HOMILÍAS PARA LAS LECTURAS OPCIONALES
(1-4)

 

1. ORACIÓN POR LAS COMUNIDADES CRISTIANAS DEL FUTURO

La unidad es esencial a la Iglesia

"No sólo ruego por ellos, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos". En la tercera y última parte de su oración ruega Jesús por todos aquellos que, a lo largo de los siglos, creerán en él. Pide por la fidelidad de todos los cristianos, también por nosotros. Sabe que la obra que ha comenzado continuará, que siempre habrá hombres que respondan a la llamada de la vida.

El mensaje que Jesús nos ha transmitido por encargo del Padre no podemos reducirlo a una doctrina aprendida. El mensaje del amor no se puede proclamar si no se vive: se comunica a través de la propia vida, de la propia entrega a favor de los demás. No es una teoría sobre el amor, sino la experiencia vivida por Jesús, que ha de producir como fruto la adhesión personal e incondicional a él. Expone la persona y la obra de Jesús, el amor que el Padre tiene a todos sus hijos. Un mensaje que pierde todo su valor si no lleva a Jesús, si prescinde del amor.

La petición va a ser la misma que en la oración anterior: "Para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado". La unidad es la expresión y la prueba más evidente del amor. Se realiza cumpliendo el mandamiento nuevo, ya que la unidad por la que ruega Jesús sólo es posible cuando los miembros de la comunidad se aman de tal manera que cada uno se entrega a los demás sin límite. La unidad no se logra dando "cosas", sino dándose uno mismo, entregando la propia persona.

El don total de sí que exige esta unidad no despersonaliza al donante, no lo disuelve al integrarlo en el "nosotros", sino que lo hace capaz de vivir como verdadero hijo de Dios, experimentar en sí mismo la verdadera vida: la unidad total que existe entre el Padre y el Hijo. Únicamente por el amor puede una persona estar en otra, vivir cada uno en los demás y los otros en uno mismo, por la vida que se están comunicando y compartiendo. El que ama tiende a transformarse en el amado. Esa es la verdadera pobreza.

La unión de la comunidad es condición previa para la unión con el Padre y Jesús, fruto del Espíritu. Si existe, la comunidad vive unida con ellos. Si falta, esa unión se hace imposible. Quienes no aman no pueden tener un conocimiento y un trato verdadero con Dios.

La unidad ha de ser visible, al presentarla Jesús como testimonio ante el mundo de la veracidad de su misión. El mundo creerá en Dios si lo experimenta en el amor de sus testigos. Si falta el amor, Jesús aparecerá como un teórico de la utopía humana, como un filósofo más. Sólo si su proyecto de vida se encarna en una comunidad será creíble para los hombres, hartos de palabras bonitas. Hasta ahora, Jesús ha hecho presente al Padre en la tierra con su vida. En adelante será la comunidad unida en el amor la que muestre su existencia y su amor a la humanidad. Anhelo difícil, pero posible, porque Jesús lo está impulsando. A pesar de la triste realidad de estos veinte siglos...

"También les di a ellos la gloria que me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno". La gloria que el Padre ha comunicado a Jesús es su misma divinidad -llamada "unión hipostática"-, que le ha constituido en el Hijo. A su vez, Jesús ha hecho partícipes de su naturaleza divina a los que lo han recibido, capacitándolos para ser "hijos de Dios" (Jn 1,12). De esta forma ha comunicado a los suyos la gloria recibida del Padre. Los creyentes quedan asociados a la gran familia de Dios. La comunicación tiene una clara finalidad: ser uno como ellos, repite machaconamente. Y no será la última vez.

"Yo en ellos y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y los has amado como me has amado a mí''. La unidad perfecta es el único argumento capaz de convencer a la humanidad. Una unidad lograda como fruto del amor, nunca por la obediencia a una legalidad o a una autoridad por muy legítima que sea. Esta unidad, efecto visible de un amor incondicional, se manifiesta en un servicio que llega hasta el don de la propia vida. Este amor-unidad vivido en la comunidad será el que provoque la fe del mundo. Si Jesús hubiera venido a revelar unas verdades doctrinales, hubiera sido suficiente para un discípulo aceptar sus ideas prescindiendo de él. Jesús y el mensaje no serían una misma cosa. Pero al presentarnos su vida como camino a seguir (Jn 14,6), no podemos quedarnos en sus enseñanzas. El es el cristianismo.

El amor tiende a querer estar siempre con los que se ama. "Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo, donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas antes de la fundación del mundo". Es la última petición de Jesús por sus discípulos: que estén un día con él en el cielo. Equivale a pedir para ellos la vida definitiva. El amor, el compartir, lleva a querer estar siempre juntos. Este deseo abarca por igual a su comunidad presente y a las que se fueren sucediendo en el transcurso del tiempo. Entonces contemplarán su gloria: el verdadero sentido de todo lo que hizo, el amor que el Padre le tuvo desde siempre. Es así como ama Dios: antes del tiempo, por ser eterno. (El tiempo comenzó con la creación y terminará con la parusía.) Una gloria que incluye la vida definitiva -plenitud a que aspira nuestro corazón- de los suyos, objeto de su misión en el mundo.

"Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y éstos han conocido que tú me enviaste". Si llama aquí al Padre "justo", no lo hace por una simple variación literaria, sino en relación al contexto en que lo emplea. Antes lo ha llamado "santo" (v. 11) y ha pedido para los suyos la "santificación en la verdad" (v. 17). Siendo el Padre "justo", verá lógica la petición que hace Jesús para sus seguidores que, en contraste con el "mundo", han aceptado sus palabras.

El "mundo" está incapacitado para conocer a Jesús y al Padre. Va por otro camino. Ya tiene su dios: el dinero y todo lo que se puede comprar con él. Quiere demostraciones palpables, doctrinas que no comprometan la vida, verdades a la medida de su mediocridad y conveniencia. Ha caído de lleno en las tres tentaciones que superó Jesús porque vivía otros valores (Mt 4,1-11; Lc 4,1-13). Un "mundo" metido de lleno en las estructuras y en la vida de la Iglesia y de los cristianos.

El conocimiento de que habla Jesús se fundamenta en el amor mutuo. Conoce a Jesús, se encuentra con él, el que ama hasta el don de sí mismo. Actitud opuesta a la conducta perversa de un mundo injusto, que niega a Dios con su modo de obrar.

"Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre". En sus últimas palabras resume Jesús el contenido de su oración. Alude a su actividad pasada y afirma su propósito para el futuro. Jesús ha revelado a los suyos al Padre. Pero ese conocimiento se hará cada vez más hondo. Con su muerte en la cruz y su resurrección la revelación será más plena. Después el Espíritu los irá llevando a la verdad completa (Jn 16,13), que sólo será total y definitiva después de la muerte, al identificar el conocimiento del Padre y del Hijo con la vida eterna (Jn 17,3).

"Para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos". Jesús quiere que los discípulos sean iguales a él ante el Padre; que gocen del mismo amor del Padre que él ha gozado. No dice que ellos estén identificados con él; es Jesús el que está con sus discípulos, presente en la comunidad, uno con ella. Jesús no absorbe ni acapara para sí a los suyos. Los acompaña en la tarea, actúa con ellos y por ellos, por la comunicación del Espíritu.

Todo el discurso de la última cena, y también la oración, es un esfuerzo de penetración y explicación del modo como Jesús se hace presente en sus discípulos después de su muerte y resurrección. Se puede afirmar que algo del cielo es comunicado a los creyentes ya en su vida en la tierra; que el mundo de "arriba" se acerca al de "abajo", irrumpe en él, llega a penetrarlo. ¿Cómo es posible? Es una realidad demasiado misteriosa e inabarcable para el hombre. La realidad Jesús nos dice que es posible al ser humano tener una experiencia de Dios ahora y aquí, particularmente a través de la participación en la vida entregada del Hijo.

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET- 4
PAULINAS/MADRID 1986.Págs. 240-243


2.

1. Que todos sean uno

La temática de este domingo gira en torno a la "Gloria de Jesús" que no es otra que el reencuentro de la humanidad en la unidad. La gloria de Jesús se manifestó en la cruz, en cuyos brazos reconcilió a la humanidad dividida por el odio, la muerte y el pecado. Esta es la gloria que los cristianos estamos llamados a contemplar: la manifestación de una Iglesia, cuerpo de Cristo, unida más allá de sus diferencias y factor de unidad y de amor entre los pueblos.

El texto evangélico de este día nos trae la tercera parte de la llamada "oración sacerdotal" de Jesús, pronunciada antes de su muerte, en la cual ora, en nombre de toda la humanidad, por sí mismo, por los apóstoles y por los futuros creyentes que un día abrazarán la fe.

Esta tercera parte gira toda ella alrededor del tema de la Unidad. Cuando Juan escribe esta página, aún la Iglesia no se había roto por aquellas tremendas divisiones y odios que vendrían siglos después; pero ya habían aparecido varios brotes de disensiones y rencillas internas, como se trasluce en las últimas cartas del Nuevo Testamento. La unidad de la Iglesia peligraba por problemas doctrinales, cultuales o culturales, habida cuenta de la gran variedad de pueblos y costumbres que se acogían en el gran imperio romano.

Jesús pone como modelo de la unidad de la Iglesia la unidad existente entre él y el Padre. Si la Iglesia se divide, su testimonio aborta ya que, precisamente, Cristo vino al mundo para «manifestar la gloria del Padre», que no es otra que la de reunir a los hijos dispersos; y una Iglesia que dispersa a los hijos contradice el plan salvador de Dios. Pero no puede haber unidad sin amor. El amor -el ágape, el encuentro de los hermanos en el amor de Dios- cierra la oración de Jesús como una petición suprema y angustiosa. Sólo una comunidad unida en el amor puede manifestar a un Dios que ama e invita al amor.

Verdad, unidad, amor. Tres palabras que, según Juan, sintetizan la misión y la tarea de la comunidad cristiana en el mundo. De esta forma, la oración sacerdotal de Jesús no solamente constituye un ruego al Padre, sino que expresa una exigencia de vida para todos los discípulos. La auténtica oración cristiana, que es un abrirse a la voluntad del Padre, es, no solamente un ruego sino también ofrenda, consagración y respuesta.

Esta oración de Jesús que la Iglesia hace suya en la liturgia nos debe impulsar a todos los cristianos a lograr un auténtico «ecumenismo»: comprender que la Iglesia es una sola; y es una porque la congrega el único amor del Padre y porque por ese único amor debemos vivir y tratarnos los cristianos.

Sabemos cómo no siempre los hechos respondieron a ese ideal. Los cristianos, lamentablemente, hemos aprendido con el tiempo a mirarnos con recelo, a odiarnos y a dividirnos a tal punto que hasta se apeló a las armas para imponer una idea u otra. Católicos, cristianos griegos -ortodoxos- y protestantes, debemos en nombre de Cristo volver a encontrar el mismo camino y el mismo lenguaje. Abandonar las injurias, los recelos, la lucha competitiva, el desprecio mutuo y los prejuicios.

Y no solamente abandonar un trato agresivo, sino aprender a reunirnos, a dialogar, a rezar unidos, a reflexionar juntos sobre la misma palabra de Cristo. Y esta palabra presenta a la Iglesia como el gran signo o vínculo de unidad de todos los pueblos. De ahí que no solamente debemos lograr la unidad interior, sino que debemos ser los agentes y portadores de la unidad y del encuentro con las demás confesiones, credos, razas y culturas.

El cristiano no es un separado de los demás porque «tiene la verdad», ni está contra nadie. Sólo el odio está contra los demás. El cristiano está «para» los demás: para acercarse, para unir, para dialogar, para servir, para liberar, para trabajar en este gran proyecto de salvación que no es «de los cristianos» sino del Padre, como tantas veces repite el mismo Jesús.

Todo esto supone un cambio en nuestra mentalidad: hemos sido educados en un cristianismo cerrado y agresivo; hemos aprendido que somos los únicos que tenemos la verdadera fe y que los demás son herejes, falsos y mentirosos. Los prejuicios han debilitado nuestra vista para ver cuánto hay de bueno en los demás: cuánta sinceridad, cuánta piedad, cuánto amor, cuánta búsqueda de la verdad, cuánto celo por el evangelio, cuánta entrega a los hermanos...

Hemos olvidado el evangelio de Jesús según Juan. Y hoy el Espíritu vuelve a recordárnoslo. Hemos luchado por «nuestra iglesia»; ahora hay que hacerlo por la Iglesia de Jesucristo, que no es tuya ni mía, nuestra ni vuestra: es la comunidad de los llamados y reunidos por el Padre en la fe de Jesucristo.

Hemos puesto el acento en quién tiene razón o quién prueba que el otro está equivocado o quién interpreta mejor esta frase o aquella expresión de la Biblia. Ahora hay que acentuar el cómo vivir más intensamente esa palabra de Dios, cómo amar en la medida del amor de Cristo, cómo reunir a los separados. Hemos levantado tribunales para enjuiciar a los que no pensaban como nosotros; ahora hay que abrir el oído y el corazón para aprender de los que con sinceridad piensan de forma distinta pero con la misma preocupación que nosotros por ser fieles a Dios.

Todo esto es algo de lo que quiso pedir aquella noche Jesús: «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti.»

2. El mensaje de Esteban: ESTEBAN/SAN

Tal como ha sucedido en los domingos anteriores, la primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, pretende mostrar cómo se puede vivir el ideal evangélico desde el testimonio de los primeros cristianos.

Hoy tenemos como protagonista a Esteban, un hombre que, según Lucas, está «lleno de gracia y de fortaleza» y en quien «el Espíritu hablaba por él».

Esteban es el primer mártir o testigo cruento de la fe cristiana, y Lucas presenta su martirio como el de otro Cristo, ya que fue acusado con las mismas acusaciones que Jesús: de hablar contra la doctrina de Moisés, contra Dios y contra el Templo. Lo cierto es que Esteban, a tenor del capitulo 6 de los Hechos, fue un cristiano helenista que comprendió antes que nadie el sentido de la universalidad del mensaje cristiano, por lo que echará sobre sí las iras de la intransigencia judía. Después de un breve período de intensa predicación, acabará lapidado fuera de los muros de Jerusalén.

La primera lectura de hoy nos presenta ese momento culminante de su vida en el que «vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la derecha de Dios». Y esa gloria fue la suya: morir apedreado por el universalismo de la fe, contra el fanatismo y la ortodoxia de la raza, mientras perdonaba a quienes lo apedreaban.

Esteban murió defendiendo el derecho de todos, judíos y gentiles, de introducirse en el gran templo nuevo de Dios, templo que no es otro que la humanidad unida por el amor. En el largo discurso que dirigió a los jefes judíos antes de morir, Esteban insiste en ayudar a su pueblo para que, rompiendo el encierro de una religión formalista y racial, se lance hacia los nuevos horizontes que Dios le señala. Siempre fue así la historia del pueblo de Dios.

Abraham debe romper los lazos de su tierra mesopotámica para adentrarse en el desierto en busca de una nueva tierra. Peregrino que busca a Dios, ni siquiera pudo detenerse en una casa o en un pedazo de tierra para cultivarlo. Se le dio la orden de «salir de su casa y de su tierra», salir de sí mismo todos los días porque Dios está más allá de este «aquí» y de este «ahora»...

Moisés, otro caminante infatigable, vivió cuarenta años en Egipto, y cuando hubo logrado una buena posición fue empujado por Dios al desierto del Sinaí, para caminar hacia la tierra prometida que nunca vería ni pisaría...

He aquí el Dios de nuestra fe: el Dios que nos empuja a buscar cada día un horizonte nuevo. Quien diga: «Ya tengo a Dios, ya lo metí en mi casa, ya le hice su templo», sólo está adorando una quimera hecha por sus propias manos.

Esto es lo más hermoso del mensaje de Esteban, olvidada figura de nuestro cristianismo, como olvidadas están sus palabras. Esteban, en su empuje, con esa audacia propia del Espíritu, no sólo echó en cara al judaísmo oficial su quietud y su miopía, sino que arrastró a la Iglesia -también ella bastante cómoda en Jerusalén- hacia las tierras de afuera, hacia el extranjero; allí donde no era ni conocida ni respetada; allí donde debía testimoniar su fe con otro lenguaje, con otro estilo, con otro idioma, con otras estructuras.

Esteban encendió una antorcha y la arrojó sobre un pasado que se resistía a seguir los nuevamente oscuros e inciertos caminos de Dios. Con Esteban y con la inmediata persecución y dispersión de los cristianos helenistas por Palestina y Antioquía, la Iglesia se internó en el desierto del mundo pluralista. Y por ese desierto estamos aún caminando... Esteban murió por la misma universalidad y unidad del género humano por la que murió Jesús. Pero Esteban ni siquiera pudo gozar en los comienzos de esa larga marcha de la Iglesia hacia el cumplimiento de la oración de Cristo.

Fue Saulo, aquel joven que cuidaba los vestidos de los que apedreaban a Esteban, el que, años más tarde, recogió el mensaje póstumo de Esteban -como hemos reflexionado en los domingos anteriores- y, convertido en el Pablo de los gentiles, abrió definitivamente las puertas del Reino de Dios a todas las razas y pueblos del mundo.

Si hoy nos asusta lo complicado y difícil de una unidad que parece por momentos imposible, volvamos los ojos a Esteban. El sembró y otros cosecharon. Si nosotros hoy cosechamos de la semilla de su sangre, otras generaciones recogerán lo que ahora estamos sembrando...

«Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo, donde yo estoy, y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas antes de la fundación del mundo.»

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 285 ss.


3.

1. «Este es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo... y contemplen mi gloria».

Estamos a la espera del Espíritu divino de Pentecostés. Todos los textos hablan hoy de una existencia en tránsito. En ella vivimos siempre, y no sólo en el momento de la muerte: «En toda ocasión y por todas partes llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Co 4,11). En el evangelio de hoy Jesús termina su oración sacerdotal al Padre con la perspectiva de entrar en su gloria, pero sin abandonar a los suyos, sino llevándolos consigo a esta gloria. Aquí le oímos decir: «Padre, éste es mi deseo...». Los discípulos deben poder seguirle en su tránsito a Dios, pues Jesús les ha traído la buena noticia del amor de Dios y ellos la han acogido. Por eso ya en la tierra han sido introducidos en el amor trinitario, y el deseo de Jesús de que lo sigan coincide con el del Padre, que ha enviado al Hijo al mundo con este fin. En el trasfondo de este único deseo del Padre y del Hijo aparece el Espíritu Santo, que culmina en los creyentes la obra introductoria realizada por Jesús. La tarea de Jesús se ha cumplido ya en este Espíritu Santo, y ahora el Espíritu de Dios, el vínculo entre el Padre y el Hijo ha de completar el vínculo entre el cielo y la tierra. De este modo el mundo, si se abre al Espíritu, puede reconocer que el amor eterno del Padre al Hijo incluye ya el amor a los hombres: «Que el mundo sepa que Tú me has enviado y los has amado como me has amado a mí».

2. «Señor Jesús, recibe mi espíritu».

La primera lectura nos muestra al primer mártir cristiano, Esteban, en el mismo tránsito. Esteban ha pronunciado su gran confesión de fe y al final ve ya, «lleno del Espíritu Santo», «la gloria de Dios (del Padre) y a Jesús de pie a la derecha de Dios». Su tránsito es, como el de Jesús, un testimonio de sangre. Ha seguido tan perfectamente a Jesús que se apropia de sus palabras en la cruz: «Recibe mi espíritu», «no les tengas en cuenta este pecado». Por eso su muerte se convierte no sólo en testimonio, sino también en sustitución vicaria. Esta sólo puede producirse dentro de la imitación del Señor, que ha exhalado ya su Espíritu sobre Iglesia.

3. «El Espíritu y la novia dicen: ¡Ven!».

Finalmente, en la segunda lectura, vemos a toda la Iglesia en el tránsito. Tanto más cuanto que el Señor le ha prometido su próxima venida y ha aumentado en ella el deseo del árbol de la vida y de la gloria de la ciudad eterna. Pero este deseo hace exclamar a la Iglesia junto con el Espíritu Santo el «¡Ven!» e invitar a todos los hombres a sumarse a este grito. Estamos a la espera de la fiesta de Pentecostés, pero la esperamos ya en el Espíritu Santo; estamos esperando la llegada del Espíritu, implorando su luz y su fuego purificador para poder llamar junto con él al Esposo con mayor ansiedad, con una nostalgia más profunda. El Espíritu grita en nosotros mejor de lo que nosotros mismos podemos hacerlo, y el cielo oye este grito del Espíritu desde la tierra, pues «su intercesión por los santos es según Dios» (Rm 8,27).

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C.
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 251 s.


4.

-Pascua todavía, intimidad con Jesús

Profundidad de la Pascua. Intensidad de la intimidad con el Resucitado. Reflexión eclesial. Profundización en la revelación de Jesús en la santa cena. -Decíamos el pasado domingo-. En la culminación de la intimidad "Jesús, levantó los ojos al cielo" -vemos en este domingo-. Gesto elocuente, el de Jesús, de unir el cielo con la tierra, unir el Padre amado con los discípulos, con los hijos amados. Jesús nos abrirá su corazón de par en par. Con su palabra nos revela su intimidad cordial.

-La manera de hablar de Jesús

Observamos que Jesús no relaciona las ideas una detrás de otra como las yuxtaponemos los occidentales, sino que nos las ofrece al estilo de los orientales: superponiendo una sobre otra como las tejas. Con este lenguaje semítico Jesús, al expresarse, hace como si nos desplegara un árbol de gran ramaje.

-La contemplación de Jesús

Jesús contempla al Padre, se contempla a si mismo y contempla no sólo a sus discípulos sino, también, a los que creerán en él por la palabra de los discípulos. Toda la historia de la humanidad salvada pasa ante la mirada de Jesús en este momento culminante. Y expresa una petición: «Que todos sean uno". Manifiesta su deseo de que los discípulos, nosotros comunidad de creyentes, su Iglesia, se edifique en la unidad y la compenetración. «Como tú, Padre, en mi, y yo en ti» . Este es el testimonio que espera que sus discípulos demos de él ante el mundo.

La gloria del Padre es garantía de unión. Jesús en su despedida no nos abandona y se va, sino que nos marca el término de nuestro camino: la visión feliz, beatífica, de la gloria de su Padre, lo que popularmente llamamos la gloria del cielo. Aquella visión que ya poseen aquellos amigos de Jesús y nuestros, de quienes hemos aprendido a conocer y amar a nuestro Maestro. Es la gloria que el Padre le ha dado a Jesús por amor y que por amor Jesús nos promete a nosotros.

-La esperanza de los creyentes

Es preciso darse cuenta de que contemplar el evangelio en el que Jesús se despide para irse al Padre no nos deja estáticos e inmóviles sino que, como si nos arrastrara, se nos lleva detrás suyo; nos da la convicción de que, con Jesús, también nosotros llegaremos al término; nos hace confiar en el sentido profundo de este momento que vivimos. Este momento histórico -en el que para celebrar el gozo de la Pascua hemos dejado otras ocupaciones primaverales y agradables tiene sentido. Este hoy de nuestra historia personal, aunque pueda estar marcado por situaciones de absurdidad o angustia, de debilidad o dolor, tiene sentido porque está abierto al futuro y a la plenitud de Jesucristo resucitado. El mundo, nuestro amado mundo, con el encanto y la bondad que Dios ha estampado en él a pesar de todo lo que le falta para estar acabado, no conoce a Dios-Padre; Jesucristo es quien lo conoce y él ha dado este conocimiento a sus discípulos. Nosotros, discípulos de Jesús, conocemos al Padre a través de Jesús. Jesús es, pues, el único revelador del Padre y, en su amor, la revelación irá más lejos: «Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombren -dice Jesús.

Malograremos nuestra vida si no sabemos vivir en la intimidad de Jesús, si no buscamos esta intimidad y no la favorecemos, si no somos fieles a ella. Es esta intimidad la que crea la unidad de la Iglesia y no por el camino de los preceptos, las imposiciones y las uniformizaciones externas, sino por el camino del amor y la identificación con Jesucristo. Si siempre somos conscientes del sentido de la historia de la humanidad salvada por Jesucristo, ningún momento está perdido, todo tiene sentido, incluso el sufrimiento y el llanto. ¡Que la Pascua nos deje el sabor vivido de la intimidad con Jesús como prenda del pleno conocimiento del Padre!

PERE ARRIOL
MISA DOMINICAL 1995, 7