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   CAPÍTULOS III

LA ORACIÓN CRISTIANA HOY

 

Carta pastoral de los obispos españoles de Pamplona-Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria

CUARESMA-PASCUA DE RESURRECCIÓN DE 1999

(CONTINUACIÓN)

IV. Recuperar la oración

Hay quienes llevan mucho tiempo sin relacionarse con Dios. No saben cómo hacerlo. Han olvidado casi por completo las oraciones que aprendieron de niños y tampoco aciertan a dirigirse a Dios de forma espontánea. Sin embargo, han sentido tal vez en más de una ocasión deseos de gritarle a Dios su pena y sus miedos, o de expresarle su alegría y agradecimiento. ¿Qué puede hacer uno cuando lleva muchos años sin rezar y desea volver a encontrarse con Dios?

 

Despertar el deseo de Dios

Hay quienes no sienten necesidad alguna de Dios. Se bastan a sí mismos. No necesitan ninguna otra luz o esperanza. Desde esta actitud no es posible caminar al encuentro con Dios. Para recuperar la oración, lo primero es despertar el deseo de Dios.

Escuchar el deseo

«Mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo» (Sal 42, 2-3). El primer paso hacia la oración es el deseo de Dios. Un deseo a veces confuso, oculto tal vez tras otro tipo de experiencias: vacío interior, existencia superficial, inutilidad de una vida agitada. Un deseo débil, quizá, o poderoso. Poco importa. Ese deseo es ya una oración en germen. Si se despierta, la persona está ya orando. Mejor dicho, está orando en ella, el Espíritu.

Orar no es más que prestar atención a ese «gemido del Espiritu» que habita en nosotros. No apagarlo, sino acogerlo. Algunos días, parecerá que el deseo está muerto para siempre. Otros, parecerá brotar de nuevo. Es importante acoger esa llamada: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa» (Ap 3, 20). Abrir la puerta significa no caminar solo por la vida, sino dejarse acompañar por esa presencia misteriosa; no encerrarse en la propia autosuficiencia, sino abrirse confiadamente a Dios.

La importancia del corazón

Siempre se ha considerado el «corazón», en su sentido bíblico, como el lugar de la oración. El corazón es lo más íntimo de la persona, la raíz de nuestro ser, la sede de la libertad. No se ora con la inteligencia ni con la memoria o la sensibilidad. La persona ora a Dios con el corazón, y Dios «le habla al corazón» (Os 2, 16). Para orar es necesario despertar el corazón, si es que está dormido, porque vivimos en la periferia de nuestro ser, movidos sólo por lo exterior u ocupados siempre por actividades, razonamientos e impresiones superficiales. Éstas han de ser nuestras primeras palabras a Dios: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro» (Sal 51, 12). «Te busco de todo corazón» (Sal 119, 10).

 

Reconocer la presencia de Dios

Para recuperar la oración no se necesita hablar mucho a Dios. Bastan unas pocas palabras repetidas una y otra vez, despacio y con fe. Lo importante y decisivo es escuchar y reconocer su presencia inconfundible.

Reconocer la presencia

Para abrirse a Dios en la oración es necesario reconocer su presencia. Una presencia que reclama nuestra libertad, despierta en nosotros la confianza y nos invita a la adhesión. Lo importante no es el razonamiento o la explicación, sino el reconocimiento y la acogida. Aceptar a Dios como raíz y sentido de nuestra existencia.

Cuando la persona ha vivido mucho tiempo alejada de Dios y su presencia parece haberse apagado para siempre, la visita de Dios puede producirse de forma muy tenue y débil, pero muy real. Incluso cuando la palabra «Dios» ya no dice apenas nada a la persona porque se ha hecho irreconocible o poco significativa, Dios puede hacerse presente en el corazón humano. Echar de menos un sentido último, preguntarse por el misterio de la existencia, anhelar vida eterna, son formas germinales de oración que pueden desembocar en esa conocida invocación de Carlos de Foucauld: «Si existes, haz que yo te conozca».

Acoger a Dios

La presencia de Dios no es una mas entre otras. Su llamada no puede ser captada como una más. Exige escuchar a Alguien que viene de más allá que nosotros mismos, que supera nuestros deseos, que desborda nuestros planteamientos. Podemos acogerlo o rechazarlo. Dejarlo resbalar una vez más o abrirnos a él.

Acoger a Dios nos lleva inevitablemente a descubrirnos a nosotros mismos con nuestra grandeza y nuestra pequeñez, con nuestro anhelo de infinito y nuestra miseria. Nos lleva también a descubrir nuestra propia interioridad, al comienzo con temor, luego con una confianza grande en quien nos ama sin fin. La acogida se concreta en retirar obstáculos, resistencias y miedos: «Tú no abandonas a los que te buscan» (Sal 9, 11).

 

Algunas disposiciones

De muchas maneras venimos subrayando la necesidad de pasar del alejamiento de Dios al encuentro con él, de la autosuficiencia a la adhesión sincera. Junto a estas actitudes de fondo, se requieren además algunas disposiciones para reavivar la oración.

De la dispersión al recogimiento

Todo aquel que quiera orar ha de recogerse. Sólo la atención interior hace posible el encuentro con Dios. Ni siquiera Dios puede comunicarse con un hombre interiormente distraído. Las cosas tiran de nosotros y las actividades reclaman sin cesar nuestra atención. Atraídos por mil impresiones y dispersos por tanto hacer, podemos terminar viviendo separados de nuestro «centro», sin capacidad de dejar a Dios hacerse presente a nosotros. Sin embargo, nada de todo eso responde plenamente a nuestras aspiraciones ni acalla nuestras preguntas últimas. Nada enciende en nosotros una esperanza definitiva. La oración nos puede ir descubriendo aquello que sentía san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón no hallará sosiego hasta que descanse en ti»,

De la superficialidad a la autenticidad

Pocas veces dice la persona «yo» tan de verdad como cuando habla con Dios. La oración exige presentarme ante Dios tal como soy en realidad. Por eso, es necesario dejar a un lado el «personaje» que trato de ser ante los demás. Liberarme de la superficialidad en la que me he instalado. Ahondar en mi propia verdad. Buscar lo esencial. Así ora el que busca a Dios: «Envía tu luz y tu verdad: que ellas me guíen» (Sal 43, 3).

De la evasión a la disponibilidad

Desde todas las situaciones y en cualquier momento es posible orar. Pero nuestras mejores intenciones se vienen abajo cuando nuestra vida está totalmente desorganizada o es poco auténtica. Hay una manera de vivir en la que Dios no puede entrar por ningún resquicio; faltan momentos de sosiego para pararse ante Dios. Otras veces, la vida está inerte y como vacía. Falta el contacto con las personas, interés por lo que sucede en la vida, solicitud por los demás. Tampoco ahí puede nacer y, sobre todo, crecer una auténtica oración.

 

El acto de dirigirse a Dios

Si no empezara alguna vez a balbucear algunas palabras, el niño no llegaría a hablar. Así sucede también en la oración. A rezar se aprende rezando. Un día hay que comenzar a hablar con Dios. Hay que ponerse a orar.

La invocación dirigida a Dios

El deseo de orar sólo se hace realidad cuando la persona reserva unos minutos para recogerse ante Dios e invocarlo desde el fondo del corazón, a solas, en la intimidad de la propia conciencia. Es ahí donde se abre al misterio de Dios. Esa invocación humilde y sincera, en medio de la inexperiencia, es el mejor camino para hacerse sensible a él.

No se trata sólo de reconocer una presencia, sino de dirigirse a Dios personalmente. Dios ya no es aquel de quien se habla en tercera persona, sino un «Tú» a quien invoco confiado: «A ti, Señor, levanto mi alma; Dios mío, en ti confío» (Sal 25, 1-2). Al principio, es posible sentirse incómodo y extraño. La persona había perdido la costumbre de dirigirse a Dios directamente y ahora no acierta a hablar con él. Es el momento de actuar con la sencillez y la confianza del niño. Siempre se cumplen, de alguna manera, las palabras de Jesús: «Todo el que pide recibe, el que busca encuentra, y al que llama le abren» (Mt 7, 8).

Primeros pasos

Cada uno ha de seguir su propio camino. A alguno le puede ayudar recitar una oración conocida y amada, como el «Padre nuestro» o el «Ave, María», deteniéndose en cada expresión. Hay que ir muy despacio, sin prisas. Sólo así se descubre su sentido y se comienza a saborear la oración. Esto es lo que nutre interiormente. Otro puede acudir a los salmos para rezarlos lentamente, deteniéndose en las frases que encuentran más eco en su corazón. Pronto descubrirá que reflejan sus propios sentimientos, miedos, anhelos y búsqueda de Dios.

Habrá quien se dirija a Dios con expresiones tomadas de los evangelios: «Creo, Señor. Ayuda a mi poca fe» (Mc 9, 24). «Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero» (Jn 21, 17). «Señor, si quieres, puedes limpiarme» (Mt 8, 2). «Dios mío, ten compasión de mí, que soy pecador» (Lc 18, 13). Pronto empezará la persona a hablar a Dios con expresiones propias: «Dios mío, te necesito». «Te doy gracias porque me amas». «Tu fuerza me sostendrá siempre». «Enséñame a vivir». Es conveniente repetir las mismas palabras. Así oraba Jesús y así oran sus discípulos, tanto el principiante como el experimentado.

 

Orar desde la oscuridad

Dios sigue siendo siempre misterio que nos desborda. La presencia de Alguien que, de alguna manera, sigue ausente. Por eso, aprender a rezar es aprender a vivir ante el Misterio que nos trasciende.

El momento de la duda

La verdadera oración introduce siempre algo «nuevo» en la existencia. La vida adquiere una orientación nueva. Todo puede ser dirigido hacia un sentido último. El orante no se siente solo. Una luz nueva le permite descubrir lo esencial, lo que da a la vida su dignidad. Por decirlo en una palabra, el mundo de la fe se hace más vivo y real.

Pero, puede llegar también la duda y la inseguridad: ¿no será todo una ilusión?, ¿no será un hablar en el vacío? Muchos han vivido esta experiencia de la duda y la oscuridad. Jeremías, el profeta que en algún momento expresaba así su confianza total en Dios: «¡Bendito quien confía en el Señor y busca en él su apoyo! Será como un árbol plantado junto al agua, arraigado junto a la corriente; cuando llegue el calor no temerá» (Jr 17, 7-8). En otro momento grita así a Dios: «¡Ay!, ¿serás tú para mí un espejismo, aguas no verdaderas?» (Jr 15, 18).

Gritar desde la oscuridad

¿Se puede seguir orando a Dios cuando uno no se siente seguro de nada, ni siquiera de si cree o no en él? Se puede. Más aún, esa oración en medio de la oscuridad y las dudas es probablemente uno de los mejores caminos para crecer en la verdadera fe. No hemos de olvidar que la fe no está en nuestras seguridades ni en nuestras dudas. Está más allá, en el fondo del corazón humano que nadie conoce, si no es Dios. Lo importante es seguir anhelando su presencia. Como decía santa Teresa de Lisieux: «Seguir allí, a pesar de todo, mirando fijamente a la luz invisible que se oculta a la fe». A Dios se le puede decir todo sin excluir nada. Podemos expresarle nuestras dudas y protesta, nuestro dolor y desesperación, con tal de que sigamos dirigiéndonos a él. Podemos gritarle: «Soy tuyo, sálvame» (Sal 119, 94), sin saber siquiera exactamente qué es lo que queremos decir.

 

CAPÍTULO V  

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