecto, de multitud de quejas de carmelitas, cartujos, franciscanos (el franciscano Juan Nas, educado por los jesuitas) y dominicos, quejas que el mismo Canisio pareció reconocer como justificadas, llegando incluso a hablar de la avidez y el egoísmo de los jesuitas. Da la sensación de que ya aquí se estaba preparando o realizando aquella superbia suprapersonal que más tarde el jesuita Cordara señalará como defecto característico de su Orden (§ 104).

 

Por lo demás, había sido el propio san Ignacio quien había inculcado como un deber en la conciencia de sus discípulos el sentido del alto valor de su nueva obra. A este sentido obedecía, como ya hemos dicho, un extraordinario espíritu de cuerpo, que muchas veces casi pareció colocar el interés de la Compañía, si no en el mismo plano que la Iglesia como tal, sí al menos en el mismo plano que los intereses eclesiales. A este estilo responde también el hecho de que (sobre todo en los primeros años de la Compañía) a los jesuitas no se les daba a leer obras literarias que no estuvieran en consonancia con el talante peculiar de la Compañía, aunque se tratara de obras altamente estimadas por la Iglesia. Lo mismo ocurría con las doctrinas y sistemas científicos. Pero para emitir un juicio histórico justo es menester plantearse expresamente la siguiente pregunta: desde una perspectiva «realista», tratándose como se trataba de ensayar una nueva formación dentro de una situación tan deteriorada, ¿era humanamente posible siquiera evitar la falta de escrúpulos?

 

En todo caso, el hecho de que Ignacio no ingresase en ninguna de las viejas órdenes tuvo una enorme importancia positiva. La reforma de la Iglesia sólo podía lograrse si era llevada por nuevos caminos, como lo prueba el fracaso final de tantos y tan valiosos «proyectos de reforma» del siglo XV (§ 85). Así, pues, Ignacio se vio libre de las viejas y paralizantes formas monásticas y de su consiguiente lastre, ante el que habían acabado fracasando hasta entonces todos los intentos de reforma. Una justificación nada despreciable de la Compañía de Jesús es el hecho gozoso de que la reanimación de la vida espiritual en las viejas órdenes fuera en buena parte mérito de la nueva compañía, bien como fruto de su ejemplo, bien por su influjo directo.

 

b) Por otra parte, los que habían de ser más tarde los maestros de la acomodación (§ 94) ya poseyeron desde muy pronto una característica capacidad de adaptación, índice de gran prudencia y sabiduría. Pedro Canisio, por ejemplo, recomendaba renunciar en determinadas circunstancias a especiales pretensiones reformistas católicas.

 

c) Era natural que en sus instituciones para la educación de la juventud, la Compañía cultivase preponderantemente la formación dominante en aquella época: la formación humanista[29]. Al elegir esta formación se elegía tal vez lo que, desde el punto de vista filosófico y lógico, tenía menor solidez, pero era lo más vivo. Se trató de una necesidad histórica. La equivocación se cometió más tarde en Alemania, cuando en los gimnasios y alumnados, en contra de lo prescrito por la ratio studiorum, la Compañía optó por aferrarse en exceso al cultivo del latín, que era una lengua muerta, mientras fuera hacía ya mucho tiempo que se trabajaba en una cultura alemana viva. La crítica que luego se ha hecho al siglo XVIII también sirve en este caso: los jesuitas no marcharon en suficiente consonancia con el tiempo; no se preocuparon de superar la Ilustración en un sentido positivo (lo que hubiera exigido el cultivo de la historia y de las ciencias naturales); perdieron de vista el fin primario de todo educador: educar al discípulo para que se valga por sí mismo, de modo que el educador se torne superfluo. En Francia y en los demás países latinos no se dejó sentir esta escisión.

 

Otro defecto del sistema educativo de los jesuitas consistió en que su enseñanza se redujo en exceso a las necesidades de los futuros clérigos. Para funcionarios, oficiales, comerciantes y futuros padres de familia tal enseñanza no era del mismo provecho.

 

8. La actitud religiosa, tanto de san Ignacio como de su Compañía, tuvo un carácter acusadamente eclesiástico y pontificio. La pujanza y exclusividad de este carácter quedó bien expresada en la paradójica exhortación de la regla: «Habrán de decir que es negro lo que ellos consideran blanco si la Iglesia jerárquica así lo decide». Las normas particulares que antes hemos mencionado prueban lo que decimos: brotan de aquella misma actitud fundamental. Incluso los Ejercicios la ponen también de manifiesto: el fin del hombre es, evidentemente, su salvación eterna. Pero la causa final que todo lo mueve y el primer punto de partida es la gloria de Dios: una actitud objetiva, primordial-mente católica, una enérgica reacción contra el subjetivismo de carácter humanista y protestante, en suma, una actitud acusadamente teocéntrica[30].

 

9. Por su carácter de grandiosa «necesidad» histórica, la Compañía de Jesús apareció como contrapunto y contrapartida del protestantismo. Un individualismo insubordinado se había alzado contra la Iglesia papista de la Edad Media. Una obediencia incondicional la salvó y le dio una nueva forma. Y precisamente realizando de nuevo la unidad de la idea y la vida del clero, profundamente escindidas hasta entonces. Frente al relativismo práctico del clero se adoptó una firme postura de fe, tanto en la doctrina como en la vida. La Compañía de Jesús no fue fundada para luchar contra la Reforma. Pero la índole personalísima de Ignacio de Loyola le llevó necesariamente a convertirse en su impugnador.

 

El primer jesuita que llegó a Alemania fue el moderado Pedro Faber (que rezaba por Lutero y Bucero). En Maguncia, en 1543, acogió al primer miembro procedente del Imperio alemán: Pedro Canisio (apdo. 11). En 1544 apareció en Colonia la primera fundación de la Compañía en territorio alemán; la segunda surgió en Viena, en 1551. El duque Guillermo V llamó a los jesuitas a Baviera y les confió la universidad de Ingolstadt (1556). En el mismo año se hicieron cargo de la facultad teológica de Praga, que había suspendido sus actividades durante las controversias con los husitas. La siguiente escuela superior de los jesuitas sería Dillingen (1563).

 

El crecimiento de la Compañía en Alemania se debió también a la catastrófica falta de sacerdotes. Muchas fundaciones estaban vacías y pudieron ser entregadas a la congregación. La amplitud y profundidad de su obra, aquí como en los demás países, dependió sobre todo de su labor educadora en los gimnasios e internados y después, progresivamente, de su influencia en la formación de las vocaciones sacerdotales y también, en gran parte, de la literatura polémica y apologética (no siempre de gran valor) redactada por jesuitas.

 

10. Los éxitos obtenidos por la nueva Orden fueron incalculables. A la muerte de san Ignacio, es decir, a los dieciséis años de su fundación, existían ya provincias hasta en el Japón y en el Brasil, y la congregación contaba ya con 1.000 miembros (cincuenta años más tarde llegó a contar con 13.000). La mayor parte de los movimientos verdaderamente importantes para la historia de la Iglesia durante la Edad Moderna han sido realizados por la Compañía, o al menos se han realizado con su colaboración. La Contrarreforma y las modernas misiones entre los infieles serían sencillamente impensables sin la Compañía de Jesús. Lo más decisivo fue su labor en lo que constituye la raíz de todo devenir histórico: la juventud, incluida también la juventud eclesiástica. Poco a poco casi toda la labor educadora del catolicismo se fue concentrando en sus manos. En este campo, como en el campo de la pastoral general, la Compañía, atendiendo a las necesidades de la época moderna, desarrolló el arte de la pastoral individual y la dirección espiritual propiamente dicha de una manera sistemática[31].

 

11. A la vista de este ingente programa de reforma no debe olvidarse la multitud de pequeños trabajos que fueron necesarios para traducirlo en hechos. No hay mejor manera de descubrir la profundidad de la descomposición de la Iglesia que fijarse en los detalles del trabajo de reconstrucción, un verdadero trabajo de carreteros. Precisamente es ésta una buena ocasión para captar el núcleo extraordinariamente religioso y heroicamente cristiano de la postura y la labor de los primeros jesuitas.

 

a) En Alemania hubo un hombre incansable, superior a todos los demás en lo que respecta a la cura de almas, que a lo largo de cincuenta años, haciendo incontables viajes, realizó este «pequeño trabajo»: en sermones, clases, lecciones, conferencias, fundación de escuelas y universidades, en informes y conversaciones, en el confesionario, como diplomático y político eclesiástico, misionero popular y disputador, como consejero teológico en Trento, legado pontificio, consejero de Fernando I y de otros hombres notables de su tiempo, asesor de legados pontificios y políticos alemanes, como organizador de la Compañía de Jesús en Alemania y, sobre todo, como escritor de teología práctica, como veremos más adelante. Nos referimos a Pedro Canisio, nacido en Nimega, el primer jesuita alemán (1521-1597), a quien, no sin razón, se le ha dado el título de «segundo apóstol de Alemania». Pedro Canisio fue una llama ardiente, pero en la misma medida tuvo una suave fuerza de atracción. Procedente del círculo de los cartujos de Colonia, fue a visitar a Faber a Maguncia. Faber, conmovido, «bendijo a quienes habían plantado este árbol».

 

Diecisiete años antes de morir hubo de retirarse de la escena por diferencias con sus sucesores en el cargo en Alemania. Fue trasladado a Friburgo, en Suiza, donde no tuvo posibilidades de actuación adecuadas a sus características. Allí murió. En 1925 fue canonizado y proclamado doctor de la Iglesia.

 

b) Para que este incesante trabajo de reconstrucción cristiana pudiese en adelante ser proseguido por otros muchos, san Pedro Canisio escribió para ellos y para sus discípulos sus famosos tres catecismos (de los que se hicieron más de 400 ediciones en Alemania), que contienen una exposición precisa y sucinta del contenido más importante de la fe. Tanto aquí como en otras obras suyas, su piedad está impregnada de un gran conocimiento de la Biblia. Canisio se sintió totalmente comprometido con el destino de la Iglesia alemana (influencia decisiva de la visión de su misión apostólica, visión que tuvo lugar dos días antes de su profesión solemne). Sin embargo, su obra como debelador de la Reforma no fue muy unitaria. Canisio recriminó a Lindanus su violencia en la lucha contra los herejes, cuya represión deseaba que se realizase de una manera esforzada, pero digna y sobria a la vez. No obstante, su pacifismo se vio turbado más de una vez por la violencia. También defendió la utilización del poder de los soberanos contra la innovación y fue partidario de la Inquisición, que el mismo san Ignacio no juzgaba instrumento adecuado para Alemania.

 

12. El colegio Germanicum (1552) de Roma, que tanta importancia había de tener para la renovación eclesiástica de Alemania, fue un logro singular de la Compañía. En él los seminaristas alemanes eran (y son) formados estrictamente, según el ideal de la Compañía de Jesús, a lo largo de ocho años de educación metódica jesuítica. Su aportación a la obra de reconstrucción de la increíblemente arruinada pastoral católica en Alemania fue, desde las últimas décadas del siglo XVI en adelante, verdaderamente transformadora. De esta institución ha salido un número considerable de obispos. No podía prestarse mejor servicio a la Iglesia alemana del siglo XVII. El valor actual de este mismo servicio depende hoy del juicio que nos merezca cierto monopolio anejo a dicha institución, así como del valor de la formación científica en ella impartida.

 

Anteriormente, Ignacio había creado el Collegium Romanum (1551), instituto central de la congregación. La Pontificia Universidad Gregoriana, nacida del Colegio Romano y regentada hasta nuestros días exclusivamente por jesuitas, ha tenido la incomparable posibilidad de dar una formación unitaria al clero gracias al amplísimo círculo de sus oyentes de todo el mundo. Comprensiblemente, el valor de esta fundación científica de san Ignacio no ha estado a la misma altura de sus creaciones de tipo espiritual y pastoral.

 

13. En muchos aspectos, la obra del fundador alcanzó su plenitud, aunque también una cierta orientación unilateral al activismo, durante el largo generalato del P. Acquaviva (1581-1615), quien fijó los límites y los objetivos de cada uno de los cargos, incluido el de director de los ejercicios y el ordenamiento académico. Se pronunció en contra de la actividad cortesana de los jesuitas (aulicismo). Tuvo también gran importancia el generalato de Juan Felipe Roothaan (1829-1853), el primer general después de la restauración de la Compañía.

 

Discípulos cualificados de la Compañía, aunque no pertenecientes a ella, fueron Descartes, Calderón, Corneille y Voltaire (§ 93).

 

14. Ninguna otra Orden de la Iglesia ha sido jamás tan atacada, antes y ahora, como la Compañía de Jesús. En los países protestantes o en la órbita cultural del protestantismo, en Alemania, Inglaterra, Escocia, los enemigos de la Compañía han sido los luteranos y los calvinistas. A éstos se añadieron más tarde los jansenistas (Francia y Holanda) y luego, en cierto modo, los enciclopedistas. En todos los casos, la causa de la animosidad contra los jesuitas es fácil de advertir. Los jesuitas fueron la tropa de la Contrarreforma. Sus incansables ataques y defensas fueron los que retardaron y hasta detuvieron el avance del protestantismo. Los jesuitas han sido los defensores de la Iglesia romana y, en especial, los campeones infatigables en la lucha contra el racionalismo de la Ilustración.

 

También en el interior de la Iglesia los juicios fueron distintos. Las opiniones desfavorables respondieron con mucha frecuencia a una perceptible —y a veces extraña— actitud emocional. Es evidente que el estilo todo de la Compañía de Jesús provoca una y otra vez la contradicción, lo cual se debe con toda seguridad a la mencionada tendencia monopolizadora, pero está muy lejos de construir un punto meramente negativo[32].

 

No todas las acusaciones fueron infundadas. Pero una Orden que ha realizado obras tan grandiosas puede también soportar un grave mea culpa. Sus sombras representan el reverso de sus luces, como ya hemos visto. Un genio como Ignacio fue capaz de realizar la complicada síntesis viviente de activismo y de ardiente amor místico. Pero en sus sucesores han tenido que darse exageraciones y unilateralidades, por ejemplo, llamativas arbitrariedades, que no siempre han estado en consonancia con las constituciones vigentes en cada momento, o menoscabo de la necesaria libertad, que ha provocado quejas justificadas. Los papas se han visto obligados a intervenir más de una vez. (Sobre la disolución de la Compañía por Clemente XVI, cf. el § 104, II). Tampoco la Compañía de Jesús ha podido impedir la aparición de fenómenos disgregadores que, con excepción acaso de los cartujos, han surgido de tiempo en tiempo en todas las órdenes. Pero semejantes fenómenos, en sí lamentables, han sido también parte del precio que debía pagarse por la gran obra desde la fundación.

 

Muchísimas de las «leyendas de jesuitas» han sido inventadas por el odio y la envidia. En el correr de los siglos, estas leyendas han tenido una repercusión increíblemente amplia. Hoy parece que su momento ha pasado. Ya es bastante que la Compañía haya conseguido renovarse continuamente con elástica firmeza. Este podría muy bien ser su secreto más íntimo: tener una fuerte estructura interna y ser a la vez flexible. Es la fórmula fundamental de la vida robusta.

 

§ 89. EL CONCILIO DE TRENTO

 

I. CONVOCATORIA Y DESARROLLO

 

1. La exigencia de un concilio universal no se había acallado desde la época de Constanza y Basilea (escritos de reforma, dietas imperiales, gravamina, apelaciones particulares, los husitas). La razón de esta exigencia estribaba en que el problema de la reforma seguía sin resolver. En lo fundamental, las cosas habían empeorado aún más. Había abundantes conatos de reforma interna, mas no disponían de suficiente energía creadora y transformadora. El Concilio Lateranense de 1512 a 1517 tampoco había conseguido realizar nada trascendental, lo cual no es de extrañar teniendo en cuenta los dos papas que lo presidieron (Julio II y luego León X). Este concilio ni siquiera tuvo importancia en Italia; en Alemania no se le prestó atención, y en Francia se apeló contra él. La innovación reformadora protestante había puesto sobre el tapete, como nuevo tema de discusión, el problema de la fe. La apelación de Lutero a un concilio en el verano de 1518 y la división protestante plantearon nuevamente el problema de la unidad de la Iglesia, sólo que de una manera mucho más radical y apremiante. La literatura de la época, las dietas imperiales y el programa de todos los partidarios de la reforma urgían la celebración de un concilio, que, una vez más, aparecía como el único medio de salvación.

 

Por fin llegó el Concilio Tridentino, y la misma bula de convocatoria encarecía la gran utilidad salvífica de un concilio ecuménico, a la par que confesaba literalmente que la cristiandad estaba ya en gravísimo peligro inmediato.

 

Como ya hemos visto en los concilios reformadores de principios del siglo XV, la exigencia de celebración de un concilio apuntaba —y ahora con mayor razón aún— más allá de la simple discusión teorética sobre la causa unionis y reformationis. Ya no se trataba simplemente de formular unas precisiones doctrinales o reformadoras. Se trataba de la misma vida de la Iglesia, de su fuerza genuina, de su curación. En aquella situación, un concilio debía ser expresión de la vitalidad de la Iglesia, infundir nuevas energías al pueblo cristiano, fortalecer la debilitada conciencia eclesial y fomentar la voluntad reformadora en su más amplio sentido. Desde este punto de vista, todo el Concilio de Trento supuso, efectivamente, no sólo una declaración de voluntad, sino una nueva y viva fundamentación. El hecho mismo de su celebración, después de tantas amargas decepciones, constituyó ya un auténtico estímulo. De todas formas, el concilio sólo muy a duras penas consiguió transformar la conciencia católica general y, en cierto modo, no antes de su tercer período. Los toques oficiales de victoria, aislados, demasiado clamorosos, no pueden ya ofuscarnos a nosotros, que miramos retrospectivamente; en todo caso, menos que a los contemporáneos. Aún en 1559 (!) pudo Pedro Canisio decir que el concilio era «el único medio que nos quedaba para evitar la corrupción total».

 

2. Desde el principio hubo graves obstáculos para la realización del plan conciliar. La confusión teológica era tan grande, que por fuerza había de originar agudas crisis (como se demostró en las fuertes polémicas que en el concilio se desataron). Por desgracia, el hecho del desconcierto teológico solamente era reconocido por unos pocos. Pero de efecto aún más paralizante fueron los temores —sobre todo de Clemente VII y Paulo III y después, de manera radical, de Paulo IV— de que se reavivase la teoría conciliarista, y el miedo de la curia, de muchos de sus cardenales y funcionarios, ante la posible limitación de sus derechos (e incluso ante la supresión de su base material de existencia). Además, en consonancia con la situación general de la Iglesia, el problema del concilio estaba fuertemente ligado y gravado por las aspiraciones políticas nacionalistas. Las diversas y complicadas tendencias del gran juego político entre el emperador, España, Francia, los protestantes (con todas las tensiones políticas internas de Alemania) y la «política pontificia» obstaculizaron de múltiples formas la celebración del concilio. En los años cuarenta se sumó a estos inconvenientes a actuación independiente del emperador, con sus «conversaciones religiosas», bien intencionadas, importantes, pero muy poco clarificadoras. La elección de la ciudad en que había de celebrarse el concilio se convirtió en una cuestión capital y sirvió frecuentemente de excusa para retrasar el concilio y, posteriormente, para interrumpirlo. Otro elemento obstaculizador fue también la desidia y resistencia de los obispos. La fuerza más potente que urgió la celebración del concilio fue Carlos V. Pero por esta misma razón, Francia, por su parte, se convirtió en el principal adversario del plan, tanto que, de hecho, Francisco I fue para el Concilio de Trento la fatalidad en persona.

 

Sin tener en cuenta esta contraposición efectiva de intereses, tal como imperaba en aquella época —pero que era una herencia directa e ineludible de la Iglesia y la curia medievales—, no puede comprenderse el Concilio Tridentino. Este concilio —subrayémoslo una vez más— no fue, ni mucho menos, un asunto exclusivamente teológico. Pero incluso su núcleo teológico-dogmático hubo de ser clarificado frente a fuertes resistencias, que fueron todavía mayores a la hora de su realización (enormemente lenta y fatigosa tras la terminación del sínodo).

 

3. Sea como fuere, el hecho es que, tras las peligrosísimas vacilaciones de Clemente VII, Paulo III, en contra de la opresiva resistencia de la curia y a pesar de las dudas o del violento rechazo de los príncipes católicos y protestantes, convocó un concilio general en Mantua (1537). Pero el concilio, después de diversos aplazamientos, quedó finalmente suspendido a causa de la resistencia de los príncipes protestantes (Negativa de Esmalcalda de 1537) y de Francisco I y, en fin, por el cambio de opinión del emperador. Más tarde, como las conversaciones religiosas promovidas por el emperador no lograron ningún entendimiento con los protestantes, se convocó el concilio en Trento para el año 1541, pero nuevamente hubo de ser suspendido, principalmente por el rechazo de Francisco I. Por último, después de infinitas vacilaciones y resistencias de todo tipo por parte de la curia y de la corte de Francia, el mismo rey de Francia y el emperador convinieron (tras la paz de Crépy en 1544) en convocar el concilio, cuya sesión de apertura tuvo lugar en Trento el 13 de diciembre de 1545 (con un retraso de nueve meses sobre la fecha prevista).

 

4. El curso del concilio tuvo tres períodos: bajo el pontificado de Paulo III (de 1545 a 1547; en Bolonia hasta 1548); bajo el de Julio III (de 1551 a 1552) y bajo el de Pío IV (de 1562 a 1563).

 

El final del primer período vino marcado por el traslado del concilio a Bolonia[33]. El segundo período (otra vez en Trento) tuvo que terminar ante la amenaza del avance de Mauricio de Sajonia contra el emperador. La interrupción del concilio durante diez años después de su segundo período es buena muestra de la profunda decepción sufrida aun por los partidarios más entusiastas de la reforma ante el resultado insatisfactorio del concilio hasta entonces, tanto en el campo dogmático como en el de la política eclesiástica, y ante las aparentemente insuperables tensiones políticas profanas, existentes dentro de la cristiandad católica. Pero tan larga interrupción también fue consecuencia de las tendencias separatistas de la Iglesia nacional francesa. El papa Paulo IV se aprovechó de esta situación a su manera (1555-1559); abandonó la idea del concilio y, en su lugar, se arriesgó a convocar un sínodo pontificio para la reforma (1556), que afortunadamente no llegó a celebrarse. Fue su sucesor, Pío IV (1559-1565), quien convocó nuevamente el concilio y lo llevó a término.

 

5. El número de padres conciliares con derecho a voto fue al prin­cipio extraordinariamente escaso (en la apertura sólo 31; al final del primer período el número había ascendido aproximadamente a 70). El núcleo principal de los miembros del concilio lo formaron siempre (excepto al comienzo, en que dominaron los italianos) los padres españoles, cuya seriedad, espíritu eclesial y sabiduría tuvieron una influencia muy considerable. (Cf. la labor preparatoria realizada por la reforma de Cisneros, § 76, IV). Españoles fueron también los más destacados teólogos conciliares, sin cuya labor no hubiesen llegado a fraguar las brillantes realizaciones de los decretos de la fe (por ejemplo, Jacobo Laínez, † 1565; Domingo de Soto, † 1560; Alfonso Salmerón, † 1585, y Melchor Cano, † 1560), si bien las aportaciones teológicas del general de los agustinos, Jerónimo Seripando († 1563), en el primer período, fueron de altísimo valor, como veremos, aun cuando él no pudo, ni mucho menos, imponerlas del todo. Por desgracia, los participantes alemanes fueron muy pocos y por breve tiempo. Ya dijimos anteriormente que muchos prelados no se atrevían a abandonar su sedes por el peligro que suponía para sus territorios el posible ataque de los príncipes protestantes durante su ausencia. Francia fue, hasta bien entrado el tercer período, el gran enemigo del concilio. El amenazador avance del calvinismo provocó finalmente un cambio. Cuando en noviembre de 1562 apareció en Trento el influyente y hábil cardenal Guisa con trece padres conciliares franceses con derecho a voto, los padres españoles, imperiales y franceses formaron la oposición necesaria frente a la mayoría italiana y pontificia.

 

6. La posibilidad de una participación de los protestantes sólo llegó a plantearse en la medida y por el tiempo en que ellos mismos creyeron que sus doctrinas acaso fueran aceptadas (así ocurrió en 1535, cuando se lo prometió Pedro Pablo Vergerio, legado pontificio en Wittenberg, que luego apostataría). En consecuencia, rechazaron la participación en 1537 (Artículos de Esmalcalda: brusca oposición a la doctrina católica) y en 1545 (Dieta de Worms: panfleto de Lutero «Contra el papado de Roma, fundado por el diablo»). En 1548 el emperador, a raíz de su victoria, los obligó a participar; y así, durante el segundo período (1551-1552) aparecieron representantes de Kurbrandenburg, de Würtemberg, del príncipe Mauricio de Sajonia y de seis ciudades del norte de Alemania. Pero plantearon exigencias inaceptables:

 

1) supresión y reconsideración de todos los decretos;

2) renovación de los decretos de Constanza y Basilea;

3) dispensa de los obispos de su obediencia al papa.

 

En esta ocasión la delegación de Würtemberg presentó la Confessio Wirtembergica, compuesta por su presidente, Johannes Brenz († 1570), por encargo del duque de Würtemberg. Este escrito confesional luterano era más drástico en su rechazo de las doctrinas católicas que la Confesión de Augsburgo, pero tenía también acentos anticalvinistas.

 

7. Decisivo para el transcurso del concilio y sus resultados fue el hecho de que su dirección estuvo a cargo de los papas, esto es, que la determinación del reglamento, la fijación del orden del día y la formulación oficial de las mociones decisivas fueron funciones reservadas a los legados nombrados por el papa. Mediante estos legados suyos, los papas pudieron hacer frente a todos los intentos de los diversos partidos, sobre todo de los españoles, de imponer alguna modificación.

 

Los teólogos ya no tuvieron derecho de voto, como en los concilios reformadores de Constanza y Basilea; derecho de voto sólo tuvieron los prelados con jurisdicción propia (obispos, cardenales legados, abades y superiores generales de las grandes órdenes). Tampoco se votó por naciones, sino por cabezas, como en la época anterior a los «concilios reformadores».

 

Los protocolos no fueron introducidos hasta 1546 (el primero de abril), por obra de Angelo Masarelli[34].

 

Aparte de los «padres» conciliares con derecho a voto, colaboraron también: 1) Los «oratores» políticos o portavoces de los príncipes y los Estados. (Hubo una minuciosa y regulada distribución de los escaños, para fijar los cuales no faltaron en el tercer período importantes discusiones sobre precedencias). 2) Junto a los legados, oradores y demás padres conciliares se sentaron expertos teólogos en calidad de consejeros y asesores; los legados pontificios tuvieron a su disposición a los jesuitas Lainez, Salmerón, Canisio y al dominico Ambrosio Catarino Polito; por la parte del emperador destacaron los dominicos españoles Melchor Cano y Domingo de Soto. Hubo representantes de las escuelas tomista, escotista y agustiniana (Seripando, sobre todo). Naturalmente, estos teólogos fueron los que realizaron el trabajo principal.

 

8. La profunda repercusión de la política en el concilio y sus per-judiciales efectos para la causa católica, es decir, para su representación unitaria, se puso claramente de manifiesto (aparte su deprimente pre­historia) cuando en 1547 el concilio fue trasladado de la ciudad imperial alemana de Trento a la ciudad de Bolonia, perteneciente a los Estados de la Iglesia. En aquel momento el emperador, en la cima de su poder, podía por fin tener plena representación en el concilio mediante sus representantes innovadores. Fue una acción que reveló una sorprendente falta de visión eclesiástica y político-eclesiástica. «Sin el traslado del concilio a Bolonia, la Reforma podría haber tomado otro rumbo» (Jedin). Este traslado («¡Dios sabe por qué razones!») irritó sobremanera al emperador. Su acción mediadora, destinada a tender un puente entre los antagonismos eclesiásticos y teológicos (conversaciones religiosas; intentos de llevar a los protestantes al concilio) sufrió serios descalabros o quedó herida de muerte. Catorce padres «imperiales» se quedaron en Trento. El emperador promulgó el «ínterin de Augsburgo»[35], que a su vez acrecentó la desconfianza del papa y provocó la alianza de la católica Baviera con los estamentos protestantes. La situación se complicó más todavía en 1549 a causa del ínterin de Leipzig (protestante), representado por Mauricio de Sajonia.

 

9. El período de Bolonia, en sus tres sesiones públicas, no llegó a elaborar decretos aptos para su promulgación. Pero las deliberaciones de cada una de las congregaciones de teólogos sobre la doctrina de los sacramentos fueron de enorme importancia. Los resultados de las discusiones sobre el sacrificio de la misa y las indulgencias sirvieron de base para decretos posteriores. Importancia general tuvieron las decisiones sobre la invalidez de los llamados matrimonios clandestinos (que se celebraban mediante simple promesa recíproca de los cónyuges, sin testigos). Estas decisiones no se promulgaron hasta el tercer período del concilio, pero luego vinieron a ser la base del derecho matrimonial canónico.

 

10. A instancias del emperador, Julio III volvió a convocar el concilio en 1551, pero de nuevo en Trento. Este papa, antes cardenal Del Monte, había sido legado pontificio en el primer período. Esta vez acudieron representantes de los protestantes alemanes, además de los tres príncipes de Renania (entre sus teólogos hubo una figura tan relevante como Kaspar Gropper). La esperanza de que las negociaciones directas con los seguidores de la Reforma podría facilitar la reunificación fracasó debido a las exigencias de los protestantes. El comienzo de la conjuración de los príncipes contra Carlos V obligó a la repentina ruptura de las deliberaciones (28 de abril de 1552).

 

El resultado de este período del concilio fue un decreto sobre la eucaristía (presencia real y transustanciación, contra las doctrinas luteranas de la consustanciación y la ubicuidad), los cánones sobre la confesión auricular (carácter judicial y no sólo intercesor de la absolución) y sobre la extremaunción, así como un decreto de reforma sobre los derechos y deberes de los obispos.

 

En la discusión de este último decreto los padres españoles pretendían que se estableciera el deber de residencia de los obispos como de derecho divino, para impedir así el cumulus, la acumulación de varios obispados en una sola mano, y garantizar una buena administración pastoral. Por otra parte, también propugnaban que se definiese que el poder de jurisdicción de los obispos procede directamente de Dios (el origen divino del poder de consagrar nunca fue discutido). Pero contra este impulso descentralizador se alzó la más enconada oposición de los curialistas.

 

La solución (que no habría de obtenerse hasta el período siguiente) fue, al fin, más «política»: de acuerdo con los gobiernos, la oposición pudo ser silenciada y, por su parte, la redacción definitiva del decreto eludió la cuestión, pero también admitió la interpretación española.

 

Para la Iglesia, hasta hoy como para el futuro, fue de gran importancia que fracasase el proyecto contrario, el de la curia, que intentaba asentar dogmáticamente el sistema papal estricto.

 

11. En el tercer período (bajo el pontificado de Pío IV, de 1562 a 1563, es decir, mucho después de la Paz de Aubsburgo y de la abdicación de Carlos V) apenas hubo representantes alemanes. En esta ocasión los príncipes alemanes rechazaron de plano el concilio. Las negociaciones conciliares se vieron aún más obstaculizadas a causa de las irreductibles posturas de los católicos en su controversia sobre el mencionado problema de la jurisdicción y residencia de los obispos. También fueron un obstáculo las presiones políticas, unas veces por parte de Francia (el cardenal Guisa) y otras por parte de la corona de España («la más peligrosa de todas las intervenciones de fuera», dice Jedin). El concilio entró en una crisis de vida o muerte, pero la extraordinaria habilidad diplomática de Morone y el prudente tratamiento del cardenal Guisa por el papa Pío IV en Roma impidieron la disolución del concilio y consiguieron llevarlo a un final feliz.

 

En 1562, el libelo de reforma del emperador Fernando había concedido la comunión de los laicos con el cáliz, el matrimonio de los sacerdotes, el empleo de la lengua alemana en el culto y la reforma de los conventos. Las negociaciones sobre estos temas en el concilio fueron improductivas; pero hubo conversaciones directas entre el cardenal legado Morone (junto con Canisio) y el emperador Fernando.

 

Completa la rica cosecha de este período una serie de prescripciones reformadoras sobre el matrimonio, nombramiento y deberes de los obispos, nombramiento y deberes de los párrocos, reformas en las órdenes religiosas, como también algunos decretos sobre el purgatorio, las indulgencias, la veneración de santos, reliquias e imágenes.

 

Las últimas prescripciones del concilio fueron firmadas por 232 padres con derecho a voto (199 obispos, 7 abades, 7 generales de órdenes religiosas, 19 procuradores) en su sesión de clausura (la vigésimo quinta), celebrada durante los días 3 y 4 de diciembre de 1563. No obstante la resistencia de la curia, Pío IV otorgó la confirmación de todos los decretos, unánimemente aprobados por el concilio, e instituyó una congregación especial, encargada de interpretar auténticamente los decretos conciliares y de velar por su puesta en práctica. Cuando el mismo papa autorizó a un grupo de diócesis alemanas la comunión bajo las dos especies, se comprobó que este uso no constituía una verdadera diferencia. El uso se fue suprimiendo poco a poco a partir del año 1571.

 

II. RESULTADOS

 

1. El objetivo principal de los esfuerzos (no sólo de las deliberaciones) del Concilio de Trento estaba trazado de antemano por la situación de la Iglesia: por sus graves problemas internos y por la innovación protestante, que según el sentir de los padres conciliares constituía una verdadera revolución. Estaba en juego la reforma y estaba en juego la doctrina. La intención del emperador era aplazar la fijación de la doctrina, con el fin de no imposibilitar desde el principio el retorno de los protestantes. El papa, por el contrario, exigía que se diera preferencia a las cuestiones de la fe. En la quinta sesión se llegó al acuerdo de seguir tratando ambos aspectos simultáneamente. La idea del emperador no dejaba de ser correcta, pero de suyo lo más importante era aclarar las cuestiones de la fe, ya que en ellas estaba la raíz de la discusión. De hecho, en la historia de la Iglesia han tenido una significación mucho mayor las decisiones que afectan a este sector, es decir, las definiciones dogmáticas.

 

a) Por lo que a la doctrina se refiere, el Concilio de Trento se mantuvo enteramente dentro de la antigua tradición cristiana. Según ella, la misión de la Iglesia y del concilio en cuestiones doctrinales consiste en salvaguardar la doctrina católica de falsas interpretaciones, explicitando su sentido con nuevas formulaciones más claras e inequívocas.

 

La discusión de todos los problemas referentes a la formulación de la doctrina de la fe durante el período escolástico —una discusión larga y enormemente variada— había familiarizado a los teólogos con esta tarea. Incluso se estaba muy lejos de la actitud religiosa y humilde de un san Hilario, que se mostraba extraordinariamente temeroso de semejantes clarificaciones conceptuales (no digamos nada de san Epifanio, que veía la raíz de todas las herejías en la filosofía). En todo caso, Seripando y otros padres de Trento sintieron tan gran veneración por el texto de la Escritura como la única instancia determinante, que la peligrosa manía escolástica de querer explicarlo todo no llegó a romper los límites establecidos.

 

b) Pero un concilio no debe confundirse con un seminario de investigación científica. Evidentemente es lamentable, y supone una deficiencia objetiva en las discusiones, el hecho de que muchos padres conciliares tuvieran harto escaso conocimiento de las doctrinas luteranas y, luego, calvinistas. Pero, como es lógico, la intención de los padres conciliares no podía ser la de elaborar un cuadro exhaustivo de las doctrinas de Lutero y de los demás reformadores, en sí tan desiguales y hasta contradictorias. Su tarea era la de discernir la verdad católica de la doctrina no católica. A raíz precisamente de este objetivo, los padres de Trento debían haber conocido las verdades cristianas que se encontraban en los escritos de los reformadores. No era estrictamente necesario tratarlas exhaustivamente en las sesiones, pero no cabe duda que haberles prestado suficiente atención habría redundado en provecho de los decretos conciliares.

 

A propósito de esto hemos de subrayar otro aspecto de enorme im­portancia para la historia de la Iglesia. Es cierto que el concilio emitió decisiones doctrinales y condenas tajante contra Lutero y contra Calvino, pero tanto el papa como los padres conciliares se negaron expresamente a pronunciar una condena nominal de los reformadores. Este gesto tiene un enorme alcance. En efecto, da cabida a una importante laguna en las determinaciones del concilio. A saber: los padres conciliares no pretendieron dar una interpretación auténtica de Lutero o de Calvino; por tanto, es perfectamente posible que los anatemas conciliares no alcancen siempre la doctrina de los reformadores; queda más bien abierta la posibilidad de que dicha doctrina tal vez sea en puntos determinados más católica que la doctrina expresamente rechazada por el concilio.

 

c) Hemos visto que la diferencia existente entre la doctrina católica y la doctrina reformadora se caracteriza formalmente por la marcada tendencia de ésta a minusvalorar el aspecto óntico y estático y a destacar, en cambio, el aspecto personal y dinámico. El contenido de la doctrina reformadora puede resumirse en los siguientes puntos: 1) unilateralidad en las fuentes de la fe (sólo la Escritura); 2) unilateralidad en la determinación del proceso salvífico: sólo Dios (sola fide), el hombre no es más que un pecador, y, en consecuencia, 3) un falso concepto espiritualista y subjetivista de Iglesia, en el sentido antes indicado.

 

d) Las definiciones y condenas conciliares (decretos y cánones) intentaron atajar estos rasgos unilaterales: también la tradición dogmática (no la simplemente natural y humana) es fuente de fe; de ella, por tanto, se pueden extraer contenidos de revelación. Resueltamente se hizo hincapié en que la Escritura requería una explicación, que, en último término, no podía venir más que de la Iglesia. También era la Iglesia la que determinaba lo que es Sagrada Escritura. Por ello quedó confirmado el canon de los libros inspirados. La Vulgata latina fue declarada versión auténtica (es decir, dogmáticamente correcta) de la doctrina de la Iglesia. A este respecto es sumamente importante advertir cómo el concilio subrayó, de manera positiva y expresa, el valor y la necesidad de la Sagrada Escritura, tanto que «con ello hasta el mismo Lutero hubiera podido darse por satisfecho» (Merkle)[36].

 

La Iglesia posee un sacerdocio sacramental y siete sacramentos, que son verdaderos medios de la gracia. El centro de todos ellos es la misa, que expresamente se define como sacrificio y, más propiamente, como sacrificio expiatorio (no sólo sacrificio de alabanza y de acción de gracias, como decía Lutero). Por eso, cuando los que la celebran se dirigen a Dios con confianza, fe, respeto, arrepentimiento y penitencia, la misa los lleva a la remisión de los pecados. El único sacrificio salvífico es el sacrificio de Cristo en la cruz, una vez por todas. La misa en su reactualización y su memorial; en ella, como en la cruz, Cristo es al mismo tiempo sacerdote y víctima y se sirve del sacerdote como instrumento. Después del Concilio de Trento, por desgracia, «la misa siguió siendo lo que había sido durante la Edad Media: una liturgia clerical, realizada por el clero sin tener muy en cuenta al pueblo y entendida por el pueblo sólo en cierta medida» (Jungmann).

 

2. Especial importancia tuvo el famoso decreto sobre la justificación, principal resultado del primer período del concilio[37]. La justificación es una transformación interior operada por la comunicación de la gracia santificante, no un simple encubrimiento o una mera no imputación de los pecados. Toda la fuerza salvífica reside en la gracia de Dios; no obstante, el hombre también colabora con su libre voluntad, lesionada, sí, pero no destruida por el pecado original; esta voluntad, a pesar de todo, sólo tiene utilidad salvífica en la medida en que está santificada y movida por la gracia. Hasta los méritos del hombre son dones de Dios[38]. En la evolución del dogma, la Iglesia siguió una vez más su camino de siempre. Los decretos doctrinales del Tridentino son una charta magna del sistema del «medio entre los extremos». Frente al «sólo» herético está el «y» católico, en el sentido ya determinado anteriormente. Sólo Dios y su gracia deciden. Pero en la justificación acontece el milagro de que Dios misteriosamente eleva al hombre pecador a cooperar en la obra sobrenatural.

 

a) En la elaboración de la doctrina sobre la justificación hubo fuertes polémicas, pues el «partido de la expectación» (§ 90), especialmente representado por el doctísimo general de los agustinos, Seripando (1492-1563), hombre «de gran santidad y amabilidad» (Merkle), intentó imponer su doctrina. Las formulaciones de Seripando no fueron aceptadas. Pero como Seripando, a instancias del legado pontificio para las cuestiones dogmáticas Cervini (después Marcelo II), tomó parte decisiva en las sucesivas formulaciones del decreto de la justificación (nada menos que cuatro redacciones), lo más importante de la concepción bíblico-agustiniana acabó reflejándose en la exposición conciliar.

 

b) Sin que llegasen a ser definidas formalmente, un grupo de padres conciliares y teólogos presentaron un conjunto de opiniones sobre la fe, el pecado y la justificación, basadas en san Pablo (sobre todo en la carta a los Romanos, 7) y en el evangelio y la primera carta de Juan, que contenían una verdadera theologia crucis católica, una concepción católica del simul iustus peccator. Tal vez lo más significativo a este respecto sea la carta dirigida por el cardenal inglés Pole al primer presidente, Del Monte, al comunicarle su retirada del colegio de los legados y del concilio[39].

 

c) El concilio, para rechazar la certeza de la salvación, observó más o menos el mismo proceder que para determinar el proceso de la justificación: la seguridad de la revelación es, como tal, absoluta (cui falsum subesse non potest); pero de tal infalibilidad absoluta no goza la certeza personal de salvación. El concilio, no obstante, tampoco reprueba la confianza absoluta del cristiano en su salvación.

 

3. En los dictámenes oficiales de las comisiones de reforma de Paulo III no faltaban ni materiales ni programas para la ejecución de la reforma. La principal labor en este campo, tras algunos intentos fallidos en el primer período del concilio, no llegó a realizarse hasta su tercer período (1562-1563). Cuando menos se establecieron los principios básicos de una depuración general.

 

a) El sistema de beneficios había echado por tierra la religiosidad del clero. Pues bien, ahora se prohibió la acumulación de más de una prebenda en manos de un solo beneficiario (norma también válida para los cardenales); el oficio de recaudador de limosnas (relacionado con la predicación de indulgencias) fue suprimido; se previnieron los abusos del matrimonio mediante la prescripción de que debía celebrarse ante el párroco. Para la santificación del pueblo se debía procurar una predicación regular y más depurada de la doctrina en los domingos y días festivos. Se preceptuó también que el evangelio del domingo fuese leído en todas las misas parroquiales en lengua vernácula. En los sermones se debía prescindir de toda polémica; con lo cual también se corría el riesgo de hacer una predicación moralizante (la belleza de la virtud, la corrupción del vicio).

 

Pero, sobre todo, se pretendió formar un nuevo clero; el famoso decreto del concilio sobre los seminarios debía proveer de adecuados centros formativos al futuro clero (en su sentido originario estos seminarios tridentinos no fueron concebidos en oposición a las universidades). Este decreto sobre los seminarios se convirtió en uno de los pilares de la reforma. Se logró cubrir la carencia de instituciones formativas para el clero; todos los clérigos contaron con la posibilidad de recibir una formación teológica y ascética suficiente.

 

En la reforma intraeclesial fue decisivo el reconocimiento de que el obispo, e igualmente el párroco, debía ser esencialmente un pastor.

 

Supuesto fundamental para la realización de esta misión era que obispos y párrocos guardasen residencia. Precisamente esta residencia volvió a ser, con el concilio, una obligación estricta. Los obispos, en fin, debían asegurar la realización de las reformas mediante visitas y sínodos.

 

b) La reformatio in capite (la reforma de la curia), aunque se limitaron las expectativas y provisiones (§ 64), propiamente no se llevó a cabo. Tampoco se consiguió confirmar el anterior derecho de los metropolitanos a la consagración y visita de sus sufragáneos, derecho que había sido transferido al papa después del destierro y el cisma.

 

c) En cuanto a las órdenes religiosas, el concilio también promulgó instrucciones generales. En la sesión de clausura, en uno de los decretos se les prescribió lo siguiente: nada de propiedad privada; clausura más rigurosa para las monjas; elevación de la edad mínima para la profesión religiosa; limitación de las encomiendas.

 

4. La aceptación y puesta en práctica de los decretos doctrinales y reformadores del Concilio de Trento en los diversos países católicos por parte de los órganos estatales y la jerarquía fue lenta y poco uniforme, excepto en Italia y Polonia: claro indicio de la supervivencia de los distintos grupos de interés político-eclesiástico y jerárquico-teológico, que ya se habían enfrentado drásticamente en el concilio. Los decretos doctrinales fueron aceptados por los soberanos católicos. Únicamente la Iglesia nacional de España (y de los Países Bajos), en la que existía entonces el peligro del cesaropapismo, se reservó el derecho de aceptarlos «sin perjuicio de los derechos reales». También la Francia galicana (Catalina de Médicis) se opuso a la promulgación de los decretos de reforma. Estos fueron promulgados poco a poco en los sínodos diocesanos, terminando su promulgación el año 1615.

 

En el imperio, la situación era difícil, debido a la íntima tendencia del emperador Maximiliano III al protestantismo[40]. Los estamentos católicos aceptaron los decretos en la Dieta de Augsburgo de 1566. Venecia opuso algunas reservas por razones de política comercial (su vinculación a la Hansa alemana, que era protestante).

 

La auténtica puesta en práctica de los decretos tridentinos, si bien sólo en sus aspectos fundamentales, llena muchos capítulos de la historia moderna de la Iglesia. Las dificultades que hubo que afrontar vuelven a poner de relieve lo arraigado del desorden existente y permiten medir el alcance de la obra de renovación de la Iglesia en sí misma. En Alemania, en la realización de los decretos trabajaron Pedro Canisio y toda una serie de obispos (Würzburgo, Maguncia, Fulda) y legados pontificios. También meritoria fue la labor de Juan y Gaspar Gropper, sobre todo en Colonia.

 

Dentro de toda esta labor se han de contar también los sínodos reformadores diocesanos y provinciales de finales del siglo XVI y del siglo XVII y los ingentes y laboriosos esfuerzos pastorales del nuevo clero, cada vez más numeroso. Todo ello constituye una página gloriosa de la reforma católica.

 

5. La significación más profunda del Concilio de Trento no estriba en la promulgación de determinadas doctrinas y disposiciones de reforma, como tampoco en los fundamentales e importantísimos decretos dogmáticos sobre las fuentes de la fe y sobre la justificación, sino, más bien, en el hecho de contribuir decisivamente a la clarificación del concepto católico de Iglesia, y esto de una manera históricamente efectiva, pues el mismo concilio fue una manifestación concreta de tal concepto. El Concilio de Trento representó, para la Iglesia y el papado, el final victorioso de la gran lucha antieclesiástica iniciada en el siglo XIII, caracterizada siempre por sus ataques al pontificado. El Concilio de Trento, en efecto, supuso la derrota casi definitiva, al menos en el terreno de los principios, de la idea conciliarista por una parte y, por otra, la derrota de la nueva idea protestante de la Iglesia, que es consecuencia de la anterior. En ambas ideas se contenían explosivas tendencias particularistas (nacionalistas, democráticas, individualistas y subjetivistas). El Concilio de Trento presentó y (en parte) definió la Iglesia como institución de salvación, institución objetiva, anclada en el papado, universal. Contra todos los temores previos de la curia, el Concilio de Trento acabó siendo el concilio más papalista de la historia antes del Concilio Vaticano I.

 

Obviamente, aún no era llegado el momento para la formulación teórica del primado del papa; las corrientes eclesiástico-nacionalistas (episcopalismo contrapuesto a curialismo) eran todavía muy fuertes y el curialismo no había sido aún depurado. Además hay que tener en cuenta que el «episcopalismo» que apareció en Trento, representado principalmente por los padres españoles, era muy diferente de las tendencias registradas en la baja Edad Media y de las tendencias galicanas contemporáneas a Trento y posteriores; no iba dirigido contra el primado doctrinal del papa. Al contrario, reconocía el primado del papa sobre toda la Iglesia y la independencia papal de cualquier poder terreno, fuese político o conciliar, si bien se pronunciaba a la vez a favor del poder autónomo de los obispos por derecho divino, lo cual es correcto desde el punto de vista dogmático.

 

Como ya hemos dicho, todas las decisiones fueron sometidas a la aprobación del papa. Los decretos de reforma, además, se redactaron con una cláusula expresa de reserva a la ratificación papal. Esto no significaba otra cosa sino el reconocimiento por parte del concilio de la competencia personal del papa para limitar, ampliar y ratificar las decisiones tomadas y darles así definitiva fuerza de ley en la Iglesia. Esto es justamente lo que ocurrió en 1564 con Pío IV.

 

La misma actitud curial del concilio se puso de manifiesto al ser remitidos al papa para su posterior tratamiento todos los asuntos no resueltos. Así, las ediciones del Indice tridentino, del nuevo catecismo romano, del misal y del breviario fueron realmente ediciones papales (todas ellas bajo el pontificado de Pío V). Perfectamente trazada está ya, pues, la línea que conducirá al Concilio Vaticano I y al nuevo Código de derecho canónico, que será puramente vaticano y papal (cf. las principales limitaciones en el § 95).

 

6. Lutero había apelado una vez a un concilio ecuménico, con el fin de obtener de él la prueba de su ortodoxia. Pero ya sabemos que el Concilio de Trento ejerció un influjo poco menos que nulo en la Reforma. El problema de la unidad eclesial de la cristiandad se había tornado entonces insoluble.

 

Hay que reconocer, de todas formas: ¡sin Lutero no hubiera habido Concilio de Trento! Mas también: ¡el Concilio de Trento, con su definición de la infalibilidad pontificia y del episcopado supremo del papa de Roma, llevó de hecho al Vaticano I! También aquí podemos advertir la importancia que dentro del curso general de la historia tuvo el ataque de los reformadores para la Iglesia católica. En el Concilio de Trento hubo mucha confusión por pequeñeces y la concurrencia de participantes —en comparación con las tareas— fue francamente escasa. Pero el resultado sobrepasó con mucho los mezquinos fallos humanos. El concilio llevó, de forma lenta pero progresiva, a una metanoia, a una conversión interior radical, como se exige en el evangelio. El Concilio de Trento, mejor dicho, el Catecismo Romano, redactado según su espíritu (1566), hizo suyo, felizmente, el grito con que Lutero había comenzado la lucha, y que por entonces nadie había defendido públicamente como católico: «Toda la vida del cristiano debe ser penitencia».

 


[1] Permítaseme recordar que esta frase aparecía ya en la primera edición de esta obra (Münster 1931).

[2] Cf. § 75, III.

[3] Con todo, algunos llegaron más tarde a tener una fuerte sensación del peligro: en 1563 el cardenal Capri creía ver ya próximo el entierro de Roma.

[4] Para hacer el inventario detallado es preciso distinguir si era el Humanismo como tal el que constituía una fuerza reformadora de la Iglesia o si más bien se trataba de hombres reformadores no comprometidos que también tenían intereses humanistas; a este grupo pertenecen los cardenales Pole y Seripando; también el cardenal Cervini, aunque éste no como uno de los conciliadores.

[5] Un detalle significativo de este espíritu fue el hecho de que la simple noticia de la convocatoria del concilio trajo como consecuencia inmediata la brusca caída de los precios que se pagaban por la compra de puestos curiales.

[6] Con la expresión «piedad laical» no agotamos la amplia envergadura de la espiritualidad de Groot, predicador penitencial sumamente severo, en parte incluso rigorista, que prevenía en contra del matrimonio.

[7] Cayetano, antes funcionario curial (secretario particular de Julio II y protonotario), fue sacerdote desde 1526.

[8] Su número no puede determinarse con exactitud, ya que muchos nombres aparecen sin indicación de la profesión.

[9] Esta prescripción, que se contiene en los estatutos del Oratorio romano, alcanzó más tarde vigencia general. Sobre todo fue adoptada por las asociaciones religiosas fundadas en el período barroco.

[10] No creemos necesario subrayar expresamente el hecho de que no siempre ni todos los miembros cumplieron rigurosamente el programa. Por ejemplo, en el caso de Maquiavelo, que escribió (e incluso expuso públicamente) una meditación sobre el Miserere, cabe legítimamente suponer una honda discrepancia de su pensamiento con el programa de su hermandad.

[11] El nombre de «teatinos» procede del antiguo nombre de la diócesis de la que era obispo Carafa, la diócesis de Chieti Theate.

[12] Sin embargo, también hubo humanistas religiosos antes de Giustiniani que no sólo se opusieron a Aristóteles y Averroes, sino que quisieron (por lo menos en algún caso) eliminar a Platón en aras de la Escritura y los Santos Padres.

[13] El saqueo duró ocho días completos. Debió de haber más de 10.000 muertos.

[14] De la Orden de los teatinos salieron 200 obispos.

[15] Un punto importante: el papa reconoció expresamente que la enfermedad de la cabeza, la Santa Sede, se había extendido a los prelados inferiores.

[16] Que los obispos-príncipes alemanes no abandonasen sus diócesis y Estados, dada la tensa situación política, no podía reprochárseles. Pero que la Iglesia alemana estuviera poco menos que nada representada en el concilio fue culpa de los legados pontificios. Estos legados prestaron sorprendentemente muy poca atención a la situación de la Iglesia alemana (Jedin), por eso tampoco hicieron uso de la posibilidad —autorizada por el papa— de conceder derecho de voto a los representantes de los obispos alemanes.

[17] Como para Francia el siglo XVII, para España la época clásica fue el siglo XVI: en España surgió la primera novela moderna, el primer drama moderno, el renacimiento de la Escolástica en Salamanca. Y las repercusiones políticas y económicas de sus descubrimientos y conquistas de Ultramar: España pasó a ser una potencia mundial, y la primera potencia europea.

[18] Anhelada realmente la fama. Este anhelo siguió perdurando después, aun en medio de sus rigurosos ejercicios ascéticos. De todas formas, tal fama revistió caracteres ampliamente objetivos: su ascesis no estuvo motivada tanto por los propios pecados cuanto por la mayor gloria de Dios.

[19] Plan caballeresco de recuperar Tierra Santa por la oración y la vida piadosa. Ignacio realizó su peregrinación en los años 1523-34.

[20] Hasta su ancianidad, Ignacio fue un buen ejemplo de cuán viva se mantenía a pesar de todo la idea de la cruzada.

[21] El carácter militar que revistió la palabra «Compañía» en la designación de los jesuitas no responde a la idea inicial. Ignacio aplicó este término también a otras órdenes en el sentido de «unión», como era usual en la Edad Media.

[22] Ya la segunda bula de confirmación de Julio III (1550) antepuso la defensa y propagación de la fe a la perfectio animarum.

[23] Es difícil, naturalmente, reducir a unas pocos formulas todos los criterios que seguía el santo, formidable conocedor y formador de hombres, a la hora de elegir a sus seguidores. Por ejemplo, no elegía exclusivamente a superdotados. Uno de los enigmas de su obra, es precisamente lo contrario: haberla realizado también con auxiliares mediocres.

[24] Ignacio emplea también la imagen de la bola de cera: el subordinado debe ser en manos del superior tan moldeable como la cera. Algunas formulaciones extremas de la «obediencia en cierto modo ciega» al superior, al que se presenta como representante de Dios (exigencias de obediencia que tal como suenan, apenas exceptúan el caso del pecado mortal claramente advertido en el mandato del superior), encierran especiales dificultades. La invitación al maestro a «no decir nada contra prelados o príncipes» tuvo enorme repercusión en los ambientes de crítica despiadada de los humanistas y reformadores. Pero con ello también pudo correr peligro la veracidad y la libertad del cristiano.

[25] Pero no como fruto de una decisión precipitada, sino como producto de largas comprobaciones, observaciones y oscilaciones hasta bien entrados los años cincuenta.

[26] Esta angustia por el alma de cada individuo se advierte expresamente en Ignacio y en los primeros socios, y también Canisio.

[27] Esto nada tiene que ver con el reproche, cientos de veces rebatido y miles de veces repetido, de que según la doctrina jesuita el fin justifica los medios. A pesar de la gran falta de sistema que se aprecia en numerosos tratados de moral del siglo XVII, hay que decir al respecto que es injusto achacar las deficiencias de principio; cf. § 104.

[28] Precisamente fue en la cuestión de las escuelas donde la tensión con las antiguas órdenes tuvo efectos más contraproducentes, pues éstas a su vez intentaron contrarrestar el «monopolio escolar de los jesuitas». La posterior pérdida de su hegemonía en el campo de la enseñanza fue un rudo golpe para la Compañía.

 

[29] La instrucción pedagógica fundamental, la ratio studiorum de 1599, tenía un carácter casi totalmente humanista. En el campo de la teología el cuadro era diferente. La Escolástica barroca, que apareció ya en el tercer período de sesiones del Concilio de Trento y alcanzó su punto culminante con Suárez († 1617) y Belarmino († 1621), guardaba poca afinidad con la actitud abierta y humanista de los teólogos del primer período del concilio como, por ejemplo, Cervini. Seripando, a pesar del alto puesto que ocupó al principio, no logró imprimir al concilio su estilo de pensamiento.

[30] En consecuencia, el principio y fundamento, la parte purificativa y la parte constructiva de los Ejercicios se desarrollan contemplando históricamente el dogma de Cristo como centro, meta y Señor del cosmos; así se manifiesta concretamente en la caída de los primeros padres y en la vida de Jesús, que lucha contra la persona de Satanás.

[31] Sobre la decadencia de esta labor en el siglo XVIII, cf. p. 199.

[32] Es verdad que a veces los mismos jesuitas han prodigado a su Compañía elogios tan altos que no podían parecer más que un desafío. En los escritos publicados para conmemorar el primer centenario, la Compañía era celebrada como «un eterno milagro» y como «el mayor milagro».

[33] Disputa entre el papa y el emperador. En una solemne protesta hecha en Bolonia, el emperador insistió en la prosecución del concilio.

[34] De los concilios anteriores tampoco poseemos más que los cánones o la descripción de alguna solemnidad o algún sermón en su versión auténtica.

[35] En el Interin imperial de 1548 intervino finalmente Melanchton. El papa concedió permiso para el matrimonio de los sacerdotes y para la comunión de los laicos bajo las dos especies.

[36] Consecuencia de todo esto fue un florecimiento de la exégesis eclesiástica en la segunda mitad del siglo XVI y en el siglo XVII. La fijación de la Vulgata latina como único texto auténtico de la Iglesia no significaba una toma de postura en contra de las lenguas originales. El concilio estuvo más bien a favor de su estudio.

[37] De él ha dicho Adolfo Harnack que, si hubiese aparecido cincuenta años antes y se hubiese convertido en carne y sangre de la Iglesia, no habría tenido que venir la Reforma.

[38] La idea de que sin la gracia de Dios nada sirve para la salvación es incuestionable en los decretos y cánones. Pero en las discusiones preparatorias, por tanto no vinculantes, fueron también expuestas (aunque no aceptadas) concepciones muy objetivistas. No hubo más remedio que defender la fe de tales formulaciones excesivamente filosóficas. Así que los debates son un importante documento de la confusión teológica reinante, confusión que volvería a resurgir más tarde en la historia de la Iglesia. Durante el pontificado de Pío IX, el general de los dominicos, Gaude, manifestó que en los protocolos y actas del Concilio de Trento aparecían cosas dogmáticamente dudosas o chocantes, puntos de vista tendentes al protestantismo, que en algunos casos llegaban hasta sola fide...

[39] En el campo extraeclesiástico, este intento de oponer el agustinismo a la misma altura del tomismo fue repetido por el jansenismo en el siglo XVII.

[40] Este emperador fue un ejemplo típico (anticipado) de otros intentos, mucho más frecuentes después, que trataron de tender un puente entre los distintos antagonismos dogmáticos acomodándolos lo más posible.