PACEM IN TERRIS

JUAN XXIII

 

IV - RELACIONES ENTRE LOS INDIVIDUOS, LAS FAMILIAS LAS ASOCIACIONES Y COMUNIDADES POLÍTICAS POR UNA PARTE Y LA COMUNIDAD MUNDIAL POR OTRA

Interdependencia entre las comunidades políticas

El reciente progreso de las ciencias y la técnica, que ha influido en las costumbres humanas, está incitando a los hombres de todas las naciones a que unan cada vez más sus actividades, y ellos mismos se asocien entre sí. Porque hoy en día ha crecido enormemente el intercambio de las ideas, de los hombres y de las cosas. Por lo cual se han multiplicado sobremanera las relaciones entre individuos, familias y asociaciones pertenecientes a naciones diversas, y se han hecho más frecuentes entre los jefes de naciones distintas. Al mismo tiempo la economía de unas naciones se entrelaza cada vez más con la economía de otras: los planes económicos nacionales gradualmente se van asociando de modo que, de todos ellos unidos, resulta una especie de economía universal; finalmente el progreso social, el orden, la seguridad y la tranquilidad de todas las naciones guardan estrecha relación entre sí.

Esto supuesto, se echa de ver que cada Estado, independientemente de los demás, no puede atender como conviene a su propio provecho, ni puede adquirir plenamente la perfección debida porque la creciente prosperidad de un Estado es en parte efecto y en parte causa de la creciente prosperidad de todos los demás.

Insuficiencia de la organización actual de la autoridad pública en relación con el bien común universal

Jamás vendrá a deshacerse la unidad de la sociedad humana, puesto que ésta consta de hombres que participan igualmente de la dignidad natural. De ahí la necesidad, que brota de la misma naturaleza humana, de que se atienda debidamente al bien universal, o sea, al que se refiere a toda la familia humana.

En el pasado los jefes de las naciones parece que pudieron atender suficientemente al bien común universal, procurándolo ya por embajadas en su propia nación, ya por encuentros y diálogos de los personajes más destacados de la misma, ya por pactos y tratados, es decir, empleando los métodos y medios que señalaban el derecho natural, el derecho de gentes y el derecho internacional.

En nuestros días las relaciones mutuas de las naciones han sufrido notables cambios. Por una parte, el bien común internacional propone cuestiones de suma gravedad, arduas y de inmediata solución, sobre todo en lo referente a la seguridad y a la paz del mundo entero; por otra parte, los jefes de las diversas naciones, como gozan de igual derecho, por más que multipliquen las reuniones y los esfuerzos para encontrar medios jurídicos más aptos, no logran en grado suficiente su objetivo, no porque les falte sincera voluntad y empeño, sino porque su autoridad carece del poder necesario.

De modo que en las circunstancias actuales de la sociedad humana, tanto la constitución y forma de los Estados, como la fuerza que tiene la autoridad pública en todas las naciones del mundo, se han de considerar insuficientes para el fomento del bien común de todos los pueblos.

Relación entre el contenido histórico del bien común y la estructura y función de los poderes públicos

Ahora bien, si se examinan con diligencia por una parte la razón íntima del bien común, y por otra, la naturaleza y la función de la autoridad pública, no habrá quien no vea que existe entre ambas una conexión imprescindible. Porque el orden moral, así como exige a la autoridad pública que promueva el bien común de la sociedad civil, así también requiere que dicha autoridad pueda realmente procurarlo. De donde nace que las instituciones civiles -en las cuales la autoridad pública se mueve, actúa y logra su fin- deben estar dotadas de tal forma y de tal eficacia, que puedan llevar al bien común por las vías y medios, que mejor correspondan a la diversa importancia de los asuntos.

Como hoy el bien común de todas las naciones propone cuestiones que interesan a todos los pueblos y como semejantes cuestiones solamente puede afrontarlas una autoridad pública, cuyo poder, forma e instrumentos sean suficientemente amplios y cuya acción se extienda a todo el orbe de la tierra, resulta que, por exigencia del mismo orden moral, es menester constituir una autoridad pública sobre un plano mundial.

Poderes públicos constituidos de común acuerdo y no impuestos por la fuerza

Estos poderes públicos, cuya autoridad se ejerce sobre el mundo entero y provistos de medios adecuados que lleven al bien común universal, se han de crear ciertamente con el consentimiento de todas las naciones, no se han de imponer a la fuerza. Lo cual se prueba porque, debiendo esta autoridad desempeñar su oficio eficazmente, conviene que sea igual con todos, exenta de toda parcialidad y orientada al bien común de todas las gentes. Si las naciones más poderosas impusiesen por la fuerza esta autoridad universal, con razón se habría de temer que sirviese al provecho de unos pocos o que estuviese del lado de una sola nación; y de este modo la fuerza y eficacia de su acción correrían peligro. Las naciones, por mucho que discrepen entre sí en el aumento de bienes materiales y en su poder militar, defienden tenazmente la igualdad jurídica y la propia dignidad moral. Por esto, no sin razón, los Estados se someten de mal grado a una potestad que se les impone por la fuerza, o a cuya constitución no han contribuido, o a la que no se han adherido espontáneamente.

El bien común universal y los derechos de la persona

Como no se puede juzgar del bien común de cada nación sin tener en cuenta la persona humana, lo mismo se debe decir de las conveniencias generales de todas las naciones; por lo cual la autoridad pública y universal debe mirar principalmente a que los derechos de la persona humana se reconozcan, se tengan en el debido honor, se conserven indemnes y realmente se desarrollen. Esto lo podrá llevar a cabo o por sí mismo, si el asunto lo consiente o estableciendo en todo el mundo condiciones con cuya ayuda los jefes de cada nación puedan desempeñar su cargo con mayor comodidad.

Principio de subsidiariedad

Además, así como en cada nación es menester que las relaciones que median entre la autoridad pública y los ciudadanos, las familias y las asociaciones intermedias, se rijan y moderen con el principio de subsidiariedad, con el mismo principio es razonable que se compongan las relaciones que median entre la autoridad pública mundial y las autoridades públicas de cada nación. A esta autoridad mundial corresponde examinar y dirimir aquellos problemas que plantea el bien común universal en el orden económico, social, político o cultural, los cuales siendo, por su gravedad suma, de una extensión muy grande y de una urgencia inmediata, se consideran superiores a la posibilidad que los jefes de cada comunidad política tienen para resolverlos eficazmente.

No le toca a esta autoridad mundial ni limitar ni abocar a sí lo que toca al poder público de cada nación. Por el contrario, es menester procurar que en todo el mundo se cree el clima en el cual no solo el poder público sino los individuos y las sociedades intermedias puedan con mayor seguridad conseguir sus fines, cumplir sus deberes y reclamar sus derechos.

Realizaciones de estos tiempos

Como es de todos sabido, el 26 de junio de 1945 se fundó la Organización de las Naciones Unidas -conocida con la abreviatura ONU- a la que después se le agregaron otros organismos inferiores compuestos de miembros nombrados por la autoridad pública de las diversas naciones; a estos se les confiaron asuntos de gran importancia que interesaban a todas las naciones de la tierra y que se referían a la vida económica, social, cultural, educativa y sanitaria. Las Naciones Unidas se propusieron como fin esencial mantener y consolidar la paz de las naciones, fomentando entre ellas relaciones amistosas basadas en los principios de igualdad, mutuo respeto y múltiple cooperación en todos los sectores de la convivencia humana.

La importancia de las Naciones Unidas se manifiesta claramente en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, que la Asamblea General ratificó el 10 de diciembre de 1948. En el preámbulo de esta Declaración se proclama como ideal que todos los pueblos y naciones han de procurar el efectivo reconocimiento y respeto de estos derechos y de las respectivas libertades.

No se Nos oculta que algunos capítulos de esta Declaración parecieron a algunos menos dignos de aprobación, no sin razón. Sin embargo, creemos que esta Declaración se ha de considerar como un primer paso e introducción hacia la organización jurídico-política de la comunidad mundial, ya que en ella solemnemente se reconoce la dignidad de la persona humana de todos los hombres y se afirman los derechos que todos tienen a buscar libremente la verdad, a observar las normas morales, a ejercer los deberes de la justicia, a exigir una vida digna del hombre, y otros derechos que están vinculados a éstos.

Deseamos, pues, vivamente que la Organización de las Naciones Unidas pueda ir acomodando cada vez mejor su estructura y sus medios a la amplitud y nobleza de sus objetivos. Ojalá venga cuanto antes el tiempo en que esta Organización pueda garantizar eficazmente los derechos del hombre: derechos que por brotar inmediatamente de la dignidad de la persona humana, son universales, inviolables e inalienables. Tanto más, cuanto que hoy los hombres participan cada vez más activamente en los asuntos públicos de sus respectivas naciones, siguen con creciente interés la vida de las otras, y se hacen más conscientes de que pertenecen como miembros vivos a una comunidad mundial.

RECOMENDACIONES PASTORALES

El deber de tomar parte en la vida pública

Al llegar aquí exhortamos de nuevo a nuestros hijos a que participen activamente en la administración pública y cooperen al fomento de la prosperidad de todo el género humano y de su propia nación. Iluminados por la luz del cristianismo y guiados por la caridad es menester que con no menor esfuerzo procuren que las instituciones de carácter económico, social, cultural o político, lejos de crear a los hombres impedimentos, les presten ayuda para hacerse mejores, tanto en el orden natural como en el sobrenatural.

Competencia científica, capacidad técnica, experiencia profesional

Para inspirar la vida civil con rectas normas y cristianos principios, no basta que estos hijos nuestros gocen de la luz celestial de la fe y que se muevan a impulsos del deseo de promover el bien; se requiere además que entren en las instituciones de la vida civil y que puedan desenvolver dentro de ellas su acción eficaz.

Pero como la actual civilización se distingue sobre todo por la ciencia y los inventos técnicos, ciertamente nadie puede entrar y actuar eficazmente en las instituciones públicas si no posee el saber científico, la idoneidad para la técnica y la pericia profesional.

La acción como síntesis de elementos científico-técnico-profesionales y de valor espiritual

Téngase presente que todas estas cualidades de ninguna manera bastan para que las relaciones de la vida cotidiana se conformen con una práctica más humana, la cual ciertamente es menester que se apoye en la verdad, se rija por la justicia, se consolide con la caridad mutua y esté afianzada habitualmente en la libertad.

Para que los hombres realmente lleguen a la práctica de estos consejos, han de trabajar con gran diligencia, primero en cumplir, en la producción de las cosas terrenas, las leyes propias de cada cosa y observar las normas que convienen a cada caso; luego en conformar sus propias acciones con los preceptos morales, procediendo como quien ejercita su derecho o cumple su deber. Más aún, la razón pide que los hombres, obedeciendo a los providenciales designios de Dios relativos a nuestra salvación y sin descuidar la propia conciencia, actúen en la vida armonizando plenamente su ciencia, su técnica y su profesión con los bienes superiores del espíritu.

Restablecimiento de la unidad en los creyentes entre su fe religiosa y su conducta moral

Es también cosa manifiesta que en las naciones de antigua tradición cristiana, las instituciones civiles florecen actualmente con el progreso científico y técnico y abundan en medios aptos para la realización de cualquier proyecto, pero que con frecuencia en ellos se han enrarecido la motivación e inspiración cristianas.

Con razón surge la pregunta de cómo ha podido suceder este fenómeno, siendo así que en la institución de aquellas leyes contribuyeron no poco y siguen contribuyendo personas que profesan el cristianismo y que, al menos en parte, conforman realmente su vida con las normas evangélicas. La causa de esto creemos hallarla en la falta de coherencia entre la conducta y la fe. Es, pues, apetecible que de tal modo se restablezca en ellos la unidad de la mente y del espíritu, que en sus actos dominen simultáneamente la luz de la fe y la fuerza del amor.

Desarrollo integral de los seres humanos

El que en los cristianos con harta frecuencia la fe religiosa esté en desacuerdo con la conducta, creemos que nace también de que esos cristianos no se han ejercitado suficientemente en la práctica de las costumbres cristianas y en la instrucción de la doctrina cristiana. Porque sucede frecuentemente y en muchos lugares que los cristianos no cultivan por igual el conocimiento de la religión y del saber profano y, mientras en el conocimiento científico llegan a la cumbre, en la formación religiosa no pasan ordinariamente de lo elemental. De aquí la necesidad apremiante de que la formación de los adolescentes sea plena, sea continua y se dé de modo que la cultura religiosa y la formación espiritual vayan a la par con el conocimiento científico y con los incesantes progresos técnicos. Además, conviene que los jóvenes se formen en función del ejercicio adecuado de su propia vocación.

Solicitud constante

Debemos, sin embargo, anotar aquí lo difícil que es entender adecuadamente la relación entre las situaciones concretas y las exigencias objetivas de la justicia, es decir, la exactitud de los grados y formas con que se han de aplicar los principios doctrinales a la realidad concreta de la convivencia humana.

La exactitud de aquellos grados y formas se hace tanto más difícil por cuanto nuestra época está caracterizada por una acentuada tendencia a la velocidad. Por lo cual, en el trabajo cotidiano de conformar cada vez más la realidad social con las exigencias de la justicia, es necesario que Nuestros hijos vean una labor que jamás puede darse por definitivamente terminada, como para descansar sobre ella.

Más aún, conviene que todos consideren que lo que se ha alcanzado no basta para lo que exigen las necesidades y queda, por tanto, mucho todavía por realizar o mejorar, tanto en las empresas productoras, en las asociaciones sindicales, en las agrupaciones profesionales, en los sistemas de seguros, como en las instituciones culturales, en las disposiciones de orden jurídico, en las formas políticas, en las organizaciones sanitarias, recreativas, deportivas y otras semejantes, de las cuales tiene necesidad esta edad nuestra, era del átomo y de las conquistas espaciales, era en que la familia humana ha entrado en un nuevo camino con perspectivas de una amplitud casi sin límites.

Relaciones entre católicos y no católicos en el campo económico-social-político

Los principios doctrinales que hemos expuesto o se basan en la naturaleza misma de las cosas, o proceden de la esfera de los derechos naturales. Ofrecen, por tanto, amplio campo de encuentro y entendimiento, ya sea con los cristianos separados de esta sede apostólica ya sea con aquellos que no han sido iluminados por la fe cristiana, pero poseen la luz de la razón y la rectitud natural. En dichos contactos los que profesan la religión católica han de tener cuidado de ser siempre coherentes consigo mismos, de no admitir jamás posiciones intermedias que comprometan la integridad de la religión o de la moral. Muéstrense, sin embargo, hombres capaces de valorar con equidad y bondad las opiniones ajenas sin reducirlo todo al propio interés, antes dispuestos a cooperar con lealtad en orden a lograr las cosas que son buenas de por sí o reducibles al bien.

Ahora bien, siempre se ha de distinguir entre el que yerra y el error, aunque se trate de hombres que no conocen la verdad o la conocen sólo a medias, ya en el orden religioso, ya en el orden de la moral práctica; puesto que el que yerra, no por eso está despojado de su condición de hombre, ni ha perdido su dignidad de persona y merece la consideración que deriva de este hecho. Además, en la naturaleza humana jamás se destruye la capacidad de vencer el error y de abrirse paso al conocimiento de la verdad. Ni le faltan jamás las ayudas sobrenaturales de la Divina Providencia. Por lo cual, quien carece de la luz de la fe o profesa doctrinas erróneas puede mañana, con la iluminación de Dios, abrazar la verdad.

Porque si los católicos a propósito de las cosas temporales traban relacione con aquellos que o no creen en Cristo o creen en Él, pero en forma errada, pueden servirles de ocasión o de exhortación para que vengan a la verdad.

Se ha de distinguir también cuidadosamente entre las teorías filosóficas sobre la naturaleza, el origen, el fin del mundo y del hombre, y las iniciativas de orden económico, social, cultural o político, por más que tales iniciativas hayan sido originadas e inspiradas en tales teorías filosóficas; porque las doctrinas, una vez elaboradas y definidas, ya no cambian, mientras que tales iniciativas encontrándose en situaciones históricas continuamente variables, están forzosamente sujetas a los mismos cambios. Además, ¿quién puede negar que, en dictados de la recta razón e intérpretes de las justas aspiraciones del hombre, puedan tener elementos buenos y merecedores de aprobación?

Teniendo presente esto, puede a veces suceder que ciertos contactos de orden práctico, que hasta aquí, se consideran como inútiles en absoluto, hoy por el contrario sean provechosos, o puedan llegar a serlo. Determinar si tal momento ha llegado o no, como también establecer las formas y el grado en que hayan de realizarse contactos en orden a conseguir metas positivas, ya sea en el campo económico o social, ya también en el campo cultural o político, son puntos que sólo puede enseñar la virtud de la prudencia, como reguladora que es de todas las virtudes que rigen la vida moral tanto individual como social. Por esto la decisión de estas materias corresponde de un modo particular a aquellos que en estos asuntos concretos desempeñan cargos de responsabilidad en la comunidad; siempre que se mantengan, sin embargo, los principios del derecho natural al par que la doctrina social de la Iglesia y las directivas de la autoridad eclesiástica. Porque nadie debe olvidar que a la Iglesia es a quien compete el derecho y el deber no sólo de tutelar los principios de la fe y de la moral, sino también de prescribir autoritativamente a sus hijos, aun en la esfera del orden temporal, cuando se trata de aplicar tales principios a la vida práctica.

Etapas necesarias

No faltan hombres de gran corazón que, encontrándose frente a situaciones en que las exigencias de la justicia o no se cumplen o se cumplen en forma deficiente, movidos del deseo de cambiarlo todo, se dejan llevar de un impulso tan arrebatado que parecen recurrir a algo semejante a una revolución. A estos tales quisiéramos recordarles que todas las cosas adquieren su crecimiento por etapas sucesivas, y así, en virtud de esta ley, en las instituciones humanas nada se lleva a un mejoramiento sino obrando desde dentro paso a paso.

Esto recordaba nuestro predecesor de feliz memoria, Pío XII, cuando decía: No en la revolución sino en una evolución bien planeada se encuentra la salvación y la justicia. La violencia nunca ha hecho otra cosa que destruir, no edificar; encender las pasiones, no aplacarlas. Acumulando odios y ruinas, no sólo no ha logrado reconciliar a los contendientes, sino que a hombres y partidos los ha llevado a la dura necesidad de reconstruir lentamente, con imponderable trabajo, sobre los escombros amontonados por la discordia, la vieja obra destruida.

Inmensa tarea

A todos los hombres de alma generosa incumbe, pues, la tarea inmensa de restablecer las relaciones de convivencia basándolas en la verdad, en la justicia, en el amor, en la libertad: las relaciones de convivencia de los individuos entre sí o de los ciudadanos con sus respectivas comunidades políticas, o de las varias comunidades políticas unas con otras, o de los individuos, familias, entidades intermedias y comunidad política respecto de la comunidad mundial. Tarea ciertamente nobilísima, como que de ella derivaría la verdadera paz conforme al orden establecido por Dios.

Estos hombres, demasiado pocos por cierto para tan ingente tarea, merecedores del aplauso universal, es justo que reciban de Nosotros el elogio público, al mismo tiempo que una urgente exhortación a perseverar en tan saludable empresa. Pero Nos alienta por igual la esperanza de que otros muchos, sobre todo entre los cristianos, urgidos por la conciencia del deber y la exigencia de la caridad, vendrán a sumarse a ellos. Porque todos cuantos creen en Cristo, deben ser en esta nuestra sociedad humana como una antorcha de luz, un fuego de faro, un fermento que vivifique toda la masa; y tanto mejor lo serán cuanto más unidos estén con Dios

. De hecho, no se da paz en la sociedad humana si cada cual no tiene paz en sí mismo, es decir, si cada cual no establece en sí mismo el orden prescrito por Dios. ¿Quiere tu alma ser capaz de vencer las pasiones? -pregunta San Agustín- que se someta al que está arriba y vencerá al que está abajo y se hará la paz en ti: una verdadera, cierta, ordenada. ¿Cuál es el orden de esta paz? Dios manda sobre el alma, el alma sobre la carne: nada hay más ordenado.

El Príncipe de la Paz

Estas enseñanzas nuestras acerca de los problemas que de momento tan agudamente aquejan a la familia humana y que tan estrechamente unidos están al progreso de la sociedad, nos las dicta un profundo anhelo, que comparten con Nos los hombres de buena voluntad, el anhelo de la consolidación de la paz en este mundo nuestro.

Como Vicario -aunque indigno- de Aquel a quien el anuncio profético proclamó Príncipe de la Paz, creemos que es obligación Nuestra consagrar todo Nuestro pensamiento, todo Nuestro cuidado y esfuerzo a obtener este bien en provecho de todos. Pero la paz será una palabra vacía si no está fundada sobre aquel orden que nosotros, movidos de confiada esperanza, hemos esbozado en sus líneas generales en este nuestra Encíclica: la paz ha de estar fundada sobre la verdad, construida con las normas de la justicia, vivificada e integrada por la caridad y realizada, en fin con la libertad.

Es ésta una empresa tan gloriosa y excelsa que las fuerzas humanas, por más que estén animadas de la buena voluntad más laudable, no pueden por sí solas llevarla a efecto. Para que la sociedad humana refleje lo más posible la semejanza del reino de Dios, es de todo punto necesario el auxilio del Cielo.

Es, pues, exigencia de las cosas mismas el que en estos días santos nos volvamos con preces suplicantes a Aquel que con sus dolorosos tormentos y con su muerte, no solo destruyó el pecado -fuente y principio de todas las miserias y de todos los desequilibrios- sino que derramando su sangre reconcilió al género humano con su Padre Celestial y trajo los dones de su paz: Porque Él es nuestra Paz, el que de los pueblos ha hecho uno solo. Él, que vino a anunciaros la paz a vosotros que estabais lejos, y la paz a aquellos que estaban cerca.

Y en la sagrada liturgia de estos días resuena este mismo anuncio: Cristo resucitado presentándose en medio de sus discípulos, los saludó diciendo; la paz sea con vosotros. Aleluya. Y los discípulos se gozaron con la visita del Señor. Así Cristo nos ha traído la paz, nos ha dejado la paz: La paz os dejo, mi paz os doy. No la doy como la da el mundo.

Pidamos, pues, con instantes súplicas al Divino Redentor, esta paz que Él mismo nos trajo. Que Él borre de los hombres todo lo que pueda poner en peligro esta paz y transforme a todos en testigos de la verdad, de la justicia y del amor fraterno. Que Él ilumine con su luz la mente de los que gobiernan las naciones, para que junto al bienestar y prosperidad convenientes, procuren también a sus conciudadanos el don magnífico de la paz. Que Cristo finalmente encienda las voluntades de todos para echar por tierra las barreras que dividen a los unos de los otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la mutua comprensión, en fin, para perdonar los agravios. Así, bajo su acción y amparo, todos los pueblos se aúnen como hermanos y florezca entre ellos y reine siempre la anhelada paz.

Con este supremo deseo y augurio, Venerables Hermanos, de que esta paz irradie en las comunidades cristianas que os han sido confiadas, para beneficio sobre todo de los más humildes y más necesitados de socorro y defensa, a vosotros, a los sacerdotes de ambos cleros, a los religiosos y a las vírgenes consagradas a Dios, a todos los fieles cristianos, pero de un modo especial a aquellos que pongan su esfuerzo generoso en secundar estas exhortaciones nuestras, con todo afecto en el Señor impartimos la bendición apostólica, mientras para todos los hombres de buena voluntad, a los cuales va también dirigida esta carta nuestra, imploramos de Dios salud y prosperidad.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día Jueves Santo, 11 de abril del año 1963, quinto de Nuestro Pontificado.

JUAN  XXIII