DIOS

A) Dios en el hombre y en sí mismo. 
B) Posibilidad de conocer a Dios
C) Pruebas de la existencia de Dios
D) Atributos de Dios
E) La comunicación de Dios mismo al hombre
F) Relación entre Dios y el mundo.

A) DIOS EN EL HOMBRE Y EN SI MISMO

I. La cuestión de Dios y la revelación

La existencia misma del hombre incluye una tendencia a un -> absoluto en ser, sentido, verdad y vida, que la revelación cristiana describe con el concepto «Dios» (filosofía de la -> religión). La realidad asida en ese concepto es, según la mente cristiana, un dato primigenio del carácter trascendental del espíritu humano, que hemos de afirmar, por más que en la historia de la religión no esté claro el origen de la idea de D. Aquí siguen contraponiéndose una teoría puramente evolucionista, a partir de nociones muy primitivas, y la teoría de un primer monoteísmo (fe en un D. sumo). Una prueba exacta del proceso de nacimiento y desarrollo no es posible a ninguna de las dos teorías, si bien habla en favor de un monoteísmo original el hecho de que la explicación de la fe en D. partiendo de la naturaleza, de la magia y del animismo no es evidente. La fe en una revelación primitiva en que se comunicó al hombre un saber (irreflexivo) sobre un ser personal divino, no es asequible por el método de la historia de la religión y no puede probarse ni impugnarse a base de esta ciencia.

El pensamiento cristiano no está ligado absolutamente a las conclusiones de la historia de la religión, que llevan siempre consigo cierta ambivalencia; pues está persuadido de que con la revelación del AT aparece una nueva conciencia de D. Ésta de ningún modo puede deducirse de algo anterior, aunque también aquí, en la evolución histórica de lo nuevo, pueden mostrarse las vinculaciones con las antiguas ideas sobre D. y, por eso, cabe hablar de un «desarrollo» del monoteísmo veterotestamentario. El que el hombre haya de hablar de D., (el cual, según la doctrina revelada y las experiencias de los espíritus más profundos de la humanidad, es precisamente el inefable, no es un objeto ni puede objetivarse), a primera vista y propiamente constituye una «tarea imposible». Mas, por otra parte, el hombre tiene que acometer esa tarea, pues la cuestión de D. que va implicada en la existencia humana y determina el carácter problemático de ésta, no puede pasarse por alto con el silencio. Esto tiene que reconocerlo hoy a su modo hasta el ateísmo militante, que, al negar a D., da testimonio de lo ineludible de la cuestión de D.; o, de lado cristiano, el movimiento extremo de «la muerte de D.» , que sustituye la idea de un Dios personal, considerada inaceptable, por la conciencia normativa de la libertad humana que aparece en Jesús. Tampoco la filosofía moderna que conscientemente piensa en forma inmanente ha podido descartar esta cuestión, aun cuando desdeña el concepto de D. y pone en su lugar el principio del universo (G. Bruno), el espíritu absoluto (G.W.F. Hegel), la vida que vibra en sí misma (F. Nietzsche) o el carácter supramundano (transcendencia) del poder del ser que limita al hombre (M. Heidegger). Aun frente al decidido ateísmo de J: P. Sartre hemos de resaltar cómo él tiene que plantear la cuestión de D., para poder hacer inteligible la titánica decisión humana por la libertad absoluta.

La explicación de esta cuestión de D., que va aneja a la existencia humana, sólo es posible remitiendo a la constitución responsiva del hombre, que está fundamentalmente bajo el llamamiento de Dios, y se halla orientado por su oído a la primigenia palabra divina.

Un pensamiento filosófico puramente «teórico» no podrá desde luego poner nunca en plena evidencia si este llamamiento viene realmente de algo extrahumano y absoluto, o es sólo un eco a la voz del ser humano, que, por su finitud y fragilidad, no hace aquí sino moverse dentro de un círculo irrompible donde está cautivo y en un monólogo sin término. Por eso, en definitiva, el hombre sólo está cierto de D. al aceptar una -> revelación, en que él se le manifiesta con libertad completa en su propio poder y hace con ello que el llamamiento humano pase a ser diálogo entre D. y el hombre.

Claro que, al admitir la relación entre D. y el hombre en un contexto efectivo de historia e historicidad, se planteará la nueva cuestión de por qué D., en su obrar, y en su ser, sigue presentándose al hombre como un interrogante problemático. Eso está relacionado con la recta inteligencia de la revelación que, ni considerada desde el punto de vista del D. absoluto, ni vista desde el hombre finito, es capaz de ofrecer un esclarecimiento pleno del misterio de Dios. Aun para los profetas y apóstoles, testigos propiamente dichos de la revelación, el Dios revelarte sigue a la vez envuelto en su recóndita esencia. Así, desde los padres griegos y la «teología negativa» que ellos inauguraron, pasando por Agustín, los místicos alemanes, Nicolás de Cusa (Dialogus de Deo abscondito) y Lutero, hasta Pascal y Newman; la oscuridad de la revelación de D. ha sido un tema constante de un pensamiento sobre Dios guiado por la revelación. De ahí que incluso el pueblo escogido por la revelación divina pudiera preguntar, significativamente, por el nombre de D., pregunta que no nacía de curiosidad intelectual, sino del deseo de cerciorarse de la presencia activa y auxiliante de Dios en la oscuridad de la fe y en las vías de la historia, para la cual, el Dios inmutable, a pesar de la más íntima cercanía, tiene que permanecer transcendente a la vez (cf. Éx 3, 1-15).

II. Pruebas de la existencia de Dios y carácter misterioso del mismo

El hecho de que el hombre viva siempre el misterio de Dios en una especie de ausencia del mismo D. y, también por eso, haya de preguntar por él, tiene su razón última en el alejamiento de Dios originado por el pecado y en la consiguiente perturbación de su conocimiento (cf. Rom 1, 18-21; cf. también -->pecado original). Esta perturbación, sin embargo, no va tan lejos que no quede en el hombre un punto de enlace para el llamamiento de Dios que viene del orden de la creación (--> naturaleza y gracia, ->potencia obediencial). Ese punto de apoyo es indispensable hasta para la comunicación de la revelación «sobrenatural» (en cuanto garantiza la responsabilidad personal en la recepción de la palabra divina), pero no debe explicarse como camino de un conocimiento natural de Dios con igual rango que el conocimiento de la revelación por la fe (Dz 1785; cf. también --> teología natural).

Con esta no evidencia de D. que procede de muchas razones, está también relacionado el hecho de que, desde muy antiguo, el pensamiento cristiano se ha ocupado de la posibilidad de probar naturalmente la existencia de D.; y esa interrogación reflexiva ha sido recogida y reconocida por la teología cristiana bajo la forma de pruebas de la existencia de D. Ahora bien, en muchos aspectos estas «pruebas de la existencia de D.» se han tornado problemáticas al hombre moderno, incluso al hombre religioso, aunque nada menos que Hegel (si bien partiendo de su idea filosófica de la divinidad) consideraba como < prejuicio de formación» la aversión a las pruebas de la existencia de D. Este tenaz prejuicio procede en no pequeña parte de una mala inteligencia de la especial estructura y finalidad de estas pruebas, que, en su formulación histórica (cf. p. ej., las cinco vías de Tomás de Aquino, ST i q. 2 a. 3) son de todo punto atacables en sus pormenores; pero no debieran abandonarse en lo fundamental como indicios de lo que subyace como absoluto en todos los fenómenos contingentes del mundo, y que se hace sentir particularmente en un imperativo absoluto que afecta al hombre. En otro caso, la fe cristiana en Dios se expondría a la sospecha de una ilusión y la teología se evadiría deslealmente de la cuestión postrera de la verdad respecto de su más alto «objeto».

III. El problema teológico del ateísmo

El carácter oculto y no evidente del D. de la revelación, juntamente con la perturbación del conocimiento humano y la quebrada orientación de la voluntad a lo absolutamente bueno, ofrecen también las bases para juzgar el fenómeno de la negación de D. y del --> ateísmo en el mundo. Este fenómeno negativo es atribuido hoy día en muchos casos a una deficiencia de la predicación cristiana sobre D. y a la ausencia de testimonios vivos que despierten la fe en él. Con todo, sin que podamos poner un momento en tela de juicio esta falta de fe práctica en Dios, es evidente que el problema se capta superficialmente si se despacha el ateísmo como mera consecuencia de una deficiencia en la realización práctica de la fe en D. En tal caso, el ateísmo podría interpretarse también como mero teísmo mal entendido y como crítica a una anacrónica imagen de D., crítica que tendería precisamente a una realización más auténtica de la fe. Esta posibilidad puede desde luego concederse cuando el hombre, negando externa y verbalmente a Dios, mantiene un principio o valor absoluto, aun cuando dote a algo derivado y relativo con el carácter de lo absoluto. Pareja posibilidad hay que reconocerla sobre todo, cuando, como sucede en algunas formas religiosas del oriente, el absoluto aceptado y venerado no está sometido, por falta de una teología teórica y refleja, a una fundamentación doctrinal, de forma que no puede plantearse siquiera adecuadamente la cuestión del teísmo o ateísmo. A esta concepción corresponde aquella afirmación, entre otras, del concilio Vaticano ii según la cual también en las religiones no cristianas hay una « percepción de un poder oculto», la cual «no raras veces implica el reconocimiento de un Dios supremo y hasta de un padre» (Declaración sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas, n .o 2), aunque lo significado no reciba una adecuada expresión personal. Un correctivo del personalismo mantenido teóricamente se halla aquí frecuentemente en la piedad popular práctica, que, en la formación de un culto a dioses o espíritus, se crea un sustitutivo del apersonalismo monológíco que no satisface al hombre como persona. Para que pareja actitud pudiera pasar como «teísmo enmascarado», habría que preguntar también si de él resultan una total entrega de la voluntad y el reconocimiento de normas éticas absolutas, que se realicen en la postura del hombre en cuestión ante el mundo y en una religiosidad que afecte al hombre en el centro de su ser y lo impulse a la actitud de la adoración (cf. también teología de la religión). Pero no será éste el caso en un ateísmo que desarrolle una altísima reflexión teórica sobre sí mismo y piense, p. ej., al estilo del «ateísmo postulatorio» de N. Hartmann, que precisamente por la dignidad de la persona moral debe rechazar la existencia de un centro absoluto de valores. Tampoco puede interpretarse como un teísmo mal entendido aquel virulento ateísmo moderno que, apoyándose en la dialéctica hegeliana de «señor y esclavo», ve expresada en todo teísmo la insoportable heteronomía de la conciencia desgraciada, la cual sólo puede ser superada por el reconocimiento de la divinidad y humanidad del espíritu en su evolución.

Aunque en el juicio fundamental de un ateísmo teórico y que reflexiona sobre sí mismo puede demostrarse por deducción transcendental que él, con la negación de una realidad, incondicional y absoluta, implica su afirmación entre sus presupuestos y se halla así en contradicción consigo mismo; sin embargo, desde el punto de vista de la oposición subjetiva del hombre, hay que ver cumplido ahí el hecho del ateísmo. Esto es válido también en el caso de que (desde el punto de vista de la fe cristiana en D.) hay que admitir además que no puede haber argumento lógico alguno que pruebe la no existencia de Dios, y que, por ende, la convicción subjetiva de esa no existencia sólo puede ser aparente (y en general una prueba de la no existencia de un ente sólo es concluyente cuando cabe demostrar eta forma de una demonstratio ab absurdo el carácter contradictorio de la existencia afirmada), y que el ateísmo es objetivamente infundado, y no puede, consiguientemente, destruir la constitución objetiva y óntica del hombre en su orientación a Dios y en la imagen divina que lleva. Pero querer hablar por eso de la imposibilidad del ateísmo significaría desconocer que el hombre constituido como ser finito puede negar, en una decisión de su voluntad finita, este orden objetivo del que puede, de hecho, evadirse. Ello funda suficientemente la realidad del ateísmo. Aquí hay que considerar además que en este punto nunca se trata únicamente de un juicio intelectual, pues también está siempre en obra una decisión de la voluntad. Por ahí puede reconocerse que el ateísmo no es un problema exclusivamente intelectual, concepción que llevaría, a la postre, a la teoría del puro error de la razón, y, con ello, de hecho, a la impugnación de la posibilidad de un ateísmo formal. Como quiera que en él se trata también de una claudicación moral, que tiene su raíz en la cerrazón del hombre en sí mismo y en el hecho de que él concede un valor absoluto a su finitud; la negación de D. debe juzgarse como un «aprisionar» voluntariamente (Rom 1, 18) la idea y experiencia de D. que invade al hombre, y por tanto hay que tomar en serio su carácter de pecado y culpa. Lo cual no significa que el grado de culpa pueda afirmarse y fijarse desde fuera para cada caso.

IV. El problema del hablar de Dios

Pero el interrogar sobre D. no es el fin último del esfuerzo teológico. Éste radica más bien en el recto hablar sobre D., que en el fondo también es una meta buscada por el llamamiento divino. Ahora bien, este hablar aspira al familiar diálogo personal con el tú absoluto de D., que se consumará en la visión inmediata del mismo. Así, el problema del preguntar por D. pasa al del recto hablar sobre él y a él. La problemática nace de que nuestros conceptos y palabras, dada su limitación y su orientación a objetos finitos, no pueden asir lo divino, que por esencia es ilimitado y no es un objeto, que precede a toda determinación y, como D. divino, es precisamente el firmamento originario que envuelve todo pensar y hablar acerca de él. La primitiva teología cristiana (fuertemente marcada particularmente por el Pseudo-Dionisio), fundada en la experiencia viva de que D. es absolutamente diferente y no es un objeto, llegó al reconocimiento de una auténtica inefabilidad de D. y a no admitir más que los predicados negativos sobre él. Obraba ahí como trasfondo el principio agustiniano de que D. es sabido y reconocido más por un no saber que por un temerario intento humano de saber, el cual sólo puede conducir a un D. hechura del hombre. Pero el programa de una «teología negativa» nunca fue ejecutado seriamente, pues, llevado a sus últimas consecuencias, conduciría a un silencio total sobre Dios, que contradeciría a la teleología de la cuestión de D. ingénita en el hombre.

Esto hemos de decir también sobre una forma moderna de teología negativa que, bien sea por motivos de oculto agnosticismo, o bien por un pensamiento extremadamente actualista y existencialista, sólo admite aquellos enunciados teológicos que se hagan en forma de una interpretación existencial del hombre afectado por la fe. En esa forma de enunciados meramente indirectos, donde D. es reconocido solamente como el origen de mi inquietud (H. Braun), él ya no aparece como el que existe por sí mismo. Aquí se llega incluso a sugerir directamente que se olvide la palabra «Dios» (P. Tillich), y que tanto el término como las consecuencias deducidas de él por la religiosidad teísta, sean formulados nuevamente para el hombre moderno en forma «no religiosa». Aunque tras este programa se esconde la problemática auténtica de la relación entre la inmanencia y la trascendencia divina, problemática que una fe no reflexiva desvirtúa ilegítimamente al inclinar el fiel de la balanza hacia el segundo polo de la relación dialéctica; sin embargo, en este nuevo planteamiento radical la dialéctica entre el aspecto mundano y el trascendente de la fe en D. ha quedado de nuevo desplazada hacia el otro extremo. Corremos así el peligro de que la teología como palabra sobre D. desemboque en una « pistología» o doctrina sobre el hombre afectado por la fe, en una interpretación existencial del hombre donde ya no se puede decir si ella necesita de un D. objetivo y que está realmente enfrente, ni si llega en absoluto al reconocimiento de un D. personal.

Esto hay que decir igualmente de aquellos autores según los cuales D. sólo se hace evento en el encuentro entre hombres, negándose, por tanto, a «hablar sin más de un D. personal» (J.A.T. Robinson). Aquí está también en el fondo el reproche de que ni siquiera la categoría de lo personal es adecuada para D., pues él sería concebido a la manera de un «ser supremo» por encima del hombre y de su mundo. Que aquí va entrañada una contradicción en el propio pensamiento, se ve claro por las soluciones propuestas como sustitución, en las cuales la experiencia de D. es equiparada con el hecho de que el hombre «se siente aceptado», o con la vivencia del poder obligante del incondicional a la luz del amor sin reservas al mundo y al prójimo. Ese «sentirse aceptado» como experiencia de la persona humana presupone, lo mismo que la vivencia de lo incondicional, una persona que acepta y pone lo condicionado. Así, para el hombre personal, D. no puede ser menos que persona, si el hombre no quiere alzarse como única grandeza absoluta reconocida.

Al hablar de D., el hombre está obligado a retener la categoría de lo personal también en virtud de la revelación bíblica, aun cuando aquí no se use formalmente el concepto de persona. Pero, en forma implícita, éste se halla evidentemente contenido en lo que allí se dice sobre el «nombre» de D. y el uso de los nombres divinos, sancionado por D. mismo (cf. entre otros textos Éx 3, 14; 6, 3; Is 42, 8). La sagrada Escritura, por una parte, pone de manifiesto que D. no puede ser designado ni entendido a base de un solo nombre, idea que la tradición resaltó todavía más al hablar de los muchos nombres divinos o del «innominado» (cf. también Dz 428 ); pero, por otra parte, muestra con la misma claridad que, en el nombre, D. se manifiesta como realidad formal, subjetiva e individual, como un «yo» sumamente concreto y dotado de suprema dignidad, y que, en cuanto tal, establece con los hombres una relación personal, la cual - ontológicamente considerada- posibilita en absoluto el fenómeno de la personalidad humana y de la relación interhumana. Este carácter personal se expresa, sobre todo, en el pronombre personal «yo», que la Escritura aplica innumerables veces a D. El miedo a trasladar a Dios la categoría de lo personal identifica, precipitadamente, ese procedimiento con la conversión de D. en un objeto. Pero este peligro no existe cuando se reconoce que tampoco la personalidad de D. es una designación unívoca, pues tal denominación no delimita a D. como un «yo» muy poderoso, pero, a la postre, limitado, no lo circunscribe como un sujeto que esté enfrente de manera fija; sino que mira a Dios como la razón universal de toda personalidad y como la totalidad del propio poder, de la propia pertenencia y de la propia responsabilidad. Así entendida, la personalidad divina sigue siendo lo que envuelve la estructura yo-tú del hombre en su relación a D. y, con ello, supera también la función de ser solamente la absoluta razón óntica de la existencia personal del hombre y de su referencia al otro.

V. Las maneras de hablar de Dios

Las dificultades que aquí surgen son las del recto pensar y hablar sobre Dios. La tradicional teología escolástica ha buscado salir de estas dificultades por la doctrina de la analogía de todo hablar sobre D. (analogía del ser). En ella se da por supuesto que D. es totalmente -> distinto de lo que pueden asir nuestros conceptos y palabras. Partiendo de esta posición negativa, que encierra en sí, sin embargo, la conciencia tácita de la singularidad de Dios, el espíritu se determina a dar el paso de articular el conocimiento positivo ahí contenido mediante conceptos que, si bien por su naturaleza sólo analógicamente pueden aprehender lo divino (cf. Dz 432), sin embargo, dan a nuestro hablar la dirección hacia el misterio de D. y le confieren por ello un auténtico sentido. Así los enunciados sobre el ser personal de D. o sobre sus atributos tocan una verdadera realidad de D., pero no pueden aceptar ni expresar, por razón de la disparidad en medio de la semejanza, el modo de esta realidad. De lo contrario, el hablar sobre D. carecería completamente de fin y sentido y se pararía en un agnosticismo perfecto que, en la cuestión de D., lleva siempre al ateísmo.

Mas como el pensamiento analógico, a pesar de la desigualdad en la semejanza, tiende a definir a Dios con precisión y a delimitar en su singularidad al que lo envuelve todo, o incluso a deslindar partes del que, por su esencia, es indivisible; en el hablar sobre D. se requiere un complemento mediante los predicados dialécticos, los cuales, por razón de la grandeza de lo divino, no lo miran desde un solo punto y dirección, sino desde muchos puntos, incluso antitéticos, y en direcciones diversas. Ya el pensamiento analógico, al resaltar la semejanza en la disparidad, contiene en sí un factor dialéctico. Por otra parte, los predicados dialécticos que, p. ej., presentan la divinidad de D. a par como oculta y manifiesta, transcendente e inmanente, absoluta y momento de la historia, teocéntrica y antropocéntrica; no pueden prescindir del ingrediente analógico en sus respectivas denominaciones. Esto puede llevar además a que los predicados sobre D., referidos siempre a una determinada forma de pensar, sean mejor conocidos en su insuficiencia y queden abiertos para ser completados por otra forma de pensar.

VI. La revelación histórica como garantía de nuestro hablar sobre Dios

Aunque de este modo el hombre sólo puede pensar sobre D. mediatamente y sólo puede hablar de él con palabras imperfectas, sin embargo, la palabra salida de D. mismo por la --> revelación hace posible y necesaria una teología. Por la revelación, D. mismo se ha introducido en la palabra humana y la ha capacitado permanentemente para expresarlo. De este modo, lo que para una teología -> dialéctica hay de escandaloso en la -> analogía del ser queda superado gracias a la -> analogía de la fe, en que Dios mismo, desde arriba, escoge y capacita la palabra creada como expresión parabólica de su misterio. La alta pretensión que supone la posibilidad afirmada de un certero hablar de Dios por parte del espíritu creado, no debe rebatirse con el reproche de que así D. queda deformado y desvirtuado antropomórficamente (-> antropomorfismo); más bien se debería tomar igualmente en serio el hecho de que, por la creación y la gracia, el hombre es un ser «teomórfico» que está llamado a hablar de D. y con D.

Mas si ese hablar no quiere perder su objeto, que es el D. absoluto, ha de permanecer en la ruta por la que D. mismo en la revelación se ha acercado al hombre, o sea, debe estar en conformidad con la revelación. Ahora bien, el D. de la revelación no es una idea abstracta o el ser supremo, sino el Señor que en la historia se inclina hacia el hombre, le concede su gracia y lo salva. Y la conformidad de los enunciados sobre D. con la revelación no sólo exige que toda palabra religiosa y cristiana acerca de él se pronuncie a base del testimonio normativo de la revelación bíblica, que en el -> dogma y el magisterio de la Iglesia logra una forma de expresión en consonancia con el tiempo; sino que exige también que las afirmaciones sobre el «en sí» metafísico de Dios y su deducción desde un concepto clave no tengan la primacía, la cual corresponde a las acciones salvíficas dirigidas al hombre en las que el D. de la revelación se muestra en su conversión al mundo en su santidad y justicia, en su pro me.

Pero la forma plena del acercamiento de D. al mundo, el verdadero ser de D. para «con nosotros», se ha revelado en el Hijo encarnado, en ->Jesucristo. Esto significa que un hablar de D. conforme con la revelación ha de estar referido siempre al D. sumamente concreto, al que se hizo evento en la aparición del Dios-hombre. Así, la imagen de D. conforme con la revelación ha de brillar siempre bajo la luz que viene de Cristo. Lo que el amor, la verdad, la santidad y la justicia de D. significan, en una forma de hablar concorde con la revelación ha de leerse en la «faz de Cristo» (2 Cor 4, 6). Cf. también --> hermenéutica bíblica, --> Escritura, -> teología.

VII. El ser «en sí» de Dios y su ser «para nosotros»: el concepto de Dios

Esto lleva luego el pensamiento creyente a la cuestión de si los enunciados sobre un «ser en sí» de D. y, por ende, un hablar ontológico y metafísico sobre D. en categorías ónticas son imposibles y, por tanto, deben ser rechazados. Aquí debiera ya exhortarnos a la precaución lo que dice la Escritura, la cual da a entender que en el obrar de Dios en el mundo se manifiesta también un ser divino que puede y debe ser hecho objeto de enunciados por parte de una fe refleja (teológica); pues D. no se agota con su relación a la revelación y su significación para el hombre. Semejante concepción puramente funcional de Dios, que pretendiera eliminar totalmente el «ser en sí» de D., a la postre habría de convertir a D. en hechura del hombre. Tampoco el D. revelador en la antigua alianza es un mero auxilio para la vida y existencia de su pueblo. El preguntar retrospectivo sobre el «ser en sí» de Dios, que se anuncia ya en el uso bíblico de los llamados atributos absolutos de Dios, los cuales no pueden deducirse de la mera relación al mundo, sino que la superan (cf. entre otros lugares Núm 23, 19; Sal 102, 28), no sólo tiende a evitar que el carácter mundano y humano de D. manifestado en la acción histórica caiga en el peligro de una interpretación antropomórfica (en la cual D. a la postre sería simplemente un demiurgo más alto o un espíritu cósmico superior), sino que sirve también para reconocer y adorar el misterio profundísimo de Dios, el cual no radica únicamente en su acción dentro del mundo por su gracia y misericordia, sino que además radica en su ser, que no se agota ni puede agotarse con dicha acción.

En este punto para un hablar cristiano sobre D. en conformidad con la revelación, es indiscutible que a los atributos que han actuado en la historia de D. con la humanidad se les debe dar la primacía sobre los derivados de su esencia metafísica; y así se hablará preferentemente del señorío de D. en el acontecer de la creación y de la alianza, de aquel amor, de aquella gloria, santidad y paternidad que impresionaron al hombre bíblico. Claro que al proclamar estos atributos, con indudable fundamento bíblico y referidos a nosotros en la revelación, se planteará la cuestión hermenéutica de si esa referencia suya a la existencia humana puede mostrársele claramente al hombre actual en su nueva situación sociológica, de si a través de ellos la teología en su función de predicar es capaz de afectar a la existencia humana. Aquí será ineludible una traducción; pero ésta, como auténtica traducción, tiene como presupuestos el atenerse al original y el reconocer a la vez una inalienable comunidad en el espíritu. Trasladado a lo ontológico, este principio significa que dicha traducción no puede olvidar el presupuesto de que D. no cambia, aunque cambie el pensamiento humano; e incluso el concepto mismo de Dios, aun cuando se transforme en una nueva imagen del mundo e inteligencia del ser, lleva en sí algo inmutable, a lo que corresponde en lo humano mismo algo permanente. Si no se deja a salvo este supuesto y se afirma, p. ej., con D. Bonhoeffer, que el hombre moderno se ha hecho formalmente ateo y no conoce ya ningún a priori religioso; entonces no queda para los atributos mencionados ningún punto de apoyo en el hombre, y es imposible una traducción, pues se ha perdido la inteligencia de la lengua original. Pero, en tal caso, no sólo es superfluo pasar a D. «de contrabando» (Bonhoeffer) para ponerlo como «tapagujeros» en las situaciones límite y sin salida del hombre, sino que se hace también imposible confrontar al hombre con D. en su «lugar más fuerte», es decir, « en medio de la vida», en su «salud, fuerza, seguridad y sencillez»; pues, en esta concepción, el hombre entiende su mayoría de edad transcendental y radicalmente, y así él ya no puede considerarse como el ser necesitado de Dios. Una «sinceridad intelectual de la predicación cristiana sobre D.» así entendida se vería forzada, de ser consecuente, a sacar la conclusión contra sí misma y eliminar totalmente la causa de D. de la conciencia del hombre.

Donde ese entusiasmo por lo negativo es reconocido en su insuficiencia, será también posible señalar en la nueva imagen del mundo el lugar existencial de los conceptos bíblicos. En tal caso, el D. que se revela como Señor en la historia de la alianza, no acarrea la minoría dé edad y la esclavitud del hombre, sino que trae una llamada a la comunidad con él; y en ella, ciertamente no reina una paridad de derechos, pero, precisamente por la conciencia de la distancia infinita, el hombre experimenta su grandeza que se levanta hacia lo infinito de D. Entonces la santidad de D. se hace inteligible para el hombre como la plenitud que recubre su necesidad y miseria, como la gracia que juzga su pecado, pero eleva a la vez, como el poder que lo obliga a la más profunda reverencia; y la paternidad de Dios no podrá tergiversarse como la instauración de una autoridad externa y heterónoma, sino que se verá en ella la raíz trascendente de la vida, el fundamento que posibilita la libertad y la dignidad humanas y que capacita al hombre para alcanzar, precisamente como mandatario de D., su plena grandeza de criatura en el orden empírico.

El amor singular de D. que se revela en la paternidad y que, según 1 Jn 4, 8, puede entenderse como la afirmación decisiva del NT acerca de la esencia divina, puede también tomarse en absoluto como trasunto del obrar divino sobre el mundo, que alcanza su revelación suprema en la entrega del Hijo para la expiación del pecado (Jn 3, 16). Ahí también se manifiesta inmediatamente la referencia al mundo de este atributo esencial de Dios, que saca a la luz el evangelio en su acción reveladora, y se manifiesta como el poder que afecta al hombre en lo más íntimo. La forma de amor misericordioso que acepta la muerte y la supera, proyecta también luz sobre el enigma fundamental de la existencia humana, que va dado con el -> mal. Cómo en el amor misericordioso realiza D. algo más alto que el amor guiado por la estima de un valor y que el de amistad (aquí es de considerar la distinción entre eros y agape), se ve claro en el poderío con que él, si no esclarece plenamente el oscuro misterio del pecado, por lo menos lo penetra con sus rayos y hace surgir muchos puntos luminosos en esta oscuridad. Lo cual tiene validez, no sólo con relación a la economía objetiva de la salvación, sino también en la experiencia subjetiva del hombre redimido, que percibe en lo más profundo el poder con que este amor borra los pecados en la situación del hijo pródigo (Lc 15, 11-32).

El amor de Dios que en la resistencia del pecado brilla con toda su grandeza, parece perder toda su soberanía cuando, al final de la historia, el misterio de la iniquidad desemboca en el misterio de la reprobación (--> infierno). Aquí parece que el amor de D. no logra imponerse frente al pecado y que esa realidad activa de D. queda desvirtuada en su capacidad de llegar a la meta. La hipótesis de una doble predestinación divina, por la que unos son destinados a la salvación eterna y -> otros a la perdición (-> calvinismo), mermaría ya en su primer momento la autenticidad de este amor de D. que lo abarca todo. Y tampoco sería una solución el que, en una segunda edición de la doctrina de la --> apocatástasis, se afirmara que al final el poder divino absorberá el mal.

Aquí K. Barth reconoce francamente el peligro de merma en la libertad y el carácter gratuito del amor divino, y el de que éste se convierta en un poder cósmico de orden natural. De todos modos, una fe convencida de la sabiduría infinita y de la finalidad del amor de Dios que brilla en la revelación no podrá desde luego discutir el fenómeno de la reprobación al margen de este amor y sin tenerlo en cuenta. Comprobará más bien cómo la libertad inherente a ese amor tampoco puede suprimir en el hombre y en el pecador la decisión libre, y cómo lo único que puede es llamarlo reiteradamente. En tal caso, el misterio de la pérdida del fin bienaventurado no puede atribuirse a la deficiencia o al enfriamiento del amor divino para con determinados hombres, sino a un amor que reconoce siempre la libertad de la criatura y sufre pacientemente el endurecimiento del pecador. Así, en el misterio del alejamiento definitivo de Dios, el amor de Dios se muestra como un amor que respeta la total libertad de decisión del hombre y sufre su resistencia, a la manera como Cristo en la cruz no sólo superó el pecado del que se convirtió, sino que sufrió también el del no convertido y obstinado. Según esto, también el misterio de la reprobación está comprendido en el amor divino, por más que sólo pueda ya revelarse a los réprobos en el oscuro resplandor de su desordenado amor propio y endurecimiento.

La oscuridad de este misterio recibe ya cierta iluminación en las experiencias históricas que tiene el hombre del amor de Dios, así cuando él conoce que en la revelación del amor divino se muestra también la justicia de Dios, la justicia con que el Santo tiene que rechazar el mal, al cual el hombre se adhiere, y abandonarlo a su propia nada. Tampoco la justicia divina, que según el expresivo lenguaje del AT. se revela en la ira y el celo de Dios (Éx 32, 11; 34, 14, etc.), puede considerarse -teológicamente hablando- como un camino secundario de las disposiciones divinas, como un camino independiente de la corriente universal del amor divino, aun cuando la plena armonización ideal de ambos conceptos sea imposible para la inteligencia humana. Pero ésta puede reconocer que Dios debe medir y juzgar según la medida de su amor el amor finito del hombre y sus manifestaciones deficientes. Todo amor humano pide que se guarden la medida y el orden; ahora bien, la medida del amor que se exige al hombre es el amor de Dios, y en esa medida se descubren también las deficiencias y las formas falsas. El hombre experimenta el no cumplimiento de esta medida que se le exige como justicia y juicio punitivo de D. Pero aquí hemos de tener en cuenta que para el hombre en el estado de vida, como lo muestra ejemplarmente la historia de la salvación, todo juicio divino lleva siempre consigo una oferta de -> salvación. Por eso, el concepto bíblico de justicia de D. puede también significar aquella constancia, inherente a la esencia divina, con que él impone en el mundo su deseo de salvación y de amor, y con ello se hace justicia a sí mismo, es decir, logra el triunfo de su gracia. Pero con esto se afirma a la vez que, en el reverso de esta justicia divina que impone la salud, va también la función diacrítica, que actúa como juicio y condenación allí donde el hombre se opone a la gracia divina y se obstina en esta determinación. Por eso la justicia de Dios puede mirarse también como un factor de su amor vertido hacia el mundo y, con ello, impuesto como medida al hombre. Así considerado el amor, permanece siempre el principio universal y rector de la acción divina en el mundo; por lo que el hombre que busca seriamente su salvación eterna puede convencerse de que la justicia de D. jamás se opondrá a su amor y el más grande amor tiene siempre junto a sí la claridad suma del juicio.

Como inclinación viva a un ser querido, el amor sólo alcanza su plena realización cuando es aceptado y correspondido por el amado. Así, también el amor de Dios, que carece totalmente de concupiscencia y necesidad, tiende objetivamente a la respuesta amorosa de la criatura, que despierta y provoca el amor mismo de Dios. Esto acaece en el hombre primeramente en el acto de amor a Dios, que va inseparablemente unido al acto de -> amor al prójimo (cf. Mt 25, 40; 1 Jn 4, 20). La razón de esta unidad no radica sólo en la dinámica inherente al verdadero amor a D., que debe abrazar también todo lo que D. ha creado. Se funda más profundamente en el carácter cohumano de cada hombre, en virtud del cual no es posible la realización del propio yo sin incluir al tú. Por eso, el amor perfecto a Dios como acto sumo de la propia realización del hombre sólo puede llevarse a cabo juntamente con el amor al prójimo, o falla juntamente con él. Pero de ahí resulta también la conclusión, contra una interpretación del amor de D. puramente existencial y antropocéntrica, de que el acto del amor humano de D. no es idéntico con el acto del amor al prójimo, y de que el amor de D. no se realiza únicamente en el acontecer interhumano del amor. La inversión propuesta por L. Feuerbach de la frase contenida en 1 Jn 4, 16, convirtiéndola en esta otra: «El amor es Dios», que hace de la intangible subjetividad de Dios un predicado humano, conduce a una religiosidad puramente horizontal, que, llevada a sus últimas consecuencias, no puede ya mantener a Dios como realidad, y pronto podría prescindir también del nombre de D. En el fondo destruye también la particular cualidad del amor cristiano al prójimo, que procede de que Dios, anteriormente a todo amor humano, se da al hombre en gracia incomprensible, y sólo así lo capacita para amar al prójimo de un modo que va mucho más allá de toda consideración utilitaria o de toda razón humanística. Sólo el que ha experimentado antes el amor de D. en Cristo, puede amar desinteresadamente y sin reservas al prójimo como imagen de D.

Una interpretación puramente horizontal del amor de D., que implique una total reducción de la transcendencia divina a la inmanencia humana, le está vedada al pensamiento cristiano por otra razón más, que apunta al misterio de la ->Trinidad. A saber, el amor de D. al mundo no puede entenderse como un movimiento natural y forzoso hacia la criatura, si no se quiere que Dios aparezca como ser necesitado y dependiente. Ahora bien, esta impresión sólo puede evitarse si el ser divino es también independiente de la referencia al mundo y es creído en sí mismo como movimiento de amor, que sólo puede darse entre personas. Así, el reconocimiento de D. como el amor que, en su esencia, no depende del mundo, conduce a la admisión de relaciones personales dentro del ser divino (ad intra), las cuales constituyen el misterio de la Trinidad. Naturalmente, esta conclusión sólo es posible a base de una revelación divina positiva sobre las tres personas de D., la cual se halla en la historia de la salvación. Sobre todo el NT nos da a conocer cómo el ser de D.,' que mira al mundo y crea la salvación eterna, alcanza en jesucristo, el Hijo del Padre, su perfecta revelación y cómo, por el Espíritu Santo, esa revelación se torna en el mundo realidad constante que abraza y penetra al hombre. Así el hecho mismo de la revelación muestra una fijación personal del obrar de D. en el principio sin principio del amor, que es el Padre, en el fruto perfecto de este amor, que es el Hijo, y en la interioridad pneumática donde se actualiza constantemente la obra salvífica, que es el Espíritu Santo, el cual, como verdad (Jn 14, 17 ), caridad (Rom 5, 5) y santidad (1 Pe 1, 15), transmite permanentemente la revelación como principio de vida. En este sentido, la fe trinitaria es auténtico kerygma bíblico, aunque ella no puede demostrarse por enunciados trinitarios filológicamente inatacables. Una fundamental conciencia trinitaria, que se expresa en muchas formulaciones trinas, está evidentemente contenida en el NT (cf. 2 Cor 13, 13; 1 Cor 12, 4ss; Ef 1, 3; 1 Pe 1, 2). En ella se despliega la plenitud de la revelación dada con Cristo, tanto hacia atrás, hacia el origen de la revelación, oculto para nosotros, como hacia adelante, hacia el poder revelador del Espíritu Santo que habita en nosotros. Así considerado, el misterio de la Trinidad no es un mysterium logicum, que sólo forzaría a una sumisión de la razón, sino que es el misterio de la redención completa, en que el misterioso «Dios sobre nosotros» (el Padre) se hace «Dios con nosotros» (el Hijo encarnado, -> Jesucristo) y «Dios en nosotros» (Espíritu Santo: -->gracia).

Desde luego, semejante explicación de la Trinidad, que se guía por el aspecto salvífico de los testimonios de la revelación, pudiera producir la impresión de que aquí no se conserva y asegura la verdadera personalidad de los principios que actúan en la economía salvífica. De hecho, una doctrina clara sobre esos principios sólo es posible desarrollando el tratado de la «Trinidad inmanente» y empleando conceptos ontológicos (substancia, relación, propiedad). Esta doctrina, que se elaboró en las luchas cristológicas y trinitarias de la era patrística, no es una mera adición externa al kerygma del NT, centrado esencialmente en la historia de la salvación (cf. p. ej., Dz 39s); y, en realidad, ya las primeras controversias trinitarias perseguían un interés soteriológico o salvífico. Es efectivamente evidente que, una economía trina que no se fundara en las relaciones inmanentes de las tres personas divinas y en su unidad de esencia, pronto aparecería como una triplicidad y una economía aparente. La estructura trina de la historia y de la realidad salvífica (que no ha de entenderse sólo como sucesión temporal del obrar de las tres personas), de no afirmar una trinidad inmanente de tres personas iguales en esencia, habría de interpretarse únicamente como la manifestación del D. uno bajo figuras distintas (-> modalismo). Esa economía aparente nunca podría sustentar el contenido de realidad y de salvación que encierra el acontecer salvífico de la creación, redención y escatología, operado por el Padre, el Iüjo y el Espíritu Santo. En virtud de este pensamiento pudo concluir Orígenes: «(El creyente) no alcanzará la salvación eterna, si la Trinidad no es completa.»

La salvación y su fundamentación teórica quedan completas con el hecho de la inhabitaci6n de la Trinidad en el justo (-> justificación, -> gracia). Se tiende cada vez más a explicar este hecho afirmando una vinculación de las tres personas divinas según su peculiaridad personal con el hombre en gracia. Sólo así halla el ser divino ad intra, por medio de la acción salvífica de D. en el mundo, su perfecta correspondencia en el hombre, en quien se produce una imitación de la vida trinitaria. De este modo, el misterio del D. infinito se prosigue en el misterio del hombre finito; la «teología» se torna «antropología», sin que la una se disuelva en la otra, ni se pueda esgrimir la una contra la otra.

Leo Schejfczyk