PACEM IN TERRIS
JUAN XXIII
ENCÍCLICA Sobre la paz entre los pueblos
11 de abril de 1963
CARTA
ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN XXIII
A LOS VENERABLES HERMANOS,
PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS
Y OTROS ORDINARIOS EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA,
AL CLERO Y FIELES DE TODO EL MUNDO
Y A TODOS LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE LA PAZ ENTRE TODOS LOS PUEBLOS,
QUE HA DE FUNDARSE EN
LA VERDAD, LA JUSTICIA, LA CARIDAD Y LA LIBERTAD
VENERABLES HERMANOS Y QUERIDOS HIJOS,
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA:
INTRODUCCIÓN
El orden en el universo
LA PAZ EN LA TIERRA, profunda aspiración de los
hombres de todos los tiempos, no se puede establecer ni asegurar si no se guarda
íntegramente el orden establecido por Dios.
El progreso de las ciencias y los inventos de la técnica
nos manifiestan el maravilloso orden que reina en los seres vivos y en las
fuerzas de la naturaleza al mismo tiempo que la grandeza del hombre que descubre
este orden y crea los medios aptos para adueñarse de esas fuerzas y reducirlas
a su servicio.
Pero los progresos científicos y los inventos técnicos
nos muestran sobre todo la grandeza infinita de Dios, Creador del universo y del
hombre. Ha creado Dios el universo derramando en él los tesoros de su sabiduría
y de su bondad como exclama el Salmista: ¡Oh Señor, Señor nuestro, qué
admirable es tu nombre en toda la tierra!. ¡Qué grandes son tus obras, Señor!
Todo lo has hecho con sabiduría. Ha creado al hombre inteligente y libre a su
imagen y semejanza haciéndolo señor de todas las cosas: Has hecho al hombre,
exclama el mismo Salmista, un poco inferior a los ángeles, lo has coronado de
gloria y honor y lo has colocado sobre las obras de tus manos. Has puesto todo
bajo sus pies.
El orden entre los seres humanos
¡Cómo contrasta en cambio con este orden
maravilloso del universo el desorden que reina no sólo entre los individuos,
sino también entre los pueblos! Parece que sus relaciones no pueden regirse
sino por la fuerza.
Sin embargo, el Creador ha impreso el orden aun en
lo más íntimo de la naturaleza del hombre: orden que la conciencia descubre y
manda perentoriamente seguir. Los hombres muestran escrita en sus corazones la
obra de la ley y de ello da testimonio su propia conciencia. ¿Cómo podría,
por lo demás, ser de otro modo? Todas las obras de Dios son un reflejo de su
sabiduría infinita y un reflejo tanto más luminoso cuanto más altas están en
la escala de las perfecciones.
Un error en el que se incurre con bastante
frecuencia está en el hecho de que muchos piensan que las relaciones entre los
hombres y sus respectivas Comunidades políticas se pueden regular con las
mismas leyes que rigen las fuerzas y los seres irracionales que constituyen el
universo, siendo así que las leyes que regulan las relaciones humanas son de
otro género y hay que buscarlas donde Dios las ha dejado escritas, esto es, en
la naturaleza del hombre.
Son, en efecto, estas leyes las que indican
claramente cómo los individuos deben regular sus relaciones en la convivencia
humana; las relaciones de los ciudadanos con la autoridad pública dentro de
cada Comunidad política; las relaciones entre esas mismas Comunidades políticas;
finalmente las relaciones entre los ciudadanos y Comunidades políticas de una
parte, y aquella Comunidad mundial de otra, que las exigencias del bien común
universal reclaman urgentemente que por fin se constituya.
I - EL ORDEN ENTRE LOS SERES HUMANOS
Todo ser humano es persona, sujeto de derechos y de
deberes
En toda humana convivencia bien organizada y fecunda
hay que colocar como fundamento el principio de que todo ser humano es persona,
es decir, una naturaleza dotada de inteligencia y de voluntad libre y que, por
tanto, de esa misma naturaleza directamente nacen al mismo tiempo derechos y
deberes que, al ser universales e inviolables, son también absolutamente
inalienables.
Y si consideramos la dignidad de la persona humana a
la luz de las verdades reveladas, es forzoso que la estimemos todavía mucho más,
dado que el hombre ha sido redimido con la Sangre de Cristo, la gracia
sobrenatural lo ha hecho hijo y amigo de Dios y lo ha constituido heredero de la
gloria eterna.
LOS DERECHOS
El derecho a la existencia y a un nivel de vida
digno
Todo ser humano tiene el derecho a la existencia, a
la integridad física, a los medios indispensables y suficientes para un nivel
de vida digno, especialmente en cuanto se refiere a la alimentación, al
vestido, a la habitación, al descanso, a la atención médica, a los servicios
sociales necesarios. De aquí el derecho a la seguridad en caso de enfermedad,
de invalidez, de viudez, de vejez, de paro, y de cualquier otra eventualidad de
pérdida de medios de subsistencia por circunstancias ajenas a su voluntad.
Derechos referentes a los valores morales y
culturales
Todo ser humano tiene el derecho natural al debido
respeto de su persona, a la buena reputación, a la libertad para buscar la
verdad y, dentro de los límites del orden moral y del bien común, para
manifestar y defender sus ideas, para cultivar cualquier arte y finalmente para
tener una objetiva información de los sucesos públicos.
También nace de la naturaleza humana el derecho a
participar de los bienes de la cultura y por tanto el derecho a una instrucción
fundamental y a una formación técnico-profesional de acuerdo con el grado de
desarrollo de la propia Comunidad política. Y para esto se debe facilitar el
acceso a los grados más altos de la instrucción según los méritos
personales, de tal manera que los hombres, en cuanto es posible, puedan ocupar
puestos y responsabilidades en la vida social conformes a sus aptitudes y a las
capacidades adquiridas.
El derecho de honrar a Dios según el dictamen de la
recta conciencia
Entre los derechos del hombre hay que reconocer
también el que tiene de honrar a Dios según el dictamen de su recta conciencia
y profesar la religión privada y públicamente. Porque, como afirma muy bien
Lactancio, para esto nacemos, para ofrecer a Dios que nos crea los justos y
debidos servicios, para buscarlo a Él solo, para seguirlo. Este es el vínculo
de piedad que a Él nos une y nos liga y del cual deriva el nombre mismo de
religión. Y Nuestro Predecesor de inmortal memoria, León XIII, afirma: Esta
verdadera y digna libertad de los hijos de Dios, que mantiene alta la dignidad
de la persona humana, es mayor que cualquier violencia e injusticia y la Iglesia
la deseó y amó siempre. Esta libertad la reivindicaron intrépidamente los apóstoles,
la defendieron con sus escritos los apologistas y la consagró un número
ingente de mártires con su propia sangre.
El derecho a la elección del propio estado
Los seres humanos tienen el derecho a la libertad en
la elección del propio estado y, por consiguiente, a crear una familia con
paridad de derecho y de deberes entre el hombre y la mujer, o también a seguir
la vocación al sacerdocio o vida religiosa.
La familia, fundada sobre el matrimonio contraído
libremente, uno e indisoluble, es y debe ser considerada como núcleo primario y
natural de la sociedad. De lo cual se sigue que se deba atender con mucha
diligencia no sólo a la parte económica y social, sino también a la cultural
y moral, que consolidan su unidad y facilitan el cumplimiento de su misión
peculiar.
Pero antes que nadie son los padres los que tienen
el derecho de mantener y educar a sus propios hijos.
Pasando ahora al campo de los problemas económicos,
es claro que la misma naturaleza ha conferido al hombre el derecho, no solo a la
libre iniciativa en el campo económico, sino también al trabajo.
A estos derechos va inseparablemente unido el
derecho de trabajar en tales condiciones que no sufran daño la integridad física
ni las buenas costumbres, y que no impidan el desarrollo completo de los seres
humanos; y, por lo que toca a la mujer, se le ha de otorgar el derecho a
condiciones de trabajo conciliables con sus exigencias y con los deberes de
esposa y de madre.
De la dignidad de la persona humana, brota también
el derecho a desarrollar las actividades económicas en condiciones de
responsabilidad.
Y de un modo especial hay que poner de relieve el
derecho a una retribución del trabajo determinada según los criterios de la
justicia y suficientes por lo tanto, en las proporciones correspondientes a la
riqueza disponible, para permitir al trabajador y a su familia un nivel de vida
conforme con la dignidad humana. Sobre este punto nuestro predecesor Pío XII,
de feliz memoria, afirmaba: Al deber de trabajar, impuesto al hombre por su
naturaleza, corresponde asimismo un derecho natural en virtud del cual pueda
pedir, a cambio de su trabajo, lo necesario para la vida propia y de sus hijos.
Tan profundamente está mandada por la naturaleza la conservación del hombre.
También brota de la naturaleza humana el derecho a
la propiedad privada sobre los bienes inclusive productivos: derecho que, como
otras veces hemos enseñado, constituye un medio eficaz para la afirmación de
la persona humana y para el ejercicio de su responsabilidad en todos los campos
y un elemento de seguridad y de serenidad para la vida familiar y de pacífico y
ordenado desarrollo de la convivencia. Por lo demás conviene recordar que al
derecho de propiedad privada va inherente una función social.
Derecho de asociación
De la intrínseca sociabilidad de los seres humanos
se deriva el derecho de reunión y de asociación, como también el derecho de
dar a las asociaciones la estructura que se juzgue conveniente para obtener sus
objetivos y el derecho de libre movimiento dentro de ellas bajo la propia
iniciativa y responsabilidad para el logro concreto de estos objetivos.
Ya en la Encíclica "Mater et Magistra"
insistíamos en la necesidad insustituible de la creación de una rica gama de
asociaciones y entidades intermedias para la consecución de objetivos que los
particulares por sí solo no pueden alcanzar. Tales entidades y asociaciones
deben considerarse como absolutamente necesarias para salvaguardar la dignidad y
libertad de la persona humana asegurando así su responsabilidad.
Derecho de emigración e inmigración
Todo hombre tiene derecho a la libertad de
movimiento y de residencia dentro de la comunidad política de la que es
ciudadano; y también tiene derecho de emigrar a otras comunidades políticas y
establecerse en ellas cuando así lo aconsejen legítimos intereses. El hecho de
pertenecer a una determinada comunidad política, no impide de ninguna manera el
ser miembro de la familia humana y pertenecer en calidad de ciudadano a la
comunidad mundial.
Derechos políticos
De la misma dignidad de la persona humana proviene
el derecho a tomar parte activa en la vida pública y contribuir a la consecución
del bien común. El hombre en cuanto tal, decía nuestro predecesor de feliz
memoria, Pío XII, lejos de ser tenido como objeto y elemento pasivo, debe por
el contrario ser considerado como sujeto, fundamento y fin de la vida social.
Derecho fundamental de la persona humana es también
la defensa jurídica de sus propios derechos: defensa eficaz, imparcial y regida
por los principios objetivos de la justicia. El mismo Pío XII, Predecesor
Nuestro, insistía: Del orden jurídico por Dios deriva el inalienable derecho
del hombre a su seguridad jurídica y, con esto, a una esfera concreta de
derechos defendida de todo ataque arbitrario.
LOS DEBERES
Inseparable correlación entre derechos y deberes en
la misma persona
Los derechos naturales recordados hasta aquí están
inseparablemente unidos en la persona que los posee con otros tantos deberes y,
unos y otros, tienen en la ley natural, que los confiere o los impone, su raíz,
su alimento y su fuerza indestructible.
Al derecho de todo hombre a la existencia, por
ejemplo, corresponde el deber de conservar la vida; al derecho a un nivel digno,
el deber de vivir dignamente, y, al derecho a la libertad en la búsqueda de la
verdad, el deber de buscarla cada día más amplia y profundamente.
Reciprocidad de derechos y de deberes entre personas
distintas
Esto supuesto, también en la humana convivencia, a
un determinado derecho natural de cada uno corresponde la obligación en los demás
de reconocérselo y respetárselo. Porque todo derecho fundamental deriva en su
fuerza moral de la ley natural, que confiere e impone a los demás el
correlativo deber. Así, pues, aquellos que al reivindicar sus derechos se
olvidan de sus deberes o no les dan la conveniente importancia, se asemejan a
los que deshacen con una mano lo que hacen con la otra.
Mutua colaboración
Al ser los hombres por naturaleza sociables, deben
vivir los unos con los otros y procurar los unos el bien de los demás. Por eso
una convivencia humana bien organizada, exige que se reconozcan y respeten los
derechos y deberes mutuos. De aquí se sigue que cada uno debe aportar
generosamente su colaboración a la creación de ambientes en los que así
derechos como deberes se ejerciten cada vez con más empeño y rendimiento.
No basta, por ejemplo, reconocer al hombre el
derecho a las cosas necesarias para la vida si no se procura, en la medida de lo
posible, que todas esas cosas las tenga con suficiencia.
A esto se añade que la sociedad humana no solamente
tiene que ser ordenada, sino que tiene también que aportarles frutos copiosos.
Lo cual exige que los hombres reconozcan y cumplan mutuamente sus derechos y
obligaciones, pero también que todos a una intervengan en las muchas empresas
que la civilización actual permita, aconseje o reclame.
En actitud de responsabilidad
La dignidad de la persona humana requiere además
que el hombre, en el obrar, proceda consciente y libremente. Por lo cual, en la
vivencia con sus conciudadanos, tiene que respetar los derechos, cumplir las
obligaciones, actuar en las mil formas posibles de colaboración en virtud de
decisiones personales, es decir, tomadas por convicción, por propia iniciativa,
en actitud de responsabilidad, y no en fuerza de imposiciones o presiones
provenientes las más de las veces de fuera. Convivencia fundada exclusivamente
sobre la fuerza, no es humana. En ella, efectivamente, las personas se ven
privadas de la libertad en vez de ser estimuladas a desenvolverse y
perfeccionarse a sí mismas.
Convivencia en la verdad, en la justicia, en el
amor, en la libertad
La convivencia entre los hombres será
consiguientemente ordenada, fructífera y propia de la dignidad de la persona
humana si se fundamenta sobre la verdad, según la recomendación del apóstol
San Pablo: Deponiendo la mentira hablad la verdad cada uno con su prójimo,
porque somos miembros unos de otros. Lo que ocurrirá cuando cada cual reconozca
debidamente los recíprocos derechos y las correspondientes obligaciones. Esta
convivencia así descrita, llegará a ser real cuando los ciudadanos respeten
efectivamente aquellos derechos y cumplan las respectivas obligaciones; cuando
estén vivificados por tal amor, que sientan como propias las necesidades ajenas
y hagan a los demás participantes de los propios bienes; finalmente cuando
todos los esfuerzos se aúnen para hacer siempre más viva entre todos la comunión
de los valores espirituales en el mundo. Ni basta esto tan solo, ya que la
convivencia entre los hombres tiene que realizarse en la libertad, es decir, en
el modo que conviene a la dignidad de seres llevados, por su misma naturaleza
racional a asumir la responsabilidad de las propias acciones.
La convivencia humana, Venerables Hermanos y amados
hijos, es y tiene que ser considerada, sobre todo, como una realidad espiritual:
como comunicación de conocimientos en la luz de la verdad, como ejercicio de
derechos y cumplimiento de obligaciones, como impulso y reclamo hacia el bien
moral, como noble disfrute en común de la belleza en todas sus legítimas
expresiones, como permanente disposición a comunicar los unos a los otros lo
mejor de sí mismos, como anhelos de una mutua y siempre más rica asimilación
de valores espirituales. Valores en los que encuentren su perenne vivificación
y su orientación de fondo las manifestaciones culturales, el mundo de la economía,
las instituciones sociales, los movimientos y las teorías políticas, los
ordenamientos jurídicos y todos los demás elementos exteriores en los que se
articula y se expresa la convivencia en su incesante desenvolvimiento.
Orden moral cuyo fundamento objetivo es el verdadero
Dios
El orden que rige la convivencia entre los seres
humanos es de naturaleza moral. Efectivamente, se trata de un orden que se
cimenta sobre la verdad, debe ser practicado según la justicia, exige ser
vivificado y completado por el amor mutuo y finalmente debe ser orientado a
lograr una igualdad cada día más razonable, dejando a salvo la libertad.
Ahora bien, el orden moral -universal, absoluto e
inmutable en sus principios- encuentra su fundamento objetivo en el verdadero
Dios, personal y trascendente. Él es la verdad primera y el bien sumo y, por lo
tanto, la fuente más profunda de la que puede extraer su genuina vitalidad una
convivencia de hombres ordenada, fecunda, correspondiente a su dignidad de
personas humanas. Santo Tomás de Aquino se expresa con claridad a este propósito:
El que la razón humana sea norma de la humana voluntad, por la que se mide
también el grado de su bondad, deriva de la ley eterna, que se identifica con
la misma razón divina... Es consiguientemente claro que la bondad de la
voluntad humana depende mucho más de la ley eterna que de la razón humana.
Señales de los tiempos
Tres son las notas características de la época
moderna.
Ante todo advertimos que las clases trabajadoras
gradualmente han avanzado tanto en el campo económico como en el social. En las
primeras fases de su movimiento promocional, los obreros concentraban su acción
en la reivindicación de derechos de contenido principalmente económico-social;
después la extendieron a derechos de naturaleza política, y, finalmente, al
derecho de participar en los beneficios de la cultura. En la actualidad, y en
las comunidades nacionales, está viva en los obreros la exigencia de no ser
tratados nunca por los demás arbitrariamente como objetos que carecen de razón
y libertad, sino como sujetos o personas en todos los sectores de la sociedad
humana, o sea en los sectores económico-sociales, en el de la vida pública, y
en el de cultura.
En segundo lugar viene un hecho de todos conocido:
el del ingreso de la mujer en la vida pública, más aceleradamente acaso en los
pueblos que profesan la fe cristiana, más lentamente, pero siempre en gran
escala, en países de civilizaciones y de tradiciones distintas. En la mujer se
hace cada vez más clara y operante la conciencia de la propia dignidad. Sabe
ella que no puede consentir en ser considerada y tratada como un instrumento;
exige ser considerada como persona, en paridad de derechos y obligaciones con el
hombre, tanto en el ámbito de la vida doméstica como en el de la vida pública.
Finalmente la familia humana, en la actualidad,
presenta una configuración social y política profundamente transformada.
Puesto que todos los pueblos, o han conseguido ya su libertad o están en vías
de conseguirla, en un próximo plazo no habrá ya pueblos que dominen a los demás
ni pueblos que obedezcan a potencias extranjeras.
Los hombres de todos los países o son ciudadanos de
un estado autónomo e independiente, o están para serlo. A nadie gusta sentirse
súbdito de poderes políticos provenientes de fuera de la propia comunidad.
Puesto que en nuestro tiempo resulta vieja ya aquella mentalidad secular, según
la cual unas determinadas clases de hombres ocupaban un lugar inferior, mientras
otras postulaban el primer puesto en virtud de una privilegiada situación económica
y social, o del sexo, o de la posición política.
Al contrario, por todas partes han penetrado y ha
llegado a imponerse la persuasión de que todos los hombres, en razón de la
dignidad de su naturaleza, son iguales entre sí. Por eso las discriminaciones
raciales, al menos en el terreno doctrinal, no encuentran ya justificación
alguna; lo cual es de una importancia extraordinaria para la instauración de
una convivencia humana informada por los principios anteriormente expuestos.
Cuando en un hombre aflora la conciencia de los derechos propios, es
imprescindible que aflore también la conciencia de las propias obligaciones: de
manera que aquel que tiene algún derecho tiene asimismo, como expresión de su
dignidad, la obligación de reclamarlo, y los demás hombres tienen la obligación
de reconocerlo y respetarlo.
Y cuando las relaciones de la convivencia se ponen
en términos de derechos y obligaciones, los hombres se abren inmediatamente al
mundo de los valores espirituales, cuales son la verdad, la justicia, el amor,
la libertad, y toman conciencia de ser miembros de este mundo. Y no es solamente
esto, sino que bajo este mismo impulso se encuentran en el camino que los lleva
a conocer al Dios verdadero, es decir, trascendente y personal. Por todo lo cual
se ven obligados a poner estas sus relaciones con los divino como sólido
fundamento de su vida individual como social.
II - RELACIONES ENTRE LOS HOMBRES Y LOS PODERES PÚBLICOS
EN EL SENO DE LAS DISTINTAS COMUNIDADES POLÍTICAS
Necesidad y origen divino de la autoridad
La convivencia entre los hombres no puede ser
ordenada y fecunda si no la preside una legítima autoridad, que salvaguarde la
ley y contribuya a la actuación del bien común en grado suficiente. Tal
autoridad, como enseña San Pablo, deriva de Dios: Porque no hay autoridad que
no venga de Dios. Enseñanza del apóstol que san Juan Crisóstomo explica con
estos términos: ¿Qué dices? Acaso todos y cada uno de los gobernantes son
constituidos como tales por Dios? No, no digo esto; no se trata aquí de los
gobernantes por separado, sino de la realidad misma. El que exista la autoridad
y haya quienes manden y quienes obedezcan y el que las cosas todas no se den al
acaso y a la temeridad, eso digo que se debe a una disposición de la divina
Sabiduría. Por lo demás, por el hecho de que Dios ha creado a los hombres
sociales por naturaleza y ninguna sociedad puede subsistir si no hay alguien que
presida moviendo a todos por igual con impulso eficaz y con unidad de medios
hacia el fin, resulta que es necesaria a la sociedad civil la autoridad con que
se gobierne; autoridad que de manera semejante a la sociedad, proviene de la
naturaleza y por lo tanto de Dios mismo como autor.
La autoridad misma no es, sin embargo, una fuerza
exenta de control; más bien es la facultad de mandar según la razón. La
fuerza obligatoria procede consiguientemente del orden moral, el cual se
fundamenta en Dios, primer principio y último fin suyo. Por eso escribía
nuestro predecesor Pío XII, de feliz memoria: El orden absoluto de los seres y
el fin mismo del hombre (del hombre libre, decimos, sujeto de derechos y
obligaciones inviolables, raíz y meta de su vida social) abraza también al
Estado como una comunidad necesaria y revestida de la autoridad sin la cual no
podría ni existir ni vivir... Y puesto que ese orden absoluto, a la luz de la
recta razón y sobre todo de la fe cristiana, no puede tener origen sino en un
Dios personal, Creador nuestro, se sigue que la dignidad de la autoridad política
radica en la participación con la autoridad de Dios.
La autoridad que se funda tan solo o principalmente
en la amenaza o en el temor de las penas o en la promesa de premios, no mueve
eficazmente al hombre a la prosecución del bien común; y aun cuando la
hiciera, no sería ello conforme a la dignidad de la persona humana, es decir,
de seres libres y racionales. La autoridad es, sobre todo, una fuerza moral; por
eso deben los gobernantes apelar, en primer lugar, a la conciencia, o sea, al
deber que cada cual tiene de aportar voluntariamente su contribución al bien de
todos. Pero como, por dignidad natural, todos los hombres son iguales, ninguno
de ellos puede obligar interiormente a los demás. Solamente lo puede Dios, el
único que ve y juzga las actitudes que se adoptan en lo secreto del propio espíritu.
La autoridad humana, por consiguiente, puede obligar
en conciencia solamente si está en relación con la voluntad de Dios y es una
participación de ella.
De esta manera queda también a salvo la dignidad
personal de los ciudadanos ya que su obediencia a los poderes públicos no es
sujeción de hombre a hombre, sino que, su verdadero significado, es un acto de
homenaje a Dios creador y providente, quien ha dispuesto que las relaciones de
la convivencia sean reguladas por un orden que Él mismo ha establecido; y
rindiendo homenaje a Dios no nos humillamos, sino que nos elevamos y
ennoblecemos, ya que servir a Dios es reinar.
La autoridad, como está dicho, es postulada por el
orden moral y deriva de Dios. Por lo tanto, si las leyes o preceptos de los
gobernantes estuvieran en contradicción con aquel orden y, consiguientemente,
en contradicción con la voluntad de Dios, no tendrían fuerza para obligar en
conciencia, puesto que es necesario obedecer a Dios más bien que a los hombres;
más aún, en tal caso, la autoridad dejaría de ser tal y degeneraría en
abuso. Así lo enseña Santo Tomás: En cuanto a lo segundo hay que decir que la
ley humana, en tanto tiene razón de ley, en cuanto que es conforme a la recta
razón, y según esto es manifiesto que deriva de la ley eterna. Por el
contrario, cuando una ley está en contradicción con la razón, se le llama ley
injusta, y así no tiene razón de ley, sino que más bien se convierte en una
especie de acto de violencia.
Del hecho de que la autoridad derive de Dios no se
sigue el que los hombres no tengan la libertad de elegir las personas investidas
con la misión de ejercitarla, así como de determinar las formas de gobierno y
los ámbitos y métodos según los cuales la autoridad se ha de ejercitar. Por
lo cual, la doctrina que acabamos de exponer es plenamente conciliable con
cualquier clase de régimen genuinamente democrático.
La consecución del bien común, razón de ser de
los poderes públicos
Todos los hombres y todas las entidades intermedias
tienen obligación de aportar su contribución específica a la prosecución del
bien común. Esto comporta el que persigan sus propios intereses en armonía con
las exigencias de aquel y contribuyan al mismo objeto con las prestaciones -en
bienes y servicios- que las legítimas autoridades establecen, según criterios
de justicia, en la debida forma y en el ámbito de la propia competencia, es
decir, con actos formalmente perfectos y cuyo contenido sea moralmente bueno o,
al menos, ordenable al bien.
La consecución del bien común constituye la razón
misma de ser de los poderes públicos, los cuales están obligados a actuarlo
reconociendo y respetando sus elementos esenciales, y según los postulados de
las respectivas situaciones históricas.
Aspectos fundamentales del bien común
Son ciertamente consideradas como elementos del bien
común las características étnicas, que contradistinguen a los varios grupos
humanos. Ahora bien, esos valores y características no agotan el contenido del
bien común, que en sus aspectos esenciales y más profundos no puede ser
concebido en términos doctrinales y, menos todavía, ser determinado en su
contenido histórico, sino teniendo en cuenta al hombre, siendo como es aquel un
objeto esencialmente correlativo a la naturaleza humana.
En segundo lugar, el bien común es un bien en el
que deben participar todos los miembros de una comunidad política, aunque en
grados diversos según sus propias funciones, méritos y condiciones. Los
poderes públicos por consiguiente, al promoverlo, han de mirar porque en este
bien tengan parte todos los ciudadanos, sin dar la preferencia a alguno en
particular o a grupos determinados; como lo establece ya nuestro predecesor de
inmortal memoria, León XIII: Y de ninguna manera se ha de caer en el error de
que la autoridad civil sirva al interés de uno o de pocos, habiendo sido
establecida para procurar el bien de todos 40. Sin embargo, razones de justicia
y de equidad pueden tal vez exigir que los poderes públicos tengan especiales
consideraciones hacia los miembros más débiles del cuerpo social, encontrándose
estos en condiciones de inferioridad para hacer valer sus propios derechos y
para conseguir sus legítimos intereses.
Pero aquí hemos de hacer notar que el bien común
alcanza a todo el hombre, tanto a la necesidades del cuerpo como a las del espíritu.
De donde se sigue que los poderes públicos deben orientar sus miras hacia la
consecución de ese bien, por los procedimientos y pasos que sean más
oportunos: de modo que, respetada la jerarquía de valores, promuevan a un mismo
tiempo la prosperidad material y los bienes del espíritu.
Todos estos principios están condensados con exacta
precisión en un pasaje de Nuestra Encíclica Mater et Magistra, en que dejamos
establecido que el bien común consiste y tiende a concretarse en el conjunto de
aquellas condiciones sociales que permiten y favorecen en los seres humanos el
desarrollo integral de su propia persona.
Ahora bien, el hombre, que se compone de cuerpo y
alma inmortal, no agota su existencia ni consigue su perfecta felicidad en el ámbito
del tiempo: de ahí que el bien común se ha de procurar por tales
procedimientos que no sólo no pongan obstáculos, sino que sirvan igualmente a
la consecución de su fin ultraterreno y eterno.
Deberes de los poderes públicos y derechos y
deberes de la persona
En la época moderna se considera realizado el bien
común cuando se han salvado los derechos y los deberes de la persona humana. De
ahí que los deberes principales de los poderes públicos consistían sobre todo
en reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover aquellos derechos, y en
contribuir por consiguiente, a hacer más fácil el cumplimiento de los
respectivos deberes. Tutelar el intangible campo de los derechos de la persona
humana y hacer fácil el cumplimiento de sus obligaciones, tal es el deber
esencial de los poderes públicos.
Por esta razón, aquellos magistrados que no
reconozcan los derechos del hombre o los atropellen no sólo faltan ellos mismos
a su deber, sino que carece de obligatoriedad lo que ellos prescriban.
Armónica composición y eficaz tutela de los
derechos y deberes
Aparte de esto, los que llevan el timón de un
Estado tiene como principal deber el armonizar y regular los derechos con que
unos hombres están vinculados a otros en la sociedad, con tal cuidado y precisión
que en primer lugar los ciudadanos al defender su derecho no obstaculicen el
ejercicio de los derechos de los demás; luego, que el que defiende su derecho,
no dificulte a los demás la práctica de sus deberes; por fin, que habiendo de
lograrse un efectivo equilibrio de los derechos de todos, apenas haya lugar a
una violación, se siga la inmediata y total reparación.
Promover los derechos de la persona
Es además una exigencia del bien común el que los
poderes públicos contribuyan positivamente a la creación de un ambiente humano
en el que a todos los miembros del cuerpo social se les haga posible y se les
facilite el efectivo ejercicio de los derechos mencionados, como también el
cumplimiento de sus respectivos deberes. De hecho la experiencia atestigua que,
dondequiera que falte una apropiada acción de los poderes públicos, los
desequilibrios económicos, sociales y culturales de los seres humanos tienden,
sobre todo en nuestra época, a acentuarse más bien que a reducirse, y se llega
por lo mismo a hacer que "derechos y deberes del hombre" no sean más
que vocablos desprovistos de toda eficacia.
Es por eso indispensable que los poderes públicos
pongan esmerado empeño para que al desarrollo económico corresponda igual
progreso social; y que en proporción de la eficacia de los sistemas productivos
se desarrollen los servicios esenciales, la traída de aguas, la vivienda, la
asistencia sanitaria, la instrucción, y por fin, la creación de condiciones idóneas
tanto para la vida religiosa como para las expansiones recreativas. Habrán de
hacer también esfuerzos los que dirigen la administración ciudadana, para que
en caso de calamidades públicas, o simplemente cuando alguna otra razón grave
se lo exija en razón de su puesto oficial de jefes de una gran familia, puedan
echar mano de los presupuestos oficiales, a fin de que no falte a los ciudadanos
lo indispensable para un tenor de vida digno. Y no menor empeño habrán de
poner los que tienen el poder civil en lograr que a los obreros aptos para el
trabajo se les ofrezca la oportunidad de conseguir empleos adecuados a sus
fuerzas; que la remuneración del trabajo se determine según criterios de
justicia y equidad; que en los complejos productivos se dé a los obreros la
posibilidad de sentirse responsables de la empresa en que trabajan; que se
puedan constituir unidades intermedias que hagan más fácil y fecunda la
convivencia de los ciudadanos; que finalmente todos, por procedimientos aptos y
graduales, puedan tener participación en los bienes de la cultura.
Equilibrio entre las dos formas de intervención de
los poderes públicos
Y es que el común interés de todos tiene además
esta exigencia: que los gobernantes, no sólo al armonizar y proteger, sino
también al promover los derechos de los ciudadanos, lo hagan con auténtico
sentido de equilibrio; evitando por un lado que la precedencia dada a los
derechos de algunos particulares o de determinadas empresas, vengan a ser origen
de una posición de privilegio en la nación; soslayando, por otra parte, el
peligro de que por mirar sólo a proteger derechos de los ciudadanos, se pongan
en la absurda posición de impedirles el pleno ejercicio de esos mismos
derechos. Porque, quede bien asentado que la intervención de la autoridad pública
en asuntos económicos, por grande que sea su extensión y por más
profundamente que alcance los estratos de la sociedad, debe sin embargo ser tal
que no sólo no sofoque la libertad privada en su acción, sino que la favorezca
con tal que garantice a los principales derechos de la persona humana su
perfecta intangibilidad.
En el mismo principio se deben aspirar los poderes públicos
al desarrollar su multiforme acción, dirigida a promover el ejercicio de los
derechos y a hacer menos arduo el cumplimiento de los deberes en todos los
sectores de la vida social.
Estructura y funcionamiento de los poderes públicos
No se puede establecer de una vez para siempre cuál
es la estructura mejor según la cual deben organizarse los poderes públicos,
ni tampoco se puede determinar el modo más apto según el cual deben
desarrollar su propia y específica función, es decir, la función legislativa,
administrativa y judicial.
La estructura y el funcionamiento de los poderes públicos
no pueden menos de estar en relación con las situaciones históricas de las
respectivas comunidades políticas: situaciones que varían bastante en el
espacio y cambian en el tiempo. Consideremos, sin embargo, que corresponde a las
exigencias más íntimas de la misma naturaleza del hombre una organización jurídico-política
de las comunidades humanas que se funde en una conveniente división de los
poderes, en correspondencia con las tres funciones específicas de la autoridad
pública. En ellas, en realidad, la esfera de la competencia de los poderes públicos
se define en términos jurídicos; y en términos jurídicos están siempre
reglamentadas las relaciones entre simples ciudadanos y funcionarios. Es
razonable pensar que esto constituye un elemento de garantía y de protección
en favor de los ciudadanos, en el ejercicio de sus derechos y en el cumplimiento
de sus deberes.
Sin embargo, a fin de que la aludida organización
político-jurídica de las comunidades humanas aporte las ventajas que le son
propias, es indispensable que los poderes públicos ejerzan su competencia
ordinaria y resuelvan los problemas extraordinarios con la aplicación de métodos
y medios aptos, acomodados al nivel del desarrollo al que la organización de la
sociedad ha llegado. Esto lleva consigo también que el poder legislativo, en el
incesante cambio de situaciones, se mueva siempre en el ámbito del orden moral
y de las normas constitucionales, e interprete objetivamente las exigencias del
bien común; que el poder judicial administre la justicia con imparcialidad
inflexible frente a las presiones de intereses, de parte de cualesquiera que
sean. Esto trae consigo, además, el que los ciudadanos y las entidades
intermedias, en el ejercicio de sus derechos y en el cumplimiento de sus
deberes, gocen de una tutela jurídica eficaz, lo mismo en las mutuas relaciones
como frente a los funcionarios públicos.
Ordenación jurídica y conciencia moral
Una ordenación jurídica en armonía con el orden
moral y que responda al grado de madurez de la comunidad política, constituye,
no hay duda, un elemento fundamental para la actuación del bien común.
Sin embargo, la vida social en nuestros tiempos es
tan variada, compleja y dinámica, que las ordenaciones jurídicas, inclusive
cuando están elaboradas con competencia exquisita y previsora capacidad, quedan
muchas veces incapaces de amoldarse a toda realidad.
Además las relaciones de los seres humanos entre sí,
las de ellos y las entidades intermedias con los poderes públicos, las
relaciones entre los mismos poderes públicos en el interior del complejo
estatal, presentan frecuentemente situaciones tan delicadas y neurálgicas que
no pueden ser encuadradas en moldes jurídicos algunos, por mucho que éstos se
maticen. Por lo cual las personas investidas de autoridad, para ser por un lado
fieles a la ordenación jurídica existente, considerada en sus propios
elementos y en la inspiración de fondo, y abiertas por otro lado a las
exigencias de la vida social, para saber amoldar las orientaciones jurídicas al
desarrollo de las situaciones y resolver de un modo mejor los nuevos problemas,
han de tener ideas claras sobre la naturaleza y sobre la amplitud de sus
deberes; y deben ser personas de gran equilibrio y de exquisita rectitud moral,
dotadas no sólo de intuición práctica para interpretar con rapidez y
objetividad los casos concretos, sino de voluntad decidida y vigorosa para obrar
a tiempo y con eficacia.
La participación de los ciudadanos en la vida pública
Es una exigencia de la dignidad personal el que los
seres humanos tomen parte activa en la vida pública, aun cuando las formas de
participación en ella estén necesariamente condicionadas al grado de madurez
humana alcanzado por la comunidad política de la que son miembros.
A través de la participación en la vida pública
se les abren a los seres humanos nuevas y vastas perspectivas de obrar el bien;
los frecuentes contactos entre ciudadanos y funcionarios públicos hacen éstos
menos difícil el captar las exigencias objetivas del bien común, y el
sucederse de titulares en los poderes públicos impide el envejecimiento de la
autoridad; antes bien le confiere la posibilidad de renovarse, en
correspondencia con la evolución de la sociedad.
Signos de los tiempos
En la organización jurídica de las comunidades políticas
se descubre en la época moderna, antes que nada, la tendencia a redactar en fórmulas
concisas y claras una carta de los derechos fundamentales del hombre, que no es
raro ver incluida en las constituciones formando parte integrante de ellas.
En segundo lugar se tiende también a fijar en términos
jurídicos, no raramente por medio de la compilación de un documento llamado
constitución, los procedimientos para designar los poderes públicos, como
también sus recíprocas relaciones, las esferas de sus competencias, los modos
y métodos según los cuales están obligados a proceder.
Se exige, finalmente, que de modo particular se
establezcan en términos de derechos y deberes las relaciones entre los
ciudadanos y los poderes públicos; y se atribuya a estos mismos poderes, como
su papel principal, el reconocimiento, el respeto, el mutuo acuerdo, la eficaz
tutela, el progreso continuo de los derechos y los deberes de los ciudadanos.
Cierto, no puede ser aceptada como verdadera la
posición doctrinal de aquellos que exigen la voluntad de cada hombre en
particular o de ciertas sociedades, como fuente primaria y única de donde
brotan derechos y deberes y de donde provenga tanto la obligatoriedad de las
constituciones como la autoridad de los poderes públicos.
Sin embargo, las tendencias a que hemos aludido, son
también una señal indudable de que los seres humanos, en la época moderna,
van adquiriendo una conciencia más viva de la propia dignidad, conciencia, que,
mientras los impulsa a tomar parte activa en la vida pública, exige también
que los derechos de la persona -derechos inalienables e inviolables- sean
reafirmados en las orientaciones jurídicas positivas; y exige además que los
poderes públicos estén formados con procedimientos establecidos por normas
constitucionales y ejerzan sus funciones específicas dentro del mismo espíritu.