DIEZ DIAS DE EJERCICIOS 3
1ª. etapa:
LLAMADA A LA CONVERSIÓN
Jesús nos revela, realizándolo él mismo, el ideal cuya impronta
llevamos, pero deteriorado por la confusión y la opacidad. Al mismo
tiempo, nos revela el mal en que estamos sumergidos, y del que él
nos salva. Se convierte así en el único ser que puede llevarnos a
nuestra fin. Una vez hecho solidario de nuestra vida y de nuestra
muerte, es él la revelación de la Imagen de Dios, según la cual hemos
sido creados.
Por tanto, su presencia en nosotros es lo que nos conduce al
primer estadio de toda vida espiritual: la conversión del corazón. Los
judíos, puestos bruscamente en presencia de las maravillas de
Pentecostés, preguntan a Pedro y a los apóstoles que se las
anunciaban: «Hermanos, Qué debemos hacer». El amor,
manifestándose, esclarece las tinieblas de que él nos libra. El hombre,
conmovido en sus más íntimas profundidades, suspira por la justicia,
que no le pertenece, sino que es de Dios que justifica al pecador.
Hemos hablado de estadios. En realidad, en el desarrollo de esta
experiencia, deberíamos hablar de implicación recíproca. Una cosa no
puede separarse de la otra, el conocimiento de Jesús del
conocimiento de nosotros mismos. Quien examina las cosas desde
fuera, ve conceptos sucesivos, pero el que los vive en su corazón,
descubre en ellos la continuidad de la obra del Espíritu. El paso a
través de las purificaciones no puede consumarse sin que Cristo
aparezca presente en la gloria de su Resurrección.
Cuanto más avanza en Cristo la vida de cualquiera, tanto se hace
sentir más esta profunda continuidad. Los amigos más íntimos de
Cristo se reconocen los mayores pecadores. Una y otra cosa la
afirman con la unidad que da el amor. Al principio tenemos la
tendencia de oponer ambas cosas. Es un síntoma de que la vida
espiritual tiene aún mucho por hacer. Poco a poco todo se convierte
en uno.
El pórtico de esta etapa es, pues, al mismo tiempo una invitación a
sentir la llamada de la vida y no menos a sentir el lastre que nos
impide responder a ella. La búsqueda del amor pone en mi de
manifiesto esa resistencia: no hago el bien que quiero, sino el mal que
no quiero. Estoy dividido y toda la humanidad lo está también
conmigo. ¿Quién me librará? No puedo superar esa división sino en
Jesús, que me repara. No soy capaz de salir del infierno en que me
doy cuenta que estoy, sino en Jesús que desciende hasta mi y me
lleva consigo al Padre.
________________________
Día 2º.
En las profundidades
PLAN DEL DÍA:
LA REVELACIÓN DEL PECADO
Lo que este día pretende es poner ante nuestros ojos la realidad
del pecado. De nuestra parte somos incapaces de escrutar esas
profundidades. Para descender hasta ellas tenemos necesidad de la
luz de la Revelación. ¿Qué es lo que ella nos dice?
El pecado es la decisión de procurarse por sí mismo la propia
realización, el rechazo a situarse ante Dios y ante los demás con una
relación de amor, la negación de toda dependencia y la obstinación
en la soledad de sí mismo. Dicho de otra manera, es el acto de una
libertad que se cierra sobre sí o que tarda en abrirse. San Ignacio
dice que es: «no quererse ayudar de su libertad para hacer
reverencia y obediencia a su Criador y Señor» [50].
Este mal no es asunto individual. Es un estado de intima escisión
en que me encuentro yo al igual que todos los hombres. En él me
encuentro solicitado por dos tendencias, la de la luz y el amor que me
llama hacia lo alto, y la de mi «malvado corazón», que me atrae hacia
abajo. Según sea la opción de mi corazón, seré lo que yo quiera ser.
Quiere decir que el conocimiento que busco no es, en primer lugar,
el del pecado mío. Yo podría quizás compararme con otros y
encontrarme mejor. Es el conocimiento de un mal en que todos
estamos inmersos. Mal radical y universal.
La historia nos presenta este estado en sus diversos grados.
Según el esquema de la primera meditación de los Ejercicios, se
encuentra en estado puro en «el pecado de los Ángeles». Ante esta
evocación, algunos en nuestros días se sienten un tanto incómodos.
Por lo menos tiene una ventaja, sobre todo si la entendemos a la luz
de la Escritura, que presenta ante nosotros algo que está incluido en
el fondo de todo pecado: no el olvido o la debilidad, sino el rechazo
de vivir y de amar, especie de monstruosidad ontológica que
subvierte el universo. Aunque el sustrato del mal es el orgullo, nuestra
experiencia se enfrenta también con el segundo y tercer pecado, el
de Adán y Eva y el de un hombre cualquiera. No se trata ya del
pecado en plena luz, sino la tergiversación del corazón, que hace
estribar su bien en algo distinto de lo esencial. Es la larga historia de
la humanidad, hecha de nuestros deseos ambiguos, de los temores
que nos retienen, de la búsqueda de nosotros mismos, de nuestros
instintos mal dirigidos, de nuestros pensamientos frívolos. La libertad,
que siente el lastre de mi ser, se aventura por caminos
descaminados. Como Narciso, se contempla y quiere gozar de si
misma: al cabo se encuentra sola.
El pecado no se considera en primer lugar como infracción de la
ley. Es cierto que se me ha dado una ley, ley escrita o ley de la
conciencia, pero en tanto que exterior a mi, yo la juzgo y ella me
juzga, y me abandona a mi mismo, lejos de Dios. Es preciso que
descendamos mas allá de ella para descubrir la profundidad del mal,
en la raíz misma de la escisión, en el fondo profundo del ser y de los
seres. La ley me ha sido dada para que descubra el pecado, pero lo
mismo si soy fiel a ella que si le soy infiel, ciertamente no puedo
encontrar en ella la justicia a que aspiro. Me abandona en mi
impotencia. Sólo en Jesús, que asume en su carne la condenación de
la ley, se desmorona el muro de separación, y la ley se me hace
interior.
Al mismo tiempo que descubro este estado de pecado, también
descubro a Jesús en las raíces de mi ser. Franquea la distancia que
nos separa de él, y se viene con nosotros a vivir la ausencia de Dios:
creador, se hace hombre; inmortal, se sitúa en la muerte. Estando con
nosotros en el mal, nos libra de él, con tal que le reconozcamos como
nuestro único Salvador, que hace posible un intercambio de amor
entre Dios y nosotros, sin el cual no es posible nuestra existencia.
Así es que, más que mi ignorancia o mis debilidades, lo que trato
de evidenciar en esta meditación de la verdad, es el desarrollo en mí
de esa actitud, por la que yo me convierto en centro y no miro las
cosas sino en relación a mi. Esa actitud es la que me separa del amor
y, por consiguiente, de la vida. Al fin, el árbol cae del lado a que se
inclina y mi corazón encuentra lo que ha deseado: a mi mismo o a
Cristo. «Si yo no hubiese venido, no tendrían pecado». Pero es
necesario que se haga la luz y que cada uno diga lo que quiere ser.
El contenido de este día consiste en que, al vernos desprovistos
de amor, nos movamos a aceptar la salvación que ofrece Jesucristo.
En este descenso a las raíces del mal, debo abstenerme de juzgar a
los demás. Es el mal mío el que intento conocer. Lo que pido es
«vergüenza y confusión de mi misma» en este «destierro» del que
apenas si tengo conciencia, del que Cristo me despierta, y del que,
habiéndose desterrado con nosotros, nos libera.
LA «MEDITACIÓN».
Este planteamiento supone una cierta manera de meditar, la de la
fe que recibe la luz de Dios. Es el sistema que debemos emplear
siempre que abrimos la Escritura. Como aquella jovencita que
representa la vida contemplativa en el tímpano de la catedral de
Chartres, el que medita se sienta tranquilamente, abre el libro, lee en
el algún pasaje, repite dentro de su corazón las palabras leídas, luego
entra en éxtasis... Después ya bien puede pasar a la vida activa.
Este ritmo es el que proponen los Ejercicios. En primer lugar
presento ante la memoria de mi corazón el hecho del pecado, tal
como la fe me lo comunica; esta historia que se remonta mucho más
allá de mi existencia—«realidad invisible», le llama san Ignacio—, que
yo no he creado, pero en la que me encuentro inserto, historia de
pecado que viene desde más lejos y de mas atrás, y de la que Cristo
dijo que Satanás es el «inventor».
Conviene que considere esta historia lo mejor que pueda. No tanto
con la inteligencia discursiva, que analiza, discute y concluye, cuanto
con la inteligencia que rumia, que pondera, con aquella inteligencia
de que hablan los libros de la Sabiduría. Buscando comparaciones y
semejanzas, ejemplos que esclarezcan el objeto que intento
comprender. Es un esfuerzo de inteligencia espiritual, a partir de los
datos de la fe. Mediante esto, como dice san Pablo, «alcanzamos el
pleno desarrollo de la inteligencia que hace penetrar el misterio de
Dios. (Col 2,2). La fe se convierte en sabiduría de vida.
Entonces el corazón se detiene en el disfrute de la verdad. En ese
momento no experimenta necesidad de continuar la investigación.
Cerrando el libro, deja que la luz recibida le penetre. La verdad pasa,
entonces, de la cabeza al corazón. Ni demasiado arriba ni demasiado
abajo, decía un ejercitante: yo situaba la oración en las ideas o en las
entrañas, pero no en el corazón. La liturgia sigue este mismo ritmo:
propone, explica y disfruta la Palabra.
Proceder así es sin duda volver a encontrar el sentido de la
«Lectio divina», la manera tradicional de leer la Escritura, no
principalmente para hacer exégesis, sino para descubrir, a través de
las palabras pronunciadas, los pensamientos desarrollados, los
hechos descritos, la realidad invisible a que estas cosas conducen y
que está más allá de ellas. En esta forma de lectura, el corazón se
abre a la luz en presencia de la Palabra que nos revela a nosotros
mismos y que nos revela a Dios en la fe. Por los efectos que produce
en nosotros, nos manifiesta su origen, que es el Espíritu Santo.
PARA LA ORACIÓN DE ESTE DÍA
Antes de entrar en la oración, es bueno disponerse no sólo fijando la
atención en el tema —el texto de la Escritura—, sino además creando el
oportuno ambiente. Los autores espirituales, y san Ignacio con ellos, hablan
de los preludios de la oración. Proponemos aquí dos textos que pueden
ayudar a ponerse en ambiente, antes de meditar sobre la naturaleza del
pecado.
1. EL CLIMA DE ESTAS MEDITACIONES
El estupor de Pedro (/Lc/05/01-11)
PEDRO/ESTUPOR
El encuentro con Dios en Jesús es simultáneo con una mayor
revelación de si mismo.
Ambas cosas disponen para mejor seguir la propia vocación. La luz
ilumina las tinieblas, y las tinieblas en que conozco lo que soy me
hacen sentir la necesidad de la luz. Es entonces cuando puedo recibir
con paz la misión, una misión que es la propiamente mía. Pedro, que
vive ya en la intimidad de Jesús, le descubre de repente como su
criador, el Dios Todo-poderoso, fuente de toda Palabra y de todas las
maravillas.
En un principio, la persona queda perpleja. No sabe qué decir ni
qué hacer. El estupor le invade. A un mismo tiempo conoce a Dios y
su propia escisión interior: «Apártate de mí, Señor, porque soy un
hombre pecador». ¿Cómo tú, el Altísimo, puedes hacerte tan
cercano?
En ese instante de autenticidad es cuando nos hacemos aptos
para recibir nuestra misión: «No temas, en adelante vas a ser
pescador de hombres». El mismo impulso que te hace caer a mis pies,
es el que te va a hacer entregarte a los hombres. La palabra que les
transmitirás será la mía, pero en tus labios.
Todo se le da al mismo tiempo: creación, estupor, vocación.
Podríamos añadir: esto se da a los compañeros del Señor. No les
viene gana de compararse unos a otros, al menos en ese momento.
El Señor es el punto de convergencia de las miradas de todos ellos.
Es en él donde ellos se reconocen.
Plegaria de Baruch o de los desterrados (/Ba/01/15-03/08)
Es la composición de lugar de la oración del pecador. Además da a
esta oración plena exactitud, haciendo que nuestra mirada se fije en
Dios con el estupor de Pedro, de modo que juzguemos de las cosas
con relación a él.
El pecado es un estado de ausencia, de exilio: «todo el composito
(humano)—dice san Ignacio—en este valle, como desterrado». [47].
Estoy lejos de mi patria, lejos de la vida, en un estado de disgregación
y de muerte, y sin sufrir por ello. No hay más que contemplar la
condición humana.
El mal viene de que he buscado la justicia donde no estaba, fuera
de Dios: he buscado justificarme por mí mismo y no he encontrado
más que vergüenza. Yo y todos nosotros estamos fuera de la verdad.
¿De qué he de acusarme? «No escuchamos la voz del Señor,
nuestro Dios». «Nos fuimos cada uno según el pensamiento de su mal
corazón». (1, 22). «No aplacamos el rostro del Señor, convirtiéndonos
de los pensamientos de nuestro corazón perverso» (2, 9). Como los
invitados al banquete de bodas, todos hemos tenido otras cosas que
hacer, siempre otras cosas que hacer. Siguiendo la inclinación del yo
que no busca mas que el yo, hemos llegado a ser aquello hacia lo
que tendía nuestro corazón: el yo solitario, el infierno del hombre
replegado sobre sí. Sintiendo que mi corazón se había endurecido, no
lo he vuelto hacia Dios para que lo ablandara. En la ausencia de Dios
reinan la dureza, el odio, la locura: «Pero Dios velaba sobre estas
calamidades...» (2, 9).
Verdaderamente recupera la vida el que no se complace en la
muerte (2, 17), el que «camina ante el Señor», tal y como es,
«encorvado y débil, apagados los ojos y el alma hambrienta». (2, 18).
De la abundancia del mal, Dios saca bien. El hombre que «entra
dentro de si mismo» (2, 30), reconoce al Señor «y se acuerda de la
casa paterna» (Lc 15, 17). Dios le da corazón y oídos. De un corazón
roto, hace «corazón nuevo» (Sal 51-50), capaz de amar. La ley se le
hace entonces toda interior.
La manera como Dios saca al hombre de su destierro consiste en
darle su Espíritu por la cruz de su Hijo: «¡Cómo de Criador es venido
a hacerse hombre!» [53].
2. LA REVELACIÓN DEL PECADO
Toda la Escritura, al revelarnos a Dios en Jesucristo, nos revela el
pecado de donde Jesús nos saca. Para penetrar la naturaleza de este mal
seguimos los momentos de su historia, tal como los presentan los
Ejercicios.
El pecado de Satanás (Juan 8)
La historia comienza antes que el hombre. Pertenece al «orden
invisible»s [47] y parte de aquel que no quiso mantenerse en el poder
que había recibido y abandonó su propio domicilio (Jud 6), Satanás,
el inventor del mal, como le llama Cristo
El capitulo 8 de san Juan nos hace penetrar la naturaleza del
pecado de Satanás, oponiendo los hijos de Dios, liberados por el Hijo,
a los hijos del diablo que cumplen los deseos de su padre.
De un lado, la transparencia, la verdad, la mutua unión, la vida,
una constante atención al Padre, la libertad en el amor; de otra parte,
la cerrazón sobre si, el rechazo de reconocer al otro, la ausencia de
comunicación mutua, la mentira, la soledad, la división. Una persona
no es verdaderamente tal ni es libre mas que si reconoce en su
corazón la relación que le hace existir: como el Hijo ante el Padre,
nosotros mismos nada somos sino en relación con todos aquellos de
quienes recibimos la existencia o con los que la compartimos.
De pronto nos encontramos con la naturaleza profunda del
pecado: el rechazo de la relación mutua que da el ser y establece en
el amor. La inclinación del corazón es la que crea el pecado: tú te
harás hijo de aquel a quien has decidido parecerte. Si recibes la
Palabra del Hijo, entonces entras en conocimiento de la verdad y la
verdad te hace libre. Pero si te agarras a tus privilegios, aunque sea
el ser hijo de Abraham e hijo de Dios, a pesar de tus títulos, tu deseo
es el de un hijo del diablo que se agarra a si mismo y a la muerte.
Jesús, con su palabra, nos revela los orígenes de la vida y de la
muerte.
El pecado de Adán y Eva (Génesis 3)
P-O/QUE-ES: Estamos al comienzo de la historia humana. El
hombre creado a imagen de Dios se distancia de su Creador. Quiere
discernir por sí mismo el bien y el mal, y constituyéndose en centro,
rompe con todo lo demás. Se esconde de Dios, del que se ha alejado.
Quiere dominar al otro semejante a sí, que le ha dado el creador,
cuando la mujer trata de seducir a su compañero. Es la escisión en el
corazón del universo.
Esta historia que nosotros situamos en el origen de la humanidad,
quizás fuese más justo situarla al origen de nuestras acciones. «Cada
cual se las da de Dios, diciendo: eso es lo bueno y aquello es lo malo,
demasiado alegre o triste según ocurran las cosas». (Pascal). El
hombre quiere ser la medida de sí mismo y de las cosas.
Ese es propiamente el pecado del hombre, que habiendo recibido
de Dios beneficios y promesas, se rebela y murmura; Dios no puede
darnos de beber en este desierto, dicen a Moisés los hijos de Israel.
Olvidaron al Dios que les había salvado, repiten a cada paso los
Salmos y los Profetas. Así: No hay ni uno solo que busque a Dios (Sal
53-52). Desde el seno materno andan descaminados (Sal 58-57).
Generación de corazón inconstante (Sal 78-77). El salmo 106-105 es
una verdadera confesión de los pecados de todo el pueblo ¿A quién
compararé a esta generación?—dice Jesús— Os tocamos la flauta y
no habéis danzado: hemos entonado canto de duelo y no os habéis
golpeado el pecho (Mt 11, 16-17).
Habéis opuesto el rechazo, la desatención, el olvido, a los que os
invitaban al banquete de bodas (parábolas). Corazón dividido,
distraído, obstinado. Me has vuelto las espaldas a mí, fuente de
aguas vivas, repiten los profetas (Jer 1-11). La venida de Jesús
destruye este pecado del hombre que se cierra sobre si.
El pecado de toda la humanidad: paganos y judíos (Rm 1-11)
P/UNIVERSAL: Este pecado, que es la involución sobre sí mismo
en contra de la inclinación que impulsa a todo ser al amor, ha
inundado la humanidad. Seamos lo que seamos, paganos o judíos,
tenemos que reconocer que hemos incurrido en él: el pagano, que no
reconoce al creador en la creación, sino que violenta las cosas en
beneficio propio; el judío, que habiendo recibido las promesas y la ley
de Dios, las convierte en orgullo propio y se cree mejor que los
demás. Así, «el mundo entero es reconocido culpable ante Dios» y se
encuentra aprisionado por el mal y la muerte. El que quiere salir de
esa prisión, experimenta en sí mismo la escisión interior y no hace el
bien que quiere, sino el mal que no quiere. Para unos y otros no hay
salvación, ni vida, ni justicia, sino en el reconocimiento de Jesucristo
que se ha hecho nuestra justicia. En el obra Dios la misericordia,
haciendo que se derrumbe el muro de separación y matando el odio
(Ef 2).
Esta larga historia, descrita por san Pablo, que es la historia de la
humanidad, es también nuestra historia personal. También en mí
coexisten un pagano y un judío, que se apoderan de los dones de
Dios como de un universo que les sacia, donde el yo es rey y donde
reina la muerte.
3. NUEVA FORMULACIÓN DE ESTA REVELACIÓN
EN LA PARÁBOLA DE «LOS HIJOS» (/Lc/15/11-32)
Es conveniente releer esta parábola a la luz de la carta a los
Romanos. Podremos reconocer uno tras otro el pecado del pagano y
el del judío. El pecado del pródigo, que se sirve de la libertad para
acaparar bienes, es el del pagano, la herencia que me
corresponde—dice—es mía. No piensa más que en él, ni puede
acabar de otro modo que en la ruina. Para salir de ella, no tiene mas
remedio que reconocer a aquel de quien lo ha recibido todo: volveré a
mi Padre. Nuevamente la libertad se abre al amor. El irreprensible, el
otro, el judío de la carta a los Romanos, no obstante su observancia,
esta cerrado a este amor. Se sirve de su justicia para reclamar sus
derechos y despreciar a su hermano. No comprende que «todas mis
cosas, tuyas son». Salir del pecado, cualquiera que sea el número de
las faltas, es volverse totalmente al amor, para reconocer en él la
fuente de todo bien.
Lo mismo el uno que el otro, prodigo o irreprensible, no pueden ser
justificados sino reconociendo la justicia del Hijo único, «primogénito
de toda criatura», que siendo por naturaleza igual al Padre, se hizo
semejante a los hombres, hecho pecado como ellos, a fin de salvarlos
a todos (Col 1, 15; Fil 2, 6-8).
Cuando el yo se cierra al amor, se convierte sucesivamente en
Satanás, Adán, Eva, miembro de la familia de los pecadores. Cuando
reconoce lo que él es y se abre al amor, se convierte sucesivamente
en Cristo, en la Virgen, en un miembro de la familia de los santos.
El desarrollo de nuestra historia de pecado se nos presenta a la inversa
de su desarrollo real. Desde un principio se nos conduce a la entraña de la
realidad invisible, al pecado-tipo que está en el origen de todo según lo
revela la fe. En la realidad no solemos caer en la cuenta de este «mal
oculto» (Sal 19-18, 13), sino poco a poco, en la medida que crece nuestra
libertad. Cristo ha venido para revelación del pecado universal y también
para su destrucción.
Se puede meditar el conjunto de esta historia o alguno de sus momentos
particulares, según cada uno desee. En todo caso, la materia no se agota
de una sola vez. Esta «profundidad» no se me revela sino poco a poco, en
la medida que puedo digerirla y que voy siendo yo mismo.
4. FIN DE ESTA MEDITACIÓN: «COLOQUIO» O «SÚPLICA A
JESÚS».
Es muy conocida la oración de la tradición oriental: Jesús, Hijo de
Dios, Salvador, ten piedad de mi, pecador. Lo contiene todo y puede
ser repetida a lo largo de toda la vida, sin que acabemos nunca de
desentrañar su contenido. En ella aparece Jesús lo mismo que en
este coloquio en que Ignacio invita al ejercitante al termino de esta
meditación: «Imaginando a Cristo nuestro Señor, delante y puesto en
cruz, hacer un coloquio, cómo de Criador es venido a hacerse
hombre, y de vida eterna a muerte temporal y así a morir por mis
pecados... [53]».
El documento firmado de mi condenación está clavado en la cruz
(Col 2, 14-15). Ya no hay condena para nadie, si no es para aquel
que puesto en presencia de la misericordia, se niega a reconocerla.
A continuación:
El que espera en ti, no se avergüenza (Sal 25-24).
Purifícame de mi maldad oculta.
Preserva a tu siervo do orgullo (Sal 19-18; 13-14).
PRIMEROS PASOS EN EL DISCERNIMIENTO
P/CONCIENCIA-DE: Esta meditación no puede dejarnos
indiferentes. Si no nos produjese más que hastío, ese mismo hastío
debiera cuestionarnos. De ordinario suele suscitar lo que san Ignacio
denomina desolaciones y consolaciones. Esta nomenclatura, como la
referente al pecado y a los ángeles, puede resultar extraña. Sin
detenernos en ella trataremos de ensayar un primer discernimiento.
La conciencia de pecado encuentra en muchos fuerte
contradicción. Dicen: soy una calamidad y con eso creen tener
conciencia de pecado. En realidad la están negando. Lo que viene
del Espíritu no produce despecho, desánimo, angustia de
culpabilidad, comparación con los demás, tristeza morbosa. Los
sentimientos que llevan la impronta de lo divino son la energía, el
gozo, la certeza de ser amados por Dios, el deseo de abrirse mas al
amor.
Lo mismo, el conocimiento que hace brotar y crecer este
sentimiento no es el resultado de un análisis de sí mismo o de los
otros. Descarta toda comparación y hace bajar hasta las
profundidades donde a la vez nos reconocemos incapaces de todo
bien y llamados a toda perfección «De lo profundo clamo a ti» (Sal
130-129). Puedo gritar: «El Señor me ha salvado, porque me ama»
(Sal 18-17, 20).
LAGRIMAS/DON: Se trata de un primer discernimiento realizado
por la inteligencia a la luz de la fe. Si brotasen las lágrimas, no serían
fruto del despecho. Las lágrimas que hemos de pedir son fruto del
Espíritu: Educ de cordis duritia lacrymas compuntionis, decía una
oración del misal. Mi corazón es duro como una piedra; haz brotar de
el, como Moisés hizo brotar agua de la roca, las lágrimas del
arrepentimiento. Estas lágrimas son bienaventuradas:
«Bienaventurados los que lloran; porque serán consolados». A
diferencia de la «tristeza según el mundo» la cual «produce la
muerte», estas lágrimas son «tristeza según Dios» la cual «produce
firme arrepentimiento para la salvación» (2 Cor 7, lo).
Es decir, que esta meditación solo puede hacerse por personas
que se saben salvadas por Jesucristo. Al contrario, para aquellos
para quienes Jesús aun no es alguien que vive en nosotros y nos
establece en el amor, puede resultar perjudicial porque se sumergen
mas aún en su soledad y su tristeza. Esto es algo que la experiencia
enseña al Director de Ejercicios; el cual habrá de ser muy cuidadoso
en la manera de presentar estas meditaciones, para no provocar un
efecto contrario al que se pretende. Estas meditaciones son nocivas
si no acrecientan en nosotros el conocimiento y el amor de Jesucristo.
ADVERTENCIAS AL FIN DE LA JORNADA
ORA/COMIENZO-IMCIA: Tienen por fin ayudarnos a progresar en
el discernimiento, situarnos en el orden objetivo de la fe y bajo la
acción del Espíritu Santo.
1. Importancia de los comienzos de la oración
Seria mejor decir: la importancia de los puntos de partida, de los
«preludios» que crean el ambiente.
El cuidado que en estas cosas pongamos, manifiesta la
importancia que damos a la acción del Espíritu. «Demandar lo que
quiero», dice san Ignacio. Muchos son los que olvidan alguno de los
dos elementos de esta frase y sobre todo olvidan que hay que tener
en cuenta su ilación. Yo pido porque cuanto más deseo que una cosa
se realice o se rompa en mi, tanto más incapaz me reconozco de
conseguirlo. De aquello que Dios me da deseo, también espero de él
la realización.
«Lo que yo quiero». Además es frecuente que yo no sepa qué
querer; ignoro qué es lo bueno para mi. Y no obstante lo pido en la fe
de la Iglesia, sabiendo que Dios me dará a conocer de qué tengo
necesidad, si yo me esfuerzo en hacer algo. En mis variadas
tentativas, Dios me hará sentir lo que me conviene.
2. Para mantenerse en oración hay modos de ayudarse
Para permanecer el tiempo prescrito, conviene advertir algunos
modos que pueden ayudarnos, y particularmente lo mejor parece los
Salmos, los textos de la Escritura o de la Liturgia que apuntalen mi
oración. Resulta un poco necio y pretencioso quererlo sacar todo de
si mismo, cuando el Espíritu se toma el trabajo de instruirnos
mediante su Palabra. Poco a poco se va formando en mi, a lo largo
del día, un continuo impulso que me lleva de la oración a la lectura,
de la lectura a la oración.
3. Paciencia en la espera
Además de que el sentimiento del pecado es obra de la gracia y no
de la tensión psicológica, su revelación en la historia de la
humanidad, como en la de cada individuo, es progresiva, es decir,
que se hace en la medida de las fuerzas del hombre que la recibe.
Es importante saber aceptar la medida de gracia que se nos da
cada día. El soñar en lo mejor posible, es aquí, como siempre,
enemigo de lo bueno real. Ponerse nervioso esperando lo mejor, es
exponerse al desaliento que nos hace pasarnos al bando de Satanás.
Esperemos, pero sin ansia ni nervios.
Esa paciencia se nutre de una certeza: Dios sólo nos revela
nuestra maldad, dándonos un Redentor. «Si te acuso, es signo de
que quiero curarte» (Pascal).
4. «Recogida de frutos»
Al fin del día es bueno notar los puntos en que me he ocupado,
aunque no sea más que para volver sobre ellos. Son como hitos del
Espíritu... Aunque no sea más que para decir una palabra sobre ellos
en la visita al director o en el intercambio fraterno. Son también
puntos hacia los que empieza a dibujarse una cierta orientación. Por
la convergencia entre estos diversos puntos se va dando a conocer la
voluntad de Dios, y en último término la elección no pasa de ser,
entonces, mas que la recogida de los frutos maduros.
Si uno tiene la impresión de que no saca ningún fruto, es también
conveniente decirlo. Creemos a veces que no aprovechamos,
mientras, sin darnos cuenta, la gracia va trabajando en nosotros, pero
de manera distinta de lo que nosotros pensamos. Como se dice
frecuentemente en la Escritura, Dios estaba allí, pero yo no me daba
cuenta.
JEAN
LAPLACE
DIEZ DÍAS DE EJERCICIOS
Guía para una experiencia de la vida en el Espíritu
Sal Terrae, Santander 1987. Págs. 45-58