28 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO VI DE PASCUA
1-8

 

1.

En nuestras relaciones humanas recordamos frecuentemente las frases, la "filosofía", el estilo o las intenciones de aquellos seres queridos que han vivido con nosotros, que han tenido influencia en nosotros y que se han ido ya de nuestro lado. Es frecuente que, cuando preguntamos a una persona, por ejemplo un viudo o una viuda, qué piensa hacer después de la desaparición del ser querido que ha compartido su existencia, suele contestar que intentará realizar paso a paso lo que él o ella hubieran realizado o hubieran querido que se realizase. Ese mismo sentimiento albergaba Jesús respecto a sus discípulos para cuando El faltase. Quería que fuesen trazando con fidelidad los rasgos de Dios que El quería dejar bien impresos en la tierra, quería que fuesen tejiendo con rigurosa exactitud el entramado de su doctrina, que fueran capaces de vivir sus sentimientos, sus deseos, sus esperanzas, sus aspiraciones. Quería que sus discípulos fueran salvando todas las distancias salvables, otros El que fueran caminando por el mundo. Pero sabía también, porque conocía perfectamente al ser humano, que la memoria del hombre es frágil y que con el correr de los tiempos se enfría el entusiasmo, se oscurece el mensaje, se altera substancialmente la doctrina, se tergiversan los hechos y se adulteran las ideas. Y de tal manera es así (y de eso tenemos abundante experiencia en el cristianismo) que, al paso del tiempo, puede suceder que cualquier parecido de nuestro comportamiento como creyentes con el de Jesús, en el que decimos creer, resulte una mera coincidencia. Por eso Jesús advierte a los suyos que cuando El se vaya, y lo va a hacer muy pronto, vendrá Alguien que les enseñará "todo " y se encargará, además de recordarles fielmente lo que El les ha dicho mientras caminaba con ellos por los pueblos de Judea o de Galilea.

Ese "Alguien" anunciado por Jesús a los suyos es, naturalmente, el Espíritu Santo. Será el Espíritu Santo el encargado de desvelar al completo el mensaje de Cristo y de fijar con toda viveza en la mente de los apóstoles, de modo indeleble, el estilo del Señor. Resulta conmovedora la confianza de los primeros cristianos en el Espíritu santo. Una muestra de ella es la preciosa frase que hoy figura en el relato de los Hechos que integra la primera lectura.

Aquella comunidad se enfrenta con una realidad urgente: la apertura del mensaje cristiano a los gentiles y cómo hacerlo llegar hasta ellos para que pudieran asimilarlo sin demasiados "traumas" (diríamos ahora). Se reúnen y deciden (ellos y el Espíritu Santo). Aparece el Espíritu Santo como un asistente más -real y efectivo- de aquella reunión en la que se examina atentamente los problemas de aquella comunidades incipientes y en crecimiento constante. Y, como es natural, el espíritu Santo y ellos (realmente atentos al soplo del Espíritu) deciden "no imponer más cargas de las indispensables". Preciosa lección de lo que es la asistencia del Espíritu Santo en una comunidad cristiana: es la apertura hacia el hombre, el deseo de buscar lo esencial y lo fundamental en el mensaje cristiano, arrumbando sin dudas ni miedos, las observaciones tradicionales cuando esas observancias suponen, absurdamente, separaciones insalvables.

Ciertamente en este pasaje de los Hechos está claro que el Espíritu Santo recordó a aquellos preocupados cristianos cuál era el sentir y estilo de Jesús ante el problema que se les planteaba. Muy próximo todavía a la ley judía (el problema estaba en decidir si la circuncisión era o no condición "sine que non" para salvarse) son capaces, movidos por el Espíritu Santo, de superar su rígida formación mosaica para mirar a los hombres con los ojos de Cristo, unos ojos que van siempre al fondo de los problemas despreciando lo accidental. Y aquí tenemos un estupendo punto de reflexión: una rápida visión de nuestra formación cristiana pondría de relieve, sin ninguna duda, una actuación absolutamente contraria a la de aquellos cristianos primitivos.

Durante siglos la iglesia se ha empeñado en "aumentar las cargas indispensables", en acentuar la diferencia en lugar de suavizarla. Durante siglos hemos defendido dogmáticamente hasta los menores detalles que considerábamos patrimonio del cristianismo y cuando el Espíritu Santo -abriéndose paso penosamente por encima de nuestra tozudez- ha barrido todo ese estilo para intentar que recuperemos lo que es esencial del cristianismo despreciando los accidentes que, en la mayoría de las ocasiones son frutos sociológicos, no hemos sido capaces de captar el paso del Espíritu y nos hemos revuelto airadamente para intentar conservar, contra viento y marea, lo que "siempre se ha dicho y se ha cumplido".

Es indiscutible que necesitamos recuperar la proximidad del Espíritu Santo. Es indiscutible que necesitamos tomar nuestras decisiones colectivas e individuales contando con El, con esta encantadora familiaridad con la que lo hacían los cristianos de esas comunidades primitivas que hoy se asoman llenos de juventud y de inquietud a la primera lectura de nuestra Eucaristía para darnos una estupenda lección de cómo hay que "recordar" el estilo del Señor.

ANA MARÍA CORTES
DABAR 1986 27


2. 

-El Espíritu Santo os lo enseñará todo

El evangelio desea preparar para la marcha de Jesús al Padre. El capítulo 14 es un discurso de despedida. En el momento en que se anuncia esta marcha, hacia el final de su discurso, Jesús promete a los que crean la venida de Dios y el envío del Espíritu, que les enseñará todo. Volvemos a encontrarnos aquí con el tema de la "morada": Vendremos a él y haremos morada en él".

La venida del Padre y del Hijo a los que crean con una fe suscitada por el Espíritu, la venida de la Trinidad al creyente es una revelación nueva para los discípulos. Pero esta venida sigue siendo imposible en los que no aman ni permanecen fieles a la palabra. La marcha de Jesús condiciona la venida del Espíritu, cuya misión será hacer comprender y vivificar las palabras de Cristo. Jesús inicia ya una explicación de la necesidad del misterio de la Ascensión. Si él no se va, no podrá ser enviado el Espíritu. Ahora bien, su envío es necesario para perfeccionar la obra de Jesús y hacer que los discípulos entiendan todo lo que él enseñó.

Los discípulos entendieron bien el anuncio de esta partida y se turbaron. Jesús les tranquiliza. Se va, pero volverá. Sin embargo, la joven Iglesia se verá envuelta en unos condicionamientos de pruebas y de vida de fe: Creer en Jesús sin verle. Esto no debe acobardar a los discípulos, y Cristo les da una paz que es la del mismo Dios: la alegría de saber que Cristo glorificado está a la derecha del Padre, la alegría de conocer con profundidad las enseñanzas de Jesús, la alegría de estar habitados por la Trinidad. Esta alegría no es la que el mundo entiende, como por otra parte tampoco entiende la paz deseada por Jesús antes de irse. Es una alegría en el sufrimiento y es una paz en medio de la lucha; pero es una segura realidad de esperanza para cuantos creen en Cristo vencedor.

-La Ciudad santa que baja del cielo

Esta marcha de Jesús y el envío del Espíritu anuncian la construcción de una Ciudad nueva, de un Reino nuevo y de la Iglesia de los que se salvan. Este es el sentido de la segunda lectura. Sin embargo, no debería verse en esta Ciudad a la Iglesia presente, ni se trata tampoco de la Iglesia futura, como si la visión presentara una realización de la Iglesia presente en toda su perfección. Se trata de una creación nueva; de una Ciudad celestial. Pero la Iglesia de hoy es el signo de ella y vive en continua referencia a este porvenir. Esa Ciudad nueva resplandece con la gloria de Dios. Apenas nos interesa aquí su descripción, salvo que en ella encontramos las 12 tribus de Israel y la muralla que se asienta sobre doce cimientos que llevan los nombres de los 12 Apóstoles.

En esa Ciudad no existe templo. ¿Qué quiere decir esto? ¿Pudiera ser la condenación de todo culto litúrgico? ¿Sería un eco de la voz de los profetas, que a veces prevenían contra un culto exterior? (Jr 7, 4). No se trata de eso. No existe oposición entre liturgia, culto y verdadera adoración; existe complementariedad desde el momento en que el gesto y la voz respondan a la interioridad y al amor. Pero no es necesaria en absoluto una construcción terrena: Dios mismo es el Templo de esa Ciudad nueva. El es, por otra parte, el todo de todo, y ni siquiera el sol ni la luna tendrán ya razón de ser, porque la única luz necesaria será el Señor.

Cabría preguntarse si semejante perspectiva no es desalentadora para la Iglesia, y si no viene a ser como cortar los brazos y las piernas a los que quisieran trabajar en ella. Sería un error pensar así. Pues es la Iglesia presente la que nos prepara para su propia destrucción en favor de una Ciudad nueva, así como toda celebración litúrgica significa apresurar la destrucción del templo y de toda liturgia. Porque aquí trabajamos en la obscuridad, y solo vemos las cosas a través de un espejo y a través del signo. En esa Ciudad nueva lo veremos todo sin espejo y a Dios le veremos cara a cara.

-Elección de jefes para la Comunidad

Es este un momento decisivo para la Iglesia naciente: ella tiene que decidir sobre su actitud con respecto al medio en que ha nacido. Hay que tomar en esto decisiones radicales, y por otra parte hay que conservar cierta flexibilidad. Tenemos aquí el primer ejemplo de un concilio, el de Jerusalén, célebre para lo sucesivo. Se eligen jefes que marchan a Antioquía con Pablo y Bernabé.

Dos puntos son importantes: jefes enviados por Jerusalén y elegidos por este concilio serán los que decidan. No hay que dejarse inquietar por gente que no ha recibido mandato. La segunda decisión fue tomada juntamente con el Espíritu; por estos rodeos podría parecerse esta lectura a la elegida para evangelio del día. El Espíritu enseña todo y da claridad de juicio a los responsables de la Iglesia. Así pues, no se impondrá la circuncisión; en cuanto a lo demás: no comer carne que haya sido ofrecida a los ídolos, ni sangre, ni carne de animales no sangrados, y abstenerse de uniones ilegítimas.

A primera vista, esta lectura no tiene mucho que ver con el tema elegido para este domingo. Se trata, sin embargo, de la construcción de la Iglesia, y nos encontramos aquí ante un ejemplo típico de las dificultades que tal construcción conlleva y de la ayuda del Espíritu de Cristo para un juicio recto en un asunto que había revuelto a una Iglesia local.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 4
SEMANA SANTA Y TIEMPO PASCUAL
SAL TERRAE SANTANDER 1981.Pág. 222 ss.


3. /Jn/15/22-31

La paz de Dios PAZ/DON

La paz no es un signo que caracterice a nuestro tiempo. Para convencernos de ello es suficiente con hacer un recorrido por el mapa mundial y ver los lugares en los que corre la pólvora y la sangre, las zonas del hambre y del subdesarrollo que atenazan a las tres cuartas partes de la humanidad, los países sometidos a las tiranías de los más poderosos, la galopante carrera de armamentos... Pensemos, además, en la convivencia entre personas, entre grupos y estructuras sociales. Las relaciones humanas, la política, la ideología y la economía no pueden ser calificadas precisamente de pacíficas. La misma Iglesia da muestras con frecuencia de crispación y de irritabilidad. Todos queremos tener razón defendiendo exclusivamente los propios intereses.

Junto a esta situación, están los que mantienen las guerras y las injusticias, los que tienen miedo a perder algo, los que más hablan de querer la paz. Hay anuncios y propagandas de paz que adormecen y drogan a las personas y a los pueblos. Los explotados y oprimidos no suelen tener ocasión de hablar de la paz que necesitan. Todo esto nos debe hacer pensar "peligrosamente".

En lo más profundo del corazón del hombre y de la vida de los pueblos existe un profundo anhelo de paz. La paz está en el fondo de todas las aspiraciones humanas. Una paz que es imposible lograr sin libertad, sin justicia, sin verdad y sin amor, porque la paz es el resultado de la unión de las cuatro. A la vez que deseamos la paz, sentimos la total incapacidad de lograrla para todos...

Los pueblos semitas se daban la paz en los saludos y despedidas. Abarcaba todos los bienes y era sinónimo de felicidad. Jesús se acomoda a esta costumbre, pero sus palabras se diferencian esencialmente de la despedida o saludos profanos. Su paz no se refiere a una prosperidad de carácter terreno y ni siquiera a la paz interior del alma. Se trata de su paz, la paz que posee el que no pertenece a este mundo, y que llega a los discípulos a través de la comunión que los une con él. No es una paz totalmente hecha, sino una tarea que entre todos debemos realizar. Tampoco se coloca fuera del alcance de las dificultades de la vida, pero sí da las fuerzas necesarias para superarlas.

La paz no puede venirnos más que de Dios. Es un don suyo. Un don que debemos pedir y agradecer y con el que debemos colaborar. Un don que en Jesús se ha hecho realidad palpable y vital. El, Jesús, es nuestra paz; el único que da la paz que necesita la humanidad. Una paz que hará posible el hombre nuevo, la nueva humanidad; que producirá una sensación interior de plenitud, al no contentarse con lograr un orden externo justo. El amor de Jesús es su paz, la paz que él nos deja. La paz difícil de quien ama perdiendo las propias seguridades; la paz misteriosa de Getsemaní y de la cruz, que llevaba en germen la paz de la resurrección. Incluye la triple venida, el gran don trinitario al discípulo. Es la paz que celebra el amor entre los hombres que se descubren hermanos y deciden vivir como tales; el espejo de la humanidad verdadera, auténtica, fraternal.

PAZ-MUNDO/PAZ-J: Su paz no es como la del mundo, que se reduce a la tranquilidad y seguridad de orden terreno y a la prosperidad temporal de unos pocos. Paz externa, alejada de molestias. La de Jesús es interior y compatible con las persecuciones del desorden establecido. Una paz que nos libera del miedo, verdadera parálisis de la sociedad.

Los cristianos no podemos creer en una paz construida sobre el miedo de las armas y de los bloques militares, que se han inventado los poderes de este mundo. Ni en una paz que consagra el desorden de la riqueza mal repartida o que acepta cínicamente la tragedia del hambre y del empobrecimiento del tercer mundo. Ni en una paz que se mantiene por la tortura, la cárcel, el asesinato o el desprecio de los derechos humanos.

La paz no puede ser un narcotizante, sino el resultado del esfuerzo de toda la sociedad por llegar a un progreso equilibrado y equitativo, por instaurar la justicia, por conseguir el respeto a los derechos de las personas y de los pueblos. No habrá paz mientras haya algún sector ciudadano, teórica o prácticamente, disminuido para participar en la vida social, política o económica, o impedido de alguna manera para hacer efectivos sus derechos fundamentales, como son el acceso a la cultura y a la educación, a expresar sus opiniones, a tener un trabajo bien remunerado, una vivienda digna...

¿Qué hacemos por la paz? ¿Cómo nos responsabilizamos de este don de Dios? Si no amamos con obras, nuestro anhelo de paz es un sentimiento vacío. Es urgente un compromiso colectivo y solidario en favor de la paz.

Palabras de despedida y aliento

"Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde". Cierra Jesús esta parte de su enseñanza como la había comenzado (Jn 14,1). El se va por poco tiempo. Volverá para estar siempre con los suyos. Deben alegrarse porque su presencia en el Espíritu no estará limitada ya a una época y lugar: será universal en el tiempo y en el espacio. Con su Espíritu llevará a plenitud la obra comenzada en Palestina.

"Si me amarais, os alegraríais de que me vaya al Padre". Ir al Padre a través de la muerte no es una tragedia, puesto que con ella va a derrotar al mundo y a la misma muerte. Su ausencia no será para ellos una pérdida, sino una ganancia, ocasión de una gran alegría. Con su retorno al Padre alcanzará su plena glorificación, quedará consumada su obra. Jesús da aquí el verdadero sentido que la muerte debe tener para los creyentes: llegada a la casa del Padre, encuentro definitivo con él, culminación de una vida consagrada al amor. Ante estas palabras debemos perder ese sentido trágico que damos a la muerte, como si fuera algo irreparable. Con Jesús, hasta la muerte ha quedado derrotada. Si no fuera así, ¿de qué nos serviría la fe en él? (I Cor 15,19).

Nuestra esperanza escatológica es como la estrella polar de los creyentes. No podemos renunciar a ella sin renunciar a Jesús. Nos señala la meta utópica, el norte de la historia. Jesús es, para los cristianos creyentes, la garantía de que la historia humana tiene una meta más allá de la muerte.

¿En qué sentido el Padre "es más" que Jesús? Parece que en cuanto es el origen de la Trinidad y ha enviado al Hijo a realizar la tarea de liberar a los hombres de todas las esclavitudes.

"Os lo he dicho ahora..." Jesús, que había anunciado la traición de Judas, el abandono de los discípulos y las negaciones de Pedro para que sus discípulos comprendieran después de su partida la fidelidad de su amor y se convencieran de su verdadero mesianismo, repite ahora la frase a propósito de su promesa de volver. La primera vez (Jn 13,19) se refería a su muerte; la segunda, a sus efectos: el triunfo final de la vida. "Ya no hablaré mucho con vosotros". Repite de nuevo la inminencia de su marcha. La estancia con los suyos llega al final. Va a enfrentarse con el "príncipe" del mundo injusto, al que va a derrotar (Jn 12,31) de una forma incomprensible a la mente humana: muriendo de una forma ignominiosa, como un malhechor. Este jefe es la personificación del poder opresor, figura de los que van a detenerlo: ¡los representantes del poder civil y religioso! Jesús no está en absoluto sometido a tal poder, sencillamente porque es un poder que sólo puede dominar a los que viven esclavizados por sus pasiones e intereses particulares, por sus pecados. De todo ello está libre Jesús. Al no poder dominarlo, lo asesinará. Le quitará la vida, pero no podrá hacer nada para separarlo de la fidelidad al Padre.

Su muerte será el argumento final y más valioso de su amor al Padre y a la humanidad, la verificación de la autenticidad de toda su vida, la rúbrica de su victoria total, la prueba de no haber transigido con el mundo en ningún momento.

"¡Levantaos, vámonos de aquí!" Estas palabras dividen el discurso de la cena en dos partes. Hasta ahora se ha referido a la constitución de la comunidad; en la segunda (cc. 15-16) va a tratar de su identidad y misión en medio del mundo, del fruto que ha de producir y de la oposición y persecución que sufrirán. La invitación a levantarse y marchar con él indica precisamente la diferencia de tema. Son unas palabras de desafío que se convierten en consigna para toda la comunidad. Los cristianos han de estar en el mundo y en él dar fruto. Les costará sufrimiento y persecuciones siempre que se mantengan fieles a sus enseñanzas, porque el mundo odia a muerte los planteamientos revolucionarios de Jesús. La comunidad -la Iglesia- se ha constituido dentro de casa; pero su camino está fuera, en medio de la humanidad oprimida y en oposición a todos los poderes.

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET- 4
PAULINAS/MADRID 1986.Págs. 196-199


4.

Son muchos los conflictos que sacuden hoy nuestra sociedad. Además de las tensiones y enfrentamientos que se producen entre las personas y en el seno de las familias, graves conflictos de orden social, político y económico impiden entre nosotros la convivencia pacífica.

Para resolver los conflictos, los hombres han de hacer siempre individual y colectivamente una opción: o escogemos la vía del diálogo y del mutuo entendimiento, o seguimos los caminos de la violencia y del enfrentamiento destructor. Por eso, muchas veces, lo más grave no es la existencia misma de los conflictos, sino que una sociedad termine creyendo que los conflictos sólo se pueden resolver por medio de la violencia o la imposición de la fuerza.

Frente a esta «cultura de la violencia» que tanto se ha cultivado entre nosotros, necesitamos promover hoy una «cultura de la paz». La fe en la violencia ha de ser sustituida por la fe en la eficacia de los caminos no violentos.

Hemos de aprender a resolver nuestros problemas por vías dignas del ser humano. No estamos hechos para vivir permanentemente en el enfrentamiento violento. Antes que cualquier otra cosa, somos hombres y estamos llamados a entendernos buscando honestamente soluciones justas para todos.

Esta «cultura de la paz» exige buscar la eliminación de las injusticias sin introducir otras nuevas y sin alimentar y ahondar más las divisiones. Sólo los que se resisten a los medios injustos y combaten todo atentado contra la persona pueden ser constructores de paz. Una «cultura de paz» exige además crear un clima de diálogo social promoviendo actitudes de respeto y escucha mutuos. Una sociedad avanza hacia la paz renunciando a los dogmatismos, buscando el acercamiento de posturas y esclareciendo en el diálogo las razones enfrentadas.

La «cultura de paz» se enraiza siempre en la verdad. Deformarla o manipularla al servicio de intereses partidistas o de estrategias oscuras no conduce a la verdadera paz. La mentira y el engaño al pueblo engendran siempre violencia.

La «cultura de paz» sólo se asienta en una sociedad cuando las gentes están dispuestas al perdón sincero, rechazando sentimientos de venganza y revancha. El perdón libera de la violencia del pasado y genera nuevas energías para construir el futuro entre todos. En medio de esta sociedad, los cristianos hemos de escuchar de manera nueva las palabras de Jesús, «la paz os dejo, mi paz os doy», y hemos de preguntarnos qué hemos hecho de esa paz que el mundo no puede dar pero necesita conocer.

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 51 s.


5.

1. «Mi paz os doy».

En el evangelio, que remite de nuevo a su salida de este mundo, ya muy próxima, Jesús inculca a su joven Iglesia una palabra: la paz. Se trata expresamente de la paz que proviene de él, que es la única auténtica y duradera, pues una paz como la da el mundo por lo general no es más que un armisticio precario o incluso una guerra fría. Los discípulos poseen el arquetipo de la verdadera paz en Dios mismo: el que guarda la palabra de Jesús por amor, ése es amado por el Padre. El Padre viene junto con el Hijo al creyente para hacer morada en él, y el Espíritu Santo le aclara en su corazón todo lo que Jesús ha hecho y dicho, toda la verdad que Jesús ha traído. Dios en su Trinidad es la paz verdadera e indestructible. En esta paz los discípulos deben dejar marchar a su amado Señor con alegría, porque no hay más alegría que el amor trinitario, y éste se debe desear a cualquiera, aun cuando haya que dejarle marchar.

2. «Hemos decidido por unanimidad».

La Iglesia tiene que ser un ejemplo de paz en el mundo sin paz. Pero ha de superar en su interior ciertos problemas que provocan tensiones y que sólo pueden resolverse bajo la guía del Espíritu Santo, en la oración y en la obediencia a sus designios. El problema quizá más grave se le planteó a la Iglesia (como muestra la primera lectura) ya en vida de los apóstoles: la convivencia pacífica entre el pueblo elegido, que poseía una revelación divina milenaria, y los paganos que empezaban a incorporarse a la Iglesia, que no aportaban nada de su tradición. Conseguir una convivencia verdaderamente pacífica exigía renuncias por ambas partes, y las largas deliberaciones de los apóstoles debían conducir necesariamente a exigir estas renuncias: los paganos no tenían necesidad de seguir importantes costumbres judías, por ejemplo la circuncisión; pero en contrapartida debían hacer algunas concesiones a los judíos en lo referente a ciertos usos alimentarios y a los matrimonios entre parientes. Estos compromisos, que quizá hoy pueden parecernos sobremanera extraños, eran entonces de palpitante actualidad, y debemos tomar ejemplo de ellos para todo aquello a lo que nosotros hemos de renunciar necesariamente aquí y ahora para que entre las diversas tendencias de la Iglesia reine la verdadera paz de Cristo, y no nos contentemos con un simple armisticio. Nunca un partido tendrá toda la razón y el otro ninguna. Hay que escucharse mutuamente en la paz de Cristo, sopesar las razones de la parte contraria, no absolutizar las propias. Esto puede exigir verdaderas renuncias hoy como ayer, pero solamente si aceptamos estas renuncias se nos dará la paz de Cristo.

3. "Los nombres de las doce tribus de Israel... los nombres de los doce apóstoles del Cordero».

La figura de la definitiva «ciudad de la paz», de la Jerusalén celeste, confirma en la segunda lectura la paz traída por Dios entre el Antiguo Testamento de los judíos y el Nuevo Testamento de los cristianos, la curación de la peor herida que ha desgarrado al pueblo de Dios desde los tiempos de Jesús. Mientras las puertas llevan grabados los nombres de las doce tribus de Israel, los cimientos llevan escritos «los nombres de los apóstoles del Cordero», y el número de los que aparecen delante del trono de Dios es de veinticuatro. Quizá esta escisión que se produjo con motivo de la venida de Jesús no se supere del todo hasta el final de los tiempos, pero nosotros debemos intentar superarla ya dentro de la historia en la medida de lo posible. Aunque la unidad en la fe no sea del todo realizable, la unidad en el amor es siempre posible.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 248 s.


6.

-"La paz os dejo": La primera y la última palabra, el saludo y la despedida es con frecuencia la paz (shalom). Pero no todos los que se saludan y se despiden con la paz en los labios piensan en lo mismo. Jesús, siguiendo la costumbre de su pueblo, se despide de los discípulos diciendo: "la paz os dejo", pero inmediatamente añade: "mi paz os doy". Con lo que distingue entre su paz y otras paces u otros modos de entender la paz. Para muchos la paz no es más que la ausencia de la guerra, un tiempo entre dos guerras, que ni siquiera excluye la carrera de armamento y hasta la supone, pues "el que quiere la paz prepara la guerra". Otros defienden la paz como un equilibrio de fuerzas entre dos bloques que se temen y, sólo por eso, se respetan. Hay quienes consideran la paz como resultado de una victoria aplastante sobre el enemigo, al que mantienen sujeto y no le dejan mover, o como "pacificación" por las armas y dominio del más fuerte.

Una gran mayoría de "honrados ciudadanos" sólo quieren vivir en paz o que les dejen en paz, pero la entienden como tranquilidad para hacer sus negocios y vivir despreocupados de todo cuidado altruista. Pero los hay también quienes piensan que la paz es fruto de la justicia y que no habrá paz hasta que no se dé a cada uno lo suyo. Aparte de que eso es muy difícil, porque cada cual opina que lo suyo es siempre un poco más que lo de los otros, los que quieren primero y a toda costa la justicia no se ven libres muchas veces de la violencia.

-"Mi paz os doy": la paz de Jesús no es la ausencia de la guerra, ni el dominio de los más fuertes, ni la tranquilidad y despreocupación por los demás, ni el equilibrio del miedo entre las potencias de este mundo. Ni siquiera el imperio de la ley y el equilibrio de la justicia. La paz de Jesús es la paz de Dios, una paz que este mundo no puede dar. Es una paz que se funda más bien en el desequilibrio o en la locura del amor, que lo da todo, que lo comparte todo, que no busca lo que es suyo y que todo lo perdona. Y en este sentido es una paz que supera la ley. No que se quede por debajo de ella, sino que la colma y excede y va más allá de lo justo. Por eso los que aman son los que construyen la paz.

Esta es la paz que nos reconcilia con Dios en Jesucristo, no en virtud de nuestras buenas obras o de nuestros méritos, sino por pura gracia. Sabiendo que Dios nos acepta por amor, los que creemos en ese amor de Dios se sienten autorizados para aceptarse a sí mismos, para reconciliarse consigo mismo. Sabiendo que Dios perdona a los pecadores, los que creen en ese amor se sienten obligados a perdonar a los que les ofenden y a reconciliarse con todos los hombres.

Cristo y su mensaje es para nosotros la verdadera paz. Si creemos en Cristo y su evangelio, si guardamos su palabra, el mismo Dios habitará en nuestros corazones: "El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él".

-"No tiemble vuestro corazón ni se acobarde": Si Dios está con nosotros, si habita en nosotros, nada ni nadie debe perturbar ya esa paz que establece con su presencia: "No tiemble vuestro corazón ni se acobarde".

La pacificación del hombre interior no es aún la pacificación del mundo, pero contribuye poderosamente a difundir la paz. Por el contrario, el que no tiene paz en su interior es una fuente continua de conflictos en el grupo y en la comunidad donde vive.

El miedo y el recelo nos ponen en guardia, nos hacen desconfiados y nos obligan a vivir a la defensiva. De ahí proceden muchas incomprensiones y hostilidades sin fundamento alguno.

Sólo los pacíficos, los que tienen esa paz en su interior, los que se sienten amados y abrazados por el mismo Dios, pueden dar la paz y traer la verdadera paz al mundo. Esta es la misión que ha encomendado Jesús a sus discípulos.

EUCARISTÍA 1983, 23


7.

1. Tenemos otro abogado

La ausencia física de Jesús en medio de los suyos fue siempre un problema para los cristianos, sobre todo para los apóstoles y los primeros discípulos tan marcados por la experiencia vital del Maestro.

Muchas eran las preguntas que podían hacerse: ¿Cómo continuar su obra? ¿Cómo escuchar su palabra? ¿Cómo hacer frente a los problemas y dificultades que seguramente se suscitarían con el correr del tiempo? ¿Cómo interpretar correctamente sus palabras y darles el sentido exacto? ¿Y cómo organizar una comunidad que apenas estaba esbozada al morir su fundador?

Y el evangelista Juan, preocupado por esta comunidad cristiana que debe ser la prolongación de Cristo en el tiempo y en el espacio, nos da una respuesta e insiste en ella: es el don del Espíritu Santo el que completará la obra de Jesús. Juan y Lucas son los dos evangelistas que subrayan constantemente la obra del Espíritu en la comunidad cristiana. Acercándonos ya inmediatamente a la celebración de la Ascensión del Señor y a Pentecostés, no nos extrañemos de que la liturgia incline hoy nuestra mirada hacia el Espíritu Santo que debe jugar un papel tan importante en la dinámica de la comunidad cristiana. Como sucede en estos domingos, mientras el Evangelio de Juan nos presenta el postulado teórico de la cuestión, el libro de los Hechos nos da la visión pragmática desde ciertas situaciones concretas.

Jesús se va al Padre y siente la preocupación de los apóstoles por esa ausencia que puede ser también una ruptura. Por eso les dice: "Os he hablado ahora que estoy a vuestro lado; pero el Paráclito [o Abogado], el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho". Teniendo en cuenta que el Evangelio de Juan fue redactado unos 70 años después de la muerte de Jesús, es fácil comprender el trasfondo de estas palabras y toda la importancia que tenían para la vida de la Iglesia, que ya había saboreado la amargura de duras crisis internas y que debía prepararse para otras aún más dolorosas.

El Espíritu Santo es llamado por Jesús "defensor" o «abogado» -literalmente, Paráclito-, porque no deja sola a la comunidad sino que está a su lado para siempre. No es un abogado para después de la muerte, sino un defensor para asesorar a la comunidad aquí, en esta larga marcha histórica. El Espíritu es el «otro» defensor, el segundo abogado, ya que el primero es el mismo Cristo, cabeza indiscutida de la Iglesia, como lo llama Pablo. El Espíritu Santo vive dentro de la comunidad y de cada miembro, ya que por medio de él obra el Padre. Es el espíritu de la verdad, el que enseñará todo y recordará lo enseñado por Jesús. Este enseñar y recordar todo tiene un valor muy especial: el Espíritu no agrega palabras a las de Cristo, sino que las recuerda, es decir, las vuelve a la superficie, las hace actuales de tal modo que cada comunidad cristiana tenga en ellas el criterio para resolver sus problemas y conflictos.

Y cuando la comunidad se reúne para recordar esas palabras, no puede cada uno interpretarlas a su gusto y placer. Es necesario abrirse al Espíritu de Cristo y del Padre, espíritu de verdad y sinceridad, espíritu de comunidad y de amor, para que en comunión con ese Espíritu, presente en toda la comunidad, aprendamos a ver más claro y a resolver nuestros problemas.

Recordar las palabras de Jesús es mucho más que acordarse con la memoria, como hacen los niños en la escuela; es hacer presente aquí y ahora el mensaje de Cristo que se dirige al hombre concreto de hoy que tiene preocupaciones propias y peculiares. A Jesús no lo podemos recordar como un simple personaje del pasado, ni sus palabras se han quedado petrificadas en las páginas del Nuevo Testamento. Cristo Resucitado está viviente en la comunidad y sus palabras tienen valor si son algo vivo para cada circunstancia. Por lo tanto, recordarlo es hacer que nuestra vida, nuestra conducta, nuestra vida comunitaria, nuestra relación con el mundo, etc., estén orientados por el Espíritu de Cristo y de su evangelio. Jesús no habló concretamente más que de los problemas de los judíos de su época, pero sí planteó un cierto esquema fundamental según el cual el discípulo de todos los tiempos debe regir su vida. Y esos discípulos se encuentran a menudo con interrogantes cuya respuesta directa e inmediata no está en las páginas de los evangelios ni en toda la Biblia tomada en su conjunto. Así, por ejemplo, podemos preguntarnos: ¿Qué dice hoy Cristo por medio de su Espíritu acerca de la cuestión social o racial? ¿Qué dice sobre la sexualidad, sobre el matrimonio y sus problemas actuales? ¿Qué dice sobre la relación entre la Iglesia y el Estado? ¿Qué dice sobre el papel de los laicos en el seno de la Iglesia? ¿Qué dice sobre la función de las mujeres? ¿Qué dice sobre la vida de los sacerdotes y religiosos? ¿Qué dice sobre la violencia? ¿Qué dice sobre la forma de vivir mejor la liturgia, sobre la actualización de la catequesis, sobre las nuevas formas de apostolado y evangelización?

En fin, cuántas cuestiones que no aparecen directamente en los evangelios porque hubieran sonado a anacronismo, y que, sin embargo, hoy son problemas candentes de la Iglesia contemporánea. Y ahí está la tarea asignada al Espíritu Santo, un Espíritu que no actúa mágicamente resolviendo nuestros conflictos desde el cielo, sino que obra dentro de la misma comunidad pluralista y compleja que hoy conforma esto que llamamos Iglesia.

En síntesis: la comunidad cristiana debe estar en permanente alerta y en constante escucha del Espíritu, con un corazón pobre, o sea, desinteresado, abierto y disponible para que toda la palabra de Jesús sea reflexionada y vivida. Decimos «toda» la palabra porque ya sabemos que, en cierta manera, Jesús directamente no pudo decirlo todo. Pero también es cierto que a menudo los cristianos sólo queremos recordar ciertas palabras para olvidar intencionadamente otras que nos resultan molestas o inoportunas. Y así en cada época los cristianos de pronto recuerdan ciertas palabras que tenían olvidadas. En nuestro siglo, sin ir más lejos, hemos recordado la palabra «liberación» con todo lo que ello implica; hemos sacado a la superficie la problemática de la justicia, de la paz, del diálogo, de la participación laical en la Iglesia, etc., etc.; palabras, conceptos y formas de vida propios del evangelio, que a lo largo del tiempo se habían esfumado de la vida de la Iglesia. Pues bien, ésa es la obra del Espíritu.

Pero si la comunidad eclesial se cierra al Espíritu y se instala en una posición cómoda y fija, si los intereses creados nos hacen saltar ciertas páginas del evangelio, si el mensaje de Cristo se transforma en un frío catecismo para aprender de memoria como una receta de farmacia; en fin, si pretendemos tener toda la palabra de Jesús para no tener que ver tantas cosas nuevas como nos obligan a rehacer nuestros esquemas mentales, entonces sí que la decadencia de la Iglesia es inevitable y ella deja de ser fermento de verdad en el mundo. Y alguien preguntará: ¿Y cómo se manifiesta el Espíritu cuando una seria crisis se hace sentir en la Iglesia?

El texto de los Hechos nos da una respuesta sugestiva...

2. La instancia suprema

La primera lectura de hoy se refiere a lo que tradicionalmente es conocido como «el Concilio de Jerusalén», acaecido aproximadamente hacia el año 49, unos veinte años después de la muerte de Jesús. La Iglesia se enfrenta por entonces con su primera gran crisis interna, una crisis que está a punto de provocar la ruptura. El motivo ya lo conocemos: Pablo y Bernabé, durante su primer viaje misionero por el Asia Menor, habían bautizado a los paganos que querían abrazar la fe, sin obligarlos al rito de la circuncisión y a otras prácticas propias de los judíos. Aquello fue una novedad tan sonada, que eminentes cristianos judaizantes, sobre todo los venidos del fariseísmo, e incluso el influyente pariente de Jesús, Santiago, al frente de la Iglesia de Jerusalén, reaccionaron con todas sus energías. Como dice Lucas: «Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé», por lo que se decidió hacer en última instancia una consulta a Jerusalén con todos los notables de la Iglesia, entre ellos Pedro, Santiago y Juan, como recuerda el mismo Pablo en la Carta a los gálatas (2,9).

Así tuvo lugar aquella memorable reunión de la que tenemos las dos versiones, con matices distintos, de Pablo en la citada carta y de Lucas en el texto de los Hechos. El Concilio llegó a una conclusión común, expresada, según Lucas, en una carta que se redactó y que se envió a la Iglesia de Antioquía. Pablo, por su parte, relata cómo los tres notables antes citados, «reconocieron el don que Dios me dio. Esos hombres -sigue Pablo- considerados como los principales, nos estrecharon la mano a mí y a Bernabé, en señal de comunión: nosotros iríamos hacia los paganos y ellos hacia los judíos».

No nos interesa ahora meternos de lleno en el conflicto surgido en la Iglesia, sino en la forma como se resolvió, subrayando cierto detalle fundamental de la famosa carta en cuestión. Después de una introducción en la que se recuerda el origen de la crisis, dice el texto: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros», continuando luego con la resolución del conflicto, o sea, autorizar la conducta de Pablo e imponer a los neobautizados ciertas normas relativas a la idolatría y a la fornicación.

«Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros»... He aquí la forma concreta de resolver las cuestiones internas y de recordar las palabras de Jesús cuando la memoria del Espíritu nos falla. A partir de entonces, cuando las crisis arreciaban muy fuerte, fueron los Concilios Ecuménicos el modo como los cristianos intentaron entenderse ante cuestiones tan fundamentales como la misma divinidad de Jesucristo en los concilios de Nicea (325) y Efeso (5,31). El último gran Concilio, el Vaticano II, fue entre otras cosas una gran manifestación del Espíritu en una Iglesia aletargada, y el despertar de una primavera bajo cuyos efluvios aún caminamos.

«Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros» es la concreción de lo dicho por Jesús en el texto de Juan; es la incorporación oficial del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia, no como un miembro más, sino como el aliento de vida nueva, como la fuente de la auténtica verdad, como el defensor contra los peligros de naufragio.

Hoy también los cristianos debemos enfrentarnos con muchos problemas y situaciones que no pueden ser resueltos por uno o por otro imponiendo su verdad sobre los demás. La acción del Espíritu implica necesariamente un despojarnos de todo espíritu revanchista, dejando a un lado prejuicios y formas autoritarias de pensar que transforman a menudo a la Iglesia en un simple campo de batalla. No se trata de imponer nuestra verdad a los adversarios... En el concilio de Jerusalén no triunfó ningún bando sobre el otro; más aún: se buscó una fórmula conciliatoria que tuviese en cuenta los intereses de toda la Iglesia, que evitase el escándalo de los débiles y que garantizase la libertad en el espíritu.

Todo ello no se logra sino con una actitud interna de sincera búsqueda de la verdad, cueste lo que cueste.

El Espíritu y nosotros... Nosotros todos, toda la comunidad es la depositaria de este don por excelencia del Padre. Mientras los cristianos sepamos decir: «El Espíritu Santo y nosotros», no habrá peligro de divisiones ni de violencias internas, aun cuando los problemas planteados presenten puntos de vista distintos y hasta opuestos. Esta es la lección que debemos recoger del libro de los Hechos de los Apóstoles: una lección tan sabia como dura de aplicar cuando las pasiones ciegan al Espíritu.

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 259 ss.


8.

VEN, ESPÍRITU SANTO

El Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre

«El Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho». Esta es la promesa de Jesús.

Del Espíritu no habría que hablar mucho. Es mejor desearlo, esperarlo en oración anhelante, invocarlo y dejarnos penetrar, reanimar y conducir por El.

Ven Espíritu Santo. Sin Ti, nuestra lucha por la vida termina sembrando muerte, nuestros esfuerzos por encontrar felicidad acaban en egoísmo amargo e insatisfecho.

Ven Espíritu Santo. Sin Ti, nuestro "progreso" no nos conduce hacia una vida más digna, noble y gozosa. Sin Ti, no habrá nunca un «pueblo unido» sino un pueblo constantemente vencido por divisiones, rupturas y enfrentamientos.

Sin Ti, seguiremos dividiendo y separándolo todo: Norte y Sur, bloque occidental y oriental, primer mundo y tercer mundo, izquierdas y derechas, creyentes y ateos, hombres y mujeres.

Recuérdanos que todos venimos de las entrañas de un mismo Padre y todos estamos llamados a la comunión gozosa y feliz en El.

Renueva nuestro amor al mundo y a las cosas. Enséñanos a cuidar esta tierra que nos has regalado como casa común entrañable donde pueda crecer la familia humana. Sin Ti, nos la seguiremos disputando agresivamente, buscaremos cada uno nuestra «propiedad privada» y la iremos haciendo cada vez más inhóspita e inhabitable.

Ven Espíritu Santo. Enséñanos a entendernos aunque hablemos lenguajes diferentes. Si tu Ley interior de Amor no nos habita, seguiremos la escalada de la violencia absurda y sin salida.

Ven Espíritu Santo y enséñanos a creer. Sin tu aliento, nuestra fe se convierte en ideología de derechas o de izquierdas, nuestra religión en triste «seguro de vida eterna». Recuérdanos todo lo que nos ha dicho Jesús. Condúcenos al evangelio.

Ven Espíritu Santo y enséñanos a orar. Sin tu calor y tu fuerza, nuestra liturgia se pierde en rutina, nuestro culto en rito legalista, nuestra plegaria en palabrería.

Ven a mantener dentro de la Iglesia el esfuerzo de conversión. Sin tu impulso, toda renovación termina en anarquía, involución, cansancio o desilusión.

Ven a alegrar nuestro mundo tan sombrío. Ayúdanos a imaginar lo mejor y más humano. Ábrenos a un futuro más fraterno, limpio y solidario. Enséñanos a pensar lo todavía no pensado y construir lo todavía no trabajado.

Entra hasta el fondo de nuestras almas. Mira el vacío del hombre si Tú le faltas por dentro. Mira el poder del pecado cuando Tú no envías tu aliento.

Ven Señor y dador de vida. Pon en los hombres gozo, fuerza y consuelo, en sus grandes y pequeñas decisiones, en sus miedos, luchas, esperanzas y temores.

Ven Espíritu Santo y enséñanos a creer en Ti como ternura y proximidad personal de Dios a los hombres, como fuerza y poder de gracia que puede conquistar nuestro interior y dar vida a nuestra vida.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 293 s.

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