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DIEZ DIAS DE EJERCICIOS


S U M A R I O
Guía espiritual 
Consejos previos 
1. La oración
2. El acompañamiento
3. El esfuerzo espiritual
4. El itinerario 

Textos con miras a la oración de estos días

Día 1º.: Designio de Dios y respuesta del hombre 
(Principio y fundamento) 

Plan del día: ¿por dónde comenzar? 
Para la oración de este día 
Discernimiento al fin de la jornada

1ª. Etapa: LLAMADA A LA CONVERSIÓN

Día 2º.: En las profundidades

Plan del día: la revelación del pecado 
La "meditación"
Para la oración de este día
Primeros pasos en el discernimiento
Advertencias al fin de la jornada 

Día 3º.: Orar a Jesús

Plan del día: Jesús Salvador
Para la oración de este día
Asimilación de esta oración. La repetición. El examen
El sacramento de la penitencia
Al fin de estos dos días: discernimiento


2ª. Etapa: DE LA CONVERSIÓN A LA MISIÓN 

Día 4º.: La llamada de Jesús


Plan del día: la contemplación del Reino 
La llamada de Jesús 
Para la oración de este día 
Discernimiento del fin del día 

Día 5º.: María, o la respuesta perfecta 

Plan del día: los misterios... el de María 
La contemplación 
Para la oración de este día
Afinamiento y simplificación de la oración 
El discernimiento en esta contemplación 

Día 6º.: El discernimiento: el estilo de Cristo . 

Plan del día: la sabiduría de Cristo. 
La lucha entablada
La oración para pedir "ser admitido"
Para la oración de este día
La regla para nuestra elección: los dos criterios (333)

Día 7º.: Educación para el discernimiento: la elección

Plan del día: manera de elegir
Disposiciones para la elección
¿Cómo se hace la elección? 
Aplicaciones
Para la oración de este día 
Al final de estos cuatro días

3ª. Etapa: CRISTO VIVO EN LA IGLESIA

Día 8º.: El don de su Cuerpo: la Eucaristía

Plan para este día: en unión con Cristo
Para la oración de este día

Día 9º.: En las fuentes del ser y de la vida: la Pasión

Plan para este día: sentido de la vida y de la muerte 
Oración ante la Pasión 
La dificultad: el muro 
Para la oración de este día 

Día 10º.: El hombre nuevo: Cristo resucitado 

Plan para este día: una transformación
La oración ante Cristo resucitado 
El retorno al principio
Para la oración de este día

El final de la experiencia 

1. Balance e intercambio final
2. Conservación de la experiencia
3. La vida de discernimiento: el examen 
4. La Contemplación para alcanzar amor [230-237] 
5. Para esta contemplación

La renovación de la experiencia 


* * * * *


Guía espiritual

¿«Cómo reflejar en el papel la evolución de una vida», la de los 
ejercitantes y la de aquel que les acompaña? Esta era la pregunta 
que yo me hacía cuando, hace ahora unos diez años, publicaba este 
libro que ahora se me pide reeditar. 
¿De qué se trata, en realidad? De ayudar a los demás a 
evolucionar, a vivir, a amar, a crecer en libertad para mejor 
entregarse a la gracia del Espíritu y, de ese modo, cumplir su misión 
en la Iglesia y entre los hombres. 
Este libro es de un carácter muy particular. No está destinado tanto 
a ser leído cuanto a ser practicado. Y practicado con la ayuda de una 
persona experimentada, a fin de evitar errores metodológicos. Es el 
itinerario de una experiencia; es una guía espiritual. 
No conviene buscar en él un desarrollo lógico, como si debiera ser 
leído de principio a fin. Hay que abrirlo según la necesidad del 
momento, para encontrar en él la animación del espíritu y algunos 
consejos apropiados. Su estilo pretende ser el de los «apotegmas» de 
los Padres del desierto: una serie de pensamientos, ya de por si 
condensados, que condensan a su vez una experiencia vital e invitan 
a acceder a una realidad siempre presente, pero de la que no 
solemos preocuparnos de ordinario. Una vez despertado tu espíritu, 
una vez recibido el consejo, cierra el libro, olvida lo que has leído y 
deja que la oración brote en tu corazón. 
El conjunto constituye un «retiro», como solemos denominar a esos 
días que nos tomamos de vez en cuando para recobrar el sentido de 
lo esencial. Pero, ¡cuidado!, no estereotipemos la experiencia. Si me 
preguntas: ¿«Qué tengo que hacer»?, me veo obligado a 
responderte: Descúbrelo tú mismo... Este libro puede ayudarte a 
ello». Un «retiro» no es una serie de ejercicios, fijados de antemano y 
de una vez por todas, que bastara con seguir fielmente para sacar de 
ellos el fruto esperado. Aun cuando se haga en grupo, requiere una 
creación personal: la de un ser que vive y que busca la voluntad del 
Espíritu. Quien se sirva de este libro aprenderá a presentarse por sí 
mismo delante de Dios, ya sea que haga el retiro con otros o lo haga 
solo y «en la vida corriente», como afortunadamente va siendo cada 
vez mas habitual. 
El hilo conductor de la experiencia lo constituyen los Ejercicios 
Espirituales de san Ignacio de Loyola. Pero es preciso aclarar en que 
espíritu se toman los mencionados Ejercicios, cuyo fin consiste en 
conducir a la libertad espiritual a quien los hace. Los Ejercicios 
contienen una serie de consejos y un «itinerario». Podríamos decir 
que son unas reglas para hallar la libertad. Es decir, que quien los 
considere como una especie de «grilletes» que impiden la libertad de 
movimiento, es que no los ha comprendido. Del mismo modo que el 
músico se somete a un método para permitir que brote la inspiración, 
así también quien se somete a la escuela de los Ejercicios recibe una 
serie de reglas y de consejos con el único fin de que pueda descubrir 
la libertad de servir y amar a Dios en todas las cosas. Y podré 
constatar que el camino seguido es bueno para esa libertad y esa paz 
que en ellos va detectando. 
Este hilo conductor querría aplicarlo yo especialmente a la 
Escritura. Desde que comencé mi actividad pastoral, siempre tuve 
presente el consejo que me dio un profesor de un seminario que hizo 
los Ejercicios conmigo. «Debería releer la Biblia con los ojos de un 
ejercitador de Treinta Días». y así lo he hecho. Y me ha servido de 
inestimable ayuda. He llegado a redactar un librito de cien páginas, 
Biblia y Ejercicios, que nunca he publicado, pero que me inspira 
continuamente. De hecho, no veo como podría encontrarme a gusto 
en unos Ejercicios sin esta constante referencia a la Palabra de Dios y 
sin tener en cuenta la gran Tradición espiritual de las Iglesias Oriental 
y Occidental que la comentan. Entre los frutos que los ejercitantes 
que he conocido en tantísimos años me dicen haber sacado de los 
Ejercicios, destacaría estos dos: la libertad para resituarse ante Dios, 
suceda lo que suceda, y el gusto de orar con la Escritura. Nada puede 
agradarme tanto, porque ello expresa lo que siempre he intentado al 
desempeñar mi ministerio. 
Llegará el día en que, tras haberse servido de estas páginas, el 
ejercitante ya no sienta la necesidad de recurrir a ellas. Le bastará 
con el libro de la Palabra de Dios, del que ya no podrá prescindir y en 
el que no dejará de descubrir el camino que le conduce a Dios. 
A los catorce años de haberlo escrito, he releído este libro en 
orden a su reedición. Y he descubierto que conserva su valor tal 
como está. Lo único que he hecho ha sido rehacer las primeras 
páginas de consejos previos. Por lo que se refiere al resto, he 
mantenido la presentación en días o jornadas, con sus respectivas 
notas de orientación general, sus advertencias acerca de la oración, 
sus textos bíblicos para ayudar a la misma y, por ultimo, sus consejos 
referidos al discernimiento. 
Cuando publiqué estos «Diez Días» por primera vez, me 
preguntaba si no seria conveniente facilitar también las notas de las 
que me sirvo para dar los Ejercicios de Treinta Días. Hoy ya no me 
hago esta pregunta, porque la presente «Guía espiritual. puede servir 
perfectamente para ese fin. La materia es la misma. Lo único que 
difiere es el ritmo, que ha de ser ralentizado en orden a una 
asimilación más profunda. 
Para acabar, quisiera repetir lo que dice Ignacio al presentar su 
libro de los Ejercicios: todo esto no son más que ejercicios, ensayos, 
sugerencias, invitaciones a caminar y maneras diversas de 
disponerse a la acción del Espíritu «para buscar y hallar la voluntad 
divina en la disposición de la propia vida» [EE, 1]*. 
........................
* En adelante, todas las citas que aparezcan entre [...] se referirán a la 
numeración del texto de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio.

* * * * *

Consejos previos

En estas primeras páginas nos limitaremos a dar una serie de 
consejos previos que retornaremos y desarrollaremos a lo largo del 
libro. Pero conviene tener desde el principio una visión de conjunto de 
los mismos, porque constituyen el fundamento pedagógico de los 
Ejercicios. Tales consejos se refieren, a la vez, a la oración, a la 
ayuda que debe esperarse del ejercitador, al esfuerzo exigible al 
ejercitante y al itinerario que se propone. 
Es importante tomarlos como lo que realmente son: un simple 
medio para disponer el corazón. Lo esencial es la acción del Espíritu 
Santo, en la que el hombre no debe tratar de interferirse mediante un 
esfuerzo de la voluntad o de la mente. Tampoco bastaría con una 
enseñanza meramente externa. Nadie puede hacer por otro una 
experiencia del amor. El misterio del encuentro no deja de ser un 
secreto de cada uno. «Entra en tu cámara, dice Cristo, donde el 
Padre ve en lo secreto» Es la ley de todo amor, tanto del amor a Dios 
como del amor a otra persona. Cuando te dispongas a acogerlo, 
cierra tu puerta con llave, ama y haz lo que quieras. 
En suma: se trata de prepararnos a recibir algo que no procede de 
nosotros y sin lo cual, no obstante, la vida no es vida. ¿Quién puede 
vivir sin amar? ¿Qué cristiano puede vivir sin buscar a Dios y su 
voluntad? Y, sin embargo, no puedo proporcionarme a mi mismo 
aquello de lo que más imperiosamente tengo necesidad. Esta 
constatación es el punto de partida de toda la experiencia. ¡Ven, 
Señor, a colmar el deseo que Tú mismo has despertado en mi!
Esta serie de consejos pretenden ponernos en el camino de las 
disposiciones que le abren a uno a la acción del Espíritu; de un modo 
particular, pretenden enseñarnos a aceptarnos a nosotros mismos. Lo 
cual dista mucho de la resignación pasiva. La aceptación de uno 
mismo se corresponde con la indiferencia exigida por san Ignacio para 
entrar en los Ejercicios. Ya iremos aclarando poco a poco su 
naturaleza. De momento, digamos al menos que es, a la vez, apertura 
al futuro, confianza en Dios, relativización de todas las cosas con 
respecto a lo esencial, y deseo de ser «campo de experiencia del 
Espíritu Santo» (Teilhard). No sé lo que resultará de todo ello, pero 
me ofrezco por entero, en la seguridad de que Dios está siempre 
conmigo... 
________________________

1. LA ORACIÓN
ORA/CONSEJOS:
Lo importante en la oración es comenzar como es debido. «Antes 
de entrar en la oración, repose un poco el espíritu, asentándose o 
paseándose..., considerando a dónde voy y a qué» [239]. En estos 
primeros momentos, hay que apaciguar el cuerpo, concentrar el 
espíritu y abrir el corazón. Hay que hacer realidad el «Descálzate» 
dirigido a Moisés (Ex 3,5) y el «cerrar la puerta» del Sermón de la 
montaña (Mt 6,6). 
Muchos imaginan que el preparar la oración consiste en fijar un 
tema y concretar los puntos, como si se tratara de hacer a 
continuación una disertación según el plan previsto. De ese modo 
hacen de la oración una operación intelectual. Lo que conviene es, 
sencillamente, fijar la atención del espíritu en tal o cual punto, a fin de 
no quedarse en vaguedades. «Por dónde comenzar», dice con mucha 
frecuencia san Ignacio. De este modo el espíritu conserva la paz, sin 
andar «mariposeando» aquí y allá. A este objeto proponemos textos 
escriturísticos, no para que se tomen todos ellos, sino para que cada 
cual escoja el que más le convenga y no deje a su espíritu errar sin 
rumbo. 
Hay ejercitadores que quieren decirlo todo, con lo cual atiborran el 
espíritu y no dejan sitio al Espíritu Santo. Y hay ejercitantes que 
hacen lo mismo: desean que se les ofrezcan múltiples explicaciones, 
al objeto de asegurarse materia abundante o prevenir el aburrimiento. 
Unos y otros olvidan el objetivo de estos preparativos: dejar «que el 
mismo Criador y Señor se comunique a la su anima devota, 
abrazándola en su amor y alabanza y disponiéndole por la vía que 
mejor podrá servirle adelante» [EE, 15]. 
El cuerpo desempeña su propio papel en esta preparación. Su 
postura no es algo indiferente en relación a la calidad de la oración. 
No es preciso ser un ferviente partidario del «yoga» o del «zen» para 
experimentarlo. Basta con que nos fijemos en nuestro propio trabajo: 
éste nos resulta tanto mas fácil cuanto mas distendido está nuestro 
cuerpo. Por eso aconseja Ignacio «entrar en la oración, cuándo de 
rodillas, cuándo postrado en tierra, cuándo supino rostro arriba, 
cuándo asentado, cuándo en pie, andando siempre a buscar lo que 
quiero» [EE, 76]. Si una determinada postura me va bien, ¿por qué 
cambiarla? 
Una vez apaciguados el espíritu y el cuerpo, resulta posible la 
verdadera atención, la que puede ser duradera porque no fatiga. Hay 
motivos para preguntarse si todo marcha como es debido cuando 
entramos en la oración tensos y nerviosos. La tensión es señal, 
muchas veces, de que nos fiamos únicamente de nuestro propio 
esfuerzo y no sabemos de veras lo importante que es estar distendido 
para conseguir hallarse más presente. Es el momento de cambiar 
nuestro proceder. 
Cuando hemos conseguido serenar todo nuestro ser, conviene 
pedir a Dios lo que deseamos: el don de entender las cosas y el gusto 
interior que nos permite penetrar en ellas con el corazón. «¡Ojalá 
descendieras, Señor! ¡Ven, Señor, ven a visitarnos!»: esto es lo que, 
bajo diversas fórmulas, piden los orantes en la Biblia. En este sentido, 
las oraciones litúrgicas nos sirven de estupendo modelo. ¿Por qué no 
servirnos de ellas al principio de la oración? Esas oraciones 
despiertan y educan el deseo, y responden perfectamente a lo que 
observa Pablo: «EI Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues 
nosotros no sabemos pedir como conviene, mas el Espíritu mismo 
intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26). Muchos de 
nuestros intentos de orar resultan vanos porque no dejamos que se 
exprese así el deseo en nuestros corazones. «Pedid y recibiréis», dice 
el Señor; pero inmediatamente antes había dicho: «Hasta ahora nada 
le habéis pedido en mi nombre» (Jn 16,24). 

* * * 

ORA/LECTURA: Son muchos los que se sienten paralizados ante la 
idea de permanecer una hora en oración durante tres o cuatro veces 
al día. Por supuesto que es importante no lanzarse a la aventura sin 
haber caída en la cuenta de qué es lo que nos hace capaces de 
perseverar en la misma. Unos se imaginan la oración como un 
encuentro silencioso con Dios, y por ello desprecian los libros o las 
ideas que se les proponen; a otros les da miedo «abandonarse» y 
necesitan tener un libro a su alcance. Pero, en realidad, la oración es 
fruto de una tensión entre dos elementos opuestos que, poco a poco, 
van armonizándose: la lectura y la plegaria. Lectio et oratio, ha dicho 
siempre la Tradición. 
La lectura es necesaria; pero no cualquier lectura. Se nos ofrecen 
muchos libros que, según me temo, nos alejan de la oración o nos 
quitan las ganas de orar. De hecho, no conozco más que un libro 
plenamente apropiado: el de la Palabra de Dios. Y ello con tal de que 
no lo convirtamos en un objeto de estudio. La exégesis y la teología 
son útiles, pero únicamente para preparar el camino. Llegado el 
momento de orar, el libro ha de ser tomado como si de un sacramento 
se tratara. A través de las múltiples palabras y los diversos relatos, 
que son otros tantos signos sensibles de una realidad invisible, 
intento escuchar la única Palabra, la del Verbo, que, a través de su 
carne, me conduce a la Divinidad. No me detengo en el detalle más o 
menos curioso, sino que prescindo de esas cuestiones que excitan mi 
curiosidad. En la fe de mi corazón que desea y en la presencia del 
Dios a quien busco, recibo la palabra que debe alimentar mi oración. 
Leo, naturalmente; pero lo hago en la tranquilidad propia de un 
espíritu que está seguro de que Dios desea encontrarse con él. Leo 
el tiempo necesario para que mi ser quede penetrado de lo que leo y 
para poder repetírmelo a mi mismo sin esfuerzo. 
Cuando la palabra me ha agarrado suficientemente, entonces la 
oración sucede a la lectura. Al igual que esa joven que, en el pórtico 
norte de la catedral de Chartres, representa la vida contemplativa, 
también yo experimento la necesidad de cerrar el libro y «rumiar»a lo 
que he leído o, mejor, a imitación de María, meditar las cosas en mi 
corazón. Porque, como dice Ignacio, «no el mucho saber harta y 
satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente» 
[EE, 2]. El salmista evoca frecuentemente ese momento en el que el 
orante, a lo largo de sus noches en vela, repite con deleite el nombre 
de Dios o un determinado pasaje de su Ley (Ps 62; 118; etcétera). 
Poco importa el nombre que haya que dar a esta oración: meditación, 
contemplación, aplicación de sentidos, modos de orar... Nos hallamos 
bajo la acción del Espíritu, que nos hace gustar la palabra para que 
se convierta en nuestra luz y nuestra fuerza. Verificamos lo que, en su 
Primera Carta, llama Juan «la unción del Santo» (1 Jn 2,20), por la 
que la palabra proferida en el exterior y recibida en la fe se nos 
transforma en interior, haciendo inútil toda enseñanza. Algo así es lo 
que acontece en ese paso de la lectura a la oración. 
Al mismo tiempo, la tensión entre ambos actos—la lectura y la 
oración—es lo que hace verdadero o no aquello que acontece. La 
Palabra es recibida como una norma objetiva, una regla de fe. La 
oración nos permite penetrar en ella de tal manera que se nos 
convierta en personal. Pasando sin cesar de una a otra, voy 
progresivamente descubriendo lo que el Espíritu realiza en mí, sin 
necesidad de correr el riesgo de fiarme de mis sentimientos o de mis 
interpretaciones subjetivas. Llegado el momento, ese sentido interior 
que el Espíritu forma en mi me permitirá conocer con certeza, gracias 
al «olfato» que en mi va desarrollando, hacia dónde me inclina la 
voluntad de Dios. 
De este modo, al despertar el sentimiento, la oración no me hace 
replegarme en mis estados anímicos. Si así lo hiciera, es señal de que 
no es una búsqueda de Dios. Gracias a esa constante transición de la 
lectura a la oración y de la oración a la palabra, hay en la verdadera 
oración algo denso, compacto, sólido, que permite acceder a la vida 
de fe y habitúa al ser humano a dejar de considerarse el centro y a 
juzgarlo todo según el superior criterio de la voluntad de Dios. 

* * * 

Y del mismo modo que hay que comenzar como es debido, también 
hay que acabar debidamente, llegado el momento. San Ignacio habla, 
a este propósito, del «coloquio., que «se hace, propiamente 
hablando, así como un amigo habla a otro, o un siervo a su señora 
[EE, 54]. E! prototipo podría serlo la conversación de Moisés con 
Dios, a propósito de la cual se nos dice que «el Señor hablaba con 
Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo. (Ex 33,11). 
O mejor aún, la conversación de Jesús con su Padre, cuando se 
retiraba a orar al desierto. Es la oración del corazón. Al principio se 
invitaba al espíritu a apaciguarse, para que el corazón pudiera abrirse 
a la palabra y gustar a Dios; al final, se invita al corazón a 
apaciguarse igualmente en el sentimiento que Dios haya despertado 
en él. Es una conversación en la que cada cual habla o se calla, 
según prefiera, pero siempre desde un inmenso respeto por el amor. 
En este momento no hay reglas que valgan. Cada cual es para si 
mismo su propia ley; cada cual descubre el modo concreto en que 
Dios se le comunica. El lenguaje de la oración se convierte en el 
lenguaje de la libertad, del amor y de la relación. Y al final, viene el 
silencio en la oración, la admiración y el agradecimiento 

* * * 

ORA/PERSEVERANCIA: Hay una ley elemental en el arte de orar: 
la de la perseverancia. Dudo de que alguna vez lleguemos a saber lo 
que es la oración si no nos hemos decidido a pagar el precio exigido: 
perseverar en ella y volver sobre ella una y otra vez, sean cuales 
sean las dificultades que se encuentren en el camino. 
Y las dificultades las hay de todo tipo, y hasta pueden ser 
contrapuestas. Unas veces es el entusiasmo, que nos hace concebir 
proyectos ilusorios; otras veces, el aburrimiento y hasta la 
repugnancia, que nos impulsa a abandonar. Hay que pasar por toda 
esta serie de oscilaciones para llegar a establecerse en la solidez de 
la fe, que no se da a la oración por el dulzor que en ella pueda 
encontrar, sino porque Dios es Dios y uno desea encontrarlo. 
Lo esencial consiste en llegar a esta profundidad de fe. Todo lo 
demás—lecturas, proyectos de vida, discusiones, observaciones y 
notas—podrá ser útil, pero no deja de ser secundario. Yo me ofrezco 
a Dios «con grande ánimo y liberalidad, ...con todo mi querer y 
libertad» [EE, 5]. Me entrego a él «con todo mi corazón, con toda mi 
alma, con toda mi mente y con todas mis fuerzas. (Mc 12,30) y acepto 
estar ante El desarmado e indefenso, sin otra cosa que mi vida tal 
como es. Esta fidelidad es la traducción concreta de la certeza de 
que, si se lo pedimos, Dios puede transformar el pobre ser que somos 
cada uno de nosotros. 
Perseverar durante unos Ejercicios viene a significar, en la 
práctica, cuatro horas de oración diarias, e incluso cinco, si 
—conforme a una sugerencia de san Ignacio—el ejercitante 
experimenta el deseo de levantarse por la noche para orar. 
Semejante exigencia solo puede cumplirse si, además de lo ya 
dicho, añadimos que cada cual debe tener en cuenta sus 
posibilidades. Quien desee realizar inmediatamente este ideal corre el 
riesgo, si cuenta únicamente con sus propias fuerzas, de abandonar 
muy pronto el empeño, lleno de desanimo o de crispación. A lo que 
hay que aferrarse es a la dulzura del Espíritu. De ahí la flexibilidad del 
horario. Según Ignacio, es al objeto de que «el ánimo quede harto» 
por lo que hay que tratar de permanecer una hora entera en el 
ejercicio, «y antes más que menos» [EE, 12]. Ya se hagan los 
Ejercicios en grupo o individualmente, cada cual deberá ir 
descubriendo su propio ritmo. Y en este sentido, Dios, que «conoce 
mejor nuestra natura, ...da a sentir a cada uno lo que le conviene» 
[EE, 89]. 
La aceptación de la perseverancia le permite a uno pasar del plano 
intelectual al espiritual, de la enseñanza recibida a la experiencia 
realizada. Quien se contenta con escuchar una conferencia y 
reflexionar después sobre ella, se verá tentado a discutir mentalmente 
las ideas recibidas. De este modo, el provecho será indudablemente 
aparente o pasajero, porque lo que se hace es sacar adelante la 
propia verdad, en lugar de dejarse atraer por la verdad misma. Si nos 
tomamos el debido tiempo, no podremos quedarnos en esa fase, sino 
que será obligado que pasemos a Dios y nos remitamos a El. 
No nos dejemos acuciar por el deseo de saberlo todo de 
antemano, como si quisiéramos asegurarnos a todo riesgo. Nos basta 
con vivir plenamente el momento presente. Y es que sucede con la 
oración lo mismo que ocurre con la libertad: sólo conoceremos su 
naturaleza si nos ejercitamos en ella día tras día. 

* * * * *


2. EL ACOMPAÑAMIENTO
DIRECCION-ESPIRITUAL: Para que pueda proseguirse, semejante 
experiencia requiere el acompañamiento de otra persona, porque tal 
experiencia despierta necesariamente, en quien la emprende, una 
serie de diversos movimientos o «emociones» en los que, sobre todo 
al principio, resulta difícil reconocerse a sí mismo y se corre el riesgo, 
debido al efecto de sentimientos opuestos o a la ausencia de todo tipo 
de sentimientos, de incurrir en el desánimo o en la exaltación 
inconsiderada. Hay que perseverar, pero no de cualquier manera. Un 
«consejero» resulta de inestimable ayuda para aprender, en los 
hechos mismos que se producen, la manera de actuar del Espíritu, 
que une suavidad y fuerza y que, deseoso de que alcancemos 
nuestro punto exacto de sazón, nos permite afincarnos en la paz y 
esperar de Dios el resultado de nuestros esfuerzos. 
Digamos, ante todo, con qué espíritu hay que aceptar dicho 
acompañamiento, aunque mejor seria llamarlo «diálogo espiritual», 
dado que supone una confianza recíproca. El acompañamiento 
responde a la necesidad de que tanto el ejercitados como el 
ejercitante «más se ayuden y se aprovechen» [EE, 22]. No hay uno 
que dirige y otro que se somete. Ambos, aunque desde diferentes 
puntos de vista, tratan de descubrir juntos la acción del Espíritu 
Santo. 
Y ello aun cuando los Ejercicios se hagan en grupo. El objetivo de 
los «puntos» no consiste en hacer una exposición doctrinal, aunque 
es verdad que hay una doctrina que subyace a todo el conjunto. Lo 
que pretenden los «puntos» es, a partir de la enseñanza impartida, 
embarcar al ejercitante en una experiencia e indicarle, en la medida 
de lo posible, los medios para llevarla a término. 
De una parte y de otra se requiere una determinada actitud. Jesús, 
que alertó acerca de la manera de escuchar, bien podría haberle 
dicho al ejercitador: «¡Cuidado con tu manera de hablar!» No hay que 
intentar decirlo todo, sino, a partir del texto en cuestión, insinuar una 
serie de sugerencias, de «puntos», de entre los que el ejercitante 
escogerá los que más le convengan. Se trata de decir pocas cosas, 
pero que sean sugerentes; y, sobre todo, se trata de respetar la 
objetividad de la Palabra de Dios. Lo cual no significa que el 
ejercitador deba adoptar una actitud fría e impersonal. Debe haber 
saboreado él mismo, personalmente, la palabra que propone. 
Creyendo firmemente que el Espíritu habita el corazón de los 
bautizados, deberá permitir que se transparente su vida más 
profunda, a fin de que, al contacto con ella, puedan otros 
despertarse. Pero no deberá extenderse en «elucubraciones», por 
muy brillantes que puedan ser, sino que habrá de remitirse al Espíritu, 
capaz de hacer que cada cual escuche la palabra apropiada. Y al 
mismo tiempo, aprovechando su experiencia, dará los consejos que 
considere útiles a medida que vayan avanzando los Ejercicios. 
Consejos que no dispensan del contacto personal, sino que permiten 
que éste sea más ágil y mas preciso. Esta enseñanza impartida en 
común tiene la ventaja no sólo de ahorrar tiempo, sino también de 
propiciar el que todos tengan acceso a unos puntos de vista que una 
conversación privada tal vez no permitiría abordar. 
Pero, por otra parte, hay que hacerle ver al ejercitante que hay una 
buena y una mala manera de escuchar. La buena manera es la de la 
cuarta clase de terreno de la parábola del sembrador: un corazón 
despejado de obstáculos, abierto y sosegado, en el que las palabras 
escuchadas despierten una verdad ya poseída, pero que se hallaba 
como dormida. Mientras se escucha, no hay que empeñarse en 
retenerlo todo ni en tomar unos apuntes exhaustivos, sino en 
mantener el corazón dispuesto de tal manera que sea capaz de 
atrapar al vuelo lo que el Espíritu quiere hacerle oír. Se trata de una 
escucha silenciosa, distendida y sosegada, que se verá tanto más 
favorecida cuanto más distendida y fraterna sea la atmósfera del 
grupo. En suma, se trata de que cada uno de los que escuchan se 
establezca en un profundísimo silencio, a fin de que el corazón pueda 
dirigirse al corazón. 
Esta manera de actuar presupone el que, de una parte y de otra, 
se dé el convencimiento de que el verdadero maestro es el que habla 
al corazón, no a los oídos. Si no buscamos más que discutir o si nos 
mantenemos a la defensiva, como desconfiando el uno del otro, 
«¡cuántos se irán sin haber aprendido nada!» (san Agustín). En 
resumidas cuentas: aunque no haya diálogo verbal durante la 
exposición de los puntos., no por ello dejan de ser éstos el compartir 
mutuo de una verdad de la que todos somos discípulos. Yo, que 
hablo, te doy a ti lo que tengo y lo que soy. ¿Qué harás con ello? No 
lo sé. Me entrego a ti incondicionalmente, diciéndote lo que me ha 
sido inspirado. Por tu parte, ábrete sin reservas. A nadie le mueve la 
curiosidad. Mantente humilde en tu esfuerzo de atención, evitando 
que la oscuridad te produzca crispación. El Señor suprimirá esa 
oscuridad a su debido tiempo, si se lo pides. 
Por lo general, parece que es suficiente con una sola exposición de 
«puntos» por día. Tal vez, el mejor momento es por la mañana, 
cuando el espíritu está fresco y dispuesto y la palabra escuchada 
tiene menos peligro de interferir el movimiento de la oración personal 
ya iniciada. Si se ve conveniente, unos cuantos minutos por la tarde 
permitirán reavivar la atención o anunciar el tema del día siguiente. 
Sea como sea, la distensión y el buen humor deberán marcar esos 
momentos. 

* * *

Además de los «puntos», está el contacto personal, el cual es 
obligado, como es obvio, cuando los Ejercicios se hacen 
individualmente, pero que es preciso propiciar también cuando se 
hacen en grupo. Podría discutirse interminablemente acerca de cual 
de las dos formas de hacer los Ejercicios (individualmente o en grupo) 
es preferible. La verdad es que una y otra forma tienen sus ventajas y 
sus inconvenientes. Cada cual tendrá que ver lo que prefiere y optar 
en consecuencia, sin dejarse llevar por la «moda» del momento. 
¿Cual es el objeto de este contacto personal? El mismo que el del 
«examen», del que hablaremos enseguida. ¿Por qué hablar de todo? 
Porque es sumamente importante que caigamos en la cuenta de la 
manera en que nos comportamos o, como dice Ignacio, «de las varias 
agitaciones y pensamientos que los varios espíritus le traen» [EE, 17], 
de las luces que se van recibiendo, de los obstáculos que se vea que 
alienan nuestra libertad. De cualquier modo, cada cual deberá saber 
sobre qué quiere hablar. El ejercitador debe mantenerse más bien a 
la expectativa; su papel consiste en «recibir» aquello que le es 
confiado y, si puede, reaccionar en consecuencia. Existe el riesgo de 
que algunos se sientan desconcertados por este silencio y preferirían 
que el ejercitador les preguntara cosas concretas. Semejante actitud 
debe ser reconocida como una señal de que existe algún obstáculo 
interior que convendría esclarecer, lo cual no hará sino que uno y otro 
(ejercitador y ejercitante) sean en lo sucesivo más libres. 
Esta manifestación de los pensamientos pertenece a una larga 
tradición que desborda los limites del cristianismo: la del «maestro 
espiritual». Una tradición que se funda en la ley de toda educación 
verdaderamente profunda: nadie se forma por sé solo. 
¿Existe alguna norma acerca de la frecuencia de estos contactos? 
En algunos casos lo más conveniente será tener una serie de breves 
entrevistas, tal vez una cada día o, en todo caso, tanto más 
frecuentes cuanto menos experiencia tenga el ejercitante de este tipo 
de «acompañamiento». A otras personas, mas habituadas a ello, les 
resulta suficiente una conversación de vez en cuando. Lo que es 
cierto es que, si se celebran en el momento adecuado, estos 
encuentros sirven para evitar muchos errores, desalientos, pasos en 
falso y pérdida de tiempo. Y conviene añadir que es muy útil atenerse 
a la norma que uno se haya fijado al comienzo. A algunos puede 
resultarles fastidioso tener que mantener cotidianamente este diálogo 
que, en determinados días, les parece que no les supone provecho 
alguno. Pero, al igual que en la oración, también en este punto es 
preciso perseverar en la fe. 
* * * 
Hay ejercitantes que se preguntan si, cuando se hacen los 
Ejercicios en grupo, no resultarle útil mantener reuniones en las que 
se comparta y se dialogue en un clima de fraternidad. Por la 
experiencia personal que yo tengo al respecto, soy más bien contrario 
a este modo de proceder, sobre todo si los Ejercicios buscan un 
objetivo concreto, como es, por ejemplo, }a elección de «estado de 
vida». Por lo demás, tanto en este caso como en otros muchos, la 
experiencia comunicada por otros tiene el peligro de interferir y 
obstaculizar la propia dinámica personal, sobre todo cuando uno no 
está aun muy seguro de si mismo. 
De todos modos, ya sea que este diálogo se haga durante los 
Ejercicios—lo cual es preferible—o después de éstos, con los amigos 
o con la propia comunidad, parece conveniente hacer algunas 
observaciones al respecto. 
En primer lugar, es preciso que cuantos participen en el dialogo lo 
hagan espontáneamente; pero no conviene que haya «oyentes por 
libre» u observadores únicamente interesados en ver qué es lo que 
ocurre. Este dialogo ha de ser un ejercicio espiritual en el que, como 
en la oración, cada cual se compromete tal como es. 
Para «recibir» lo que dice el otro y comunicar los propios 
pensamientos, no estará de más que, antes de comenzar, se centre 
uno en el silencio de la oración. Un silencio fecundo, lleno de esa fe 
que tenemos en el Espíritu que inspira a unos y a otros. Esto es una 
condición ineludible para un buen dialogo. 
En segundo lugar, si a lo largo del diálogo siente alguien la 
necesidad de hacer una observación o una pregunta, deberá hacerla 
a partir del mencionado silencio, y no para oponerse o para discutir, 
sino para «recibir» mejor lo que dice el otro o para permitirle que se 
exprese mejor. 
Este tipo de dialogo no es para sacar conclusiones ni para hacer 
ningún balance. No se trata de juzgarse a si mismo ni a los demás, 
sino de aceptarse mutuamente, con la dinámica que el Espíritu suscita 
en cada cual. La finalidad de este dialogo no consiste en hacerse con 
un «capital» espiritual del que poder hacer uso en lo sucesivo, sino en 
aceptarnos tal como somos. Esta experiencia, que se hace por sí 
misma y que es incomunicable en el fondo, cambia nuestro modo de 
vivir nuestras relaciones ordinarias y nos sitúa en el plano de la fe. Al 
igual que ocurre tras la participación eucarística, la vida sigue siendo 
la misma, pero ya no se ven las cosas de la misma manera. 
Y añadamos un ultimo consejo: conviene que el grupo no exceda 
de siete u ocho personas. Un grupo más numeroso tiene el peligro de 
no permitir que todo el mundo se exprese cómoda y libremente. 
También puede suceder que los mas habituados a hablar 
monopolicen el uso de la palabra y que el diálogo, en lugar de ser una 
puesta en común, se convierta en una discusión ideológica. Si se 
hace, todo el mundo debe estar en situación de igualdad. 

* * * 

Al concluir este apartado sobre el «acompañamiento», no estará 
de más subrayar la ayuda que este libro puede aportar a quien se vea 
inclinado a hacer sus Ejercicios totalmente a solas; sin nadie que le 
acompañe. Como es de suponer que tenga una suficiente experiencia 
de la vida espiritual, deberá conservar su libertad respecto de los 
consejos y, sobre todo, los textos que en este libro se proponen. 
Tiene una inmejorable oportunidad de escoger los que mas le 
atraigan. Personalmente, cuando yo he hecho los Ejercicios a solas, 
he recurrido al Éxodo, a los Salmos, a ciertos textos litúrgicos, a San 
Juan, al Cantar de los Cantares y a otros libros de la Escritura. En 
estos casos, el presente libro sirve únicamente de instrumento de 
verificación de la experiencia. 
La regla consiste en no ser esclavo de ninguna fórmula. «He dado 
unos Ejercicios del mismo modo que los da usted», me ha dicho más 
de uno, «y la cosa no ha funcionado...» «No me extraña nada», he 
respondido. «Es señal de que lo que yo le he dicho, y usted ha 
recibido de mi, no le ha servido para ser más usted mismo» 

* * * * *


3. EL ESFUERZO ESPIRITUAL
ORA/ESFUERZO-ESPA: Si hay una razón que justifique el 
«acompañamiento», es que la «aventura» que se propone en los 
Ejercicios no puede vivirse sin realizar un esfuerzo. Eso sí, no se trata 
de cualquier esfuerzo. Son muchos los que se dejan engañar por su 
misma generosidad. Imaginan que todo puede lograrse a base de 
voluntad y se lanzan a tumba abierta a la oración, pero sin haber 
sopesado previamente sus posibilidades y sin el más mínimo sentido 
del discernimiento. 
Ahora bien, precisamente las largas horas de oración y el absoluto 
silencio en que nos sumergimos hacen que en el espíritu surjan 
pensamientos o «mociones» de los que anteriormente no teníamos ni 
idea. La soledad desempeña aquí el papel de «reveladora». A partir 
de ella, toda nuestra «madeja» interior se desembrolla y se vuelve a 
embrollar. En nuestras confusiones y distracciones, en el despertar de 
nuestros deseos, ¿qué cosas son reacciones psicológicas y qué 
cosas son el inicio de una moción espiritual? Todo se da al mismo 
tiempo. Cada cual revela lo mas profundo de su propio ser, de lo cual 
no tenia la menor idea en su vida ordinaria. 
Muchos dicen: «hay que orar la propia vida» ¿Y qué es esa vida de 
la que pretenden hacer oración? ¿Significa ir a Dios el llevar a la 
oración las propias decepciones, las propias amarguras, las propias 
críticas y los propios juicios sobre los demás? Por alguna parte hay 
que empezar. Digamos, al menos, que orar la propia vida es 
ofrecerse, con toda la propia complejidad humana, para que Dios la 
purifique y la ilumine. O digamos, con san Ignacio, que es «pedir 
gracia a Dios nuestro Señor para que todas mis intenciones, acciones 
y operaciones sean puramente ordenadas en servicio y alabanza de 
su divina Majestad» [EE, 46]. Entonces comienza el verdadero 
esfuerzo espiritual. 
No basta con quedarse al nivel del acontecimiento o de la reacción 
provocada por éste. He de descender a lo más profundo de mí para 
captarme en mi capacidad de ser y de amar y, al mismo tiempo, he de 
pedir al Espíritu que penetre en esa mi profundidad y cree en ella una 
mirada y un corazón nuevos. Lo que de mí depende no es cambiar a 
voluntad, sino suplicar: «¡Crea en mi, oh Dios, un corazón puro!» La 
vida a la que yo aspiro es creación del Espíritu. Por eso, mediante un 
acto de verdadera libertad, debo entrar en ese lugar secreto del 
corazón en el que soy yo mismo, sin preocuparme de las miradas de 
los demás ni de las fórmulas que deba emplear, con la seguridad de 
que Dios ve en lo secreto y ha de darme el don del Espíritu. 
La generosidad—una de las palabras más equivocas del lenguaje 
espiritual—no consiste en provocar en uno mismo grandes 
sentimientos, aunque sea al servicio de las más nobles causas, sino 
en aceptar descender a lo más hondo de uno mismo para verse tal 
como uno es y presentarse al Señor, a fin de que El realice en uno su 
obra. Mi libertad, reconocida como el primer don que Dios me ha 
otorgado para permitirme ir a El, se ofrece a la gracia para quedar un 
poco más liberada gracias a ésta y, de ese modo, poder ofrecerse 
sucesivamente a nuevos progresos. 
Hay personas a las que este lenguaje les resulta un tanto curioso y 
extraño, y querrían que se les indicaran unos objetivos concretos y 
unas determinadas prácticas que realizar. Están esas personas 
habituadas a vivir según el pensamiento de otras, e ignoran este 
lenguaje de la libertad y la aceptación de sí. Sin embargo, únicamente 
en la medida en que una persona desarrolle su propia personalidad, 
sobre todo en el terreno de la relación y del amor, podrá ofrecer 
asidero a la gracia. Todo está enlazado: la presencia a uno mismo es 
condición para la presencia ante Dios, ante los demás y ante la vida. 
La preocupación por la vida espiritual no debe llevar a la huida o al 
desconocimiento de la naturaleza, so pena de originar los más graves 
desastres y desengaños. 
Esto es particularmente cierto respecto de la afectividad. El 
esfuerzo realizado en la oración supone y pone en movimiento dicha 
afectividad. Pero al amor no se accede del mismo modo que se 
accede al objeto de la ciencia, porque se dirige a una persona viva, a 
la que se conoce gracias a sucesivos acercamientos del corazón. 
Desde este punto de vista, es correcto afirmar que quien no entiende 
el lenguaje del amor humano difícilmente entenderá el lenguaje del 
amor de Dios. Las crisis de la vida religiosa tienen muchas veces su 
origen en el desequilibrio de una afectividad retardada o mal 
desarrollada. 

* * * 

En suma, ¿cómo concebir el esfuerzo espiritual? Como huida de la 
autocomplacencia y del repliegue en uno mismo. El verdadero 
esfuerzo espiritual es aquel por el que una persona intenta salir de si 
para apegarse a otra. El placer que entonces acompaña al don de si 
o al encuentro con el otro es un placer bueno y querido por Dios. 
Pero, si trato de hacer renacer ese placer sin que haya ningún objeto 
que lo suscite, estaré cometiendo una impureza. Mi esfuerzo consistirá 
en aceptar las necesarias purificaciones que la vida o las dificultades 
de ésta le imponen a una afectividad aún vacilante. Y no trataré de 
eludirlas, porque a través de ellas voy llegando progresivamente a 
amar a Dios y al otro por si mismos. Al igual que sucede con el 
crecimiento en el amor, este esfuerzo nunca tiene término. 

* * * 

EXAMEN-DE-CONCIENCIA: Para favorecer diariamente este 
esfuerzo y ayudar al dialogo espiritual que le sirve de garantía, nada 
más útil que esa experiencia que la tradición denomina examen de 
conciencia, cuya naturaleza hemos deformado o hemos 
malinterpretado con demasiada frecuencia. Por supuesto que para 
corregirse de un defecto o adquirir un habito, o simplemente para 
desarrollar la capacidad de atención, es bueno reservar, a lo largo del 
día, unos momentos para detenernos, serenarnos y tomar nota de 
nuestros avances y retrocesos. De este modo aprende la mente a 
concentrarse en un objeto y a garantizar la continuidad en medio de la 
dispersión de la vida. Pero no es preciso ser cristiano para actuar así. 
También ha habido paganos y sabios en la antigüedad que hicieron 
este tipo de examen de conciencia. Tal vez tengamos hoy una 
excesiva tendencia a desdeñar esta ascesis, porque pensamos que 
no es posible buscar a Dios desde una existencia disgregada y 
carente de consistencia. 
Dicho esto, el ejercicio en el que estamos pensando es otra cosa. 
Es un medio para mantenerse a disposición del Espíritu Santo a partir 
de lo que uno vive. Es algo relacionado con lo que más arriba 
llamábamos la «manifestación de los pensamientos en el dialogo 
espiritual». No se trata de analizar ni de replegarse sobre uno 
mismo—una especie de narcisismo espiritual—; tampoco se trata de 
un esfuerzo voluntarista de que no se nos pase nada por alto, debido 
al deseo de una perfección que nadie nos exige, más que nosotros 
mismos; se trata de una apertura de todo el ser al soplo de Dios, 
desde la certeza de que el Espíritu de Dios no deja de actuar en 
nosotros, como no dejó de actuar en Jesús, si nos esforzamos en 
prestarle atención. Se trata, pues, ante todo, de un reconocimiento 
cotidiano de la presencia de Dios en nosotros mediante su acción. 
Hablando del examen, Ignacio lo describe, en primer lugar, como una 
acción de gracias. Sólo después podré descubrir mis errores o mis 
defectos. Y este descubrimiento se convertirá en una ocasión de 
contar con la misericordia de Jesucristo, que es justicia de Dios para 
mis pecados y para los del mundo entero (1 Jn 2,2). Nos hallamos, 
pues, en las antípodas de lo que podría ser un ejercicio que 
condujera a la falta de confianza en uno mismo o al miedo de obrar. 
Lo que hace es situarnos en el centro mismo de una libertad que no 
deja de crecer delante de Dios. Aun en medio de la banalidad de lo 
cotidiano, experimentamos que «en todas las cosas interviene Dios 
para bien de los que le aman. (Rm 8,28). La múltiple realidad en la 
que nos vemos sumergidos con el correr de los días se unifica cada 
vez más gracias a la intención de nuestro corazón, que se renueva y 
se purifica en el examen. 
Si en esta forma de oración que es el examen presto atención a mi 
vida concreta, no es sólo para descubrir los obstáculos que hay en 
ésta, sino también para determinar, de entre el abigarrado conjunto 
de mis pensamientos, cuáles provienen de mi y cuáles son inspirados 
por el buen o el mal espíritu. Concebido de este modo, el examen 
forma parte de esa obra de discernimiento que, como dice Pablo, 
«nos permite discernir, con un amor cada vez más abundante en 
conocimiento perfecto, lo que resulta más conveniente para ser puros 
y sin tacha para el Día de Cristo» (cfr. Flp 1,9-10). Como veremos al 
final de este libro, este ejercicio cotidiano del examen conviene 
vincularlo estrechamente con la «contemplación para alcanzar amor», 
al objeto de que, «enteramente reconociendo, pueda en todo amar y 
servir a su divina majestad» [EE, 233]. Ya no se trata únicamente de 
una contemplación global de las obras de Dios en el universo, en 
Jesucristo y en la Iglesia, sino de la aplicación de esta contemplación 
a la obra que realiza en mí para hacerme acceder a la dinámica del 
amor. 
Es en esta amplia perspectiva como conviene tomar buena nota, y 
de una manera muy precisa, de las luces recibidas y las mociones 
interiores que las acompañan ¿Por qué no adoptar, ya desde el 
comienzo de los Ejercicios, esta perspectiva interior respecto de las 
motivaciones profundas que me han movido a hacerlos? ¿Qué era lo 
que yo buscaba? Saber lo que quiero, y saber expresármelo a mí 
mismo y a un «testigo», puede ser objeto tanto de un examen inicial 
como de la primera entrevista con el ejercitador. De este modo 
adquiriré, para lo sucesivo, el hábito de hacerme consciente de 
cuanto acontece en mi oración y de cuanto la favorece: horario, 
fidelidad, atmósfera del día, etcétera. Todo se tiene en cuenta y nada 
queda excluido: nerviosismo, inquietudes, distracciones, gozo y paz, 
así como el estado de salud física. E igualmente deberé considerar 
los problemas que me preocupan, porque hay quienes los descartan 
a priori como un obstáculo, mientras que otros desean integrarlos en 
su oración. De hecho, el discernimiento se hace a partir de ellos, tras 
haberlos objetivado; y se refiere más a mi manera de reaccionar ante 
ellos que a la solución de los mismos. Al cabo de algunos días, si se 
releen las notas tomadas, se percibirá una dominante. Y si hay que 
tomar alguna decisión, el discernimiento ayuda a prepararla 
serenamente. 

* * * 

La naturaleza de este examen, como la de la oración y la de todo 
cuanto se refiere a la vida espiritual, sólo se descubre gradualmente. 
Quien se apresura en exceso y cree haber comprendido 
inmediatamente de lo que se trata, corre el peligro de hallarse 
enseguida en un callejón sin salida o de incurrir en esos excesos de 
los que tan frecuentemente se acusa al examen: escrúpulos, 
narcisismo, intelectualización, mecanización de la vida espiritual... 
Nada de esto deberá temer quien no vea en el examen más que un 
medio para crecer en la libertad, en la autoconciencia y en la 
disponibilidad interior. Quien así lo vea podrá incluso, con absoluta 
confianza, aprovecharse de sus errores o de sus pasos en falso, 
llegará a descubrir progresivamente su propio método y se mantendrá 
espontáneamente fiel al mismo, porque se encontrará a sus anchas 
en él. Su misma acción se convertirá en una incesante y simple unión 
con Dios.

* * * * *

4. EL ITINERARIO
Antes de emprender la experiencia, digamos unas palabras acerca 
del «itinerario», que presentamos como un recorrido de sucesivas 
fases. Con ello no pretendemos hacer otra cosa que descubrir la 
manera en que Dios se da a conocer a su criatura. La Biblia no es 
sino la descripción de esa larga aventura a lo largo de la cual la 
humanidad es introducida en el conocimiento de Dios. Y el Éxodo es 
el ejemplo más llamativo. En el han descubierto los hombres de 
espíritu de todos los tiempos—judios y cristianos—la andadura del 
alma y de la humanidad hacia la Tierra Prometida. 
En la práctica, lo que descubrimos son los progresivos avances del 
bautizado en su crecimiento de fe en Jesucristo: purificación, 
iluminación y unión con Dios y con sus hermanos. Son las etapas que 
la liturgia de la Iglesia hace seguir al catecúmeno para iniciarlo en el 
misterio cristiano. Y no puede haber para nosotros otra andadura 
distinta de ésta, que es la que reemprendemos cada año a lo largo de 
la Cuaresma, en la que la Iglesia propone a sus fieles unos 
verdaderos Ejercicios Espirituales que les renueven en el espíritu del 
Bautismo y de Pascua. 
Los Ejercicios que proponemos no hacen sino condensar esta 
andadura en un tiempo más o menos limitado. Son cuatro semanas, 
cada una de las cuales, dice Ignacio, no ha de entenderse que «tenga 
de necesidad siete u ocho días en si». [EE, 4]. La duración de cada 
una queda a la discreción de los ejercitantes y del ejercitador, según 
los frutos que se vea que se recogen. 
Ninguna norma es absoluta a priori. La libertad del Espiritu—¡no la 
fantasía!—es la ley que rige el empleo del tiempo de que se dispone, 
tanto respecto de la materia propuesta como respecto de la manera 
de proceder. «Usted, que da tantos Ejercicios a lo largo del año, 
¿cómo hace sus propios Ejercicios?., me preguntaron un día unos 
seminaristas africanos. Y mi respuesta fue: «De un modo muy distinto 
de como digo a los demás que los hagan. Con esta «salida de tono. 
pretendía dar a entender que la fidelidad inicial a la normativa 
proporcionada por los Ejercicios le permite a uno estructurarse 
espiritualmente y hacerse libre respecto del modo de llevar su vida, 
sin por ello temer incurrir en una falsa libertad. Quien se somete a su 
disciplina puede dejarse guiar por el Espíritu. 
Lo que es propio de los Ejercicios, e indudablemente marca la vida 
de quien los adopta como guía es el lenguaje de la elección, de la 
decisión y de la libertad. La siguiente nota de los Ejercicios revela el 
espíritu de su autor: «No... se engendre veneno para quitar la 
libertad... de manera que... las obras y libero arbitrio reciban 
detrimento alguno, o por nihilo se tengan» [EE, 369]. Lo que 
pretenden los Ejercicios es formar una libertad que se recibe de Dios, 
se desarrolla, se entrega y se elige para hacerse dócil al Espíritu 
Santo. Una libertad que se ejerce en la gracia, según la synergia, que 
dirían los griegos: acción común de Dios y del hombre. He ahí su más 
valioso beneficio, que volveremos a encontrar, a lo largo de nuestra 
vida, en los diversos Ejercicios que podamos hacer. Sin pretender 
jamás haber alcanzado esa meta, sabemos que el Espíritu no deja de 
renovar a quienes se confían a él para crecer, en la comunidad de 
toda la Iglesia, en Cristo Jesús. 

* * * * *

Textos con miras a la oración de estos días

1. LUGAR DE LA ORACIÓN: 
EL CORAZÓN (Mateo 6, 5-15) 
Retírate a un lugar escondido, solo conocido por ti. No pretendas 
hacer que te vean y representar un papel o repetir formulas 
aprendidas. Siéntate tal cual eres ante tu Padre, que te ve en el 
secreto de tu corazón. La oración es un acto de un ser libre, que sabe 
ocupar su sitio ante Dios y ante los demás. 

2. ACTITUD DE QUIEN COMIENZA: 
LA ZARZA ARDIENDO (Éxodo 3, 1-20) 
Ante Dios que se te revela como fuego intocable, no pretendas 
darle vueltas, ni comprenderlo por ti mismo. Descálzate. A Dios no se 
le sorprende; él se revela, como dos personas se presentan 
mutuamente. Entonces le conocerás en su misterio, mas allá de todo 
lo que eres capaz de expresar, y por él serás revestido de tu misión. 
Ve a presentarte al Faraón. Yo seré palabra en tus labios. 

3. FE EN LA SUPLICA (Lucas 11, 9-15) 
En esta actitud, podrás pedir lo que tu corazón desea. ¿Como va el 
Padre a negarte el Espíritu Bueno si tu se lo pides? Porque en 
nosotros, que no sabemos lo que hemos de pedir para orar bien, el 
Espíritu vierte gemidos inexpresables (Rm 8, 26-27). 
Pide el Espíritu y el creará en ti el deseo.

4. RUMIAR INTERIORMENTE LA PALABRA 
PD/RUMIARLA: El creyente recuerda la palabra y se la repite a si 
mismo: es la memoria del corazón, «escribe mis preceptos en las 
tablillas de tu corazón». (Prov 7, 3). 
«Yo no he olvidado tu palabra» (Sal 119-118).
El la rumia dentro de si mismo para aprender la Sabiduría y hace 
de ella sus delicias: el corazón es lugar de inteligencia (todo el Sal 
119-118) 32

Los ejercicios nos invitarán a recordar, a reflexionar, luego a aplicar la 
voluntad. Es el ritmo normal de la oración que se aprende en la escuela de 
la Escritura. En ella encontramos el gusto de las cosas. 
5 ¿A QUIEN COMUNICA DIOS LA SABIDURÍA? 
A los que reconocen que él es su fuente (Bar 3 a 4, 4).
A los que la piden: oración de Salomón pidiéndola (Sab 8, 7 a 9).
A los pequeñuelos (Lc 10, 21-22).
A los corazones que se abren: el sembrador (Lc 8, 4-15).
A los que viven en el amor fraterno (Mt 5, 23-24; el Cenáculo: Hech 
1, 12-14).

«Cuidado con vuestra manera de escuchar» (Lc 8,18). Los Ejercicios 
proponen una manera de disponerse a los dones de Dios. 

JEAN LAPLACE
DIEZ DÍAS DE EJERCICIOS
Guía para una experiencia de la vida en el Espíritu
Sal Terrae, Santander 1987. Págs. 9-32