MORADA-D/CR
INHABITACIÓN:
LA
MORADA DE DIOS
Hay
una escena famosa y clásica de los psiquíatras. Es la de preguntar por una
cosa y que el paciente o el cliente responda con lo que aquella cosa le sugiere.
Si a los cristianos nos dijesen: ¿morada de Dios?, para que respondiéramos
sobre lo que tal pregunta nos sugería, es muy posible que en un porcentaje
altísimo contestáramos: Templo. Y, sin embargo, el evangelio de hoy responde a
esa pregunta de modo totalmente distinto. Para el evangelio de hoy la morada de
Dios es el propio cristiano. A él, al cristiano, dice Jesús que vendrá con su
Padre para morar en él. Para que esta realidad insospechada se dé, Cristo pone
un presupuesto: que el cristiano lo ame y guarde su palabra.
Es
propio del mensaje de Cristo inaugurar un modo nuevo de relación del hombre con
Dios. A la idea antigua del Dios lejano, Señor sobre todo, que se presenta con
el rayo, el trueno o el fuego, sucede la imagen de un Dios-Padre, cercano al
hombre en el que ya no ven a un esclavo sino a un hijo querido cuya cercanía
busca con extraordinario interés. Y de la misma manera que a la persona que
amamos la tenemos presente, más aún, dentro de nosotros mismos y la vemos
sólo con cerrar los ojos y vivimos con ella, así Dios quiere que lo busquemos
en la intimidad de nuestro ser y lo encontraremos allí dibujado y presente.
Porque
es ahí, en el interior del ser, en ese hondón donde se libran las batallas
calladas y a veces sangrientas que nadie más que nosotros conoce, donde Dios
quiere reinar. Es dentro de nosotros mismos, en ese interior de donde salen (lo
dijo El en el Evangelio) los pensamientos, los sanos o dañinos, en donde fluyen
las intenciones y los impulsos, en donde se fraguan los deseos, en donde se
ganan o se pierden las auténticas batallas de la vida, ahí es donde El quiere
estar presente y donde quiere reflejarse.
Dios
vendrá a morar dentro de nosotros mismos para transformarnos paulatinamente en
El para darnos su estilo, para que tengamos sus rasgos, para que podamos
enseñarlo al mundo, si somos capaces de amarlo y guardar sus palabras.
Exigencia que, dicho sea de paso, no tiene nada de particular porque es así
como actuamos en la vida corrientemente con aquéllos a los que amamos. Es amor
el gesto, el regalo, el detalle, ciertamente; pero es amor la intimidad, la
identificación con aquél a quien amamos, el parecido que alcanzamos con él
porque llegamos a pensar como él, a hablar como él, a ser, poco a poco, un
poco aquella otra persona que "mora" ciertamente en el fondo de
nuestro corazón.
Cuando
amamos de verdad, "guardamos" las palabras de la persona amada,
complacemos sus gustos, nos anticipamos a sus deseos. Y todo ello con gran
naturalidad, sin esfuerzo, porque, al hacerlo, al propio tiempo que complacemos
al otro estamos alcanzando la propia felicidad.
Cristo
pide otro tanto a los cristianos. En estos domingos después de Pascua, en los
que ya el resplandor de la resurrección ha podido alejarse, viene hoy a dejar
claro, de un modo terminante, que la vida del cristiano en la tierra es una
maravilla si es capaz de guardar fielmente sus palabras, porque esa vida será,
ni más ni menos, que la morada de Dios, o lo que es lo mismo, la morada de la
alegría, de la vida, de la paz, de la serenidad. Lo dice El seguidamente: no
tembléis ni os acobardáis sino, por el contrario, recibid la paz.
Si
eso fuera así, si el cristiano fuera capaz de recorrer el mundo siendo una
muestra sencilla de serenidad y de paz, de ausencia de miedo y de cobardía, no
podría hacer un mejor servicio a este mundo nuestro tan lleno de inquietud, de
temor y de ausencia de paz. A este mundo nuestro amenazado no sólo por la
guerra atómica o por cualquier otra guerra, sino por el desencanto, el
desaliento, la frustración, la indolencia, este mundo nuestro en donde los
niños empiezan a aburrirse y los jóvenes pasan de las cosas que todavía no
han saboreado, y en donde todos, todos, suspiramos por la paz.
Morada
de Dios igual a cristiano. Presupuesto para que esta ecuación se dé; amar a
Cristo y guardar sus palabras. En este Sexto Domingo de Pascua deberíamos
formular un deseo (como lo formulábamos de pequeños cuando se producía un
silencio o aparecía una estrella fugaz) y el deseo podría ser éste: que el
pueblo cristiano pudiera vivir sincera y profundamente la promesa que hoy hace
Cristo; que el pueblo cristiano estuviera integrado por hombres y mujeres
capaces de acoger en su intimidad la grandeza incontenible de Dios.
DABAR
1983, 27
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