WB01343_.gif (599 bytes)    CAPÍTULOS I y II

LA ORACIÓN CRISTIANA HOY

 

Carta pastoral de los obispos españoles de Pamplona-Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria

CUARESMA-PASCUA DE RESURRECCIÓN DE 1999

(CONTINUACIÓN)

 

III. Hacia una oración renovada

No basta describir la oración cristiana para aprender a rezar. Necesitamos, además, purificar nuestra oración de adherencias extrañas y descubrir de manera renovada nuestro itinerario hacia Dios, respondiendo a las críticas y a las dificultades con que se encuentra hoy quien desea sinceramente dirigirse a él.

La eficacia de la oración

¿Para qué sirve rezar? Ésta es una de las primeras cuestiones del hombre de hoy. ¿Es un recurso útil para hacer más cómoda la vida? ¿Sirve para resolver los problemas? Hemos de detenernos para comprender correctamente dónde está la verdadera eficacia de la oración.

Los frutos de la oración

Pocas cosas se alejan tanto de la verdadera oración como esas burdas plegarias al Espíritu Santo o a la Virgen, que, repetidas un determinado número de veces o publicadas en la prensa, pretenden asegurar de manera casi automática toda clase de venturas. Pero hay modos más sutiles de manipular la oración, «negociando» con Dios la obtención de un favor o buscando en ella un ejercicio para asegurar el equilibrio emocional o síquico.

La oración no es un recurso para resolver problemas ni un remedio para fines terapéuticos. La oración es «eficaz», no porque logra que se cumplan nuestros deseos, sino porque nos hace más humanos y más cristianos. El encuentro con Dios abre nuestro corazón a la escucha sincera de su palabra. Nos centra en él. Nos libera de ese egoísmo desordenado que nos lleva a acaparar las cosas y las personas para someterlas a nuestro propio yo como a su destino último. Nos ayuda a vivir en la verdad manteniendo una actitud lúcida y vigilante en un entorno a veces superficial y frívolo. Nos permite integrar la vida desde una esperanza última. La eficacia de la oración se concreta, sobre todo, en nuestra conversión.

El sentido de la oración de petición

Por eso, hemos de entender bien el sentido de la oración de petición. Nuestras súplicas concretas expresan nuestra necesidad de salvación y nuestra confianza radical en Dios. Pero no le rezamos para que nos ame más y se preocupe con más atención de nosotros o de las personas por las que le pedimos. Dios no puede amarnos más de lo que nos ama. Si oramos es para dejarnos transformar por su gracia y su voluntad salvadora. No es Dios el que tiene que cambiar, sino nosotros. Por eso, no le pedimos una ayuda que supla nuestra actuación. No buscamos que nos sustituya en la solución de nuestros problemas. Lo que le pedimos es saber actuar y vivir desde su gracia, su bondad y verdad. Por eso, el verdadero orante experimenta la cercanía amistosa de Dios de muchas maneras, independientemente de cómo se resuelvan los problemas. Es de san Agustín esta sabia advertencia: «Dios escucha tu llamada, si le buscas a él. No te escucha, si a través de él buscas otra cosa».

La confianza en la Providencia

Por eso, hemos de entender bien la confianza en la Providencia. El cristiano cree en el amor providente de Dios. El Padre no abandona ni se desentiende de aquellos a quienes crea, sino que sostiene su vida con amor fiel, vigilante y creador. No estamos a merced del azar o la fatalidad, sino sostenidos por el amor de un Padre que quiere y busca nuestro bien. Así nos exhorta san Pedro: «Descargad en Dios todo agobio, que a él le interesa vuestro bien» (1 P 5, 7). Pero esto no significa que Dios «intervenga» en nuestra vida como intervienen otras personas o factores. Dios no es uno más. Es el Creador del que nos está llegando el ser y la gracia para que orientemos nuestra existencia hacia el bien. Con esa acción Dios no se entromete en nuestra vida forzando los acontecimientos o eliminando nuestra libertad, sino que respeta nuestras decisiones y la marcha del mundo. Por otra parte, si bien podemos cada uno captar signos del amor providente de Dios en experiencias concretas, su acción permanece siempre inescrutable. Lo que a nosotros hoy nos parece malo, puede ser mañana fuente de bien. Nosotros no somos capaces abarcar la totalidad de la existencia; se nos escapa el sentido final de las cosas; no podemos comprender el menor acontecimiento en sus últimas consecuencias. Todo queda bajo el signo del amor de Dios, que no olvida a ninguna de sus criaturas. Él es el dueño de la vida y el señor del universo y sus leyes. «En él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28). Aunque a nosotros nos resulten inescrutables, él siempre encuentra sus caminos para atender las peticiones de sus hijos e hijas, orientándolo todo hacia el bien concreto y real de cada uno.

Oración y vida

No siempre parece fácil armonizar vida y oración. Se debe probablemente a que tenemos una idea falsa tanto de la vida como de la oración. Pensamos que la vida consiste en estar agitados, realizando muchas actividades, y que la oración consiste en retirarnos de la vida y olvidar lo que se refiere a nuestro prójimo y a su situación humana. Nada más lejos de la realidad.

La oración conduce a la acción

Comencemos por decir que no oramos para cumplir una obligación entre otras ni para ofrecer a Dios una gloria que falta en el resto de nuestra vida. Nuestra oración es expresión y fuente de vida cristiana. Nace de la vida y nos conduce a ella. Es falso oponer oración y vida, como si la oración no perteneciera a la vida. Al contrario, la oración es uno de los momentos fuertes de nuestra vida, un momento culminante de nuestra acción, porque desde la oración alentamos y sostenemos nuestro vivir. El encuentro sincero con Dios centra nuestra vida en «lo único necesario», liberándonos del egoísmo y del poder acaparador de las cosas. Al mismo tiempo, suscita en nosotros energías que difícilmente se despertarían si todo se redujera a lo finito. Por otra parte, nos permite descubrir las raíces profundas de los conflictos y del sufrimiento humano, y nos impide contentarnos con cualquier componenda o justificación evasiva. Al abrirnos al amor del Padre encontramos en él el mejor fundamento para reconocer, amar y servir a los hermanos. Se entiende bien la exhortación de san Pablo: Vivid «perseverantes en la oración, compartiendo las necesidades de los santos, practicando la acogida» (Rm 12, 12-13).

La prueba de toda oración

El que de verdad se comunica con Dios nunca es un «yo» aislado. No puede encontrarse con Dios Padre sin encontrar en él la razón, la fuerza y el fundamento de la fraternidad humana. El aislamiento, la despreocupación de los demás, la competitividad como forma de vida, la indiferencia al dolor humano, hacen imposible la verdadera oración. Por eso, la prueba de toda oración es el amor. La mejor oración es aquella que nos hace amar más. Es impensable el encuentro con el Amor sin que genere una vida de amor. Aunque crea hacer mucha oración, «quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1 Jn 4, 8). La oración necesita el espacio de la vida entera para expresarse como amor. No se ama a ratos y de manera intermitente. Se ama en la oración y en la vida.

¿Con quién hablamos en la oración?

Mucho antes del psicoanálisis, los maéstros de la vida espiritual habían advertido de las trampas y autoengaños en que puede caer la persona que ora. Si queremos orar a Dios con verdad hemos de hacernos la pregunta: ¿qué estamos haciendo realmente cuando rezamos?, ¿con quién estamos hablando cuando pretendemos hablar con Dios en la oración?

No identificar a Dios con nuestros sentimientos

Ciertamente, el Dios a quien nos dirigimos puede ser una prolongación narcisista de nuestro propio yo, una creación de nuestra fantasía que nos permite alimentar diversas ilusiones, un espejo en que reflejamos nuestros autoengaños, una coartada que aligera el peso de la culpa, y muchas cosas más. De ahí la necesidad de purificar la oración buscando el verdadero rostro de Dios.

Lo primero es no confundir a Dios con cualquier cosa. Dios escapa a toda verificación y experiencia inmediata. Nunca entramos en contacto directo con él, sino con nuestras mediaciones. Por ello, no hemos de confundirlo con las representaciones, símbolos o ritos creados por los humanos. Tampoco hemos de identificarlo con nuestros sentimientos y experiencias. Dios no es la paz o el gozo que experimentamos en nuestro interior. Dios «siempre es mayor», está más allá. Siempre caminamos «a tientas» hacia él, iluminados por la Palabra y siguiendo a Jesucristo, «camino que lleva al Padre» (cf. Jn 14, 6). No hemos de caer en la trampa de «fabricarnos» un Dios a nuestro gusto y para uso particular.

Dios no se deja manejar

A Dios se le busca con humildad, sabiendo que en la oración es él quien tiene la iniciativa del encuentro. Iniciativa que exige renunciar a toda actitud en que los importantes seamos nosotros, nuestros deseos y necesidades. Dios no se deja poseer ni manejar a nuestro antojo. Es una equivocación alimentar la «fantasía» de un Dios que está ahí, siempre a mano, como un «seguro» fácil que protege de la dureza y contingencias de la vida. No es así. Un Dios evidente y obvio, confundido con nuestros propios sentimientos y sometido a nuestras necesidades es una ilusión. La actitud del verdadero orante es otra: «Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro» (Sal 27, 8-9). «Mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo» (Sal 42, 2-3).

¿Hacia dónde nos conduce la oración?

Desde una perspectiva psicológica, la oración puede parecer un acto arriesgado: ¿qué hace una persona hablando a alguien a quien no se ve y que no sabemos si oye, y ni siquiera si existe?, ¿qué es lo que diferencia esa oración de la fantasía del que delira? Lo decisivo es averiguar hacia dónde conduce la experiencia de la oración. Quien alimenta su propia fantasía, vive al margen de la realidad, no se enfrenta a ella; se crea su propia realidad porque la otra no le gusta. La oración verdadera, por el contrario, lleva a afrontar la dureza de la vida y, lo que es más importante, a empeñarse en su transformación. Rezar al Dios del Evangelio conduce a vivir evangélicamente incluso asumiendo la cruz.

Esta oración no tiene por qué temer vivenciar a Dios simbólicamente como padre o madre. No tiene por qué quedar despojada de sentimientos y afectos para ser «psicoanalíticamente válida». Porque ama, el orante ensalza a Dios; porque recibe, canta su agradecimiento; porque sufre, grita su queja; porque peca, implora perdón; porque quiere creer, busca su rostro.

Encontrarse con Dios mismo

No hemos de olvidar que orar es decir «sí» a Dios. No es fácil. La dificultad para decir este «sí» a Dios no se disimula ni diluye tras expresiones de confianza. Este asentimiento a Dios exige, antes que nada, encontrarse en la oración con el mismo Dios, el Dios vivo.

En la presencia de Dios

Toda oración verdadera comienza con un «heme aquí, Señor». Los maestros de la vida espiritual lo llamaban «ponerse en presencia de Dios». Se trata de «cambiar de nivel», dejar el mundo de la utilidad y de los intereses para abrirse a la presencia de ese misterio que llamamos Dios. Son muchas las actitudes que pueden obstaculizarnos el encuentro, pero ninguna tanto como la actitud posesiva y el permanecer centrados en nosotros mismos. Cuando la persona es el centro de su relación con Dios, todo lo reduce y degrada a objeto, todo lo subordina a su provecho inmediato. ¿Cómo encontrarse con Dios desde esta actitud? Para entrar en relación con él, la persona tiene que adoptar una postura de disponibilidad y desprendimiento. Con frecuencia, la oración está tan llena de nuestras peticiones, necesidades e intereses que no permitimos entrar a Dios en nuestra existencia. Sólo escuchamos nuestras palabras y nuestro ruido; no escuchamos la voz callada de Dios. Orar exige descentrarnos y abrirnos a su amor.

Con nuestra verdad

La oración exige limpieza de corazón, sinceridad y transparencia. Ninguna relación verdadera puede establecerse entre un yo falso y Dios. Mucho menos, si también nuestra imagen de Dios es falsa. Para adentrarse en la oración es necesario quitarnos las máscaras. ¿Cómo vamos a ir disfrazados al encuentro con Dios? Ante él no necesitamos ocultar nuestras heridas o nuestro desorden. Tampoco tenemos por qué disculparnos de nuestros pecados ni justificar nuestra mediocridad. «Él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos barro» (Sal 103, 14). Desde esa verdad nos abrimos a él: «Señor, tú me sondeas y me conoces» (Sal 139, 1).

Buscar a Dios

Esta sinceridad exige buscar a Dios más allá de métodos, libros, oraciones y fórmulas. Exige, además, buscar a Dios antes que buscar nuestra paz y consuelo. No buscar cosas, sino buscarle a él. Es también esa sinceridad la que nos puede conducir a decir interiormente un «sí» a Dios. Un «si» pequeño, humilde, tal vez minúsculo, que aparentemente no cambia todavía en nada nuestra vida, pero que nos adentra por el camino de la docilidad a Dios: «Indícame el camino que he de seguir, pues levanto mi alma hacia ti» (Sal 143, 8).

Orar en tiempos de increencia

Hay que hacer oración. No sólo hablar de oración. Hay que hacer oración con convicción y deseos renovados de buscar a Dios en estos tiempos en que su presencia parece ocultarse más que nunca. Es precisamente en la oración donde puede crecer y reafirmarse nuestra fe tratando con Dios de nuestros miedos, dudas e inseguridades.

Cuando Dios se oculta

El clima de secularización e indiferencia parece eclipsar hoy la presencia de Dios. El creyente siente hoy el desafío inquietante e interpelador: «¿Dónde está tu Dios?» (Sal 42, 4). La falta de eco social de lo religioso parece debilitar la firmeza de la fe en el interior de las conciencias. El clima social de increencia afecta o condiciona con frecuencia la forma de creer de no pocos, erosionando la seguridad de su adhesión o haciendo vacilar su aprecio de la presencia de Dios en sus vidas.

¿Cómo orar cuando todo parece imponer un «denso silencio de Dios»? Este silencio puede ser escuchado como una invitación a buscarlo con más deseo y verdad. «¿Dónde te escondiste?» es el grito del creyente. Es el momento de revisar imágenes falsas de Dios, purificando nuestra pretensión de entenderlo, explicarlo y dominarlo. Es la hora de perseverar en la oración sufriendo su ausencia, echando en falta su presencie viva, despertando la fe desnuda: «¡Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche!» (san Juan de la Cruz)..

Una oración para nuestros tiempos

La ausencia social de Dios puede hacer florecer en nosotros una oración más probada. Hoy resulta más difícil rezar con palabras superficiales o repitiendo fórmulas de manera mecánica. Difícilmente puede ser entendida la oración sólo como una obligación. Es más fácil que se disipen gustos engañosos y falsas autocomplacencias de quien rezaba pensando «yo no soy como los demás». Es la hora de aprender a orar desde la espera, la paciencia y el deseo de Dios. El desposeimiento de nosotros mismos y el desprendimiento de falsas seguridades puede abrir un espacio nuevo para la visita de la salvación de Dios.

En comunión fraterna con los no creyentes

La oración del cristiano no puede desentenderse de nadie. Tampoco de quienes, víctimas de la indiferencia generalizada, no aciertan a creer. Es Dios mismo quien le impide mirar como desde fuera y a distancia a sus hermanos incrédulos. Por otra parte, no es posible trazar fronteras claras entre creyentes y no creyentes. En todo creyente hay un no creyente, y viceversa. Nadie posee a Dios con seguridad; ante él, nadie se ha de colocar por encima de nadie. Santa Teresa de Lisieux es un ejemplo vivo de esta comunión fraterna con los incrédulos. Cuando en su «noche oscura», su fe queda reducida a un humilde «quiero creer», Teresa comprende a los que no aciertan a creer, los considera y llama con toda naturalidad «hermanos», se dirige a Dios «en plural», le reza en su nombre y pide por ellos con estas palabras: «Tu hija, Señor, ha comprendido tu divina luz y te pide perdón para sus hermanos... ¿No podrá también decir en nombre de ellos, en nombre de sus hermanos: Ten piedad de nosotros, Señor, porque somos pecadores...?». Desde su propia prueba de fe, Teresa se siente hermana de los increyentes. Hace causa común con ellos. Su oración es compasión, cercanía e intercesión por ellos.

Orar desde la experiencia moderna

La vida moderna parece imponer unas condiciones poco favorables para la oración. Sin embargo, Dios está también hoy entre nosotros. Hoy, como siempre, es posible encontrarnos con él. Nos hacemos dos preguntas: ¿cómo alabar a Dios en un mundo donde la ciencia y la técnica parecen borrar sus huellas? ¿Cómo orar desde la vida agitada y dispersa de la sociedad actual que parece impedir el silencio necesario para escuchar el rumor de la trascendencia?

Orar en el mundo moderno

El cosmos, obra del Creador, siempre ha sido para el creyente signo, rumor y reflejo de la presencia de Dios. Una invitación a la alabanza: «Señor, Dios nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8, 2). Por eso, san Buenaventura invitaba así al creyente: «Aplica tu corazón para en todas las cosas ver, oír, alabar, amar y reverenciar, ensalzar y honrar a tu Dios».

La ciencia y la técnica modernas han modificado nuestra relación con la naturaleza, pero no tienen por qué impedir la alabanza al Creador, sino más bien ahondarla y enriquecerla. De hecho, la ciencia ha ensanchado nuestra percepción de la naturaleza en dirección de lo inmensamente grande y de lo inmensamente pequeño, más allá de lo que podemos observar inmediatamente con nuestros sentidos. Hoy se nos ofrece de manera más admirable aún el orden y la armonía misteriosa del universo. La técnica, por su parte, está prolongando de modo prodigioso las capacidades del ser humano, creado a imagen de Dios. A medida que conocemos mejor los secretos del mundo y somos más capaces de utilizar sus posibilidades, tendríamos que ser más religiosos, admirar más la sabiduría y la bondad de Dios, y sentir más gratitud por la confianza y generosidad que ha tenido con nosotros.

La alabanza a Dios exige, sin embargo, un aprendizaje. Es necesario abrirse a la realidad superando el espíritu de observación puramente instrumental y científica para escuchar los mensajes más hondos que emite la naturaleza. Hemos de limpiar la mirada para ver más allá del dato y de lo útil. Abrir nuestros ojos para captar de nuevo la tierra como un don que hemos de acoger con agradecimiento y compartir de manera justa: «Suyo es el mar, porque él lo hizo; la tierra firme que modelaron sus manos» (Sal 95, 5); nadie ha de acapararlos egoístamente. También el creyente de hoy puede cantar en su corazón: «Aclame al Señor la tierra entera» (Sal 98, 4). «Todo ser que alienta, alabe al Señor» (Sal 150, 6).

Orar desde la ciudad moderna

El ruido, la presión de los medios de comunicación, la movilidad, la forma competitiva de vivir, la publicidad, la invasión del hogar, las prisas y tensiones hacen casi imposible el sosiego que parece indispensable para rezar. No es extraño que más de uno huya de la ciudad buscando un «lugar retirado para orar» (cf. Mc 1, 35). Pero la solución no puede estar sólo en esas salidas periódicas. Dios está donde están los hombres; está en medio de la ciudad. Además, hemos de «orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18, 1).

La vida moderna refleja la grandeza y la mediocridad del hombre de hoy, sus deseos de libertad y su pecado. En ese combate entre el pecado y la gracia es posible descubrir destellos de la presencia de Dios atrayendo a hombres y mujeres hacia la bondad, la justicia y la fraternidad. Ahí están también los pobres, los excluidos, los desvalidos, los ancianos, las personas solas, los jóvenes desorientados, con su dolor, su tragedia o su desesperación. Son una invitación a descubrir en ellos el rostro de Cristo.

Orar en la ciudad requiere asegurar y cuidar unas condiciones. Hablaremos de ello más tarde. Ahora queremos recordar que esta vida moderna puede y debe alimentar nuestra oración. Oración de súplica e intercesión por quienes sufren, aunque sean gentes desconocidas que cruzamos en nuestro camino. Oración de alabanza y acción de gracias por todo cuanto significa dignificación de la vida y servicio a los más necesitados. Oración de petición de perdón. Oración que conduce al compromiso concreto por una vida más justa y humana para todos.

Orar en un mundo injusto

Los admirables logros de la humanidad quedan hoy en buena parte empañados por la presencia de graves injusticias. Mientras unos viven en el bienestar y hasta en el derroche, otros sufren pobreza, miseria y hambre. ¿Cómo elevar nuestro corazón hacia Dios desde este mundo injusto?

Orar por y con los pobres

No podemos orar al Padre volviendo las espaldas a los que sufren. Hemos de aprender a orar no sólo por los pobres y desgraciados, sino también a orar con ellos. La oración ha de ayudarnos a combatir nuestra tendencia a huir, casi como por instinto, de la compañía de los que sufren. Nos ha de despertar de la apatía e indiferencia ante el dolor ajeno. Nos ha de acercar a ellos. Es necesario que nos preguntemos si nuestras oraciones personales y comunitarias son encuentro con el «Padre de los pobres» o palabras con las que tratamos de escapar del riesgo de nuestras responsabilidades. El Dios a quien oramos «no olvida jamás al pobre» (Sal 9, 19).

Oración iluminada por la justicia

Nunca insistiremos demasiado en la advertencia de san Juan: «Si decimos que amamos a Dios a quien no vemos y no amamos a los hermanos que tenemos a nuestro lado, somos mentirosos» (cf. 1 Jn 3, 11-18; 4, 11-21). La oración nos ha de ayudar a descubrir nuestro pecado y complicidad. Ha de fortalecer nuestra resistencia a colaborar con la injusticia. Más aún. Nos ha de sensibilizar y comprometer a dar pasos, por pequeños que sean, para hacer un mundo más justo. Aunque no siempre sea la experiencia más gratificante, la lucha por la justicia en sus diferentes formas puede ser hoy el gesto más necesario de amor al ser humano. Desde esa acción nuestra oración puede quedar iluminada de manera nueva. Esa es la promesa de Isaías: si sabes dejar libres a los oprimidos, romper cadenas injustas, hospedar a los pobres sin techo, vestir al desnudo..., «entonces clamarás al Señor, y él te responderá; pedirás auxilio, y te dirá: Aquí estoy» (Is 58, 9).

Orar en una sociedad necesitada de reconciliación

Nuestra sociedad vive hoy de manera más imperiosa la necesidad de promover un proceso de reconciliación, dejando atrás una etapa dominada por la violencia y los enfrentamientos. ¿Qué significa en estos momentos orar por la paz?

La oración no debe ser nunca un ejercicio religioso para quienes no saben o no se atreven a hacer nada más eficaz por la pacificación. Menos aún, un tranquilizante que nos alivie de nuestra pasividad o inhibición. No rezamos a Dios para que nos resuelva los conflictos que nosotros hemos generado. Al contrario, oramos para escuchar los deseos de paz que él abriga para nosotros, con el fin de descubrir mejor nuestras resistencias y obstáculos.

Si la oración es encuentro verdadero con Dios, no lleva a la pasividad, sino que urge a buscar la paz y a trabajar incansablemente por ella. Esa construcción de la paz comienza en el corazón de cada uno. Porque en el corazón se genera la violencia y de él brotan el resentimiento, la agresividad, el fanatismo o la intolerancia. La oración purifica nuestra actitud interior y nos dispone para la reconciliación. Nos hace más sensibles a cualquier injusticia. Más cercanos al sufrimiento de las víctimas. Más libres para defender la verdad. Más capaces para el perdón.

CAPÍTULO IV  

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