MAGISTERIO
DE LA IGLESIA
1545-1564
CONCILIO DE TRENTO
ADRIANO VI, 1522-1628
CLEMENTE VII, 1628-1584
PAULO
III, 1534-1549
CONCILIO
DE TRENTO, 1545-1563
XIX
ecuménico (contra los innovadores del siglo XVI)
SESION
III (4 de febrero de 1546)
Aceptación
del Símbolo de la fe católica
Este
sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en
el Espíritu Santo, presidiendo en él... los tres Legados de la Sede Apostólica,
considerando la grandeza de las materias que han de ser tratadas, señaladamente
de aquellas que se contienen en los dos capítulos de la extirpación de las
herejías y de la reforma de las costumbres, por cuya causa principalmente se ha
congregado... creyó que debía expresamente proclamarse el Símbolo de la fe de
que usa la Santa Iglesia Romana, como el principio en que necesariamente
convienen todos los que profesan la fe de Cristo, y como firme y único
fundamento contra el cual nunca prevalecerán las puertas del infierno [Mt.
16, 18], con las mismas palabras con que se lee en todas las Iglesias. Es de
este tenor:
[Sigue
el Símbolo Niceno-Constantinopolitano, v. 86.]
SESION
IV (8 de abril de 1546)
Aceptación
de los Libros Sagrados y las tradiciones de los Apóstoles
El
sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en
el Espíritu Santo, bajo la presidencia de los tres mismos Legados de la Sede
Apostólica, poniéndose perpetuamente ante sus ojos que, quitados los errores,
se conserve en la Iglesia la pureza misma del Evangelio que, prometido antes por
obra de los profetas en las Escrituras Santas, promulgó primero por su propia
boca Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios y mandó luego que fuera
predicado por ministerio de sus Apóstoles a toda criatura [Mt. 28,
19 s; Mc. 16, 15] como fuente de toda saludable verdad y de toda disciplina de
costumbres; y viendo perfectamente que esta verdad y disciplina se contiene en
los libros escritos y las tradiciones no escritas que, transmitidas como de mano
en mano, han llegado hasta nosotros desde los apóstoles, quienes las recibieron
o bien de labios del mismo Cristo, o bien por inspiración del Espíritu Santo;
siguiendo los ejemplos de los Padres ortodoxos, con igual afecto de piedad e
igual reverencia recibe y venera todos los libros, así del Antiguo como del
Nuevo Testamento, como quiera que un solo Dios es autor de ambos, y también las
tradiciones mismas que pertenecen ora a la fe ora a las costumbres, como
oralmente por Cristo o por el Espíritu Santo dictadas y por continua sucesión
conservadas en la Iglesia Católica.
Ahora
bien, creyó deber suyo escribir adjunto a este decreto un índice [o canon] de
los libros sagrados, para que a nadie pueda ocurrir duda sobre cuáles son los
que por el mismo Concilio son recibidos.
Son
los que a continuación se escriben: del Antiguo Testamento: 5 de Moisés; a
saber: el Génesis, el Exodo, el Levítico, los Números
y el Deuteronomio; el de Josué, el de los Jueces, el
de Rut, 4 de los Reyes, 2 de los Paralipómenos, 2 de Esdras
(de los cuales el segundo se llama de Nehemías), Tobías, Judit, Ester,
Job, el Salterio de David, de 150 salmos, las Parábolas, el Eclesiastés,
Cantar de los Cantares, la Sabiduría, el Eclesiástico, Isaías,
Jeremías con Baruch, Ezequiel, Daniel, 12 Profetas menores, a saber:
Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo,
Zacarías, Malaquías; 2 de los Macabeos: primero y segundo. Del
Nuevo Testamento: Los 4 Evangelios, según Mateo, Marcos, Lucas y Juan; los
Hechos de los Apóstoles, escritos por el Evangelista Lucas, 14 Epístolas
del Apóstol Pablo: a los Romanos, 2 a los Corintios, a los
Gálatas, a los Efesios, a los Filipenses, a los Colosenses,
2 a los Tesalonicenses, 2 a Timoteo, a Tito, a Filemón,
a los Hebreos; 2 del Apóstol Pedro, 3 del Apóstol
Juan, 1 del Apóstol Santiago, 1 del Apóstol Judas y el Apocalipsis
del Apóstol Juan. Y si alguno no recibiere como sagrados y canónicos los
libros mismos íntegros con todas sus partes, tal como se han acostumbrado leer
en la Iglesia Católica y se contienen en la antigua edición vulgata latina, y
despreciare a ciencia y conciencia las tradiciones predichas, sea anatema.
Entiendan, pues, todos, por qué orden y camino, después de echado el
fundamento de la confesión de la fe, ha de avanzar el Concilio mismo y de qué
testimonios y auxilios se ha de valer principalmente para confirmar los dogmas y
restaurar en la Iglesia las costumbres.
Se
acepta la edición vulgata de la Biblia y se prescribe el modo de interpretar la
Sagrada Escritura, etc.
Además,
el mismo sacrosanto Concilio, considerando que podía venir no poca utilidad a
la Iglesia de Dios, si de todas las ediciones latinas que corren de los sagrados
libros, diera a conocer cuál haya de ser tenida por auténtica; establece y
declara que esta misma antigua y vulgata edición que está aprobada por el
largo uso de tantos siglos en la Iglesia misma, sea tenida por auténtica en las
públicas lecciones, disputaciones, predicaciones y exposiciones, y que nadie,
por cualquier pretexto, sea osado o presuma rechazarla.
Además,
para reprimir los ingenios petulantes, decreta que nadie, apoyado en su
prudencia, sea osado a interpretar la Escritura Sagrada, en materias de fe y
costumbres, que pertenecen a la edificación de la doctrina cristiana,
retorciendo la misma Sagrada Escritura conforme al propio sentir, contra aquel
sentido que sostuvo y sostiene la santa madre Iglesia, a quien atañe juzgar del
verdadero sentido e interpretación de las Escrituras Santas, o también contra
el unánime sentir de los Padres, aun cuando tales interpretaciones no hubieren
de salir a luz en tiempo alguno. Los que contravinieren, sean declarados por
medio de los ordinarios y castigados con las penas establecidas por el
derecho... [siguen preceptos sobre la impresión y aprobación de los libros,
en que, entre otras cosas, se estatuye:] que en adelante la Sagrada
Escritura, y principalmente esta antigua y vulgata edición, se imprima de la
manera más correcta posible, y a nadie sea lícito imprimir o hacer imprimir
cualesquiera libros sobre materias sagradas sin el nombre del autor, ni
venderlos en lo futuro ni tampoco retenerlos consigo, si primero no hubieren
sido examinados y aprobados por el ordinario...
SESION
V (17 de junio de 1546)
Decreto
sobre el pecado original
Para
que nuestra fe católica, sin la cual es imposible agradar a Dios [Hebr.
11, 6], limpiados los errores, permanezca íntegra e incorrupta en su
sinceridad, y el pueblo cristiano no sea llevado de acá para allá por todo
viento de doctrina [Eph. 4, 14]; como quiera que aquella antigua serpiente,
enemiga perpetua del género humano, entre los muchísimos males con que en
estos tiempos nuestros es perturbada la Iglesia de Dios, también sobre el
pecado original y su remedio suscitó no sólo nuevas, sino hasta viejas
disensiones; el sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente
reunido en el Espíritu Santo, bajo la presidencia de los mismos tres Legados de
la Sede Apostólica, queriendo ya venir a llamar nuevamente a los errantes y
confirmar a los vacilantes, siguiendo los testimonios de las Sagradas
Escrituras, de los Santos Padres y de los más probados Concilios, y el juicio y
sentir de la misma Iglesia, establece, confiesa y declara lo que sigue sobre el
mismo pecado original.
1.
Si alguno no confiesa que el primer hombre Adán, al transgredir el mandamiento
de Dios en el paraíso, perdió inmediatamente la santidad y justicia en que había
sido constituído, e incurrió por la ofensa de esta prevaricación en la ira y
la indignación de Dios y, por tanto, en la muerte con que Dios antes le había
amenazado, y con la muerte en el cautiverio bajo el poder de aquel que tiene
el imperio de la muerte [Hebr. 2, 14], es decir, del diablo, y que toda la
persona de Adán por aquella ofensa de prevaricación fue mudada en peor, según
el cuerpo y el alma [v. 174]: sea anatema.
2.
Si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él; solo y no a su
descendencia; que la santidad y justicia recibida de Dios, que él perdió, la
perdió para sí solo y no también para nosotros; o que, manchado él por el
pecado de desobediencia, sólo transmitió a todo el género humano la muerte y
las penas del cuerpo, pero no el pecado que es muerte del alma: sea anatema,
pues contradice al Apóstol que dice: Por un solo hombre entró el pecado en
el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó la muerte,
por cuanto todos habían pecado [Rom. 5, 12 ¡ v. 175].
3.
Si alguno afirma que este pecado de Adán que es por su origen uno solo y,
transmitido a todos por propagación, no por imitación, está como propio en
cada uno, se quita por las fuerzas de la naturaleza humana o por otro remedio
que por el mérito del solo mediador, Nuestro Señor Jesucristo [v. 171], el
cual, hecho para nosotros justicia, santificación y redención [1 Cor.
1, 30], nos reconcilió con el Padre en su sangre; o niega que el mismo mérito
de Jesucristo se aplique tanto a los adultos como a los párvulos por el
sacramento del bautismo, debidamente conferido en la forma de la Iglesia: sea
anatema. Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que
hayamos de salvarnos [Act. 4, 121. De donde aquella voz: He aquí el
cordero de Dios, he aquí el que quita. los pecados del mundo [Ioh. 1, 29].
Y la otra: Cuantos fuisteis bautizados en Cristo, os vestisteis de Cristo [Gal.
3, 27].
4.
Si alguno niega que hayan de ser bautizados los niños recién salidos del seno
de su madre, aun cuando procedan de padres bautizados, o dice que son bautizados
para la remisión de los pecados, pero que de Adán no contraen nada del pecado
original que haya necesidad de ser expiado en el lavatorio de la regeneración
para conseguir la vida eterna, de donde se sigue que la forma del bautismo para
la remisión de los pecados se entiende en ellos no como verdadera, sino como
falsa: sea anatema. Porque lo que dice el Apóstol: Por un solo hombre entra
el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó
la muerte, por cuanto todos habían pecado [Rom. 5, 12], no de otro modo ha
de entenderse, sino como lo entendió siempre la Iglesia Católica, difundida
por doquier. Pues por esta regla de fe procedente de la tradición de los Apóstoles,
hasta los párvulos que ningún pecado pudieron aún cometer en sí mismos, son
bautizados verdaderamente para la remisión de los pecados, para que en ellos
por la regeneración Se limpie lo que por la generación contrajeron [v. 102].
Porque si uno no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en
el reino de Dios [Ioh. 3, 5].
5.
Si alguno dice que por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo que se confiere en
el bautismo, no se remite el reato del pecado original; o también si afirma que
no se destruye todo aquello que tiene verdadera y propia razón de pecado, sino
que sólo se rae o no se imputa: sea anatema. Porque en los renacidos nada odia
Dios, porque nada hay de condenación en aquellos que verdaderamente por
el bautismo están sepultados con Cristo para la muerte [Rom. 6, 4], los que
no andan según la carne [Rom. 8, 1], sino que, desnudándose del
hombre viejo y vistiéndose del nuevo, que fue creado según Dios [Eph. 4,
22 ss; Col. 3, 9 s], han sido hechos inocentes, inmaculados, puros, sin culpa e
hijos amados de Dios, herederos de Dios y coherederos de Cristo [Rom. 8,
17]; de tal suerte que nada en absoluto hay que les pueda retardar la entrada en
el cielo. Ahora bien, que la concupiscencia o fomes permanezca en los
bautizados, este santo Concilio lo confiesa y siente; la cual, como haya sido
dejada para el combate, no puede dañar a los que no la consienten y virilmente
la resisten por la gracia de Jesucristo. Antes bien, el que legítimamente
luchare, será coronado [2 Tim. 2, 5]. Esta concupiscencia que alguna vez el
Apóstol llama pecado [Rom. 6, 12 ss], declara el santo Concilio que la Iglesia
Católica nunca entendió que se llame pecado porque sea verdadera y propiamente
pecado en los renacidos, sino porque procede del pecado y al pecado inclina. Y
si alguno sintiere lo contrario, sea anatema.
6.
Declara, sin embargo, este mismo santo Concilio que no es intención suya
comprender en este decreto, en que se trata del pecado original a la
bienaventurada e inmaculada Virgen María. Madre de Dios, sino que han de
observarse las constituciones del Papa Sixto IV, de feliz recordación, bajo las
penas en aquellas constituciones contenidas, que el Concilio renueva [v. 734 s].
SESION
VI (13 de enero de 1547)
Decreto
sobre la justificación
Proemio
Como
quiera que en este tiempo, no sin quebranto de muchas almas y grave daño de la
unidad eclesiástica, se ha diseminado cierta doctrina errónea acerca de la
justificación; para alabanza y gloria de Dios omnipotente, para tranquilidad de
la Iglesia y salvación de las almas, este sacrosanto, ecuménico y universal
Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidiendo en
él en nombre del santísimo en Cristo padre y señor nuestro Pablo III, Papa
por la divina providencia, los Rvmos. señores don Juan María, obispo de
Palestrina; del Monte, y don Marcelo, presbítero, titulo de la Santa Cruz en
Jerusalén, cardenales de la Santa Romana Iglesia y legados apostólicos de
latere, se propone exponer a todos los fieles de Cristo la verdadera y sana
doctrina acerca de la misma justificación que el sol de justicia [Mal.
4, 2] Cristo Jesús, autor y consumador de nuestra fe [Hebr. 12, 2], enseñó,
los Apóstoles transmitieron y la Iglesia Católica, con la inspiración del Espíritu
Santo, perpetuamente mantuvo; prohibiendo con todo rigor que nadie en adelante
se atreva a creer, predicar o enseñar de otro modo que como por el presente
decreto se establece y declara.
Cap.
1. De la impotencia de la naturaleza y de la ley para justificar a los hombres
En
primer lugar declara el santo Concilio que, para entender recta y sinceramente
la doctrina de la justificación es menester que cada uno reconozca y confiese
que, habiendo perdido todos los hombres la inocencia en la prevaricación de Adán
[Rom. 5, 12; 1 Cor. 15, 22; v. 130], hechos inmundos [Is. 64, 4] y (como
dice el Apóstol) hijos de ira por naturaleza [Eph. 2, 3], según expuso
en el decreto sobre el pecado original, hasta tal punto eran esclavos del
pecado [Rom. 6, 20] y estaban bajo el poder del diablo y de la muerte, que
no sólo las naciones por la fuerza de la naturaleza [Can. 1], mas ni siquiera
los judíos por la letra misma de la Ley de Moisés podían librarse o
levantarse de ella, aun cuando en ellos de ningún modo estuviera extinguido el
libre albedrío [Can. 5], aunque sí atenuado en sus fuerzas e inclinado [v.
181]
Cap.
2. De la dispensación y misterio del advenimiento de Cristo
De
ahí resultó que el Padre celestial, Padre de la misericordia y Dios de toda
consolación [2 Cor. 1, 3], cuando llegó aquella bienaventurada plenitud
de los tiempos [Eph. 1, 10; Gal. 4, 4] envió a los hombres a su Hijo Cristo
Jesús [Can. 1], el que antes de la Ley y en el tiempo de la Ley fue declarado y
prometido a muchos santos Padres [cf. Gen. 49, 10 y 18], tanto para redimir a
los judíos que estaban bajo la Ley como para que las naciones que no seguían
la justicia, aprehendieran la justicia [Rom. 9, 30] y todos recibieran la
adopción de hijos de Dios [Gal. 4, 5]. A Éste propuso Dios como
propiciador por la fe en su sangre por nuestros pecados [Rom. 3, 25], y
no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo [1 Ioh. 2,
2].
Cap.
3. Quiénes son justificados por Cristo
Mas,
aun cuando Él murió por todos [2 Cor. 5, 15], no todos, sin embargo,
reciben el beneficio de su muerte, sino sólo aquellos a quienes se comunica el
mérito de su pasión. En efecto, al modo que realmente si los hombres no
nacieran propagados de la semilla de Adán, no nacerían injustos, como quiera
que por esa propagación por aquél contraen, al ser concebidos, su propia
injusticia; así, si no renacieran en Cristo, nunca serían justificados [Can. 2
y 10], como quiera que, con ese renacer se les da, por el mérito de la pasión
de Aquél, la gracia que los hace justos. Por este beneficio nos exhorta el Apóstol
a que demos siempre gracias al Padre, que nos hizo dignos de
participar de la suerte de los Santos en la luz [Col. 1, 12], y nos sacó
del poder de las tinieblas, y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en el
que tenemos redención y remisión de los pecados [Col. 1, 13 s].
Cap.
4. Se insinúa la descripción de la justificación del impío y su modo en el
estado de gracia
Por
las cuales palabras se insinúa la descripción de la justificación del impío,
de suerte que sea el paso de aquel estado en que el hombre nace hijo del primer
Adán, al estado de gracia y de adopción de hijos de Dios [Rom. 8, 15]
por el segundo Adán, Jesucristo Salvador nuestro; paso, ciertamente, que después
de la promulgación del Evangelio, no puede darse sin el lavatorio de la
regeneración [Can. 5 sobre el baut.] o su deseo, conforme está escrito: Si
uno no hubiere renacido del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el
reino de Dios [Ioh. 3, 5].
Cap.
5. De la necesidad de preparación para la justificación en los adultos, y de
donde procede
Declara
además [el sacrosanto Concilio] que el principio de la justificación misma en
los adultos ha de tomarse de la gracia de Dios preveniente por medio de Cristo
Jesús, esto es, de la vocación, por la que son llamados sin que exista mérito
alguno en ellos, para que quienes se apartaron de Dios por los pecados, por la
gracia de Él que los excita y ayuda a convertirse, se dispongan a su
propia justificación, asintiendo y cooperando libremente [Can. 4 y 5] a la
misma gracia, de suerte que, al tocar Dios el corazón del hombre por la
iluminación del Espíritu Santo, ni puede decirse que el hombre mismo no hace
nada en absoluto al recibir aquella inspiración, puesto que puede también
rechazarla; ni tampoco, sin la gracia de Dios, puede moverse, por su libre
voluntad, a ser justo delante de Él [Can. 3]. De ahí que, cuando en las
Sagradas Letras se dice: Convertíos a mí y yo me convertiré a vosotros [Zach.
1, 3], somos advertidos de nuestra libertad; cuando respondemos: Conviértenos,
Señor, a ti, y nos convertiremos [Thren. 5, 21], confesamos que somos
prevenidos de la gracia de Dios.
Cap.
6. Modo de preparación
Ahora
bien, se disponen para la justicia misma [Can. 7 v 9] al tiempo que, excitados y
ayudados de la divina gracia, concibiendo la fe por el oído [Rom. 10,
17], se mueven libremente hacia Dios, creyendo que es verdad lo que ha sido
divinamente revelado y prometido [Can. 12-14] y, en primer lugar, que Dios, por
medio de su gracia, justifica al impío, por medio de la redención, que está
en Cristo Jesús [Rom. 3, 24]; al tiempo que entendiendo que son pecadores,
del temor de la divina justicia, del que son provechosamente sacudidos [Can. 8],
pasan a la consideración de la divina misericordia, renacen a la esperanza,
confiando que Dios ha de serles propicio por causa de Cristo, y empiezan a
amarle como fuente de toda justicia y, por ende, se mueven contra los pecados
por algún odio y detestación [Can. 9], esto es, por aquel arrepentimiento que
es necesario tener antes del bautismo [Act. 2, 38]; al tiempo, en fin, que se
proponen recibir el bautismo, empezar nueva vida y guardar los divinos
mandamientos. De esta disposición está escrito: Al que se acerca a Dios,
es menester que crea que existe y que es remunerador de los que le buscan [Hebr.
11, 6], y: Confía, hijo, tus pecados te son perdonados [Mt. 9 2; Mc. 2,
5], y: El temor de Dios expele al pecado [EccIi. 1, 27] y: Haced
penitencia y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para la
remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo [Act.
2, 88], y también: Id, pues, y enseñad a todas las naciones, bautizándolos
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a
guardar todo lo que yo os he mandado [Mt. 28, 19], y en fin: Enderezad
vuestros corazones al Señor [1 Reg 7, 8].
Cap.
7. Qué es la justificación del impío y cuáles sus causas
A
esta disposición o preparación, síguese la justificación misma que no es sólo
remisión de los pecados [Can. 11], sino también santificación y renovación
del hombre interior, por la voluntaria recepción de la gracia y los dones, de
donde el hombre se convierte de injusto en justo y de enemigo en amigo, para ser
heredero según la esperanza de la vida eterna [Tit. 3, 7]. Las causas de
esta justificación son: la final, la gloria de Dios y de Cristo y la vida
eterna; la eficiente, Dios misericordioso, que gratuitamente lava y santifica
[1 Cor. 6, 11], sellando y ungiendo con el Espíritu Santo de su
promesa, que es prenda de nuestra herencia [Eph. 1, 18 s]; la meritoria, su
Unigénito muy amado, nuestro Señor Jesucristo, el cual, cuando éramos
enemigos [cf. Rom. 6, 10], por la excesiva caridad con que nos amó [Eph.
2, 4], nos mereció la justificación por su pasión santísima en el leño de
la cruz [Can. 10] y satisfizo por nosotros a Dios Padre; también la
instrumental, el sacramento del bautismo, que es el “sacramento de la fe”,
sin la cual jamás a nadie se le concedió la justificación. Finalmente, la única
causa formal es la justicia de Dios no aquella con que Él es justo, sino
aquella con que nos hace a nosotros justos [Can. 10 y 11], es decir, aquella por
la que, dotados por Él, somos renovados en el espíritu de nuestra mente y no sólo
somos reputados, sino que verdaderamente nos llamamos y somos justos, al recibir
en nosotros cada uno su propia justicia, según la medida en que el Espíritu
Santo la reparte a cada uno como quiere [1 Cor. 12, 11] y según la propia
disposición y cooperación de cada uno.
Porque,
si bien nadie puede ser justo sino aquel a quien se comunican los méritos de la
pasión de Nuestro Señor Jesucristo; esto, sin embargo, en esta justificación
del impío, se hace al tiempo que, por el mérito de la misma santísima pasión,
la caridad de Dios se derrama por medio del Espíritu Santo en los corazones [Rom.
5, 5] de aquellos que son justificados y queda en ellos inherente [Can. 11]. De
ahí que, en la justificación misma, juntamente con la remisión de los
pecados, recibe el hombre las siguientes cosas que a la vez se le infunden, por
Jesucristo, en quien es injertado: la fe, la esperanza y la caridad. Porque la
fe, si no se le añade la esperanza y la caridad, ni une perfectamente con
Cristo, ni hace miembro vivo de su Cuerpo. Por cuya razón se dice con toda
verdad que la fe sin las obras está muerta [Iac. 2, 17 ss] y ociosa
[Can. 19] y que en Cristo Jesús, ni la circuncisión vale nada ni el
prepucio, sino la fe que obra por la caridad [Gal. 5, 6; 6, 15]. Esta fe,
por tradición apostólica, la piden los catecúmenos a la Iglesia antes del
bautismo al pedir la fe que da la vida eterna, la cual no puede dar la fe sin la
esperanza y la caridad. De ahí que inmediatamente oyen la palabra de Cristo: Si
quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos [Mt. 19, 17; Can.
18-20]. Así, pues, al recibir la verdadera y cristiana justicia, se les manda,
apenas renacidos, conservarla blanca y sin mancha, como aquella primera
vestidura [Lc. 15, 22], que les ha sido dada por Jesucristo, en lugar de la
que, por su inobediencia, perdió Adán para sí y para nosotros, a fin de que
la lleven hasta el tribunal de Nuestro Señor Jesucristo y tengan la vida
eterna.
Cap.
8. Cómo se entiende que el impío es justificado por la fe y gratuitamente
Mas
cuando el Apóstol dice que el hombre se justifica por la fe [Can. 9] y gratuitamente
[Rom. 3, 22-24], esas palabras han de ser entendidas en aquel sentido que
mantuvo y expresó el sentir unánime y perpetuo de la Iglesia Católica, a
saber, que se dice somos justificados por la fe, porque “la fe es el principio
de la humana salvación”, el fundamento y raíz de toda justificación; sin
ella es imposible agradar a Dios [Hebr. 11, 6] y llegar al consorcio de sus
hijos; y se dice que somos justificados gratuitamente, porque nada de aquello
que precede a la justificación, sea la fe, sean las obras, merece la gracia
misma de la justificación; porque si es gracia, ya no es por las obras; de
otro modo (como dice el mismo Apóstol) la gracia ya no es gracia [Rom.
11, 16].
Cap.
9. Contra la vana confianza de los herejes
Pero,
aun cuando sea necesario creer que los pecados no se remiten ni fueron jamás
remitidos sino gratuitamente por la misericordia divina a causa de Cristo; no
debe, sin embargo, decirse que se remiten o han sido remitidos los pecados a
nadie que se jacte de la confianza y certeza de la remisión de sus pecados y
que en ella sola descanse, como quiera que esa confianza vana y alejada de toda
piedad, puede darse entre los herejes y cismáticos, es más, en nuestro tiempo
se da y se predica con grande ahínco en contra de la Iglesia Católica [Can.
12]. Mas tampoco debe afirmarse aquello de que es necesario que quienes están
verdaderamente justificados establezcan en si mismos sin duda alguna que están
justificados, y que nadie es absuelto de sus pecados y justificado, sino el que
cree con certeza que está absuelto y justificado, y que por esta sola fe se
realiza la absolución y justificación [Can. 14], como si el que esto no cree
dudara de las promesas de Dios y de la eficacia de la muerte y resurrección de
Cristo. Pues, como ningún hombre piadoso puede dudar de la misericordia de
Dios, del merecimiento de Cristo y de la virtud y eficacia de los sacramentos;
así cualquiera, al mirarse a sí mismo y a su propia flaqueza e indisposición,
puede temblar y temer por su gracia [Can. 13], como quiera que nadie puede saber
con certeza de fe, en la que no puede caber error, que ha conseguido la gracia
de Dios.
Can.
10. Del acrecentamiento de la justificación recibida
Justificados,
pues, de esta manera y hechos amigos y domésticos de Dios [Ioh. 15, 15;
Eph. 2, 19], caminando de virtud en virtud [Ps. 83, 8], se renuevan (como
dice el Apóstol) de día en día [2 Cor. 4, 16]; esto es, mortificando
los miembros de su carne [Col. 3, 5] y presentándolos como armas de la
justicia [Rom. 6, 13-19] para la santificación por medio de la observancia
de los mandamientos de Dios y de la Iglesia: crecen en la misma justicia,
recibida por la gracia de Cristo, cooperando la fe, con las buenas obras [Iac.
2, 22], y se justifican más [Can. 24 y 32], conforme está escrito: El que
es justo, justifíquese todavía [Apoc. 22, 11], y otra vez: No te avergüences
de justificarte hasta la muerte [Eccli. 18, 22], y de nuevo: Veis que por
las obras se justifica el hombre y no sólo por la fe [Iac. 2, 24]. Y este
acrecentamiento de la justicia pide la Santa Iglesia, cuando ora: Danos, Señor,
aumento de fe, esperanza y caridad [Dom. 13 después de Pentecostés] .
Cap.
11. De la observancia de los mandamientos y de su necesidad y posibilidad
Nadie,
empero, por más que esté justificado, debe considerarse libre de la
observancia de los mandamientos [Can. 20]; nadie debe usar de aquella voz
temeraria y por los Padres prohibida bajo anatema, que los mandamientos de Dios
son imposibles de guardar para el hombre justificado [Can. 18 y 22; cf. n. 200].
Porque
Dios no manda cosas imposibles, sino que al mandar avisa que hagas lo que puedas
y pidas lo que no puedas y ayuda para que puedas; sus mandamientos no son
pesados [1 Ioh. 5, 3], su yugo es suave y su carga ligera [Mt. 11,
30]. Porque los que son hijos de Dios aman a Cristo y los que le aman, como
Él mismo atestigua, guardan sus palabras [Ioh. 14, 23]; cosa que, con el
auxilio divino, pueden ciertamente hacer. Pues, por más que en esta vida
mortal, aun los santos y justos, caigan alguna vez en pecados, por lo menos,
leves y cotidianos, que se llaman también veniales [can. 23], no por eso dejan
de ser justos. Porque de justos es aquella voz humilde y verdadera: Perdónanos
nuestras deudas [Mt. 6, 12; cf. n. 107]. Por lo que resulta que los justos
mismos deben sentirse tanto más obligados a andar por el camino de la justicia,
cuanto que, liberados ya del pecado y hechos siervos de Dios [Rom. 6,
22], viviendo sobria, justa y piadosamente [Tit. 2, 12], pueden adelantar
por obra de Cristo Jesús, por el que tuvieron acceso a esta gracia [Rom.
5, 2]. Porque Dios, a los que una vez justificó por su gracia no los abandona,
si antes no es por ellos abandonado. Así, pues, nadie debe lisonjearse a
sí mismo en la sola fe [Can. 9, 19 y 20], pensando que por la sola fe ha sido
constituído heredero y ha de conseguir la herencia, aun cuando no padezca
juntamente con Cristo, para ser juntamente con El glorificado [Rom. 8, 17].
Porque aun Cristo mismo, como dice el Apóstol, siendo hijo de Dios, aprendió,
por las cosas que padeció, la obediencia y, consumado, fue hecho para todos los
que le obedecen, causa de salvación eterna [Hebr. 5, 8 s]. Por eso, el Apóstol
mismo amonesta a los justificados diciendo: ¿No sabéis que los que corren
en el estadio, todos por cierto corren, pero sólo uno recibe el premio? Corred,
pues, de modo que lo alcancéis. Yo, pues, así corro, no como a la ventura; así
lucho. no como quien azota el aire; sino que castigo mi cuerpo y lo reduzco a
servidumbre, no sea que, después de haber predicado a otros, me haga yo
mismo réprobo [1 Cor. 9, 24 ss]. Igualmente el principe de los Apóstoles
Pedro: Andad solícitos, para que por las buenas obras hagáis cierta vuestra
vocación y elección; porque, haciendo esto, no pecaréis jamás [2 Petr.
1, 10]. De donde consta que se oponen a la doctrina ortodoxa de la religión los
que dicen que el justo peca por lo menos venialmente en toda obra buena [Can.
25] o, lo que es más intolerable, que merece las penas eternas; y también
aquellos que asientan que los justos pecan en todas sus obras, si para excitar
su cobardía y exhortarse a correr en el estadio, miran en primer lugar a que
sea Dios glorificado y miran también a la recompensa eterna [Can. 26 y 31],
como quiera que está escrito: Incliné mi corazón a cumplir tus
justificaciones por causa de la retribución [Ps. 118, 112] y de Moisés
dice el Apóstol que miraba a la remuneración [Hebr. 11, 26].
Cap.
12. Debe evitarse la presunción temeraria de predestinación
Nadie,
tampoco, mientras vive en esta mortalidad, debe hasta tal punto presumir del
oculto misterio de la divina predestinación, que asiente como cierto hallarse
indudablemente en el número de los predestinados [Can. 15], como si fuera
verdad que el justificado o no puede pecar más [Can. 28], o, si pecare, debe
prometerse arrepentimiento cierto. En efecto, a no ser por revelación especial,
no puede saberse a quiénes haya Dios elegido para si [Can. 16].
Cap.
13. Del don de la perseverancia
Igualmente,
acerca del don de la perseverancia [Can. 16], del que está escrito: El que
perseverare hasta el fin, ése se salvará [Mt. 10, 22 ¡ 24, 13] —lo que
no de otro puede tenerse sino de Aquel que es poderoso para afianzar al que
está firme [Rom. 14, 4], a fin de que lo esté perseverantemente, y para
restablecer al que cae— nadie se prometa nada cierto con absoluta certeza,
aunque todos deben colocar y poner en el auxilio de Dios la más firme
esperanza. Porque Dios, si ellos no faltan a su gracia, como empezó la obra
buena, así la acabará, obrando el querer y el acabar [Phil. 2, 18; can.
22] l. Sin embargo, los que creen que están firmes, cuiden de no caer [1
Cor. 10, 12] y con temor y temblor obren su salvación [Phil. 2, 12], en
trabajos, en vigilias, en limosnas, en oraciones y oblaciones, en ayunos y
castidad [cf. 2 Cor. 6, 3 ss]. En efecto, sabiendo que han renacido a la
esperanza [cf. 1 Petr. 1, 3] de la gloria y no todavía a la gloria, deben
temer por razón de la lucha que aún les aguarda con la carne, con el mundo, y
con el diablo, de la que no pueden salir victoriosos, si no obedecen con la
gracia de Dios, a las palabras del Apóstol: Somos deudores no de la carne,
para vivir según la carne; porque si según la carne viviereis, moriréis; mas
si por el espíritu mortificareis los hechos de la carne, viviréis [Rom. 8,
12 s].
Cap.
14. De los caídos y su reparación
Mas
los que por el pecado cayeron de la gracia ya recibida de la justificación,
nuevamente podrán ser justificados [Can. 29], si, movidos por Dios, procuraren,
por medio del sacramento de la penitencia, recuperar, por los méritos de
Cristo, la gracia perdida. Porque este modo de justificación es la reparación
del caído, a la que los Santos Padres llaman con propiedad “la segunda tabla
después del naufragio de la gracia perdida”. Y en efecto, para aquellos que
después del bautismo caen en pecado, Cristo Jesús instituyó el sacramento de
la penitencia cuando dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis
los pecados, les son perdonados y a quienes se los retuviereis, les son
retenidos [Ioh. 20, 22-23]. De donde debe enseñarse que la penitencia del
cristiano después de la caída, es muy diferente de la bautismal y que en ella
se contiene no sólo el abstenerse de los pecados y el detestarlos, o sea, el
corazón contrito y humillado [Ps. 50, 19], sino también la confesión
sacramental de los mismos, por lo menos en el deseo y que a su tiempo deberá
realizarse, la absolución sacerdotal e igualmente la satisfacción por el
ayuno, limosnas, oraciones y otros piadosos ejercicios, no ciertamente por la
pena eterna, que por el sacramento o por el deseo del sacramento se perdona a
par de la culpa, sino por la pena temporal [Can. 30], que, como enseñan las
Sagradas Letras, no siempre se perdona toda, como sucede en el bautismo, a
quienes, ingratos a la gracia de Dios que recibieron, contristaron al Espíritu
Santo [cf. Eph. 4, 30] y no temieron violar el templo de Dios [1 Cor.
3, 17]. De esa penitencia está escrito: Acuérdate de dónde has caído, haz
penitencia y practica tus obras primeras [Apoc. 2, 5], y otra vez: La
tristeza que es según Dios, obra penitencia en orden a la salud estable [2
Cor. 7, 10], y de nuevo: Haced penitencia [Mt. 3, 2; 4, 17], y: Haced
frutos dignos de penitencia [Mt. 3, 8].
Cap.
15. Por cualquier pecado mortal se pierde la gracia, pero no la fe
Hay
que afirmar también contra los sutiles ingenios de ciertos hombres que por
medio de dulces palabras y lisonjas seducen los corazones de los hombres [Rom.
16, 18], que no sólo por la infidelidad [Can. 27], por la que también se
pierde la fe, sino por cualquier otro pecado mortal, se pierde la gracia
recibida de la justificación, aunque no se pierda la fe [Can. 28]; defendiendo
la doctrina de la divina ley que no sólo excluye del reino de los cielos a los
infieles, sino también a los fieles que sean fornicarios, adúlteros,
afeminados, sodomitas, ladrones, avaros, borrachos, maldicientes, rapaces [1
Cor. 6, 9 s], y a todos los demás que cometen pecados mortales, de los que
pueden abstenerse con la ayuda de la divina gracia y por los que se separan de
la gracia de Cristo [Can. 27].
Cap.
16. Del fruto de la justificación, es decir, del mérito de las buenas obras y
de la razón del mérito mismo
Así,
pues, a los hombres de este modo justificados, ora conserven perpetuamente la
gracia recibida, ora hayan recuperado la que perdieron, hay que ponerles delante
las palabras del Apóstol: Abundad en toda obra buena, sabiendo que vuestro
trabajo no es vano en el Señor [1 Cor. 15, 58]; porque no es Dios
injusto, para que se olvide de vuestra obra y del amor que mostrasteis en su
nombre [Hebr. 6, 10]; y: No perdáis vuestra confianza, que tiene grande
recompensa [Hebr. 10, 35]. Y por tanto, a los que obran bien hasta el fin
[Mt. 10, 22] y que esperan en Dios, ha de proponérseles la vida eterna, no
sólo como gracia misericordiosamente prometida por medio de Jesucristo a los
hijos de Dios, sino también “como retribución” que por la promesa de Dios
ha de darse fielmente a sus buenas obras y méritos [Can. 26 y 32]. Ésta
es, en efecto, la corona de justicia que el Apóstol decía tener
reservada para sí después de su combate y su carrera, que había de serle dada
por el justo juez y no sólo a él, sino a todos los que aman su advenimiento
[2 Tim. 4, 7 s]. Porque, como quiera que el mismo Cristo Jesús, como cabeza
sobre los miembros [Eph. 4 15] y como vid sobre los sarmientos [Ioh. 15,
5], constantemente comunica su virtud sobre los justificados mismos, virtud
que antecede siempre a sus buenas obras, las acompaña y sigue, y sin la cual en
modo alguno pudieran ser gratas a Dios ni meritorias [Can. 2]; no debe creerse
falte nada más a los mismos justificados para que se considere que con aquellas
obras que han sido hechas en Dios han satisfecho plenamente, según la condición
de esta vida, a la divina ley y han merecido en verdad la vida eterna, la cual,
a su debido tiempo han de alcanzar también, caso de que murieren en gracia [Apoc.
14, 13; Can. 32], puesto que Cristo Salvador nuestro dice: Si alguno
bebiere de esta agua que yo le daré, no tendrá sed eternamente, sino que
brotará en él una fuente de agua que salta hasta la vida eterna [Ioh. 4,
14]. Así, ni se establece que nuestra propia justicia nos es propia, como
si procediera de nosotros, ni se ignora o repudia la justicia de Dios [Rom.
10, 3]; ya que aquella justicia que se dice nuestra, porque de tenerla en
nosotros nos justificamos [Can. 10 y 11], es también de Dios, porque nos es por
Dios infundida por merecimiento de Cristo.
Mas
tampoco ha de omitirse otro punto, que, si bien tanto se concede en las Sagradas
Letras a las buenas obras, que Cristo promete que quien diere un vaso de agua
fría a uno de sus más pequeños, no ha de carecer de su recompensa [Mt.
10, 42], y el Apóstol atestigua que lo que ahora nos es una tribulación
momentánea y leve, obra en nosotros un eterno peso de gloria incalculable [2
Cor. 4, 17]; lejos, sin embargo, del hombre cristiano el confiar o el gloriarse
en sí mismo y no en el Señor [cf. 1 Cor. 1, 31; 2 Cor. 10, 17],
cuya bondad para con todos los hombres es tan grande, que quiere sean
merecimientos de ellos [Can. 32] lo que son dones de Él [v. 141]. Y porque en
muchas cosas tropezamos todos [Iac. 3, 2; Can. 23], cada uno, a par de la
misericordia y la bondad, debe tener también ante los ojos la severidad y el
juicio [de Dios], y nadie, aunque de nada tuviere conciencia, debe
juzgarse a sí mismo, puesto que toda la vida de los hombres ha de ser examinada
y juzgada no por el juicio humano, sino por el de Dios, quien iluminará lo
escondido de las tinieblas y pondrá de manifiesto los propósitos de los
corazones, y entonces cada uno recibirá alabanza de Dios [Cor. 4, 4 s], el
cual, como está escrito, retribuirá a cada uno según sus obras [Rom.
2, 6].
Después
de esta exposición de la doctrina católica sobre la justificación [Can. 33]
—doctrina que quien no la recibiere fiel y firmemente, no podrá
justificarse—, plugo al santo Concilio añadir los cánones siguientes, a fin
de que todos sepan no sólo qué deben sostener y seguir, sino también qué
evitar y huir.
Canones
sobre la justificación
Can.
1. Si alguno dijere que el hombre puede justificarse delante de Dios por sus
obras que se realizan por las fuerzas de la humana naturaleza o por la doctrina
de la Ley, sin la gracia divina por Cristo Jesús, sea anatema [cf. 793 s].
Can.
2. Si alguno dijere que la gracia divina se da por medio de Cristo Jesús sólo
a fin de que el hombre pueda más fácilmente vivir justamente y merecer la vida
eterna, como si una y otra cosa las pudiera por medio del libre albedrío, sin
la gracia, si bien con trabajo y dificultad, sea anatema (cf. 795 y 809).
Can.
3. Si alguno dijere que, sin la inspiración previniente del Espíritu Santo y
sin su ayuda, puede el hombre creer, esperar y amar o arrepentirse, como
conviene para que se le confiera la gracia de la justificación, sea anatema [cf.
797].
Can.
4. Si alguno dijere que el libre albedrío del hombre, movido y excitado por
Dios, no coopera en nada asintiendo a Dios que le excita y llama para que se
disponga y prepare para obtener la gracia de la justificación, y que no puede
disentir, si quiere, sino que, como un ser inánime, nada absolutamente hace y
se comporta de modo meramente pasivo, sea anatema [cf. 797].
Can.
5. Si alguno dijere que el libre albedrío del hombre se perdió y extinguió
después del pecado de Adán, o que es cosa de sólo título o más bien título
sin cosa, invención, en fin, introducida por Satanás en la Iglesia, sea
anatema [793 y 797].
Can.
6. Si alguno dijere que no es facultad del hombre hacer malos sus propios
caminos, sino que es Dios el que obra así las malas como las buenas obras, no sólo
permisivamente, sino propiamente y por si, hasta el punto de ser propia obra
suya no menos la traición de Judas, que la vocación de Pablo, sea anatema.
Can.
7. Si alguno dijere que las obras que se hacen antes de la justificación, por
cualquier razón que se hagan, son verdaderos pecados o que merecen el odio de
Dios; o que cuanto con mayor vehemencia se esfuerza el hombre en prepararse para
la gracia, tanto más gravemente peca, sea anatema [cf. 798].
Can.
8. Si alguno dijere que el miedo del infierno por el que, doliéndonos de los
pecados, nos refugiamos en la misericordia de Dios, o nos abstenemos de pecar,
es pecado o hace peores a los pecadores, sea anatema [cf. 798].
Can.
9. Si alguno dijere que el impío se justifica por la sola fe, de modo que
entienda no requerirse nada más con que coopere a conseguir la gracia de la
justificación y que por parte alguna es necesario que se prepare y disponga por
el movimiento de su voluntad, sea anatema [cf. 798, 801 y 804].
Can.
10. Si alguno dijere que los hombres se justifican sin la justicia de Cristo,
por la que nos mereció justificarnos, o que por ella misma formalmente son
justos, sea anatema [cf. 795 y 799].
Can.
11. Si alguno dijere que los hombres se justifican o por sola imputación de la
justicia de Cristo o por la sola remisión de los pecados, excluída la gracia y
la caridad que se difunde en sus corazones por el Espíritu Santo y les queda
inherente; o también que la gracia, por la que nos justificamos, es sólo el
favor de Dios, sea anatema [cf. 799 s y 809].
Can.
12. Si alguno dijere que la fe justificante no es otra cosa que la confianza de
la divina misericordia que perdona los pecados por causa de Cristo, o que esa
confianza es lo único con que nos justificamos, sea anatema [cf. 798 y 802].
Can.
13. Si alguno dijere que, para conseguir el perdón de los pecados es necesario
a todo hombre que crea ciertamente y sin vacilación alguna de su propia
flaqueza e indisposición, que los pecados le son perdonados, sea anatema [cf.
802].
Can.
14. Si alguno dijere que el hombre es absuelto de sus pecados y justificado por
el hecho de creer con certeza que está absuelto y justificado, o que nadie está
verdaderamente justificado sino el que cree que está justificado, y que por
esta sola fe se realiza la absolución y justificación, sea anatema [cf. 802].
Can.
15. Si alguno dijere que el hombre renacido y justificado está obligado a creer
de fe que está ciertamente en el número de los predestinados, sea anatema [cf.
805].
Can.
16. Si alguno dijere con absoluta e infalible certeza que tendrá ciertamente
aquel grande don de la perseverancia hasta el fin, a no ser que lo hubiera
sabido por especial revelación, sea anatema [cf. 805 s].
Can.
17. Si alguno dijere que la gracia de la justificación no se da sino en los
predestinados a la vida, y todos los demás que son llamados, son ciertamente
llamados, pero no reciben la gracia, como predestinados que están al mal por el
poder divino, sea anatema [cf. 800].
Can.
18. Si alguno dijere que los mandamientos de Dios son imposibles de guardar, aun
para el hombre justificado y constituído bajo la gracia, sea anatema [cf. 804].
Can.
19. Si alguno dijere que nada está mandado en el Evangelio fuera de la fe, y
que lo demás es indiferente, ni mandado, ni prohibido, sino libre; o que los
diez mandamientos nada tienen que ver con los cristianos, sea anatema [cf. 800].
Can.
20. Si alguno dijere que el hombre justificado y cuan perfecto se quiera, no está
obligado a la guarda de los mandamientos de Dios y de la Iglesia, sino solamente
a creer, como si verdaderamente el Evangelio fuera simple y absoluta promesa de
la vida eterna, sin la condición de observar los mandamientos, sea anatema [cf.
804].
Can.
21. Si alguno dijere que Cristo Jesús fue por Dios dado a los hombres como
redentor en quien confíen, no también como legislador a quien obedezcan, sea
anatema.
Can
22. Si alguno dijere que el justificado puede perseverar sin especial auxilio de
Dios en la justicia recibida o que con este auxilio no puede, sea anatema [cf.
804 Y 806].
Can.
23. Si alguno dijere que el hombre una vez justificado no puede pecar en
adelante ni perder la gracia y, por ende, el que cae y peca, no fue nunca
verdaderamente justificado; o, al contrario, que puede en su vida entera evitar
todos los pecados, aun los veniales; si no es ello por privilegio especial de
Dios, como de la bienaventurada Virgen lo enseña la Iglesia, sea anatema [cf.
805 Y 810].
Can.
24. Si alguno dijere que la justicia recibida no se conserva y también que no
se aumenta delante de Dios por medio de las buenas obras, sino que las obras
mismas son solamente fruto y señales de la justificación alcanzada, no causa
también de aumentarla, sea anatema [cf. 803].
Can.
25. Si alguno dijere que el justo peca en toda obra buena por lo menos
venialmente, o, lo que es más intolerable, mortalmente, y que por tanto merece
las penas eternas, y que sólo no es condenado, porque Dios no le imputa esas
obras a condenación, sea anatema [cf. 804].
Can.
26. Si alguno dijere que los justos no deben aguardar y esperar la eterna
retribución de parte de Dios por su misericordia y por el mérito de Jesucristo
como recompensa de las buenas obras que fueron hechas en Dios, si perseveraren
hasta el fin obrando bien y guardando los divinos mandamientos, sea anatema [cf.
809].
Can.
27. Si alguno dijere que no hay más pecado mortal que el de la infidelidad, o
que por ningún otro, por grave y enorme que sea fuera del pecado de
infidelidad, se pierde la gracia una vez recibida, sea anatema [cf. 808].
Can.
28. Si alguno dijere que, perdida por el pecado la gracia, se pierde también
siempre juntamente la fe, o que la fe que permanece, no es verdadera fe —aun
cuando ésta no sea viva—, o que quien tiene la fe sin la caridad no es
cristiano, sea anatema [cf. 808].
Can.
29. Si alguno dijere que aquel que ha caído después del bautismo, no puede por
la gracia de Dios levantarse; o que sí puede, pero por sola la fe, recuperar la
justicia perdida, sin el sacramento de la penitencia, tal como la Santa, Romana
y universal Iglesia, enseñada por Cristo Señor y sus Apóstoles, hasta el
presente ha profesado, guardado y enseñado, sea anatema [cf. 807].
Can.
30. Si alguno dijere que después de recibida la gracia de la justificación, de
tal manera se le perdona la culpa y se le borra el reato de la pena eterna a
cualquier pecador arrepentido, que no queda reato alguno de pena temporal que
haya de pagarse o en este mundo o en el otro en el purgatorio, antes de que
pueda abrirse la entrada en el reino de los cielos, sea anatema [cf. 807}.
Can.
81. Si alguno dijere que el justificado peca al obrar bien con miras a la eterna
recompensa, sea anatema [cf. 804].
Can.
32. Si alguno dijere que las buenas obras del hombre justificado de tal manera
son dones de Dios, que no son también buenos merecimientos del mismo
justificado, o que éste, por las buenas obras que se hacen en Dios y el mérito
de Jesucristo, de quien es miembro vivo, no merece verdaderamente el aumento de
la gracia, la vida eterna y la consecución de la misma vida eterna (a condición,
sin embargo, de que muriere en gracia), y también el aumento de la gloria, sea
anatema [cf. 803 y 809 s].
Can.
33. Si alguno dijere que por esta doctrina católica sobre la justificación
expresada por el santo Concilio en el presente decreto, se rebaja en alguna
parte la gloria de Dios o los méritos de Jesucristo Señor Nuestro, y no más
bien que se ilustra la verdad de nuestra fe y, en fin, la gloria de Dios y de
Cristo Jesús, sea anatema [cf. 810].
SESION
VII (3 de marzo de 1547)
Proemio
Para
completar la saludable doctrina sobre la justificación que fue promulgada en la
sesión próxima pasada con unánime consentimiento de todos los Padres, ha
parecido oportuno tratar de los sacramentos santísimos de la Iglesia, por los
que toda verdadera justicia o empieza, o empezada se aumenta, o perdida se
repara. Por ello, el sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente
reunido en el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos Legados de la Sede
Apostólica; para eliminar los errores y extirpar las herejías que en nuestro
tiempo acerca de los mismos sacramentos santísimos ora se han resucitado de
herejías de antaño condenadas por nuestros Padres, ora se han inventado de
nuevo y en gran manera dañan a la pureza de la Iglesia Católica y a la salud
de las almas: adhiriéndose a la doctrina de las Santas Escrituras, a las
tradiciones apostólicas y al consentimiento de los otros Concilios y Padres,
creyó que debía establecer y decretar los siguientes cánones, a reserva de
publicar más adelante (con la ayuda del divino Espíritu) los restantes que
quedan para el perfeccionamiento de la obra comenzada.
Cánones
sobre los sacramentos en general
Can.
1. Si alguno dijere que los sacramentos de la Nueva Ley no fueron instituídos
todos por Jesucristo Nuestro Señor, o que son más o menos de siete, a saber,
bautismo, confirmación, Eucaristía, penitencia, extremaunción, orden y
matrimonio, o también que alguno de éstos no es verdadera y propiamente
sacramento, sea anatema.
Can.
2. Si alguno dijere que estos mismos sacramentos de la Nueva Ley no se
distinguen de los sacramentos de la Ley Antigua, sino en que las ceremonias son
otras y otros los ritos externos, sea anatema.
Can.
3. Si alguno dijere que estos siete sacramentos de tal modo son entre sí
iguales que por ninguna razón es uno más digno que otro, sea anatema.
Can.
4. Si alguno dijere que los sacramentos de la Nueva Ley no son necesarios para
la salvación, sino superfluos, y que sin ellos o el deseo de ellos, los hombres
alcanzan de Dios, por la sola fe, la gracia de la justificación —aun cuando
no todos los sacramentos sean necesarios a cada uno—, sea anatema.
Can.
5. Si alguno dijere que estos sacramentos fueron instituídos por el solo motivo
de alimentar la fe, sea anatema.
Can.
6. Si alguno dijere que los sacramentos de la Nueva Ley no contienen la gracia
que significan, o que no confieren la gracia misma a los que no ponen óbice,
como si sólo fueran signos externos de la gracia o justicia recibida por la fe
y ciertas señales de la profesión cristiana, por las que se distinguen entre
los hombres los fieles de los infieles, sea anatema.
Can.
7. Si alguno dijere que no siempre y a todos se da la gracia por estos
sacramentos, en cuanto depende de la parte de Dios, aun cuando debidamente los
reciban, sino alguna vez y a algunos, sea anatema.
Can.
8. Si alguno dijere que por medio de los mismos sacramentos de la Nueva Ley no
se confiere la gracia ex opere operato, sino que la fe sola en la promesa
divina basta para conseguir la gracia, sea anatema.
Can.
9. Si alguno dijere que en tres sacramentos, a saber, bautismo, confirmación y
orden, no se imprime carácter en el alma, esto es, cierto signo espiritual e
indeleble, por lo que no pueden repetirse, sea anatema.
Can.
10. Si alguno dijere que todos los cristianos tienen poder en la palabra y en la
administración de todos los sacramentos, sea anatema.
Can.
11. Si alguno dijere que en los ministros, al realizar y conferir los
sacramentos, no se requiere intención por lo menos de hacer lo que hace la
Iglesia, sea anatema.
Can.
12. Si alguno dijere que el ministro que está en pecado mortal, con sólo
guardar todo lo esencial que atañe a la realización o colación del
sacramento, no realiza o confiere el sacramento, sea anatema.
Can.
13. Si alguno dijere que los ritos recibidos y aprobados de la Iglesia Católica
que suelen usarse en la solemne administración de los sacramentos, pueden
despreciarse o ser omitidos, por el ministro a su arbitrio sin pecado, o mudados
en otros por obra de cualquier pastor de las iglesias, sea anatema.
Cánones
sobre el sacramento del bautismo
Can.
1. Si alguno dijere que el bautismo de Juan tuvo la misma fuerza que el bautismo
de Cristo, sea anatema.
Can.
2. Si alguno dijere que el agua verdadera y natural no es necesaria en el
bautismo y, por tanto, desviare a una especie de metáfora las palabras de
Nuestro Señor Jesucristo: Si alguno no renaciere del agua y del Espíritu
Santo [Ioh. 3, 5], sea anatema.
Can.
3. Si alguno dijere que en la Iglesia Romana, que es madre y maestra de todas
las iglesias, no se da la verdadera doctrina sobre el sacramento del bautismo,
sea anatema.
Can.
4. Si alguno dijere que el bautismo que se da también por los herejes en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, con intención de hacer lo
que hace la Iglesia, no es verdadero bautismo, sea anatema.
Can.
5. Si alguno dijere que el bautismo es libre, es decir, no necesario para la
salvación, sea anatema.
Can.
6. Si alguno dijere que el bautizado no puede, aunque quiera, perder la gracia,
por más que peque, a no ser que no quiera creer, sea anatema [cf. 808].
Can.
7. Si alguno dijere que los bautizados, por el bautismo, sólo están obligados
a la sola fe, y no a la guarda de toda la ley de Cristo, sea anatema [cf. 802].
Can.
8. Si alguno dijere que los bautizados están libres de todos los mandamientos
de la Santa Iglesia, ora estén escritos, ora sean de tradición, de suerte que
no están obligados a guardarlos, a no ser que espontáneamente quisieren
someterse a ellos, sea anatema.
Can.
9. Si alguno dijere que de tal modo hay que hacer recordar a los hombres el
bautismo recibido que entiendan que todos los votos que se hacen después del
bautismo son nulos en virtud de la promesa ya hecha en el mismo bautismo, como
si por aquellos votos se menoscabara la fe que profesaron y el mismo bautismo,
sea anatema.
Can.
10. Si alguno dijere que todos los pecados que se cometen después del bautismo,
con el solo recuerdo y la fe del bautismo recibido o se perdonan o se convierten
en veniales, sea anatema.
Can.
11. Si alguno dijere que el verdadero bautismo y debidamente conferido debe
repetirse para quien entre los infieles hubiere negado la fe de Cristo, cuando
se convierte a penitencia, sea anatema.
Can.
12. Si alguno dijere que nadie debe bautizarse sino en la edad en que se bautizó
Cristo, o en el artículo mismo de la muerte, sea anatema.
Can.
13. Si alguno dijere que los párvulos por el hecho de no tener el acto de
creer, no han de ser contados entre los fieles después de recibido el bautismo,
y, por tanto, han de ser rebautizados cuando lleguen a la edad de discreción, o
que más vale omitir su bautismo que no bautizarlos en la sola fe de la Iglesia,
sin creer por acto propio, sea anatema.
Can.
14. Si alguno dijere que tales párvulos bautizados han de ser interrogados
cuando hubieren crecido, si quieren ratificar lo que al ser bautizados
prometieron en su nombre los padrinos, y si respondieren que no quieren, han de
ser dejados a su arbitrio y que no debe entretanto obligárseles por ninguna
otra pena a la vida cristiana, sino que se les aparte de la recepción de la
Eucaristía y de los otros sacramentos, hasta que se arrepientan, sea anatema.
Cánones
sobre el sacramento de la confirmación
Can.
1. Si alguno dijere que la confirmación de los bautizados es ceremonia ociosa y
no más bien verdadero y propio sacramento, o que antiguamente no fue otra cosa
que una especie de catequesis, por la que los que estaban próximos a la
adolescencia exponían ante la Iglesia la razón de su fe, sea anatema.
Can.
2. Si alguno dijere que hacen injuria al Espíritu Santo los que atribuyen
virtud alguna al sagrado crisma de la confirmación, sea anatema.
Can.
3. Si alguno dijere que el ministro ordinario de la santa confirmación no es sólo
el obispo, sino cualquier simple sacerdote, sea anatema.
JULIO
III, 1550-1555
Continuación
del Concilio de Trento
SESION
XIII (11 de octubre de 1551)
Decreto
sobre la Eucaristía
El
sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, reunido legítimamente en
el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos legados y nuncios de la Santa
Sede Apostólica, si bien, no sin peculiar dirección y gobierno del Espíritu
Santo, se juntó con el fin de exponer la verdadera y antigua doctrina sobre la
fe y los sacramentos y poner remedio a todas las herejías y a otros gravísimos
males que ahora agitan a la Iglesia de Dios y la escinden en muchas y varias
partes; ya desde el principio tuvo por uno de sus principales deseos arrancar de
raíz la cizaña de los execrables errores y cismas que el hombre
enemigo sembró [Mt. 13, 25 ss] en estos calamitosos tiempos nuestros por
encima de la doctrina de la fe, y el uso y culto de la sacrosanta Eucaristía,
la que por otra parte dejó nuestro Salvador en su Iglesia como símbolo de su
unidad y caridad, con la que quiso que todos los cristianos estuvieran entre sí
unidos y estrechados. Así, pues, el mismo sacrosanto Concilio, al enseñar la
sana y sincera doctrina acerca de este venerable y divino sacramento de la
Eucaristía que siempre mantuvo y hasta el fin de los siglos conservará la
Iglesia Católica, enseñada por el mismo Jesucristo Señor nuestro y amaestrada
por el Espíritu Santo que día a día le inspira toda verdad [Ioh. 14,
26], prohibe a todos los fieles de Cristo que no sean en adelante osados a
creer, enseñar o predicar acerca de la Eucaristía de modo distinto de como en
el presente decreto está explicado y definido.
Cap.
1. De la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en el santísimo sacramento
de la Eucaristía
Primeramente
enseña el santo Concilio, y abierta y sencillamente confiesa, que en el augusto
sacramento de la Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino,
se contiene verdadera, real y sustancialmente [Can. 1] nuestro Señor
Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas
sensibles. Porque no son cosas que repugnen entre si que el mismo Salvador
nuestro esté siempre sentado a la diestra de Dios Padre, según su modo natural
de existir, y que en muchos otros lugares esté para nosotros sacramentalmente
presente en su sustancia, por aquel modo de existencia, que si bien apenas
podemos expresarla con palabras, por el pensamiento, ilustrado por la fe,
podemos alcanzar ser posible a Dios y debemos constantísimamente creerlo. En
efecto, así todos nuestros antepasados, cuantos fueron en la verdadera Iglesia
de Cristo que disertaron acerca de este santísimo sacramento, muy abiertamente
profesaron que nuestro Redentor instituyó este tan admirable sacramento en la
última Cena, cuando, después de la bendición del pan y del vino, con expresas
y claras palabras atestiguó que daba a sus Apóstoles su propio cuerpo y su
propia sangre. Estas palabras, conmemoradas por los santos Evangelistas [Mt. 26,
26 ss; Mc. 14, 22 ss; Lc. 22, 19 s] y repetidas luego por San Pablo [1 Cor. 11,
23 ss], como quiera que ostentan aquella propia y clarísima significación, según
la cual han sido entendidas por los Padres, es infamia verdaderamente indignísima
que algunos hombres pendencieros y perversos las desvíen a tropos ficticios e
imaginarios, por los que se niega la verdad de la carne y sangre de Cristo,
contra el universal sentir de la Iglesia, que, como columna y sostén de la
verdad [1 Tim. 3, 15], detesto por satánicas estas invenciones excogitadas
por hombres impíos, a la par que reconocía siempre con gratitud y recuerdo
este excelentísimo beneficio de Cristo.
Cap.
2. Razón de la institución de este santísimo sacramento
Así,
pues, nuestro Salvador, cuando estaba para salir de este mundo al Padre,
instituyó este sacramento en el que vino como a derramar las riquezas de su
divino amor hacia los hombres, componiendo un memorial de sus
maravillas [Ps. 110, 4], y mando que al recibirlo, hiciéramos memoria de
Él [1 Cor. 11, 24] y anunciáramos su muerte hasta que Él mismo venga
a juzgar al mundo [1 Cor. 11, 25]. Ahora bien, quiso que este sacramento se
tomara como espiritual alimento de las almas [Mt. 26, 26]) por el que se
alimenten y fortalezcan [Can. 5] los que viven de la vida de Aquel que dijo: El
que me come a mí, también él vivirá por mí [Ioh. 6, 58], y como antídoto
por el que seamos liberados de las culpas cotidianas y preservados de los
pecados mortales. Quiso también que fuera prenda de nuestra futura gloria y
perpetua felicidad, y juntamente símbolo de aquel solo cuerpo, del que es Él
mismo la cabeza [1 Cor. 11, 3; Eph. 5, 23] y con el que quiso que nosotros
estuviéramos, como miembros, unidos por la más estrecha conexión de la fe, la
esperanza y la caridad, a fin de que todos dijéramos una misma cosa y no
hubiera entre nosotros escisiones [cf. 1 Cor. 1, 10].
Cap.
3. De la excelencia de la santísima Eucaristía sobre los demás sacramentos
Tiene,
cierto, la santísima Eucaristía de común con los demás sacramentos “ser símbolo
de una cosa sagrada y forma visible de la gracia invisible; mas se halla en ella
algo de excelente y singular, a saber: que los demás sacramentos entonces
tienen por vez primera virtud de santificar, cuando se hace uso de ellos; pero
en la Eucaristía, antes de todo uso, está el autor mismo de la santidad [Can.
4]. Todavía, en efecto, no habían los Apóstoles recibido la Eucaristía de
mano del Señor [Mt. 26, 26; Mc. 14, 22], cuando Él, sin embargo, afirmó ser
verdaderamente su cuerpo lo que les ofrecía; y esta fue siempre la fe de la
Iglesia de Dios: que inmediatamente después de la consagración está el
verdadero cuerpo de Nuestro Señor y su verdadera sangre juntamente con su alma
y divinidad bajo la apariencia del pan y del vino; ciertamente el cuerpo, bajo
la apariencia del pan, y la sangre, bajo la apariencia del vino en virtud de las
palabras; pero el cuerpo mismo bajo la apariencia del vino y la sangre bajo la
apariencia del pan y el alma bajo ambas, en virtud de aquella natural conexión
y concomitancia por la que se unen entre sí las partes de Cristo Señor que
resucitó de entre los muertos para no morir más [Rom. 6, 6]; la
divinidad, en fin, a causa de aquella su maravillosa unión hipostática con el
alma y con el cuerpo [Can. 1 y 3]. Por lo cual es de toda verdad que lo mismo se
contiene bajo una de las dos especies que bajo ambas especies. Porque Cristo,
todo e íntegro, está bajo la especie del pan y bajo cualquier parte de la
misma especie, y todo igualmente está bajo la especie de vino y bajo las partes
de ella [Can. 3].
Cap.
4. De la Transustanciación
Cristo
Redentor nuestro dijo ser verdaderamente su cuerpo lo que ofrecía bajo la
apariencia de pan [Mt. 26, 26 ss; Mc. 14, 22 ss; Lc. 22, 19 s; 1 Cor. 11, 24 ss];
de ahí que la Iglesia de Dios tuvo siempre la persuasión y ahora nuevamente lo
declara en este santo Concilio, que por la consagración del pan y del vino se
realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo
de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su
sangre. La cual conversión, propia y convenientemente, fue llamada
transustanciación por la santa Iglesia Católica [Can. 2].
Cap.
5. Del culto y veneración que debe tributarse a este santísimo sacramento
No
queda, pues, ningún lugar a duda de que, conforme a la costumbre recibida de
siempre en la Iglesia Católica, todos los fieles de Cristo en su veneración a
este santísimo sacramento deben tributarle aquel culto de latría que se debe
al verdadero Dios [Can. 6]. Porque no es razón para que se le deba adorar
menos, el hecho de que fue por Cristo Señor instituído para ser recibido [Mt.
26, 26 ss]. Porque aquel mismo Dios creemos que está en él presente, a quien
al introducirle el Padre eterno en el orbe de la tierra dice: Y adórenle
todos los ángeles de Dios [Hebr 1, 6; según Ps. 96, 7]; a quien los Magos,
postrándose le adoraron [cf. Mt. 2, 11], a quien, en fin, la Escritura
atestigua [cf. Mt. 28, 17] que le adoraron los Apóstoles en Galilea. Declara
además el santo Concilio que muy piadosa y religiosamente fue introducida en la
Iglesia de Dios la costumbre, que todos los años, determinado día festivo, se
celebre este excelso y venerable sacramento con singular veneración y
solemnidad, y reverente y honoríficamente sea llevado en procesión por las
calles y lugares públicos. Justísima cosa es, en efecto, que haya estatuídos
algunos días sagrados en que los cristianos todos, por singular y
extraordinaria muestra, atestigüen su gratitud y recuerdo por tan inefable y
verdaderamente divino beneficio, por el que se hace nuevamente presente la
victoria y triunfo de su muerte. Y así ciertamente convino que la verdad
victoriosa celebrara su triunfo sobre la mentira y la herejía, a fin de que sus
enemigos, puestos a la vista de tanto esplendor y entre tanta alegría de la
Iglesia universal, o se consuman debilitados y quebrantados, o cubiertos de vergüenza
y confundidos se arrepientan un día.
Cap.
6. Que se ha de reservar el santísimo sacramento de la Eucaristía y llevarlo a
los enfermos
La
costumbre de reservar en el sagrario la santa Eucaristía es tan antigua que la
conoció ya el siglo del Concilio de Nicea. Además, que la misma Sagrada
Eucaristía sea llevada a los enfermos, y sea diligentemente conservada en las
Iglesias para este uso, aparte ser cosa que dice con la suma equidad y razón,
se halla también mandado en muchos Concilios y ha sido guardado por vetustísima
costumbre de la Iglesia Católica. Por lo cual este santo Concilio establece que
se mantenga absolutamente esta saludable y necesaria costumbre [Can. 7].
Cap.
7. De la preparación que debe llevarse, para recibir dignamente la santa
Eucaristía
Si
no es decente que nadie se acerque a función alguna sagrada, sino santamente;
ciertamente, cuanto más averiguada está para el varón cristiano la santidad y
divinidad de este celestial sacramento, con tanta más diligencia debe evitar
acercarse a recibirlo sin grande reverencia y santidad [Can. 11], señaladamente
leyendo en el Apóstol aquellas tremendas palabras: El que come y bebe
indignamente, come y bebe su propio juicio, al no discernir el cuerpo del Señor
[1 Col. 11, 28]. Por lo cual, al que quiere comulgar hay que traerle a la
memoria el precepto suyo: Mas pruébese a sí mismo el hombre [1 Cor. 11,
28]. Ahora bien, la costumbre de la Iglesia declara ser necesaria aquella prueba
por la que nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con conciencia de
pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar, sin preceder la confesión
sacramental. Lo cual este santo Concilio decretó que perpetuamente debe
guardarse aun por parte de aquellos sacerdotes a quienes incumbe celebrar por
obligación, a condición de que no les falte facilidad de confesor. Y si, por
urgir la necesidad, el sacerdote celebrare sin previa confesión, confiésese
cuanto antes [v. 1138 s].
Cap.
8. Del uso de este admirable Sacramento
En
cuanto al uso, empero, recta y sabiamente distinguieron nuestros Padres tres
modos de recibir este santo sacramento. En efecto, enseñaron que algunos sólo
lo reciben sacramentalmente, como los pecadores; otros, sólo espiritualmente, a
saber, aquellos que comiendo con el deseo aquel celeste Pan eucarístico
experimentan su fruto y provecho por la fe viva, que obra por la
caridad [Gal. 5, 6]; los terceros, en fin, sacramental a par que
espiritualmente [Can. 8]; y éstos son los que de tal modo se prueban y
preparan, que se acercan a esta divina mesa vestidos de la vestidura nupcial [Mt.
22, 11 ss]. Ahora bien, en la recepción sacramental fue siempre costumbre en la
Iglesia de Dios, que los laicos tomen la comunión de manos de los sacerdotes y
que los sacerdotes celebrantes se comulguen a sí mismos [Can. 10]; costumbre,
que, por venir de la tradición apostólica, con todo derecho y razón debe ser
mantenida.
Y,
finalmente, con paternal afecto amonesta el santo Concilio, exhorta, ruega y
suplica, por las entrañas de misericordia de nuestro Dios [Luc. 1, 78]
que todos y cada uno de los que llevan el nombre cristiano convengan y
concuerden ya por fin una vez en este “signo de unidad, en este vínculo de la
caridad”; en este símbolo de concordia, y, acordándose de tan grande
majestad y de tan eximio amor de Jesucristo nuestro Señor que entregó su
propia vida por precio de nuestra salud y nos dio su carne para comer [Ioh.
6, 48 ss], crean y veneren estos sagrados misterios de su cuerpo y de su sangre
con tal constancia y firmeza de fe, con tal devoción de alma, con tal piedad y
culto, que puedan recibir frecuentemente aquel pan sobresustancial [Mt.
6, 11] y ése sea para ellos vida de su alma y salud perpetua de su mente, con
cuya fuerza confortados [3 Rg. 19, 18], puedan llegar desde el camino de esta mísera
peregrinación a la patria celestial, para comer sin velo alguno el mismo pan
de los ángeles [Ps. 77, 25] que ahora comen bajo los velos sagrados.
Mas
porque no basta decir la verdad, si no se descubren y refutan los errores; plugo
al santo Concilio añadir los siguientes cánones, a fin de que todos,
reconocida ya la doctrina católica, entiendan también qué herejías deben ser
por ellos precavidas y evitadas.
Cánones
sobre el santísimo sacramento de la Eucaristía
Can.
1. Si alguno negare que en el santísimo sacramento de la Eucaristía se
contiene verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la sangre, juntamente con
el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo y, por ende. Cristo entero;
sino que dijere que sólo está en él como en señal y figura o por su
eficacia, sea anatema [cf. 874 y 876].
Can.
2. Si alguno dijere que en el sacrosanto sacramento de la Eucaristía permanece
la sustancia de pan y de vino juntamente con el cuerpo y la sangre de nuestro Señor
Jesucristo, y negare aquella maravillosa y singular conversión de toda la
sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre,
permaneciendo sólo las especies de pan y vino; conversión que la Iglesia Católica
aptísimamente llama transustanciación, sea anatema [cf. 877].
Can.
3. Si alguno negare que en el venerable sacramento de la Eucaristía se contiene
Cristo entero bajo cada una de las especies y bajo cada una de las partes de
cualquiera de las especies hecha la separación, sea anatema [cf. 876].
Can.
4. Si alguno dijere que, acabada la consagración, no está el cuerpo y la
sangre de nuestro Señor Jesucristo en el admirable sacramento de la Eucaristía,
sino sólo en el uso, al ser recibido, pero no antes o después, y que en las
hostias o partículas consagradas que sobran o se reservan después de la comunión,
no permanece el verdadero cuerpo del Señor, sea anatema [cf. 876].
Can.
5. Si alguno dijere o que el fruto principal de la santísima Eucaristía es la
remisión de los pecados o que de ella no provienen otros efectos, sea anatema [cf.
875].
Can.
6. Si alguno dijere que en el santísimo sacramento de la Eucaristía no se debe
adorar con culto de latría, aun externo, a Cristo, Hijo de Dios unigénito, y
que por tanto no se le debe venerar con peculiar celebración de fiesta ni llevándosele
solemnemente en procesión, según laudable y universal rito y costumbre de la
santa Iglesia, o que no debe ser públicamente expuesto para ser adorado, y que
sus adoradores son idólatras, sea anatema [cf. 878].
Can.
7. Si alguno dijere que no es lícito reservar la Sagrada Eucaristía en el
sagrario, sino que debe ser necesariamente distribuída a los asistentes
inmediatamente después de la consagración; o que no es lícito llevarla honoríficamente
a los enfermos, sea anatema [cf. 879].
Can.
8. Si alguno dijere que Cristo, ofrecido en la Eucaristía, sólo espiritualmente
es comido, y no también sacramental y realmente, sea anatema [cf. 881].
Can.
9. Si alguno negare que todos y cada uno de los fieles de Cristo, de ambos
sexos, al llegar a los años de discreción, están obligados a comulgar todos
los años, por lo menos en Pascua, según el precepto de la santa madre Iglesia,
sea anatema [cf. 487].
Can.
10. Si alguno dijere que no es lícito al sacerdote celebrante comulgarse a si
mismo, sea anatema [cf. 881].
Can.
11. Si alguno dijere que la sola fe es preparación suficiente para recibir el
sacramento de la santísima Eucaristía, sea anatema. Y para que tan grande
sacramento no sea recibido indignamente y, por ende, para muerte y condenación,
el mismo santo Concilio establece y declara que aquellos a quienes grave la
conciencia de pecado mortal, por muy contritos que se consideren, deben
necesariamente hacer previa confesión sacramental, habida facilidad de
confesar. Mas si alguno pretendiere enseñar, predicar o pertinazmente afirmar,
o también públicamente disputando defender lo contrario, por el mismo hecho
quede excomulgado [cf. 880].
SESION
XIV (25 de noviembre de 1551)
Doctrina
sobre el sacramento de la penitencia
El
sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en
el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos legado y nuncios de la Santa
Sede Apostólica: Si bien en el decreto sobre la justificación [v. 807 y 839],
a causa del parentesco de las materias, hubo de interponerse por cierta
necesaria razón más de una declaración acerca del sacramento de la
penitencia; tan grande, sin embargo, es la muchedumbre de los diversos errores
acerca de él en esta nuestra edad, que no ha de traer poca utilidad pública
proponer una más exacta y más plena definición acerca del mismo, en la que,
puestos patentes y arrancados con auxilio del Espíritu Santo todos los errores,
quede clara y luminosa la verdad católica. Y ésta es la que este santo
Concilio propone ahora para ser perpetuamente guardada por todos los cristianos.
Cap.
1. De la necesidad e institución del sacramento de la penitencia
Si
en los regenerados todos se diera tal gratitud para con Dios, que guardaran
constantemente la justicia recibida en el bautismo por beneficio y gracia suya,
no hubiera sido necesario instituir otro sacramento distinto del mismo bautismo
para la remisión de los pecados [Can 2]. Mas como Dios, que es rico en
misericordia [Eph, 2, 4], sabe bien de qué barro hemos sido hechos [Ps.
102, 14], procuró también un remedio de vida para aquellos que después
del bautismo se hubiesen entregado a la servidumbre del pecado y al poder del
demonio, a saber, el sacramento de la penitencia [Can. 1], por el que se aplica
a los caídos después del bautismo el beneficio de la muerte de Cristo.
En todo tiempo, la penitencia para alcanzar la gracia y la justicia fue
ciertamente necesaria a todos los hombres que se hubieran manchado con algún
pecado mortal, aun a aquellos que hubieran pedido ser lavados por el sacramento
del bautismo, a fin de que, rechazada y enmendada la perversidad, detestaran
tamaña ofensa de Dios con odio del pecado y dolor de su alma De ahí que
diga el Profeta: Convertíos y haced penitencia de todas vuestras
iniquidades, y la iniquidad no se convertirá en ruina para vosotros [Ez.
18, 30]. Y el Señor dijo también: Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis
de la misma manera [Luc. 18, 3]. Y el príncipe de los Apóstoles Pedro,
encareciendo la penitencia a los pecadores que iban a ser iniciados por el
bautismo, decía: Haced penitencia, y bautícese cada uno de vosotros [Act.
2, 38]. Ahora bien, ni antes del advenimiento de Cristo era sacramento la
penitencia, ni después de su advenimiento lo es para nadie antes del bautismo.
El Señor, empero, entonces principalmente instituyó el sacramento de la
penitencia, cuando, resucitado de entre los muertos, insufló en sus discípulos
diciendo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les
son perdonados, y a quienes se los retuviereis, les son retenidos [Ioh. 20,
22 s]. Por este hecho tan insigne y por tan claras palabras, el común sentir de
todos los Padres entendió siempre que fue comunicada a los Apóstoles y a sus
legítimos sucesores la potestad de perdonar y retener los pecados, para
reconciliar a los fieles caídos después del bautismo [Can. 3], y con grande
razón la Iglesia Católica reprobó y consideró como herejes a los novacianos,
que antaño negaban pertinazmente el poder de perdonar los pecados. Por ello,
este santo Concilio, aprobando v recibiendo como muy verdadero este sentido de
aquellas palabras del Señor, condena las imaginarias interpretaciones de
aquellos que, contra la institución de este sacramento, falsamente las desvían
hacia la potestad de predicar la palabra de Dios y de anunciar el Evangelio de
Cristo.
Cap.
2. De la diferencia entre el sacramento del bautismo y el de la penitencia
Por
lo demás, por muchas razones se ve que este sacramento se diferencia del
bautismo [Can. 2]. Porque, aparte de que la materia y la forma, que constituyen
la esencia del sacramento, están a larguísima distancia; consta ciertamente
que el ministro del bautismo no tiene que ser juez, como quiera que la Iglesia
en nadie ejerce juicio, que no haya antes entrado en ella misma por la puerta
del bautismo. Porque ¿qué se me da a mí —dice el Apóstol— de
juzgar a los que están fuera? [1 Cor. 5, 12]. Otra cosa es de los domésticos
de la fe, a los que Cristo Señor, por el lavatorio del bautismo, los hizo una
vez miembros de su cuerpo [1 Cor. 12, 13]. Porque éstos, si después se
contaminaren con algún pecado, no quiso qué fueran lavados con la repetición
del bautismo, como quiera que por ninguna razón sea ello lícito en la
Iglesia Católica, sino que se presentaran como reos antes este tribunal, para
que pudieran librarse de sus pecados por sentencia de los sacerdotes, no una
vez, sino cuantas veces acudieran a él arrepentidos de los pecados cometidos;
uno es además el fruto del bautismo, y otro el de la penitencia. Por el
bautismo, en efecto, al revestirnos de Cristo [Gal. 3, 27], nos
hacemos en Él una criatura totalmente nueva, consiguiendo plena y entera remisión
de todos nuestros pecados; mas por el sacramento de la penitencia no podemos en
manera alguna llegar a esta renovación e integridad sin grandes llantos y
trabajos de nuestra parte, por exigirlo así la divina justicia, de suerte que
con razón fue definida la penitencia por los santos Padres como “cierto
bautismo trabajoso”. Ahora bien, para los caídos después del bautismo, es
este sacramento de la penitencia tan necesario, como el mismo bautismo para los
aún no regenerados [Can. 6].
Cap.
3. De las partes y fruto de esta penitencia
Enseña
además el santo Concilio que la forma del sacramento de la penitencia, en que
está principalmente puesta su virtud, consiste en aquellas palabras del
ministro: Yo te absuelvo, etc., a las que ciertamente se añaden
laudablemente por costumbre de la santa Iglesia algunas preces, que no afectan
en manera alguna a la esencia de la forma misma ni son necesarias para la
administración del sacramento mismo. Y son cuasi materia de este sacramento,
los actos del mismo penitente, a saber, la contrición, confesión y satisfacción
[Can. 4]; actos que en cuanto por institución de Dios se requieren en el
penitente para la integridad del sacramento y la plena y perfecta remisión de
los pecados, por esta razón se dicen partes de la penitencia. Y a la verdad, la
realidad y efecto de este sacramento, por lo que toca a su virtud y eficacia, es
la reconciliación con Dios, a la que algunas veces, en los varones piadosos y
los que con devoción reciben este sacramento, suele seguirse la paz y serenidad
de la conciencia con vehemente consolación del espíritu. Y al enseñar esto el
santo Concilio acerca de las partes y efecto de este sacramento, juntamente
condena las sentencias de aquellos que porfían que las partes de la penitencia
son los terrores que agitan la conciencia, y la fe [Can. 4].
Cap.
4. De la contrición
La
contrición, que ocupa el primer lugar entre los mencionados actos del
penitente, es un dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito
de no pecar en adelante. Ahora bien, este movimiento de contrición fue en todo
tiempo necesario para impetrar el perdón de los pecados, y en el hombre caído
después del bautismo, sólo prepara para la remisión de los pecados si va
junto con la confianza en la divina misericordia y con el deseo de cumplir todo
lo demás que se requiere para recibir debidamente este sacramento. Declara,
pues, el santo Concilio que esta contrición no sólo contiene en sí el cese
del pecado y el propósito e iniciación de una nueva vida, sino también el
aborrecimiento de la vieja, conforme a aquello: Arrojad de vosotros todas
vuestras iniquidades, en que habéis prevaricado y haceos un corazón nuevo y un
espíritu nuevo [Ez. 18, 31]. Y cierto, quien considerare aquellos clamores
de los santos: Contra ti solo he pecado, y delante de ti solo he hecho el mal
[Ps. 50, 6]; trabajé en mi gemido; lavaré todas las noches mi
lecho [Ps. 6, 7]; repasaré ante ti todos mis años en la amargura
de mi alma [Is. 38, 15], y otros a este tenor, fácilmente entenderá que
brotaron de un vehemente aborrecimiento de la vida pasada y de muy grande
detestación de los pecados.
Enseña
además el santo Concilio que, aun cuando alguna vez acontezca que esta contrición
sea perfecta por la caridad y reconcilie el hombre con Dios antes de que de
hecho se reciba este sacramento; no debe, sin embargo, atribuirse la
reconciliación a la misma contrición sin el deseo del sacramento, que en ella
se incluye. Y declara también que aquella contrición imperfecta [Can. 5], que
se llama atrición, porque comúnmente se concibe por la consideración de la
fealdad del pecado y temor del infierno y sus penas, si excluye la voluntad de
pecar y va junto con la esperanza del perdón, no sólo no hace al hombre hipócrita
y más pecador, sino que es un don de Dios e impulso del Espíritu Santo, que
todavía no inhabita, sino que mueve solamente, y con cuya ayuda se prepara el
penitente el camino para la justicia. Y aunque sin el sacramento de la
penitencia no pueda por sí misma llevar al pecador a la justificación; sin
embargo, le dispone para impetrar la gracia de Dios en el sacramento de la
penitencia. Con este temor, en efecto, provechosamente sacudidos los ninivitas
ante la predicación de Jonás, llena de terrores, hicieron penitencia y
alcanzaron misericordia del Señor [cf. Ion. 3]. Por eso, falsamente calumnian
algunos a los escritores católicos como si enseñaran que el sacramento de la
penitencia produce la gracia sin el buen movimiento de los que lo reciben, cosa
que jamás enseñó ni sintió la Iglesia de Dios. Y enseñan también
falsamente que la contrición es violenta y forzada y no libre y voluntaria
[Can. 5].
Cap.
5. De la confesión
De
la institución del sacramento de la penitencia ya explicada, entendió siempre
la Iglesia universal que fue también instituída por el Señor la confesión íntegra
de los pecados [Iac. 5, 16; 1 Ioh. 1, 9; Lc. 17, 14], y que es por derecho
divino necesaria a todos los caídos después del bautismo [Can. 7], porque
nuestro Señor Jesucristo, estando para subir de la tierra a los cielos, dejó
por vicarios suyos [Mt. 16, 19; 18, 18; Ioh. 20, 23] a los sacerdotes, como
presidentes y jueces, ante quienes se acusen todos los pecados mortales en que
hubieren caído los fieles de Cristo, y quienes por la potestad de las llaves,
pronuncien la sentencia de remisión o retención de los pecados.
Consta,
en efecto, que los sacerdotes no hubieran podido ejercer este juicio sin conocer
la causa, ni guardar la equidad en la imposición de las penas, si los fieles
declararan sus pecados sólo en general y no en especie y uno por uno. De aquí
se colige que es necesario que los penitentes refieran en la confesión todos
los pecados mortales de que tienen conciencia después de diligente examen de si
mismos, aun cuando sean los más ocultos y cometidos solamente contra los dos últimos
preceptos del decálogo [Ex. 29, 17; Mt. 5, 28], los cuales a veces hieren más
gravemente al alma y son más peligrosos que los que se cometen abiertamente.
Porque los veniales, por los que no somos excluídos de la gracia de Dios y en
los que con más frecuencia nos deslizamos, aun cuando, recta y provechosamente
y lejos de toda presunción, puedan decirse en la confesión [Can. 7], como lo
demuestra la practica de los hombres piadosos; pueden, sin embargo, callarse sin
culpa y ser por otros medios expiados. Mas, como todos los pecados mortales, aun
los de pensamiento, hacen a los hombres hijos de ira [Eph. 2, 3] y
enemigos de Dios, es indispensable pedir también de todos perdón a Dios con
clara y verecunda confesión. Así, pues, al esforzarse los fieles por
confesar todos los pecados que les vienen a la memoria, sin duda alguna todos
los exponen a la divina misericordia, para que les sean perdonados [Can. 7]. Mas
los que de otro modo obran y se retienen a sabiendas algunos, nada ponen delante
a la divina bondad para que les sea remitido por ministerio del sacerdote.
“Porque si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la
medicina no cura lo que ignora”. Colígese además que deben también
explicarse en la confesión aquellas circunstancias que mudan la especie del
pecado [Can. 7], como quiera que sin ellas ni los penitentes expondrían
integramente sus pecados ni estarían éstos patentes a los jueces, y seria
imposible que pudieran juzgar rectamente de la gravedad de los crímenes e
imponer por ellos a los penitentes la pena que conviene. De ahí que es ajeno a
la razón enseñar que estas circunstancias fueron excogitadas por hombres
ociosos, o que sólo hay obligación de confesar una circunstancia, a saber, la
de haber pecado contra un hermano.
Mas
también es impío decir que es imposible la confesión que así se manda hacer,
o llamarla carnicería de las conciencias; consta, en efecto, que ninguna otra
cosa se exige de los penitentes en la Iglesia, sino que, después que cada uno
se hubiera diligentemente examinado y hubiere explorado todos los senos y
escondrijos de su conciencia, confiese aquellos pecados con que se acuerde haber
mortalmente ofendido a su Dios y Señor; mas los restantes pecados, que, con
diligente reflexión, no se le ocurren, se entiende que están incluídos de
modo general en la misma confesión, y por ellos decimos fielmente con el
Profeta: De mis pecados ocultos limpiame, Señor [Ps. 18, 13]. Ahora
bien, la dificultad misma de semejante confesión y la vergüenza de descubrir
los pecados, pudiera ciertamente parecer grave, si no estuviera aliviada por
tantas y tan grandes ventajas y consuelos que con toda certeza se confieren por
la absolución a todos los que dignamente se acercan a este sacramento.
Por
lo demás, en cuanto al modo de confesarse secretamente con solo el sacerdote,
si bien Cristo no vedó que pueda alguno confesar públicamente sus delitos en
venganza de sus culpas y propia humillación, ora para ejemplo de los demás,
ora para edificación de la Iglesia ofendida; sin embargo, no está eso mandado
por precepto divino ni sería bastante prudente que por ley humana alguna se
mandara que los delitos, mayormente los secretos, hayan de ser por pública
confesión manifestados [Can. 6]. De aquí que habiendo sido siempre recomendada
por aquellos santísimos y antiquísimos Padres, con grande y unánime sentir,
la confesión secreta sacramental de que usó desde el principio la santa
Iglesia y ahora también usa, manifiestamente se rechaza la vana calumnia de
aquellos que no tienen rubor de enseñar sea ella ajena al mandamiento divino y
un invento humano y que tuvo su principio en los Padres congregados en el
Concilio de Letrán [Can. 8]. Porque no estableció la Iglesia por el Concilio
de Letrán que los fieles se confesaran, cosa que entendía ser necesaria e
instituída por derecho divino, sino que el precepto de la confesión había de
cumplirse por todos y cada uno por lo menos una vez al año, al llegar a la edad
de la discreción. De ahí que ya en toda la Iglesia, con grande fruto de las
almas, se observa la saludable costumbre de confesarse en el sagrado y señaladamente
aceptable tiempo de cuaresma; costumbre que este santo Concilio particularmente
aprueba y abraza como piadosa y que debe con razón ser mantenida [Can. 8 ¡ v.
437 s].
Cap.
6. Del ministro de este sacramento y de la absolución
Acerca
del ministro de este sacramento declara el santo Concilio que son falsas y
totalmente ajenas a la verdad del Evangelio todas aquellas doctrinas que
perniciosamente extienden el ministerio de las llaves a otros que a los obispos
y sacerdotes [Can. 10], por pensar que las palabras del Señor: Cuanto
atareis sobre la tierra, será también atado en el cielo, y cuanto desatareis
sobre la tierra será también, desatado en el cielo [Mt. 18, 18], y: A los
que perdonareis los pecados, les son perdonados, y a los que se los retuviereis,
les son retenidos [Ioh. 20, 23], de tal modo fueron dichas indiferente y
promiscuamente para todos los fieles de Cristo contra la institución de este
sacramento, que cualquiera tiene poder de remitir los pecados, los públicos por
medio de la corrección, si el corregido da su aquiescencia; los secretos, por
espontánea confesión hecha a cualquiera. Enseña también, que aun los
sacerdotes que están en pecado mortal, ejercen como ministros de Cristo la
función de remitir los pecados por la virtud del Espíritu Santo, conferida en
la ordenación, y que sienten equivocadamente quienes pretenden que en los malos
sacerdotes no se da esta potestad. Mas, aun cuando la absolución del sacerdote
es dispensación de ajeno beneficio, no es, sin embargo, solamente el mero
ministerio de anunciar el Evangelio o de declarar que los pecados están
perdonados; sino a modo de acto judicial, por el que él mismo, como juez,
pronuncia la sentencia (Can. 9]. Y, por tanto, no debe el penitente hasta tal
punto lisonjearse de su propia fe que, aun cuando no tuviere contrición alguna,
o falte al sacerdote intención de obrar seriamente y de absolverle
verdaderamente; piense, sin embargo, que por su sola fe está verdaderamente y
delante de Dios absuelto. Porque ni la fe sin la penitencia otorgaría remisión
alguna de los pecados, ni otra cosa sería sino negligentísimo de su salvación
quien, sabiendo que el sacerdote le absuelve en broma, no buscara diligentemente
otro que obrara en serio.
Cap.
7. De la reserva de casos
Como
quiera, pues, que la naturaleza y razón del juicio reclama que la sentencia sólo
se dé sobre los súbditos, la Iglesia de Dios tuvo siempre la persuasión y
este Concilio confirma ser cosa muy verdadera que no debe ser de ningún valor
la absolución que da el sacerdote sobre quien no tenga jurisdicción ordinaria
o subdelegada. Ahora bien, a nuestros Padres santísimos pareció ser cosa que
interesa en gran manera a la disciplina del pueblo cristiano, que determinados
crímenes, particularmente atroces y graves, fueran absueltos no por
cualesquiera, sino sólo por los sumos sacerdotes. De ahí que los Pontífices Máximos,
de acuerdo con la suprema potestad que les ha sido confiada en la Iglesia
universal, con razón pudieron reservar a su juicio particular algunas causas de
crímenes más graves. Ni debiera tampoco dudarse, siendo así que todo lo que
es de Dios es ordenado, que esto mismo es lícito a los obispos, a cada uno en
su diócesis, para edificación, no para destrucción [2 Cor. 13, 10],
según la autoridad que sobre sus súbditos les ha sido confiada por encima de
los demás sacerdotes inferiores, particularmente acerca de aquellos pecados, a
los que va aneja censura de excomunión. Ahora bien, está en armonía con la
divina autoridad que esta reserva de pecados, no sólo tenga fuerza en el fuero
externo, sino también delante de Dios [Can. 11]. Muy piadosamente, sin embargo,
a fin de que nadie perezca por esta ocasión, se guardó siempre en la Iglesia
de Dios que ninguna reserva exista en el artículo de la muerte, y, por tanto,
todos los sacerdotes pueden absolver a cualesquiera penitentes de cualesquiera
pecados y censuras. Fuera de ese artículo, los sacerdotes, como nada pueden en
los casos reservados, esfuércense sólo en persuadir a los penitentes a que
acudan por el beneficio de la absolución a los jueces superiores y legítimos.
Cap.
8. De la necesidad y fruto de la satisfacción
Finalmente,
acerca de la satisfacción que, al modo que en todo tiempo fue encarecida por
nuestros Padres al pueblo cristiano, así es ella particularmente combatida en
nuestros días, so capa de piedad, por aquellos que tienen apariencia de
piedad, pero han negado la virtud de ella [2 Tim. 3, 5], el Concilio declara
ser absolutamente falso y ajeno a la palabra de Dios que el Señor jamás
perdona la culpa sin perdonar también toda la pena [Can. 12 y 15]. Porque se
hallan en las Divinas Letras claros e ilustres ejemplos [cf. Gen, 3, 16 ss; Num.
12, 14 s; 20, 11 s; 2 Reg. 12, 13 s, etc.], por los que, aparte la divina
tradición, de la manera más evidente se refuta victoriosamente este error. A
la verdad, aun la razón de la divina justicia parece exigir que de un modo sean
por Él recibidos a la gracia los que antes del bautismo delinquieron por
ignorancia; y de otro, los que una vez liberados de la servidumbre del demonio y
del pecado y después de recibir el don del Espíritu Santo, no temieron violar
a sabiendas el templo de Dios [1 Cor. 3, 17] y contristar al Espíritu
Santo [Eph. 4, 30]. Y dice por otra parte con la divina clemencia que no se
nos perdonen los pecados sin algún género de satisfacción, de suerte que, venida
la ocasión [Rom. 7, 8], teniendo por ligeros los pecados, como injuriando y
deshonrando al Espíritu Santo [Hebr. 10, 29], nos deslicemos a otros más
graves, atesorándonos ira para el día de la ira [Rom. 2, 5; Iac. 5, 3].
Porque no hay duda que estas penas satisfactorias retraen en gran manera del
pecado y sujetan como un freno y hacen a los penitentes más cautos y vigilantes
para adelante; remedian también las reliquias de los pecados y quitan con las
contrarias acciones de las virtudes los malos hábitos contraídos con el mal
vivir. Ni realmente se tuvo jamás en la Santa Iglesia de Dios por más seguro
camino para apartar el castigo inminente del Señor, que el frecuentar los
hombres con verdadero dolor de su alma estas mismas obras de penitencia [Mt. 3,
28; 4, 17; 11, 21, etc.]. Añádase a esto que al padecer en satisfacción
por nuestros pecados, nos hacemos conformes a Cristo Jesús, que por ellos
satisfizo [Rom. 5, 10; 1 Ioh. 2, 1 s] y de quien viene toda nuestra
suficiencia [2 Cor. 3, 5], por donde tenemos también una prenda certísima
de que, si juntamente con Él padecemos, juntamente también seremos
glorificados [cf Rom. 8, 17]. A la verdad, tampoco es esta satisfacción que
pagamos por nuestros pecados, de tal suerte nuestra, que no sea por medio de
Cristo Jesús; porque quienes, por nosotros mismos, nada podemos, todo lo
podemos con la ayuda de Aquel que nos conforta [cf. Phil. 4, 13]. Así no
tiene el hombre de qué gloriarse; sino que toda nuestra gloria está en Cristo
[cf. 1 Cor. 1, 31; 2 Cor. 2,17; Gal. 6, 14], en el que vivimos, en el que nos
movemos [cf. Act. 17, 28], en el que satisfacemos, haciendo frutos dignos
de penitencia [cf. Lc. 3, 8], que de Él tienen su fuerza, por Él son
ofrecidos al Padre, y por medio de Él son por el Padre aceptados [Can. 13 s].
Deben,
pues, los sacerdotes del Señor, en cuanto su espíritu y prudencia se lo
sugiera, según la calidad de las culpas y la posibilidad de los penitentes,
imponer convenientes y saludables penitencias, no sea que, cerrando los ojos a
los pecados y obrando con demasiada indulgencia con los penitentes, se hagan
partícipes de los pecados ajenos [cf. 1 Tim. 5, 22], al imponer ciertas ligerísimas
obras por gravísimos delitos. Y tengan ante sus ojos que la satisfacción que
impongan, no sea sólo para guarda de la nueva vida y medicina de la enfermedad,
sino también en venganza y castigo de los pecados pasados; porque es cosa que
hasta los antiguos Padres creen y enseñan, que las llaves de los sacerdotes no
fueron concedidas sólo para desatar, sino para atar también [cf. Mt. 16, 19;
18, 18; Ioh. 20, 23; Can. 15]. Y por ello no pensaron que el sacramento de la
penitencia es el fuero de la ira o de los castigos; como ningún católico sintió
jamás que por estas satisfacciones nuestras quede oscurecida o en parte alguna
disminuída la virtud del merecimiento y satisfacción de nuestro Señor
Jesucristo; al querer así entenderlo los innovadores, de tal suerte enseñan
que la mejor penitencia es la nueva vida, que suprimen toda la fuerza de la
satisfacción y su práctica [Can. 13].
Can.
9. De las obras de satisfacción
Enseña
además [el santo Concilio] que es tan grande la largueza de la munificencia
divina, que podemos satisfacer ante Dios Padre por medio de Jesucristo, no sólo
con las penas espontáneamente tomadas por nosotros para vengar el pecado o por
las impuestas al arbitrio del sacerdote según la medida de la culpa, sino también
(lo que es máxima prueba de su amor) por los azotes temporales que Dios nos
inflige, y nosotros pacientemente sufrimos [Can. 13].
Doctrina
sobre el sacramento de la extremaunción
Mas
ha parecido al santo Concilio añadir a la precedente doctrina acerca [del
sacramento] de la penitencia lo que sigue sobre el sacramento de la extremaunción,
que ha sido estimado por los Padres como consumativo no sólo de la penitencia,
sino también de toda la vida cristiana que debe ser perpetua penitencia. En
primer lugar, pues, acerca de su institución declara y enseña que nuestro
clementísimo Redentor que quiso que sus siervos estuvieran en cualquier tiempo
provistos de saludables remedios contra todos los tiros de todos sus enemigos;
al modo que en los otros sacramentos preparó máximos auxilios con que los
cristianos pudieran conservarse, durante su vida, íntegros contra todo grave
mal del espíritu; así por el sacramento de la extremaunción, fortaleció el
fin de la vida como de una firmísima fortaleza [can. 1]. Porque, si bien nuestro
adversario, durante toda la vida busca y capta ocasiones, para poder
de un modo u otro devorar nuestras almas [cf. 1 Petr. 5, 8]; ningún
tiempo hay, sin embargo, en que con más vehemencia intensifique toda la fuerza
de su astucia para perdernos totalmente, y derribarnos, si pudiera, de la
confianza en la divina misericordia, como al ver que es inminente el término de
la vida.
Cap.
1. De la institución del sacramento de la extremaunción
Ahora
bien, esta sagrada unción de los enfermos fue instituída como verdadero y
propio sacramento del Nuevo Testamento por Cristo Nuestro Señor, insinuado
ciertamente en Marcos [Mc. 6, 13] y recomendado y promulgado a los fieles por
Santiago Apóstol y hermano del Señor [can. 1]. ¿Está —dice— alguno
enfermo entre vosotros? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia y oren
sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor; y la oración de la fe
salvará al enfermo y le aliviará el Señor; y si estuviere en pecados, se le
perdonarán [Iac. 5, 14 s]. Por estas palabras, la Iglesia, tal como aprendió
por tradición apostólica de mano en mano transmitida, enseña la materia, la
forma, el ministro propio y el efecto de este saludable sacramento. Entendió,
en efecto, la Iglesia que la materia es el óleo bendecido por el obispo; porque
la unción representa de la manera más apta la gracia del Espíritu Santo, por
la que invisiblemente es ungida el alma del enfermo; la forma después entendió
ser aquellas palabras: Por esta unción, etc.
Cap.
2. Del efecto de este sacramento
Ahora
bien, la realidad y el efecto de este sacramento se explican por las palabras: Y
la oración de la fe salvará al enfermo y le aliviará el Señor; y si
estuviere en pecados, se le perdonarán [Iac. 5, 15]. Porque esta realidad
es la gracia del Espíritu Santo, cuya unción limpia las culpas, si alguna
queda aún para expiar, y las reliquias del pecado, y alivia y fortalece el alma
del enfermo [Can. 2], excitando en él una grande confianza en la divina
misericordia, por la que, animado el enfermo, soporta con más facilidad las
incomodidades y trabajos de la enfermedad, resiste mejor a las tentaciones del
demonio que acecha a su calcañar [Gen. 3, 15] y a veces, cuando
conviniere a la salvación del alma, recobra la salud del cuerpo.
Cap.
3. Del ministro y del tiempo en que debe darse este sacramento
Pues
ya, por lo que atañe a la determinación de aquellos que deben recibir y
administrar este sacramento, tampoco nos fue oscuramente trasmitido en dichas
palabras. Porque no sólo se manifiesta allí que los propios ministros de este
sacramento son los presbíteros de la Iglesia [Can. 4], por cuyo nombre en este
pasaje no han de entenderse los más viejos en edad o los principales del
pueblo, sino o los obispos o los sacerdotes legítimamente ordenados por ellos, por
medio de la imposición de las manos del presbiterio [1 Tim. 4, 14; Can. 4];
sino que se declara también que esta unción debe administrarse a los enfermos,
pero señaladamente a aquellos que yacen en tan peligroso estado que parezca están
puestos en el término de la vida; razón por la que se le llama también
sacramento de moribundos. Y si los enfermos, después de recibida esta unción,
convalecieren, otra vez podrán ser ayudados por el auxilio de este sacramento,
al caer en otro semejante peligro de la vida. Por eso, de ninguna manera deben
ser oídos los que se enseñan, contra tan clara y diáfana sentencia de
Santiago Apóstol [Iac., 5, 14], que esta unción o es un invento humano o un
rito aceptado por los Padres, que no tiene ni el mandato de Dios ni la promesa
de su gracia [Can. 1]; ni tampoco los que afirman que ha cesado ya, como si
hubiera de ser referida solamente a la gracia de curaciones en la primitiva
Iglesia; ni los que dicen que el rito que observa la santa Iglesia Romana en la
administración de este sacramento repugna a la sentencia de Santiago Apóstol y
que debe, por ende, cambiarse por otro; ni, en fin, los que afirman que esta
extremaunción puede sin pecado ser despreciada por los fieles [Can. 3]. Porque
todo esto pugna de la manera más evidente con las palabras claras de tan grande
Apóstol. Ni, a la verdad, la Iglesia Romana, que es madre y maestra de todas
las demás, otra cosa observa en la administración de esta unción, en cuanto a
lo que constituye la sustancia de este sacramento, que lo que el bienaventurado
Santiago prescribió; ni realmente pudiera darse el desprecio de tan grande
sacramento sin pecado muy grande e injuria del mismo Espíritu Santo.
Esto
es lo que acerca de los sacramentos de la penitencia y de la extremaunción
profesa y enseña este santo Concilio ecuménico y propone a todos los fieles de
Cristo para ser creído y mantenido. Y manda que inviolablemente se guarden los
siguientes cánones y perpetuamente condena y anatematiza a los que afirmen lo
contrario.
Cánones
sobre el sacramento de la penitencia
Can.
1. Si alguno dijere que la penitencia en la Iglesia Católica no es verdadera y
propiamente sacramento, instituído por Cristo Señor nuestro para reconciliar
con Dios mismo a los fieles, cuantas veces caen en pecado después del bautismo,
sea anatema [cf. 894].
Can.
2. Si alguno, confundiendo los sacramentos, dijere que el mismo bautismo es el
sacramento de la penitencia, como si estos dos sacramentos no fueran distintos y
que, por ende, no se llama rectamente la penitencia “segunda tabla después
del naufragio”, sea anatema [cf. 894].
Can.
3. Si alguno dijere que las palabras del Señor Salvador nuestro: Recibid el
Espíritu Santo, a quienes perdonareis los pecados, les son perdonados; y a
quienes se los retuviereis, les son retenidos [Ioh. 20, 22 s], no han de
entenderse del poder de remitir y retener los pecados en el sacramento de la
penitencia, como la Iglesia Católica lo entendió siempre desde el principio,
sino que las torciere, contra la institución de este sacramento, a la autoridad
de predicar el Evangelio, sea anatema [cf. 894].
Can.
4. Si alguno negare que para la entera y perfecta remisión de los pecados se
requieren tres actos en el penitente, a manera de materia del sacramento de la
penitencia, a saber: contrición, confesión y satisfacción, que se llaman las
tres partes de la penitencia; o dijere que sólo hay dos partes de la
penitencia, a saber, los terrores que agitan la conciencia, conocido el pecado,
y la fe concebida del Evangelio o de la absolución, por la que uno cree que sus
pecados le son perdonados por causa de Cristo, sea anatema [cf. 896].
Can.
5. Si alguno dijere que la contrición que se procura por el examen, recuento y
detestación de los pecados, por la que se repasan los propios años en
amargura del alma [Is. 38, 16], ponderando la gravedad de sus pecados, su
muchedumbre y fealdad, la pérdida de la eterna bienaventuranza y el
merecimiento de la eterna condenación, junto con el propósito de vida mejor,
rio es verdadero y provechoso dolor, ni prepara a la gracia, sino que hace al
hombre hipócrita y más pecador; en fin, que aquella contrición es dolor
violentamente arrancado y no libre y voluntario, sea anatema [cf. 898].
Can.
6. Si alguno dijere que la confesión sacramental o no fue instituida no es
necesaria para la salvación por derecho divino; o dijere que el modo de
confesarse secretamente con solo el sacerdote, que la Iglesia Católica observó
siempre desde el principio y sigue observando, es ajeno a la institución y
mandato de Cristo, y una invención humana, sea anatema [cf. 899 s].
Can.
7. Si alguno dijere que para la remisión de los pecados en el sacramento de la
penitencia no es necesario de derecho divino confesar todos y cada uno de los
pecados mortales de que con debida y deligente premeditación se tenga memoria,
aun los ocultos y los que son contra los dos últimos mandamientos del decálogo,
y las circunstancias que cambian la especie del pecado; sino que esa confesión
sólo es útil para instruir y consolar al penitente y antiguamente sólo se
observó para imponer la satisfacción canónica; o dijere que aquellos que se
esfuerzan en confesar todos sus pecados, nada quieren dejar a la divina
misericordia para ser perdonado; o, en fin, que no es licito confesar los
pecados veniales, sea anatema [cf. 899 y 901].
Can.
8. Si alguno dijere que la confesión de todos los pecados, cual la guarda la
Iglesia, es imposible y una tradición humana que debe ser abolida por los
piadosos; o que no están obligados a ello una vez al año todos los fieles de
Cristo de uno y otro sexo, conforme a la constitución del gran Concilio de Letrán,
y que, por ende, hay que persuadir a los fieles de Cristo que no se confiesen en
el tiempo de Cuaresma, sea anatema [cf. 900 s].
Can.
9. Si alguno dijere que la absolución sacramental del sacerdote no es acto
judicial, sino mero ministerio de pronunciar y declarar que los pecados están
perdonados al que se confiesa, con la sola condición de que crea que está
absuelto, aun cuando no esté contrito o el sacerdote no le absuelva en serio,
sino por broma; o dijere que no se requiere la confesión del penitente, para
que el sacerdote le pueda absolver, sea anatema [cf. 902].
Can.
10. Si alguno dijere que los sacerdotes que están en pecado mortal no tienen
potestad de atar y desatar; o que no sólo los sacerdotes son ministros de la
absolución, sino que a todos los fieles de Cristo fue dicho: Cuanto atareis
sobre la tierra, será atado también en el cielo, y cuanto desatareis sobre ¿a
tierra, será desatado también en el cielo [Mt. 18, 18], y: A quienes
perdonareis los pecados, les son perdonados, y a quienes se los retuviereis, les
son retenidos [Ioh. 20, 23], en virtud de cuyas palabras puede cualquiera
absolver los pecados, los públicos por la corrección solamente, caso que el
corregido diere su aquiescencia, y los secretos por espontánea confesión, sea
anatema [cf. 902].
Can.
11. Si alguno dijere que los obispos no tienen derecho de reservarse casos, sino
en cuanto a la policía o fuero externo y que, por ende, la reservación de los
casos no impide que el sacerdote absuelva verdaderamente de los reservados, sea
anatema, [cf. 903].
Can.
12. Si alguno dijere que toda la pena se remite siempre por parte de Dios
juntamente con la culpa, y que la satisfacción de los penitentes no es otra que
la fe por la que aprehenden que Cristo satisfizo por ellos, sea anatema [cf.
904].
Can.
13. Si alguno dijere que en manera alguna se satisface a Dios por los pecados en
cuanto a la pena temporal por los merecimientos de Cristo con los castigos que
Dios nos inflige y nosotros sufrimos pacientemente o con los que el sacerdote
nos impone, pero tampoco con los espontáneamente tomados, como ayunos,
oraciones, limosnas y también otras obras de piedad, y que por lo tanto la
mejor penitencia es solamente la nueva vida, sea anatema [cf. 904 ss].
Can.
14. Si alguno dijere que las satisfacciones con que los penitentes por medio de
Cristo Jesús redimen sus pecados, no son culto de Dios, sino tradiciones de los
hombres que oscurecen la doctrina de la gracia y el verdadero culto de Dios y
hasta el mismo beneficio de la muerte de Cristo, sea anatema [cf. 905].
Can.
15. Si alguno dijere que las llaves han sido dadas a la Iglesia solamente para
desatar y no también para atar, y que, por ende, cuando los sacerdotes imponen
penas a los que se confiesan, obran contra el fin de las llaves y contra la
institución de Cristo; y que es una ficción que, quitada en virtud de las
llaves la pena eterna, queda las más de las veces por pagar la pena temporal,
sea anatema [cf. 904].
Cánones
sobre la extremaunción
Can.
1. Si alguno dijere que la extremaunción no es verdadera y propiamente
sacramento instituido por Cristo nuestro Señor [cf. Mt. 6, 13] y promulgado por
el bienaventurado Santiago Apóstol [Iac. 5, 14], sino sólo un rito aceptado
por los Padres, o una invención humana, sea anatema [cf. 907 ss].
Can.
2. Si alguno dijere que la sagrada unción de los enfermos no confiere la
gracia, ni perdona los pecados, ni alivia a los enfermos, sino que ha cesado ya,
como si antiguamente sólo hubiera sido la gracia de las curaciones, sea anatema
[cf. 909].
Can
3 Si alguno dijere que el rito y uso de la extremaunción que observa la santa
Iglesia Romana repugna a la sentencia del bienaventurado Santiago Apóstol y que
debe por ende cambiarse y que puede sin pecado ser despreciado por los
cristianos, sea anatema [cf. 910].
Can.
4. Si alguno dijere que los presbíteros de la Iglesia que exhorta el
bienaventurado Santiago se lleven para ungir al enfermo, no son los sacerdotes
ordenados por el obispo, sino los más viejos por su edad en cada comunidad, y
que por ello no es sólo el sacerdote el ministro propio de la extremaunción,
sea anatema [cf. 910].
MARCELO II, 1555
PAULO, IV, 1555-1559
Pío
IV, 1559-1565
Conclusión
del Concilio de Trento
SESION
XXI (16 de julio de 1562)
Doctrina
sobre la comunión bajo las dos especies y la comunión de los párvulos
Proemio
El
sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en
el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos Legados de la Sede Apostólica;
como quiera que en diversos lugares corran por arte del demonio perversísimos
monstruos de errores acerca del tremendo y santísimo sacramento de la Eucaristía,
por los que en alguna provincia muchos parecen haberse apartado de la fe y
obediencia de la Iglesia Católica; creyó que debía ser expuesto en este lugar
lo que atañe a la comunión bajo las dos especies y a la de los párvulos. Por
ello prohibe a todos los fieles de Cristo que no sean en adelante osados a
creer, enseñar o predicar de modo distinto a como por estos decretos queda
explicado y definido.
Cap.
1. Que los laicos y los clérigos que no celebran, no están obligados por
derecho divino a la comunión bajo las dos especies
Así,
pues, el mismo santo Concilio, ensenado por el Espíritu Santo que es Espíritu
de sabiduría y de entendimiento, Espíritu de consejo y de piedad [Is. 11, 2],
y siguiendo el juicio y costumbre de la misma Iglesia, declara y enseña que por
ningún precepto divino están obligados los laicos y los clérigos que no
celebran a recibir el sacramento de la Eucaristía bajo las dos especies, y en
manera alguna puede dudarse, salva la fe, que no les baste para la salvación la
comunión bajo una de las dos especies. Porque, si bien es cierto que Cristo Señor
instituyó en la última cena este venerable sacramento y se lo dio a los Apóstoles
bajo las especies de pan y de vino [cf. Mt. 26, 26 ss; Mc. 14, 22 ss; Lc. 22, 19
s; 1 Cor. 11, 24 s]; sin embargo, aquella institución y don no significa que
todos los fieles de Cristo, por estatuto del Señor, estén obligados a recibir
ambas especies [Can. 1 y 2]. Mas ni tampoco por el discurso del capítulo sexto
de Juan se colige rectamente que la comunión bajo las dos especies fuera
mandada por el Señor, como quiera que se entienda, según las varias
interpretaciones de los santos Padres y Doctores. Porque el que dijo: Si no
comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis
vida en vosotros [Ioh. 6, 54], dijo también: Si alguno comiere de este pan,
vivirá eternamente [Ioh. 6, 5a]. Y el que dijo: El que come mi carne y bebe mi
sangre tiene la vida eterna [Ioh. 6, 55], dijo también: El pan que yo daré, es
mi carne por la vida del mundo [Ioh. 6, 52]; y, finalmente, el que dijo: El que
come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él [Ioh, 6, 57], no
menos dijo: El que come este pan, vivirá para siempre [Ioh. 6, 58].
Cap.
2. De la potestad de la Iglesia acerca de la administración del sacramento de
la Eucaristía
Declara
además el santo Concilio que perpetuamente tuvo la Iglesia poder para estatuir
o mudar en la administración de los sacramentos, salva la sustancia de ellos,
aquello que según la variedad de las circunstancias, tiempos y lugares, juzgara
que convenía más a la utilidad de los que los reciben o a la veneración de
los mismos sacramentos. Y eso es lo que no oscuramente parece haber insinuado el
Apóstol cuando dijo: Así nos considere el hombre, como ministros de Cristo y
dispensadores de los misterios de Dios [1 Cor. 4, 1]; y que él mismo hizo uso
de esa potestad, bastantemente consta, ora en otros muchos casos, ora en este
mismo sacramento, cuando ordenados algunos puntos acerca de su uso: Lo demás
—dice— lo dispondré cuando viniere [1 Cor. 11, 34]. Por eso, reconociendo
la santa Madre Iglesia esta autoridad suya en la administración de los
sacramentos, si bien desde el principio de la religión cristiana no fue
infrecuente el uso de las dos especies; mas amplísimamente cambiada aquella
costumbre con el progreso del tiempo, llevada de graves y justas causas, aprobó
esta otra de comulgar bajo una sola de las especies y decretó fuera tenida por
ley, que no es lícito rechazar o a su arbitrio cambiar, sin la autoridad de la
misma Iglesia.
Cap.
3. Bajo cualquiera de las especies se recibe a Cristo, todo e integro, y el
verdadero sacramento
Además
declara que, si bien, como antes fue dicho, nuestro Redentor, en la última
cena, instituyó y dio a sus Apóstoles este sacramento en las dos especies;
debe, sin embargo, confesarse que también bajo una sola de las dos se recibe a
Cristo, todo y entero y el verdadero sacramento y que, por tanto, en lo que a su
fruto atañe, de ninguna gracia necesaria para la salvación quedan defraudados
aquellos que reciben una sola especie [Can. 3].
Cap.
4. Los párvulos no están obligados a la comunión sacramental
Finalmente,
el mismo santo Concilio enseña que los niños que carecen del uso de la razón,
por ninguna necesidad están obligados a la comunión sacramental de la Eucaristía
[Can. 4], como quiera que regenerados por el lavatorio del bautismo [Tit. 8, 5]
e incorporados a Cristo, no pueden en aquella edad perder la gracia ya recibida
de hijos de Dios. Pero no debe por esto ser condenada la antigüedad, si alguna
vez en algunos lugares guardó aquella costumbre. Porque, así como aquellos
santísimos Padres tuvieron causa aprobable de su hecho según razón de aquel
tiempo; así ciertamente hay que creer sin controversia que no lo hicieron por
necesidad alguna de la salvación.
Cánones
acerca de la comunión bajo las dos especies y la comunión de los párvulos
Can.
1. Si alguno dijere que, por mandato de Dios o por necesidad de la salvación,
todos y cada uno de los fieles de Cristo deben recibir ambas especies del santísimo
sacramento de la Eucaristía, sea anatema [cf. 930].
Can.
2. Si alguno dijere que la santa Iglesia Católica no fue movida por justas
causas y razones para comulgar bajo la sola especie del pan a los laicos y a los
clérigos que no celebran, o que en eso ha errado, sea anatema [cf. 931].
Can.
3. Si alguno negare que bajo la sola especie de pan se recibe a todo e integro
Cristo, fuente y autor de todas las gracias, porque, como falsamente afirman
algunos, no se recibe bajo las dos especies, conforme a la institución del
mismo Cristo, sea anatema [cf. 930 y 932].
Can.
4. Si alguno dijere que la comunión de la Eucaristía es necesaria a los párvulos
antes de que lleguen a los años de la discreción, sea anatema [cf. 933].
SESION
XXII (17 de septiembre de 1562)
Doctrina...
acerca del santísimo sacrificio de la Misa
El
sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en
el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos legados de la Sede Apostólica,
a fin de que la antigua, absoluta y de todo punto perfecta fe y doctrina acerca
del grande misterio de la Eucaristía, se mantenga en la santa Iglesia Católica
y, rechazados los errores y herejías, se conserve en su pureza; enseñado por
la ilustración del Espíritu Santo, enseña, declara y manda que sea predicado
a los pueblos acerca de aquélla, en cuanto es verdadero y singular sacrificio,
lo que sigue:
Cap.
1. [De la institución del sacrosanto sacrificio de la Misa]
Como
quiera que en el primer Testamento, según testimonio del Apóstol Pablo, a
causa de la impotencia del sacerdocio levítico no se daba la consumación, fue
necesario, por disponerlo así Dios, Padre de las misericordias, que surgiera
otro sacerdote según el orden de Melquisedec [Gen. 14, 18; Ps. 109, 4; Hebr. 7,
11], nuestro Señor Jesucristo, que pudiera consumar y llevar a perfección a
todos los que habían de ser santificados [Hebr. 10, 14]. Así, pues, el Dios y
Señor nuestro, aunque había de ofrecerse una sola vez a sí mismo a Dios Padre
en el altar de la cruz, con la interposición de la muerte, a fin de realizar
para ellos [v. l.: allí] la eterna redención; como, sin embargo, no había de
extinguirse su sacerdocio por la muerte [Hebr. 7, 24 y 27], en la última Cena,
la noche que era entregado, para dejar a su esposa amada, la Iglesia, un
sacrificio visible, como exige la naturaleza de los hombres [Can. 1], por el que
se representara aquel suyo sangriento que había una sola vez de consumarse en
la cruz, y su memoria permaneciera hasta el fin de los siglos [1 Cor. 11, 23 ss],
y su eficacia saludable se aplicara para la remisión de los pecados que
diariamente cometemos, declarándose a sí mismo constituído para siempre
sacerdote según el orden de Melquisedec [Ps. 109, 4], ofreció a Dios Padre su
cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y de vino y bajo los símbolos de
esas mismas cosas, los entregó, para que los tomaran, a sus Apóstoles, a
quienes entonces constituía sacerdotes del Nuevo Testamento, y a ellos y a sus
sucesores en el sacerdocio, les mandó con estas palabras: Haced esto en memoria
mía, etc. [Lc. 22, 19; 1 Cor. 11, 24] que los ofrecieran. Así lo entendió y
enseñó siempre la Iglesia [Can. 2]. Porque celebrada la antigua Pascua, que la
muchedumbre de los hijos de Israel inmolaba en memoria de la salida de Egipto
[Ex. 12, 1 ss], instituyó una Pascua nueva, que era Él mismo, que había de
ser inmolado por la Iglesia por ministerio de los sacerdotes bajo signos
visibles, en memoria de su tránsito de este mundo al Padre, cuando nos redimió
por el derramamiento de su sangre, y nos arrancó del poder de las tinieblas y
nos trasladó a su reino [Col. 1, 13].
Y
esta es ciertamente aquella oblación pura, que no puede mancharse por
indignidad o malicia alguna de los oferentes, que el Señor predijo por Malaquías
[1, 11] había de ofrecerse en todo lugar, pura, a su nombre, que había de ser
grande entre las naciones, y a la que no oscuramente alude el Apóstol Pablo
escribiendo a los corintios, cuando dice, que no es posible que aquellos que están
manchados por la participación de la mesa de los demonios, entren a la parte en
la mesa del Señor [1 Cor. 10, 21], entendiendo en ambos pasos por mesa el
altar. Esta es, en fin, aquella que estaba figurada por las varias semejanzas de
los sacrificios, en el tiempo de la naturaleza y de la ley [Gen. 4, 4; 8, 20;
12, 8; 22; Ex. passim], pues abraza los bienes todos por aquéllos significados,
como la consumación y perfección de todos.
Cap.
2. [El sacrificio visible es propiciatorio por los vivos y por los difuntos]
Y
porque en este divino sacrificio, que en la Misa se realiza, se contiene e
incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció El
mismo cruentamente en el altar de la cruz [Hebr. 9, 27]; enseña el santo
Concilio que este sacrificio es verdaderamente propiciatorio [Can. 3], y que por
él se cumple que, si con corazón verdadero y recta fe, con temor y reverencia,
contritos y penitentes nos acercamos a Dios, conseguimos misericordia y hallamos
gracia en el auxilio oportuno [Hebr. 4, 16]. Pues aplacado el Señor por la
oblación de este sacrificio, concediendo la gracia y el don de la penitencia,
perdona los crímenes y pecados, por grandes que sean. Una sola y la misma es,
en efecto, la víctima, y el que ahora se ofrece por el ministerio de los
sacerdotes, es el mismo que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz, siendo
sólo distinta la manera de ofrecerse. Los frutos de esta oblación suya (de la
cruenta, decimos), ubérrimamente se perciben por medio de esta incruenta: tan
lejos está que a aquélla se menoscabe por ésta en manera alguna [Can. 4]. Por
eso, no sólo se ofrece legítimamente, conforme a la tradición de los Apóstoles,
por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles vivos,
sino también por los difuntos en Cristo, no purgados todavía plenamente [Can.
3].
Cap.
3. [De las Misas en honor de los Santos]
Y
si bien es cierto que la Iglesia a veces acostumbra celebrar algunas Misas en
honor y memoria de los Santos; sin embargo, no enseña que a ellos se ofrezca el
sacrificio, sino a Dios solo que los ha coronado [Can. 5]. De ahí que
“tampoco el sacerdote suele decir: Te ofrezco a ti el sacrificio, Pedro y
Pablo”, sino que, dando gracias a Dios por las victorias de ellos, implora su
patrocinio, para que aquellos se dignen interceder por nosotros en el cielo,
cuya memoria celebramos en la tierra [Misal].
Cap.
4. [Del Canon de la Misa]
Y
puesto que las cosas santas santamente conviene que sean administradas. y este
sacrificio es la más santa de todas; a fin de que digna y reverentemente fuera
ofrecido y recibido, la Iglesia Católica instituyó muchos siglos antes el
sagrado Canon, de tal suerte puro de todo error [Can. 6], que nada se contiene
en él que no sepa sobremanera a cierta santidad y piedad y no levante a Dios la
mente de los que ofrecen. Consta él, en efecto, ora de las palabras mismas del
Señor, ora de tradiciones de los Apóstoles, y también de piadosas
instituciones de santos Pontífices.
Cap.
5. [De las ceremonias solemnes del sacrificio de la Misa]
Y
como la naturaleza humana es tal que sin los apoyos externos no puede fácilmente
levantarse a la meditación de las cosas divinas, por eso la piadosa madre
Iglesia instituyó determinados ritos, como, por ejemplo, que unos pasos se
pronuncien en la Misa en voz baja [Can 9], y otros en voz algo más elevada; e
igualmente empleó ceremonias [Can. 7], como misteriosas bendiciones, luces,
inciensos, vestiduras y muchas otras cosas a este tenor, tomadas de la
disciplina y tradición apostólica, con el fin de encarecer la majestad de tan
grande sacrificio y excitar las mentes de los fieles, por estos signos visibles
de religión y piedad, a la contemplación de las altísimas realidades que en
este sacrificio están ocultas.
Cap.
6. [De la misa en que sólo comulga el sacerdote]
Desearía
ciertamente el sacrosanto Concilio que en cada una de las Misas comulgaran los
fieles asistentes, no sólo por espiritual afecto, sino también por la recepción
sacramental de la Eucaristía, a fin de que llegara más abundante a ellos el
fruto de este sacrificio; sin embargo, si no siempre eso sucede, tampoco condena
como privadas e ilícitas las Misas en que sólo el sacerdote comulga
sacramentalmente [Can. 8], sino que las aprueba y hasta las recomienda, como
quiera que también esas Misas deben ser consideradas como verdaderamente públicas,
parte porque en ellas comulga el pueblo espiritualmente, y parte porque se
celebran por público ministro de la Iglesia, no sólo para sí, sino para todos
los fieles que pertenecen al Cuerpo de Cristo.
Cap.
7. [Del agua que ha de mezclarse al vino en el cáliz que debe ser ofrecido]
Avisa
seguidamente el santo Concilio que la Iglesia ha preceptuado a sus sacerdotes
que mezclen agua en el vino en el cáliz que debe ser ofrecido [Can. 9], ora
porque así se cree haberlo hecho Cristo Señor, ora también porque de su
costado salió agua juntamente con sangre [Ioh. 19, 34], misterio que se
recuerda con esta mixtión. Y como en el Apocalipsis del bienaventurado Juan los
pueblos son llamados aguas [Apoc. 17, 1 y 15], [así] se representa la unión
del mismo pueblo fiel con su cabeza Cristo.
Cap.
8. [Que de ordinario no debe celebrarse la Misa en lengua vulgar y que sus
misterios han de explicarse al pueblo]
Aun
cuando la Misa contiene una grande instrucción del pueblo fiel; no ha parecido,
sin embargo, a los Padres que conviniera celebrarla de ordinario en lengua
vulgar [Can. 9]. Por eso, mantenido en todas partes el rito antiguo de cada
Iglesia y aprobado por la Santa Iglesia Romana, madre y maestra de todas las
Iglesias, a fin de que las ovejas de Cristo no sufran hambre ni los pequeñuelos
pidan pan y no haya quien se lo parta [cf. Thr. 4, 4], manda el santo Concilio a
los pastores y a cada uno de los que tienen cura de almas, que frecuentemente,
durante la celebración de las Misas, por si o por otro, expongan algo de lo que
en la Misa se lee, y entre otras cosas, declaren algún misterio de este santísimo
sacrificio, señaladamente los domingos y días festivos.
Cap.
9. [Prolegómeno de los cánones siguientes]
Mas,
porque contra esta antigua fe, fundada en el sacrosanto Evangelio, en las
tradiciones de los Apóstoles y en la doctrina de los Santos Padres, se han
diseminado en este tiempo muchos errores, y muchas cosas por muchos se enseñan
y disputan, el sacrosanto Concilio, después de muchas y graves deliberaciones
habidas maduramente sobre estas materias, por unánime consentimiento de todos
los Padres, determinó condenar y eliminar de la santa Iglesia, por medio de los
cánones que siguen, cuanto se opone a esta fe purísima y sagrada doctrina.
Cánones
sobre el santísimo sacrificio de la Misa
Can.
1. Si alguno dijere que en el sacrificio de la Misa no se ofrece a Dios un
verdadero y propio sacrificio, o que el ofrecerlo no es otra cosa que dársenos
a comer Cristo, sea anatema [cf. 938].
Can.
2. Si alguno dijere que con las palabras: Haced esto en memoria mía [Lc. 22,
19; 1 Cor. 11, 24], Cristo no instituyó sacerdotes a sus Apóstoles, o que no
les ordenó que ellos y los otros sacerdotes ofrecieran su cuerpo y su sangre,
sea anatema [cf. 938].
Can.
3. Si alguno dijere que el sacrificio de la Misa sólo es de alabanza y de acción
de gracias, o mera conmemoración del sacrificio cumplido en la cruz, pero no
propiciatorio; o que sólo aprovecha al que lo recibe; y que no debe ser
ofrecido por los vivos y los difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones y
otras necesidades, sea anatema [cf. 940].
Can.
4. Si alguno dijere que por el sacrificio de la Misa se infiere una blasfemia al
santísimo sacrificio de Cristo cumplido en la cruz, o que éste sufre menoscabo
por aquél, sea anatema [cf. 940].
Can.
5. Si alguno dijere ser una impostura que las Misas se celebren en honor de los
santos y para obtener su intervención delante de Dios, como es intención de la
Iglesia, sea anatema [cf. 941].
Can.
6. Si alguno dijere que el canon de la Misa contiene error y que, por tanto,
debe ser abrogado, sea anatema [cf. 942].
Can.
7. Si alguno dijere que las ceremonias, vestiduras y signos externos de que usa
la Iglesia Católica son más bien provocaciones a la impiedad que no oficios de
piedad, sea anatema [cf. 943].
Can.
8. Si alguno dijere que las Misas en que sólo el sacerdote comulga
sacramentalmente son ilícitas y deben ser abolidas, sea anatema [cf. 944].
Can.
9. Si alguno dijere que el rito de la Iglesia Romana por el que parte del canon
y las palabras de la consagración se pronuncian en voz baja, debe ser
condenado; o que sólo debe celebrarse la Misa en lengua vulgar, o que no debe
mezclarse agua con el vino en el cáliz que ha de ofrecerse, por razón de ser
contra la institución de Cristo, sea anatema [cf. 943 y 945 s].
SESION
XXIII (15 de julio de 1563)
Doctrina
sobre el sacramento del orden
Doctrina
católica y verdadera acerca del sacramento del orden, para condenar los errores
de nuestro tiempo, decretada y publicada por el santo Concilio de Trento en la
sesión séptima [bajo Pío IV].
Cap.
1. [De la institución del sacerdocio de la Nueva Ley]
El
sacrificio y el sacerdocio están tan unidos por ordenación de Dios que en toda
ley han existido ambos. Habiendo, pues, en el Nuevo Testamento, recibido la
Iglesia Católica por institución del Señor el santo sacrificio visible de la
Eucaristía, hay también que confesar que hay en ella nuevo sacerdocio, visible
y externo [Can. 1], en el que fue trasladado el antiguo [Hebr. 7, 12 ss]. Ahora
bien, que fue aquél instituído por el mismo Señor Salvador nuestro [Can. 3],
y que a los Apóstoles y sucesores suyos en el sacerdocio les fue dado el poder
de consagrar, ofrecer y administrar el cuerpo y la sangre del Señor, así como
el de perdonar o retener los pecados, cosa es que las Sagradas Letras
manifiestan y la tradición de la Iglesia Católica enseñó siempre [Can. 1].
Cap.
2. [De las siete órdenes]
Mas
como sea cosa divina el ministerio de tan santo sacerdocio, fue conveniente para
que más dignamente y con mayor veneración pudiera ejercerse, que hubiera en la
ordenadísima disposición de la Iglesia, varios y diversos órdenes de
ministros [Mt. 16, 19; Lc 22, 19; Ioh. 20, 22 s] que sirvieran de oficio al
sacerdocio, de tal manera distribuídos que, quienes ya están distinguidos por
la tonsura clerical, por las órdenes menores subieran a las mayores [Can. 2].
Porque no sólo de los sacerdotes, sino también de los diáconos, hacen clara
mención las Sagradas Letras [Act. 6, 5; 1 Tim. 3, 8 ss; Phil. 1, 1] y con gravísimas
palabras enseñan lo que señaladamente debe atenderse en su ordenación; y
desde el comienzo de la Iglesia se sabe que estuvieron en uso, aunque no en el
mismo grado, los nombres de las siguientes órdenes y los ministerios propios de
cada una de ellas, a saber: del subdiácono, acólito, exorcista, lector y
ostiario. Porque el subdiaconado es referido a las órdenes mayores por los
Padres y sagrados Concilios, en que muy frecuentemente leemos también acerca de
las otras órdenes inferiores.
Cap.
3. [Que el orden es verdadero sacramento]
Siendo
cosa clara por el testimonio de la Escritura, por la tradición apostólica y el
consentimiento unánime de los Padres, que por la sagrada ordenación que se
realiza por palabras y signos externos, se confiere la gracia; nadie debe dudar
que el orden es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la santa
Iglesia [Can. 31. Dice en efecto el Apóstol: Te amonesto a que hagas revivir
la gracia de Dios que está en ti por la imposición de mis manos. Porque no nos
dio Dios espíritu de temor, sino de virtud, amor y sobriedad [2 Tim. 1, 6
s; cf. 1 Tim. 4, 14].
Cap.
4. [De la jerarquía eclesiástica y de la ordenación]
Mas
porque en el sacramento del orden, como también en el bautismo y la confirmación,
se imprime carácter [Can. 4], que no puede ni borrarse ni quitarse, con razón
el santo Concilio condena la sentencia de aquellos que afirman que los
sacerdotes del Nuevo Testamento solamente tienen potestad temporal y que, una
vez debidamente ordenados, nuevamente pueden convertirse en laicos, si no
ejercen el ministerio de la palabra de Dios [Can. 1]. Y si alguno afirma que
todos los cristianos indistintamente son sacerdotes del Nuevo Testamento o que
todos están dotados de potestad espiritual igual entre sí, ninguna otra cosa
parece hacer sino confundir la jerarquía eclesiástica que es como un ejército
en orden de batalla [cf. Cant. 6, 3; Can. 6], como si, contra la
doctrina del bienaventurado Pablo, todos fueran apóstoles, todos profetas,
todos evangelistas, todos pastores, todos doctores [cf. 1 Cor. 12, 29; Eph. 4,
11]. Por ende, declara el santo Concilio que, sobre los demás grados eclesiásticos,
los obispos que han sucedido en el lugar de los Apóstoles, pertenecen
principalmente a este orden jerárquico y están puestos, como dice el
mismo Apóstol, por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios [Act.
20, 28], son superiores a los presbíteros y confieren el sacramento de la
confirmación, ordenan a los ministros de la Iglesia y pueden hacer muchas otras
más cosas, en cuyo desempeño ninguna potestad tienen los otros de orden
inferior [Can. 7]. Enseña además el santo Concilio que en la ordenación de
los obispos, de los sacerdotes y demás órdenes no se requiere el
consentimiento, vocación o autoridad ni del pueblo ni de potestad y
magistratura secular alguna, de suerte que sin ella la ordenación sea inválida;
antes bien, decreta que aquellos que ascienden a ejercer estos ministerios
llamados e instituídos solamente por el pueblo o por la potestad o magistratura
secular y los que por propia temeridad se los arrogan, todos ellos deben ser
tenidos no por ministros de la Iglesia, sino por ladrones y salteadores que
no han entrado por la puerta [Ioh. 10, 1; Can. 8]. Estos son los puntos, que
de modo general ha parecido al sagrado Concilio enseñar a los fieles de Cristo
acerca del sacramento del orden. Y determinó condenar lo que a ellos se opone
con ciertos y propios cánones al modo que sigue, a fin de que todos, usando,
con la ayuda de Cristo, de la regla de la fe, entre tantas tinieblas de errores,
puedan más fácilmente conocer y mantener la verdad católica.
Cánones
sobre el sacramento del orden
Can.
1. Si alguno dijere que en el Nuevo Testamento no existe un sacerdocio visible y
externo, o que no se da potestad alguna de consagrar y ofrecer el verdadero
cuerpo y sangre del Señor y de perdonar los pecados, sino sólo el deber y mero
ministerio de predicar el Evangelio, y que aquellos que no lo predican no son en
manera alguna sacerdotes, sea anatema [cf. 957 y 960].
Can.
2. Si alguno dijere que, fuera del sacerdocio, no hay en la Iglesia Católica
otros órdenes, mayores y menores, por los que, como por grados, se tiende al
sacerdocio, sea anatema [cf. 958].
Can.
3. Si alguno dijere que el orden, o sea, la sagrada ordenación no es verdadera
y propiamente sacramento, instituido por Cristo Señor, o que es una invención
humana, excogitada por hombres ignorantes de las cosas eclesiásticas, o que es
sólo un rito para elegir a los ministros de la palabra de Dios y de los
sacramentos, sea anatema [cf. 957 y 959].
Can.
4. Si alguno dijere que por la sagrada ordenación no se da el Espíritu Santo,
y que por lo tanto en vano dicen los obispos: Recibe el Espíritu Santo; o
que por ella no se imprime carácter; o que aquel que una vez fue sacerdote
puede nuevamente convertirse en laico, sea anatema [cf. 852].
Can.
5. Si alguno dijere que la sagrada unción de que usa la Iglesia en la ordenación,
no sólo no se requiere, sino que es despreciable y perniciosa, e igualmente las
demás ceremonias, sea anatema [cf. 856].
Can.
6. Si alguno dijere que en la Iglesia Católica no existe una jerarquía,
instituída por ordenación divina, que consta de obispos, presbíteros y
ministros, sea anatema [cf. 960].
Can.
7. Si alguno dijere que los obispos no son superiores a los presbíteros, o que
no tienen potestad de confirmar y ordenar, o que la que tienen les es común con
los presbíteros, o que las órdenes por ellos conferidas sin el consentimiento
o vocación del pueblo o de la potestad secular, son inválidas, o que aquellos
que no han sido legítimamente ordenados y enviados por la potestad eclesiástica
y canónica, sino que proceden de otra parte, son legítimos ministros de la
palabra y de los sacramentos, sea anatema [cf. 960].
Can.
8. Si alguno dijere que los obispos que son designados por autoridad del Romano
Pontífice no son legítimos y verdaderos obispos, sino una creación humana,
sea anatema [cf. 960].
SESION
XXIV (11 de noviembre de 1563)
Doctrina
[sobre el sacramento del matrimonio]
El
perpetuo e indisoluble lazo del matrimonio, proclamólo por inspiración del Espíritu
divino el primer padre del género humano cuando dijo: Esto si que es hueso
de mis huesos y carne de mi carne. Por lo cual, abandonará el hombre a su padre
y a su madre y se juntará a su mujer y serán dos en una sola carne [Gen.
2, 28 s; cf. Eph. 5, 31].
Que
con este vínculo sólo dos se unen y se juntan, enseñólo más abiertamente
Cristo Señor, cuando refiriendo, como pronunciadas por Dios, las últimas
palabras, dijo: Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne [Mt. 19,
6], e inmediatamente la firmeza de este lazo, con tanta anterioridad proclamada
por Adán, confirmóla Él con estas palabras: Así, pues, lo que Dios unió,
el hombre no lo separe [Mt. 19, 6; Mc. 10, 9]. Ahora bien, la gracia que
perfeccionara aquel amor natural y confirmara la unidad indisoluble y
santificara a los cónyuges, nos la mereció por su pasión el mismo Cristo,
instituidor y realizador de los venerables sacramentos. Lo cual insinúa el Apóstol
Pablo cuando dice: Varones, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a su
Iglesia y se entregó a sí mismo por ella [Eph. 5, 25], añadiendo
seguidamente: Este sacramento, grande es; pero yo digo, en Cristo y en la
Iglesia [Eph. 5, 32].
Como
quiera, pues, que el matrimonio en la ley del Evangelio aventaja por la gracia
de Cristo a las antiguas nupcias, con razón nuestros santos Padres, los
Concilios y la tradición de la Iglesia universal enseñaron siempre que debía
ser contado entre los sacramentos de la Nueva Ley. Furiosos contra esta tradición,
los hombres impíos de este siglo, no sólo sintieron equivocadamente de este
venerable sacramento, sino que, introduciendo, según su costumbre, con pretexto
del Evangelio, la libertad de la carne, han afirmado de palabra o por escrito
muchas cosas ajenas al sentir de la Iglesia Católica y a la costumbre aprobada
desde los tiempos de los Apóstoles, no sin grande quebranto de los fieles de
Cristo. Deseando el santo y universal Concilio salir al paso de su temeridad,
creyó que debían ser exterminadas las más notables herejías y errores de los
predichos cismáticos, a fin de que el pernicioso contagio no arrastre a otros
consigo, decretando contra esos mismos herejes y sus errores los siguientes
anatematismos.
Cánones
sobre el sacramento del matrimonio
1
Can. 1. Si alguno dijere que el matrimonio no es verdadera y propiamente uno de
los siete sacramentos de la Ley del Evangelio, e instituído por Cristo Señor,
sino inventado por los hombres en la Iglesia, y que no confiere la gracia, sea
anatema [cf. 969 s].
2
Can. 2. Si alguno dijere que es lícito a los cristianos tener a la vez varias
mujeres y que esto no está prohibido por ninguna ley divina [Mt. 19, 4 s - 9],
sea anatema [cf. 969].
3
Can. 3. Si alguno dijere que sólo los grados de consanguinidad y afinidad que
están expuestos en el Levítico [18, 6 ss] pueden impedir contraer
matrimonio y dirimir el contraído; y que la Iglesia no puede dispensar en
algunos de ellos o estatuir que sean más los que impidan y diriman, sea anatema
[cf. 1550 s].
Can.
4. Si alguno dijere que la Iglesia no pudo establecer impedimentos dirimentes
del matrimonio [cf. Mt. 16, 19], o que erró al establecerlos, sea anatema.
Can.
5. Si alguno dijere que, a causa de herejía o por cohabitación molesta o por
culpable ausencia del cónyuge, el vínculo del matrimonio puede disolverse, sea
anatema.
Can.
6. Si alguno dijere que el matrimonio rato, pero no consumado, no se dirime por
la solemne profesión religiosa de uno de los cónyuges, sea anatema.
Can.
7. Si alguno dijere que la Iglesia yerra cuando enseñó y enseña que, conforme
a la doctrina del Evangelio y los Apóstoles [Mc. 10; 1 Cor. 7], no se puede
desatar el vínculo del matrimonio por razón del adulterio de uno de los cónyuges,
y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio causa para el
adulterio, puede contraer nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge, y que
adultera lo mismo el que después de repudiar a la adúltera se casa con otra,
como la que después de repudiar al adúltero se casa con otro, sea anatema.
Can.
8. Si alguno dijere que yerra la Iglesia cuando decreta que puede darse por
muchas causas la separación entre los cónyuges en cuanto al lecho o en cuanto
a la cohabitación, por tiempo determinado o indeterminado, sea anatema.
Can.
9. Si alguno dijere que los clérigos constituídos en órdenes sagradas o los
regulares que han profesado solemne castidad, pueden contraer matrimonio y que
el contraido es válido, no obstante la ley eclesiástica o el voto, y que lo
contrario no es otra cosa que condenar el matrimonio; y que pueden contraer
matrimonio todos los que, aun cuando hubieren hecho voto de castidad, no sienten
tener el don de ella, sea anatema, como quiera que Dios no lo niega a quienes
rectamente se lo piden y no consiente que seamos tentados más allá de
aquello que podemos [1 Cor. 10, 13].
Can.
10. Si alguno dijere que el estado conyugal debe anteponerse al estado de
virginidad o de celibato, y que no es mejor y más perfecto permanecer en
virginidad o celibato que unirse en matrimonio [cf. Mt. 19, 11 s; 1 Cor. 7, 25
s, 38 y 40], sea anatema.
Can.
11. Si alguno dijere que la prohibición de las solemnidades de las nupcias en
ciertos tiempos del año es una superstición tiránica que procede de la
superstición de los gentiles; o condenare las bendiciones y demás ceremonias
que la Iglesia usa en ellas, sea anatema.
Can.
12. Si alguno dijere que las causas matrimoniales no tocan a los jueces eclesiásticos,
sea anatema [cf. 1500 a y 1559 s].
SESION
XXV (3 y 4 de diciembre de 1563)
Decreto
sobre el purgatorio
Puesto
que la Iglesia Católica, ilustrada por el Espíritu Santo apoyada en las
Sagradas Letras y en la antigua tradición de los Padres ha enseñado en los
sagrados Concilios y últimamente en este ecuménico Concilio que existe el
purgatorio [v. 840] y que las almas allí detenidas son ayudadas por los
sufragios de los fieles y particularmente por el aceptable sacrificio del altar
[v. 940 y 950]; manda el santo Concilio a los obispos que diligentemente se
esfuercen para que la sana doctrina sobre el purgatorio, enseñada por los
santos Padres y sagrados Concilios sea creída, mantenida, enseñada y en todas
partes predicada por los fieles de Cristo. Delante, empero, del pueblo rudo,
exclúyanse de las predicaciones populares las cuestiones demasiado difíciles
y sutiles, y las que no contribuyan a la edificación [cf. 1 Tim. 1, 4] y
de las que la mayor parte de las veces no se sigue acrecentamiento alguno de
piedad. Igualmente no permitan que sean divulgadas y tratadas las materias
inciertas y que tienen apariencia de falsedad.
Aquellas,
empero, que tocan a cierta curiosidad y superstición, o saben a torpe lucro,
prohíbanlas como escándalos y piedras de tropiezo para los fieles...
De
la invocación, veneración y reliquias de los Santos, y sobre las sagradas imágenes
Manda
el santo Concilio a todos los obispos y a los demás que tienen cargo y cuidado
de enseñar que, de acuerdo con el uso de la Iglesia Católica y Apostólica,
recibido desde los primitivos tiempos de la religión cristiana, de acuerdo con
el sentir de los santos Padres y los decretos de los sagrados Concilios: que
instruyan diligentemente a los fieles en primer lugar acerca de la intercesión
de los Santos, su invocación, el culto de sus reliquias y el uso legítimo de
sus imágenes, enseñándoles que los Santos que reinan juntamente con Cristo
ofrecen sus oraciones a Dios en favor de los hombres; que es bueno y provechoso
invocarlos con nuestras súplicas y recurrir a sus oraciones, ayuda y auxilio
para impetrar beneficios de Dios por medio de su Hijo Jesucristo Señor nuestro,
que es nuestro único Redentor y Salvador; y que impíamente sienten aquellos
que niegan deban ser invocados los Santos que gozan en el cielo de la eterna
felicidad, o los que afirman que o no oran ellos por los hombres o que
invocarlos para que oren por nosotros, aun para cada uno, es idolatría o
contradice la palabra de Dios y se opone a la honra del único mediador entre
Dios y los hombres, Jesucristo [cf. 1 Tim. 2, 5], o que es necedad suplicar
con la voz o mentalmente a los que reinan en el cielo.
Enseñen
también que deben ser venerados por los fieles los sagrados cuerpos de los
Santos y mártires y de los otros que viven con Cristo, pues fueron miembros vivos
de Cristo y templos del Espíritu Santo [cf. 1 Cor. 3, 16; 6, 19; 2 Cor.
6, 16], que por Él han de ser resucitados y glorificados para la vida eterna, y
por los cuales hace Dios muchos beneficios a los hombres; de suerte que los que
afirman que a las reliquias de los Santos no se les debe veneración y honor, o
que ellas y otros sagrados monumentos son honrados inútilmente por los fieles y
que en vano se reitera el recuerdo de ellos con objeto de impetrar su ayuda
[quienes tales cosas afirman] deben absolutamente ser condenados, como ya antaño
se los condenó y ahora también los condena la Iglesia.
Igualmente,
que deben tenerse y conservarse, señaladamente en los templos, las imágenes de
Cristo, de la Virgen Madre de Dios y de los otros Santos y tributárseles el
debido honor y veneración, no porque se crea hay en ellas alguna divinidad o
virtud, por la que haya de dárseles culto, o que haya de pedírseles algo a
ellas, o que haya de ponerse la confianza en las imágenes, como antiguamente
hacían los gentiles, que colocaban su esperanza en los ídolos [cf. Ps. 184, 15
ss]; sino porque el honor que se les tributa, se refiere a los originales que
ellas representan; de manera que por medio de las imágenes que besamos y ante
las cuales descubrimos nuestra cabeza y nos prosternamos, adoramos a Cristo y
veneramos a los Santos, cuya semejanza ostentan aquéllas. Cosa que fue
sancionada por los decretos de los Concilios, y particularmente por los del
segundo Concilio Niceno, contra los opugnadores de las imágenes [v. 302 ss].
Enseñen
también diligentemente los obispos que por medio de las historias de los
misterios de nuestra redención, representadas en pinturas u otras
reproducciones, se instruye y confirma el pueblo en el recuerdo y culto
constante de los artículos de la fe; aparte de que de todas las sagradas imágenes
se percibe grande fruto, no sólo porque recuerdan al pueblo los beneficios y
dones que le han sido concedidos por Cristo, sino también porque se ponen ante
los ojos de los fieles los milagros que obra Dios por los Santos y sus
saludables ejemplos, a fin de que den gracias a Dios por ellos, compongan su
vida y costumbres a imitación de los Santos y se exciten a adorar y amar a Dios
y a cultivar la piedad. Ahora bien, si alguno enseñare o sintiere de modo
contrario a estos decretos, sea anatema.
Mas
si en estas santas y saludables prácticas, se hubieren deslizado algunos
abusos; el santo Concilio desea que sean totalmente abolidos, de suerte que no
se exponga imagen alguna de falso dogma y que dé a los rudos ocasión de
peligroso error. Y si alguna vez sucede, por convenir a la plebe indocta,
representar y figurar las historias y narraciones de la Sagrada Escritura, enséñese
al pueblo que no por eso se da figura a la divinidad, como si pudiera verse con
los ojos del cuerpo o ser representada con colores o figuras...
Decreto
sobre las indulgencias
Como
la potestad de conferir indulgencias fue concedida por Cristo a su Iglesia y
ella ha usado ya desde los más antiguos tiempos de ese poder que le fue
divinamente otorgado [cf. Mt. 16, 19; 18, 18], el sacrosanto Concilio enseña y
manda que debe mantenerse en la Iglesia el uso de las indulgencias, sobremanera
saludable al pueblo cristiano y aprobado por la autoridad de los sagrados
Concilios, y condena con anatema a quienes afirman que son inútiles o niegan
que exista en la Iglesia potestad de concederlas...
De
la clandestinidad que invalida el matrimonio
[De
la Sesión XXIV, Cap. (I) “Tametsi, sobre la reforma del matrimonio]
Aun
cuando no debe dudarse que los matrimonios clandestinos, realizados por libre
consentimiento de los contrayentes, son ratos y verdaderos matrimonios, mientras
la Iglesia no los invalidó, y, por ende, con razón deben ser condenados, como
el santo Concilio por anatema los condena, aquellos que niegan que sean
verdaderos y ratos matrimonios, así como los que afirman falsamente que son
nulos los matrimonios contraídos por hijos de familia sin el consentimiento de
sus padres y que los padres pueden hacer válidos o inválidos; sin embargo, por
justísimas causas, siempre los detestó y prohibió la Iglesia de Dios. Mas,
advirtiendo el santo Concilio que, por la inobediencia de los hombres, ya no
aprovechan aquellas prohibiciones, y considerando los graves pecados que de
tales uniones clandestinas se originan, de aquellos señaladamente que,
repudiada la primera mujer con la que contrajeron clandestinamente, contraen públicamente
con otra, y con ésta viven en perpetuo adulterio; y como a este mal no puede
poner remedio la Iglesia, que no juzga de lo oculto, si no se emplea algún
remedio más eficaz; por esto, siguiendo las huellas del Concilio [IV] de Letrán,
celebrado bajo Inocencio III, manda que en adelante, antes de contraer el
matrimonio, se anuncie por tres veces públicamente en la Iglesia durante la
celebración de la Misa por el propio párroco de los contrayentes en tres días
de fiesta seguidos, entre quiénes va a celebrarse matrimonio; hechas esas
amonestaciones si ningún impedimento se opone, procédase a la celebración del
matrimonio en la faz de la Iglesia, en que el párroco, después de interrogados
el varón y la mujer y entendido su mutuo consentimiento, diga: Yo os uno en
matrimonio en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, o use de
otras palabras, según el rito recibido en cada región.
Y
si alguna vez hubiere sospecha probable de que pueda impedirse maliciosamente el
matrimonio, si preceden tantas amonestaciones; entonces, o hágase sólo una
amonestación o, por lo menos, se celebre el matrimonio delante del párroco y
de dos o tres testigos. Luego, antes de consumado, háganse las amonestaciones
en la Iglesia, a fin de que, si existiere algún impedimento, más fácilmente
se descubra, a no ser que el ordinario mismo juzgue conveniente que se omitan
las predichas amonestaciones, cosa que el santo Concilio deja a su prudencia y a
su juicio.
Los
que intentaren contraer matrimonio de otro modo que en presencia del párroco o
de otro sacerdote con licencia del párroco mismo o del Ordinario, y de dos o
tres testigos; el santo Concilio los inhabilita totalmente para contraer de esta
forma y decreta que tales contratos son inválidos y nulos, como por el presente
decreto los invalida y anula.
De
la Trinidad y Encarnación (contra
los unitarios)
[De
la Constitución de Paulo IV Cum quorundam, de 7 de agosto de 1555]
Como
quiera que la perversidad e iniquidad de ciertos hombres ha llegado a punto tal
en nuestros tiempos que de entre aquellos que se desvían y desertan de la fe
católica, muchísimos se atreven no sólo a profesar diversas herejías, sino
también a negar los fundamentos de la misma fe y con su ejemplo arrastran a
muchos a la perdición de sus almas; Nos —deseando, conforme a nuestro
pastoral deber y caridad, apartar a tales hombres, en cuanto con la ayuda de
Dios podemos, de tan grave y pestilencial error, y advertir a los demás con
paternal severidad que no resbalen hacia tal impiedad—, a todos y cada uno de
los que hasta ahora han afirmado, dogmatizado o creído que Dios omnipotente no
es trino en personas y de no compuesta ni dividida absolutamente unidad de
sustancia, y uno por una sola sencilla esencia de su divinidad; o que nuestro Señor
no es Dios verdadero de la misma sustancia en todo que el Padre y el Espíritu
Santo; o que el mismo no fue concebido según la carne en el vientre de la beatísima
y siempre Virgen María por obra del Espíritu Santo, sino, como los demás
hombres, del semen de José; o que el mismo Señor y Dios nuestro Jesucristo no
sufrió la muerte acerbísima de la cruz, para redimirnos de los pecados y de la
muerte eterna, y reconciliarnos con el Padre para la vida eterna; o que la misma
beatísima Virgen María no es verdadera madre de Dios ni permaneció siempre en
la integridad de la virginidad, a saber, antes del parto, en el parto y
perpetuamente después del parto; de parte de Dios omnipotente, Padre, Hijo y
Espíritu Santo, con autoridad apostólica requerimos y avisamos...
Profesión
tridentina de fe
[De
la Bula de Pío IV Iniunctum nobis, de 13 de noviembre de 1564]
Yo,
N. N., con fe firme, creo y profeso todas y cada una de las cosas que se
contienen en el Símbolo de la fe usado por la Santa Iglesia Romana, a saber:
Creo en un solo Dios Padre Omnipotente, creador del cielo y de la tierra, de
todo lo visible y lo invisible; y en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios
unigénito, y nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, luz de
luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial con
el Padre; por quien fueron hechas todas las cosas; que por nosotros los hombres
y por nuestra salvación, descendió de los cielos, y se encarnó de la Virgen
María por obra del Espíritu Santo, y se hizo hombre; fue crucificado también
por nosotros bajo Poncio Pilatos, padeció y fue sepultado; y resucitó el
tercer día según las Escrituras, y subió al cielo, está sentado a la diestra
del Padre, y otra vez ha de venir con gloria a juzgar a los vivos y a los
muertos, y su reino no tendrá fin; y en el Espíritu Santo, Señor y
vivificante, que del Padre y del Hijo procede; que con el Padre y el Hijo
conjuntamente es adorado y conglorificado; que habló por los profetas; y en la
Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Confieso un solo bautismo para la
remisión de los pecados, y espero la resurrección de los muertos y la vida del
siglo venidero. Amén.
Admito
y abrazo firmísimamente las tradiciones de los Apóstoles y de la Iglesia y las
restantes observancias y constituciones de la misma Iglesia. Admito igualmente
la Sagrada Escritura conforme al sentido que sostuvo y sostiene la santa madre
Iglesia, a quien compete juzgar del verdadero sentido e interpretación de las
Sagradas Escrituras, ni jamás la tomaré e interpretaré sino conforme al
sentir unánime de los Padres.
Profeso
también que hay siete verdaderos y propios sacramentos de la Nueva Ley, instituídos
por Jesucristo Señor Nuestro y necesarios, aunque no todos para cada uno, para
la salvación del género humano, a saber: bautismo, confirmación, Eucaristía,
penitencia, extremaunción, orden y matrimonio; que confieren gracia y que de
ellos, el bautismo, confirmación y orden no pueden sin sacrilegio reiterarse.
Recibo y admito también los ritos de la Iglesia Católica recibidos y aprobados
en la administración solemne de todos los sobredichos sacramentos. Abrazo y
recibo todas y cada una de las cosas que han sido definidas y declaradas en el
sacrosanto Concilio de Trento acerca del pecado original y de la justificación.
Profeso
igualmente que en la Misa se ofrece a Dios un sacrificio verdadero, propio y
propiciatorio por los vivos y por los difuntos, y que en el santísimo
sacramento de la Eucaristía está verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y
la sangre, juntamente con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo,
y que se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en su cuerpo, y de
toda la sustancia del vino en su sangre; conversión que la Iglesia Católica
llama transustanciación. Confieso también que bajo una sola de las especies se
recibe a Cristo, todo e íntegro, y un verdadero sacramento.
Sostengo
constantemente que existe el purgatorio y que las almas allí detenidas son
ayudadas por los sufragios de los fieles; igualmente, que los Santos que reinan
con Cristo deben ser venerados e invocados, y que ellos ofrecen sus oraciones a
Dios por nosotros, y que sus reliquias deben ser veneradas. Firmemente afirmo
que las imágenes de Cristo y de la siempre Virgen Madre de Dios, así como las
de los otros Santos, deben tenerse y conservarse y tributárseles el debido
honor y veneración; afirmo que la potestad de las indulgencias fue dejada por
Cristo en la Iglesia, y que el uso de ellas es sobremanera saludable al pueblo
cristiano.
Reconozco
a la Santa, Católica y Apostólica Iglesia Romana como madre y maestra de todas
las Iglesias, y prometo y juro verdadera obediencia al Romano Pontífice,
sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles y vicario de
Jesucristo.
Igualmente
recibo y profeso indubitablemente todas las demás cosas que han sido enseñadas,
definidas y declaradas por los sagrados cánones y Concilios ecuménicos,
principalmente por el sacrosanto Concilio de Trento (y por el Concilio ecuménico
Vaticano, señaladamente acerca del primado e infalibilidad del Romano Pontífice);
y, al mismo tiempo, todas las cosas contrarias y cualesquiera herejías
condenadas, rechazadas y anatematizadas por la Iglesia, yo las condeno, rechazo
y anatematizo igualmente. Esta verdadera fe católica, fuera de la cual nadie
puede salvarse, y que al presente espontáneamente profeso y verazmente
mantengo, yo el mismo N. N. prometo, voto y juro que igualmente la he de
conservar y confesar íntegra e inmaculada con la ayuda de Dios hasta el último
suspiro de vida, con la mayor constancia, y que cuidaré, en cuanto de mí
dependa, que por mis subordinados o por aquellos cuyo cuidado por mi cargo me
incumbiere, sea mantenida, enseñada y predicada: Así Dios me ayude y estos
santos Evangelios.