PACEM IN TERRIS

JUAN XXIII

 

III - RELACIONES ENTRE COMUNIDADES POLÍTICAS

Sujetos de derechos y deberes

Volvemos a confirmar, también Nos, lo que constantemente enseñaron nuestros Predecesores: que también las comunidades políticas, unas respecto a otras, son sujetos de derechos y deberes; y por eso, también sus acciones han de ser reguladas por la verdad, la justicia, la solidaridad generosa, la libertad. Porque la misma ley moral que regula las relaciones entre los seres humanos, es necesario que regule las relaciones entre las respectivas comunidades políticas.

Esto no es difícil de entender si se piensa que los gobernantes de las naciones cuando actúan en nombre de su comunidad y atienden a los intereses de la misma, no pueden faltar a las exigencias de su dignidad personal: por consiguiente, no pueden violar la ley natural, a la que están sometidos, puesto que ésta es simplemente la ley moral.

Sería por lo demás absurdo el sólo pensamiento de que los hombres, por el hecho de estar colocados al frente de la cosa pública, puedan verse obligados a renunciar a la propia condición humana; por el contrario, fueron elegidos a esa encumbrada posición, porque se los consideraba miembros más ricos de cualidades humanas y los mejores del cuerpo social.

Más aun, la autoridad es necesaria en la sociedad humana según una exigencia del orden moral, y no puede por consiguiente, ser usada en contra de ese mismo orden moral; y si lo fuera, en el mismo instante dejaría de ser tal, como advierte el Señor: Escuchad pues, oh reyes, y entended: aprended vosotros los jueces de los confines de la tierra; prestad oído los que tenéis el gobierno de los pueblos, y os gloriáis de tener sujetas las naciones; el poder os ha sido dado por el Señor, y la dominación por el Altísimo, el cual examinará vuestras obras y escudriñará vuestros pensamientos.

Finalmente, se debe recordar que también en la regulación de las relaciones entre las comunidades políticas, la autoridad ha de ser ejercida para promover el bien común, que es lo que constituye su primera razón de ser.

Elemento, sin embargo, fundamental del bien común es el reconocimiento del orden moral y el respeto de sus exigencias. El orden entre las comunidades políticas ha de apoyarse sobre la roca inconmovible e inmutable de la ley moral, manifestada por el Creador mismo por medio del orden natural y esculpida por Él en los corazones de los hombres con caracteres indelebles... Como faro luminoso, con los rayos de sus principios, debe dirigir, el curso de la acción de los hombres y de los Estados, los cuales habrán de seguir sus indicaciones aleccionadoras, saludables, y provechosas, si no quieren que su trabajo y esfuerzo por establecer un nuevo orden queden librados a la tormenta y al naufragio.

En la verdad

Las mutuas relaciones entre las comunidades políticas han de estar reguladas por la verdad. La cual exige antes que nada, que de estas relaciones se elimine toda huella de racismo; y que por tanto se reconozca como principio sagrado e inmutable que las comunidades políticas, por dignidad de naturaleza, son iguales entre sí; de donde se sigue un mismo derecho a la existencia, al propio desarrollo, a los medios necesarios para lograrlo y así cada una ha de ser la primera responsable en la actuación de sus programas; por fin, el tener también el derecho a la buena reputación y a los debidos honores.

Entre los seres humanos -es un hecho experimental- existen diferencias y a veces enormes en el grado del saber, virtud, capacidad de invención y posesión de los bienes materiales. Pero esto no puede nunca justificar el propósito de hacer valer la propia superioridad para sojuzgar de cualquier modo que sea a los otros. Antes bien, esta superioridad comporta una mayor obligación de ayudar a los demás para que logren, en esfuerzo común, la propia perfección.

De igual modo pueden algunas comunidades políticas superar a otras en el grado de cultura, de civilización y desarrollo económico, pero esto, lejos de autorizarlas a dominar sobre las otras, más bien constituye una obligación para que presten una mayor contribución al trabajo de la elevación común.

En realidad, no existen seres humanos superiores por naturaleza, sino que todos los seres humanos son iguales en dignidad natural. Por consiguiente, no existen tampoco diferencias naturales entre las comunidades políticas; todas son iguales en dignidad natural, siendo cuerpos cuyos miembros son los mismos seres humanos. Ni se debe aquí olvidar que los pueblos, y con todo derecho, son sensibilísimos en cuestiones de dignidad y de honor.

Exige además la verdad que en las múltiples iniciativas que han hecho posibles los progresos modernos de los medios de información -iniciativas a través de las cuales se difunde el mutuo conocimiento entre los pueblos- la inspiración se tome de una serena objetividad: lo cual no excluye que a cada pueblo se le permita la natural preferencia por dar a conocer los aspectos positivos de su propia vida. Se deben sin embargo excluir aquellos métodos de información con los cuales, faltando a la verdad, se hiere injustamente la fama de una nación.

Según la justicia

Las relaciones entre las comunidades políticas han de estar además reguladas por la justicia: lo cual lleva consigo, aparte del reconocimiento de los mutuos derechos, el cumplimiento de los respectivos deberes.

Es decir, que si las comunidades políticas tienen el derecho de la existencia, al propio desarrollo, a los medios aptos para alcanzarlo -y en este trabajo les corresponde ser los primeros artífices-, si tienen además el derecho a defender la buena reputación y los honores que les son debidos, se sigue que, cada una de esas mismas comunidades políticas tiene por igual el deber de respetar en las otras todos esos derechos y de evitar, por consiguiente, las acciones que constituyen una violación de ellos. Como en las relaciones privadas entre los seres humanos no es lícito a nadie perseguir los propios intereses con injusto daño de los otros, así en las relaciones entre las comunidades políticas, no está permitido a ninguna desarrollarse entre las comunidades políticas, no está permitido a ninguna desarrollarse oprimiendo o atropellando a las demás. Viene aquí oportuna aquella expresión de San Agustín: Si se abandona la justicia, ¿a qué se reducen los reinos, sino a grandes latrocinios?.

Por cierto, puede suceder, y de hecho sucede, que pugnen entre sí las ventajas y provechos que las naciones intentan obtener. Pero las diferencias de ahí nacidas no se han de zanjar recurriendo a la fuerza de las armas, ni al fraude o al engaño, sino -como corresponde a seres humanos- a la comprensión recíproca, al examen cuidadoso de la verdad y a las soluciones equitativas.

El trato de las minorías

A esas situaciones pertenece de un modo especial la tendencia que desde el siglo XIX se ha ido imponiendo y generalizando, de hacer que a los grupos étnicos y naciones corresponda una plena autonomía y formen una nación independiente. Y como, por diversas causas, eso no siempre puede obtenerse, resulta de ello la presencia de minorías étnicas, en el interior de un mismo Estado, con los graves problemas consiguientes.

En tal materia ha de afirmarse decididamente que todo cuanto se haga para reprimir la vitalidad y el desarrollo de tales minorías étnicas, viola gravemente la justicia; y mucho más todavía si tales atentados van dirigidos a la destrucción misma de la estirpe.

Responde, en cambio, del todo a lo que pide la justicia, el que los poderes públicos se apliquen eficazmente a favorecer los valores humanos de dichas minorías especialmente su lengua, cultura, tradiciones y recursos e iniciativas económicas.

Ha de advertirse, no obstante, que los miembros de tales minorías -bien por reaccionar contra su actual situación, bien por el recuerdo de sucesos pasados- no raras veces pueden dejarse llevar a insistir más de lo justo en los propios elementos étnicos hasta ponerlos por encima de los valores humanos como si el bien de la familia humana entera hubiera de subordinarse al bien de ese pueblo. Y es razonable que ellos mismos sepan reconocer también ciertas ventajas que esa especial situación les trae, pues, contribuye no poco a su perfeccionamiento humano el contacto permanente con una cultura diversa de la suya, cuyos valores propios podrán así ir poco a poco asimilando. Pero esto mismo se obtendrá únicamente cuando quienes pertenecen a las minorías procuren participar amigablemente en los usos y tradiciones del pueblo que los circunda, y no cuando, por el contrario, fomenten los mutuos roces, de los cuales provienen grandes pérdidas y retrasan el progreso de la nación.

Solidaridad eficiente

Las relaciones mutuas entre las naciones, que han de conformarse con la verdad y la justicia, se deben estrechar mediante la acción solidaria de todos, según múltiples formas de asociación; lo cual se verifica en nuestro tiempo, con grandes ventajas, en la colaboración económica, social, política, cultural, sanitaria y deportiva. Ha de tenerse presente para esto que la razón de ser de la autoridad pública no consiste en recluir a los seres humanos dentro de la propia nación, sino en promover el bien común de la respectiva comunidad política, el cual a su vez no puede separarse del bien que es propio de la entera familia humana.

Las diversas comunidades nacionales, al procurar sus propios intereses, no solamente han de evitar perjudicarse unas a otras, sino que todas deben unir sus propósitos y esfuerzos siempre que su acción aislada no baste para conseguir los fines apetecidos; y ha de ponerse en esto sumo cuidado a fin de que lo ventajoso para ciertas naciones, a otras no les acarree más desventajas que utilidades.

El bien común universal requiere además que en cada nación se fomente toda clase de intercambio entre ciudadanos y las entidades intermedias. Dado que en muchas partes del orbe existen grupos humanos de razas más o menos diferentes, ha de cuidarse que no sea impedida la comunicación mutua entre las personas que pertenecen a unos o a otros de tales grupos, lo cual estaría en abierta oposición con las condiciones actuales que han borrado, o poco menos, las distancias internacionales. Ni ha de olvidarse que los hombres, cualquiera que sea su raza, poseen, además de los caracteres propios y distintivos de la misma, otros e importantísimos que les son comunes con todos los demás hombres, según los cuales pueden mutuamente perfeccionarse y adelantar, principalmente en lo que toca a los valores espirituales. Tienen, por lo mismo, el deber y el derecho de vivir socialmente vinculados con los demás.

Equilibrio entre población, tierra y capitales

Es bien sabido que en ciertas regiones hay desproporción entre las extensas tierras cultivables y la escasez de habitantes o entre la riqueza del suelo y los inadecuados medios de cultivo; se necesita por eso que haya cooperación internacional para procurar una más intensa comunicación de capitales, de recursos y de las personas mismas.

Acerca de tales casos, pensamos que lo más apropiado será, dentro de lo posible, que los capitales acudan a las regiones en que está el trabajador, y no al revés: porque así se ofrece a muchas personas la posibilidad de mejorar su condición familiar, sin que hayan de abandonar con tristeza el suelo patrio, y se vean constreñidos a acomodarse de nuevo a un ambiente ajeno y a condiciones de vida particulares de otras gentes.

El problema de los prófugos políticos

Puesto que amamos en Dios a todos los hombres con paterna caridad, consideramos con profunda aflicción los casos de prófugos políticos, cuya multitud -innumerable en nuestra época- lleva consigo muchos y acerbos dolores.

Esto ciertamente manifiesta que los gobernantes de algunas naciones restringen demasiado los límites de una justa libertad, dentro de los cuales es posible a los ciudadanos vivir una vida digna de hombre. Más aún, en tales naciones a veces hasta es puesto en duda o inclusive negado del todo, el derecho mismo a la libertad. Cuando esto sucede, viene a trastornarse del todo el recto orden de la sociedad civil: porque la autoridad pública está esencialmente destinada a promover el bien común, y tiene como su principal deber el de reconocer el adecuado ámbito de la libertad y salvaguardar sus derechos.

Por lo mismo, no estará aquí de más recordar a todos que los prófugos poseen la dignidad propia de personas, y que se les han de reconocer los derechos consiguientes, derechos que no han perdido sólo porque hayan quedado privados de su nacionalidad.

Pues bien, entre los derechos de la persona humana, también se cuenta el que pueda cada uno emigrar a la nación donde espere atender mejor a sí y a los suyos. Por lo cual, es deber de las autoridades públicas el admitir a los extranjeros que vengan y, en cuanto lo permita el verdadero bien de esa comunidad, favorecer los intentos de quienes pretenden incorporarse a ella como nuevos miembros.

Por ese motivo, aprovechamos la presente oportunidad para aprobar y elogiar públicamente todas las iniciativas de solidaridad humana o de cristiana caridad, enderezadas a aliviar los sufrimientos de quienes se ven forzados a emigrar de sus países. Y no podemos menos de invitar a todos los hombres sensatos a alabar aquellas instituciones internacionales que se ocupan de tan transcendental problema.

Desarme

En sentido opuesto, vemos no sin gran dolor, cómo se han estado fabricando y se fabrican todavía, en las naciones económicamente más desarrolladas, enormes armamentos, y cómo a ellos se dedica una suma inmensa de energías espirituales y materiales; de lo cual se sigue que, mientras los ciudadanos de estas naciones han de soportar gastos nada llevaderos, otros pueblos quedan sin las ayudas necesarias para su progreso económico y social.

El motivo que suele darse para justificar tales preparativos militares es que actualmente no puede asegurarse la paz sino fundándola en la paridad de armamentos. De ahí resulta que, apenas se produce en alguna parte un aumento de la fuerza militar, se provoca en otras una carrera desenfrenada a aumentar también los armamentos; y si una nación cuenta con armas atómicas, esto hace que las otras procuren dotarse de la misma clase de armamento, igualmente destructivo.

De todo esto proviene el que los pueblos vivan siempre como bajo el miedo de una tempestad amenazadora, que en cualquier momento puede desencadenarse con ímpetu horrible. Y no sin razón: pues ahí están las armas y si apenas parece creíble que hay hombres que puedan atreverse a tomar sobre sí la responsabilidad de las muertes y asoladora destrucción que acarrearía la guerra, no puede en cambio negarse que un hecho cualquiera imprevisible pueda repentinamente provocar el incendio bélico. Y además, aunque el poderío atroz de los actuales medios militares logre hoy disuadir a los hombres de emprender la guerra, siempre se puede temer que los experimentos atómicos hechos con fines bélicos, si no se interrumpen, traigan consecuencias nefastas para cualquier clase de vida en nuestro planeta.

Así, pues, la justicia, la recta razón y el sentido de la dignidad humana exigen urgentemente que cese ya la carrera de armamentos; que de un lado y de otro, las naciones reduzcan simultáneamente los armamentos que poseen; que las armas nucleares queden proscritas; que, por fin, todos convengan en un pacto de desarme gradual, con mutuas y eficaces garantías. No se puede permitir -advertía nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII- que la calamidad de una guerra mundial, con sus estragos económicos y sociales y sus crímenes y perturbaciones morales, se ensañe por tercera vez sobre la humanidad.

Nadie, sin embargo, puede desconocer que el frenar la carrera de armamentos, el reducirlos, y más todavía, el llegar hasta suprimirlos, resulta imposible si ese desarme no es tan completo y efectivo que abarque aun las conciencias mismas; es decir, a no ser que todos se esfuercen sincera y concordemente por eliminar de los corazones aun el temor y la angustiosa pesadilla de la guerra. Y esto a su vez requiere que esa norma suprema, hoy seguida para conservar la paz, se cambie por otra del todo diversa, en virtud de la cual se reconozca que la verdadera y firme paz entre las naciones no puede asentarse sobre la paridad de las fuerzas militares, sino únicamente sobre la confianza recíproca. Y esto, Nos esperamos que pueda realizarse, ya que se trata de una cosa o solamente dictada por las normas de la recta razón, sino sumamente deseable y fecundísima en bienes.

Ante todo, es cosa dictada por la razón: puesto que a todos es manifiesto -o al menos debería serlo- que las relaciones entre los pueblos, no menos que entre los particulares, se han de regular, no por la fuerza de las armas, sino según la recta razón, o sea, conforme a la verdad, a la justicia y a una eficiente solidaridad.

Decimos, además, que es cosa deseable en sumo grado: porque, ¿quién no anhela con toda su alma que se eviten los peligros de la guerra, y la paz se conserve incólume y vaya cada día asegurándose con más firmes garantías?

Y, por último, es fecundísima en bienes, puesto que sus ventajas alcanzan a todos: a cada una de las personas, a los hogares, a los pueblos, a la entera familia humana. Como lo advertía nuestro predecesor Pío XII con palabras que todavía resuenan vibrantes en nuestros oídos: Nada se pierde con la paz; con la guerra, todo puede perderse.

Siendo así todo esto, Nos, como Vicario de Jesucristo Salvador del mundo y autor de la paz, interpretando los más ardientes votos de toda la familia humana y movidos por la paterna caridad hacia todos los hombres, consideramos propio de Nuestro cargo rogar y suplicar a todos, y en primer lugar a los gobernantes de las naciones, que no perdonen esfuerzos ni fatigas hasta imprimir a los acontecimientos una orientación conforme con la razón y la dignidad humanas.

Que en las asambleas más autorizadas y respetables se examine a fondo la manera de lograr que las mutuas relaciones de los pueblos se ajusten, en todo el mundo, a un equilibrio más humano: es decir, a un equilibrio que esté fundado sobre la confianza recíproca, la sinceridad en los pactos y la fidelidad para cumplir lo pactado. Examínese de tal forma toda la amplitud de este problema, que se llegue a descubrir el punto clave por donde pueda iniciarse una serie de tratados amistosos, firmes y saludables.

Por Nuestra parte, no cesaremos de rogar a Dios que su celeste ayuda haga prósperos y fecundos estos trabajos.

En la libertad

Ha de añadirse que las mutuas relaciones entre las naciones deben ajustarse a la norma de la libertad: norma que excluye el que algunas de ellas tengan derecho a oprimir injustamente a otras, e intervenir indebidamente en sus intereses. Por el contrario, todas han de ayudar a las demás, a que adquieran más plena conciencia de sus propias funciones, actúen con emprendedora iniciativa y sean en todos los campos artífices de su propio progreso.

La elevación de las comunidades políticas en proceso de desarrollo económico

Dada la comunidad de origen, de cristiana Redención y de fin sobrenatural que vincula mutuamente a todos los hombres y los llama a formar una sola familia cristiana, hemos exhortado en la Encíclica Mater et Magistra a las comunidades políticas económicamente más desarrolladas a cooperar en múltiples formas con las que están todavía en proceso de desarrollo económico.

Reconocemos ahora, no sin grande consuelo Nuestro, que tales invitaciones recibieron amplia acogida, y confiamos en que seguirán hallando todavía más plena aceptación: de tal modo que aun los pueblos más necesitados alcancen pronto un progreso económico tal que sus ciudadanos puedan llevar una vida más conforme con la dignidad humana.

Pero siempre ha de insistirse en que dicha ayuda a esos pueblos se debe dar en forma que se respete íntegramente su libertad, y les dejen sentir que, en ese mismo progreso económico y social, son ellos los primeros responsables y los principales artífices.

Sabiamente enseñó acerca de esto nuestro Predecesor, de feliz memoria, Pío XII: Un nuevo orden fundado en las normas morales, prohíbe absolutamente que sean lesionadas la libertad, la integridad y la seguridad de otras naciones, cualquiera que sea su extensión y su capacidad de defenderse. Y si bien resulta inevitable que las grandes potencias, como dotadas de más abundantes recursos y de mayor poder, determinen las normas en su asociación económica con naciones menores; a éstas, sin embargo, lo mismo que a cualquiera otra, no se le puede coartar, salvo el bien común general, su derecho de administrarse libremente, y de mantenerse neutrales frente a los conflictos entre otras naciones, como les corresponde según el derecho natural y el derecho de promover su propio desarrollo económico. Es claro, en efecto, que solo respetando la integridad de esos derechos es posible que tales naciones menores puedan promover el bien común general y juntamente la prosperidad de sus propios ciudadanos, tanto respecto a los bienes externos como en lo que atañe a la cultura y elevación espiritual.

Así, pues, es necesario que las naciones más florecientes, al socorrer en variadas formas a las más necesitadas, respeten con grande esmero las características propias de cada pueblo, y sus instituciones tradicionales, y se abstengan de cualquier intención de predominio. Haciéndolo así contribuirán eficazmente a estrechar los vínculos de una comunidad de todas las naciones, cada una de las cuales, consciente de sus propios derechos y deberes tenga en cuenta de igual modo la prosperidad de todos los pueblos.

Signos de los tiempos

Ha ido penetrando en nuestros días cada vez más en el espíritu humano la persuasión de que las diferencias que surjan entre las naciones se han de resolver, no con las armas, sino mediante convenios.

Esta persuasión, fuerza de decirlo, en la mayor parte de los casos nace de la terrible potencia destructora que los actuales armamentos poseen y del temor a las horribles calamidades y ruinas que tales armamentos acarrearían. Por eso en nuestra edad, que se jacta de poseer la fuerza atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado.

Pero desgraciadamente vemos con frecuencia que las naciones, obedeciendo al temor, como a una ley suprema, van aumentando incesantemente los gastos militares. Lo cual dicen -y se les puede razonablemente creer- llevan a cabo no con intención de someter a los demás, sino para disuadirlos de la agresión.

Sin embargo, cabe esperar que las naciones, entablando relaciones y negociaciones, vayan conociendo mejor los vínculos sociales de la naturaleza humana y entiendan con mayor sabiduría que hay que colocar entre los principales deberes de la comunidad humana el que las relaciones individuales e internacionales obedezcan al amor, no al temor; porque el amor lleva de por sí a los hombres a una sincera y múltiple unión de intereses y de espíritus, fuente para ellos de innumerables bienes.