DIEZ DIAS DE EJERCICIOS 2


Día 1º.
Designio de Dios y respuesta del hombre 
(Principio y fundamento)


PLAN DEL DÍA: 
¿POR DONDE COMENZAR? 

¿Por dónde comenzar? Es imprescindible comenzar por algo. En 
nuestros días, toda elección puede parecer arbitraria. Todo está 
sometido a critica. Todo el mundo discute sobre la actitud de 
arranque para llegar a Dios: desde Dios hacia el mundo, desde el 
mundo hacia Dios... Existe el peligro de que, con el deseo de respetar 
las orientaciones de los demás, perdamos nosotros el tiempo en 
discutir. Pero no se debe perder el tiempo (Rm 13, 11-12). Es preciso 
ir a lo esencial. 
Hay una actitud fundamental, sin la que nada es auténtico en mis 
deseos, mis proyectos, mi acción. Esta actitud se sitúa más acá y más 
allá de nuestras habituales contraposiciones: oración y acción, 
interioridad y exterioridad; más allá también de las discrepancias que 
la existencia establece entre nosotros: las de la profesión, del medio, 
de la cultura... 
Esta actitud es la de la libertad que acepta la existencia. No una 
libertad que elige las cosas según su fantasía, sino la que, consciente 
de sus determinismos y sus limitaciones, se acepta a si misma, 
juntamente con todo el universo, con el amor que le ha dado la 
existencia, sin el cual ninguna libertad puede desarrollarse. 
En esta aceptación hay algo verdaderamente único, como el sí del 
amor que se dan dos personas. Nadie, sino yo mismo, lo puede dar 
en mi lugar. Ni yo puedo darlo si no es bajando a las profundidades 
de mi ser, allá donde me encuentro solo delante de Dios, «allá donde 
el Padre ve en lo secreto». En ese fondo secreto es donde mi 
existencia recibe su unidad, al mismo tiempo que coincido con todos 
los hombres. Allá no puedo excluir nada ni a nadie. 
En esta aceptación comienzo a relativizar las cosas, es decir, a no 
cerrarlas sobre sí mismas como si fuesen absolutas, sino a mirarlas 
en relación con todo lo demás que ha hecho posible su existencia, de 
modo que me es posible recibirlas libremente y servirme de ellas con 
amor. Así llego a descubrir la ley de toda la vida, que es el desarrollo 
de sí misma en intercambio con los demás. Nadie tiene en sí su centro 
ni su fin, ni la humanidad ni el individuo. El hombre no se logra sino en 
relación a los demás. Ser es darse, es comunicación. 
La regeneración y consumación del mundo no puede realizarse si 
no es dentro de la fidelidad a este principio: aceptar, a medida que 
voy viviendo, el descender a las profundidades y a la soledad del ser 
y descubrir desde allí que soy solidario de todos y que he sido 
entregado a mi mismo por Dios. Esto es lo que constituye el valor de 
la vida humana, no la realización de grandes acciones, ni la 
reputación que me rodea, ni la salud, las riquezas, la larga vida, sino, 
en la situación en que me encuentro, en el día de hoy, al que no sé si 
seguirá un mañana, la libertad que se recibe de Dios en el instante en 
que uno se abre al amor. Ahí es donde comienza la plenitud de la 
vida. 
¿Este planteamiento es un sueño? Para dejar de lado la teoría, 
será preciso que deje de centrarme en mi mismo y busque fuera de 
mí la norma para mi vida y mis decisiones. Se hace imprescindible una 
ruptura liberadora que me dé la evidencia vital de la ley evangélica: el 
que pierde su alma, la gana. La ley del amor es la aceptación de la 
muerte. En ese punto todo será sencillo. Pero, al mismo tiempo, esto 
es lo difícil, lo imposible. 
En realidad, este plan sólo Cristo lo ha realizado entre nosotros. 
Por eso es él quien ha operado la transfiguración del mundo y la hace 
posible. El ha vivido su humanidad en la libertad del amor. Todo el 
anhelo de su corazón clama por el cumplimiento de la voluntad del 
Padre. Este deseo le apremia: en él vive y con él muere a su 
existencia humana, que no puede por menos de ser breve por el 
ansia que tenía de que todo se consumase. Pero nos ha dejado su 
Espíritu a fin de que esta obra tan ansiosamente comenzada por él, 
se continúe entre nosotros lentamente a través de los siglos. Toda la 
vida espiritual consiste en lograr que nuestra diminuta vida humana 
tenga esta orientación profunda del corazón de Cristo. Entonces en 
mi, como en él, se continuará la transfiguración de mi ser y del 
mundo.
Para la consumación de esta obra, promulga la ley que él mismo 
ha seguido, la de la renuncia. No el renunciamiento ascético que es 
para privación o desprecio de las cosas. Si él ha hecho las cosas 
¿cómo va luego a exigir su renuncia? Es una apertura al amor que 
pasa por encima de todo. Es lo que san Ignacio, al comienzo de sus 
Ejercicios, expresa de esta manera: «solamente deseando y eligiendo 
lo que más nos conduce para el fin que somos criados». Su expresión 
no hace otra cosa que traducir la exigencia de la vida y del amor. Ven, 
soy yo. Si quieres construir una torre, siéntate primero. Pregúntate si 
has puesto bien los cimientos, de modo que puedas llevar a término 
tu obra (Lc 14, 25-33). 
A estas verdades fundamentales, que son la ley de la existencia, la 
fe les da un nuevo significado. Incluso podemos preguntarnos si al 
margen de la fe nos seguirían apareciendo con tanta claridad. En 
realidad nos conducen a enfrentarnos con el primer plan de Dios 
sobre el hombre: «Dios creo al hombre a su imagen y semejanza». 
¿Cómo podría concebirse al hombre desconectado de aquel que es 
la imagen del Padre? Como hemos sido creados en él, también en él 
hemos de comprender lo que somos. 
La Revelación nos sitúa ante la ley universal, la ley del Amor que 
crea y que se comunica. Así ocurre en el misterio de Dios, Padre, Hijo 
y Espíritu Santo. Así ocurre en Cristo que no vive mas que para su 
Padre. Así en la Iglesia, que no vive sino para Cristo. Así ocurre 
también entre el hombre y la mujer. Asimismo en toda la humanidad. 
La plenitud de un ser, cualquiera que sea, no es posible sino en el 
reconocimiento del otro, en la renunciación radical de sí. Es la nada 
que se abre al todo. 
En eso me encuentro embarcado; y la fe me dice cual va a ser mi 
aventura. A su luz puedo al menos hacerme algunas preguntas, para 
no quedar perdido en el camino. En realidad me basta con una sola. 
En todas las circunstancias que me acontecen ¿permanezco libre 
para amar? En caso negativo, esto quiere decir que me puede el 
temor, la opresión, la irritación, la pereza. Tomo experiencia de mis 
condicionamientos, de mis limitaciones. ¿Acepto al menos concretar 
las cosas que me esclavizan, y luego, sin obcecarme, permanecer 
abierto a la luz? ¿Que saldrá de todo esto? No sé. Pero acepto el no 
saberlo y esperar sin defensas ni ideas preconcebidas. 
A partir de eso, todo es posible, porque ya lo esencial esta sobre el 
tapete. Hay que procurar no evadirse de la realidad, ni de la de este 
mundo, ni de la nuestra. Quizás queréis que las cosas sean de 
manera distinta de como son. Quisierais ser distinto del que sois. Para 
cambiaros y para cambiarlas a ellas, empezad por aceptar lo que es. 
Esta realidad comenzará por manifestarse como relativa, es decir, que 
recibirá sentido de otra realidad. Entonces comenzaréis a marchar sin 
temor, porque habréis comenzado a saber que sois libres para amar a 
partir de lo que ahora existe. 
Ya lo ves, no se trata de negar nada, sea lo que sea, de tu vida ni 
de tus ordinarias ocupaciones o atenciones, sino de descender un 
poco más en esas profundidades, donde encuentres al amor creador. 

—Pero lo que estás proponiendo de entrada ¡es la perfección! 
—Ciertamente, pero como en semilla. Todo está encerrado en este 
punto de partida, pero es preciso dejar que sea sembrado en la 
experiencia, para comprender todo lo que contiene. Todo queda 
presentado de golpe, pero todo queda por hacer. 
En todas las edades de la vida, puedo tornar a este fundamento. 
Su verdad adquiere cada vez mayor valor por la experiencia que va 
creciendo y asimilándose. Yo retorno cada día a este mismo punto de 
partida y cada vez lo redescubro nuevamente. 
Cuando haya llegado a esa cumbre de perfección, aún habré de 
renunciar a la satisfacción que eso me produzca, no sea que pierda el 
equilibrio a que creo haber llegado. Es un equilibrio que no se 
conserva más que avanzando. Quien se para a contemplarse, cae. No 
me será posible seguir ganando, si no es perdiendo aun más. 
Estas verdades piden que se las rumie. A partir del momento en 
que no eran más que un simple objeto de consideración o de 
discusión, una vez que penetran en el corazón, se hacen inagotables. 
Entonces todo cambia y todo se hace posible. La vida comienza a 
circular, y es la vida del Espíritu Santo que «No sabes de dónde viene 
ni adónde va. (Jn 3, 8). Sólo sabes que está presente y te impulsa. 


PARA LA ORACIÓN DE ESTE DÍA

Cada uno de los textos, brevemente comentado, esclarece uno de los 
aspectos de la orientación que ha de tener la meditación del día. La variedad 
permite escoger el que parezca que se adapta mejor a las necesidades de 
cada uno. 
Antes de entrar en la meditación, conviene precisar cuál se elige, para 
saber por dónde comenzar. No hay que preocuparse de los otros, si uno 
encuentra lo que busca. Los otros, si hay necesidad, pueden servir de 
lectura, a lo largo del día, siempre que no se olvide aquello de que «no el 
mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas 
internamente» [2]. 

1. LA PRESENCIA ACTUAL Y CREADORA DE DIOS
/Sal/138-139: Yahvé: tu me has examinado y me conoces... 

Ese Dios a quien buscamos «no esta lejos de cada uno de 
nosotros. (Hech 17, 22-31). Es más íntimo a mi que yo mismo, en el 
fondo de toda actividad, dándome el ser, el querer y el obrar (vv. 1-6). 

Cuanto mas desciendo a las profundidades de mi ser, más 
descubro al Espíritu, que abarca de un extremo al otro del mundo, sin 
que nada se le oculte (Sab 7, 22-8, 1), ni aun las tinieblas ni el 
pecado. 
Dios, que en cada instante me regala mi ser, me relaciona con 
todos los seres del universo (vv. 7-12). A todos nos relaciona en el 
amor. Porque si nos ha creado, ha sido por amor: «si tú hubieras 
odiado alguna cosa, no la habrías formado». (Sab 11, 21-12, 2). Me 
siento superado por este amor, que no cesa de crearme y que es mi 
realidad misma (vv. 13-18). 
Este amor, en que descubro que existo, lo quiero íntegro. Que no 
sea yo de aquellos que «no estiman en nada tus pensamientos» y 
que quieren «servir a dos señores. (Mt 6, 24; vv. 19-22). 
Además, con la libertad que he recibido de Dios, doy mi 
consentimiento a la existencia. Quisiera hallarme totalmente 
disponible ante ti, como la Virgen cuando pronunció su «fiat» (vv. 
23-24). 

Este salmo es un punto de partida y constituye toda una actitud 
espiritual, la de la criatura ante su creador. Para hacer nuestra esta actitud, 
nada tan provechoso como leerlo y releerlo y aprenderlo de memoria, de 
forma que acabemos como creándolo de nuevo en nosotros. 


2. LA GÉNESIS DEL UNIVERSO Y DEL HOMBRE 
Génesis 1 y 2

Si escogemos estos dos capítulos como ayuda para nuestra meditación, 
lo importante es formar en nosotros, bajo el impulso del Espíritu, las 
actitudes fundamentales que implican. 

—Primeramente el universo.
Todo él es obra de su Palabra y de su amor.
Su palabra, que no retorna jamas a aquel que la pronuncia sin 
haber producido su efecto (Is 50, 10-11) y que «recrea el corazón» de 
quien se fía de ella (Sal 51-50, 12). «Si tuvieseis fe, diríais a esta 
montaña.... »(Mt 21, 18-22). 
Su amor no quiere el mal, sino la vida de lo que ha creado. Como 
si el universo, contemplado con fe, fuese una invitación a alabar y 
reconocer a Dios. Los libros de la Sabiduría y de los Salmos 
desarrollan esta invitación, por ejemplo: Prov 8; Eclo 42, 15 a 43; 39, 
12-35; Sal 103 y 104; Job 38 a 42. 
Este universo no es mas que el comienzo de la obra. Vendrán una 
tierra nueva y unos cielos nuevos (Ap 21)... 

—El hombre en el centro del universo.
Este universo ha sido entregado al hombre, imagen de Dios, para 
que ejercite en él su libertad y, transformándole, se haga colaborador 
de Dios. Especialmente, como Dios, cuya unidad no es soledad, sino 
reconocimiento mutuo en el amor, así el hombre no llega a ser éI 
mismo mas que si se reconoce «hombre y mujer»; no cerrándose 
sobre si mismo. 
El Génesis sólo presenta algunos puntos de partida. El resto de la 
Escritura, sobre todo la venida de aquel que es imagen del Padre—el 
Verbo hecho carne—revelará lo que permanecía escondido. El 
hombre no se reconoce sino en Cristo «en quien somos 
transformados en esta imagen, cada vez más gloriosa» (2 Cor 3, 
18-4, 6) y en quien nos convertimos en un Hombre nuevo que se 
encamina hacia el verdadero conocimiento, renovándose a imagen de 
su creador. (Col 3, 10-11). 

Puede que estos textos sean tan conocidos, que resulte innecesario 
volver a leerlos. Entonces hay que cerrar el Iibro y dejarse impregnar por la 
realidad que ellos sugieren. Si se leen de nuevo, ha de ser con fe, no 
simplemente con un conocimiento visual. Son una invitación a leer el 
universo y la humanidad, como Dios nos ha revelado que él los ve, sin 
desesperar de su obra, a pesar del mal que hay en ella. 
Esta lectura no puede fundamentarse sino en la fe del creyente. Por eso 
tiene su natural continuación en los salmos de alabanza y de adoración. 


3. LA REVELACIÓN DEL MISTERIO

Estas verdades fundamentales pueden profundizarse bajo diversos 
aspectos. Hay bastantes textos que pueden ayudar para ello. Los mejores 
son los que cada uno descubra por sí mismo. Ponemos a continuación 
algunos que hacen referencia a algunos de los puntos de vista de este 
Fundamento. 
Cada uno de ellos hemos de tomarlo como una pavesa encendida de la 
experiencia espiritual realizada por los apóstoles, Juan o Pablo. Pidamos 
también nosotros que se nos dé acceso a esta experiencia, según la 
medida del don del Espíritu. 

El designio de Dios: el Misterio de Cristo (Efesios 1)
Este himno de bendición explícita lo que contiene en germen la 
obra de los seis días: el acceso de todos los hombres, por Cristo, a la 
filiación divina. El plan salvífico, que se realiza a través de todos los 
siglos y que reúne en el amor a los seres visibles e invisibles, se 
realiza en cada uno de nosotros por la Palabra que hemos recibido y 
por el Espíritu que se ha derramado en nuestros corazones. Dios 
abre los ojos de nuestro corazón para que veamos la grandeza 
extraordinaria de nuestro destino y para que midamos qué esperanza 
nos aguarda. 

Nuestra vida en el Espíritu (Juan 14)
Otra manera de penetrar el misterio de nuestro destino divino: el 
don de Dios que es el Espíritu Santo y que se nos da por el Hijo. Hay 
una presencia mas extraordinaria aún que la del Verbo hecho carne 
que se hace visible a los hombres. Es la que realiza el Señor 
mediante el don de su Espíritu. Presencia permanente que nos 
ilumina con la verdad y que nos hace entrar mas aún en la intimidad 
de Dios. Se realiza en el corazón que llega a hacerse semejante a 
Dios mediante la asidua guarda de los mandamientos y produce una 
paz de la que el mundo no tiene idea. 

La vida en la libertad de los hijos de Dios (Romanos 8)
Existe aún otro aspecto de nuestra vida en el Espíritu, es el de la 
liberación. Conocemos los sufrimientos del tiempo presente, pero por 
el Espíritu que da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos, 
sabemos perfectamente adónde nos conducen. La redención nuestra 
y del universo se realiza mediante los gemidos de nuestra espera. Por 
eso podemos trabajar con esperanza en la actualidad. Dios colabora 
en todo con los que le aman, para conducirlos a realizar la imagen 
perfecta de él. Incluso las tribulaciones del mundo presente, con todo 
lo que hay de hostil en el universo, la tribulación, la angustia, la 
muerte, no pueden separarnos del amor de Dios que se manifiesta en 
nosotros por Cristo. 

Dios en la realidad del amor (/1Jn/04/07-16)
La experiencia que tenemos acá abajo del amor constituye para 
nosotros a la vez el comienzo de nuestro conocimiento de Dios y su 
última manifestación: cualquiera que ama ha nacido de Dios y conoce 
a Dios. Como dice Juan en el capítulo segundo de esta misma carta, 
el mandamiento nuevo del amor fraterno es semejante al 
mandamiento antiguo recibido desde el principio, según el cual el 
hombre debía amar a su semejante como a si mismo. En la realidad 
de este amor se contacta con la realidad de Dios, porque Dios es 
amor. Si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en 
nosotros y su amor en nosotros es perfecto. 
Nada se puede decir sobre Dios, sino que es el Amor, es decir, 
gratuidad, iniciativa, intercambio. Dios es el primero en amar, es decir, 
que crea y rehace lo destruido, a fin de que en su Cristo los hombres 
participen de su Espíritu, y para que en el amor en que viven 
conozcan que Dios existe. Esto no se realiza mediante un amor que 
por voluntad nuestra logremos que brote de nuestro interior, sino 
mediante aquel amor con que Dios se ama y nos ama a nosotros y 
nos lo comunica. 
La comunidad fraterna en la Iglesia es el lugar privilegiado de esta 
presencia de Dios amor. En ella y a partir de ella el amor se expande 
entre los hombres y asciende al Padre. Todavía hay que añadir con 
san Juan que «el Espíritu sopla donde quiere». (Jn 3, 8). 

Los dos estados de nuestro destino (/1Jn/03/01-03)
Este estado de hijos de Dios, que nos separa de un mundo 
cerrado sobre sí mismo y que no quiere vivir más que de sí, lo vivimos 
nosotros de dos maneras: en realidad y en esperanza «Ya desde 
ahora., nosotros somos realmente hijos de Dios, pero esta realidad no 
es poseída más que en sacramento: lo que llegaremos a ser, todavía 
no se manifiesta. En el tiempo en que estamos, vamos realizando 
nuestra educación en la fe. 
Pero «sabemos», con la certeza que produce en nosotros la 
unción del Espíritu (1 Jn 2, 27) y que es más segura que los datos de 
nuestros sentidos y los razonamientos de nuestra inteligencia, que 
llegaremos a parecernos perfectamente a el, «cuando El aparezca». 
Al verle nos transformará en El. Entonces se realizará el perfecto 
conocimiento: conoceré como soy conocido (I Cor 13, 12) 
Ahí está el secreto de toda perfección humana: la esperanza de la 
total transfiguración fundada en él. Entonces aparecerá el sentido 
que tiene nuestra creación, a imagen de nuestro creador. 

La meditación de nuestro destino, cualquiera que sea el texto que se haya 
seleccionado, se desarrolla en un íntimo diálogo «como un amigo habla a 
otro» [54]. En último término se nutre de la oración del Oficio o de los 
Salmos: una palabra, un versículo, una frase bastan para saborear mejor a 
lo largo del día lo que la meditación me hace comprender. Así, la palabra de 
Dios se hace en mí carne y vida. 


4. LA DISPOSICIÓN DEL CORAZÓN

Presiento adónde me lleva la meditación de este día: Ama a aquel 
que te ha creado (Eclo 7, 30). 
Me lleva a «desear y elegir solamente lo que mas conduce al fin 
para que somos criados» [23]. Puesto que se trata de una 
transformación total de la persona, sólo puedo ofrecerme a ella, con 
el rigor del ideal evangélico, y con la prudencia de quien se pregunta 
a sí mismo si va a tener recursos para salir bien con su empresa (Lc 
14, 25-33). 
Se puede acabar esta meditación con el Salmo 40-39: Has 
multiplicado en nosotros tus maravillas. No has querido sacrificios. Yo 
dije: he aquí que vengo a hacer tu voluntad. Me he gozado en tu ley 
desde el fondo de mis entrañas. Que tu amor me guarde. 

Este primer día nos puede dar alguna idea de la manera de utilizar la 
Escritura en la meditación. Lo esencial es tratar de desarrollar la actitud que 
hemos dicho que es el objetivo del presente día. Cada uno elige los textos 
que se acomoden mejor al fin que se propone, y si allá encuentra lo que 
desea, no se preocupe de buscar otros. 


DISCERNIMIENTO AL FIN 
DE LA JORNADA

Terminado el primer día, hace falta saber pasar a la página 
siguiente, tomando nota previamente de los resultados. Después de 
recorrido el camino hay que pararse a contemplarlo; no por mero 
placer de analizar, ni para desanimarse, sino para sacar provecho de 
todo, hasta de los errores. 
Un punto que conviene examinar es la calidad del silencio. Cuando 
uno no llega a conseguir un silencio total, y sobre todo sosegado, hay 
motivo para dudar si se está maduro para la experiencia que se ha 
acometido. La tensión y el nerviosismo —sin contar la fatiga propia 
del primer día—nunca son buen síntoma. Si se las analiza, estas 
situaciones revelan obstáculos que nosotros oponemos a la acción 
del Espíritu. En este caso es preciso saber cambiar el sistema. Por 
ejemplo, quien pretenda ser muy estricto, tiene que aceptar cierta 
relajación. Es mejor hacer menos, pero con alegría, que hacer más a 
contrapelo. 
ORA/PERSEVERANCIA: La sumisión a la hora de oración me 
enseña a no buscar en la meditación los sentimientos o las ideas, sino 
la fidelidad y el deseo. Recíbeme contigo para gloria de tu Padre. Los 
Ejercicios nos impulsaran a dirigir a Jesús esta súplica, cuando 
lleguemos a la cumbre que es la meditación de las Banderas. Pero tal 
súplica está ya en germen desde el principio. Lo mismo si salgo 
contento de la hora transcurrida, como si tengo la impresión de haber 
perdido el tiempo. Ni debo crecerme por lo uno ni desanimarme por lo 
otro. Sin tomar ninguna decisión con motivo de mi dureza, mi 
sequedad o mis distracciones, seguir adelante sin turbación. Yo voy a 
la oración por Dios, esperando de él el resultado, de cualquier 
manera y en cualquier momento que se me otorgue, esperarlo. 
Hay el peligro de huir de la experiencia distrayéndose, disertando. 
Es éste un procedimiento muy sutil: consiste en acomodarse. Así se 
evita arrostrar las exigencias de la oración, leyendo libros espirituales 
o con pensamientos brillantes y generosos, pero que no vienen a 
cuento. Se toman muchas notas y luego se desarrollan las ideas. Así 
se deja de lado la obra del Espíritu Santo para entregarse a un 
trabajo personal. En eso uno se busca a sí mismo en lugar de 
perderse. Es útil sorprender en uno mismo el comienzo de esta 
tentación. Se presenta además, generalmente, acompañada de cierta 
sequedad en la oración, o de cierto nerviosismo. 
La entrada concreta en la vida de fe es de esta otra manera. La 
oración es una experiencia donde yo experimento lo que soy y el 
grado de gracia que Dios me concede. «Otro.—el Espíritu—me 
conduce y yo trato de someterme a su acción, siempre imprevisible. El 
examen de conciencia, desde entonces, se convierte en «gratitud» a 
la acción de Dios en medio de mis días. Así puedo hacerlo desde este 
atardecer. En adelante seguiré haciéndolo así. 
Hay otra manera de someterse a la acción del Espíritu Santo. He 
venido a Ejercicios con los problemas de mi vida y mis dificultades. El 
entregarme al tema de mi meditación me obliga, no a ignorarlos o a 
huir de ellos, pero sí a ponerlos en el lugar que les corresponde, de 
tal modo que la oración, purificando e iluminando mi corazón, me 
conduzca a una situación desde la que los juzgue con más verdad y 
sienta en qué sentido me inclina Dios. Esto se producirá en el 
momento que disponga Dios, no en el que yo decida. 
Poco a poco descubro dónde está la generosidad. No consiste en 
que rápidamente consiga yo por mi esfuerzo el resultado apetecido, 
sobre todo tal como lo imagino. Consiste en volver a comenzar 
continuamente el camino, con confianza creciente. Es necesario 
luchar para concentrar mi atención, pero sin brusquedad: se impone 
la tranquilidad de espíritu para entrar en la oración... 
Continuamente me veo obligado a navegar entre dos escollos. El 
primero es el de la pura espontaneidad. Soy juguete de mis impulsos, 
de los remolinos de mi sensibilidad o de la acción de los juicios de los 
demás o de lo que supongo que juzgan. Es ésta una falsa autonomía. 
El segundo escollo es el inverso del primero, es el de la pura 
voluntad. Deseo conseguir, pero nunca me encuentro a gusto. 
Pasado algún tiempo, ya no puedo mas, me desanimo y lo mando 
todo a paseo. En vez de empeñarme en conseguir las cosas cueste lo 
que cueste, y en la actitud de mayor tensión, haría mejor si me 
relajara y durmiese. Dios cuidará «a su amado que duerme». (Sal 
127-126, 2). 
Estas observaciones, hechas en presencia de las diversas 
reacciones, insinúan un diálogo espiritual. No espero que el director 
me diga lo que tengo que hacer, sino, expresándome ante él, espero 
que me ayude a interpretar estos impulsos que comienzo a sentir o 
a... no sentir. Se presenta entonces este diálogo como una lenta 
formación en la docilidad al Espíritu, en la plena libertad que busca 
abrirse a la gracia. 

JEAN LAPLACE
DIEZ DÍAS DE EJERCICIOS
Guía para una experiencia de la vida en el Espíritu
Sal Terrae, Santander 1987. Págs. 33-43