Período segundo

 

EL SIGLO XIX: LA IGLESIA CENTRALIZADA

 

EN LUCHA CON LA CULTURA MODERNA

 

 

§ 108. PANORAMA POLÍTICO Y ECLESIÁSTICO

 

 

I. LOS DIVERSOS PAÍSES

 

1. La Revolución francesa y su heredero, Napoleón, habían producido la desintegración definitiva del antiguo Imperio alemán (secularización, § 107).

 

2. Austria, con el famoso estadista Klemens von Metternich (defensor de la restauración), mantiene en el Congreso de Viena de 1815 (§ 111) la posición hegemónica de la Europa central. Durante los reinados de Francisco I (1806-1835) y Fernando I (1835-1848) el gobierno está en manos de Metternich, haciéndose cada vez más peligrosa la fuerza explosiva de las nacionalidades en que se basa la monarquía del Danubio. Otros indicios de tormenta como la Wartburgfest (1817: tercer centenario de la Reforma y conmemoración de la batalla de Leipzig) y la Hambacher Fest (1832: mitin liberal en el que se proclama la República Confederada de Europa) son objeto de una rigurosa censura por parte de la autoridad (Decretos de Karlsbad de 1819; los seis artículos de la Federación Alemana de 1832). Tras la revolución de 1848, que en un principio amenazó la existencia del imperio (caída de Metternich; fin de la hegemonía de Austria dentro de la Federación Alemana), asciende al trono Francisco José (1848-1916), cuya personalidad se convierte en el símbolo de la monarquía.

 

2. Prusia se consolida bajo el reinado de Guillermo III (1797-1840), tras las derrotas sufridas en la guerra contra Napoleón, y vuelve a ser una gran potencia europea. La secularización le supone enormes ganancias territoriales, como las sedes metropolitanas de Colonia y Tréveris y los territorios sufragáneos; los problemas confesionales que surgen a raíz de esta anexión conducen a las «discusiones de Colonia» (§ 115, II). La vida intelectual alcanza sus logros mayores en la filosofía y teología de Friedrich Schleiermacher, Georg Friedrich Hegel y Arthur Schopenhauer y en la ciencia histórica sobre todo de Leopold Ranke y Barthold Niebuhr. Las relaciones con la Iglesia evangélica se ven dificultadas por la disputa sobre el santoral y el intento de imponer la unión prusiana (§ 115). Federico Guillermo IV (1840-1861) mejora las relaciones con la Iglesia católica. Las tensiones vuelven a crecer nuevamente durante el reinado de su sucesor, Guillermo I (1861-1868), principalmente por la política de Bismarck (el Kulturkampf, § 115, III).

 

3. Baviera acrecienta también sus territorios con la secularización (las diócesis de Augsburgo, Würzburgo, etc., la ciudad imperial de Nuremberg), pero ya no constituye un Estado puramente católico. Las relaciones con la curia se ven entorpecidas por el «edicto de religión» de 1818, que, a pesar de todas las protestas eclesiásticas, se mantiene en vigor. La disputa sobre la genuflexión (1838-1845; § 115) disgusta profundamente a los protestantes.

 

4. El nuevo Imperio alemán (1871) acusa desde el principio los rasgos propios del protestantismo prusiano. La desconfianza mutua entre el Estado y los católicos perdura incluso después del Kulturkampf. La distensión comienza cuando Bismarck otorga al papa el papel de árbitro en la disputa hispano-germánica por las islas Carolinas (1885). La situación no se modifica esencialmente hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial. La exhortación pontificia a la paz es rechazada en 1917. En cambio, las potencias aliadas respondieron en varias ocasiones a las llamadas del papa en favor de la paz.

 

5. Francia: Vuelven los Borbones (Luis XVIII, 1814-1824; Carlos X, 1824-1830) y consiguen afianzarse a pesar de —o mejor, a causa de— su estrecha unión con la Iglesia, que precisamente por eso va adoptando una postura eminentemente restauradora (de ahí se deriva el fomento indirecto del liberalismo laicizante). Ni siquiera el «rey burgués» Luis Felipe (1830-1848) es capaz de salvar su trono. En febrero de 1848 estalla la revolución, impulsada por vez primera por la población obrera. Francia se convierte en república, con Luis Napoleón como presidente. En 1851 Luis Napoleón es nombrado presidente vitalicio y en 1852 emperador. A partir de 1871 Francia vuelve a ser república. En un principio dominan las fuerzas conservadoras, pero poco a poco ocupan su puesto los liberales y anticlericales. En 1880 tiene lugar el debate contra la Compañía de Jesús. En 1901 se promulga la Ley de Asociación, de marcada tendencia antieclesiástica. La separación de la Iglesia y del Estado se consuma en 1905.

 

6. Bélgica: En conexión con la revolución de julio de 1830, los liberales y los clericales se alzan unidos contra Holanda. En 1831, las grandes potencias reconocen la independencia y permanente neutralidad de la nación y es elegido rey Leopoldo de Sajonia-Coburgo, emparentado con la casa real inglesa.

 

7. España: Los Borbones vuelven al trono en 1814. El intento de Fernando VII (1814-1833) de restaurar el régimen absolutista (llegando incluso a reimplantar la Inquisición) trae como consecuencia la pérdida de las colonias americanas entre 1810 y 1825 y una revolución interna (1820- 1823), cuya represión exige ímprobos esfuerzos. Tras la muerte de Fernando VII (1834), el país asiste a una serie de luchas dinásticas, que se prolongan hasta 1839, y que afectan a la Iglesia (expulsión del nuncio; persecución de las Ordenes religiosas y expropiación de los bienes de la Iglesia con la conocida ley de desamortización). Estas luchas debilitan sobre todo a la institución monárquica. La corriente liberal se va imponiendo con ayuda de Francia e Inglaterra. 1834-1841: regencia de María Cristina, cuyo consejero más insigne es Donoso Cortés. Para este pensador, el racionalismo y el liberalismo constituyen un veneno disolvente. Donoso fue el primero en predecir la gran revolución futura, que vendría precisamente de Rusia. Durante el reinado de Isabel II (1843-1868) se firma un Concordato en 1851, en el que se reconoce la validez exclusiva de la religión católica en el país y se regula la restitución de los bienes eclesiásticos. Pero en 1868 otra revolución conduce a la destitución de la reina y a la libertad religiosa. Tras siete años de luchas entre los republicanos y los pretendientes españoles y extranjeros, es restaurada la monarquía en la persona de Alfonso XII (1875-1885). La Constitución proclama la libertad de cultos, pero prohibe a todos los no católicos la celebración de ceremonias públicas. La monarquía se mantiene hasta 1931.

 

8. Portugal: Se ve sacudido durante toda la primera mitad del siglo por continuas guerras civiles y pierde, por ello, la mayor parte de sus colonias, entre ellas Brasil, en 1822. La monarquía desaparece en 1910. La nueva república dispone ya en 1911 la separación entre la Iglesia y el Estado.

 

9. Italia (cf. § 113): El Congreso de Viena no trae a Italia la unidad nacional. El país sigue dominado por dinastías extranjeras: en el norte los Habsburgos y en el sur los Borbones. En 1820 y 1821 se registran disturbios revolucionarios en Nápoles y en el Piamonte, que son reprimidos por Austria, encargada para ello por la Santa Alianza. Es también Austria la que reprime los levantamientos que se suceden a partir de 1830. La revolución de febrero de 1848 en Francia salpica a Italia. Carlos Alberto de Cerdeña se coloca a la cabeza de la Italia revolucionaria, pero es reducido por el mariscal austríaco Radezki en Custozza (1848) y Novara (1849) y Carlos Alberto abdica en favor de su hijo Víctor Manuel II (1849-1878). Francia y Austria restablecen el viejo sistema. El papa, huido de Roma en 1848, vuelve a los Estados de la Iglesia con la protección de Francia. En 1859 Piamonte y Cerdeña (bajo el reinado de Víctor Manuel y el gobierno de su ministro el conde de Cavour, que habían creado un Estado liberal) vencen a los austríacos, con ayuda de Napoleón III, en las batallas de Magenta y Solferino. El entusiasmo nacional hace que se unan los principados italianos y Cerdeña (1860). En 1861 Víctor Manuel recibe el título de «rey de Italia». En Roma sigue dominando el papa con el apoyo de Francia, pero tras la retirada de las tropas francesas como consecuencia de la guerra franco-alemana, los italianos conquistan Roma en 1870, y un plebiscito celebrado en la ciudad eterna decide su anexión al reino de Italia.

 

10. Rusia: En un principio consigue mantener su puesto hegemónico en Europa, obtenido al término de las guerras napoleónicas. El zar Nicolás (1825-1855), conservador radical, es, a partir del levantamiento de los decabristas, a cuya cabeza estaban básicamente jóvenes intelectuales, un combatiente decidido contra toda clase de fenómenos revolucionarios de Rusia y del resto del mundo, como había ocurrido en Hungría en 1848. El zar Nicolás presta su apoyo únicamente al levantamiento de los griegos, por el que siente simpatía en razón de la fe común (1827-1828). La sucesión en el trono (Alejandro II, 1855-1881) trae nuevas tendencias liberales, como la liberación de los campesinos en 1861 (que sólo llega a realizarse parcialmente a partir de 1880) y algunas otras reformas posteriores. A pesar de ello aumenta la radicalización en estratos de la intelectualidad (nihilismo).

 

A pesar de las duras medidas tomadas, la situación de los zares se va haciendo cada día más débil en el interior, dada su incapacidad para reducir los problemas sociales. La literatura, de enorme valor, tiende cada vez con mayor fuerza a un pesimismo cristiano, unido a una dura crítica social (Turgeniew, 1813; Dostoiewski, 1821-1881; Tolstoi, 1828-1910). Durante el reinado de Alejandro III (1881-1894) el consejero más importante es el procurador supremo del Santo Sínodo, Pobedonoszow. Los intentos de rusificación promovidos por el gobierno obligan a los súbditos católicos a exiliarse a las fronteras occidentales del país. Nicolás II (1894-1917) es todavía más débil que sus predecesores a la hora de hacerse con la situación.

 

11.    En 1898 tiene lugar el primer congreso del Partido Obrero Social-demócrata de Rusia. Entre tanto, Lenin (1879-1924), desterrado en Siberia, elabora los fundamentos teóricos del comunismo, basándose en el materialismo histórico y dialéctico y, por tanto, en el ateísmo enseñado por Karl Marx († 1883) y Friedrich Engels. Continuos atentados ponen en peligro la vida de los más altos funcionarios y de los miembros de la familia imperial. En 1905 y 1906 estalla una revolución, cuya represión resulta muy difícil. Se implantan las libertades civiles: libertad de expresión, de reunión, sufragio universal. El zar sigue siendo jefe supremo de la Iglesia ortodoxa rusa, es decir, supremo protector y defensor del dogma. A pesar de ello aumentan los disturbios en el interior; el influjo incontrolable del enigmático y oscuro «monje» Rasputín repercute peligrosamente sobre la corte. En 1917 tiene lugar la revolución bolchevique. Las condiciones generales de vida de las Iglesias cristianas de Rusia se ven modificadas profundamente —mejor diríamos, se ven sacudidas— a partir de ese acontecimiento (§ 122).

 

12. Escandinavia se mantiene durante el siglo XIX al margen de los acontecimientos políticos. En Suecia —y también en Noruega a partir de 1905, tras su separación de Suecia— perdura la Iglesia estatal luterana. Los seguidores de otras confesiones (un porcentaje extraordinariamente reducido) disfrutaban hasta hace pocos años de escasos derechos políticos. La influencia de escritores escandinavos como Ibsen, Strindberg y, más tarde, en sentido más positivo, de Selma Lagerlóf es enorme y repercute de manera decisiva en la evolución de todo el mundo cultural hacia el socialismo (sobre Strindberg y Kierkegaard confróntese § 120).

 

13. Suiza: La evolución se ve condicionada, de una parte, por las luchas en el seno del protestantismo, y de otra, por la contraposición entre cantones católicos y liberales (protestantes). En la Suiza francesa se produce un resurgimiento que lleva a la fundación de una «église libre», de carácter opuesto a la iglesia estatal y al liberalismo. Las revoluciones cantonales de 1830 y 1831 ponen término en la mayoría de los cantones al régimen aristocrático y a la iglesia estatal, sin aclarar las relaciones entre el poder político y la Iglesia. A partir de entonces surgen en la Suiza alemana tres grupos protestantes (la derecha pietista y ortodoxa, el centro y la izquierda liberal radical). La influencia de la izquierda crece y pone en peligro las relaciones con los católicos. En 1828 se llega a un acuerdo con la curia: creación de nuevas diócesis nacionales (con excepción de Constanza), directamente sometidas a Roma. A partir de 1830 comienza la lucha contra el catolicismo, que se agudiza en Lucerna, donde los derechos civiles del cantón estaban unidos a la fe católica. En cambio, en Aargau se modifica la constitución en sentido liberal. Los intentos de expulsión de los jesuitas llevan a los siete cantones católicos a formar por separado una federación que luego resulta derrotada. En 1848 se promulga una nueva constitución federal: libertad e igualdad de derechos para todas las confesiones, pero expulsión de los jesuitas. En 1874, una revisión constitucional separa las escuelas de las Iglesias.

 

14. Inglaterra (incluidas Escocia e Irlanda). A raíz de la derrota de Francia posee una absoluta hegemonía marítima. En el transcurso del siglo XIX se convierte en la primera potencia mundial. El poderío británico culmina en la era victoriana (por la reina Victoria, 1837-1901). Desde la Primera Guerra Mundial se registra un lento retroceso, adquiriendo los Estados Unidos el puesto de Inglaterra. Todavía durante el siglo XIX tiene lugar la transformación del Empire en la Commonwealth of Nations. Con esta transformación Inglaterra salva su influencia sobre el continente europeo durante el siglo XX.

 

En política interior el liberalismo dominante suscita numerosas reformas, especialmente la del derecho al sufragio en 1832. Aumenta la importancia de la Cámara de los Comunes, a costa de la aristocracia.

 

La Iglesia católica consigue éxitos importantes. En 1829 se deroga el Acta de 1673, en virtud de la cual quedaban los católicos excluidos del disfrute de los derechos políticos. El Decreto de emancipación, también de 1829, garantiza a los católicos la plena igualdad de derechos civiles. Este hecho es de particular importancia para Irlanda (donde hay mayoría católica), hasta entonces dominada y oprimida por el estamento superior, inglés y anglicano (esto trae consigo el acceso de los católicos irlandeses a los cargos públicos y al parlamento). A pesar de ello, la iglesia nacional de Irlanda sigue siendo la Iglesia anglicana, viéndose los católicos irlandeses obligados sorprendentemente a pagar los diezmos a dicha Iglesia. Esta situación se prolonga hasta 1869, año en el que se concede un estatuto eclesiástico para Irlanda. El movimiento de conversiones a la Iglesia católica, iniciado entre los anglicanos hacia 1840, a consecuencia del movimiento de Oxford, aporta al catolicismo inglés un notable crecimiento de energías (Newman, § 118, III).

 

La vida de la Iglesia anglicana a lo largo del siglo XIX está caracte­rizada por tres tendencias: 1) El partido evangélico, o de la «iglesia baja» (surgido del despertar religioso del siglo XVIII); 2) El partido de la «iglesia alta» (aristocracia y alto clero, con mentalidad de iglesia nacional), revitalizado religiosamente desde 1833 por el movimiento de Oxford, en las tres formas de tractarianismo, puseyismo y ritualismo; 3) La tendencia eclesial amplia, que intenta liberalizar la teología anglicana y desarrolla una intensa actividad social.

 

Durante el siglo XX se registran entre los anglicanos intensos esfuerzos ecuménicos; el movimiento de Oxford sigue progresando (movi­miento anglocatólico). En el período 1927-1929 se produce la polémica sobre la revisión del Common-Prayer-Book. Los disidentes avanzan también considerablemente y mantienen una activa vida religiosa. A los metodistas, baptistas y cuáqueros se añaden tres nuevas denominaciones: irvingianos (proféticos y apocalípticos), hermanos de Plymouth (contrarios a toda clase de iglesia) y el Ejército de Salvación (lucha contra el vicio).

 

En Escocia se registra un resurgimiento dentro de la Church of Scotland (iglesia nacional reformada). En 1843 se produce, tras largas polémicas sobre la constitución de la iglesia, una secesión, la de la iglesia libre de Escocia (que desarrolla una intensa vida de piedad). En 1929 se produce la reunificación de esta iglesia libre con la iglesia nacional. La teología dialéctica es objeto de vivo interés.

 

15. Los Estados Unidos de la América del Norte, que a lo largo del siglo XIX se van extendiendo hasta las costas del Pacífico, pasan al puesto de gran potencia y se convierten en el principal Estado industrial. A pesar de la completa separación entre Iglesia y Estado, la importancia de las diversas denominaciones cristianas en la vida pública es muy notable. Hasta comienzos del siglo XX los católicos apenas tenían influencia, e incluso en parte eran considerados como indeseables (lucha del Ku Klux Klan contra negros, judíos y católicos). Su extracción social la constituían inmigrantes de modesta procedencia y nivel cultural. La fuerte corriente migratoria constituida por intelectuales del centro y el oeste de Europa, iniciada a partir de 1848, influye también sobre la vida eclesiástica. Merece una mención el «americanismo», desviación doctrinal de los católicos norteamericanos (Isaak Hecker), condenada en diversos momentos por la curia romana (la primera vez en 1899).

 

Durante el siglo XX el desarrollo del catolicismo es muy notable y abarca muy diversos campos (la enseñanza, las universidades, la ciencia).

 

16. En los países latinoamericanos el catolicismo sigue siendo la religión dominante. La independencia de las metrópolis europeas supuso una acusada falta de sacerdotes, y, junto con ella, una decadencia peligrosísima del nivel religioso y de las perspectivas cristianas. En el transcurso del siglo se va imponiendo la separación de Iglesia y Estado en México, Brasil y algunas pequeñas repúblicas. En México tiene lugar ya en 1858 la confiscación del patrimonio eclesiástico y la proclamación, al mismo tiempo, de la libertad de religión.

 

17. Asia. a) Oriente Próximo. El siglo XIX se caracteriza por la penetración de las grandes potencias europeas en el Imperio otomano, que hasta entonces había mantenido una posición de hegemonía sobre sus dominios europeos, sobre el norte de África y sobre todo el mundo árabe hasta el golfo Pérsico. La caída de Turquía se consuma en 1918. Pueden señalarse las siguientes etapas: 1881, Túnez pasa al dominio de Francia; 1911-1912, Trípoli y Libia al poder de Italia; 1882, Egipto al de Inglaterra (independizado en 1922); 1917, Irak al de Inglaterra (independizado en 1932, pero bajo protectorado británico); Siria es protectorado francés desde 1920; Palestina, protectorado británico desde 1918. En 1853 y luego en 1877-1878 Rusia intenta inútilmente una incursión en Turquía, con la supuesta intención de proteger del sultán a los súbditos de religión ortodoxa. Francia aparece entonces como potencia defensora de los católicos. Se vuelve a plantear la disputa de los Santos Lugares por las potencias europeas. El Oriente Próximo sigue fiel en sus enclaves cristianos a la religiosidad ortodoxa. Desde 1908-1909 los cristianos disfrutan de igualdad de derechos en Turquía. A pesar de ello, a comienzos de la Primera Guerra Mundial tiene lugar una dura persecución de los cristianos armenios, de los cuales muchos habían pasado al protestantismo por obra de las misiones americanas.

 

b) La India es a comienzos del siglo XIX posesión de la «East India Company». En 1858, el gobierno británico toma posesión de la administración (en 1877 la reina Victoria es coronada emperatriz de la India). En 1919 se promulga una nueva constitución con autogobierno parcial. En 1920 Gandhi comienza su lucha tenaz por la independencia de la India, que en 1947 se convertirá en realidad.

 

La Iglesia católica experimenta durante los siglos XIX y XX un constante crecimiento en la India. El trabajo de los antiguos misioneros (sobre todo de la época portuguesa en el siglo XVI) constituye una buena base. El patronato concedido en el siglo XVI a los portugueses sobre todos los católicos de la India queda limitado a raíz de los concordatos de 1886 y 1928, y en 1950 se circunscribe a las posesiones portuguesas (Goa), mantenido hasta 1961. Los cristianos siro-nestorianos, que en parte viven desde 1596 en comunión con Roma, son atraídos por el movimiento reunificador a posiciones aún más próximas a la Iglesia católica.

 

Las misiones protestantes (anglicanos, baptistas americanos, luteranos influidos por el pietismo y procedentes de Alemania y Escandinavia) consiguen una notable difusión, principalmente a partir de 1858.

 

En 1957 los católicos romanos sumaban en la India la cifra de 4,93 millones, frente a 4,73 millones de protestantes, 1,26 de cristianos sirios no unidos a Roma (dentro de una población total de cerca de 400 millones).

 

c) El Imperio chino ofrece durante el siglo XIX un aspecto desconsolador, al no haberse realizado la necesaria reforma del campo. Los funcionarios están corrompidos. La pobreza del campesinado es tremenda. China es el campo apropiado para las potencias extranjeras, perdiendo la guerra del opio contra Inglaterra (1840-1842), en la que pasa Hong-Kong a dominio inglés. Los tratados de 1858 y 1868 abren el país a las potencias europeas y americanas. La revolución de Taiping (1850-1865) y las sublevaciones de los mahometanos en Yunnan (1855-1873) devastan el país, de lo que se aprovechan las grandes potencias para asegurarse zonas de influencia (Rusia y Japón al norte, Inglaterra y Francia al sur, y más tarde también Alemania al norte). Hacia 1900 se cierne sobre China la amenaza de un reparto formal del territorio entre las potencias europeas, que sólo fracasa por las rivalidades surgidas entre ellas.

 

La penetración de los europeos vuelve a posibilitar la actividad de las misiones cristianas a partir de 1842. Las misiones católicas (Tratado de Nanking de 1842) consiguen empalmar con los restos de las misiones de los jesuitas (aún se mantenía la diócesis de Pekín). Karl Gützlaff funda en 1826 las misiones evangélicas, que, a partir de 1842, se extienden a todo el territorio chino partiendo de Cantón.

 

De hecho, tanto las misiones católicas como las evangélicas, como dice Latourette, fueron «cómplices del imperialismo occidental» (su actividad propiamente dicha comienza al terminar la «guerra del opio»). Por ello la xenofobia actual se dirige también contra el cristianismo. El levantamiento de los boxers en 1900, reprimido por las grandes potencias, se oponía también a los misioneros. La descomposición interna y la debilidad de China en su política exterior alcanza su culminación hacia 1920 y durante los años siguientes.

 

d) Japón: Después de largos siglos de aislamiento se abre a los extranjeros en 1854, estableciendo relaciones diplomáticas y comerciales con las grandes potencias. Durante los años siguientes a 1860 se introducen radicales reformas internas en la constitución del Estado, en la economía y en el ejército, y se implanta el sufragio universal.

 

Con el establecimiento de las relaciones con las potencias europeas se reanuda la actividad de las misiones cristianas (el cristianismo había sido prohibido en 1612), que empalma con los restos de «cristianos clandestinos». En 1876 se levanta la prohibición del cristianismo y en 1884 se establecen las garantías de la libertad de religión. En 1859 da comienzo la actividad católica por medio de la «Société des Missions Étrangéres». Esta empresa ve entorpecidas sus actividades al mezclarse los objetivos específicamente misioneros con otras finalidades de carácter económico y político, surgiendo disputas entre las diversas congregaciones misioneras y apareciendo la incompatibilidad del cristianismo con la religión del Estado (el sintoísmo; problema de la acomodación). En 1912 la población católica se cifra en 66.134 personas; en 1933 se eleva ya a 100.491; en 1957 los católicos japoneses eran 242.000 sobre una población total de 97 millones. En 1923 las iglesias y misiones evangélicas se unen en un «Consejo Nacional de los Cristianos». En 1956 había en el Japón más de 330.000 cristianos evangélicos.

 

La victoria del Japón en las guerras contra China de 1894-1895 y contra Rusia en 1904-1905 la colocan en el grupo de las grandes potencias. Su superpoblación determina forzosamente una política expansionista.

 

18. África no reaparece en la política hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando las potencias de la Europa central y occidental incluyen al continente africano en su sistema imperialista. Hasta 1860 no existen más que algunas colonias europeas en las costas, de las que sólo se adentran en el interior del continente la colonia de El Cabo (perteneciente a Inglaterra desde 1806), Mozambique (portuguesa desde el siglo XVI), Angola (perteneciente igualmente a Portugal desde 1574) y Argelia (incorporada a Francia desde 1830).

 

A partir de 1834 surgen en Sudáfrica colonias europeas independientes, fundadas por residentes de la colonia de El Cabo (Natal, Orange, Transvaal). Los únicos Estados independientes (en sentido europeo) que subsisten en África son el antiquísimo Imperio etíope, cristiano-copto, y la República de Liberia, fundada por antiguos esclavos norteamericanos.

 

Alrededor de 1860 comienza la penetración política y económica de los europeos en el interior de África y su consiguiente partición, sin tener en cuenta las fronteras tribales, concluida prácticamente en 1900.

 

La Primera Guerra Mundial, que, contrariando anteriores acuerdos, se propaga también al continente africano, constituye una fuerte sacudida para el prestigio de los blancos.

 

Las misiones católicas de África experimentan durante el siglo XIX una formidable expansión. Pero el momento culminante de esta expansión coincide con el de la absoluta influencia ejercida por los europeos. Es importante la encíclica de León XIII, publicada en 1888, contra la esclavitud.

 

También las Iglesias protestantes hacen considerables progresos en África durante el siglo XIX. Como fruto de la misión surgen jóvenes Iglesias en el siglo XX.

 

19. Australia: El carácter de Australia (antigua colonia penal) se ve modificado por la corriente de emigrantes libres, que relega a un segundo plano a la población indígena, reacia a todos los intentos misioneros. En el transcurso del siglo XIX el continente se va abriendo cada vez más, lo que determina la nueva fundación de colonias inglesas, que se agregan a la antigua colonia penal de Neusüdwal, fundada en 1788. Desde 1850 Inglaterra concede a seis colonias, independientes entre sí, el derecho a su autogobierno y administración. En 1901 se convierten en la «Commonwealth of Australia».

 

La situación eclesiástica es la siguiente: la instauración de la Iglesia anglicana de Australia comienza en 1836 con la creación de una diócesis. Poco antes había sido nombrado un obispo católico, con sede en Sydney (en la actualidad, la Iglesia católica es la primera en importancia de Australia, después de la anglicana). Los disidentes ejercen también un notable papel en la vida eclesial de Australia (los presbiterianos comienzan en 1812, los congregacionalistas en 1830 y los baptistas en 1831). Algunos benedictinos españoles expulsados de la Península Ibérica por las leyes contra las Ordenes religiosas se establecieron en el oeste desde 1845 y uno de ellos llegó a ser obispo de Perth; pero no tardaron en surgir disensiones entre ellos y los fieles de origen irlandés. Su monasterio de New Norcia, fundado en 1847, fue erigido en 1867 en abadía nullius, centro de una futura diócesis. Sus fundadores fueron los PP. Rosendo Salvado (1814-1900) y José Benito Serra (1810-1886), ambos monjes de San Martín Pinario en Santiago de Compostela. El P. Salvado, de carácter alegre y animoso, fue el alma de la misión y la abadía y, nombrado en 1849 obispo de Puerto Victoria, a ella volvió después de suprimirse la diócesis años más tarde. Escribió unas deliciosas Memorias históricas sobre Australia, redactadas primero en italiano, y publicadas en Roma en 1851, y luego en español (última edición, Madrid 1950).

 

Desde Australia parten las misiones hacia las islas del Pacífico, llevada a cabo principalmente por la London Missionary Society, que contribuye con gran actividad a llevar el cristianismo a numerosas islas.  

 

II. LOS PAPAS

 

Nos conformaremos con indicar aquí unos breves apuntes sobre la serie de papas de los siglos XIX y XX, con el fin de señalar el marco en el que discurre la vida de la Iglesia. Esta vida se ve condicionada hasta tal punto por la curia, o mejor, por cada uno de los ocupantes de la Sede Apostólica, especialmente a partir de 1830 (Gregorio XVI), que la historia de la Iglesia de nuestra época viene a ser la historia de los papas. Cada uno de los pontífices tendrá su lugar específico en la exposición de la vida de la Iglesia.

 

Tras la restauración de los Estados de la Iglesia por obra del Congreso de Viena, Pío VI (Barnaba L. Chiaramonti; 1800-1823) intenta robustecer nuevamente el poder político de la sede pontificia en el interior. Se promulga una constitución para los Estados de la Iglesia, con la supresión de los privilegios feudales, que no logra la aceptación de los «Carbonari» (sociedad secreta de patriotas italianos). El obstáculo principal era la permanencia en manos del clero de la administración y la justicia. Sus ataques obligan al papa a adoptar una actitud defensiva, excomulgando a los Carbonari. En 1814 se restaura la Compañía de Jesús (cf. §§ 106-107).

 

León XI (Annibale della Genga; 1823-1829) agudiza el proceso reaccionario. En política exterior su pontificado es afortunado: se firman numerosos concordatos, se crean nuevas diócesis y se promueve la actividad misionera.

 

Pío VI (Francesco Castiglioni; 1829-1830), hombre sumamente piadoso y erudito. Durante su pontificado tuvo lugar la emancipación de los católicos ingleses.

 

Gregorio XVI (Bartolomeo Cappellari; 1831-1846), antiguo general de los camaldulenses, intervino enérgicamente en defensa de la soberanía de la Santa Sede y puso las bases de la doctrina de la infalibilidad. Fue un enemigo irreconciliable de la moda liberal (bula Mirari vos, § 113) y de los intentos de unificación nacional italiana. Hubo de enfrentarse continuamente con disturbios y revueltas en los Estados de la Iglesia. Fue promotor del arte y de la ciencia, entre otros de Thorwaldsen, § 112.

 

Pío IX (Giovanni M. Mastai-Ferretti; 1846-1878; § 113). Pérdida de los Estados de la Iglesia. Concilio Vaticano I (§ 114).

 

León XI (Vincenzo G. Pecci; 1878-1903). Cinco importantes encíclicas sobre la doctrina del Estado, que se pronuncian a favor de una amplia democracia y apuntan líneas fundamentales para al solución de la cuestión social. Se establecen buenas relaciones con los países no católicos (Alemania, Inglaterra, América; § 115 y siguiente).

 

Pío X (Giuseppe Sarto; 1903-1914; disputa antimodernista, § 117 y siguiente).

 

Benedicto XV (Giacomo della Chiesa; 1914-1922). Intenta inútilmente servir de mediador entre los dos frentes con motivo de la Primera Guerra Mundial (§ 125).

 

Pío XI (Achille Ratti; 1922-1939). Conclusión de los Pactos Lateranenses, Acción Católica (§ 125), firma del Concordato con el Reich en 1933.

 

Pío XI (Eugenio Pacelli; 1939-1958), antiguo nuncio en Alemania. Dogma de la Asunción de María, proclamado en 1950 (§§ 125, 126).

 

Juan XXI (Giuseppe Roncalli; 1958-1963). Convocatoria del Concilio Vaticano II. Primer Sínodo Romano celebrado desde hacía siglos. Intento de reorganizar la pastoral de las grandes ciudades. Por su sencillez y buen sentido consigue, a pesar de sus cortos años de pontificado, cambiar el rumbo de la Iglesia y sus relaciones con el mundo moderno (cf. § 126).

 

Pablo VI (Giovanni Battista Montini; 1963-1978). Continuación del Vaticano II y actividad reformadora.

 

Juan Pablo I (Albino Luciani). Su pontificado fue en extremo breve, falleciendo treinta días después de su proclamación (28-9-1978).

 

Juan Pablo II (Karol Wojtyla), el papa peregrino y viajero, ávido del contacto directo con las grandes masas populares. Fue proclamado el 22-10-1978. En los cuatro primeros años de su pontificado visitó México, Polonia, Irlanda, Estados Unidos, Turquía, cinco países de África Central, Francia, Brasil, Alemania y España.

 

Benedicto XVI (Joseph Ratzinger), Fue elegido Papa el 19 de abríl de 2005, convirtiéndose en el Pontífice número 265, sucesor de Juan Pablo II.

 

 

§. 109. SITUACIÓN HISTÓRICA DE LA IGLESIA Y SU ACTIVIDAD A LO LARGO DE LOS SIGLOS XIX Y XX

 

Cuanto mayor es nuestra proximidad a los acontecimientos más difícil nos resulta situarnos por encima de ellos. Cuanto mejor caemos en la cuenta de los detalles más fácilmente se nos escapan las grandes líneas de la evolución. Tal es la situación en la que nos encontramos respecto del pasado más reciente. La dificultad de dar con el elemento decisivo es mayor.

 

El punto de partida debe ser, lógicamente, la vinculación del siglo XIX con el XVIII. Esto nos obliga a remontarnos a las actitudes espirituales fundamentales que crearon y dominaron toda la Edad Moderna[1]. Es preciso recordar sobre todo que la Iglesia se encuentra ahora ante una cultura arreligiosa y antieclesiástica, una cultura no cristiana que se ha ido secularizando e independizando progresivamente. La existencia de tal cultura y su carácter determinan el ambiente espiritual y, por tanto, también las condiciones a que se ve sometida la Iglesia en su actividad y objetivo.

 

La palabra «objetivo» debería ser evitada cuidadosamente cuando nos referimos a la relación de la Iglesia con los pueblos, ya que es una palabra inexacta. Pero el vernos obligados a su empleo está ya indicando, queramos o no, que se ha producido un fallo de extraordinaria gravedad, la pérdida de una ocasión importantísima. Numerosos representantes de la Iglesia no reconocieron en su momento las razones que justificaban la vida independiente de esos pueblos, o si las reconocieron fue con poca decisión. Quedó así sin solucionarse una tarea necesaria ya desde la Edad Media: suscitar el nacimiento de un laicado adulto en la Iglesia, de un laicado con sus peculiares formas de piedad. Aquí vamos a describir en primer lugar el cuadro general de la época y luego, sobre este telón de fondo, trataremos de poner de relieve lo peculiar de la historia de la Iglesia en este período.

 

I. EVOLUCIÓN INTELECTUAL Y SOCIAL

 

1. Un primer punto de referencia nos viene dado por la complejidad de los acontecimientos (§ 73, I). Esta época carece por completo de unidad sustancial y profunda.

 

Antes de la Revolución francesa la divergencia de las corrientes ideológicas estaba casi completamente camuflada. A pesar de los radicalismos mencionados, la ideología dominante durante el siglo XVIII era todavía muy unitaria. Los europeos, como hemos visto, permanecían bastante unidos en torno a tres temas: «Dios», la «virtud» y el «más allá». En el siglo XIX, en cambio, esta ideología unitaria no existe, fuera de la Iglesia, más que en una medida muy reducida. La razón es obvia: el siglo XIX lleva a su forma extrema las actitudes fundamentales de la Edad Moderna. Sus movimientos (especialmente a partir de 1850) muestran un radicalismo ideológico de que carecían los similares o iguales de los siglos anteriores. Las ideas disolventes, en gran parte recibidas del pasado, son ahora llevadas a sus últimas consecuencias. El siglo XIX es heredero de una múltiple labor disgregadora que había durado más de cuatro siglos y es, sobre todo, albacea de la Ilustración y de la Revolución francesa. Por otra parte, estos dos acontecimientos, así como la secularización, que comienza en Alemania en 1803 y termina en el aspecto político, aunque no en el cultural y espiritual, con la destrucción de los Estados eclesiásticos en 1870, separan teórica y prácticamente al siglo XIX del pasado. En el terreno eclesiástico esta separación constituye un hecho especialmente claro. Tengamos en cuenta la precaria situación en que se encuentran por los años 1860 y 1870 las Ordenes religiosas, que constituyen un factor primordial para la vida de la Iglesia. La mayor parte de los conventos, incluso en los países católicos, desaparecieron por obra de la secularización. Únicamente en Baviera intentó Luis I reconstruir las abadías benedictinas, y llegó incluso a fundar una nueva en su ciudad residencial (San Bonifacio)[2]. El pasado radicaba en un noventa por ciento en un pasado eclesiástico, que, mientras siguió influyendo de un modo visible en las manifestaciones religiosas y sociales del pueblo, la influencia de las ideas revolucionarias fue limitada. Pero ahora, poco a poco, habían desaparecido los obstáculos que se oponían al individualismo y al subjetivismo. Todas las formas del objetivismo y de lo objetivo fueron destruidas. No solamente los dogmas cristianos fueron puestos en cuestión, sino la propia autoridad externa, al igual que la objetividad del mundo, y las leyes universalmente válidas del pensar y del obrar, a las que se sentía ligado el entendimiento.

 

2. El subjetivismo degeneró en escepticismo o, más concretamente, en relativismo, en la convicción o incluso en el mero sentimiento de que nada es seguro y siempre válido, de que se puede defender cualquier opinión, por extraña y radical que sea, lo mismo en el arte que en la economía, la filosofía, la ciencia o la religión. En vez de sacar del progreso de los estudios históricos el sentido de la tradición, no se ve, con una miopía racionalista y unilateral, más que un cambio de soluciones, la falta de una consistencia firme. Este relativismo, creciente con el paso de los decenios, modificó en una medida terrible la imagen de toda la existencia espiritual del hombre. Fue y sigue siendo el más grande proceso de descomposición interna que ha experimentado la humanidad desde que la conocemos por la historia. Cada uno comenzaba, por así decirlo, desde el principio, y el resultado lógico era un caos inconmensurable de opiniones, sistemas y tendencias en todos los campos de la vida práctica, intelectual y artística. El sistema del «como si» (Vaihinger), que significa una terrible incomprensión para lo real, para lo simplemente existente, era y sigue siendo el resultado final de esa «búsqueda» y esa prueba, que habían perdido todo su sentido.

 

La función propiamente religiosa y, por lo mismo, la función histórico-eclesiástica de esta evolución, en sentido estricto, se va cumpliendo mediante una considerable reducción de la fe y de la moral, que se manifiesta en la progresiva mundanización, que lo va abarcando todo. Cada vez un mayor número de personas cifra el sentido de la vida en el placer; en el nivel más elevado, no es el servicio, sino el beneficio. En nuestros días ha adquirido peligrosas dimensiones la decadencia de la conciencia del deber, conciencia que debe sustentar la vida entera.

 

3. a) En el campo social esta época se caracteriza, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XIX, por la aparición del «cuarto Estado» y su miseria (el proletariado). De la idea democrática se pasa a la idea socialista. Como su antagonista, el nacionalismo, también el socialismo se extiende a todo el mundo, de tal forma que llega a con­dicionar el cuadro cultural completo de la época.

 

b) La índole y el crecimiento del socialismo están fuertemente vinculados a la economía moderna (el capitalismo y la industrialización) y a los especiales problemas que plantean las grandes ciudades[3] o las ciudades industriales, en las que crecen vertiginosamente sus suburbios miserables, con falta de espacio y con un ambiente radicalmente extraño a la fe, a la oración, a la Iglesia, en cuya realidad tienen igualmente culpa los propios cristianos. Las consecuencias y repercusiones de todo ello se irán agudizando por la falta de una legislación social que proteja a los económicamente débiles, que no aparecerá hasta finales de siglo. Los elementos más importantes que gravitan sobre este gigantesco problema son los siguientes:

 

1) El maquinismo hace que el trabajador se vea condenado a una actividad embrutecedora, desprovisto de todo tipo de creatividad y, por tanto, sin la más mínima, o muy escasa, satisfacción en el trabajo. La lucha por la existencia material se va endureciendo cada vez más, dejando muy poco espacio que permita valorar como tal la prestación del trabajo[4] y el mundo de la fe, la redención y el amor, aumentando, en cambio, las tensiones que favorecen el odio y la amargura.

 

2) La destrucción de la tradición. El hecho de que decenas y centenares de miles de hombres se encuentren de repente amontonados en un mismo lugar, en un «espacio» relativamente estrecho, sin ser dueños del suelo que pisan y careciendo de todo vínculo con las generaciones pasadas, hace surgir necesariamente masas sin tradición y sin internos lazos vinculantes. «Sin tradición» quiere decir en este caso: sin relación con los poderes del orden y de la autoridad y, por tanto, con el cristianismo, con la Iglesia, con la religión, con el Estado.

 

3) La despersonalización del trabajo humano y su desvinculación de la naturaleza.

 

4) Ausencia acusada del espíritu cristiano del amor al prójimo e incomprensión tanto respecto de las indigencias corporales y espirituales del «proletariado» como de los más elementales principios de justicia social en las clases poseedoras.

 

5) El hecho de que, fatalmente, la Iglesia cayó muy tarde en la cuenta de la cuestión social (después de Marx y de Engels) y que luego realizó sólo a medias las vehementes exhortaciones hechas por grandes figuras (Ketteler y León XIII entre los católicos; Wichern y Stócker en la Iglesia evangélica). La cristiandad del siglo XIX cumplió muy deficientemente sus deberes sociales y por esta razón es también culpable de la apostasía de la clase trabajadora, buena parte de la cual pasó a las filas del bolchevismo, fundamentalmente ateo.

 

4. Las líneas de este cuadro no parecen ser completas. A principios del siglo XIX se encuentra el romanticismo, consciente del valor de la tradición. Y, sobre todo, el ideal comunitario del socialismo parece contrarrestar el dominio del subjetivismo. Es cierto que en todo esto se encuentran reacciones muy significativas y aun puntos de arranque nuevos. Pero en el siglo XIX estos movimientos no poseen todavía fuerza suficiente para desviar de su camino el desarrollo expuesto de la época.

 

Por lo que se refiere al romanticismo, su nostalgia por las fuerzas y estructuras objetivas de la Edad Media estuvo sostenida por tendencias completamente subjetivas y sentimentales. Por otra parte, el socialismo del siglo XIX (al menos el socialismo del continente), con su radical negación de toda autoridad superior, se basa en la tendencia subjetivista del individuo y de una clase social en particular. El siglo XIX es la época del subjetivismo incluso en el campo político. Las excepciones son sólo aparentes. El mismo estado reaccionario de Prusia y la Austria de Metternich son resultado del absolutismo ilustrado, cuya esencia ya se había revelado en el «subjetivismo despótico» de Napoleón. Y aunque en la «Restauración» (1815-1830-1848) influyeron ideas más universales y objetivas (por ejemplo, en la Santa Alianza), tales ideas no pueden juzgarse representativas de la época. Fueron simplemente un intento, a menudo de carácter eminentemente subjetivo y egoísta, de frenar la evolución individualista liberal en el campo político. Un ejemplo de estos intereses egoístas es la intervención de la Santa Alianza en favor de los monarcas ibéricos e italianos en el primer tercio del siglo. Este objetivo no se alcanzó. El verdadero proceso evolucionó, como es sabido, hasta llegar, a través de esta reacción y de las etapas de 1830 y 1848, al moderno Estado constitucional y a su parlamentarismo liberal. Por otra parte, en este Estado se inició ya una evolución hacia el nacionalismo moderno del Estado popular y cultural. Su objetivo consistió en el desarrollo autónomo de todas las fuerzas internas y de la fisonomía étnica de la nación y en conservar firmemente ese carácter frente a todos los demás Estados para asegurar su papel en el mundo y garantizar para el futuro sus intereses económicos, expresión suprema del individualismo como «personalidad popular».

 

5. Este particularismo nacional sólo fue superado superficialmente por las grandes relaciones internacionales, fuesen diplomáticas o culturales, que trajeron consigo al final del siglo las comunicaciones, el comercio, el telégrafo, los congresos mundiales de ciencia y de economía, de las misiones y del socialismo, y el intercambio de cultura, costumbres y bienes de consumo, provocado por los nuevos imperios mundiales. Todas estas conexiones tuvieron y tienen enorme importancia desde múltiples aspectos, pero, o bien fueron y siguen siendo expresiones del particularismo nacional (mejor dicho, nacionalista) que se repartió el mundo, o no han tenido importancia alguna en la configuración real de la época. Al enfrentarse con la primera prueba, todo este comunitarismo se desmoronó, como pudimos observar, al iniciarse la Primera Guerra Mundial (1914-1918), por no existir una verdadera comunión cristiana y católica entre los dos frentes en lucha. El fenómeno se repitió pocos años después con ocasión de la Segunda Guerra Mundial (cf. § 125, 12). El nacionalsocialismo, el estalinismo y el comunismo chino son pruebas todavía más espeluznantes de lo dicho. En este confuso período de nacionalismo los pueblos «jóvenes» africanos y del Tercer Mundo dan la impresión de sufrir un retroceso.

 

II. LA IGLESIA

 

1. ¿Qué repercusión tuvieron todos estos fenómenos en la acción de la Iglesia en pro de los hombres? ¿Cómo se puede valorar aquí en su incidencia positiva o negativa el entorno humano? En términos generales, la respuesta es muy clara: una coyuntura desfavorable para la Iglesia en todos los frentes. Por una parte, las tendencias descritas no constituyen únicamente puntos aislados de la existencia, sino que la caracterizan en su totalidad y la dominan. Es muy poco el tiempos y muy pocas las energías que quedan para dedicarlas a la religión y a la Iglesia. Por otra, estas mismas tendencias manifiestan una hostilidad expresa contra la Iglesia, contra el cristianismo y hasta contra la religión.

 

2. Encontramos, en primer lugar, la existencia de una cultura decididamente profana y secularizada, en discrepancia total con la Iglesia y el cristianismo. La separación de Iglesia y Estado durante la Revolución francesa sólo era expresión del alejamiento existente entre la Iglesia y la cultura, entre la Iglesia y la «vida»; era un medio para hacer más profunda todavía esa separación. La Iglesia y la religión habían creado siglos atrás la sociedad y su papel dirigente había sido decisivo. Ahora quedaban convertidas en factores puramente «sociales» (el bautismo, la confirmación, el matrimonio por la Iglesia y las exequias no eran más que acontecimientos familiares cuya realización había de responder a la consideración social).

 

Más aún: muchos elementos de esta cultura son directamente hostiles a la Iglesia porque sus tendencias más profundas van en contra de lo estable, lo objetivo, lo autoritario, lo intocable, lo sobrenatural y revelado, es decir, contra todo lo que en ella es esencial. Pero también a menudo es hostil a la Iglesia por cierto odio directo contra ella. En el socialismo, enemigo de toda autoridad que no sea la del proletariado, esta contraposición resalta de manera violenta. Son análogos los contrastes en el terreno intelectual entre doctrina y teología católica o del dogma cristiano en general con el principio relativista de la evolución, con las exigencias del nacionalismo exagerado, con las intromisiones del moderno Estado en la cultura (la lucha por la enseñanza, que se da en todas partes; cf. la lucha actual de los Estados bolcheviques contra las Iglesias cristianas, y concretamente contra sus dogmas).

 

El rasgo que mejor manifiesta y caracteriza el amplio y absoluto predominio de estas actitudes apartadas de la Iglesia o contrarias a ella es el hecho de que también inciden en la formación espiritual y en la vida práctica de los católicos, al principio en los círculos cultos y preferentemente en las ciudades, y más tarde en las capas inferiores y en el campo.

 

3. De lo dicho podemos deducir qué es lo peculiar de la acción de la Iglesia durante el siglo XIX. No se trata de resolver aislados problemas, aunque sean importantes, sino de crear nuevas bases para su tarea misionera, que debe abarcarlo todo: la reconquista de la vida, la reconciliación de la cultura con la Iglesia, de una cultura cuyo nuevo Dios era la «ciencia» y el placer[5].

 

¿Cómo intentó la Iglesia, despojada de todo poder político[6] y con sus únicas fuerzas religioso-morales, llevar a cabo esos propósitos?

 

4. El fundamento de la vida interna de la Iglesia estriba en la unidad de su fe; el de su vida externa se apoya en su relación con el Estado. En el siglo XIX se concentró en tres grandes problemas: fe y ciencia, Iglesia y Estado, unidad de la Iglesia (centralización en Roma y en torno a Roma).

 

El problema «fe y ciencia», es decir, el problema relativo a los fundamentos de la teología (en el sentido de construirla nuevamente) estaba planteado como consecuencia de la obra destructora de la Ilustración. Efectivamente, la Ilustración, en el campo de la ciencia teológica, había llevado a la más completa bancarrota[7].

 

El problema «Iglesia y Estado» (también en el sentido de una reestructuración total de sus relaciones) estaba planteado por la destrucción del sistema de relaciones políticas, sociales y eclesiásticas: Revolución francesa, secularización, guerras napoleónicas.

 

Esta labor de reconstrucción teórico-teológica por una parte, y práctico-político-eclesiástica por otra, labor que había de realizarse necesariamente en medio de un enfrentamiento general contra ella, requería una concentración lo más completa posible de la Iglesia, que constituía en este momento más que nunca una necesidad vital. Por eso la unidad de la Iglesia fue reforzada cada vez más fuertemente hasta llegar a la definición dogmática de la infalibilidad y primado del Romano Pontífice.

 

Es sumamente importante tener en cuenta este punto con el fin de no acentuar demasiado unilateralmente los perjuicios que más tarde supuso la centralización eclesiástica.

 

5. Así, pues, en los tres casos la tarea que se imponía, a diferencia de los pasados siglos, era una tarea de fundamentación.

 

a) Para resolver el viejo y fundamental problema de «fe y ciencia» faltaban en gran parte los presupuestos. Después de la Ilustración ya no existían problemas teológicos aislados. La teología como ciencia de la religión revelada de la redención, como potencia espiritual, puede decirse que ya no existía. Lo único que realmente quedaba era un moralismo estoico, que ya en el siglo II había planteado a los apologetas el problema de una teología cristiana. La Iglesia no se encontraba ante una herejía particular o ante un falso concepto de ella misma, sino ante la incredulidad. En el interior de la Iglesia, la gran Escolástica estaba muerta y la situación cultural había ido cambiando poco a poco, de tal manera que ese tradicional sistema filosófico carecía de posibilidad alguna para volver a afirmarse en el terreno teológico. Dominaban, por una parte, la filosofía idealista y, por otra, la diletante, pero actual, pseudofilosofía de la ciencia natural moderna, propicia a sacar conclusiones de un craso materialismo de los resultados científicos de sus observaciones.

 

Apareció al mismo tiempo la formidable ciencia moderna de la histo­ria, que, mediante el redescubrimiento de mundos enteros de religiones no cristianas y mediante la exposición detallada del proceso histórico de todas esas realidades, incluso de la evolución histórica de la Iglesia y del dogma, hizo que el relativismo escéptico apareciese como la única solución razonable.

 

b) El problema «Iglesia y Estado» no se reduce ya únicamente al problema de mayores o menores derechos y obligaciones de las partes. Se trataba —y se trata— más bien de luchas para que el concepto de la esfera religiosa y eclesiástica, con su correspondiente autonomía, vuelva a entrar en la conciencia de la época, corrigiendo así las falsas y superficiales concepciones del Estado omnipotente, aunque esta vez sin dejar de reconocer sus derechos a la plena regulación del orden civil y político, que se considera perfectamente justificado. Esta última parte de la tarea fue penetrando poco a poco en la conciencia de la Iglesia. Pero su realidad constituye uno de los mayores logros alcanzados por la moderna historia de la Iglesia. Esta labor fue favorecida en gran manera por múltiples concordatos, tan característicos del siglo XIX. Pero en gran parte fue labor desarrollada, aunque sin llegar a concluirla, 1) por la teología (defensa del pontificado, oposición a la Iglesia estatal); 2) por las declaraciones de Pío IX, y —en un sentido más positivo— por las de León XIII, Pío XI y Pío XII; 3) por cierto florecimiento de la vida religiosa. La religión, el cristianismo, la Iglesia llegan a ser en determinadas esferas sociales una realidad con valor autónomo y prerrogativas que no pueden ser ignoradas a la larga por la «parte contraria». Esto vale también para el cristianismo protestante, que durante el siglo XX vuelve a ser con frecuencia una realidad eclesial positiva con su propio ámbito de influencia, una realidad que no podemos, por tanto, pasar por alto.

 

c) Por otra parte, nunca habían existido tantas posibilidades como ahora para llegar a organizar la unidad interna de la Iglesia. El adversario más duro de esa unidad había sido desde siempre el Estado, con sus diversas formas de iglesia estatal. Pero el Estado se encontraba ahora por vez primera, con escasas excepciones, sin ningún tipo de ayuda procedente de la Iglesia misma. El poder político de los obispos había sido aniquilado. Por otra parte, las nuevas iglesias estatales del siglo XIX se cuidarán de que, en una medida creciente, los clérigos consideren al Estado como su opresor y a Roma como protectora de la libertad. Era además urgente realizar esta tarea. En los dos últimos siglos el dominio efectivo del papa sobre las Iglesias particulares había quedado extraordinariamente reducido. La Revolución francesa, Napoleón, su exaltado galicanismo y los destrozos causados por sus guerras habían acabado también con las condiciones de una dirección firme para reorganizar las diócesis. El peligro de una descomposición de la Iglesia era extraordinariamente grande. La reacción estuvo, una vez más, a la altura del peligro.

 

6. La actividad de la Iglesia durante el siglo XIX fue preponderantemente defensiva, hasta el punto de que las propias creaciones positivas se resienten de este carácter. El hecho en sí está tan fundamentado y es tan comprensible como lo fue en los siglos II y XVI, encerrando también las mismas deficiencias.

 

a) El creciente robustecimiento del pontificado constituyó la reacción más adecuada ante el peligro del subjetivismo y del particularismo, que todo lo invadían. Pero este robustecimiento dificultó también la solución del problema de fondo ya mencionado, es decir, la «reconquista de la vida», de la cultura alejada de la Iglesia. Es evidente que, después de Vaticano I, el pensamiento católico goza en un primer momento de una menor libertad de movimientos. Todo dogma estatuye una solución de un problema teológico como única solución verdadera, aun cuando no constituya un acto mecánico, que ponga trabas al espíritu. Toda definición abre también nuevos horizontes y obliga a hacer un esfuerzo por comprenderla y fundamentarla. A pesar de todo, ciertas opciones posibles de sentido opuesto, que podían discutirse antes de la definición, quedan cortadas. Eso pertenece a la propia naturaleza del dogma.

 

Ahora bien, en el siglo XIX la fijación de los dogmas alcanza una extensión desusada. No puede negarse que en ello yacía una pesada carga para los elementos progresivos del catolicismo en el campo espiritual y científico, es decir, para aquellas fuerzas que más agudamente sentían la necesidad de que la Iglesia reconquistara la vida y más activamente perseguían este objetivo. La situación resultaba tanto más peligrosa cuanto que la revolución había suscitado en los estamentos jerárquicos, y especialmente en la curia romana, un terrible temor al retorno a las circunstancias caóticas del pasado.

 

b) Y así ocurre que este siglo está surcado por una larga serie de trágicas caídas, en las cuales inteligencias brillantes y con la más firme voluntad de reconquistar el mundo para la Iglesia fracasaron y tuvieron que ser rechazadas por la jerarquía. La serie se inicia ya con Lammenais (§ 112, I, 6), a principios de siglo, y llega hasta bien entrado el siglo XX. Posteriormente se reconoció que bastantes de las censuras carecían de importancia, y buen número de figuras desautorizadas y perseguidas se han visto honradas no mucho después como auténticas glorias del catolicismo.

 

Por eso es necesario y de enorme importancia a la hora de hacer una interpretación teológica de la historia de la Iglesia tener en cuenta: 1) la verdadera situación en que, caso por caso, se encontraron esos católicos y, sobre todo, 2) comprender la necesidad interna que liga los casos de ese género con el derecho y la verdad en la Iglesia. El cristianismo, que exige lógicamente la aceptación personal de la revelación, significa, por otro lado, el predominio de lo objetivo, del orden y de la comunidad frente a lo subjetivo, la disparidad de tendencias y el individuo. Esto no quiere decir destrucción de estas últimas realidades, sino una llamada a que acepten las obligaciones impuestas. Es cierto que en la teología misma el progreso sólo se consigue, como lo demuestra la historia de la Iglesia, a través de la discusión, pero en ella debe darse el sacrificio si no se quiere desembocar en el caos. La natural tensión entre las opiniones personales y los principios universales indiscutibles, así como sus repercusiones, pertenecen a la esencia misma del catolicismo. Es inútil discutir con quien otorga más valor a la búsqueda subjetiva y personal que a la posesión de la verdad o que en este orden de cosas la juzga inasequible. Su punto de vista representa la negación de una actitud católica. Por nuestra parte pensamos que la elaboración paulatina del contenido de la verdad revelada es algo que pertenece al doloroso alumbramiento de esta creación, que hasta nues­tros días suspira por alcanzar la redención (Rom 8,22). En el momento del sufrimiento no se ve a menudo su sentido, y el dolor y la dureza pueden llegar a parecer absurdos.

 

Si somos capaces de advertir la extraordinaria complejidad que presenta la evolución de la historia de la Iglesia precisamente en este momento y la interpretamos con la debida cautela, podremos decir con razón que muchas veces el rigor de la Iglesia tenía un gran sentido.

 

Por otra parte, ya se comprende que al mostrar este sentido no estamos aprobando una condena simplista e injustificada. Tampoco queremos restar importancia a la obligación de los dirigentes de la Iglesia de cumplir su misión con toda caridad. En su conciencia debió de mantenerse siempre la exigencia evangélica: «Dejad que crezca la cizaña. hasta la siega» (Mt 13,30), magníficamente expresada por la conocida frase de León XIII a monseñor D'Hulst: «Los científicos han de tener tiempo para investigar y hasta para equivocarse...». Si en el seno de la Iglesia se hubiera reconocido valientemente su pleno derecho al elemento carismático, y si dentro de la realidad estática se hubiera reconocido al elemento dinámico y emprendedor el ámbito que el evangelio les reconoce, la tensión habría sido mucho más fecunda y sin asperezas.

 

7. Durante el siglo XIX la Iglesia tuvo que realizar toda su gigantesca labor valiéndose únicamente de medios religiosos y espirituales. Esto representa una situación completamente nueva frente al pasado y planteó tareas completamente distintas. La necesaria consecuencia del cambio mencionado fue que la Iglesia tuvo que levantar su ámbito visible únicamente sobre la base de la espontánea adhesión interna de los hombres. Esto significa nada menos que el siglo XIX intentó dar solución a aquella tarea propia del destino del Occidente que no se había conseguido en la alta Edad Media: la armonía entre Iglesia y Estado, entre Iglesia y cultura, con el reconocimiento del valor superior de la Iglesia en su propio campo, pero sin que una parte «dominase» sobre la otra, sino a base de un libre acuerdo. La política concordataria de los papas significó un paso importante en esta dirección.

 

a) Pero mucho más importantes fueron los ataques desarrollados en estos últimos cien años contra la Iglesia. Con su resistencia victoriosa y con la vida católica que tan espléndida e inesperadamente floreció en esta resistencia, el pontificado, cada vez más desamparado por el brazo secular y a veces incluso acosado por él, introdujo de nuevo en la conciencia de todo el mundo la convicción de la superioridad, indestructibilidad e imprescindibilidad de la Iglesia y de los derechos y energías religiosos y morales y con los cuales es necesario y conveniente contar.

 

Aquí se consuma en gran parte la reacción contra el desplazamiento, a menudo funesto, de la idea religiosa del ministerio de Pedro hacia lo político. Este desplazamiento había sido en realidad la causa de múltiples fenómenos de decadencia en el gobierno de la Iglesia a partir de la alta Edad Media, momento en el que la actitud demasiado terrena y política del pontificado había acostumbrado al mundo a considerar al papa únicamente como un soberano entre otros soberanos y a tratarle como tal. La inestimable aureola religiosa que en otros tiempos había protegido al pontificado era ya para muchos algo imperceptible. La idea de su inviolabilidad había desaparecido, lo que propició la posibilidad de la Reforma, con su carácter antipontificio. Dos o tres siglos después el equilibrio entre el poder temporal del papa y las grandes potencias, en la evolución espiritual de todos los pueblos, aparecía ese poder más como un obstáculo que como una ayuda. Ahora el pontificado, despojado de todos sus medios políticos, con el prestigio de su heroica fidelidad a los propios principios y purificado por sufrimientos de todo género, despierta de nuevo e introduce otra vez en la conciencia general, al menos en cierta medida, la idea del pontificado como una institución dotada de una sublimidad religiosa única.

 

b) Problemas parecidos y de análoga envergadura plantea a la Iglesia el desarrollo del Estado democrático y cultural moderno, de la economía moderna, de las comunicaciones y la prensa moderna, de la divulgación científica, de la plena libertad de resistencia y del enorme crecimiento de la población, que se va emancipando política y espiritualmente a partir del siglo XIX. Este desarrollo trae como consecuencia que ahora una herejía o un nuevo género de incredulidad o la teoría de la libertad sexual no sólo llegan a círculos pequeños o limitados. La publicidad del pensamiento se ha extendido tanto y el número de sus destinatarios ha crecido tan considerablemente, que todo movimiento se convierte en un movimiento de masas. Es cierto que, en teoría, esto mismo vale también para la verdad y el bien. Pero la configuración moderna de los medios de propaganda está íntimamente relacionada con la evolución de la cultura secularizada, especialmente vinculada al capitalismo egoísta. Esta cultura domina y posee estos medios en una medida totalmente diversa de los círculos eclesiásticos y puede utilizarlos con menos escrúpulos que la Iglesia en su terreno religioso.

 

Y, sobre todo, estos medios, dirigidos por el espíritu individualista de la libertad de prensa, de palabra y de asociación, colocan, tanto al individuo como a la comunidad, en un absoluto relativismo práctico. Cualquier opinión, cualquier corriente de carácter político, moral, religioso y cultural, llega a cada hombre a través de la prensa, la radio, la televisión y el cine; le acosa de forma incesante en casa, en la calle y en los viajes. La importante consecuencia que de ello se deriva es que hoy sólo en mínima medida es posible sustraerse de manera puramente negativa al error y al mal.

 

Por eso el objetivo a conseguir sería el siguiente: educar a los católicos en la autonomía religiosa. Hoy es ya imposible proteger del error y de la tentación del vicio. Lo que hace falta ahora es educar para la defensa. Este objetivo tiende por sí mismo a dejar en libertad las fuerzas más profundas del cristianismo mientras esto se haga mirando a la libertad interna del creyente. Únicamente la fidelidad a la Iglesia que se base en una íntima convicción personal ha podido y puede contribuir aquí de forma honda y duradera a la reconstrucción.

 

Debemos hacer algunas advertencias concretas en este breve examen de conciencia retrospectivo. Pensemos, al menos, en un fenómeno cuya importancia se acrecienta de día en día: las fuerzas conservadoras del sistema tuvieron escasa valentía para afrontar la crítica del periodismo y apenas supieron aprovechar las magníficas posibilidades que éste le brindaba. No es ajeno a este hecho la inexistencia casi total de una gran prensa católica y su mínima significación en el terreno cultural.

 

En el coro pluralista de la opinión pública del siglo XIX faltó, pues, una suficiente representación de los sectores católicos del pueblo. En este proceso interviene también un elemento de suma importancia. Se comienza a caer en la cuenta de que «la Iglesia» no es el clero, sino la totalidad del pueblo cristiano. Un nuevo objetivo del gobierno de la Iglesia será entonces desplegar al máximo las energías eclesiásticas y religiosas autónomas existentes en el pueblo, superando así fuertes desconfianzas (cf. León XIII y Pío XI, § 125, II). Una vez más se pone de manifiesto la posibilidad de que los seglares creyentes lleven al mundo moderno el mensaje, desde dentro del mundo y con sus particulares peculiaridades.

 

c) Desde fines del siglo XIX, y a lo largo del XX, al ir aumentando la «libertad», se advierte cada vez más claramente una deficiencia general en las fuerzas culturales, que intervienen, por ejemplo, cada vez con menor energía en la política social y afrontan cada vez con menor éxito los cambios producidos en los principios fundamentales de la vida (la economía como fin y no como medio; concepción materialista de la vida; sometimiento casi servil de los medios de comunicación social a los abusos de la «opinión pública» en los reportajes y en la desmesurada atención a los deportes y al cine; la tiranía de la máquina). Todo ello reduce considerablemente la capacidad de reacción a la labor de la Iglesia y a sus exhortaciones.

 

d) Debemos hacer una advertencia con el fin de evitar un malentendido como sería confundir los éxitos exteriores con la vida interior; más aún, de creer que el programa constituye ya la solución de los problemas. La brillante organización de la Iglesia a partir del siglo XIX ha dado excelentes frutos en muchos países. Pero no deben confundirse esos frutos con las grandes reuniones católicas y los congresos eucarísticos, ni menos pueden considerarse asegurados por ellos. Tales actos son también expresión de la vida interior existente, pero deben constituir ante todo un estímulo para empresas de mayor envergadura. Si no consiguen esto, su brillante fachada puede encerrar grandes peligros. La frecuencia y la claridad con que nos han tenido que prevenir el papa y los obispos contra el amenazador espíritu del tiempo es signo evidente de que la vida católica no ha alcanzado ni mucho menos la altura que correspondería al magnífico programa expuesto por la jerarquía. Surge entonces con enorme evidencia el gran problema: hasta qué punto la pertenencia exterior a la vida organizada, al vivir político-eclesiástico del catolicismo, se identifica con la convicción interior, con la vida de fe, especialmente entre las clases cultas. La unidad del credo y de la acción trajo en otro tiempo el triunfo del cristianismo. Realizar hoy esa misma unidad vuelve a constituir nuestro destino. El peligro del subjetivismo, que se presenta en forma de conciencia soberana, no vinculada a la fe ni integrada en la Iglesia, es inmensamente grande aun en nuestras propias filas.

 

8. Paralela a la evolución general y con su creciente aceleración, el cuadro histórico que hemos trazado de la Iglesia no aparece claramente hasta mediado el siglo XIX y luego en el XX, y su diafanidad es mayor o menor según el momento. Como ambos procesos —el de la Iglesia y el del espíritu general de la época— discurren en direcciones expresamente opuestas, la contraposición interna existente entre la Iglesia y el espíritu del tiempo se va haciendo cada vez más honda y más aguda. La antítesis evidente aparece en el Concilio Vaticano I al proclamar la Iglesia como principio fundamental de su doctrina la autoridad infalible del papa. Con ella exterioriza su máximo grado de firmeza.

 

a) El escenario de la historia de la Iglesia va ampliándose de manera creciente hasta convertirse en un escenario universal. Naturalmente, la situación de la Iglesia, así en el aspecto religioso como en las relaciones con el Estado y la cultura, es muy diferente en cada una de las partes de este escenario. En este sentido, la situación de la Iglesia se resiste a una caracterización excesivamente general.

 

b) Por otra parte, esa situación ofrece notables semejanzas. Este hecho se manifiesta claramente desde el momento en que evitemos el grave defecto de pensar que lo esencial en la vida de la Iglesia es la situación político-eclesiástica. No puede negarse —y esto es muy significativo— que la desvinculación de la Iglesia y de la fe se halla lógicamente más avanzada en Francia, país de origen de la moderna disolución. Pero también en Italia y en la misma Alemania, a pesar de que aquí la situación político-eclesiástica es más favorable, encontramos las mismas tendencias hostiles a la Iglesia. La evolución de los católicos alemanes cultos y también ya la de las masas se aproxima peligrosamente a la situación deprimente de Francia a comienzos de siglo. Durante el siglo XX el proceso se detuvo algo con la opresión brutal del nacionalsocialismo (1933-1945) y la iniciación de la Segunda Guerra Mundial.

 

c) Un hecho de enorme significación es el impulso decisivo dado por un partido «cristiano-demócrata» a la reconstrucción de la parte libre de Alemania, la República Federal. Es la primera vez que un partido cristiano interconfesional logra acreditarse de una manera tan acusada. Ya se comprende que esto no significa ni mucho menos una victoria de la fe religiosa cristiana.

 

Alemania, al igual que Holanda, Bélgica y Francia, vuelve a tener algo de lo que carecía desde hace algunos siglos, incluso en el campo político: una élite creyente, aunque no excesivamente numerosa. La teología católica ha alcanzado en estos países un nivel elevado, aunque todavía se mantengan en importantes posiciones los partidarios desesperados del pasado. Los impulsos más valientes parten de Francia, que ha superado el complejo de inferioridad con respecto a la Alemania anterior a la Primera Guerra Mundial.

 

d) Una excepción radical a todo lo dicho la constituyen a finales de este período aquellos países en los que la situación general difiere de la de todos los demás: Rusia y sus países satélites, y pasajeramente México, a los que habría que añadir China. En estos países comunistas y bolcheviques ya no nos encontramos ante un desarrollo religioso, sino ante una bárbara antítesis de la religión: ante el intento de aniquilar toda realidad católica, cristiana y religiosa, usando para ello los métodos violentos de la represión cruenta e incruenta, y utilizando también, con una lógica increíblemente férrea (y a la vez con absoluta indiferencia hacia el carácter de los medios), la influencia pseudorreligiosa avasalladora y violenta sobre las masas.

 

III. CONCLUSIONES

 

El siglo XIX y lo que llevamos del XX se halla, pues, caracterizado por una doble orientación: son continuación de tendencias anteriores y comienzo de otras nuevas, son a la vez destrucción y construcción.

 

1. Una primera corriente continúa la labor destructiva iniciada en los siglos anteriores, va sacando las consecuencias últimas del subjetivismo en todos los campos (iglesias estatales, escepticismo, positivismo, moral autónoma, materialismo, ateísmo, socialismo, liberalismo, nacionalismo, comunismo, bolchevismo) y lógicamente desemboca en el caos, el caos ideológico y el de las guerras mundiales. Frente a esta corriente surgen movimientos que se relacionan con impulsos religiosos (el romanticismo, la neo-escolástica, la nueva reflexión teológica, la nueva literatura religiosa; en el campo protestante se registra un movimiento de continuo resurgir; nuevos principios teológicos en defensa de la fe contra el liberalismo disolvente; movimiento ecuménico, cf. § 125, III). Esa múltiple labor de reconstrucción eclesiástica culmina con la victoria definitiva sobre la idea y la realidad de las iglesias nacionales, idea y realidad que desde el comienzo de la gran lucha antipontificia iniciada en tiempos de Federico II y Felipe IV había venido dominando la progresiva desvinculación de los pueblos con Roma. Nos referimos a la victoria sobre el nacionalismo eclesiástico lograda por el Vaticano I. En el campo protestante, las iglesias nacionales alemanas se reorganizan profundamente a raíz de la caída de las monarquías en 1918.

 

2. Los momentos ya indicados (unificación jurídica de toda la Iglesia por el Vaticano I, nuevo Código de Derecho Canónico en 1917, Primera Guerra Mundial, 1914-1918; Pactos Lateranenses de 1929) coinciden con cambios muy significativos en la situación espiritual de la época (ideas comunitarias, por ejemplo, en el movimiento juvenil y en la restauración litúrgica; tendencias a lo objetivo y hacia la autoridad en la filosofía —incluso entre los protestantes—, así como hacia el valor de lo colectivo en la vida política y económica) y adquieren así una profunda significación general. A esto hay que añadir, como rasgo significativo, el hecho de que, cada vez más, los antagonismos se van concentrando, por encima de las diferencias confesionales, en dos únicos frentes: la fe y la increencia.

 

Debido a lo agudo de estas contradicciones, nuestro tiempo, el momento actual, se caracteriza claramente como período de transición. Por otra parte, las recientes teorías revolucionarias de la matemática, de la física y de su aplicación a la técnica parecen preludiar un final, una conclusión. Por ello se habla a veces de «fin de la Edad Moderna». De hecho, hay multitud de indicios importantes y hasta diríamos amenazadores que apuntan a ello. Pero sólo el desarrollo posterior nos permitirá determinar en qué medida podemos aplicar con precisión esos términos.

 

En todo caso hay un hecho importantísimo que no debemos olvidar: la «burguesía», la antigua clase media, que venía siendo, lo mismo entre los protestantes que entre los católicos, la portadora fundamental de la tradición cristiana, es una clase que hoy ha desaparecido en buena medida, hasta tal punto que incluso podemos hablar de un auténtico cambio de estructuras de la sociedad. La concentración de las diferentes naciones en dos bloques radicalmente enemistados, el del «mundo libre» de Occidente y el del comunismo ruso de tipo bolchevique, es un hecho que no tiene parangón adecuado en la historia. Asimismo, el desplazamiento de Europa en su papel tradicional dirigente en medio de estos dos bloques antagónicos es un fenómeno de decadencia de primer orden.

 

En la actualidad seguimos en una época de «cambio»; o mejor, el «cambio», como estado permanente, se va convirtiendo en una característica fundamental de la época. Los nuevos descubrimientos y su difusión arraigan profundamente en el ser humano, en su pensar y su obrar. Se inicia con la industrialización una nueva fase revolucionaria: la automación. Puede ocurrir que la amplificación de los acontecimientos dentro de una perspectiva global llegue a afectar profundamente a la conciencia del hombre, modificando su capacidad de reacción. El lanzamiento de satélites artificiales al espacio (que no modifica aspecto de los principios o cuestiones de fe) y los viajes espaciales del nombre constituyen, sin duda, etapas decisivas. Y ¡si el hombre, con todas estas experiencias, y precisamente ahora a la vista de las dimensiones del micro y el macrocosmos, descubiertas por vez primera, manifiesta su pequeñez, la Iglesia, ante semejante ampliación del horizonte humano, necesita adaptar sus métodos a estas dimensiones y dar al hombre de hoy, tan independiente, las respuestas que exigen sus preguntas y en su propio lenguaje, procurando que estas respuestas se adapten a su situación.

 


[1] Lo que aquí vamos a tratar tiene, por tanto, su base en el § 73 y ha de completarse con lo que en él indicamos.

[2] Todos los conventos fueron obligados a fundar y mantener escuelas.

[3] La gran ciudad reúne a cientos de miles de hombres en un territorio en el que desde hace siglos había apenas algunos miles o decenas de miles.

[4] La única cuestión que puede plantearse es tan sólo la cuestión del salario.

[5] En el fondo existe la misma problemática en las Iglesias protestantes; pero fue comprendida con mucha más dificultad en el seno del «protestantismo cultural», que en buena parte la negó directamente o la proclamó como un valor positivo.

[6] La iglesia estatal constituye todavía una excepción (§ 108).

[7] No olvidemos el hecho de que la debilidad científica de la Escolástica fue también culpable de esta situación, al igual que la falta de valentía de la Iglesia para apoyar las novedades que se iban introduciendo.