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   CAPÍTULOS IV

V. Reavivar la oración
(continuación)

 

Hay personas que no han abandonado la oración. Siguen rezando las oraciones que aprendieron de niños. El «Padre nuestro» está con frecuencia en sus labios. Rezan a la Virgen, incluso se encomiendan a algún santo. Rezan en horas de apuro y dificultad. También en momentos de alegría y fiesta. Su oración es a veces viva y sentida. Otras, rutinaria y mecánica. ¿Cómo reavivar esta oración?

 

Un hecho frecuente

Antes que nada, hemos de tomar conciencia de una situación bastante generalizada de la que hemos de salir reaccionando con fe y generosidad.

La situación de no pocos

Una vida cristiana vivida fielmente y de manera responsable aviva y alimenta la oración. Pero cuando la oración no acaba de ganar nuestra vida ni logra sacarla de la mediocridad, es fácil rebajar las exigencias de la fe y convertir la oración en práctica mecánica y rutinaria. Es lo que nos sucede con frecuencia: seguimos rezando, pero nuestra oración sigue un camino paralelo a la vida. Y nuestra vida, por su parte, discurre sin escuchar nunca de verdad las llamadas de Dios.

Una decisión necesaria

No hemos de engañarnos. Esa oración no es «el trato con Dios» del que habla santa Teresa de Ávila; esa vida no es seguimiento gozoso de Cristo. Hemos de tomar una decisión. El camino acertado no es recortar la oración, reducirla aún más e incluso eliminarla. Según santa Teresa, sería «el más terrible engaño», pues «dejar la oración es perder el camino». Lo que puede transformar nuestra vida es reavivar nuestra oración, aprender a rezar bien, incluso desde nuestras incoherencias, confiando en la misericordia de Dios y en la acción de su Espíritu.

 

La oración, experiencia de amistad

Por mucho que multipliquemos oraciones y rezos, nuestra oración permanece bloqueada si no es expresión y fuente de una amistad con Dios. Orar, en definitiva, es amar a Dios y sabernos amados por él.

Trato de amistad

La oración es trato de amistad con Dios. Así la llama santa Teresa, pues orar no es otra cosa sino «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama». Conocer y amar cada vez más a Dios revelado en Cristo, y acoger cada vez con más fe y fidelidad ese amor. En la oración la primacía absoluta la tiene el amor. «No está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho». Recordar el amor de Dios, disfrutarlo y agradecerlo. Vivir de ese amor y responder a sus exigencias. Carlos de Foucauld lo dice de forma breve y precisa: «Orar es pensar en Dios, amándolo».

Aprendizaje de la amistad con Dios

Esta oración no es algo complicado. No se trata de hacer arduos ejercicios mentales. Sólo dejarse amar. Según santa Teresa, está al alcance de todos. «No todos son hábiles para pensar; todos lo son para amar». Esta oración se hace con el corazón. Las palabras sólo sirven de soporte para «estar» amando a Dios. Lo importante es aprender a «mirar» a Dios con amor y sabernos «mirados» por él con amor. Rezar cualquier oración o rezo, sintiéndonos bajo esa mirada de Dios. No una mirada inquisitoria, sino de Padre; mirada que crea confianza y amor: «Eres de gran precio a mis ojos, eres valioso y yo te amo» (Is 43, 4). Entonces cualquier oración, aunque no estemos pensando exactamente lo que decimos, es «estar» con Dios. Un «estar» que une, crea comunión, vivifica y hace crecer la fe. No pensemos en experiencias sublimes. Santa Teresa nos advierte con todo realismo que a veces sólo se trata de «querer estar en tan buena compañía».

 

La oración vocal

La oración de la mayoría de las personas es la que llamamos «oración vocal». Una oración hecha con los labios, repitiendo fórmulas casi siempre antiguas y venerables. Una oración que, recitada a veces de forma distraída y aprisa, es, sin embargo, la oración más frecuente y habitual. ¿Cómo rezar estas oraciones?

Importancia de la oración vocal

Se piensa a veces que esta forma de rezar es la oración de los que no son capaces de una oración más elevada. La oración de la gente a la que falta preparación o conocimientos más profundos. Es un error pensar así. La oración vocal no excluye la atención de la mente y el afecto. Al contrario, santa Teresa dice que esta oración requiere «advertencia», darnos cuenta de lo que estamos diciendo, y exige, sobre todo, esa actitud básica de amor a Dios. Por otra parte, es impensable una oración puramente mental o callada, sin que se encarne alguna vez en palabras. Lo que hay en nuestro corazón termina resonando en nuestros labios. Y son precisamente las palabras dichas, susurradas, gritadas o cantadas con la voz y la tonalidad de cada uno, las que nos permiten comunicarnos con Dios de verdad, en cuerpo y alma.

Reavivar nuestros rezos

Todos utilizamos fórmulas heredadas de generaciones anteriores para dirigirnos a Dios. Repetimos los salmos y las plegarias que rezaron creyentes de otros tiempos. Repetimos, sobre todo, el «Padre nuestro», la oración que nos enseñó Jesús. Es bueno ayudarnos con esas palabras para dirigirnos a Dios. Pero no hemos de olvidar que la oración es algo personal. Ningún otro puede orar en mi nombre. Esas palabras las he de hacer mías, si quiero elevar mi corazón a Dios. Detrás de esas fórmulas he de estar yo, con mi súplica o mi alabanza, mi agradecimiento o mi queja.

La mejor manera de «hacer mías» esas oraciones es detenerme alguna vez a recitarlas lentamente, frase a frase, tomando conciencia de lo que digo y saboreando su contenido. No se trata de multiplicar «padrenuestros» y «avemarías» de cualquier manera, sino de comunicarnos con Dios. En otra carta os explicábamos la oración del «Padre nuestro» que Jesús nos dejó a sus discípulos para recitarla cada día (cf. carta pastoral «Al servicio de una fe más viva», Cuaresma-Pascua de Resurrección, 1997, n. 76). Es, sobre todo, esa oración la que hemos. de hacer propia. Primero, esos tres grandes deseos de todo discípulo de Jesús: ¡Que «sea santificado tu nombre», no el mío! ¡Que «venga tu reino», no el nuestro! ¡Que «se haga tu voluntad», no la mía! Y luego, las cuatro grandes peticiones del cristiano: «Danos nuestro pan de cada día», a todos. «prdónanos nuestras ofensas», y ayúdanos a perdonar. «No nos dejes caer en la tentación». «Líbranos del mal», de todo mal. Quien desee ahondar más en el contenido de esta oración esencial para el cristiano encontrará un rico comentario en el Catecismo de la Iglesia católica (nn. 2777-2856).

El signo de la cruz

Desde niños hemos aprendido a trazar sobre nosotros el signo de la cruz. Esa cruz nos recuerda a un Dios cercano, entregado por nosotros. Nos infunde esperanza, nos enseña el camino, nos asegura la victoria final en Cristo resucitado. Pero ese gesto tiene un significado más hondo. Al hacer la cruz desde la frente hasta el pecho y desde el hombro izquierdo hasta el derecho, consagramos nuestra frente, boca y pecho, expresando así el deseo de acoger el misterio de Dios Trinidad en nosotros, de manera que los pensamientos de nuestra mente, las palabras que pronuncie nuestra boca y los sentimientos y deseos que nazcan de nuestro pecho sean los de un creyente que vive desde la confianza total en el Padre, siguiendo fielmente al Hijo encarnado en Jesús, y dejándose inspirar por la acción del Espíritu.

 

Orar desde la vida

Todo lo que es parte de nuestra vida puede ser ocasión de oración. Una alegría o una preocupación, un momento feliz o una desgracia, un éxito o un temor. A Dios nos dirigimos desde lo que estamos viviendo en ese momento. Y es eso precisamente lo que mejor reaviva nuestra oración vocal.

La oración, reflejo de la vida

Orar desde la vida significa hacer de nuestro vivir diario «materia» de oración. Quien reza de manera abstracta o ajena a su vida corre el riesgo de caer en una oración mecánica o rutinaria. Quien, por el contrario, está atento a lo que vive va transformando permanentemente su oración. Todo hombre o mujer ha de orar desde su vida, tal vez llena de preocupaciones, tareas, prisas, cansancios y problemas. No es necesario esperar a que pasen esas dificultades para encontrar un momento más propicio para ponerse en presencia de Dios. La oración que no refleja nuestra vida real es una «oración muerta».

Desde las diversas situaciones

Hay una oración para cada etapa de la vida: para la infancia, para el despertar de la juventud, para la plenitud de la madurez o para el declinar del anciano. Y hay una oración para cada situación y momento. Si nuestra oración se vuelve a veces insustancial y anodina es porque pretendemos rezar siempre de la misma forma aunque nuestra vida vaya pasando por situaciones diferentes. Si prestamos atención a la presencia de Dios en nosotros, pronto captaremos que tiene un carácter peculiar en cada situación: en la nostalgia o la depresión, en la alegría y la paz, en el miedo y la preocupación. No se reza de la misma manera con el corazón triste o con el ánimo sereno, cuando pesa la vida o cuando uno se siente bien, cuando se pide perdón o se implora una gracia. La persona aprende a orar cuando acierta a expresar a Dios su estado de ánimo y comparte con él su vida, incluso si todo va mal. Así lo hacía Job: «Estoy hastiado de la vida: me voy a entregar a las quejas, desahogando la amargura de mi alma. Pediré a Dios: no me condenes, hazme saber qué tienes contra mí» (Jb 10, 1-2).

Este rezar a Dios desde nuestro propio estado de ánimo no es aislarse de los demás, pues en nuestro corazón es donde han de resonar las alegrías y sufrimientos de nuestros hermanos.

 

Lectura del Evangelio

Bastantes cristianos tienen en su casa la Biblia, pero no son muchos los que la abren y leen con cierta frecuencia. Les falta costumbre y preparación. Sin embargo, no hay mejor método para escuchar a Dios y dejarse trabajar por el Espíritu de Cristo que leer la Biblia y, sobre todo, los evangelios. ¿Qué puede hacer un creyente sin preparación, que desea escuchar a Dios a través de la Biblia?

Orientaciones prácticas

Lo primero es detenerse y hacer un poco de silencio antes de abrir el libro. Nos distanciamos de otras voces, impresiones y mensajes, y tomamos conciencia de lo que vamos a hacer: «No voy a leer un libro cualquiera. Voy a escuchar a Dios, voy a acoger el mensaje de Cristo».

Luego se escoge un trozo (conviene empezar por los evangelios) y se lee muy despacio, mucho más que lo habitual. Ya esto nos ayudará a ir captando mejor lo que dice el texto. Las notas e indicaciones de la Biblia nos pueden aclarar el sentido de algunas expresiones. Las frases oscuras o difíciles de interpretar podemos pasarlas por alto, para detenernos sólo en aquello que nos resulta claro. Lo importante no es entenderlo todo, sino escuchar a Dios. Puede ser un método práctico leer durante la semana el trozo del Evangelio que se proclamará en la eucaristía del domingo siguiente.

Escuchar la palabra de Dios

Leído el pequeño trozo por entero (una parábola, un episodio, unas palabras de Jesús), volvemos a leerlo despacio. Pero ahora sólo con un objetivo: escuchar qué me dice a mí Dios. Para ello nos podemos hacer tres tipos de preguntas: «Señor, ¿qué me quieres enseñar a través de este texto?, ¿qué verdades me quieres recordar?, ¿qué aspectos de la vida me iluminas?». Podemos también decir: «Señor, ¿a qué me llamas?, ¿a qué me quieres invitar con este mensaje?, ¿en qué ha de cambiar mi vida?». Por último, podemos decir: «Señor, ¿qué confianza quieres despertar en mi corazón?, ¿qué esperanza quieres despertar en mí con tu palabra?». La vida de quien lee así el Evangelio poco a poco se transforma.

 

Oración sobre la vida

El examen de conciencia está hoy bastante desacreditado. Tal vez porque ha sido practicado a veces cómo un ejercicio culpabilizador que no ayudaba a la persona a crecer en su vida de fe. Sin embargo, se le llame «examen de conciencia», «oración sobre la vida» o «evaluación de la jornada», nadie puede negar que es uno de los medios mejores para vivir en actitud de conversión permanente.

Cada uno ha de encontrar el momento más oportuno (al volver del trabajo, al concluir la jornada, al retirarse a descansar). La actitud no ha de ser la de replegarse sobre sí mismo, sino la de recorrer brevemente el día ante Dios. Lo primero es darle gracias, reconocer lo que recibimos de él diariamente; Dios está muy presente en nuestra vida y es bueno tomar conciencia de cuanto hay de positivo y alentador en nuestro vivir diario. A la luz de ese Dios que nos acompaña, tomamos luego conciencia de nuestra inconsciencia, mediocridad o falta de fe. No se trata de un análisis minucioso y exhaustivo. Basta captar nuestra infidelidad, sabernos perdonados por Dios y escuchar su llamada a una mayor conversión.

 

Meditación cristiana

Cuando se habla de meditación, muchos piensan en algo complicado, sólo al alcance de quienes dominan métodos y técnicas exigentes. Naturalmente, hay muchos caminos y grados en la meditación. Pero básicamente es una actividad sencilla y no hay nadie que no pueda practicarla de alguna manera.

Meditar desde la fe

La meditación cristiana consiste en reflexionar desde la fe con el fin de encontrar luz y fuerza para vivir más de acuerdo con el Evangelio. Dedicar un tiempo a pensar o considerar algún aspecto de la fe, de Jesucristo o de Dios. No es un ejercicio puramente mental. No se trata sólo de pensar, sino de pensar en Alguien a quien se ama. Si todo queda en ideas y pensamientos nuestros, no elevamos nuestro ser hasta Dios. Por eso, aconseja así santa Teresa: «No está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho; y así lo que más os despertare a amar, eso haced». San Ignacio, por su parte, nos advierte que «no el mucho saber harta y satisface el ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente».

Cómo meditar

Cada uno puede encontrar el modo más adecuado para meditar. No hay un método único. Todo puede servir de apoyo a la meditación: la naturaleza contemplada con admiración y agradecimiento; los acontecimientos que se van sucediendo en el mundo; experiencias gozosas o dolorosas que nos «hacen pensar» porque han tocado algo dentro de nosotros; las frases de alguna oración conocida; la lectura reposada de algún libro. Y, sobre todo, la lectura de algún texto bíblico: una parábola, alguna frase de Jesús, algún salmo. Lo importante es salir de nuestra superficialidad habitual y de nuestra dispersión, para acoger alguna luz, escuchar alguna llamada y, sobre todo, tratar «con quien sabemos nos ama».

 

Oraciones diversas

Queremos también decir alguna palabra sobre otras formas de oración que, para no pocos, pueden ser camino para elevar su alma hasta Dios.

Oración mariana

Siempre ha habido en nuestro pueblo una devoción grande y sincera a María. Son bastantes los que, en momentos de especial importancia o dificultad, acuden a ella casi de forma espontánea.

María, antes que nada, ha de ser para nosotros modelo de oración cristiana. Ella nos puede enseñar a buscar y aceptar en la oración la voluntad de Dios, incluso cuando no entendemos nada de lo que nos está ocurriendo: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra» (Lc 1, 38). Ella nos puede iniciar a descubrir en nuestra vida motivos para la alabanza a Dios: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador» (Lc 1, 46-47). De ella aprendemos también a quejarnos al Señor en momentos de oscuridad y búsqueda: «Hijo, ¿por qué hiciste esto con nosotros?» (Lc 2, 48). María nos enseña a orar intercediendo por los necesitados: «Dijo a Jesús: No tienen vino... Haced lo que él os diga» (Jn 2, 3. 5). Ella es modelo de meditación e interiorización del misterio cristiano: «María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19).

También acudimos a María para encontrarnos con Dios. Propiamente, nuestra oración sólo puede dirigirse directamente a Dios o a Jesucristo. Pero la encarnación de Dios en Jesús realizada en María confiere a nuestra relación con ella un carácter propio. María, la Madre de Jesús, es también Madre de quienes somos «hermanos» de Cristo. Por eso, aunque nuestra oración se dirige sólo a Dios y aunque Jesucristo es nuestro único mediador, asociamos en nuestra oración a María, la elegida por el Padre para ser Madre de su Hijo. Podemos invocarla realmente como Madre, Auxiliadora, Socorro. Ella, sin disminuir en nada la mediación de su Hijo, sino recibiéndolo todo del Padre por medio de él, puede interceder maternalmente por nosotros.

La devoción a María en sus múltiples formas (rosario, Ángelus, visitas a santuarios, festividades...), lejos de distanciarnos de Dios o de Cristo, nos atrae hacia su Hijo Jesús y hacia el amor al Padre.

La oración a los santos

Son bastantes los que han suprimido de su vida religiosa la devoción a los santos como una práctica anticuada, hermosa ciertamente, pero impropia de un creyente de nuestros días. ¿Cómo seguir orando hoy a san Antonio, san Francisco o san Ignacio de Loyola? Si uno busca a Dios, ¿para qué acudir a los santos?

La liturgia de la Iglesia nunca se dirige a los santos para que sean fuente de gracia para nosotros, sino que implora su «intercesión» ante Dios: «Rogad por nosotros». Los santos no son mediadores entre Dios y nosotros. Son «amigos de Jesucristo» y «hermanos nuestros» (Lumen gentium, 50). Estamos unidos a ellos en una comunión permanente ante Dios, recibiendo de él la salvación por medio de Cristo. Cuando invocamos a los santos, no los interponemos entre Dios y nosotros, sino que nos dirigimos a Dios intensificando nuestra comunión con ellos. Todo lo recibimos de Dios por medio de Cristo, pero esa «única mediación no excluye, sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente» (ib., 62).

La devoción a un santo concreto tiene su lugar en nuestra vida cristiana sobre todo cuando contribuye a reafirmar nuestro seguimiento a Cristo en algún aspecto concreto de la vida evangélica. ¿Por qué no pedir la intercesión de santa Teresa de Ávila para avanzar en verdadera oración?, ¿por qué no implorar la de san Francisco de Asís para aspirar a una vida más fraterna y pacífica?, ¿por qué no acudir a san Ignacio de Loyola en momentos de discernimiento y conversión, o a san Francisco Javier para acrecentar nuestro espíritu evangelizador?

La intercesión por los difuntos

Nuestra oración por los difuntos se fundamenta también en esa misma comunión de todos en Cristo. Cuando oramos a Dios nos sentimos solidarios con todos los seres humanos, también con los que viven ya en la eternidad de Dios. No se trata de favorecer un culto morboso a los muertos. Tampoco de establecer con ellos una supuesta relación de carácter espiritista. Es vivir con ellos una comunión fraternal, que tiene su origen en ese amor eterno de Dios, que nos abarca a todos y que la muerte no puede destruir.

Esos seres queridos, que fueron parte de nuestra vida, están vivos para Dios. Por eso, los podemos seguir recordando y amando. Nos hicieron bien mientras vivían con nosotros; hoy podemos, desde Dios, agradecerles su amor. Tal vez, nos hicieron daño; hoy podemos expresarles nuestro perdón. Los seguimos amando; podemos pedir por ellos. Es Dios quien hace posible esos lazos y esa comunión real. Nuestro amor está sostenido y animado por su amor eterno y universal.

CAPÍTULO V I 

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