La narración parte de Jerusalén y termina en Jerusalén. Un mismo
itinerario inversamente recorrido: de Jerusalén a Emaús (vv.13-32) y
de Emaús a Jerusalén (vv. 33-35). Pero, para Lucas, Jerusalén es algo
más que una ciudad. Es el lugar donde están los once y los demás.
Jerusalén
es el grupo creyente. Los dos de Emaús han abandonado el grupo y
retornan a él. Cuando retornan se encuentran con un grupo que ya cree
en Jesús resucitado (v. 34). No son, pues, los dos de Emaús los que
hacen que el grupo sea creyente. Este dato es importante a la hora de
determinar el sentido del relato: éste no va en línea apologética
(demostrar la resurrección de Jesús), sino en línea catequética
(mostrar las vías de acceso a Jesús resucitado, cómo encontrarse con
Jesús resucitado). Los destinatarios del relato no son los que rechazan
la resurrección de Jesús, sino los cristianos que no han tenido el
tipo de acceso que tuvieron los testigos presenciales. En los dos de
Emaús estamos tipificados todos los cristianos que no hemos tenido el
tipo de acceso a Jesús que tuvieron los testigos presenciales.
¿Cuáles
son nuestras vías de acceso a Jesús? En primer lugar, la lectura
profundizada del A.T. (vv. 25-27). En segundo lugar, y como culminación
de la anterior, la celebración de la Eucaristía. Es en esta
celebración donde finalmente se abren nuestros ojos para reconocer a
Jesús (v. 31).
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La ida a Emaús es la ruta del desengaño y el desencanto. En otro
tiempo, lo abandonaron todo para seguir a Jesús. Ahora abandonan la
esperanza y regresan a su pueblo, a su casa, con el alma llena de
recuerdos y desengaños.
El
que tenía «palabras de vida eterna» ha muerto con todas sus palabras
y todas sus obras. ¡No se puede hacer nada. Se acabó la esperanza! La
muerte de Jesús acaba con la imagen que los discípulos se habían
formado de él: Mesías libertador de Israel.
«Nosotros
esperábamos...» Con Jesús ha muerto en Jerusalén la esperanza de los
que le siguieron, de los discípulos, que ahora se esconden como
cucarachas, cada cual en su agujero.
El
origen de la fe cristiana hay que situarlo en el punto en que las
esperanzas de los discípulos han sido reducidas a la nada
Para
el creyente, esperar es siempre «esperar contra toda esperanza». Es
saber que los hombres somos injustos y seguir luchando por la justicia.
Es saber que los hombres somos egoístas y seguir luchando por el amor.
Es ver que el mundo no tiene arreglo y, por eso, dar la vida para
arreglarlo.
También
en el fracaso está Jesús como compañero de camino. Ahí también se
le puede encontrar como entrañable compañero y entablar un diálogo
creador de vida y fuego.
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Este
relato tiene un contenido doctrinal profundamente teológico.
Trata
del origen y características de la fe cristiana.
Viene
a decir que el origen de la fe cristiana hay que situarlo en el punto en que las
esperanzas de los discípulos han sido reducidas a la nada por la muerte de
aquel en quien esperaban.
Con
ello se nos dice también que todos los presupuestos con que cuentan los
discípulos (conocimiento de la Escritura, convivencia con Jesús, conocimiento
de los sucesos de Jerusalén...), vienen a ser inútiles para la comprensión de
la muerte en cruz de Jesús.
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"Uno
de ellos llamado Cleofás le respondió: ¿Eres tú el único residente en
Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado?" (v. 18). Las cosas no
son exactamente como piensan estos discípulos, porque son ellos, precisamente,
los testigos de los hechos, los que en el fondo no saben nada, mientras que va a
ser el desconocido quien les hará ver lo que en verdad ha sucedido.
En
el v. 25 cambia por completo el papel del caminante desconocido: éste pasa a
ser el maestro, mientras que los discípulos vienen a ser los ignorantes:
"¡Qué necios y torpes sois...!". Y no es que los discípulos
estuviesen mal informados o careciesen de datos. Se trata de una ignorancia más
profunda: tienen todos los datos y no saben qué hacer con ellos. Su ignorancia
es, pues, auténtica.
Jesús
empieza su enseñanza haciéndoles tomar conciencia de su ignorancia y de su
torpeza. Como judíos cultos, los discípulos hubieran podido reconocer el
significado de los acontecimientos a partir de los escritos proféticos, puesto
que los profetas habían predicho que el Mesías debía padecer antes de
alcanzar la glorificación. El desconocido interpreta a continuación todo el
A.T. a partir de Jesús: así, el resucitado inicia a los discípulos en la
teología escriturística del cristianismo primitivo, desconocida para ellos
hasta entonces.
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Los
discípulos le ruegan: "quédate con nosotros"; él entra en la casa
para quedarse con ellos; se sienta con ellos a la mesa. En la Eucaristía se
realiza esta permanencia del Resucitado con su Iglesia. Juan también designa
como fruto precioso de la Eucaristía, la permanencia con Jesús: "el que
come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él" (Jn 6. 56).
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«Sentado a la mesa
con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo
dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (vv. 30-31).
Jesús está presente y no disfrazado. Son los ojos (palabra clave) de
los discípulos los que antes no eran capaces, estaban impedidos para
ver a Jesús, y después se abren y lo reconocen. El itinerario de la fe
no consiste en la ausencia o presencia de Jesús, cuya iniciativa y
compañía están aseguradas en nuestro camino, cuanto en la
transformación interior que hace que los ojos del creyente vean lo que
ven. ¡Tremenda paradoja la del reconocimiento! No se trata de ver algo
nuevo, sino de ver con ojos nuevos lo mismo que estaba viendo en el
camino de nuestra vida.
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Pero Él desapareció. Sí, Jesús está vivo. Pero un encuentro con Él
no significa que le podamos tocar y ver. ¡Ha resucitado! Sin embargo,
ningún encuentro con Jesús es inocente. Nos deja «marcados».
Él
desaparece tras los signos de nuestra historia. Pero el creyente ha
quedado «tocado» de gozo, para ser testigo, en comunidad.
Las
consecuencias del encuentro con Jesús se manifiestan así como un
volver a encontrarse a sí mismo (gozo, esperanza, plenitud), como un
reencuentro con la comunidad (el miedo no sólo origina la ruptura
interior, sino la ruptura de la comunión), como una salida hacia la
misión en el mundo (ser testigos y evangelizar nunca es un añadido a
la fe, sino su dinámica natural). ¿Hemos sido «tocados» en esta
Pascua en esa triple e inseparable dimensión?
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Ahora
comprenden también los discípulos lo que les sucedía cuando Jesús les
explicaba las Escrituras: "¿No ardía nuestro corazón...?". Ambas
cosas son necesarias: la Escritura y la Eucaristía. La Escritura inflama el
corazón aburrido o desesperado. La Eucaristía quita la falta de comprensión.
Nos da el don de sabiduría para entrar en el misterio de Dios, que es muerte y
resurrección.
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Al
final de su larga marcha, los dos discípulos están renovados por completo. Su
comprensión de la vida ya es "otra". Hasta entonces veían en la
muerte el fracaso último de la Humanidad. A sus ojos, cualquiera, por gran
profeta que hubiera parecido, "por poderoso en obras y en palabras"
que hubiera podido ser "delante de Dios y todo el pueblo", cualquiera
que es "condenado a muerte y crucificado" corona su vida con un
fracaso radical que destruye todo su significado.
Ahora
bien, esa teoría sobre la existencia, teoría que la experiencia corriente
corrobora, es la que es falsa desde ahora.
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-»¿No
ardía nuestro corazón...? La señal de su presencia, la prueba de que
nos toca la Palabra de Dios es que nunca como entonces nos sentimos tan
indignos, y al mismo tiempo tan felices.
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-Emaús
viene repitiéndose sin cesar allí donde existe un corazón que ha
conocido alguna vez a JC.
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