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DIEZ DIAS DE EJERCICIOS
S U M A R I O
Guía espiritual
Consejos previos
1. La oración
2. El acompañamiento
3. El esfuerzo espiritual
4. El itinerario
Textos con miras a la oración de estos días
Día 1º.: Designio de Dios y respuesta del hombre
(Principio y fundamento)
Plan del día: ¿por dónde comenzar?
Para la oración de este día
Discernimiento al fin de la jornada
1ª. Etapa: LLAMADA A LA CONVERSIÓN
Día 2º.: En las profundidades
Plan del día: la revelación del pecado
La "meditación"
Para la oración de este día
Primeros pasos en el discernimiento
Advertencias al fin de la jornada
Día 3º.: Orar a Jesús
Plan del día: Jesús Salvador
Para la oración de este día
Asimilación de esta oración. La repetición. El examen
El sacramento de la penitencia
Al fin de estos dos días: discernimiento
2ª. Etapa: DE LA CONVERSIÓN A LA MISIÓN
Día 4º.: La llamada de Jesús
Plan del día: la contemplación del Reino
La llamada de Jesús
Para la oración de este día
Discernimiento del fin del día
Día 5º.: María, o la respuesta perfecta
Plan del día: los misterios... el de María
La contemplación
Para la oración de este día
Afinamiento y simplificación de la oración
El discernimiento en esta contemplación
Día 6º.: El discernimiento: el estilo de Cristo .
Plan del día: la sabiduría de Cristo.
La lucha entablada
La oración para pedir "ser admitido"
Para la oración de este día
La regla para nuestra elección: los dos criterios (333)
Día 7º.: Educación para el discernimiento: la elección
Plan del día: manera de elegir
Disposiciones para la elección
¿Cómo se hace la elección?
Aplicaciones
Para la oración de este día
Al final de estos cuatro días
3ª. Etapa: CRISTO VIVO EN LA IGLESIA
Día 8º.: El don de su Cuerpo: la Eucaristía
Plan para este día: en unión con Cristo
Para la oración de este día
Día 9º.: En las fuentes del ser y de la vida: la Pasión
Plan para este día: sentido de la vida y de la muerte
Oración ante la Pasión
La dificultad: el muro
Para la oración de este día
Día 10º.: El hombre nuevo: Cristo resucitado
Plan para este día: una transformación
La oración ante Cristo resucitado
El retorno al principio
Para la oración de este día
El final de la experiencia
1. Balance e intercambio final
2. Conservación de la experiencia
3. La vida de discernimiento: el examen
4. La Contemplación para alcanzar amor [230-237]
5. Para esta contemplación
La renovación de la experiencia
* * * * *
Guía espiritual
¿«Cómo reflejar en el papel la evolución de una vida», la de los
ejercitantes y la de aquel que les acompaña? Esta era la pregunta
que yo me hacía cuando, hace ahora unos diez años, publicaba este
libro que ahora se me pide reeditar.
¿De qué se trata, en realidad? De ayudar a los demás a
evolucionar, a vivir, a amar, a crecer en libertad para mejor
entregarse a la gracia del Espíritu y, de ese modo, cumplir su misión
en la Iglesia y entre los hombres.
Este libro es de un carácter muy particular. No está destinado tanto
a ser leído cuanto a ser practicado. Y practicado con la ayuda de una
persona experimentada, a fin de evitar errores metodológicos. Es el
itinerario de una experiencia; es una guía espiritual.
No conviene buscar en él un desarrollo lógico, como si debiera ser
leído de principio a fin. Hay que abrirlo según la necesidad del
momento, para encontrar en él la animación del espíritu y algunos
consejos apropiados. Su estilo pretende ser el de los «apotegmas» de
los Padres del desierto: una serie de pensamientos, ya de por si
condensados, que condensan a su vez una experiencia vital e invitan
a acceder a una realidad siempre presente, pero de la que no
solemos preocuparnos de ordinario. Una vez despertado tu espíritu,
una vez recibido el consejo, cierra el libro, olvida lo que has leído y
deja que la oración brote en tu corazón.
El conjunto constituye un «retiro», como solemos denominar a esos
días que nos tomamos de vez en cuando para recobrar el sentido de
lo esencial. Pero, ¡cuidado!, no estereotipemos la experiencia. Si me
preguntas: ¿«Qué tengo que hacer»?, me veo obligado a
responderte: Descúbrelo tú mismo... Este libro puede ayudarte a
ello». Un «retiro» no es una serie de ejercicios, fijados de antemano y
de una vez por todas, que bastara con seguir fielmente para sacar de
ellos el fruto esperado. Aun cuando se haga en grupo, requiere una
creación personal: la de un ser que vive y que busca la voluntad del
Espíritu. Quien se sirva de este libro aprenderá a presentarse por sí
mismo delante de Dios, ya sea que haga el retiro con otros o lo haga
solo y «en la vida corriente», como afortunadamente va siendo cada
vez mas habitual.
El hilo conductor de la experiencia lo constituyen los Ejercicios
Espirituales de san Ignacio de Loyola. Pero es preciso aclarar en que
espíritu se toman los mencionados Ejercicios, cuyo fin consiste en
conducir a la libertad espiritual a quien los hace. Los Ejercicios
contienen una serie de consejos y un «itinerario». Podríamos decir
que son unas reglas para hallar la libertad. Es decir, que quien los
considere como una especie de «grilletes» que impiden la libertad de
movimiento, es que no los ha comprendido. Del mismo modo que el
músico se somete a un método para permitir que brote la inspiración,
así también quien se somete a la escuela de los Ejercicios recibe una
serie de reglas y de consejos con el único fin de que pueda descubrir
la libertad de servir y amar a Dios en todas las cosas. Y podré
constatar que el camino seguido es bueno para esa libertad y esa paz
que en ellos va detectando.
Este hilo conductor querría aplicarlo yo especialmente a la
Escritura. Desde que comencé mi actividad pastoral, siempre tuve
presente el consejo que me dio un profesor de un seminario que hizo
los Ejercicios conmigo. «Debería releer la Biblia con los ojos de un
ejercitador de Treinta Días». y así lo he hecho. Y me ha servido de
inestimable ayuda. He llegado a redactar un librito de cien páginas,
Biblia y Ejercicios, que nunca he publicado, pero que me inspira
continuamente. De hecho, no veo como podría encontrarme a gusto
en unos Ejercicios sin esta constante referencia a la Palabra de Dios y
sin tener en cuenta la gran Tradición espiritual de las Iglesias Oriental
y Occidental que la comentan. Entre los frutos que los ejercitantes
que he conocido en tantísimos años me dicen haber sacado de los
Ejercicios, destacaría estos dos: la libertad para resituarse ante Dios,
suceda lo que suceda, y el gusto de orar con la Escritura. Nada puede
agradarme tanto, porque ello expresa lo que siempre he intentado al
desempeñar mi ministerio.
Llegará el día en que, tras haberse servido de estas páginas, el
ejercitante ya no sienta la necesidad de recurrir a ellas. Le bastará
con el libro de la Palabra de Dios, del que ya no podrá prescindir y en
el que no dejará de descubrir el camino que le conduce a Dios.
A los catorce años de haberlo escrito, he releído este libro en
orden a su reedición. Y he descubierto que conserva su valor tal
como está. Lo único que he hecho ha sido rehacer las primeras
páginas de consejos previos. Por lo que se refiere al resto, he
mantenido la presentación en días o jornadas, con sus respectivas
notas de orientación general, sus advertencias acerca de la oración,
sus textos bíblicos para ayudar a la misma y, por ultimo, sus consejos
referidos al discernimiento.
Cuando publiqué estos «Diez Días» por primera vez, me
preguntaba si no seria conveniente facilitar también las notas de las
que me sirvo para dar los Ejercicios de Treinta Días. Hoy ya no me
hago esta pregunta, porque la presente «Guía espiritual. puede servir
perfectamente para ese fin. La materia es la misma. Lo único que
difiere es el ritmo, que ha de ser ralentizado en orden a una
asimilación más profunda.
Para acabar, quisiera repetir lo que dice Ignacio al presentar su
libro de los Ejercicios: todo esto no son más que ejercicios, ensayos,
sugerencias, invitaciones a caminar y maneras diversas de
disponerse a la acción del Espíritu «para buscar y hallar la voluntad
divina en la disposición de la propia vida» [EE, 1]*.
........................
* En adelante, todas las citas que aparezcan entre [...] se referirán a la
numeración del texto de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio.
* * * * *
Consejos previos
En estas primeras páginas nos limitaremos a dar una serie de
consejos previos que retornaremos y desarrollaremos a lo largo del
libro. Pero conviene tener desde el principio una visión de conjunto de
los mismos, porque constituyen el fundamento pedagógico de los
Ejercicios. Tales consejos se refieren, a la vez, a la oración, a la
ayuda que debe esperarse del ejercitador, al esfuerzo exigible al
ejercitante y al itinerario que se propone.
Es importante tomarlos como lo que realmente son: un simple
medio para disponer el corazón. Lo esencial es la acción del Espíritu
Santo, en la que el hombre no debe tratar de interferirse mediante un
esfuerzo de la voluntad o de la mente. Tampoco bastaría con una
enseñanza meramente externa. Nadie puede hacer por otro una
experiencia del amor. El misterio del encuentro no deja de ser un
secreto de cada uno. «Entra en tu cámara, dice Cristo, donde el
Padre ve en lo secreto» Es la ley de todo amor, tanto del amor a Dios
como del amor a otra persona. Cuando te dispongas a acogerlo,
cierra tu puerta con llave, ama y haz lo que quieras.
En suma: se trata de prepararnos a recibir algo que no procede de
nosotros y sin lo cual, no obstante, la vida no es vida. ¿Quién puede
vivir sin amar? ¿Qué cristiano puede vivir sin buscar a Dios y su
voluntad? Y, sin embargo, no puedo proporcionarme a mi mismo
aquello de lo que más imperiosamente tengo necesidad. Esta
constatación es el punto de partida de toda la experiencia. ¡Ven,
Señor, a colmar el deseo que Tú mismo has despertado en mi!
Esta serie de consejos pretenden ponernos en el camino de las
disposiciones que le abren a uno a la acción del Espíritu; de un modo
particular, pretenden enseñarnos a aceptarnos a nosotros mismos. Lo
cual dista mucho de la resignación pasiva. La aceptación de uno
mismo se corresponde con la indiferencia exigida por san Ignacio para
entrar en los Ejercicios. Ya iremos aclarando poco a poco su
naturaleza. De momento, digamos al menos que es, a la vez, apertura
al futuro, confianza en Dios, relativización de todas las cosas con
respecto a lo esencial, y deseo de ser «campo de experiencia del
Espíritu Santo» (Teilhard). No sé lo que resultará de todo ello, pero
me ofrezco por entero, en la seguridad de que Dios está siempre
conmigo...
________________________
1. LA ORACIÓN
ORA/CONSEJOS:
Lo importante en la oración es comenzar como es debido. «Antes
de entrar en la oración, repose un poco el espíritu, asentándose o
paseándose..., considerando a dónde voy y a qué» [239]. En estos
primeros momentos, hay que apaciguar el cuerpo, concentrar el
espíritu y abrir el corazón. Hay que hacer realidad el «Descálzate»
dirigido a Moisés (Ex 3,5) y el «cerrar la puerta» del Sermón de la
montaña (Mt 6,6).
Muchos imaginan que el preparar la oración consiste en fijar un
tema y concretar los puntos, como si se tratara de hacer a
continuación una disertación según el plan previsto. De ese modo
hacen de la oración una operación intelectual. Lo que conviene es,
sencillamente, fijar la atención del espíritu en tal o cual punto, a fin de
no quedarse en vaguedades. «Por dónde comenzar», dice con mucha
frecuencia san Ignacio. De este modo el espíritu conserva la paz, sin
andar «mariposeando» aquí y allá. A este objeto proponemos textos
escriturísticos, no para que se tomen todos ellos, sino para que cada
cual escoja el que más le convenga y no deje a su espíritu errar sin
rumbo.
Hay ejercitadores que quieren decirlo todo, con lo cual atiborran el
espíritu y no dejan sitio al Espíritu Santo. Y hay ejercitantes que
hacen lo mismo: desean que se les ofrezcan múltiples explicaciones,
al objeto de asegurarse materia abundante o prevenir el aburrimiento.
Unos y otros olvidan el objetivo de estos preparativos: dejar «que el
mismo Criador y Señor se comunique a la su anima devota,
abrazándola en su amor y alabanza y disponiéndole por la vía que
mejor podrá servirle adelante» [EE, 15].
El cuerpo desempeña su propio papel en esta preparación. Su
postura no es algo indiferente en relación a la calidad de la oración.
No es preciso ser un ferviente partidario del «yoga» o del «zen» para
experimentarlo. Basta con que nos fijemos en nuestro propio trabajo:
éste nos resulta tanto mas fácil cuanto mas distendido está nuestro
cuerpo. Por eso aconseja Ignacio «entrar en la oración, cuándo de
rodillas, cuándo postrado en tierra, cuándo supino rostro arriba,
cuándo asentado, cuándo en pie, andando siempre a buscar lo que
quiero» [EE, 76]. Si una determinada postura me va bien, ¿por qué
cambiarla?
Una vez apaciguados el espíritu y el cuerpo, resulta posible la
verdadera atención, la que puede ser duradera porque no fatiga. Hay
motivos para preguntarse si todo marcha como es debido cuando
entramos en la oración tensos y nerviosos. La tensión es señal,
muchas veces, de que nos fiamos únicamente de nuestro propio
esfuerzo y no sabemos de veras lo importante que es estar distendido
para conseguir hallarse más presente. Es el momento de cambiar
nuestro proceder.
Cuando hemos conseguido serenar todo nuestro ser, conviene
pedir a Dios lo que deseamos: el don de entender las cosas y el gusto
interior que nos permite penetrar en ellas con el corazón. «¡Ojalá
descendieras, Señor! ¡Ven, Señor, ven a visitarnos!»: esto es lo que,
bajo diversas fórmulas, piden los orantes en la Biblia. En este sentido,
las oraciones litúrgicas nos sirven de estupendo modelo. ¿Por qué no
servirnos de ellas al principio de la oración? Esas oraciones
despiertan y educan el deseo, y responden perfectamente a lo que
observa Pablo: «EI Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues
nosotros no sabemos pedir como conviene, mas el Espíritu mismo
intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26). Muchos de
nuestros intentos de orar resultan vanos porque no dejamos que se
exprese así el deseo en nuestros corazones. «Pedid y recibiréis», dice
el Señor; pero inmediatamente antes había dicho: «Hasta ahora nada
le habéis pedido en mi nombre» (Jn 16,24).
* * *
ORA/LECTURA: Son muchos los que se sienten paralizados ante la
idea de permanecer una hora en oración durante tres o cuatro veces
al día. Por supuesto que es importante no lanzarse a la aventura sin
haber caída en la cuenta de qué es lo que nos hace capaces de
perseverar en la misma. Unos se imaginan la oración como un
encuentro silencioso con Dios, y por ello desprecian los libros o las
ideas que se les proponen; a otros les da miedo «abandonarse» y
necesitan tener un libro a su alcance. Pero, en realidad, la oración es
fruto de una tensión entre dos elementos opuestos que, poco a poco,
van armonizándose: la lectura y la plegaria. Lectio et oratio, ha dicho
siempre la Tradición.
La lectura es necesaria; pero no cualquier lectura. Se nos ofrecen
muchos libros que, según me temo, nos alejan de la oración o nos
quitan las ganas de orar. De hecho, no conozco más que un libro
plenamente apropiado: el de la Palabra de Dios. Y ello con tal de que
no lo convirtamos en un objeto de estudio. La exégesis y la teología
son útiles, pero únicamente para preparar el camino. Llegado el
momento de orar, el libro ha de ser tomado como si de un sacramento
se tratara. A través de las múltiples palabras y los diversos relatos,
que son otros tantos signos sensibles de una realidad invisible,
intento escuchar la única Palabra, la del Verbo, que, a través de su
carne, me conduce a la Divinidad. No me detengo en el detalle más o
menos curioso, sino que prescindo de esas cuestiones que excitan mi
curiosidad. En la fe de mi corazón que desea y en la presencia del
Dios a quien busco, recibo la palabra que debe alimentar mi oración.
Leo, naturalmente; pero lo hago en la tranquilidad propia de un
espíritu que está seguro de que Dios desea encontrarse con él. Leo
el tiempo necesario para que mi ser quede penetrado de lo que leo y
para poder repetírmelo a mi mismo sin esfuerzo.
Cuando la palabra me ha agarrado suficientemente, entonces la
oración sucede a la lectura. Al igual que esa joven que, en el pórtico
norte de la catedral de Chartres, representa la vida contemplativa,
también yo experimento la necesidad de cerrar el libro y «rumiar»a lo
que he leído o, mejor, a imitación de María, meditar las cosas en mi
corazón. Porque, como dice Ignacio, «no el mucho saber harta y
satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente»
[EE, 2]. El salmista evoca frecuentemente ese momento en el que el
orante, a lo largo de sus noches en vela, repite con deleite el nombre
de Dios o un determinado pasaje de su Ley (Ps 62; 118; etcétera).
Poco importa el nombre que haya que dar a esta oración: meditación,
contemplación, aplicación de sentidos, modos de orar... Nos hallamos
bajo la acción del Espíritu, que nos hace gustar la palabra para que
se convierta en nuestra luz y nuestra fuerza. Verificamos lo que, en su
Primera Carta, llama Juan «la unción del Santo» (1 Jn 2,20), por la
que la palabra proferida en el exterior y recibida en la fe se nos
transforma en interior, haciendo inútil toda enseñanza. Algo así es lo
que acontece en ese paso de la lectura a la oración.
Al mismo tiempo, la tensión entre ambos actos—la lectura y la
oración—es lo que hace verdadero o no aquello que acontece. La
Palabra es recibida como una norma objetiva, una regla de fe. La
oración nos permite penetrar en ella de tal manera que se nos
convierta en personal. Pasando sin cesar de una a otra, voy
progresivamente descubriendo lo que el Espíritu realiza en mí, sin
necesidad de correr el riesgo de fiarme de mis sentimientos o de mis
interpretaciones subjetivas. Llegado el momento, ese sentido interior
que el Espíritu forma en mi me permitirá conocer con certeza, gracias
al «olfato» que en mi va desarrollando, hacia dónde me inclina la
voluntad de Dios.
De este modo, al despertar el sentimiento, la oración no me hace
replegarme en mis estados anímicos. Si así lo hiciera, es señal de que
no es una búsqueda de Dios. Gracias a esa constante transición de la
lectura a la oración y de la oración a la palabra, hay en la verdadera
oración algo denso, compacto, sólido, que permite acceder a la vida
de fe y habitúa al ser humano a dejar de considerarse el centro y a
juzgarlo todo según el superior criterio de la voluntad de Dios.
* * *
Y del mismo modo que hay que comenzar como es debido, también
hay que acabar debidamente, llegado el momento. San Ignacio habla,
a este propósito, del «coloquio., que «se hace, propiamente
hablando, así como un amigo habla a otro, o un siervo a su señora
[EE, 54]. E! prototipo podría serlo la conversación de Moisés con
Dios, a propósito de la cual se nos dice que «el Señor hablaba con
Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo. (Ex 33,11).
O mejor aún, la conversación de Jesús con su Padre, cuando se
retiraba a orar al desierto. Es la oración del corazón. Al principio se
invitaba al espíritu a apaciguarse, para que el corazón pudiera abrirse
a la palabra y gustar a Dios; al final, se invita al corazón a
apaciguarse igualmente en el sentimiento que Dios haya despertado
en él. Es una conversación en la que cada cual habla o se calla,
según prefiera, pero siempre desde un inmenso respeto por el amor.
En este momento no hay reglas que valgan. Cada cual es para si
mismo su propia ley; cada cual descubre el modo concreto en que
Dios se le comunica. El lenguaje de la oración se convierte en el
lenguaje de la libertad, del amor y de la relación. Y al final, viene el
silencio en la oración, la admiración y el agradecimiento
* * *
ORA/PERSEVERANCIA: Hay una ley elemental en el arte de orar:
la de la perseverancia. Dudo de que alguna vez lleguemos a saber lo
que es la oración si no nos hemos decidido a pagar el precio exigido:
perseverar en ella y volver sobre ella una y otra vez, sean cuales
sean las dificultades que se encuentren en el camino.
Y las dificultades las hay de todo tipo, y hasta pueden ser
contrapuestas. Unas veces es el entusiasmo, que nos hace concebir
proyectos ilusorios; otras veces, el aburrimiento y hasta la
repugnancia, que nos impulsa a abandonar. Hay que pasar por toda
esta serie de oscilaciones para llegar a establecerse en la solidez de
la fe, que no se da a la oración por el dulzor que en ella pueda
encontrar, sino porque Dios es Dios y uno desea encontrarlo.
Lo esencial consiste en llegar a esta profundidad de fe. Todo lo
demás—lecturas, proyectos de vida, discusiones, observaciones y
notas—podrá ser útil, pero no deja de ser secundario. Yo me ofrezco
a Dios «con grande ánimo y liberalidad, ...con todo mi querer y
libertad» [EE, 5]. Me entrego a él «con todo mi corazón, con toda mi
alma, con toda mi mente y con todas mis fuerzas. (Mc 12,30) y acepto
estar ante El desarmado e indefenso, sin otra cosa que mi vida tal
como es. Esta fidelidad es la traducción concreta de la certeza de
que, si se lo pedimos, Dios puede transformar el pobre ser que somos
cada uno de nosotros.
Perseverar durante unos Ejercicios viene a significar, en la
práctica, cuatro horas de oración diarias, e incluso cinco, si
—conforme a una sugerencia de san Ignacio—el ejercitante
experimenta el deseo de levantarse por la noche para orar.
Semejante exigencia solo puede cumplirse si, además de lo ya
dicho, añadimos que cada cual debe tener en cuenta sus
posibilidades. Quien desee realizar inmediatamente este ideal corre el
riesgo, si cuenta únicamente con sus propias fuerzas, de abandonar
muy pronto el empeño, lleno de desanimo o de crispación. A lo que
hay que aferrarse es a la dulzura del Espíritu. De ahí la flexibilidad del
horario. Según Ignacio, es al objeto de que «el ánimo quede harto»
por lo que hay que tratar de permanecer una hora entera en el
ejercicio, «y antes más que menos» [EE, 12]. Ya se hagan los
Ejercicios en grupo o individualmente, cada cual deberá ir
descubriendo su propio ritmo. Y en este sentido, Dios, que «conoce
mejor nuestra natura, ...da a sentir a cada uno lo que le conviene»
[EE, 89].
La aceptación de la perseverancia le permite a uno pasar del plano
intelectual al espiritual, de la enseñanza recibida a la experiencia
realizada. Quien se contenta con escuchar una conferencia y
reflexionar después sobre ella, se verá tentado a discutir mentalmente
las ideas recibidas. De este modo, el provecho será indudablemente
aparente o pasajero, porque lo que se hace es sacar adelante la
propia verdad, en lugar de dejarse atraer por la verdad misma. Si nos
tomamos el debido tiempo, no podremos quedarnos en esa fase, sino
que será obligado que pasemos a Dios y nos remitamos a El.
No nos dejemos acuciar por el deseo de saberlo todo de
antemano, como si quisiéramos asegurarnos a todo riesgo. Nos basta
con vivir plenamente el momento presente. Y es que sucede con la
oración lo mismo que ocurre con la libertad: sólo conoceremos su
naturaleza si nos ejercitamos en ella día tras día.
* * * * *
2. EL ACOMPAÑAMIENTO
DIRECCION-ESPIRITUAL: Para que pueda proseguirse, semejante
experiencia requiere el acompañamiento de otra persona, porque tal
experiencia despierta necesariamente, en quien la emprende, una
serie de diversos movimientos o «emociones» en los que, sobre todo
al principio, resulta difícil reconocerse a sí mismo y se corre el riesgo,
debido al efecto de sentimientos opuestos o a la ausencia de todo tipo
de sentimientos, de incurrir en el desánimo o en la exaltación
inconsiderada. Hay que perseverar, pero no de cualquier manera. Un
«consejero» resulta de inestimable ayuda para aprender, en los
hechos mismos que se producen, la manera de actuar del Espíritu,
que une suavidad y fuerza y que, deseoso de que alcancemos
nuestro punto exacto de sazón, nos permite afincarnos en la paz y
esperar de Dios el resultado de nuestros esfuerzos.
Digamos, ante todo, con qué espíritu hay que aceptar dicho
acompañamiento, aunque mejor seria llamarlo «diálogo espiritual»,
dado que supone una confianza recíproca. El acompañamiento
responde a la necesidad de que tanto el ejercitados como el
ejercitante «más se ayuden y se aprovechen» [EE, 22]. No hay uno
que dirige y otro que se somete. Ambos, aunque desde diferentes
puntos de vista, tratan de descubrir juntos la acción del Espíritu
Santo.
Y ello aun cuando los Ejercicios se hagan en grupo. El objetivo de
los «puntos» no consiste en hacer una exposición doctrinal, aunque
es verdad que hay una doctrina que subyace a todo el conjunto. Lo
que pretenden los «puntos» es, a partir de la enseñanza impartida,
embarcar al ejercitante en una experiencia e indicarle, en la medida
de lo posible, los medios para llevarla a término.
De una parte y de otra se requiere una determinada actitud. Jesús,
que alertó acerca de la manera de escuchar, bien podría haberle
dicho al ejercitador: «¡Cuidado con tu manera de hablar!» No hay que
intentar decirlo todo, sino, a partir del texto en cuestión, insinuar una
serie de sugerencias, de «puntos», de entre los que el ejercitante
escogerá los que más le convengan. Se trata de decir pocas cosas,
pero que sean sugerentes; y, sobre todo, se trata de respetar la
objetividad de la Palabra de Dios. Lo cual no significa que el
ejercitador deba adoptar una actitud fría e impersonal. Debe haber
saboreado él mismo, personalmente, la palabra que propone.
Creyendo firmemente que el Espíritu habita el corazón de los
bautizados, deberá permitir que se transparente su vida más
profunda, a fin de que, al contacto con ella, puedan otros
despertarse. Pero no deberá extenderse en «elucubraciones», por
muy brillantes que puedan ser, sino que habrá de remitirse al Espíritu,
capaz de hacer que cada cual escuche la palabra apropiada. Y al
mismo tiempo, aprovechando su experiencia, dará los consejos que
considere útiles a medida que vayan avanzando los Ejercicios.
Consejos que no dispensan del contacto personal, sino que permiten
que éste sea más ágil y mas preciso. Esta enseñanza impartida en
común tiene la ventaja no sólo de ahorrar tiempo, sino también de
propiciar el que todos tengan acceso a unos puntos de vista que una
conversación privada tal vez no permitiría abordar.
Pero, por otra parte, hay que hacerle ver al ejercitante que hay una
buena y una mala manera de escuchar. La buena manera es la de la
cuarta clase de terreno de la parábola del sembrador: un corazón
despejado de obstáculos, abierto y sosegado, en el que las palabras
escuchadas despierten una verdad ya poseída, pero que se hallaba
como dormida. Mientras se escucha, no hay que empeñarse en
retenerlo todo ni en tomar unos apuntes exhaustivos, sino en
mantener el corazón dispuesto de tal manera que sea capaz de
atrapar al vuelo lo que el Espíritu quiere hacerle oír. Se trata de una
escucha silenciosa, distendida y sosegada, que se verá tanto más
favorecida cuanto más distendida y fraterna sea la atmósfera del
grupo. En suma, se trata de que cada uno de los que escuchan se
establezca en un profundísimo silencio, a fin de que el corazón pueda
dirigirse al corazón.
Esta manera de actuar presupone el que, de una parte y de otra,
se dé el convencimiento de que el verdadero maestro es el que habla
al corazón, no a los oídos. Si no buscamos más que discutir o si nos
mantenemos a la defensiva, como desconfiando el uno del otro,
«¡cuántos se irán sin haber aprendido nada!» (san Agustín). En
resumidas cuentas: aunque no haya diálogo verbal durante la
exposición de los puntos., no por ello dejan de ser éstos el compartir
mutuo de una verdad de la que todos somos discípulos. Yo, que
hablo, te doy a ti lo que tengo y lo que soy. ¿Qué harás con ello? No
lo sé. Me entrego a ti incondicionalmente, diciéndote lo que me ha
sido inspirado. Por tu parte, ábrete sin reservas. A nadie le mueve la
curiosidad. Mantente humilde en tu esfuerzo de atención, evitando
que la oscuridad te produzca crispación. El Señor suprimirá esa
oscuridad a su debido tiempo, si se lo pides.
Por lo general, parece que es suficiente con una sola exposición de
«puntos» por día. Tal vez, el mejor momento es por la mañana,
cuando el espíritu está fresco y dispuesto y la palabra escuchada
tiene menos peligro de interferir el movimiento de la oración personal
ya iniciada. Si se ve conveniente, unos cuantos minutos por la tarde
permitirán reavivar la atención o anunciar el tema del día siguiente.
Sea como sea, la distensión y el buen humor deberán marcar esos
momentos.
* * *
Además de los «puntos», está el contacto personal, el cual es
obligado, como es obvio, cuando los Ejercicios se hacen
individualmente, pero que es preciso propiciar también cuando se
hacen en grupo. Podría discutirse interminablemente acerca de cual
de las dos formas de hacer los Ejercicios (individualmente o en grupo)
es preferible. La verdad es que una y otra forma tienen sus ventajas y
sus inconvenientes. Cada cual tendrá que ver lo que prefiere y optar
en consecuencia, sin dejarse llevar por la «moda» del momento.
¿Cual es el objeto de este contacto personal? El mismo que el del
«examen», del que hablaremos enseguida. ¿Por qué hablar de todo?
Porque es sumamente importante que caigamos en la cuenta de la
manera en que nos comportamos o, como dice Ignacio, «de las varias
agitaciones y pensamientos que los varios espíritus le traen» [EE, 17],
de las luces que se van recibiendo, de los obstáculos que se vea que
alienan nuestra libertad. De cualquier modo, cada cual deberá saber
sobre qué quiere hablar. El ejercitador debe mantenerse más bien a
la expectativa; su papel consiste en «recibir» aquello que le es
confiado y, si puede, reaccionar en consecuencia. Existe el riesgo de
que algunos se sientan desconcertados por este silencio y preferirían
que el ejercitador les preguntara cosas concretas. Semejante actitud
debe ser reconocida como una señal de que existe algún obstáculo
interior que convendría esclarecer, lo cual no hará sino que uno y otro
(ejercitador y ejercitante) sean en lo sucesivo más libres.
Esta manifestación de los pensamientos pertenece a una larga
tradición que desborda los limites del cristianismo: la del «maestro
espiritual». Una tradición que se funda en la ley de toda educación
verdaderamente profunda: nadie se forma por sé solo.
¿Existe alguna norma acerca de la frecuencia de estos contactos?
En algunos casos lo más conveniente será tener una serie de breves
entrevistas, tal vez una cada día o, en todo caso, tanto más
frecuentes cuanto menos experiencia tenga el ejercitante de este tipo
de «acompañamiento». A otras personas, mas habituadas a ello, les
resulta suficiente una conversación de vez en cuando. Lo que es
cierto es que, si se celebran en el momento adecuado, estos
encuentros sirven para evitar muchos errores, desalientos, pasos en
falso y pérdida de tiempo. Y conviene añadir que es muy útil atenerse
a la norma que uno se haya fijado al comienzo. A algunos puede
resultarles fastidioso tener que mantener cotidianamente este diálogo
que, en determinados días, les parece que no les supone provecho
alguno. Pero, al igual que en la oración, también en este punto es
preciso perseverar en la fe.
* * *
Hay ejercitantes que se preguntan si, cuando se hacen los
Ejercicios en grupo, no resultarle útil mantener reuniones en las que
se comparta y se dialogue en un clima de fraternidad. Por la
experiencia personal que yo tengo al respecto, soy más bien contrario
a este modo de proceder, sobre todo si los Ejercicios buscan un
objetivo concreto, como es, por ejemplo, }a elección de «estado de
vida». Por lo demás, tanto en este caso como en otros muchos, la
experiencia comunicada por otros tiene el peligro de interferir y
obstaculizar la propia dinámica personal, sobre todo cuando uno no
está aun muy seguro de si mismo.
De todos modos, ya sea que este diálogo se haga durante los
Ejercicios—lo cual es preferible—o después de éstos, con los amigos
o con la propia comunidad, parece conveniente hacer algunas
observaciones al respecto.
En primer lugar, es preciso que cuantos participen en el dialogo lo
hagan espontáneamente; pero no conviene que haya «oyentes por
libre» u observadores únicamente interesados en ver qué es lo que
ocurre. Este dialogo ha de ser un ejercicio espiritual en el que, como
en la oración, cada cual se compromete tal como es.
Para «recibir» lo que dice el otro y comunicar los propios
pensamientos, no estará de más que, antes de comenzar, se centre
uno en el silencio de la oración. Un silencio fecundo, lleno de esa fe
que tenemos en el Espíritu que inspira a unos y a otros. Esto es una
condición ineludible para un buen dialogo.
En segundo lugar, si a lo largo del diálogo siente alguien la
necesidad de hacer una observación o una pregunta, deberá hacerla
a partir del mencionado silencio, y no para oponerse o para discutir,
sino para «recibir» mejor lo que dice el otro o para permitirle que se
exprese mejor.
Este tipo de dialogo no es para sacar conclusiones ni para hacer
ningún balance. No se trata de juzgarse a si mismo ni a los demás,
sino de aceptarse mutuamente, con la dinámica que el Espíritu suscita
en cada cual. La finalidad de este dialogo no consiste en hacerse con
un «capital» espiritual del que poder hacer uso en lo sucesivo, sino en
aceptarnos tal como somos. Esta experiencia, que se hace por sí
misma y que es incomunicable en el fondo, cambia nuestro modo de
vivir nuestras relaciones ordinarias y nos sitúa en el plano de la fe. Al
igual que ocurre tras la participación eucarística, la vida sigue siendo
la misma, pero ya no se ven las cosas de la misma manera.
Y añadamos un ultimo consejo: conviene que el grupo no exceda
de siete u ocho personas. Un grupo más numeroso tiene el peligro de
no permitir que todo el mundo se exprese cómoda y libremente.
También puede suceder que los mas habituados a hablar
monopolicen el uso de la palabra y que el diálogo, en lugar de ser una
puesta en común, se convierta en una discusión ideológica. Si se
hace, todo el mundo debe estar en situación de igualdad.
* * *
Al concluir este apartado sobre el «acompañamiento», no estará
de más subrayar la ayuda que este libro puede aportar a quien se vea
inclinado a hacer sus Ejercicios totalmente a solas; sin nadie que le
acompañe. Como es de suponer que tenga una suficiente experiencia
de la vida espiritual, deberá conservar su libertad respecto de los
consejos y, sobre todo, los textos que en este libro se proponen.
Tiene una inmejorable oportunidad de escoger los que mas le
atraigan. Personalmente, cuando yo he hecho los Ejercicios a solas,
he recurrido al Éxodo, a los Salmos, a ciertos textos litúrgicos, a San
Juan, al Cantar de los Cantares y a otros libros de la Escritura. En
estos casos, el presente libro sirve únicamente de instrumento de
verificación de la experiencia.
La regla consiste en no ser esclavo de ninguna fórmula. «He dado
unos Ejercicios del mismo modo que los da usted», me ha dicho más
de uno, «y la cosa no ha funcionado...» «No me extraña nada», he
respondido. «Es señal de que lo que yo le he dicho, y usted ha
recibido de mi, no le ha servido para ser más usted mismo»
* * * * *
3. EL ESFUERZO ESPIRITUAL
ORA/ESFUERZO-ESPA: Si hay una razón que justifique el
«acompañamiento», es que la «aventura» que se propone en los
Ejercicios no puede vivirse sin realizar un esfuerzo. Eso sí, no se trata
de cualquier esfuerzo. Son muchos los que se dejan engañar por su
misma generosidad. Imaginan que todo puede lograrse a base de
voluntad y se lanzan a tumba abierta a la oración, pero sin haber
sopesado previamente sus posibilidades y sin el más mínimo sentido
del discernimiento.
Ahora bien, precisamente las largas horas de oración y el absoluto
silencio en que nos sumergimos hacen que en el espíritu surjan
pensamientos o «mociones» de los que anteriormente no teníamos ni
idea. La soledad desempeña aquí el papel de «reveladora». A partir
de ella, toda nuestra «madeja» interior se desembrolla y se vuelve a
embrollar. En nuestras confusiones y distracciones, en el despertar de
nuestros deseos, ¿qué cosas son reacciones psicológicas y qué
cosas son el inicio de una moción espiritual? Todo se da al mismo
tiempo. Cada cual revela lo mas profundo de su propio ser, de lo cual
no tenia la menor idea en su vida ordinaria.
Muchos dicen: «hay que orar la propia vida» ¿Y qué es esa vida de
la que pretenden hacer oración? ¿Significa ir a Dios el llevar a la
oración las propias decepciones, las propias amarguras, las propias
críticas y los propios juicios sobre los demás? Por alguna parte hay
que empezar. Digamos, al menos, que orar la propia vida es
ofrecerse, con toda la propia complejidad humana, para que Dios la
purifique y la ilumine. O digamos, con san Ignacio, que es «pedir
gracia a Dios nuestro Señor para que todas mis intenciones, acciones
y operaciones sean puramente ordenadas en servicio y alabanza de
su divina Majestad» [EE, 46]. Entonces comienza el verdadero
esfuerzo espiritual.
No basta con quedarse al nivel del acontecimiento o de la reacción
provocada por éste. He de descender a lo más profundo de mí para
captarme en mi capacidad de ser y de amar y, al mismo tiempo, he de
pedir al Espíritu que penetre en esa mi profundidad y cree en ella una
mirada y un corazón nuevos. Lo que de mí depende no es cambiar a
voluntad, sino suplicar: «¡Crea en mi, oh Dios, un corazón puro!» La
vida a la que yo aspiro es creación del Espíritu. Por eso, mediante un
acto de verdadera libertad, debo entrar en ese lugar secreto del
corazón en el que soy yo mismo, sin preocuparme de las miradas de
los demás ni de las fórmulas que deba emplear, con la seguridad de
que Dios ve en lo secreto y ha de darme el don del Espíritu.
La generosidad—una de las palabras más equivocas del lenguaje
espiritual—no consiste en provocar en uno mismo grandes
sentimientos, aunque sea al servicio de las más nobles causas, sino
en aceptar descender a lo más hondo de uno mismo para verse tal
como uno es y presentarse al Señor, a fin de que El realice en uno su
obra. Mi libertad, reconocida como el primer don que Dios me ha
otorgado para permitirme ir a El, se ofrece a la gracia para quedar un
poco más liberada gracias a ésta y, de ese modo, poder ofrecerse
sucesivamente a nuevos progresos.
Hay personas a las que este lenguaje les resulta un tanto curioso y
extraño, y querrían que se les indicaran unos objetivos concretos y
unas determinadas prácticas que realizar. Están esas personas
habituadas a vivir según el pensamiento de otras, e ignoran este
lenguaje de la libertad y la aceptación de sí. Sin embargo, únicamente
en la medida en que una persona desarrolle su propia personalidad,
sobre todo en el terreno de la relación y del amor, podrá ofrecer
asidero a la gracia. Todo está enlazado: la presencia a uno mismo es
condición para la presencia ante Dios, ante los demás y ante la vida.
La preocupación por la vida espiritual no debe llevar a la huida o al
desconocimiento de la naturaleza, so pena de originar los más graves
desastres y desengaños.
Esto es particularmente cierto respecto de la afectividad. El
esfuerzo realizado en la oración supone y pone en movimiento dicha
afectividad. Pero al amor no se accede del mismo modo que se
accede al objeto de la ciencia, porque se dirige a una persona viva, a
la que se conoce gracias a sucesivos acercamientos del corazón.
Desde este punto de vista, es correcto afirmar que quien no entiende
el lenguaje del amor humano difícilmente entenderá el lenguaje del
amor de Dios. Las crisis de la vida religiosa tienen muchas veces su
origen en el desequilibrio de una afectividad retardada o mal
desarrollada.
* * *
En suma, ¿cómo concebir el esfuerzo espiritual? Como huida de la
autocomplacencia y del repliegue en uno mismo. El verdadero
esfuerzo espiritual es aquel por el que una persona intenta salir de si
para apegarse a otra. El placer que entonces acompaña al don de si
o al encuentro con el otro es un placer bueno y querido por Dios.
Pero, si trato de hacer renacer ese placer sin que haya ningún objeto
que lo suscite, estaré cometiendo una impureza. Mi esfuerzo consistirá
en aceptar las necesarias purificaciones que la vida o las dificultades
de ésta le imponen a una afectividad aún vacilante. Y no trataré de
eludirlas, porque a través de ellas voy llegando progresivamente a
amar a Dios y al otro por si mismos. Al igual que sucede con el
crecimiento en el amor, este esfuerzo nunca tiene término.
* * *
EXAMEN-DE-CONCIENCIA: Para favorecer diariamente este
esfuerzo y ayudar al dialogo espiritual que le sirve de garantía, nada
más útil que esa experiencia que la tradición denomina examen de
conciencia, cuya naturaleza hemos deformado o hemos
malinterpretado con demasiada frecuencia. Por supuesto que para
corregirse de un defecto o adquirir un habito, o simplemente para
desarrollar la capacidad de atención, es bueno reservar, a lo largo del
día, unos momentos para detenernos, serenarnos y tomar nota de
nuestros avances y retrocesos. De este modo aprende la mente a
concentrarse en un objeto y a garantizar la continuidad en medio de la
dispersión de la vida. Pero no es preciso ser cristiano para actuar así.
También ha habido paganos y sabios en la antigüedad que hicieron
este tipo de examen de conciencia. Tal vez tengamos hoy una
excesiva tendencia a desdeñar esta ascesis, porque pensamos que
no es posible buscar a Dios desde una existencia disgregada y
carente de consistencia.
Dicho esto, el ejercicio en el que estamos pensando es otra cosa.
Es un medio para mantenerse a disposición del Espíritu Santo a partir
de lo que uno vive. Es algo relacionado con lo que más arriba
llamábamos la «manifestación de los pensamientos en el dialogo
espiritual». No se trata de analizar ni de replegarse sobre uno
mismo—una especie de narcisismo espiritual—; tampoco se trata de
un esfuerzo voluntarista de que no se nos pase nada por alto, debido
al deseo de una perfección que nadie nos exige, más que nosotros
mismos; se trata de una apertura de todo el ser al soplo de Dios,
desde la certeza de que el Espíritu de Dios no deja de actuar en
nosotros, como no dejó de actuar en Jesús, si nos esforzamos en
prestarle atención. Se trata, pues, ante todo, de un reconocimiento
cotidiano de la presencia de Dios en nosotros mediante su acción.
Hablando del examen, Ignacio lo describe, en primer lugar, como una
acción de gracias. Sólo después podré descubrir mis errores o mis
defectos. Y este descubrimiento se convertirá en una ocasión de
contar con la misericordia de Jesucristo, que es justicia de Dios para
mis pecados y para los del mundo entero (1 Jn 2,2). Nos hallamos,
pues, en las antípodas de lo que podría ser un ejercicio que
condujera a la falta de confianza en uno mismo o al miedo de obrar.
Lo que hace es situarnos en el centro mismo de una libertad que no
deja de crecer delante de Dios. Aun en medio de la banalidad de lo
cotidiano, experimentamos que «en todas las cosas interviene Dios
para bien de los que le aman. (Rm 8,28). La múltiple realidad en la
que nos vemos sumergidos con el correr de los días se unifica cada
vez más gracias a la intención de nuestro corazón, que se renueva y
se purifica en el examen.
Si en esta forma de oración que es el examen presto atención a mi
vida concreta, no es sólo para descubrir los obstáculos que hay en
ésta, sino también para determinar, de entre el abigarrado conjunto
de mis pensamientos, cuáles provienen de mi y cuáles son inspirados
por el buen o el mal espíritu. Concebido de este modo, el examen
forma parte de esa obra de discernimiento que, como dice Pablo,
«nos permite discernir, con un amor cada vez más abundante en
conocimiento perfecto, lo que resulta más conveniente para ser puros
y sin tacha para el Día de Cristo» (cfr. Flp 1,9-10). Como veremos al
final de este libro, este ejercicio cotidiano del examen conviene
vincularlo estrechamente con la «contemplación para alcanzar amor»,
al objeto de que, «enteramente reconociendo, pueda en todo amar y
servir a su divina majestad» [EE, 233]. Ya no se trata únicamente de
una contemplación global de las obras de Dios en el universo, en
Jesucristo y en la Iglesia, sino de la aplicación de esta contemplación
a la obra que realiza en mí para hacerme acceder a la dinámica del
amor.
Es en esta amplia perspectiva como conviene tomar buena nota, y
de una manera muy precisa, de las luces recibidas y las mociones
interiores que las acompañan ¿Por qué no adoptar, ya desde el
comienzo de los Ejercicios, esta perspectiva interior respecto de las
motivaciones profundas que me han movido a hacerlos? ¿Qué era lo
que yo buscaba? Saber lo que quiero, y saber expresármelo a mí
mismo y a un «testigo», puede ser objeto tanto de un examen inicial
como de la primera entrevista con el ejercitador. De este modo
adquiriré, para lo sucesivo, el hábito de hacerme consciente de
cuanto acontece en mi oración y de cuanto la favorece: horario,
fidelidad, atmósfera del día, etcétera. Todo se tiene en cuenta y nada
queda excluido: nerviosismo, inquietudes, distracciones, gozo y paz,
así como el estado de salud física. E igualmente deberé considerar
los problemas que me preocupan, porque hay quienes los descartan
a priori como un obstáculo, mientras que otros desean integrarlos en
su oración. De hecho, el discernimiento se hace a partir de ellos, tras
haberlos objetivado; y se refiere más a mi manera de reaccionar ante
ellos que a la solución de los mismos. Al cabo de algunos días, si se
releen las notas tomadas, se percibirá una dominante. Y si hay que
tomar alguna decisión, el discernimiento ayuda a prepararla
serenamente.
* * *
La naturaleza de este examen, como la de la oración y la de todo
cuanto se refiere a la vida espiritual, sólo se descubre gradualmente.
Quien se apresura en exceso y cree haber comprendido
inmediatamente de lo que se trata, corre el peligro de hallarse
enseguida en un callejón sin salida o de incurrir en esos excesos de
los que tan frecuentemente se acusa al examen: escrúpulos,
narcisismo, intelectualización, mecanización de la vida espiritual...
Nada de esto deberá temer quien no vea en el examen más que un
medio para crecer en la libertad, en la autoconciencia y en la
disponibilidad interior. Quien así lo vea podrá incluso, con absoluta
confianza, aprovecharse de sus errores o de sus pasos en falso,
llegará a descubrir progresivamente su propio método y se mantendrá
espontáneamente fiel al mismo, porque se encontrará a sus anchas
en él. Su misma acción se convertirá en una incesante y simple unión
con Dios.
* * * * *
4. EL ITINERARIO
Antes de emprender la experiencia, digamos unas palabras acerca
del «itinerario», que presentamos como un recorrido de sucesivas
fases. Con ello no pretendemos hacer otra cosa que descubrir la
manera en que Dios se da a conocer a su criatura. La Biblia no es
sino la descripción de esa larga aventura a lo largo de la cual la
humanidad es introducida en el conocimiento de Dios. Y el Éxodo es
el ejemplo más llamativo. En el han descubierto los hombres de
espíritu de todos los tiempos—judios y cristianos—la andadura del
alma y de la humanidad hacia la Tierra Prometida.
En la práctica, lo que descubrimos son los progresivos avances del
bautizado en su crecimiento de fe en Jesucristo: purificación,
iluminación y unión con Dios y con sus hermanos. Son las etapas que
la liturgia de la Iglesia hace seguir al catecúmeno para iniciarlo en el
misterio cristiano. Y no puede haber para nosotros otra andadura
distinta de ésta, que es la que reemprendemos cada año a lo largo de
la Cuaresma, en la que la Iglesia propone a sus fieles unos
verdaderos Ejercicios Espirituales que les renueven en el espíritu del
Bautismo y de Pascua.
Los Ejercicios que proponemos no hacen sino condensar esta
andadura en un tiempo más o menos limitado. Son cuatro semanas,
cada una de las cuales, dice Ignacio, no ha de entenderse que «tenga
de necesidad siete u ocho días en si». [EE, 4]. La duración de cada
una queda a la discreción de los ejercitantes y del ejercitador, según
los frutos que se vea que se recogen.
Ninguna norma es absoluta a priori. La libertad del Espiritu—¡no la
fantasía!—es la ley que rige el empleo del tiempo de que se dispone,
tanto respecto de la materia propuesta como respecto de la manera
de proceder. «Usted, que da tantos Ejercicios a lo largo del año,
¿cómo hace sus propios Ejercicios?., me preguntaron un día unos
seminaristas africanos. Y mi respuesta fue: «De un modo muy distinto
de como digo a los demás que los hagan. Con esta «salida de tono.
pretendía dar a entender que la fidelidad inicial a la normativa
proporcionada por los Ejercicios le permite a uno estructurarse
espiritualmente y hacerse libre respecto del modo de llevar su vida,
sin por ello temer incurrir en una falsa libertad. Quien se somete a su
disciplina puede dejarse guiar por el Espíritu.
Lo que es propio de los Ejercicios, e indudablemente marca la vida
de quien los adopta como guía es el lenguaje de la elección, de la
decisión y de la libertad. La siguiente nota de los Ejercicios revela el
espíritu de su autor: «No... se engendre veneno para quitar la
libertad... de manera que... las obras y libero arbitrio reciban
detrimento alguno, o por nihilo se tengan» [EE, 369]. Lo que
pretenden los Ejercicios es formar una libertad que se recibe de Dios,
se desarrolla, se entrega y se elige para hacerse dócil al Espíritu
Santo. Una libertad que se ejerce en la gracia, según la synergia, que
dirían los griegos: acción común de Dios y del hombre. He ahí su más
valioso beneficio, que volveremos a encontrar, a lo largo de nuestra
vida, en los diversos Ejercicios que podamos hacer. Sin pretender
jamás haber alcanzado esa meta, sabemos que el Espíritu no deja de
renovar a quienes se confían a él para crecer, en la comunidad de
toda la Iglesia, en Cristo Jesús.
* * * * *
Textos con miras a la oración de estos días
1. LUGAR DE LA ORACIÓN:
EL CORAZÓN (Mateo 6, 5-15)
Retírate a un lugar escondido, solo conocido por ti. No pretendas
hacer que te vean y representar un papel o repetir formulas
aprendidas. Siéntate tal cual eres ante tu Padre, que te ve en el
secreto de tu corazón. La oración es un acto de un ser libre, que sabe
ocupar su sitio ante Dios y ante los demás.
2. ACTITUD DE QUIEN COMIENZA:
LA ZARZA ARDIENDO (Éxodo 3, 1-20)
Ante Dios que se te revela como fuego intocable, no pretendas
darle vueltas, ni comprenderlo por ti mismo. Descálzate. A Dios no se
le sorprende; él se revela, como dos personas se presentan
mutuamente. Entonces le conocerás en su misterio, mas allá de todo
lo que eres capaz de expresar, y por él serás revestido de tu misión.
Ve a presentarte al Faraón. Yo seré palabra en tus labios.
3. FE EN LA SUPLICA (Lucas 11, 9-15)
En esta actitud, podrás pedir lo que tu corazón desea. ¿Como va el
Padre a negarte el Espíritu Bueno si tu se lo pides? Porque en
nosotros, que no sabemos lo que hemos de pedir para orar bien, el
Espíritu vierte gemidos inexpresables (Rm 8, 26-27).
Pide el Espíritu y el creará en ti el deseo.
4. RUMIAR INTERIORMENTE LA PALABRA
PD/RUMIARLA: El creyente recuerda la palabra y se la repite a si
mismo: es la memoria del corazón, «escribe mis preceptos en las
tablillas de tu corazón». (Prov 7, 3).
«Yo no he olvidado tu palabra» (Sal 119-118).
El la rumia dentro de si mismo para aprender la Sabiduría y hace
de ella sus delicias: el corazón es lugar de inteligencia (todo el Sal
119-118) 32
Los ejercicios nos invitarán a recordar, a reflexionar, luego a aplicar la
voluntad. Es el ritmo normal de la oración que se aprende en la escuela de
la Escritura. En ella encontramos el gusto de las cosas.
5 ¿A QUIEN COMUNICA DIOS LA SABIDURÍA?
A los que reconocen que él es su fuente (Bar 3 a 4, 4).
A los que la piden: oración de Salomón pidiéndola (Sab 8, 7 a 9).
A los pequeñuelos (Lc 10, 21-22).
A los corazones que se abren: el sembrador (Lc 8, 4-15).
A los que viven en el amor fraterno (Mt 5, 23-24; el Cenáculo: Hech
1, 12-14).
«Cuidado con vuestra manera de escuchar» (Lc 8,18). Los Ejercicios
proponen una manera de disponerse a los dones de Dios.
JEAN
LAPLACE
DIEZ DÍAS DE EJERCICIOS
Guía para una experiencia de la vida en el Espíritu
Sal Terrae, Santander 1987. Págs. 9-32