La visión cristiana del cosmos y de la vida es por tanto triunfalmente
optimista; esta visión justifica nuestra vida y nuestro reconocimiento de
vivir, por lo que nosotros, celebrando la gloria de Dios, cantamos nuestra
felicidad (Cf. El Gloria de la Misa)
La enseñanza bíblica
Pero ¿Es completa esta visión? ¿Es exacta? ¿No nos importan nada las
deficiencias que hay en el mundo? ¿Las disfunciones del mundo respecto a
nuestra existencia? ¿El dolor, la muerte, la maldad, la crueldad, el
pecado: en una palabra, el mal? ¿Y no vemos cuánto mal hay en el mundo?
¿Especialmente cuánto mal moral, es decir simultáneamente, si bien
diversamente, contra el hombre y contra Dios? ¿No es este triste
espectáculo un misterio inexplicable? ¿Y no somos nosotros, precisamente
nosotros seguidores del Verbo, los cantores del Bien, nosotros creyentes,
los más sensibles, los más turbados por la observación y la experiencia
del mal?
Lo encontramos en el reino de la naturaleza, donde tantas manifestaciones
suyas nos parece que denuncian un desorden. Después lo encontramos en el
ámbito humano donde encontramos la debilidad, la fragilidad, el dolor, la
muerte, e incluso cosas peores, una doble ley contrastante, una que
quisiera el bien y la otra por el contrario vuelta hacia el mal, tormento
que S. Pablo mete en humillante evidencia para demostrar la necesidad y la
fortuna de una gracia salvadora, de la salvación traída por Cristo (Rom
7); ya el poeta pagano había denunciado este conflicto interior en el
corazón mismo del hombre: "video meliora, proboque, deteriora sequor»
(Ovidio Met 7,19)
Encontramos el pecado, perversión de la libertad humana, y causa profunda
de la muerte porque es separación de Dios, fuente de la vida, (Rom 5,12),
y después, a su vez, ocasión y efecto de una intervención en nosotros y en
nuestro mundo de un agente oscuro y enemigo, el Demonio.
El mal no es sólo una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo,
espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y
pavorosa.
Se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien rechaza
reconocerla como existente: y también quien hace de esto un principio en
si mismo, no teniendo él mismo, como toda criatura, origen en Dios;
incluso la explica como una seudo-realidad, una personificación conceptual
y fantástica de las causas desconocidas de nuestras malas obras.
El problema del mal, visto en su complejidad y en su absurdidad respecto a
nuestra unilateral racionalidad, se hace obsesión. Ello constituye la
dificultad más fuerte para nuestra inteligencia religiosa del cosmos. Por
eso S. Agustín sufrió durante años: "Quaerebam unde malum, et non erat
exitus", Yo buscaba de donde proviniese el mal y no encontraba explicación
(Confesiones VII, 5,7,11, etc. P L. 32, 736, 739).
Aquí vemos la importancia que tiene la advertencia del mal para nuestra
correcta comprensión cristiana del mundo, de la vida, de la salvación.
Primero en el desarrollo de la historia evangélica al principio de la vida
pública: ¿Quién no recuerda la página densísima de significados de la
triple tentación de Cristo? Después en tantos otros episodios evangélicos,
en los cuales el Demonio cruza los pasos del Señor y figura en sus
enseñanzas (Mt 12,43). ¿Y cómo no recordar que Cristo, refiriéndose tres
veces al Demonio, como su adversario lo cualifica como «príncipe de este
mundo» (Jn 12,31; 14,30; 16,11)?
Y es la incumbencia de esta nefasta presencia es señalada en muchísimos
pasos del Nuevo Testamento. S. Pablo lo llama “el dios de este mundo"( II
Co 4,4) y nos pone sobre aviso acerca de la lucha contra las tinieblas,
que nosotros los cristianos debemos sostener no con un solo Demonio, sino
con una temerosa pluralidad: «Revestíos, dice el Apóstol, de la armadura
de Dios para poder afrontar las insidias del diablo, porque nuestra lucha
no es solamente con sangre y con la carne, sino contra los Principados y
las Potestades, contra los dominadores de las tinieblas, contra los
espíritus malignos del aire" (Ef. 6,11-12),
Diversas citas evangélicas nos indican que no se trata sólo de un Demonio,
sino de muchos (Lc11,21;Mc 5,9), pero uno es el principal: Satanás, que
quiere decir El Adversario, el enemigo; y con él muchos, todos criaturas
de Dios, pero caídas porque se rebelaron y están condenadas. (Cf. Denz Sch
800-428); todo un mundo misterioso desbaratado por un drama desgraciado,
del que conocemos muy poco.
El sembrador oculto de errores
Sin embargo conocemos muchas cosas de este mundo diabólico, que se
relacionan con nuestra vida y con toda la historia humana. El Demonio está
en el origen de la primera desgracia de la humanidad; él fue el tentador
solapado y fatal del primer pecado, el pecado original (Gen 3; Sb 1,24).
De aquella caída de Adán, el Demonio adquirió un cierto poder sobre el
hombre, del que sólo la redención de Cristo nos puede liberar. Es historia
que aún dura; recordemos los exorcismos del bautismo y los frecuentes
referencias de la Sagrada Escritura y de la Liturgia a la agresiva y
opresora "potestad de las tinieblas" (Lc 22,23; Col 1, 13)
Es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos por eso
que éste ser oscuro y perturbador existe verdaderamente, y que con astucia
traidora actúa; es el enemigo oculto que siembra errores y desventuras en
la historia humana. Recordemos la parábola evangélica reveladora del grano
bueno y de la cizaña, síntesis y explicación de la absurdidad que siempre
preside nuestras vicisitudes contrastantes: Inimicus homo hoc fecit" (Mt
13,28). Es "el homicida desde el principio... y padre de la mentira", como
lo define Cristo (Jn 8,44-45); es el instigador del equilibrio moral del
hombre.
Es él el pérfido y astuto encantador, que sabe insinuarse en nosotros, por
la vía de los sentidos, de la fantasía, de la concupiscencia, de la lógica
utópica, o de desordenados contactos sociales en el juego de nuestro
obrar, para introducirnos desviaciones, tanto más nocivas cuanto conformes
a la apariencia de nuestras estructuras físicas o psíquicas, o de nuestras
instintivas y profundas aspiraciones.
Este tema sobre el Demonio y el influjo que él ejercita sobre los
individuos, sobre las comunidades, sobre enteras sociedades, sobre
acontecimientos es un capitulo muy importante de la Doctrina Católica que
se debe estudiar de nuevo, a pesar de que hoy se le da poca importancia.
Algunos piensan encontrar en los estudios sicoanalíticos y psiquiátricos o
en experiencias espiritistas - hoy por desgracia demasiado difundidas en
algunos países - un planteamiento suficiente. Se teme recaer en viejas
teorías maniqueas o en pavorosas divagaciones fantásticas y
supersticiosas. Hoy se prefiere mostrarse fuertes y sin prejuicios,
positivistas, excepto en dar su fe a tantas gratuitas posturas mágicas o
populares, o peor aún, abrir la propia alma - ¡la propia alma bautizada,
visitada tantas veces por la presencia eucarística y habitada por el
Espíritu Santo!- a las experiencias licenciosas de los sentidos y a
aquellas deletéreas de los estupefacientes, como también a las seducciones
ideológicas de los errores de moda, fisuras éstas a través de las cuales
el Maligno puede fácilmente penetrar y alterar la mente humana.
No está dicho que todo pecado sea debido directamente a la acción
diabólica (S. Th. 1,104,31) pero también es verdad que quien no vigila con
cierto rigor sobre si mismo (Mt 12,45; Ef 6,11) se expone al influjo del "Mysterium
iniquitatis", al que S. Pablo se refiere (II Ts 2,3-12) y que hace
problemática la alternativa de nuestra salvación.
Nuestra doctrina se hace incierta, oscurecida como está por las tinieblas
mismas que circundan al Demonio. Pero nuestra curiosidad, excitada por la
certeza de su existencia múltiple, se hace legítima con dos preguntas:
¿Cuáles son los signos de la presencia diabólica? y ¿Cuáles son los medios
de defensa contra este tan insidioso peligro?
La presencia de la acción del Maligno
La respuesta a la primera pregunta impone mucha cautela, aunque los signos
del Maligno parecen tan evidentes (Cf. Tertuliano, Apol 23). Podemos
suponer su acción siniestra allí donde la negación de Dios es radical,
sutil y absurda, donde la mentira se afirma hipócrita y potente, contra la
verdad evidente, donde el amor se ha apagado a causa de un egoísmo frío y
cruel, donde el nombre de Cristo es impugnado con odio consciente y
rebelde (1 Co 16,22; 12,3), donde el espíritu del Evangelio es adulterado
y desmentido, donde la desesperación se afirma como la última palabra,
etc. Pero es un diagnóstico muy amplio y difícil, que Nos no nos atrevemos
ahora a profundizar y autenticar, no por eso privado de dramático interés,
al cual también la literatura moderna ha dedicado páginas famosas (Cf. Las
obras de Bernanos, estudiadas por Ch. Moeller Littér du XX siècle,I, Pag
397 ss; P. Macchi Il volto del male di Bernanos: satan; Études
Carmélitaines, Desclée de Br. 1948)
El problema del mal aparece como uno de los más grandes y permanentes
problemas para el espíritu humano, incluso después de la respuesta
victoriosa que nos da Jesucristo: "Nosotros sabemos que hemos nacido de
Dios, y que todo el mundo ha sido puesto bajo el Maligno"(I Jn 5,19).
Nuestra defensa
A la otra pregunta: ¿Qué defensa, qué remedio poner a la acción del
Demonio? La respuesta es más fácil de formular, pero es difícil llevar a
la práctica. Podremos decir: Todo lo que nos defiende del pecado, nos
defiende por ello mismo del enemigo invisible. La gracia es la defensa
decisiva. La inocencia asume un aspecto de fortaleza y después cada uno
recuerda lo que la pedagogía apostólica había simbolizado en la armadura
de un soldado, las virtudes que pueden hacer invulnerable al cristiano (Rom
l3,12; Ef 6,11.14.17; 1 Ts 5,8). El cristiano debe ser militante, debe ser
vigilante y fuerte (I Pe 5,8); y a veces debe recurrir a algún ejercicio
ascético especial para alejar ciertas incursiones diabólicas; Jesús así lo
enseña indicando el remedio «en la oración y el ayuno" (Mt 9,29 ). El
Apóstol sugiere la línea maestra a tener en cuenta: "no os dejéis vencer
por el mal, antes bien, vencer al mal con el bien" (Rom 12,21; Mt 13,29).
Con la certeza de las adversidades presentes en las que hoy las almas, la
Iglesia, el mundo se encuentran, nosotros buscamos dar sentido y eficacia
a la acostumbrada invocación de nuestra principal oración: «Padre
nuestro... líbranos del mal». A todo esto ayuda también nuestra bendición
apostólica.
* * *
N.B.
Refiriéndose a otra reflexión hecha por el Papa sobre el diablo, Michele
Federico Sciacca, en un artículo publicado el 7-febrero-1975 en el
periódico Il Tempo de Roma, con el título Satanás entre nosotros,
escribía:
"Mal le fue al Papa Pablo VI hace algún tiempo por haber aludido al diablo
en el sentido del Antiguo y del Nuevo testamento. ¡Ábrete, infierno! Fue
acusado de retorno al Medioevo, de oscurantismo, de superstición, de
ofensa en pleno 1974 a la ciencia y al espíritu científico racionalista y
progresista. Pero, en resumidas cuentas, ¿este maldito Satanás vive o no
vive? Si se le considera de una parte, siguiendo el Evangelio, como el
tentador y el acusador que encarna el mal, entonces dicen que es una
tosquedad de oscurantistas creer en su existencia y afirman que no existe;
y por otra parte si se le identifica - y Satanás lo repite - con la razón
humana rebelde y triunfante, con la que sonriente y operante vive «en la
materia que nunca duerme», entonces afirman sibilínamente que es el
símbolo sublime de toda gracia verdadera y victoriosa... de aquel ex-Dios.
Superstición oscura ésta que procede de la ciencia iluminista, y por tanto
sutilmente mundana... De ello se deduce que estas afirmaciones proceden de
una mentalidad radicalmente perversa, (Cf. Michele Federico Sciacca, il
magnifico oggi. Roma Città Nuova 1976 P. 283 ss) |