Cardenal Joseph Ratzinger

LA SAL DE LA TIERRA

Cristianismo e Iglesia Católica ante el nuevo milenio

UNA CONVERSACIÓN CON PETER SEEWALD


 

ÍNDICE

NOTA DEL EDITOR

PRÓLOGO


Capítulo I

LA FE CATÓLICA: SIGNOS Y PALABRAS

SU PERSONA

FAMILIA Y VOCACIÓN

EL JOVEN PROFESOR

OBISPO Y CARDENAL

EL PREFECTO Y SU PAPA

RESUMEN

Capítulo II

LOS PROBLEMAS DE LA IGLESIA CATÓLICA

ROMA EN APUROS

SOBRE LA SITUACIÓN DE LA IGLESIA

LA SITUACIÓN EN ALEMANIA

LAS CAUSAS DE LA DECADENCIA

LOS DEFECTOS DE LA IGLESIA

EL CANON DE LAS CRÍTICAS

EL DOGMA DE LA INFALIBILIDAD

UN MENSAJE DE ALEGRÍA Y NO DE AMENAZA

SOMOS EL PUEBLO DE DIOS

SANTO GOBIERNO Y FRATERNIDAD

EL CELIBATO

LOS ANTICONCEPTIVOS

EL ABORTO

EL MATRIMONIO DE LOS DIVORCIADOS

LA ORDENACIÓN DE LA MUJER

Capítulo III

EN LOS UMBRALES DE UNA NUEVA ÉPOCA

DOS MIL AÑOS DE HISTORIA DE LA SALVACIÓN ¿SIN REDENCIÓN?

CATARSIS: LA ÉPOCA DE LA TRANSICIÓN Y SUS DURAS PRUEBAS

UNA «NUEVA PRIMAVERA PARA EL ESPÍRITU HUMANO» EN EL TERCER MILENIO

IGLESIA, ESTADO Y SOCIEDAD

ECUMENISMO Y UNIDAD

EL ISLAMISMO

EL JUDAÍSMO

¿UN NUEVO CONCILIO?

EL FUTURO DE LA IGLESIA Y LA IGLESIA DEL FUTURO

LA VISIÓN DE UNA NUEVA IGLESIA

«PURO, PURO, PURO». LA REVOLUCIÓN ESPIRITUAL

NUEVAS OPORTUNIDADES PARA EL MUNDO MEDIANTE LA IGLESIA

LA VERDADERA HISTORIA DEL MUNDO. LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS

 

NOTA DEL EDITOR

El Cardenal Ratzinger, desde hace más de dieciséis años Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, es, para muchos, el pensador más influyente en la Iglesia católica después del Papa. Un periodista alemán, Peter Seewald, ha conseguido unas declaraciones impresionantes, por su extensión y profundidad, sobre multitud de cuestiones que importan a todo el mundo.

Desde la perspectiva pesimista de quien abandonó la Iglesia -y vive en el limitado, pero influyente, ambiente germano en el que grupos de católicos rechazan las enseñanzas del Magisterio- Seewald formula, sin demasiados miramientos, graves preguntas y acusaciones. Por su parte, el Cardenal rompe esquemas y entra al fondo de todas las cuestiones que le plantea, sin dejarse impresionar por las apariencias favorables o desfavorables del momento o del lugar. Ratzinger responde con libertad, desde la fe cristiana y desde su experiencia, a los retos y desafíos que se le presentan al cristianismo; y lo hace sin fáciles entusiasmos pero con esperanza.

La sal de la tierra contiene historias de su infancia y de su familia, su vocación sacerdotal y actividad teológico en diversas universidades alemanas, sus intervenciones clave en el Concilio Vaticano II, su valiente actitud ante los abusos del 68, su tarea como arzobispo de Munich cuando fue designado por Pablo VI, y, luego, su trabajo al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cuando le nombra Juan Pablo II (teología de la liberación, ordenación sacerdotal de mujeres, celibato, preservativos, bioética, inculturación, sectas..., y nombres propios como Drewerrnann, Boff, Küng, Gutiérrez). Se da un repaso a cómo está la Iglesia en los diversos países, y se examinan las perspectivas ecuménicas. Pero, sobre todo, críticas y más críticas, porque el antiguo redactor de «Der Spiegel» y «Stern» se hace portavoz de quienes opinan que la Iglesia está anticuada, es un poder autoritario, no conecta con las modas del mundo.

A lo largo de estas páginas, el lector aprenderá más cosas sobre el Papa Juan Pablo II, sobre el modo de trabajar en la Curia romana, sobre qué es vivir y comportarse como cristiano en el tiempo presente y en el que está por llegar. En fin, La sal de la tierra no sólo ofrece una información extraordinaria, sino que, sobre todo, invita a quien lo lee a plantearse cuestiones decisivas que debe y puede pensar mejor, porque, verdaderamente, se trata de un libro provocador y apasionante.

JUAN José ESPINOSA

Director de Libros-Palabra


 

 

PRÓLOGO

Roma en invierno. En la plaza de San Pedro la gente llevaba abrigo y sujetaba el paraguas con fuerza. En los cafés tomaban té, y cuando fui al camposanto a visitar una tumba, incluso los gatos protestaban.

El Cardenal, como de costumbre, todavía tenía que trabajar el sábado en su oficina y, cuando él terminara, pensábamos acercarnos a Frascati, a Villa Cavalletti, un antiguo colegio de Jesuitas. El chofer esperaba junto a un Mercedes que la Congregación para la Doctrina de la Fe había comprado de segunda mano hace años en Alemania. Yo estaba allí con una enorme cartera, como si fuera a hacer un viaje alrededor del mundo. Por fin se abrió la puerta y por allí salió un hombre de pelo muy canoso dando pasitos cortos, con aspecto resuelto al tiempo que fácilmente vulnerable. Iba vestido de traje negro con alzacuellos y en la mano tenia una pequeña y modesta cartera negra.

Yo había dejado de pertenecer a la Iglesia hacía tiempo; tuve motivos sobrados para hacerlo. Antes, nada más entrar en la casa de Dios, uno se sentaba allí y enseguida se sentía torpedeado por minúsculas partículas cargadas de una fe de siglos. Pero ahora, en cambio, todo se ha hecho cuestionable y la Tradición durante tanto tiempo vigente, queda cada vez más lejana. Hay quienes opinan que la religión tendría que adaptarse a las necesidades del hombre, pero también hay otros que piensan que el cristianismo está pasado de moda; el cristianismo no va ya con nuestro tiempo; su legitimidad ha caducado. Desertar de la Iglesia no es cosa fácil, pero volver a ella mucho menos todavía. Porque, ¿existe Dios realmente? Y en caso afirmativo, ¿necesitamos también la Iglesia? ¿Cómo tendría que ser en realidad la Iglesia y cómo podríamos volver a confiar en ella?

El Cardenal no me preguntó nada sobre mi pasado, ni tampoco mi situación actual. No le interesó saber por anticipado las preguntas, ni tampoco pidió que se suprimiera o se introdujera alguna cosa. Nuestro encuentro se celebró en un clima intenso y serio, si bien es verdad que el «príncipe» de la Iglesia, allí sentado, y con un pie apoyado en el travesaño del respaldo de la silla, parecía tan despreocupado que se podría pensar que estaba hablando con un estudiante. En una ocasión interrumpió la conversación para recogerse en meditación o, tal vez, para pedir al Espíritu Santo la respuesta más indicada. No lo sé.

El Cardenal Joseph Ratzinger está considerado, sobre todo en su propio país, un hombre de Iglesia muy combativo y también discutido. Muchos de sus anteriores análisis y valoraciones se ven actualmente confirmados, algunos incluso hasta en el menor detalle. Y nadie conoce las defecciones y el drama de la Iglesia de nuestro tiempo con mayor dolor que este hombre discreto, de origen sencillo y procedente de la rústica Baviera.

En una ocasión le pregunté cuántos caminos puede haber para llegar a Dios. Yo ignoraba cuál podría ser su respuesta. Podía contestar que pocos o muchos. El Cardenal no necesitó mucho tiempo para responderme: «tantos como hombres».

PETER SEEWALD

Munich, 15 de agosto de 1996



CAPÍTULO I

LA FE CATÓLICA: SIGNOS Y PALABRAS

 

SU PERSONA

Señor Cardenal, dicen que el Papa le tiene miedo, que suele exclamar.- «¡Válgame Dios! Qué dirá el Cardenal Ratzinger de esto.»

Tal vez haya dicho eso, pero en broma, porque el Papa no me teme en absoluto.

Cuando va a ver al Papa, ¿hay alguna especie de ceremonial?

No.

¿Empiezan rezando?

No. Lamento tener que decir que no rezamos; nos sentamos ante una mesa.

0 sea, que entra y se dan la mano.

Sí. Pero primero yo le estoy esperando, llega el Papa, nos damos la mano, nos sentamos ante una mesa, y a continuación, casi siempre, sigue un rato de «charla» personal de cosas que nada tienen que ver con la teología. Luego, generalmente yo le presento los asuntos a tratar, el Papa hace las preguntas que quiere hacer y, después, sigue otro poco de conversación.

¿El Papa le hace indicaciones concretas en sus conversaciones?

Según los temas. En muchos casos suele esperar hasta conocer qué decimos nosotros en lo esencial. Por ejemplo, en la cuestión acerca de la recepción en la iglesia católica de los anglicanos conversos para los que hay que buscar alguna fórmula jurídica, el Papa casi no interviene y se limita a decir: «sed generosos». Pero cómo se haga exactamente, no le interesa demasiado. Hay otros temas, en cambio, que le preocupan especialmente, todos los que afectan a la moral, sea bioética o ética social y, todo el ámbito de la filosofía, o los temas relacionados con el Catecismo y con la doctrina de la fe. Todo eso le interesa mucho personalmente y da lugar a que se originen conversaciones de gran densidad.

¿Cómo viste el Cardenal para esas ocasiones?

Con traje talar. Para estar con el Papa es tradicional ir de sotana.

¿Y el Papa?

El Papa, de sotana blanca.

¿Y en qué idioma hablan?

Hablamos alemán entre nosotros.

¿En latín, no?

No.

En una ocasión, un piadoso visitante de la comunidad evangélica de Hutter, se dirigió a usted diciéndole: «Hermano Joseph,>. ¿Le pareció poco indicado o tal vez irrespetuoso? Según el protocolo eclesiástico, el tratamiento que se da a los cardenales es el de Eminencia.

No. «Hermano Joseph» me pareció muy bien. No es nuestra forma usual de tratarnos, pero ya que hablamos tanto de la fraternidad de los cristianos -yo escribí un pequeño libro, en 1960, sobre la fraternidad de los cristianos-, ahí la tenemos, precisamente ahí, en esa esfera que desde hace tiempo tengo muy presente.

¿Los cardenales también tienen que cumplir órdenes superiores? Por «superiores» quiero decir algo así como las que un obispo pueda imponer a sus sacerdotes.

Un cardenal antes que nada es un cristiano, sacerdote y obispo. Es alguien que tiene la responsabilidad de que en la Iglesia se proclame el Evangelio y se impartan los sacramentos. Yo no utilizaría tan fácilmente esas palabras, «órdenes superiores», simplemente diría que hay algunas exigencias específicas de un cardenal. También un párroco, un párroco rural, está muy comprometido con sus feligreses en el sentido de que tiene que conocerles bien y estar junto a ellos en la enfermedad, en tristezas y alegrías, en bodas y entierros, en sus momentos de crisis y en los de gozo. Tiene que creer con ellos y al mismo tiempo pilotar la nave de la Iglesia.

¿No resulta sumamente agotador el trato diario con Dios? ¿No acaba uno cansado, harto?

Tener trato con Dios para mí es una necesidad. Tan necesario como respirar todos los días, como ver la luz o comer a diario, o tener amistades, todas esas cosas son necesarias, es parte esencial de nuestra vida. Pues es lo mismo. Si Dios dejara de existir, yo no podría respirar espiritualmente. En el trato con Dios no hay hastío posible. Tal vez pueda haber hastío en algún ejercicio de piedad, en alguna lectura piadosa, pero nunca en una relación con Dios como tal.

No obstante, es cierto que por el hecho de estar ocupado en los asuntos de Dios y de la Iglesia, las cosas no son automáticamente mejores, ni más fáciles de hacer o de creer.

Desgraciadamente eso es así. La lectura teológico, en sí, no mejora al hombre desde luego, pero contribuye a ello cuando se lee, no como pura teoría sino tratando de poner en práctica lo leído e intentando conocer mejor a Dios. Tratando también de conocerse mejor a sí mismo y a todos los hombres -al conjunto del universo- y luego se pone esfuerzo por vivir la vida de una nueva forma. La teología sólo es una ocupación intelectual, especialmente si está enfocada con precisión y rigor científico; puede influir mucho en la conducta del hombre, pero en sí misma, no hace mejor al hombre.

Y, ¿hay alguna exigencia de Jesucristo que se haga difícil también para un cardenal?

Por supuesto, porque, en principio, un cardenal es un hombre tan frágil como los demás y al que la diversidad de sus responsabilidades puede ponerle a veces en situaciones difíciles. Puede que no llegue a cumplir debidamente los Diez Mandamientos resumidos en uno, el nuevo mandamiento del amor. Amar, amar a Dios y a los hombres resulta a veces- difícil, sobre todo si tratamos de hacerlo conforme a la Palabra de Dios. Es indudable -y es de todos bien conocido- que a lo largo de la historia ha habido algunos cardenales muy débiles en ese sentido.

0 sea, que amar a los hombres a veces también le resulta difícil a un cardenal

Verá, no se puede amar genéricamente. Alguna vez, se puede dar cierta antipatía que haga las cosas un poco más difíciles, eso sí. Y también, a veces, se puede llegar a dudar de que un hombre sea bueno y preguntarse si no será que se le ha escapado un poco de las manos al Creador y, por eso, ahora hay que tener más cuidado con esa criatura, que parece menos digna de ser amada. Pero he de decir que yo no conozco a ningún ser humano de esas características y, por tanto, no puedo darle mi opinión a ese respecto. Pero, además, siempre hay que aceptar que los demás sean como son. En mi caso, todos los seres humanos que conozco son buenos y a mí me parece una evidencia de que el Creador sabe lo que hace.

¿Usted también se confiesa? ¿Tiene confesor particular?

Sí. Eso me parece muy necesario para todo el mundo.

Es decir, que un cardenal también comete agravios.

Por lo que se ve.

¿Y también se siente a veces como los demás hombres, un poco desvalido, sobrecargado, o se encuentra solo?

Sí. Concretamente en mi actual trabajo, mis fuerzas suelen estar muy por debajo de mis necesidades. A medida que nos vamos haciendo mayores nos damos más cuenta de que flaquean nuestras fuerzas, que ya no son suficientes para todo lo que quisiéramos hacer. Y nos sentimos débiles, sin recursos ante alguna situación concreta. Es el momento de dirigirse a Dios para decirle «ahora ayúdame Tú, porque yo ya no puedo más». Eso también es soledad. Pero el Señor ha puesto tantas personas buenas en mi camino, que, gracias a Él, nunca me he sentido solo.

Desde el año 1981 es el Prefecto de la Congregación romana para la Doctrina de la Fe. Esa Congregación no sólo es la más antigua del Vaticano sino que, además, ha sido durante siglos la más temida, el entonces llamado «Santo oficio». Su tarea consiste en conservar la fe católica en toda su pureza, defender a la Iglesia contra las, herejías y, en caso necesario sancionar las infracciones contra la fe. Ahora bien, ¿todo lo que opina el Prefecto de la Congregación se convierte automáticamente en doctrina?

No, eso no. Yo nunca me atrevería a imponer mis ideas teológicas a la cristiandad por medio de resoluciones de la Congregación. En realidad, suelo intentar reservarme mi opinión y hacer únicamente de moderador de un gran equipo de trabajo.

Nosotros trabajamos, por explicarlo de alguna forma, en grandes círculos. Mantenemos correspondencia con teólogos de todo el mundo que nos asesoran. Tenemos contactos con los obispos de distintos organismos, y también contamos con nuestros propios teólogos en Roma, además de la Comisión teológico, la Comisión bíblica y también la llamada Consulta, que es la autoridad competente en las deliberaciones. Además, están los cardenales como última instancia. Sólo pueden tomarse decisiones de esta manera, trabajando en grandes círculos.

Nosotros, en la Asamblea cardenalicia no podemos decidir nada si antes no están de acuerdo en lo esencial los Consultores, porque si hubiera diferencia de opiniones doctrinales entre los buenos teólogos, nosotros después no somos una -digamos- voz superior; nosotros sólo nos regimos por unanimidad. De modo que solamente decidimos cuando hay un gran acuerdo en el conjunto de asesores; sólo podemos tomar decisiones si llegamos a una Convergencia importante.

Pero también habrá algunas cosas que usted pueda exponer como simple opinión personal.

Es obvio que sí. He sido profesor durante muchos años y me gusta seguir la discusión teológico lo mejor que puedo. Procuro estar al día, y también tengo mí propia opinión sobre la forma de hacer teología que a veces expongo en alguna publicación.

¿Y se ha dado alguna vez el caso, de que el Cardenal Ratzinger haya tenido que contradecirse? Quiero decir, que haya expuesto alguna opinión personal que no pudiera luego apoyar como Prefecto.

Puede suceder que con el paso del tiempo tenga que hacer alguna rectificación. Podría ser, por ejemplo, que me diese cuenta de que en una simple conversación no había juzgado certeramente tal o cual asunto. Lo que nunca podré hacer es lo contrario, es decir, no reconocer una certeza obtenida actualmente con los medios de que dispongo. Eso no. En cambio, sí puede ser que una exposición Con nuevos datos haga necesaria la rectificación de algo anterior.

Es evidente que muchos de sus llamamientos y advertencias, no han surtido efecto en la actualidad. En todo caso, en nuestro tiempo, no se ha conseguido una movilización contracorriente, ni tampoco ha habido un cambio fundamental en la línea de pensamiento. No obstante, usted siempre confía en que Dios conducirá a la Iglesia por sendas misteriosas. Pero que el debate gire siempre alrededor de lo mismo y que el nivel de la polémica haya descendido tanto, ¿no resulta algo deprimente? Y, por otra parte, el contenido de la fe resulta cada vez más oscuro y la indiferencia ante estas cuestiones cada vez mayor

Yo nunca me he imaginado dando un golpe de timón a la historia. Los caminos de Dios nunca conducen a resultados rápidamente mensurables, y eso puede comprobarse viendo cómo . Jesucristo acabó en la Cruz. Esto, a mi me parece muy importante, porque hasta sus discípulos le hacían preguntas parecidas «¿qué pasa?», «¿por qué no nos siguen?», y entonces el Señor les respondía con las parábolas del grano de mostaza o de la levadura, para que comprendieran que la medida que utiliza Dios no es la de las estadísticas precisas. Sin embargo, lo que aconteció con el grano de mostaza y un poco de levadura fue algo enormemente importante y decisivo, aunque ellos entonces no lo podían ver.

Para conocer los resultados en estas cuestiones, yo creo que hay que olvidarse totalmente de proporciones cuantitativas. No somos un negocio que se contabilice haciendo cálculos del tipo «estamos vendiendo mucho», «tenemos una buena política de ventas». Nosotros prestamos un servicio que después ponemos en manos del Señor. Y eso no quiere decir que lo que hagamos sea inútil. Actualmente, por ejemplo, la fe está resurgiendo con mucha fuerza entre los jóvenes de todos los continentes.

Quizá haya llegado el momento de despedirnos de una Iglesia clerical. Posiblemente estemos ante una nueva época de la historia de la Iglesia muy diferente, en la que volvamos a ver una cristiandad semejante a aquel grano de mostaza, que ya está surgiendo en grupos pequeños, aparentemente poco significativos, pero que gastan su vida en luchar intensamente contra el Mal, y en tratar de devolver el Bien al mundo; están dando entrada a Dios en el mundo. He comprobado que, en Alemania también existen nuevos movimientos religiosos de este género, pero no quisiera citar nombres concretos. Probablemente no habrá conversiones en masa al cristianismo, no se darán cambios que pudieran ser considerados ejemplares para la historia, pero existe una presencia nueva y muy fuerte de la fe, que da aliento a los hombres. Ahora hay más dinamismo, más alegría. Hay una presencia nueva de la fe llena de significado para el mundo.

Pues, a pesar de eso, cada vez son más los que se preguntan si la nave de la Iglesia seguirá navegando en el futuro. ¿Merece la pena embarcarse?

Sí. Yo creo firmemente que sí. Es una nave antigua, pero bien conservada y siempre joven. El actual diagnóstico del momento nos ayuda, precisamente, a ver su necesidad cada vez más patente. No tenemos nada más que pensar qué pasaría si esta nave se separara del paralelogramo de fuerzas del momento presente, para darnos cuenta de cuál sería el desmoronamiento, el hundimiento, de la fuerza espiritual.

Hemos de pensar también, que buena parte de culpa de esta decadencia de la Iglesia y del cristianismo, se debe a la actual quiebra espiritual, a la falta de orientación y a los innumerables descuidos habidos en los últimos treinta o cuarenta años, y que ahora estamos padeciendo. Es más, yo diría que si no existiera esta nave, habría que inventarla. Responde tanto a las actuales necesidades del hombre, está tan anclada en el ser del hombre -en lo que el hombre es, quiere y debe ser-, que yo creo que la mejor garantía de que la Iglesia nunca perderá su fuerza esencial, y la mejor garantía de que esta nave no puede hundirse con facilidad es, precisamente, el hombre.

Pero es difícil imaginar que la fe católica, dentro de poco, se pueda vivir como si se tratara de algo moderno; aunque, si se considera detenidamente, tal vez, pueda ser una alternativa, una forma de vida, mucho más consciente y radical de lo que hoy en día podamos pensar.

De la Iglesia se piensa, por ejemplo, que está anticuada, que sus métodos se han anquilosado, que se ha ido enfriando y endureciendo y, así, nos presentan su imagen no si se tratase de un PanZer, un viejo tanque que nos aplasta la vida. Son muchos los que tienen esta extraña impresión, y pocos los que son capaces de reconocer que, ya sopla un aire fresco de novedad, de coraje, de magnanimidad, que nos brinda la posibilidad de cambiar esta vida nuestra atiborrada de viejos hábitos manidos. En la iglesia han permanecido fieles frente al fenómeno de lo moderno sólo los que son capaces de verlo así.

Es evidente que se ha perdido el concepto de lo que es, realmente, la Iglesia y de lo que debería ser. El verdadero significado de los signos y de las palabras de la fe parece haber quedado oculto por una cortina de humo. Sobre todo si lo comparamos con el Budismo zen, por ejemplo que a nadie se le ocurriría pensar que lo puede aprender con facilidad y sin ningún esfuerzo.

Los cristianos nos damos cuenta de que ya no reconocemos la importancia que, de hecho, tiene el cristianismo. En la iglesia, por ejemplo, las imágenes ya no nos dicen nada, han dejado de suponer algo para nosotros- Ignoramos su significado. Incluso conceptos que algunos todavía desconocen -como sagrario, por ejemplo- la generación actual los ignora, y además predomina un sentimiento que «ya conocemos el cristianismo, ahora vamos a buscar otra cosa». por decirlo de algún modo, una cierta curiosidad Por tanto, me parece Muy importante promover, por el cristianisrno, fomentar el deseo de descubrir qué es exactamente. Pero para esto hay que empezar por sacar a la luz del día lo más importante. Es decir, lo ya conocido desde hace mucho tiempo, y -a partir de ahí- fomentar el interés por esa inmensa riqueza que el cristianismo contiene, contemplar su enorme variedad, no Como un pesado lastre de métodos y de sistemas, sino COMO lo que realmente es: un tesoro para nuestra vida que bien merece la pena conocer a fondo.

Ahora deseo hacerle unas cuantas preguntas de cierto relieve a las que después volveremos: ¿Qué quiere decir exactamente, «católico»? ¿Es un determinado sistema? ¿Es una forma concreta de ordenar el mundo todas las cosas? Y En alguno de sus escritos encontré la siguiente frase: «Todos los hombres son criaturas de un solo Dios y, por tanto, del mismo rango, todos relacionados fraternalmente, todos responsables unos de otros y, por tanto, llamados a amar al prójimo sea quien sea.» ¿Esta afirmación suya es originariamente católica?

Eso espero. La fe en Dios Creador es el núcleo del catolicismo. A partir de ahí se deduce la fe en la unidad del ser del hombre en todos los hombres, y en la identidad de la dignidad humana.

Pero dudo mucho que el catolicismo pueda ser visto como un sistema de vida. Se pueden intentar explicar sus elementos fundamentales, pero es obvio que requiere algo más que un conocimiento superficial como si quisiéramos -por poner un ejemplo- enterarnos del programa de un partido político. Es la adaptación de la propia vida a una nueva estructura que abarca todo un proyecto de vida. Me parece imposible explicarlo en pocas palabras. Es una forma concreta de vida que, al habituarse a ella, al comunicarse con ella, proporciona un gran enriquecimiento en la nueva manera de pensar y de ver las cosas.

Evidentemente, podemos exponer los puntos esenciales más importantes como son que lo primero de todo es creer en Dios -en un solo Dios, para ser más exactos- que ama a los hombres y se relaciona con ellos, que llega hasta nosotros y se nos ha hecho accesible a través de Jesucristo que forma parte de la historia. Esto es así y es, además, algo tan concreto que el propio Jesucristo fundó para nosotros una comunidad.

Pero yo diría, que el catolicismo sólo puede entenderse debidamente, poniéndose en camino. Pensarlo y vivirlo tiene que ser una misma cosa; no hay otro modo de entender el catolicismo, creo yo.

Está claro que no existen fórmulas para resumir el catolicismo, pero, ¿podría al menos decir qué es lo más propio de su fe?

La fe de los cristianos significa ver en Cristo vivo, hecho carne por nosotros, al Hijo de Dios hecho hombre, y creer en Dios, en la Trinidad de un solo Dios, Creador del ciclo y de la tierra; y creer que este Dios que se humilló y -por así decir- se hizo pequeño, vela por nosotros los hombres y forma parte de nuestra historia, y creer también que el espacio donde todo esto se manifiesta es la Iglesia, lugar privilegiado de su expresión. Por eso, la Iglesia no es una simple organización humana -aunque haya tanto de humano en ella-, es mucho más, pues la fe nos exige estar con y en la Iglesia; en la iglesia se interpretan y se viven las Sagradas Escrituras.

«El que se haga tan pequeño COMO uno de estos niños», dice el Nuevo Testamento, según Mateo, «ése será el mayor en el reino de los cielos.»

La teología de lo pequeño es fundamental en el cristianismo. Nuestra fe nos lleva a descubrir que la extraordinaria grandeza de Dios se manifiesta en la debilidad, y nos lleva a afirmar que la fuerza de la historia se encuentra siempre en el hombre que ama, es decir, en una fuerza que no se puede medir como se miden las categorías del poder. Dios quiso darse así a conocer, en la impotencia de Nazaret y del Gólgota. Por lo tanto, no es mayor el que posea mayor capacidad de destrucción -aunque el potencial destructivo siga siendo una legitimación para el poder en el mundo-, sino por el contrario, una pequeña partícula de amor, pareciendo tan débil, es muy superior a la máxima capacidad de destrucción.

En una ocasión dijo que la fe cristiana no es una teoría, sino realidad.

Y además creo que eso es muy importante, porque lo esencial incluso del mismo Jesucristo no es que haya divulgado unas ideas -cosa que por cierto, hizo-, lo realmente importante es que «yo soy cristiano porque creo que eso ha acontecido». Dios vino al mundo para actuar en él; es un hecho, una realidad, no es una imagen.

Personalmente, qué le parece lo más atractivo del catolicismo.

La grandeza de vivir esta historia de la que formo parte, me parece algo fascinante; es algo que -en mi opinión incluso sólo humanamente tiene mucho de extraordinario. Y también me llena de admiración que una institución con tantas debilidades y errores, a nivel humano, siga manteniéndose firme y que yo -mientras forme parte de ella- esté en comunión con todos los fieles vivos y difuntos de esa gran comunidad. Y que aquí, en esta comunidad, es donde también tengo la certeza de algo fundamental en mi vida: que Dios se ha fijado en mí. Es una certeza en la que he basado mi vida y en la que quiero vivir y morir.

Jesucristo, y con él también la imagen de la Iglesia, ¿no es un misterio que se pueda aceptar o rechazar? Como una especie de «take or leave it», como dicen los americanos, un «lo tomas o lo dejas».

Hay que tomar una decisión, por supuesto. Pero no como si decido tomar un café, que puedo tomarlo o dejarlo. Es una decisión mucho más seria, que repercute en la estructura de toda mi vida y me afecta a mí mismo en lo más profundo de mi ser. Si decido vivir sin Dios, o contra Dios -cosa que por supuesto tengo libertad para poder hacer- todos mis actos serán, lógicamente, distintos a si pretendo vivir cara a Dios. Es una decisión que abarca plenamente todo mi ser: mi concepto del mundo, cómo quiero ser y Cómo soy. No es una decisión cualquiera, como una de tantas que pueda tomar en el mercado de posibilidades que se me ofrece. Ahí se decide todo el proyecto de mi vida.

Hay gente que opina que la religión es una especie de coraza espiritual, como un recurso o APOYO que el hombre -que no quiere reconocer sus debilidades- se ha fabricado, para estar a bien consigo mismo y con el mundo. Algo parecido a esto dijo el psicoanalista C.G.Jung: «Las religiones son sistemas psicoterapéuticos en el sentido estricto de la palabra. La Iglesia tiene cuadros clínicos terribles que manifiestan todo el alcance del problema espiritual.» ¿Es esto la fe?

En eso que ha dicho Jung -y que luego Drewermann también ha hecho suyo- hay algo de cierto. La religión, efectivamente, tiene dotes curativas y puede dar respuesta a muchas necesidades y miedos atávicos, ayudando a superarlos. Pero eso no significa que podamos reducirla Y considerarla como medio psicoterapéutico. No basta con remitirse a una de esas imágenes de la religión para obtener la curación deseada, porque no es así. Acabaríamos pensando que eran imágenes falsas o que habían perdido su facultad curativa.

Eso es un sobreañadido a la religión y, desde luego, no es una característica suya. Es evidente que la religión es algo más que eso, porque en todas las épocas de la humanidad ha existido (también sin fines terapéuticos) una tendencia a lo eterno, la humanidad tiende a la eternidad y continuamente trata de establecer una relación con el más allá.

Lo esencial de la religión es la relación del hombre que trasciende a algo que no conoce y que la fe llama Dios, y la facultad del hombre de trascender a su relación original por encima de lo tangible y de lo mensurable. El hombre tiene muchas relaciones en su vida, y según cómo sean las que la constituyen fundamentalmente y que lleva grabadas en el fondo de su ser -con el padre, la madre, el hermano, la hermana etc- así será su vida.

Pero si la primera de todas esas relaciones, es decir, si la relación con, Dios no es buena, entonces ninguna de las otras podrá ser buena. Yo diría que esto es, en definitiva, el verdadero contenido de la religión.

Las grandes culturas que conocemos tienen bastantes coincidencias en sus respectivas religiones. Parece haber bastante consonancia de doctrinas: la misma invitación a la mesura, las mismas advertencias sobre el egocentrismo y la autonomía. ¿Por qué entonces no son iguales todas las religiones? ¿Por qué es mejor el Dios de los cristianos que el de los indios? ¿ Y por qué sólo es salvífica una religión?

Esta sugerencia es muy antigua, viene repitiéndose desde que comenzó la investigación acerca de la historia de las religiones, en tiempos de la Ilustración, e incluso antes. Pero, al estudiar cada religión por separado, fue perdiendo vigor hasta casi desaparecer. Las religiones no son todas iguales. Hay religiones de niveles muy diferentes e, incluso, hay algunas que están visiblemente enfermas y son perjudiciales para el hombre.

En la crítica de la religión que hace el marxismo, hay algo de cierto cuando afirma que existen religiones y prácticas religiosas que alienan al hombre. Pensemos, Por ejemplo, en África. La creencia en los espíritus ha sido y es, un serio impedimento para la estructuración de una nueva economía más moderna y más adecuada al actual y creciente desarrollo de ese continente. Y, además, no se puede vivir marcados por un miedo irracional a los espíritus, porque eso impide que en la intimidad de esas vidas pueda haber lo que llamamos religión. 0 consideremos si no, el cosmos religioso indio («hinduismo» es una definición equívoca que sirve para muchas religiones). En ese . cosmos encontraremos una enorme variedad de religiones, desde las más puras y elevadas -acuñadas en el amor-, a otras qu e son, incluso, inhumanas y con ritos homicidas.

En buena parte de la historia de la religión han quedado huellas, como sabemos, de sacrificios humanos. Y también sabemos que cuando se hace política de la religión, ésta se convierte en instrumento de destrucción y de opresión; en la propia religión cristiana se han dado algunos casos patológicos- La quema de brujas fue un retroceso a lo germano, que después de su conversión -en las postrimerías de la Edad Media-, fue superado con mucho esfuerzo, pero la pérdida de la fe, a finales del Medioevo, ocasionó que volviera a resurgir. En una palabra, tampoco los dioses son todos iguales. Incluso, hay divinidades negativas, corno algunos dioses griegos o del cosmos religioso indio . Por lo tanto, cuando se estudia detenidamente la historia de las religiones enseguida se olvida esa idea de igualdad.

Pero, al menos se podría aceptar que alguien que profesa una confesión diferente a la católica, también puede salvarse.

Eso es algo muy diferente. Es perfectamente posible que alguien que reciba con aprovechamiento -con rectitud- los medios auxiliares propios de su religión, sea un hombre cabal, y es, por tanto, posible que ese hombre sea agradable a Dios y le otorgue la salvación. Eso no está excluido, más bien todo lo contrario, seguramente es así en muchos casos, pero deducir de ahí que todas las religiones son iguales, que todas juntas forman un gran concierto, una gran sinfonía, nos llevaría únicamente a un grave error.

Algunas religiones pueden hacer difícil que el hombre sea bueno. Y esto también acontece en el cristianismo cuando los cristianos lo viven de una forma que no es correcta, o en sectas, etc. Por eso en la historia de las religiones -de todas las religiones- siempre es necesario velar por su pureza para evitar que, por el motivo que fuere, pudiera convertirse en impedimento para la relación con Dios, en vez de guiar al hombre por el buen camino.

Yo añadiría algo más, y es que el cristianismo ha quedado establecido como única religión verdadera en la historia de las religiones a partir de la figura de Cristo. Y eso quiere decir que en la figura de Cristo -más exactamente en la Palabra de Dios- es donde se encuentra esa fuerza necesaria para la purificación de la religión. Los cristianos no necesariamente viven bien el cristianismo. Pero en Cristo encuentran las pautas y los medios que conducen a esa purificación indispensable para que la religión no sea un sistema opresivo ni de alienación del hombre, sino un camino de encuentro con Dios y consigo mismo.

Pero actualmente hay mucha gente que piensa que la religión cristiano-católica tiene una visión del mundo bastante pesimista.

La idea de que el cristianismo -que cree en el fin del mundo, el Juicio, etc.- sea de naturaleza pesimista tiene su origen en la Revolución francesa. Más adelante, en el transcurso de la historia, la Edad Moderna que hizo del progreso ley, opinaba de otra forma y decía que la fe cristiana era, fundamentalmente, optimista. Y nosotros, entre tanto, hemos podido comprobar cómo, paulatinamente, iban desapareciendo esas dos contraposiciones, y cómo iba decayendo también esa confianza que la Edad Moderna tenía en sí misma. Porque cada vez es más evidente que con los avances también hay más posibilidades de destrucción, mientras que la razón ética del hombre quizá no ha crecido tanto, y entonces sucede que el hombre convierte su poder en poder de destrucción. El cristianismo afirma que, aunque la historia progrese y gracias a ello avance la humanidad, no por eso ésta mejora en lo esencial.

En la lectura del Apocalipsis observamos que la humanidad se mueve cíclicamente. Siempre hay horrores que se solucionan pero dan paso a otros nuevos, y no se ve que se augure un estado saludable para el hombre a lo largo de la historia. En el cristianismo no hay motivos para que las cosas humanas tengan que ir necesariamente a mejor; en cambio, es propio de la fe cristiana tener la certeza de que Dios nunca abandonará al hombre y, por tanto, la humanidad nunca acabará en un total fracaso, aunque a muchos les parezca que hubiera sido mejor que la humanidad nunca hubiera aparecido sobre el planeta.

Por otra parte, ese esquema de optimismo y pesimismo, está fuera de lugar. El cristiano sabe, como cualquier hombre dotado de razón, que en la historia suele haber grandes crisis; tal vez ahora nos encontremos ante una de ellas, y sabe, también, que esas crisis no se pueden solucionar automáticamente; no disponemos de un interruptor para girarlo a: «positivo». Por lo tanto, seguimos continuamente amenazados por las contrariedades. Pero el cristiano tiene, sobre todo, un último recurso y es que Dios sostiene al mundo en sus manos, cuidando de él de tal forma que, incluso, después de un horror como el de Auschwítz, que a todos nos conmueve las entrañas, el mundo puede rehacerse de nuevo. Porque Dios, es más fuerte que el mal.

¿La Cruz es un símbolo de horror?

La Cruz en sí tiene ciertamente algo de horror que nunca deberíamos olvidar. Esa es la forma más cruel de ejecución que se conocía en la Antigüedad. Era, de hecho, una muerte ignominiosa que no podía aplicarse a un ciudadano romano, Pues quedaría también mancillado el honor de Roma. Contemplar al más Puro de todos los seres humanos, al que era más que hombre, ejecutado de forma tan cruel, nos produce, por lo menos, un enorme espanto. Pero ese mismo espanto nos lo debería producir el ver cómo somos realmente y nuestra propia indolencia. Lutero dijo algo semejante, y me parece acertado, cuando afirmó que el hombre debía escandalizarse de sí mismo para regresar al buen camino.

Sin embargo la Cruz no se queda sólo en eso, en horror, porque desde ese madero no nos está contemplando un fracasado, un desventurado, víctima del más horrible suplicio de la humanidad. El Crucificado, que nos conternpla desde la Cruz, nos está diciendo algo muy diferente de las arengas de Espartaco a sus fracasadas huestes. Desde la Cruz nos contempla un Bien infinito que hace que de ese horror, nazca una vida nueva. Nos contempla el Bien supremo del propio Dios que se ofrece por nosotros Y se nos entrega para -Con nosotros- cargar con el peso de todos los horrores de la historia. Ese signo de la Cruz considerado en profundidad, nos muestra, por un lado, cómo Puede ser de Peligroso el ser humano y hasta dónde pueden llegar las atrocidades de las que es capaz, pero, por otro, también nos invita a contemplar el inmenso e infinito Poder de Dios y que somos amados por Él. Por eso, la Cruz es un signo de perdón y de esperanza que alcanza hasta los últimos confines del mundo.

En nuestro tiempo, hay muchos que se preguntan como se puede seguir hablando de Dios y hacer teología, después de Auschwitz. Y yo a eso respondería, que en la Cruz está concentrado todo el horror de Auschwitz por anticipado. Dios ha sido crucificado y, desde la Cruz, está proclamando que ese Dios, tan débil en apariencia, es un Dios que perdona y es, en su aparente ocultamiento, Dios Todopoderoso.

La verdad sobre Dios y el hombre, vista desde fuera, casi siempre parece triste y difícil de comprender. ¿La fe es, tal vez, sólo para naturalezas fuertes? Porque, además, también parece ser muy exigente en todo.

Yo afirmaría todo lo contrario. La fe es una fuente de alegría. Cuando Dios falta, el mundo queda en tinieblas, todo parece aburrido y no satisface nada. En la actualídad se comprueba fácilmente que cuanto más se vacía el mundo de Dios, más necesidad hay de consumismo y más se vacía el mundo de alegría. El máximo gozo es siempre producto del amor y en eso consiste exactamente la esencial manifestación de la fe. Nosotros somos amados por Dios de modo absoluto. Por eso es tan bien aceptada la difusión del cristianismo entre los débiles y los que sufren.

Claro está que eso también se puede interpretar según el pensamiento marxista diciendo «son sólo buenas palabras», «eso no es la revolución». Pero no veo justificado que nos preocupen ahora afirmaciones como esas. El cristianismo ha logrado unir a señores y a esclavos de una forma totalmente nueva; aunar tal como Pablo advierte al dueño de un esclavo: «no castigues a tu esclavo, ahora es tu hermano,>.

Así que podemos decir que la alegría es un elemento constitutivo del Cristianismo. Alegría, Pero no en el sentido de la que es causada por el OCIO y la diversión, que siempre puede ocultar cierto fondo de desesperanza. Todos sabemos que el alboroto, a veces, es una máscara para disimular la desesperanza. El cristianismo da una alegría propiamente dicha. Y es una alegría que, además de ser compatible con las dificultades de nuestra existencia, contribuye a hacerla más fácil. En el Evangelio, la historia de Jesucristo empieza con las palabras que el ángel dirigió a María, en forma de saludo, «¡Alégrate!». Y en la noche de su nacimiento, los ángeles también repetían: «os anunciamos una gran alegría». El propio Jesucristo manifiesta que viene a traernos una buena nueva, es decir, que el meollo nuclear del mensaje es siempre este: «vengo a anunciaros una gran alegría, Dios está aquí, os ama y así será para siempre».

Sin embargo, parece bastante más fácil no creer que creer Es un Poco paradójico, porque la fe existe por todas partes -el hombre es un ser religioso- pero al mismo tiempo siempre requiere mucha lucha.

Que no creer sea más fácil que creer es muy relativo. Parece más fácil, tal vez, en el sentido de poder liberarse de las ataduras de la fe y decir «yo no me molesto más en esto, es una pesadez», «voy a dejarlo del todo». Ese es el Primer acto de lo que podríamos llamar, la facilidad de no creer Pero vivir sin fe no es fácil. Vivir sin fe significa, para empezar, sentirse en un estado de nihilismo que enseguida requiere tener algún punto de referencia. La vida sin fe es muy complicada generalmente. No tenemos más que recordar la filosofía totalmente carente de fe de Sartre, Camus y de otros muchos, para poder comprobarlo enseguida,

Un acto de fe quizá sea complicado en su punto de partida y en su aceptación, pero en el mismo instante de advertir que hemos sido tocados por la fe -«alégrate»-, se siente un gran gozo interior. Por eso al hablar del acto de fe, no se debe resaltar sólo su dificultad unilateralmente. Esa facilidad de no creer y la dificultad de creer se mueven en planos diferentes. A mí me parece que la carga que conlleva la falta de fe es aún más pesada. La fe da alas al espíritu del hombre Esto se observa sobre todo en los Padres de la Iglesia y muy en particular en la teología monástica, «ser hombres de fe significa ser como ángeles», dicen, «podremos volar, porque no sentiremos nuestro propio peso». «Ser creyente significa aligerarse del propio peso -de ese peso que siempre tira de nosotros hacia abajo- y librarse de él para quedar sostenidos por la fe».

¿En qué se distingue un buen católico de los demás hombres?

Los católicos somos como todos los mortales, y entre ellos pueden darse todas las categorías posibles de buenos y malos, como sucede en otras religiones, donde puede haber hombres de gran calidad interior que, gracias a sus mitos, se acercan al gran misterio y allí encuentran su forma de perfección. Nosotros no podemos apoyarnos en las estadísticas para saber dónde están los buenos y dónde los mejores. Nosotros -los católicos- afirmamos que el que viva la fe fielmente, y se deje formar por ella, se purificará de sus propios errores y flaquezas, y será un hombre bueno.

Entonces, ¿el católico es más feliz q e los demás?

Ser feliz es una categoría enormemente polifacético, qué duda cabe. Pensemos, para empezar, en el Sermón de la Montaña que comienza con las llamadas Bienaventuranzas. Con las Bienaventuranzas el Señor nos dio a conocer la forma de alcanzar la felicidad. Manifestó a la humanidad, que el cristianismo es también escuela de felicidad: «Yo os enseñaré el camino»,. Pero luego comprobarnos que lo que ahí se nos explica no parece coincidir mucho con lo que los hombres, en general, entendernos por felicidad.

Nosotros diríamos que es feliz alguien que dispone de muchos medios, los suficientes para procurarse una buena vida. Diríamos que es feliz alguien a quien vemos siempre contento y a quien las cosas parecen irle bien. Pero el Señor nos dijo: «Bienaventurados los que lloran». Es decir, que al parecer, la doctrina de Cristo sobre la felicidad resulta Paradójica, al menos. comparada con la idea, que nosotros tenemos del concepto de felicidad, Y es que no se trata de una felicidad en el sentido de bienestar, Para entenderlo, tenemos primero que convertirnos; tenemos que olvidarnos de la escala de valore que generalmente utilizamos: «felicidad es igual a riqueza, posesiones, poder…», porque por el mero hecho de medir estos bienes como grandes valores ya vamos Por mal camino, La promesa de felicidad que recibe el católico no es de una felicidad «extrínseca», sino de un estado de felicidad en unión con el Señor. Se le Promete que el Señor será un faro de felicidad en su vida, cosa que, en efecto, es así.

Pero, ¿dónde está Dios, dónde se le encuentra? ¿Se oculta en alguna parte? Al parecer, Dios, se manifiesta muy Pocas veces, y los hombres se desesperan porque creen que Ya no les hace caso, no les deja ver ninguna señal clara y no se pueden comunicar con Él.

No se manifiesta de un modo demasiado visible. No se manifiesta, necesariamente, en forma de catástrofes naturales -aunque éstas puedan, por supuesto, ser una locución Suya- pero, generalmente, Dios no habla demasiado alto, Pero sí nos habla una y otra vez. Oírle depende, como es natural, de que el receptor -digamos- y el emisor estén en sintonía. Ahora en nuestro tiempo, con nuestro actual estilo de vida y de forma de pensar, hay demasiadas interferencias entre los dos y sintonizar resulta particularmente difícil. Y, por otra parte, estamos tan distanciados de Dios que, aunque oyéramos su voz, tampoco la reconoceríamos como suya, así sin más. No obstante, yo diría que a cualquiera de nosotros que esté atento, esté donde esté, puede acontecerle que perciba al Señor, «Dios me habla». Y esa es la gran oportunidad que tengo para conocerle. Y si yo estoy vigilante y alguien me ayuda a descifrarlo, también en las desgracias puede, de pronto, irrumpir en mi vida. Es obvio que Dios no habla demasiado alto; pero a lo largo de toda la vida sí nos habla por signos o sirviéndose de encuentros con otras personas. Basta simplemente con estar un poco atentos y no consentir que las cosas de fuera nos absorban completamente.

Y qué pasa, por ejemplo, con los católicos que tienen dudas. ¿Son considerados como unos hipócritas o herejes? Lo más llamativo de los cristianos es que distinguen una verdad de fe de una verdad científica. Estudian a Darwin, y también van a la Iglesia. ¿Se puede hacer esa distinción? Porque verdad sólo puede haber una; o el mundo fue creado en seis días o fue evolucionando en millones de años.

En un mundo tan confuso como el nuestro es casi inevitable que se presenten dudas. Pero no hay que confundir una duda con una pérdida de fe. Se puedo aceptar honradamente una cuestión que preocupa, y conservar la fe en lo esencial. Por un lado tratando de hallar la solución a esas aparentes contradicciones y, por otro, sabiendo también que no todo se puede comprender, y que eso, que yo no he podido solucionar, tiene solución- En la historia de la teología, a veces, quedan puntos oscuros sin resolver de momento, y que todavía no se han podido interpretar satisfactoriamente.

Las Cuestiones de fe requieren tiempo y paciencia. Ese asunto que mencionaba antes -Darwin, la Creación, el evolucionismo- está en un diálogo interminable que, a pesar de las facilidades que ahora tenemos a nuestro alcance, sigue aún sin concluir. El problema del origen del mundo en seis días no es un tema apremiante ni para la ciencia moderna ni tampoco para la fe. En la Biblia queda bien claro que su narración no es un esquema teológico, ni se pretende narrar un relato exhaustivo de la historia de la Creación. En el Antiguo Testamento, son varias las descripciones de la Creación; en el Libro de Job y en el Libro de la Sabiduría hay otros dos relatos, donde queda suficientemente claro que los creyentes de la época no intentaban hacer una narración, digamos, casi fotográfica de los orígenes, de todo lo creado. Aquello estaba pensado como una visión general de lo más fundamental, con el único fin de explicar que el mundo procede sólo del poder de Dios y que es criatura suya. Pero cómo se llevó a cabo ese proceso, es una cuestión que la propia Biblia ha dejado completamente abierta. No así la teoría del evolucionismo que, por el contrario, me parece que -por ahora no ha dado solución a muchas de sus hipótesis y que incluso, a veces, las mezcla con filosofías casi míticas. Todavía quedan por organizar unas cuantas sesiones críticas sobre todo ese asunto.

Cardenal, hay muchos católicos que no consiguen dar el paso de la fe de niño a la fe de adulto. ¿Cómo se puede, después de haber leído la Biblia con ojos críticos, recuperar una fe sin complicaciones?

Lo primero que hay que saber es que los complicados textos bíblicos sobre la historia de nuestros orígenes no afectan, ni siquiera tangecialmente, a la fe en cuanto tal.

Lo que conocemos de su lectura es algo muy singular y muy importante. En esa historia ciertamente complicada, que -dicho sea de paso- sigue siendo hipotética, se comprueba hasta qué punto se grabaron en la conciencia del hombre unas manifestaciones y realidades, que no eran simple hallazgo del ser humano. Yo creo que si reflexionamos, precisamente, sobre los elementos humanos de la historia bíblica, es corno mejor comprobaremos que allí había algo más. El relato de esa historia es el resultado de un tipo de ayuda que, evidentemente, no fue solamente humana. Por lo tanto, dejemos ese aspecto técnico de la historia en manos de la ciencia y que ella nos aporte más luces sobre ese tema, y nosotros volvamos de nuevo al simple acto de fe. Le diré algo más: es evidente que esa historia es extraordinaria, no sólo por la participación del hombre, sino porque lo acontecido fue algo extraordinario y singular.

¿Cuántos caminos hay para llegar a Dios?

Tantos como hombres. Porque, incluso dentro de una misma fe, cada uno tiene su propio camino personal. Tenemos las palabras de Jesucristo: «Yo soy el camino,,. Así que, en definitiva, hay un sólo camino y todo el que se dirija a Dios ya está de algún modo en ese camino que es Jesucristo. Pero eso no significa que conscientemente, Voluntariamente, todos los caminos sean idénticos, significa que ese único camino es tan ancho que puede convertirse en el camino personal de cada hombre.

La siguiente paradoja es de Tertuliano: «Creo porque es absurdo», mientras que Agustín decía que él creía,- «para conocer» - ¿Por qué cree el Cardenal Ratzinger?

Yo soy decididamente agustiniano. Así como la Creación es asequible a la razón y es razonable, de la fe se podría decir que es consecuencia de la Creación y, por consiguiente, da acceso al conocimiento; yo estoy convencido de esto. La fe significa introducirse en el conocimiento x.agese aforismo de Tertuliano -a Tertuliano le gustaba orar hasta el extremo sus formulaciones- responde, como es natural, al conjunto de todo su pensamiento. Lo que ahí quería decir era que Dios se muestra precisamente de forma paradójica a lo que el mundo entiende, para así manifestar mejor su divinidad. Pero Tertuliano, en aquella época, ya estaba algo enemistado con la filosofía y yo no comparto esa posición, sino la de San Agustín.

¿Y usted también ha adoptado alguna frase significativa sobre la fe?

Yo no necesito ningún lema. A mi me parece que esa frase de San Agustín -que más tarde también adoptaría Santo Tomás- describe con exactitud en qué dirección hay que ir. ¡Creo! Y ese mismo acto de fe incluye que procede de la razón. Porque mientras yo estoy sometiendo a la fe sé que estoy abriendo la puerta a la recta comprensión de lo que no entiendo.

Cardenal, la mayor parte de los hombres de nuestro tiempo, no pueden creer lo que saben y no saben lo que tienen que creer Pero en su persona se dan la unidad de fe y de pensamiento, y también una integridad que nosotros, hombres modernos, escépticos y corruptos ya no conocemos. ¿Qué clase de sentimiento es ese?

Yo no me atrevería a juzgar al hombre moderno en general; no sé si realmente existe esa falta de unidad en los hombres, o si tal vez pueden encontrar la unidad, de diversos modos. El hombre, en su fuero interno, siempre se siente atraído por polos diferentes; eso es algo muy corriente que le sucede a cualquiera, también a mí, sacerdote y obispo. Porque todos tenemos algunas aptitudes o dificultades, aficiones e intereses por diversas cosas, y la fe de la Iglesia no lleva consigo que todo eso desaparezca, no hace que esos intereses se vayan apagando, uno tras otro. Todo el mundo, y yo también, tiene tensiones en su interior, pero yo no diría que eso suponga desunión. Porque, al fin y al cabo, se puede creer con la Iglesia y adquirir conocimientos, con la confianza de que, precisamente por la fe, mis conocimientos recibirán una luz que -por otra parte- me permitirá también profundizar más en la fe; estos dos aspectos se ayudan mutuamente, se complementan recíprocamente. Es decir, que lo que subyace en el acto de fe en Cristo es una unificación de todas las tensiones, y, por consiguiente, el intento de mantener una unidad de vida, de forma que esas tensiones nunca produzcan frustración o ruptura.

Con respecto a una nueva evangelización, antes me ha hablado de algunos encuentros e incluso de la necesidad de una especie de revolución cristiana. Pero aunque se hiciera algún nuevo estudio sobre la necesidad de la evangelización no serviría de mucho, ya que eso sólo acabaría en «nuevos y más animados aspectos culturales del cristianismo». En cambio, sería mucho más eficaz dar más a conocer a Jesucristo a los hombres. A mí me parece que a muchos hombres de nuestro tiempo les gustaría poder creer en algo. Pero ahora creer no parece tan fácil como antes.

Eso salta a la vista. Hemos avanzado tanto en nuestros conocimientos, y hemos sistematizado y ampliado tanto nuestras experiencias que el acceso a la fe ya no es fácil. Pienso que, efectivamente, necesitaríamos una especie de revolución de la fe en muchos sentidos. Por lo pronto, necesitamos más coraje para oponernos a bastantes de las convicciones generales de la actualidad. Hay mucha gente con una ideología que, ordinariamente, aspira a conseguir un alto nivel de vida -que le permita realizar todo lo que quiera, todo lo que desee- y en todo eso, Dios resulta una dimensión desconocida, que no cuenta para nada. Y eso lleva consigo que la moralidad Se produzca como fruto de la simple casualidad o por un golpe de suerte.

Como Ya hemos dicho, esa ideología en la que ahora vivimos y que, día a día, se nos va imponiendo, nos induce a certezas que, en el fondo, apartan al hombre de lo esencial. El hombre actual, por una parte, ya no es capaz de reflexionar sobre lo esencial, pero, por otra, nota que está falto de algo. Las grandes calamidades colectivas, que tanto abundan en el momento actual, se deben a que, en la vida del hombre falta algo, se advierte la carencia de algo. Deberíamos tener el coraje suficiente para romper con mucho de lo que el hombre de finales del siglo xx considera «normal», para volver a descubrir la fe en toda su sencillez.

Y ese descubrimiento sería muy fácil mediante un encuentro personal con Cristo, que no sería un encuentro con un personaje histórico, sino con el mismo Dios hecho hombre. Y, después, cuando la fe ya ha penetrado en el alma, la vida se orienta de forma muy distinta. Entonces sí podría surgir una cultura de la fe, estoy seguro de ello. Pero, para eso es muy importante que un pronunciamiento de esa índole no se haga sólo a título personal, sino compartido con muchos más, hasta formar una comunidad. Y, en la medida en que se fuera viviendo así, se iría creando un nuevo estilo de vida que también daría paso a la nueva cultura.

El futuro se espera con cierta impaciencia. Se ha ido fraguando poco a poco, una especie de histeria general, que ha creado muchas expectativas sobre el futuro. Nunca ha habido tantos finales, ni tantos comienzos, como ahora. A veces parece que las cosas evolucionan Positivamente, pero en otras ocasiones parece que el mundo actual es demencial. La sociedad, tan ávida de lujo y placer, tiene muy cerca una gran pobreza debida a las guerras o a las catástrofes naturales -cada vez más frecuentes- sin darse cuenta de los evidentes signos de decadencia de la cultura, ni de la tremenda falta de orientación; la sociedad desconoce lo que tiene que hacer. Antes no había tanta inestabilidad como ahora, tanta drogadicción, ni tantas relaciones rotas, niños abandonados, chabolismo, etc. ni, paradójicamente, tanta despreocupación.

En una ocasión, Cardenal, usted dijo que lo que le falta a nuestro tiempo no es capacidad para afligirse sino para alegrarse. Pero con ese panorama que tenemos ¿no le parece que alegrarse resulta cada vez más difícil?

Si nos fijamos un poco observaremos que, ahora, la alegría espontánea y desenfadada escasea cada vez más. Parece como si la alegría actual estuviera hipotecada por cargas morales e ideológicas. Cuando nos alegramos de algo sentimos temor; es como si temiéramos faltar a la solidaridad con los que sufren, e, incluso, pensamos «no debo alegrarme tanto, con tantas necesidades y tanta injusticia como hay en el mundo».

Yo entiendo que se piense eso, porque ahí actúan e influyen mucho los sentimientos. Sin embargo, esa conclusión es un error porque con la pérdida de la alegría no mejora el mundo. Al revés, no alegrarse en aras del sufrimiento no ayuda nada a los que padecen. Exactamente pasa lo contrario; este mundo nuestro necesita muchos hombres y mujeres que descubran la alegría de hacer el bien y, así, todos recibirán el ánimo y el empuje suficientes para seguir haciéndolo. La alegría nunca rompe la solidaridad. Cuando la alegría es sana, cuando no es egoísta y procede de la percepción de un bien, es difusiva y se extiende con facilidad. Siempre me sorprende que en los barrios de mayor miseria, por ejemplo en Sudamérica, haya tanta gente alegre y risueña. Es evidente que, pese a todas sus penurias, siguen ejerciendo el bien y se aferran a él para levantar su moral y sacar nuevas fuerzas.

Hemos de repetir, una vez más, que necesitamos una fuente de confianza que sólo la fe puede proporcionarnos. Hemos de confiar en que el mundo es bueno, Dios está en el mundo y por eso es bueno. Y hemos de confiar también en que vivir es bueno y ser hombre es bueno. Y en consecuencia, tendremos fuerza suficiente para alegramos nosotros y para hacer a otros también partícipes de ese mensaje de alegría.

En cuanto a esa doble faceta que describía del momento presente, yo creo que ahora hay una nueva conciencia de la solidaridad, un deseo de responsabilizarse de la humanidad e incluso de la Creación. Actualmente proliferan las asociaciones tratando de contribuir a resolver solidariamente los posibles focos de crisis. Tratan de ayudar con su propio esfuerzo y su alegría, trabajando en favor de la paz y procurando atender las diversas necesidades, según sus posibilidades. Todo el mundo puede ver esto y debería estar agradecido por ello. Y también nos sirve a todos para reflexionar en que nunca debemos olvidar todo lo que hay de bueno en el hombre.

Pero también me hablaba antes de un mundo demencial y despreocupado. Así es. La explicación que yo daría a ese panorama es que la masificación de la sociedad en el mundo actual, por un lado, y los nuevos avances tecnológicos, por otro, han dado paso a nuevas categorías del mal. No deberíamos pasar esto por alto.

Luchar contra esa masificación que, además, reduce al hombre al aislamiento y a una soledad radical, y tratar de crear otras posibilidades más saludables para la sociedad, es todo un reto. Un reto que requiere que todos nosotros nos pongamos manos a la obra. Sólo la técnica, no basta.

Yo diría que de todo lo que hemos considerado se pueden concluir dos cosas: una, que el hombre es un ser moral, responsable de sí mismo y de toda la humanidad, y Otra, que es un ser que, para poder seguir adelante, necesita recibir ayuda de Dios.

 

FAMILIA Y VOCACIÓN

 

Cardenal, qué opina de la siguiente afirmación: «Venimos al mundo, sabemos lo que queremos saber y estamos donde queremos estar».

No sé muy bien de qué se trata exactamente. Ignoro su procedencia. Pero el hombre, ciertamente, viene al mundo interrogando. Aristóteles añadía aún algo más -y Santo Tomás también-, decían que el hombre venía cual tabula rasa. Es decir, los dos postularon que las facultades cognoscitivas eran innatas en el hombre y que la mente, desde el principio, estaba en una disposición receptiva. Yo lo matizaría un poco más. No obstante, es cierto que el hombre es un ser inquisitivo, y que en su fuero interno -por decirlo de alguna forma- siempre espera respuestas.

Yo soy un poco platónico. Con eso quiero decir que creo que hay una especie de memoria, como un recuerdo de Dios grabado en el hombre, y que hay que despertarlo en él. El hombre no sabe originariamente qué debe saber, ni tampoco está originariamente donde debe estar; es un hombre, un ser humano en camino.

En la religión bíblica, en el Antiguo y el Nuevo Testamento, se recogen muchas imágenes de un pueblo de Dios nómada, y se hace siempre hincapié en que Israel era un pueblo en el exilio. Y esa imagen significa -exactamente- lo que es la existencia humana. Nos indica que el hombre es un ser que está puesto en un camino que no es ficticio, y que acontecerá algo en su vida que él tiene que buscar y descubrir qué es, y que también se puede equivocar.

Usted utiliza con bastante frecuencia la palabra «providencia». ¿Qué significa eso exactamente para usted?

Yo estoy firmemente convencido de que Dios nos ve y nos da plena libertad, pero al mismo tiempo nos dirige. Lo he podido comprobar con cierta frecuencia cuando, a veces, se amontonan muchas cosas por hacer que -en un primer momento- se nos antojan enojosas, molestas, complicadas hasta que, de pronto, uno se da cuenta que todo estaba bien como estaba, que aquello era exactamente lo que había que hacer. En la práctica, eso significa para mí, que mi vida no consiste en meras casualidades, sino que hay alguien que me precede y ha previsto todo por mí, que piensa y dispone mi vida. Yo puedo rehusarlo -por supuesto-, pero también puedo aceptarlo, y entonces es cuando soy consciente de que, en efecto, hay una luz «providente» que me dirige.

Pero eso no quiere decir que el hombre esté predestinado, sino simplemente que tiene un destino, un fin que reclama el uso de su libertad. Eso es exactamente lo que se nos dice en la parábola de los talentos. Allí se entregan cinco talentos, y el hombre que los recibe, recibe al mismo tiempo un determinado encargo que puede cumplir o no cumplir. En cualquier caso, cada hombre recibe una misión -la suya-, cada uno recibe su talento particular y ninguno es superfluo, ninguno es en vano. Por eso, el hombre debe saber para qué ha sido llamado a la vida y, luego, ver cuál es su respuesta a esa llamada, a esa vocación concreta que le ha sido otorgada porque -sin duda es lo mejor para él.

Cardenal Ratzinger, usted nació en Marktl am Inn -Alta Baviera- un 16 de abril de 1927, en un Sábado Santo. ¿Eso se ajusta a su modo de ser?

Sí. A mí me alegra mucho haber nacido en ese día, víspera del Domingo de Gloria, justo al empezar la Pascua pero sin que todavía haya dado comienzo. Además, me parece muy significativo, porque indica lo que es mi propia historia en la realidad, lo que es mi situación actual: estar a las puertas de la Gloria, sin entrar todavía en ella.

Sus padres se llamaban José y María. Cuatro horas después de nacer, exactamente a las 8.30 de la mañana, sus padres le llevaron a bautizar. Debió ser un día muy agitado.

Yo no recuerdo nada, claro está. Mis hermanos me contaron que fue un día de una gran nevada, de mucho frío, a pesar de ser un 16 de abril. Pero eso no tiene nada de particular en Baviera.

De todas formas, no deja de ser raro que le bauticen sólo cuatro horas después de nacer. ¿A qué tanta prisa?

Es cierto. Fue así de rápido -cosa que a mí me alegra sobremanera- porque coincidió con que era Sábado Santo. En aquella época todavía no se festejaba la noche pascual, se celebraba la Resurrección a primera hora de la mañana, con la bendición del agua que después serviría para los bautizos durante todo el año. Y como en la iglesia iba a tener lugar la Liturgia del Bautismo, mis padres se dijeron «bueno, ¡pues el chico ya está aquí!», «si le llevamos a la iglesia, le bautizarán con las primeras aguas bautismales.» Y así fue. A mí aún me emociona esa coincidencia de nacer a la misma hora en que la Iglesia preparaba el agua para los bautismos y el hecho de haber sido el primer bautizado con aquellas aguas bautismales recién bendecidas. Me sobrecoge esa coincidencia que me vincula con el tiempo pascual, y esa estrecha unión entre mi nacimiento y mi bautismo.

Creció en pleno campo y era el menor de tres hermanos. Su padre era gendrme, es decir, que era de familia modesta, no acomodada. En cierta ocasión comentó que su madre hacía el jabón en casa.

Bueno, mis padres se casaron algo mayores y, en Baviera, la profesión de mi padre -que tenía el grado de Comisario- estaba bien remunerada. No éramos una familia pobre en el sentido literal de la palabra. El ingreso mensual de mi padre estaba garantizado, pero es bien cierto que vivíamos una vida sencilla, de austeridad, que yo agradezco. Porque, precisamente, viviendo ese régimen de vida, se experimentan alegrías que no se obtienen en una vida de abundancia. Recuerdo con mucho agrado lo felices que éramos entonces por cosas muy pequeñas, y ,cómo nos ayudábamos en todo, unos a otros. La situación en que nos encontrábamos -una vida modesta, con cierta preocupación por las finanzas- originó en nosotros una solidaridad interior, que nos unió aún más, si cabe.

Mis padres se vieron obligados a hacer muchas renuncias para que los tres hermanos pudiéramos estudiar. Y nosotros nos dábamos cuenta y procurábamos corresponderles de alguna manera. Así, en ese clima, aprendimos a vivir con sencillez, siendo felices con poca cosa y queriéndonos mucho entre nosotros. De algún modo éramos conscientes de que, a pesar de aquella sobriedad, recibíamos mucho, que nuestros padres hacían mucho por nosotros.

Pero esa historia del jabón es un tema diferente que nada tiene que ver con que fuéramos una familia modesta, sino con la época del país que nos tocó vivir. Estábamos viviendo los difíciles tiempos de la guerra, y debido a la escasez de muchos productos de primera necesidad -como el jabón-, era frecuente que todo se solucionara con elaboración casera. Mi madre había sido cocinera de profesión y era una auténtica «sabelotodo». Tenía recetas para todo -que se sabía de memoria- y, gracias a su fantasía y a su buena mano para guisar, con los medios más sencillos y económicos disponibles en aquella época de guerra preparaba unos guisos deliciosos.

Mi madre era muy bondadosa, pero con mucha fortaIeza interior. Mi padre era más cerebral y más voluntarioso Era un hombre de convicciones religiosas inquebrantables y advertía y emitía juicios muy acertados sobre aquella situación que estábamos viviendo. Cuando Hitler llegó al poder, mi padre sentenció: «¡es la guerra, necesitaremos un refugio!».

Hay un tal Georg Ratzinger que jugó un papel importante en la historia de Baviera. ¿Quién era exactamente?

Mi tío-abuelo, un tío de mi padre. Era sacerdote, doctor en teología, y también diputado del Parlamento del Reich y del Land, y, además, un auténtico precursor de la defensa de los derechos de los labradores. Yo he leído un acta, un discurso suyo en el Parlamento, donde se declara contrario al trabajo de los niños en el campo, algo que por aquel entonces resultaba inaudito, una gran osadía. Por lo visto era un hombre rudo, pero con mucho prestigio en cuanto a sus ideas políticas, así que todo el mundo le admiraba y estaba orgulloso de él.

Y, ¿cómo era su hogar? ¿Cómo vivían, qué hacían?

Al principio tuvimos que mudarnos de casa varias veces, debido a la profesión de mi padre. No recuerdo nada de Marktl, el lugar donde nací; nos fuimos de allí cuando yo sólo tenía dos años. Entonces nos trasladamos a Tittmoning. La Gendarmería se encontraba en la plaza del pueblo, en un caserón que antes había sido un Priorato.

Era una casa muy bonita, pero algo destartalada e incómoda, todo hay que decirlo. Nuestro dormitorio había sido la sala capitular, pero, en cambio, el resto de las habitaciones eran muy pequeñas. Teníamos mucho espacio, pero se notaba que era una casa antigua, medio en ruinas. Para mi madre aquello tuvo que ser tremendo porque le daba demasiado trabajo. Yo la recuerdo subiendo muchas escaleras, con el carbón y la madera para hacer fuego. Después de eso fuimos a vivir a una preciosa casa, en Aschau. Era una casa de campo que había construido un campesino y que más tarde alquiló a la Gendarmería. Pero comparada con las comodidades que disfrutamos ahora, desde luego, seguía siendo una casa muy sencilla. Por ejemplo, no disponía de cuarto de baño. Pero sí tenía agua corriente.

Después, mi padre, pensando en su futura jubilación se compró una antigua casita de campo en Hufschlag, en Traustein. En aquella casa no salía agua del grifo, había que ir a sacarla del pozo, algo que yo siempre he encontrado deliciosamente romántico. A un lado de la casa había un encinar mezclado con muchas hayas, y al otro lado estaban las montañas. Eso era lo primero que veíamos todas las mañanas, nada más abrir los ojos. Además teníamos manzanos, ciruelos y flores, muchas flores que mi madre cultivaba en un pequeño jardín. Pero el terreno era bastante grande y estaba en un lugar paradisíaco, todo era propicio para los juegos y los sueños de los niños.

Aquel era un mundo inexplorado, y difícil de explorar por su gran riqueza de posibilidades. Por lo visto, los antiguos dueños de la casa eran tejedores, y en ella había un antiguo telar. Las habitaciones eran muy sencillas, y la casa -creo que su construcción databa del año 1726- estaba muy necesitada de restauración; cuando llovía, había goteras por todas partes. Pero era una casa muy bonita y, como dije antes, también muy propicia para los sueños infantiles. Y viviendo así, sin apenas comodidades, éramos enteramente felices. Seguramente, aquello no sería tan divertido para mis padres; Mi padre tenía que pagar las constantes reparaciones de la casa, y Mi madre tenía que sacar el agua del pozo, pero mis hermanos y yo nos encontrábamos allí como en la gloria. Tardábamos cerca de media hora en llegar al pueblo más próximo, pero eso también nos parecía muy bonito y, por una cosa o por otra, siempre estábamos caminando. Nunca llegamos a sentir la falta de comodidades, no echábamos de menos la vida moderna, más bien, al contrario, vivíamos una continua aventura gozando de plena libertad, disfrutando de la belleza natural y de un hogar, que era una casa muy antigua, pero llena de calor humano en su interior.

¿Sus padres fueron muy exigentes?

En cierto sentido, sí. Mi padre era un hombre muy recto y, quizá, por eso mismo, también muy estricto. Pero nosotros sabíamos que se debía a que era un hombre muy justo Y soportábamos sus exigencias con la mayor naturalidad. Y nuestra madre, por su parte, suplía lo que a mi padre le pudiera faltar de suavidad a la hora de exigir. Mis padres tenían dos temperamentos muy distintos, pero precisamente gracias a sus diferencias, se complementa han perfectamente. En mi casa había mucha exigencia, sí, debo confesarlo, Pero también había mucha alegría, mucho cariño. Los hermanos jugábamos mucho juntos y nuestros padres, siempre que podían, sacaban tiempo también para compartirlo con nosotros. Y, como a todos nos gustaba la música, también Procurábamos disfrutarla juntos; aquello nos servía para reponer fuerzas.

Sí, creo que es un gran apasionado de Mozart.

¡Sí! A pesar de que tuvimos que mudarnos tantas veces de casa durante mi niñez, siempre fue en una zona situada entre Inn y Salzach. La mayor parte de mi vida -la más importante y la más bonita- transcurrió en Trautstein, notablemente marcada por Salzburgo. Allí fue donde Mozart penetró hasta el hondón de mi alma. Su música, tan brillante y, al mismo tiempo, tan Intensa, todavía me sigue haciendo vibrar de emoción. No es un simple divertimento, la música de Mozart encierra toda la tragedia de ser hombre.

El arte es elemental para el hombre. La respuesta del hombre a la realidad no puede ser sólo la razón -como asegura la ciencia-, ni tampoco puede expresar todo lo que el hombre quiere y debe expresar. Yo creo que el arte es algo que Dios ha puesto en el hombre. El arte, con la ciencia, es el mayor don que Dios le ha podido dar.

Sus padres enviaron a sus tres hijos a un internado. ¿Por qué lo hicieron exactamente?

En aquellos tiempos era la única forma de recibir una «buena educación». En el Land había pocos Institutos y sólo algunas escuelas; lo mejor para estudiar bien era un internado. Mi hermana, por ejemplo, sólo fue a una escuela secundaria de las franciscanos. Iba a diario en bicicleta -haciendo un recorrido de cinco kilómetros-, y no estuvo interna, vivía en casa. A ella le hubiera gustado más ir a un internado, pero no pudo ser. Mi hermano también fue a la escuela y después pasó al internado. Y yo empecé yendo a la escuela, pero dos años después mis padres pensaron que como era el más pequeño de sus hijos y el último en edad de estudiar, tal vez valiera la pena hacer algún sacrificio más, y darme la oportunidad de que también pudiera ir a un internado. Y así fue. Bueno, supongo que también iría por razones educativas -cosa que entiendo muy bien- porque, lo cierto es que tenía que corregirme de un montón de cosas. En un internado se aprenden muchas cosas mejor que en casa, como, por ejemplo, a ser sociable o a integrarse con los demás. Pero aquello sólo duró dos años, porque entonces todos los internados de Traunstein pasaron a ser lazaretos, y tuve que volver a casa.

Hablando de su familia, ¿se podría decir que su familia era exageradamente religiosa?

Puede ser. Mi padre era muy buen creyente. Todos los domingos iba a Misa a las seis de la mañana, y luego volvía a las nueve al Oficio divino (son Horas canónicas), y por la tarde iba otra vez. Y, en cambio, la religiosidad de mi madre era, sobre todo, más sentida, acogedora, Aunque cada uno a su estilo, en ese punto mis padres también coincidían en lo principal: en casa, la religión era lo más importante de todo.

Pero, en su casa, ¿cómo recibían la educación religiosa? Porque ahora este tema resulta muy problemático para muchos padres.

En mi casa la religión era parte integrante de nuestra vida. Rezábamos en familia. Se bendecía la mesa en todas las comidas. íbamos a Misa diaria cuando el horario de la escuela lo permitía, y los domingos asistíamos todos, en familia. Después de jubilarse mi padre también rezábamos el rosario en familia con bastante frecuencia, y asistíamos al Catecismo de la escuela, aparte de lo que hiciéramos en casa. A nuestro padre le gustaba comprarnos las lecturas que le parecían adecuadas a nuestra edad, por ejemplo recuerdo algunas revistas infantiles de cuando hicimos la Primera Comunión. Pero esto que le estoy contando era todo, quiero decir, que no tuvimos una educación exageradamente religiosa: íbamos a la Iglesia juntos y rezábamos en familia, eso era todo.

Y de joven, ¿qué fue lo que le atrajo de la fe?

Siempre sentí un interés especial por las cosas de la Liturgia, y creo que a mis hermanos también les interesaba. Cuando estaba en la segunda clase, mis padres me regalaron mi primer misal. Eso fue para mí como una gran aventura: adentrarme en aquel misterioso mundo del latín y averiguar qué estaba pasando, qué estaban diciendo, qué significado tenía todo aquello. Y así fue cómo, a partir de un misalito infantil, llegué al misal más completo. Pero fue paso a paso, como un emocionante viaje de exploración.

Un misal. ¿Qué es eso exactamente?

Es el libro que el sacerdote coloca sobre el altar para celebrar la Misa. Ese mismo libro existe también en ediciones más manejables, asequibles a todos los cristianos y que -por cierto- también está traducido al alemán.

Por otra parte, como es natural también nos entusiasmaban todas las fiestas litúrgicas que entonces había: su música, sus ornamentos, las imágenes, etc. Eso por una parte. Pero además, desde un principio, todo lo relacionado con la religión me interesaba también racionalmente. Creo poder decir que yo iba profundizando, paso a paso, por mi cuenta. En aquel tiempo del nacionalsocialismo había muchas polémicas, y era particularmente necesario tener bien preparadas las respuestas que había que dar, porque por entonces, te señalaban públicamente: «ese es católico, va mucho a la iglesia», o incluso, «ese quiere hacerse cura». Las broncas callejeras eran muy frecuentes; había que estar bien pertrechado contra los posibles ataques.

Buscando argumentos y estudiando a fondo para poder defenderlos, descubrí que todo aquello era una apasionante aventura de la razón, que, progresivamente, me iba abriendo horizontes nuevos. Las alegrías litúrgicas unidas a las de la razón me parecieron una posibilidad enormemente atractiva para alguien que quisiera dedicar su vida a conocer bien el mundo, y ése era mi caso.

Su origen bávaro y el marcado catolicismo de su país parecen haber marcado también su propia vida. Usted siempre ha dicho que preferiría salir en defensa de la fe sencilla de la gentes modestas que de la fe arrogante de los teólogos, o de la fe débil de los creyentes aburguesados o de vida desahogada.

En Baviera nos gustaría ser creyentes y buenos católicos, y pasar inadvertidos. Pero la fe adquiere un particular colorido en nuestro país, sobre todo en esa pequeña ciudad de Traunstein, donde, en el transcurso de la historia, el catolicismo ha estado siempre implicado en la vida cultural del Land- Yo diría que nos han contagiado esas costumbres religiosas para que no olvidáramos nuestra propia historia.

Desde tiempos remotos, en mi familia todos han sido bávaros, buenos patriotas. Mi padre era originario de la Baja Baviera y como se sabe, en la política bávara del siglo XIX había dos corrientes muy diferentes. Una estaba orientada hacia un imperio alemán, es decir, a una única nación alemana, mientras que la otra era la corriente bávaro-austríaca, de orientación franco-católica. Mi familia pertenecía claramente a esta segunda y ahí todos tenían fama de ser muy buenos patriotas bávaros; todos estaban muy orgullosos de su historia. Mi madre era del Tirol, en el sur de Alemania, donde también predomina un catolicismo muy arraigado y con mucha vida, aunque su forma de practicarlo sea muy diferente. De modo que nosotros, aunque conscientes de que no debíamos manifestarlo, nos identificábamos plenamente con nuestra propia historia. Pero esta historia no tiene nada que ver con la otra, con la del nacionalsocialismo que, de 1933 a 1945, nos condujo a la catástrofe. Al contrario, aquel nacionalismo que acabó en guerra y catástrofe, nos reforzó aún más en nuestra concepto de la historia.

¿En su familia ha habido conflictos en la relación padre-hijo?

Alguno tuvo que haber, casi seguro; no obstante siempre tuve mucho trato con mi padre. Tal vez se deba a que, en su último año de servicio, estuvo de baja por enfermedad durante mucho tiempo. Hizo todo lo que pudo por retirarse del servicio a tiempo, porque era totalmente contrario al Tercer Reich. Durante esos meses caminábamos mucho juntos, y eso nos aproximó mucho uno al otro.

Hubo un tiempo -estando los tres hijos estudiando y mi padre ya jubilado- en el que, como la cuestión económica era algo problemática, mi madre tuvo que volver a ejercer su profesión temporalmente en Reit im Winkl. Yo, entonces, pasaba mucho tiempo en casa, con mi padre. Me contaba muchas cosas, era muy buen comunicador. Es decir, que caminando y charlando nos unimos mucho. Y algo que también contribuyó mucho a nuestro buen entendimiento fue el tema de la religión y su decidida aversión al régimen nazi. Para mí, su mayor fuerza de convicción era simplemente su honradez. Su conducta fue siempre un ejemplo para nosotros.

¿Cómo se expresaba concretamente su padre en contra del régimen de aquella época?

Estuvo de servicio hasta el año 1937. Durante el tiempo llamado «de acción», a finales de la República de Weimar, vivíamos en Tittmoning. Yo era muy pequeño todavía, pero recuerdo muy bien cuánto sufría mi padre entonces. Tenía alguna relación con el periódico «Dergerade Weg», contrario al nazismo; por ejemplo, todavía me acuerdo de las caricaturas de Hitler en ese periódico. Mi padre también era muy tajante en sus afirmaciones. El inminente poder nazi que él veía fue el principal motivo para que saliéramos de allí y nos fuéramos a vivir a un pueblecito. En el pueblo los ánimos estaban más calmados y la situación era más distendida, claro, a pesar de que entre aquellos campesinos ya hubiera -por desgracia- un gran número de nazis. Mi padre no ejerció ninguna clase de oposición en público, cosa que -por otra parte- allí hubiera sido imposible. Pero en casa, cuando leía el periódico, sufría un ataque de ira. Ante los demás sabía contener su indignación, no así cuando estaba con personas de su entera confianza, a las que les manifestaba su opinión con toda claridad. Pero, a pesar de ser funcionario, mi padre nunca estuvo afiliado a ninguna organización.

Dígame, Cardenal, ¿usted ha sido miembro de las Juventudes hitlerianas?

Nosotros no pertenecimos a las Juventudes hitlerianas, pero en el año 1941, mi hermano sí tuvo que formar parte. Yo era demasiado pequeño todavía, pero después -estando ya en el Seminario- también tuve que participar en las J.H. Luego lo dejé cuando nos ocuparon el Seminario, y eso me creó bastantes dificultades, porque yo sólo podía obtener el dinero para matricularme mostrando el carnet de las J.H. Menos mal que había un profesor de matemáticas que era nazi, pero, gracias a Dios, muy comprensivo -era un hombre honrado- que me advirtió: «ve al menos una vez, para que te den el carnet», y al ver que yo me negaba, me dijo: «no te preocupes, te comprendo», «yo lo haré por ti». Y me libró de aquella obligación.

De pequeño, qué le hubiera gustado ser. ¿Tenía a alguien a quien quisiera imitar?

No sabría decir si hubo alguien a quien a mí me hubiera gustado imitar. Supongo que es muy propio de los niños cambiar de parecer de un extremo a otro. Recuerdo que, en cierta ocasión, vi a un hombre pintando una pared y pensé, «cuando yo sea mayor, quiero ser como él». Pero tiempo después vi al Cardenal Faulhaber -en visita pastoral a nuestra diócesis- vestido de color púrpura, y me pareció tan fascinante que, enseguida, cambié de opinión y decidí que prefería ser algo así.

Pero, un pintor de brocha gorda y un cardenal ... no se parecen en nada.

Claro que no. Ahí podemos comprobar que un niño todavía no sabe distinguir, su decisión está motivada por un simple efecto óptico de su agrado. Pero, estando todavía en la escuela pública ya empecé a sentir vocación de enseñar, y en eso sí tuve a quién imitar. Ese deseo siempre ha sido, a Dios gracias, compatible con mi vocación sacerdotal. Pero, de todos modos, me atrevería a asegurar que el deseo de enseñar a otros -transmitir lo conocido a otros- me interesó desde una edad muy temprana, y también la afición a escribir. Empecé a escribir mis primeras poesías, y otras cosas, en la escuela.

Pero, ¿qué clase de poesía?

Hacía poesía de todo lo que veía, de todo lo cotidiano , poesías dedicadas a la Navidad, a la Naturaleza. Simplemente era una señal de que me gustaba exteriorizar mis sentimientos, sobre todo de que me gustaba dar algo de mí mismo a los demás. En cuanto aprendía algo nuevo me sentía en la obligación de enseñárselo a los demás.

¿Y nunca pensó en formar una familia? ¿Nunca tuvo relaciones con alguna chica? Del Papa Juan Pablo II sabemos que de joven estuvo enamorado.

Yo lo explicaría así: nunca he sentido la necesidad de crear una familia, eso no entraba en mis planes. Pero, como es natural, he tenido muchas amistades. Eso sí.

'Y cómo conoció su vocación? ¿Cómo supo que estaba destinado para esto? En una ocasión dijo: «Yo estaba convencido, aunque no sabría decir por qué, de que Dios quería de mí algo que sólo podría llevarlo a cabo ordenándome sacerdote».

No lo vi gracias a un rayo de luz que, de pronto, me iluminara y me hiciera entender que debía ordenarme sacerdote, no. Fue más bien un lento proceso que iba tomando forma paulatinamente; tenía una vaga idea, siempre la misma, hasta que, por fin, tomó forma concreta. No sabría decir la fecha exacta de mí decisión. Lo que si puedo asegurar es que, esa idea de que Dios quiere algo de cada uno de nosotros -de mí también-, empecé a sentirla desde muy joven. Sabía que tenía a Dios conmigo y que quería algo de mí; ese sentimiento empezó muy pronto. Luego, con el tiempo, comprendí que se relacionaba con mi ordenación de sacerdote.

Y después, pasado el tiempo, ¿recibió alguna nueva luz se sintió de alguna manera iluminado por Dios?

Iluminado en el sentido clásico de la palabra que nosotros conocemos por los místicos, eso no, nunca; soy un cristiano normal y corriente. Pero en un sentido un poco más amplio, la fe aporta una nueva luz, qué duda cabe. Con la fe unida a la razón -como decía Heidegger- se puede entrever un espacio de claridad entre distintos caminos equivocados.

En cierta ocasión ha escrito: «Todo lo que es, es un pensamiento ya cuajado. El espíritu creador es origen y causa principal de todas las cosas. Todo lo que es, es razonable por su origen, porque procede de la razón creadora».

Con esas palabras yo sólo intentaba expresar filosóficamente lo que contiene y ha elaborado la doctrina cristiana sobre la Creación. Y exactamente dice que nada es porque sí, sino que es a causa de una energía creadora que -a su vez- tampoco es una energía inánime, sino que es razón y amor, y, por eso, todo es razonable en cuanto que creado. Esa es la filosofía cristiana sobre la Creación. Y así creída y razonada nos infunde una nueva luz, pero no tendría sentido hablar aquí de «iluminación» en la acepción popular de la palabra.

Y, una vez decidido a ordenarse sacerdote, ¿nunca tuvo dudas, tentaciones, nostalgias?

Si. Claro que tuve. Concretamente en el sexto año de estudios de teología uno se encuentra frente a cuestiones y problemas muy humanos. ¿Será bueno el celibato para mí? ¿Ser párroco será lo mejor para mí? Estas preguntas no siempre tienen respuesta fácil. En mi caso concreto, nunca dudé de lo fundamental, pero tampoco me faltaron las pequeñas crisis.

Pero, qué clase de crisis. ¿Le importaría citarme algún ejemplo?

Durante mis años de estudiante de teología en Munich yo me planteaba dos posibilidades muy distintas. La teología científica me fascinaba. La idea de profundizar en el universo de la historia de la fe, era algo que me interesaba mucho; aquello me abriría extensos horizontes del pensamiento y de la fe, que me llevarían a conocer el origen del hombre y el de mi propia vida. Pero, al mismo tiempo, cada vez veía más claro que el trabajo en una parroquia -donde atendería todo tipo de necesidades- era mucho más propio de la vocación sacerdotal, que el placer de estudiar teología. Eso suponía que ya no podría seguir estudiando para ser profesor de teología que era mi más íntimo deseo. Porque, si me decidía al sacerdocio, significaba una entrega plena a mis obligaciones, incluso en los trabajos muy sencillos y poco gratificantes. Por otra parte yo era tímido y nada práctico -estaba más bien dotado para el deporte que para la organización o el trabajo administrativo-, y también tenía la preocupación de si sabría llegar a las personas, si sabría comunicarme con ellas. Me preocupaba la idea de llegar a ser un buen capellán y dirigir a la juventud católica, o dar clases de religión a los pequeños, atender convenientemente a enfermos y ancianos, etc. Me preguntaba seriamente si estaba preparado para vivir toda la vida así, si aquella era realmente mi vocación.

A todo ello iba siempre unida la otra cuestión de si yo podría hacer frente al celibato, a la soltería, de por vida. La Universidad estaba, por aquel entonces, medio en ruinas y no teníamos local para la Facultad de teología. Estuvimos dos años en los edificios del Palacio de Fürstenried, en los alrededores de la ciudad. Aquello hacía que la convivencia -no sólo entre alumnos y profesores, sino también entre alumnos y alumnas-, fuera muy estrecha, así que la tentación de dejarlo todo y seguir los dictados del corazón era casi diaria. Solía pensar en estas cosas paseando por aquellos espléndidos parques de Fürstenried. Pero, como es natural, también haciendo largas horas de oración en la Capilla. Hasta que, por fin, en el otoño de 1950 fui ordenado diácono; mi respuesta al sacerdocio fue un rotundo sí, categórico y definitivo.

 

Y, antes de que acabara la guerra. ¿tuvo que ir también al Ejército?

Sí. En 1943, todos los seminaristas de Traunstein, formando un grupo, fuimos destinados a Munich, a la arti llería antiaérea. Yo sólo tenía 16 años, y de agosto del 1943 a septiembre del 1944, estuve de servicio militar como todos los demás. Nos incorporamos al Max-Gymnasium y muy cerca de allí se seguían impartiendo clases. Tuvieron que reducirnos algunas asignaturas, pero pudimos recibir las clases sobre las materias más fundamentales. Aquello no resultaba demasiado agradable para nadie -como es lógico-, pero el compañerismo entre nosotros era tan fuerte que logramos tener un ambiente muy estimulante.

¿Qué hacía en la artillería antiaérea, en aquel tiempo?

La batería estaba dividida en dos elementos principales, por una parte el cañón y por otra el departamento de mediciones. Yo estaba destinado en este último Por entonces ya disponíamos de los primeros aparatos electrónicos y ópticos para detectar la aproximación de aviones y trasmitir los datos necesarios a los artilleros. Aparte de los servicios regulares, siempre que había un toque de alarma, teníamos que estar todos en nuestros puestos. Esto no hubiera sido tan tremendo si no fuera porque el toque de alarma casi siempre sonaba de noche, y nos echaba a perder muchas horas de sueño, casi todas las noches.

¿Participó en el bombardeo de Munich?

Sí. Entonces estaba de servicio en un tercer departa mento, el de comunicaciones, que dirigía todas las opera ciones de telecomunicación. Nos encontrábamos en Gilching, cerca del lago Ammer, una posición muy destacada porque los americanos que regresaban del Mediterráneo tenían irremisiblemente que sobrevolar Munich. Muy cerca

de allí estaba la fábrica de aviones de Oberpfaffenhofen, donde se fabricaron los primeros caza-reactores. Nosotros fuimos los primeros en ver despegar y volar aquellos nuevos reactores alemanes. Hubo muchos bombardeos, algunos eran continuos; vivimos la guerra muy de cerca.

En el otoño de 1944 nos enviaron a todos al servicio en cuartel. Estuve estacionado dos meses en la frontera austro-húngara, justamente cuando Hungría capituló ante los rusos. Todo aquello estaba en ruinas, había barricadas antitanques, refugios. Después me trasladaron a Infantería y tuve la suerte de ser destinado a Traunstein. El reparto de destinos estaba a cargo de un oficial muy amable, manifiestamente anti-nazi, que siempre que podía procuraba ayudar a todo el mundo. Y él me envió a casa, a Traunstein, para que mi servicio en la Infantería fuera lo menos enojoso posible. Pero allí caí prisionero y me trasladaron a un campo de prisioneros americano en Ulm, con otros 40.000 o 50.000 soldados. Por fin, el 19 de junio de 1945, fui puesto en libertad.

¿Conserva algún recuerdo del final de la guerra?

Nos hallábamos en el campo de aviación de Aibling, Durante las seis semanas que permanecí en aquel campo de prisioneros dormíamos todos al aire libre y en el suelo, cosa nada divertida. Los americanos no pudieron instalar suficientes barracones ni ningún tipo de alojamiento para tantos prisioneros. Como no teníamos calendario ni nada semejante se nos ocurrían muchas cosas para contabilizar los días y tener noción del tiempo que iba pasando. Tampoco recibíamos noticias. De pronto, un día -era el 8 de mayo- nos dimos cuenta de que los americanos, que solían utilizar artillería ligera, habían cambiado a la munición pesada, y estaban disparando frenéticamente. Nos llegaron rumores de que la guerra estaba llegando a su fin. Alemania se había rendido. Todos suspiramos aliviados con la esperanza de que pronto nos pondrían en libertad y ya no nos podría pasar nada más. Pero, enseguida supimos -por nuevos rumores- que no debíamos alegrarnos tan rápidamente, porque los americanos pensaban seguir haciendo la guerra a Rusia y, muy probablemente, nos enviarían a combatir contra los rusos; iban a armarnos de nuevo para salir hacia el frente. Yo no me podía creer que aquel respiro acabara tan pronto, no podía ni pensar en ello. Me alegraba tanto de que la guerra hubiera terminado que sólo pensaba «ojalá que ahora esto no dure tanto».

 

 

 

EL JOVEN PROFESOR

 

«Al iniciar mis estudios de teología», comentaba en alguna ocasión, «empecé a interesarme también por otros temas de índole intelectual que me explicaran la situación de mi propia vida, pero, sobre todo, que me desvelaran el misterio de la Verdad.» ¿Qué quería decir exactamente con estas palabras?

Yo creo que esas palabras mías son un poco «afectadas». Sólo quería explicar que cuando uno se decide a estudiar teología no es porque quiera aprender un oficio, sino para poder llegar a entender la fe, y eso -en palabras de San Agustín- presupone que la fe es verdad. La fe también abre el acceso a un recto conocimiento de la propia vida, del mundo y de los hombres. Con el estudio de la teología, uno se introduce automáticamente en la gran polémica espiritual de la historia de Occidente. La fe cristiana estuvo desde un principio anatematizado por la tradición judía, por el mundo grecolatino y también -naturalmente- por la propia historia en la Edad Moderna. Porque el estudio de la teología siempre ha ido unido a cuestiones como «¿qué es exactamente teología?», «¿qué podemos saber estudiando teología.»

El ambiente en el Seminario de Freising, por aquella época, era magnífico. Acabábamos de salir de una terrible guerra. Después de haber vivido seis años de contienda, la gente sentía hambre -tanto física como espiritual- por saber de muchas cuestiones que se habían planteado, justamente, en la época que acabábamos de vivir. Nosotros entonces ya habíamos leído a Gertrud von Le Fort, a Ernst Wiechert y a Dostojewski, a Elisabeth Langgäser, y toda la literatura que en aquel tiempo se podía encontrar. Todos los estudiantes de Munich conocíamos al profesor Steinbüchel -teólogo moralista- que era el más conocido entonces, y a Heidegger y Jaspers. Había un dinamismo espiritual realmente entusiasta.

¿Qué corriente espiritual le interesó más en particular?

Me interesaron mucho Heidegger y Jaspers, y el personalismo en su conjunto. Steinbüchel ha escrito un libro, «Die Wende des Denkens», (El cambio del pensamiento), donde expone, de forma impresionante, el cambio radical del predominio del neokantismo a la fase personalista. Esta fue una lectura clave para mí. Y como. contrapeso a todo esto, me interesaron mucho, también desde el principio, Tomás de Aquino y San Agustín.

Estas palabras son de Steinbüchel: «Corregir al agitador, animar al pusilánime, refutar al antagonista». Era como explicaba su función.

Fue un gran obispo. También escribió libros colosales que hacen pensar en cómo pudo lograrlo con tantas otras ocupaciones como tenía. Pero su principal dedicación, por encima de todo, fue la de obispo continuamente ocupado con toda clase de pleitos y necesidades de la gente humilde de su ciudad; fue preocupación suya mantener siempre esa imagen. Eran tiempos difíciles, la emigración estaba comenzando. Desde luego, no se puede decir de él que fuera un hombre que estaba en las nubes.

En esa época, por un decreto del Reich, el obispo era al mismo tiempo una especie de juez de paz y, por tanto, gozaba en su jurisdicción de cierto rango que exigía su intervención y sus sentencias en muchos litigios civiles. Estando ocupado casi a diario en esos menesteres hacía todo cuanto podía por llevar la paz de Cristo a todos los corazones, sobre todo predicando el Evangelio. También en eso fue un modelo para mí. A pesar de sus vehementes deseos de llevar una vida de meditación, y a pesar de sus enormes ganas de trabajar intelectualmente, supo estar -ante todo- disponible para los demás y entregarse a ellos hasta en las cosas más pequeñas de cada día.

Lo que más me impresionó entonces no fue exactamente su labor pastoral, que yo apenas conocía, sino la frescura y la vitalidad de su pensamiento. La escolástica tiene su importancia, pero todo es muy impersonal; requiere algún tiempo para llegar a profundizar en sus tensiones. En San Agustín pasa todo lo contrario: las pasiones, el sufrimiento, el dolor, todas las cuestiones del hombre están presentes de una forma tan directa que uno se siente enseguida identificado con él.

Después se interesó por la teología de la historia en San Buenaventura. ¿Eso, por qué fue?

Fue una simple casualidad. El Profesor Söhngen, director de mi tesis doctoral, al leer mi disertación sobre la Iglesia primitiva determinó que tratara de la Edad Media o Moderna en mi habilitación para la cátedra. Sea como fuera, yo debía dedicarme a investigar el concepto de Revelación en San Buenaventura. El profesor sabía que me inclinaba más por la corriente agustiniana que por la tomista, y me aconsejó San Buenaventura, que él también veneraba y conocía muy bien.

La teología fundamental tiene mucho que ver con la «Revelación» y se pregunta ¿qué es ésta exactamente?, ¿realmente ha existido? y otras cuestiones semejantes. Al embarcarme en ese tema y estudiarlo a fondo quedó en evidencia que, para San Buenaventura, la Revelación estaba muy relacionada con la aventura franciscana y que esa aventura, a su vez, también estaba relacionada con Joaquín de Fiore, que había vaticinado una tercera edad, la tercera edad del Espíritu Santo, como nueva fase de la Revelación. Joaquín de Fiore había calculado en qué tiempo, cuándo iba a comenzar esa edad. Y, por una extraña casualidad, ese tiempo coincide en su cálculo con las mismas fechas de la vida de San Francisco, quien, efectivamente, dio inicio a una nueva fase en la historia de la Iglesia. Hasta el punto de que los franciscanos tuvieron la sensación -que pronto se convirtiría en una nueva y relevante corriente- de que ellos constituían lo que Joaquín de Fiore había vaticinado: «ésta es la nueva tercera edad del Espíritu Santo», «es este pueblo de Dios, pobre y humilde que no necesita una estructura temporal».

Con esto, el concepto de Revelación ya no quedaba sencillamente fijado en un principio muy lejano, sino que estaba unido a la historia, como un proceso precedente que ahora entraba en una nueva fase histórica. La Revelación había dejado de ser un tema abstracto para San Buenaventura, ahora estaba unido a la exégesis de su propia historia franciscano.

¿Qué se desveló con ésto?

Son dos grandes interrogantes muy diferentes. Uno de ellos se podría expresar de la forma siguiente: Si la fe cristiana está sujeta a una Revelación hace tiempo ya acabada ¿no está entonces condenada a someter al hombre y hacerle retroceder al pasado? Y con tantos avances en la historia ¿podrá la fe ir al mismo paso que la historia o tendrá todavía algo que añadir? ¿No se irá quedando progresivamente anticuada hasta acabar siendo irreal? San Buenaventura respondía a esto destacando la relación de Cristo y el Espíritu Santo según el Evangelio de San Juan: La palabra de la Revelación histórica es definitiva, pero también inagotable, y permite seguir profundizando en ella. El Espíritu Santo habla en todo tiempo como intérprete de Cristo, manifestando así que su palabra siempre tiene algo nuevo que decir. El Espíritu Santo no puede extrapolarse a un período futuro como dice el joaquinismo, sino que siempre es edad del Espíritu. La edad de Cristo es la edad del Espíritu Santo.

El segundo interrogante es el de la escatología y la utopía. Al hombre le resulta difícil esperar sólo en el más allá o en un nuevo mundo después de que acabe éste. Prefiere una promesa en la historia. Joaquín de Fiore, que formuló una promesa tangible, realizó así el cambio de agujas que aprovecharía Hegel -tal como explicara el Padre H. De Lubac-; y, a su vez, Hegel preparó el esquema mental de Marx. San Buenaventura se mostró contrario a esa utopía que engaña al hombre. Hizo también prevalecer un concepto más sereno y realista del movimiento franciscano frente a otro exaltado y anárquico-religioso, que causó y causa mucho mal. Pero, precisamente en aquella realidad no utópica vivida por los franciscanos en la apasionada fe vivida por las comunidades, encontró la respuesta a la cuestión sobre la utopía: los franciscanos no trabajan para un mundo de pasado mañana, trabajan para dar al mundo actual un poco de la luz del Paraíso. Aquí viven «utópicamente» como pueden, renunciando a poseer, a disponer de sí mismos, a satisfacer su eros. Y así entra un poco de aire fresco en este mundo, rompiendo sus presiones, y Dios se acercará de nuevo a nosotros en medio de este mundo.

Al terminar sus estudios estuvo algo más de un año dedicado a la cura de almas. Me han contado que, sobre todo, tuvo que celebrar muchos entierros.

No. Eso no es cierto. Fui coadjutor en una parroquia y daba dieciséis horas semanales de Religión, a seis clases diferentes, de la 2ª a la 8ª clase. Eso suponía un montón de trabajo, más aún si se tiene en cuenta que yo me estrenaba en aquel encargo. Era lo que más tiempo me llevaba de todas mis obligaciones pastorales; disfrutaba mucho con aquellas clases porque enseguida comprobé que tenía facilidad para relacionarme con los niños. Fue una experiencia muy interesante para mí, dejar el ámbito intelectual para, de pronto, dirigirme a los niños. Me pareció muy bonito transformar el abstracto universo de los conceptos de modo que un niño también pudiera entenderlo. Además, los domingos tenía que pronunciar tres sermones; uno iba dirigido a los niños y los otros dos a personas mayores. Para mi sorpresa, la Misa para los niños era siempre la más frecuentada por las personas mayores, que también empezaron a asistir. Yo era el único coadjutor y por tanto también tenía que trabajar con la juventud -yo, solo- por las noches. Aparte de esto, todas las semanas había muchos bautizos y entierros, es verdad, y me veía obligado a atravesar todo Munich, de punta a punta, pedaleando en mi bicicleta.

¿Estaba solo para todo eso?

Sí. Solo, pero tenía un párroco muy bueno, el prelado Blumschein. Era el mejor modelo de buen pastor de almas; no era muy intelectual, pero era muy buena persona y un hombre totalmente dedicado a sus obligaciones.

Creo que también ha sido uno de los profesores más jóvenes de Alemania y muy admirado por los estudiantes. Uno de sus alumnos me ha contado que explicaba las lecciones de forma que todo les parecía distinto, les sonaba diferente.

Yo supongo que eso tendría bastante que ver con el hecho de mi propia juventud. Porque yo -a diferencia de algunos de mis colegas que exigían a sus alumnos la lectura de los libros- prefería hacer como San Agustín y procuraba facilitarles material suficiente sobre los problemas del momento de nuestro propio ámbito. Supongo que ese estudiante se referiría a algo de esto.

En un panegírico del teólogo Joseph Ratzinger, el profesor Wolfgang Beiner decía que su teología era «soberana y magistral» e inseparable de su persona. «Posee un vigilante intelecto analítico a la par que una gran capacidad de síntesis». Y también añadía que podía desevelar y abrirse paso con facilidad en los puntos flacos de la teología, gracias a la «clásica brillantez que irradia». ¿Se reconoce en esta descripción de su persona?

Me parece algo exagerada, pero eso suele ser normal en todos los panegíricos. Yo, naturalmente, siempre me he esforzado por hacer un análisis valiente y, precisamente por ese mismo motivo, también he procurado -en mi círculo de doctorandos- ayudar a que los demás detectaran los puntos débiles de una argumentación. Ha sido una magnífica experiencia a nivel humano. En vez de trabajar en solitario con cada doctorando, nos reuníamos todos un par de horas a la semana para que cada uno pudiera presentar a debate las dificultades que encontraba en su trabajo. Era un sistema de trabajo que les gustaba mucho.

Luego se fue ampliando aquel círculo y visitamos a otros profesores, gente importante. Fuimos a Estrasburgo a ver a Congar, y a Basilea a hablar con Karl Barth; en cambio invitamos a Karl Rahner, a que viniera él. Todos los alumnos tenían muchas inquietudes. Y no nos ahorrábamos nada. Quiero decir que sabíamos que en las críticas no nos movía una intención adversa, estábamos intentando ayudarnos, debatiendo los temas analíticamente. Y procurábamos también no quedarnos atrapados en aquellos análisis, había que llegar a la síntesis.

Si tuviera que destacar algo de su teología, o de su forma de hacer teología, ¿qué elegiría como lo más específico?

Tal vez, que desde un principio me fijé en el tema de la iglesia, que he seguido a lo largo de toda mi vida. Para mí siempre ha sido importante -y ahora más aún- que la Iglesia no fuera un fin en sí misma, sino que la razón de su existir es que nosotros podamos conocer y llegar a Dios. Así que, yo diría, que me gusta tratar el tema de la Iglesia desde la perspectiva de Dios, y -en ese sentido- es el tema central de todos mis esfuerzos.

Por un lado, yo nunca he buscado tener un sistema propio o crear nuevas teorías. Quizá lo específico de mi trabajo, si queremos decirlo así, podría consistir en que me gusta pensar con la fe de la Iglesia y eso supone, para empezar, pensar con los grandes filósofos de la fe. Significa que yo no hago una teología aislada; intento hacer una teología lo más amplia posible y siempre abierta a otras formas de pensamiento dentro de una misma fe. Por eso para mí ha tenido siempre especial interés la exégesis. Yo no podría hacer teología puramente filosófica. Para mí, lo primero de todo, el punto de partida, es el Verbo. Creer en la Palabra de Dios y poner empeño en conocerla a fondo, ahondar en ella y entenderla, para después reflexionar junto a los grandes maestros de la fe. Por eso mi teología tiene cierto carácter bíblico e incluso patrístico, sobre todo, agustiniano. Pero procuro, como es natural, no quedarme en la Iglesia primitiva; lo que intento es subrayar los aspectos más relevantes de su pensamiento y entablar al mismo tiempo un diálogo con el pensamiento contemporáneo.

El concepto de «verdad» es el más utilizado en todos sus trabajos. S lema episcopal también reza: «Cooperador de la verdad». Pero, ¿por qué no «cooperador de la realidad o de la sabiduría»?

Las dos cosas van unidas, verdad y realidad son una misma cosa. Una verdad sin realidad sólo sería algo abstracto. Y una verdad que no hubiera sido asimilada por la «sabiduría humana», tampoco sería una verdad humanamente interpretada, sería una caricatura de verdad.

Este tema, al principio, no me parecía de particular interés. Pero a lo largo de mi trayectoria intelectual me fui dando cuenta de lo siguiente: viendo todas nuestras limitaciones, ¿no será una arrogancia por nuestra parte decir que conocemos la verdad? Y, lógicamente, después me planteaba si no sería conveniente suprimir esa categoría. Y tratando de resolver esta cuestión, llegué a comprender y a percibir con claridad que renunciar a la verdad no sólo no solucionaba nada, sino que además se corría el peligro de acabar en una dictadura de la voluntad. Porque lo que queda después de suprimir la verdad sólo es simple decisión nuestra y, por tanto, arbitrario. Si el hombre no reconoce la verdad, se degrada; si las cosas sólo son resultado de una decisión, particular o colectiva, el hombre se envilece.

De este modo comprendí la importancia que tenía que el concepto de verdad -con las obligaciones y exigencias que, indudablemente, conlleva- no desapareciera y fuera para nosotros una de las categorías más importantes. La verdad tiene que ser como un requisito que no nos otorga derechos, sino que -por el contrario- requiere humildad y obediencia, y, además, nos conduce a un camino colectivo. Poco a poco, la importancia de la verdad ampliaba su círculo imponiéndose como de interés primordial en la situación actual, pero, como dije antes, la verdad no se puede concebir en abstracto, ha de estar enmarcada por la sabiduría.

Su hermano le describió en cierta ocasión con las siguientes palabras: «Se violenta mucho cuando debe luchar para que las cosas se hagan según su conciencia». ¿Usted es un hombre de conciencia?

Intento serlo, aunque no me atrevo a afirmar que lo sea. Pero, desde luego, me parece fundamental no permitir que se acepte, o sea bien visto, lo que es contrario a la verdad. Y esa tentación se presenta con frecuencia. Como es natural, puede darse un espíritu de contradicción, que presente todo como opinable y justificable. Sin embargo cuando el hombre escucha la voz de su conciencia, distingue el bien por encima de cualquier actitud permisivo o tolerante. Por eso es para mí un ideal y una gran tarea ayudar al hombre a reconocerla. Las grandes figuras, como Tomás Moro, el Cardenal Newman y otros, que supieron dar testimonio de la verdad -como muchos de los perseguidos por el régimen nazi, como Dietrich Bonhoeffer-, son mis mejores modelos.

De todas formas, alguna vez ha dicho que el hombre debe destacar «la primacía de la verdad sobre la bondad»,. Sin términos medios, me ha parecido entender. ¿No le parece dar con eso la imagen del Gran Inquisidor que describía Dostoiewski?

Eso habría que leerlo en su contexto, naturalmente, porque ahí la bondad está mal entendida, en el sentido de falsa bondad, cuando a lo que realmente se aspira es a «no quiero causar un disgusto a nadie». Actualmente, esa actitud se da con mucha frecuencia incluso en ámbitos políticos, «no me voy a meter en eso, porque sería mi perdición». Y antes que disgustar a alguien o disgustarse uno mismo, se pacta con el error, con la impureza, con la falta de verdad, con el mal. El bienestar o éxito personal y la propia imagen se pagan muy caros -con el visto bueno del grupo de opinión más en boga-, a costa de la Verdad. Yo no estoy en desacuerdo con la bondad en general; porque la verdad triunfa y sale adelante sólo con la bondad. Yo me refería concretamente a esa caricatura de bondad que, lamentablemente, tanto se ha extendido. So capa de bondad, la conciencia se desvirtúa y se antepone la tolerancia, se rehuye todo lo que pueda causar enojo y se elige el camino más cómodo; es decir, se elige ser bondadoso para dar buena imagen.

Le han calificado de «perseverante, como buen bávaro», y también dicen que es de piedad «sencilla y sincera». Ambas cosas apuntan a una dimensión profunda, que podríamos llamar algo barroca. Pero estudiando los abismos de la existencia humana también se interesó mucho por «el sentido de la apacible belleza de una Creación redimida». ¿Eso no es una contradicción?

Digámoslo de otra manera; en la vida no hay contradicciones, hay paradojas. Una serenidad que sólo se basara en no querer enterarse de los grandes males de la historia, no sería tal serenidad, sería engaño o ficción, sería un replegarse en sí mismo. Y, por otra parte, no querer ver al Creador manifestándose, incluso en un mundo de maldad, sería también cinismo. Ambas cosas están muy relacionadas; por un lado, no hay que apartar la mirada de los grandes males de la historia y de la existencia humana y, por otro, hay que dirigir la mirada -con esa luz que nos da la fe- y ver que el Bien también está ahí, aunque a nosotros no resulte difícil compaginar ambas cosas. Precisamente cuando se quiere resistir al Mal, conviene no caer en moralismos sombríos y taciturnos que nos ímpidan alegrarnos; por el contrario, es muy importante ver la belleza que hay ahí contenida, porque así Podremos ofrecer una fuerte resistencia a lo que destruye la alegría.

¿Se puede ejercer también la teología como un juego, según ha escrito Hermann Hesse en su «Juego de abalorios»?

Esto sería muy poco. Juzgo que se da asimismo un elemento lúdico, pero, al fin, como se piensa en «Juego de abalorios», no se trata de un mundo construido, de una especie matemática del pensamiento sino de una confrontación con la realidad. Y, esto, en efecto, en todas sus dimensiones y en todas sus pretensiones. En eso radica el elemento del juego, pues es también algo genuino de nuestra existencia, parte integrante suya; sin embargo, esto, no bastaría para caracterizar una teología correcta.

Otra obra de Herman Hesse, «El lobo estepario», se cuenta entre sus lecturas preferidas. Este libro es considerado como uno de los documentos más significativos de una cultura pesimista y del inicio del existencialismo. Si se lee detenidamente, nos encontramos con la descripción de un hombre neurótico, hipersensible, que también pretende hacer un diagnóstico de la enfermedad de nuestro tiempo con su atormentado autoanálisis. Cardenal, ¿tienen algo que ver estas características con su personalidad?

No. En absoluto. Ese libro fue un descubrimiento para mí por la fuerza de su diagnóstico y de su pronóstico. En esa obra se anunciaban casi todos los problemas que hemos vivido después, en los años sesenta y setenta. En la novela se trata en realidad del análisis de una única persona, pero analizada de tal forma que, a la postre, nos lleva hasta el autoanálisis. En ese libro, descubrir el «Yo» significa, al mismo tiempo, su destrucción. No es sólo que haya dos almas en un solo cuerpo, es, sobre todo, que el hombre se desintegra. No hice su lectura identificándome con el personaje, sino para saber cómo un visionario entiende, en los tiempos modernos, la problemática de la soledad y la del hombre solitario.

La idea de una personalidad multi-opcional, la concepción de que el hombre moderno no tiene ninguna identidad definida sino que él es hoy una cosa y mañana otra: esta visión ha llegado justamente en nuestro tiempo a su florecimiento. Todo es posible. El individuo ya no está sujeto a un esquema determinado, la vida es, conforme a esto, un juego sin fin con todas las variaciones inimaginables.

Y que carece totalmente de voluntad. Pero la vida es algo demasiado serio para considerarla un simple juego; la vida nos enfrenta al dolor y a la muerte. Y el hombre puede perder su identidad, pero nunca podrá sacudiese de encima la responsabilidad que tiene de explicar su pasado.

Siendo profesor en Bonn, Münster, Tubinga y Ratisbona, sus posiciones eran más bien reformistas. El Cardenal Frings, de Colonia, le nombró asesor suyo cuando tuvo que asistir al Concilio Vaticano II. Y entonces aconteció algo sorprendente. El Concilio ya estaba preparado desde hacía bastante tiempo y se había pensado hasta en sus últimos detalles hasta que usted redactó un sensacional discurso para Fríngs. Y, de pronto, todos los planes se echaron abajo y cambiaron todos los documentos previamente seleccionados. ¿Qué pasó exactamente?

Como bien dice Karl Rahner nunca se debe sobreestimar el papel de un solo individuo. El Concilio era un gran cuerpo que debía su existencia -sin duda alguna- al impulso y esfuerzo de muchos; si podía celebrarse era por el hecho de que era, precisamente, el vivo deseo de muchos individuos. Tal vez todos no pudieran formularlo expresamente, pero aquella disposición existía en el ambiente, todos buscaban y estaban a la espera de algo.

Los padres conciliares asistieron al Concilio no sólo con los textos listos para su aprobación y abiertos -por decirlo de alguna manera- a retocarlos en caso de necesidad, sino que iban dispuestos a luchar y a quitarse la palabra para decir lo que querían decir en poco tiempo. Primero hubo una presentación y luego cada uno recogió su respectivo trabajo, no pensando en cambiarlo todo de arriba a abajo, sino con intención de trabajar con la máxima rectitud en servicio de la fe. La introducción de Frings (flanqueado por los Cardenales Liénart y Lille) iba orientada precisamente en ese sentido, es decir, sólo hubo que poner por escrito algo que los padres conciliares ya sabían y eran plenamente conscientes de ello.

¿Qué decía exactamente en aquel discurso?

Lo primero de todo es que no fue escrito por mí, porque no era un discurso, en realidad. Lo ocurrido fue que en Roma, la Curia ya había elaborado varias propuestas para la composición de las diferentes Comisiones conciliares, y era de esperar que después de presentadas las listas, se pudiera proceder a la inmediata votación. Pero no todos pensaban lo mismo. Entonces, los Cardenales Liénart y Frings se pusieron en pie y dijeron, «así no podemos votar, es más prudente que nos conozcamos un poco unos a otros para saber quién es el más indicado para cada Comisión», y hubo que retrasar un poco la votación. Aquella fue la primera campanada, nada más comenzar el Concilio. Pero, pensándolo bien, no fue para tanto. Querer saber personalmente quiénes eran los mejores candidatos, es absolutamente normal. Fue un impulso muy espontáneo de ambos cardenales que, por otra parte, también respondía al deseo de casi toda la Asamblea.

La segunda campanada -son pequeños sucesos que se suman a la historia que le estoy contando- fue, en concreto, que cuando se iba a someter a debate el texto sobre la Revelación, el Cardenal Frings aclaró que tal como estaba redactado -yo había colaborado en él- no tenía un punto de partida apropiado. Hubo que redactarlo de nuevo, a mitad de Concilio. Eso sí que fue una campanada. Y eso dio pié a que se dijera que, en términos generales, nosotros rehacíamos los textos por nuestra cuenta.

Y el tercer discurso, que se hizo famoso, versaba sobre la necesaria reforma de los métodos empleados por el Santo Oficio, y se pedía que se diera forma a un nuevo procedimiento de mayor transparencia. Estos fueron los discursos que tanta impresión causaron a la opinión pública cuando se conocieron.

Y esa campanada, ¿fue recibida con normalidad? ¿No fue una sorpresa para usted?

Sorprendió a muchos, pero también respondía a algunas esperanzas. El Cardenal Frings había tenido contactos previos y sacó la conclusión de que habla que esperar un poco más. Anunciarlo, respondía al sentido común de toda la Asamblea.

Cardenal Ratzinger, usted tenía fama de ser un teólogo progresista, y era, además, un profesor «estrella»; sus clases siempre estaban repletas hasta los topes. Con frecuencia hablaba a sus alumnos de sinceridad, de tolerancia, y al mismo tiempo tronaba contra la rigidez neoescolástica de Roma. Reprochaba al Vaticano ser el responsable del enfriamiento de la Iglesia. Siendo todavía un joven teólogo, se quejaba de que la Iglesia tuviera «las riendas demasiado cortas; hay demasiadas leyes, muchas de las cuales han contribuido a la falta de fe de este siglo, en vez de contribuir a su salvación.» Después de esto, con razón podría decirse que las reformas del Vaticano II hubieran sido imposibles sin su entrada en acción.

Me parece un poco exagerado. Una persona sola, un individuo, un teólogo -y totalmente desconocido en el mundo para más señas- hubiera sido incapaz de hacer algo significativo sin otros compañeros de viaje en la misma dirección; ni siquiera siendo un cardenal conocido y famoso hubiera podido hacer nada, .

Cuando el Papa Juan convocó el Concilio y dió a conocer su lema -dar un gran salto hacia adelante para poner la fe al día-, el aggiornamento, como a él le gustaba repetir, los padres conciliares reaccionaron con una clara voluntad de cambio: había grandes deseos de renovación y de superar aquellos vetustos y envarados modelos escolásticos, para arriesgarse a una nueva libertad. Así fue en casi todo el mundo. No sabría decir, por ejemplo, si tal vez en África había otros deseos. Pero así se pensaba en todos los episcopados a lo largo y ancho del mundo.

Yo no recuerdo exactamente esas frases que me atribuía antes, pero es cierto que yo opinaba que la teología escolástica, tal como estaba, había dejado de ser un buen instrumento para un posible diálogo entre la fe y nuestro tiempo. En aquella situación, la fe tenía que abandonar el viejo Panzer y hablar un lenguaje más adecuado a nuestros días, tenía que mantener una actitud diferente. En la iglesia hacía falta más libertad. Pero, lógicamente, los sentimientos propios de la juventud jugaban un papel importante en todas esas reflexiones. No obstante, aquel sentimiento también se hacía presente en todo el conjunto de la Iglesia, relacionado tal vez con la existencia de un nuevo resurgimiento de la postguerra; existía la esperanza de que, «por fin ha sonado una hora nueva para el cristianismo».

Usted mismo repetía muchas veces que quería ser muy fiel al Vaticano II, sin «nostalgias de un ayer ya pasado e irrecuperable,,. Pero, pocos años después de acabar el Concilio, también comenzó a hablar de un «Konzilsungeist», un no-espíritu del Concilio, con un balance bastante negativo. Ya se había dado aquel esperado paso adelante, pero los resultados que se recogían poco después eran un claro «proceso de decadencia». ¿Qué fue lo que salió mal?

Esto es lo que nos preguntamos todos. Se ha demostrado empíricamente que no se han cumplido las expectativas, esto se puede comprobar estadísticamente. Y actualmente hay además mucha gente llamada progresista que habla de un «invierno de la Iglesia». Desde luego, es indiscutible que aún no ha sonado esa hora del cristianisrno, al contrario, ha habido muchas defecciones, pero siempre junto a nuevos resurgimientos, que también los hay, por supuesto.

Pero esto, ¿por qué es así? yo lo explicaría de dos maneras. Para empezar, teníamos demasiadas esperanzas, qué duda cabe. Pero no podemos hacer la Iglesia a nuestro antojo. Nosotros cumplimos un ministerio, pero el bien y el mal no dependen sólo de nuestra actividad. En la historia ha seguido habiendo tendencias que no valoramos suficientemente. Eso por una parte. Habíamos alimentado demasiadas expectativas, probablemente, en un sentido no totalmente correcto. Porque esperábamos mucho en el sentido de querer ver crecer el cristianismo, sin darnos cuenta de que esa «sonada hora» de la Iglesia, podía también presentarse bajo otro aspecto distinto.

Lo segundo sería que hay una notable diferencia entre lo que los padres conciliares querían comunicar y lo que los mass media comunicaron y, lo que en general, ha quedado impreso en la conciencia del mundo. Los padres del Concilio querían aggiornare la fe, pero de forma que, al mismo tiempo, fuera presentada con nuevo vigor. Y, en vez de eso, se fue forjando la idea de que la reforma consistía en un ir soltando lastre; se fue generalizando la idea de que había que simplificar la fe. Pero con eso, sólo se consigue la decadencia de la fe.

Ahora constatamos que, en la realidad, esas facilidades, acomodaciones y concesiones, no han logrado un reforzamiento de la fe, ni la simplificación, ni la intensificación deseadas. En el fondo, hay dos conceptos de reforma. Uno es el de huír del mero poder externo, reducir factores externos en aras de una fe mejor vivida. Y el otro consiste en hacer que la historia nos resulte más cómoda, por decirlo de forma un poco grotesca. Naturalmente, eso es lo que sale mal.

Es evidente que en nuestros días continúa esa falsa interpretación. Actualmente hay muy pocos que se remiten al Concilio, ni entre los considerados reformistas, ni tampoco entre los conservadores. En el año 1975, usted indicaba que los resultados del Concilio, «todavía no son visibles. Aún no les ha llegado su hora, pero llegará, Estoy seguro de eso».

Así es. El Concilio ha tenido dos interpretaciones. Aun así, los textos conciliares siguen siendo la continuidad de la fe. De ahí que, actualmente, haya muchos que piensan que los textos del Concilio fueron solamente un primer impulso para el despegue y ahora hay que comprometerse en alguna dirección, pero alejándose de los textos. Con esa premisa no se puede hablar del Concilio. Como es lógico, no es necesario seguirlo al pie de la letra, pero el gran legado que nos ha dejado el Vaticano II es precisamente el valor directivo de sus declaraciones propiamente dichas. Sólo podremos aceptarlo, explicarlo, entenderlo, a partir de ahí. Y también a partir de ahí emanan impulsos colosales -a escala mundial- como la libertad religiosa, por ejemplo, y otros aspectos semejantes.

Pero, antes que nada, deberíamos empezar por sacar provecho de la grandeza de la fe, aprovechar los estímulos que su conocimiento nos proporciona. Yo quisiera insistir -una vez más- en que el auténtico tesoro que nos ha dejado el Concilio se encuentra concretamente en sus textos. Si los leemos cuidadosa e íntegramente, estaremos seguros de no caer en ninguno de los dos extremos, y ante nosotros se abrirá un nuevo camino con mucho futuro.

El inicio de la revolución estudiantil en Europa coincidió con sus críticas a la mala utilización del Concilio. ¿Había alguna relación entre las dos cosas? Al parecer, por entonces tuvo lugar también la ruptura con Tubinga. Aquel célebre y joven profesor de teología, anteriormente progresista, adoptó -de pronto- una actitud hostil. Cuentan que, en una ocasión, los estudiantes le arrancaron el micrófono. supongo que el proceso que fueron siguiendo los acontecimientos debió ser terrible para usted. Posteriormente afirmó: «En aquellos años aprendí cuándo debía darse por terminada una discusión, porque si no, aquello podía acabar siendo una patraña y habría que emplearse a fondo en resistir para mantenerse libre de ella».

No. A mí nunca me arrancaron el micrófono. Tampoco tuve dificultades con los estudiantes, sino más bien con los activistas que procedían de un fenómeno social extraño. En Tubinga las clases estuvieron siempre muy concurridas y fueron bien acogidas por los estudiantes, y el contacto con ellos era irreprochable. Pero fue entonces cuando, en efecto, percibí cómo se iba infiltrando una tendencia nueva que -fanáticamente- se servía del cristianismo como instrumento para su ideología. Y aquello sí que me pareció una auténtica patraña. Fue entonces cuando realmente vi con claridad e incluso experimenté que el concepto inicial de reforma se corrompía. Comprobé que se estaba haciendo mal uso de la Iglesia y de la fe ya que se utilizaban como instrumentos de poder con otros fines y para otras formas de pensar e ideologías distintas. La unánime voluntad de servir a la fe se había destruido. Había sido reemplazada por una instrumentalización en servicio de una ideología tiránica, de orientaciones, además, realmente brutales, crueles. Entonces comprendí perfectamente, que si se quería perseverar en la voluntad del Concilio, había que oponer resistencia a todos aquellos abusos. Como le dije, nunca tuve dificultades con los estudiantes, pero fui testigo de la tiranía que allí se ejercía, incluso brutalmente.

Para poder concretar un poco más en los procedimientos utilizados en aquella época me gustaría citarle unas palabras que mi colega protestante, el pastor Beyerhaus, con quien yo trabajaba, recordaba recientemente en una publicación suya. Son citas que no proceden de un opúsculo bolchevique de propaganda atea. Se publicaron en octavillas en el verano de 1969, para repartirlas entre estudiantes de Teología evangélica de Tubinga. Su encabezamiento rezaba «el señor Jesús, partisano», y seguía diciendo: «¿qué otra cosa puede ser la Cruz de Cristo sino expresión sado-masoquista de ensalzamiento del dolor?». 0 esta otra: «el Nuevo Testamento es un documento cruel, ¡una gran superchería de masas!». Con el espíritu de la crítica marxista a la religión, se recriminaba a la Iglesia ser cómplice de la explotación capitalista de los pobres y, se atribuía a la teología convencional una función sistemática de estabilización social. En eso también tomó parte el llamado «Nuevo Testamento de Tubinga» ... Tengo grabado en la memoria, como un trauma, nuestra impotencia cuando mi colega Ulrich Wickert y yo nos presentamos en una asamblea plenaria de estudiantes. Sugerimos que la «Teología evangélica» se distanciara de aquellas octavillas blasfemas y no se responsabilizara de ellas. «No». Fue la respuesta que recibimos: «ahí se exponen resultados sociopolíticos muy serios, primero tenemos que escucharles y ponernos de acuerdo sobre la verdad». El fervoroso grito del profesor Wickert: «Ese, ¡Maldito sea Jesús! debe desaparecer de nuestro medio quedó sin respuesta.» (P. Beyerhaus, Der Kirchlichtheologische Dienst des Albrecht-BengelHauses, en: «Die Krisis», 17.III.1969, pg. 9 y ss.). En la «Teología católica» no se llegó tan lejos pero la corriente que también estaba prendiendo era exactamente la misma. Entonces comprendí que el que allí quisiera seguir siendo progresista tenía que cambiar de modo de pensar.

Supongo que su libro «Introducción al cristianismo» no empieza por casualidad con historia de Hans.

Efectivamente. A mí me sucedió exactamente lo mismo que en esa historia, cuando en aquellos años contemplaba el nuevo movimiento teológico. El cristianismo era considerado entonces como una pesada carga, era como la famosa pepita de oro del cuento de Hans. En cambio para mí estaba perfectamente claro que cada vez que se reiteraba aquel continuo sucederse de reinterpretaciones, era sólo para cambiar a peor. La metáfora del famoso cuento describe exactamente la situación que en aquel momento estábamos viviendo. Yo escribí esa historia en 1967, cuando estaba empezando todo esto.

Algunos especulan si Hans podría ser…

No. No tiene nada que ver con Hans Küng, se lo aseguro categóricamente. Nunca he tenido un enfrentamiento con él, ni por asomo.

Posiblemente, usted también hubiera podido ser un gran crítico, como ya es tradición en los rebeldes eclesiásticos alemanes. ¿Qué se lo impidió? Hans Küng sospecha que Pablo VI estimuló que se hicieran ciertas críticas para saber a quién entregar algunos cargos de gobierno.

Yo no sé nada de eso. De todos modos, Pablo VI nunca me habló en esos términos; la primera vez que le vi, personalmente fue en junio de 1977, después de mi consagración episcopal. Ser nombrado arzobispo de Munich en 1977 fue una sorpresa para mí, sí, me impresionó mucho. Y, desde luego, no fue una contrapartida a concesiones oportunistas. No. Mi nombramiento llegó porque se fueron conociendo las diversas situaciones por las que había pasado -además, naturalmente, de los cambios de actitud propios de la edad-, y aquello hizo que llamara la atención mi forma de pensar. Exactamente en el Concilio, mi principal objetivo había sido poner al descubierto el centro nuclear de la fe -que existía debajo de tanto cuerpo extraño- para darle impulso y dinamismo. Ese impulso es una constante en mi vida. Además, es imposible que yo pudiera replegarme a una oposición anticlerical. A ese nombramiento no se accede por el mero hecho de ser profesor. Pero lo más importante para mí es y ha sido siempre no apartarme de la dirección que quedó grabada en mi vida desde la niñez, y permanecer en ella siendo fiel.

De todas formas, en el desempeño de su tarea, siempre ha demostrado querer ocultar su propia personalidad, y nunca lo contrario. Es evidente que responde a lo que entiende por obligación, obedecer, servir, etc. unos cuantos conceptos que, precisamente, con las diversas revoluciones culturales, han caído en descrédito.

Pero estoy seguro de que volverán a ser bien vistos. Porque si no estamos dispuestos a someternos a un colectivo y a ponernos a su servicio, no habrá una libertad común para todos; la libertad del hombre es siempre una libertad compartida. Es una libertad vivida entre todos y eso exige servir. También es verdad que podemos hacer mal uso de esas virtudes, -por decir así-, sometiéndolas a un mal sistema. No son puras en sí, sólo formalmente, son puras en relación con el para qué al que estén sometidas. Y en mi caso, ese para qué es la fe, es Dios, es Cristo, por eso tengo la seguridad de que su sometimiento es bueno.

Usted se enfrentó a partir de un determinado momento, a algunos teólogos e incluso reaccionó con bastante vehemencia frente a ciertas críticas al núcleo central de la teología. Su frase preferida era: «es la Iglesia de Dios, y no un campo experimental para los teólogos».

Yo desearía no tener que enfrentarme a ningún teólogo, porque es como luchar contra mí mismo. La teología es un oficio noble e importante, y el trabajo realizado por un teólogo siempre es relevante. Hacer crítica y ser críticos es también propio de la teología. Me opuse claramente, es cierto, a una teología que parecía haber perdido el norte y que, por tanto, había dejado de hacer un servicio. Porque nosotros somos, sólo, servidores de la Iglesia, y no los que decidimos lo que es la Iglesia. Eso es un punto determinante para mí. En efecto, exactamente esas palabras: «ésta es su Iglesia, no la nuestra», significan para mí estar ante un cruce de caminos que hay que saber distinguir. Que nosotros no decidimos qué es la Iglesia, y que creemos firmemente que Dios quiere su Iglesia y nosotros tenemos que saber qué quiere de ella para ponemos a su servicio.

 

OBISPO Y CARDENAL

 

 

Pablo VI le nombró arzobispo de Munich y Freising en 1977, calificándole entonces de «destacado maestro de teólogos». Un poco más tarde, le nombró Cardenal. Su encargo consistía en «trabajar en el campo de Dios». ¿Qué sintió al ser nombrado arzobispo de Munich?

Al principio tuve grandes dudas sobre si podía y debía aceptar ese nombramiento. Para empezar, tenía muy poca experiencia como pastor de almas, siempre me había sentido más inclinado por la labor docente. Pero, además, me hallaba en un momento -tenía entonces 50 años- en el que creía haber encontrado una opinión personal, mi propia opinión teológica, y quería dedicarme a mi trabajo con el fin de aportar algo -aunque fuera poco- al conjunto de la teología. Por otra parte, mi salud era algo precaria y la nueva misión requeriría también esfuerzo físico.

Así que pedí consejo. Me dejé asesorar, porque en situaciones tan extraordinarias como ésta había que pensar un poco antes de aceptar algo que, en principio, no estaba en mi proyecto de vida. Pero la problemática actual de la Iglesia está estrechamente relacionada con la teología. Ahora es bueno que haya teólogos dispuestos a ser obispos. Así que acepté, con el fin que reza mí lema episcopal de ser un «cooperador de la verdad». Pero yo quería decir cooperando lo más posible. Haciendo valer mi propio carisma -si se quiere- en comunión con otros cooperadores, aportando mi experiencia y mi competencia teológicas para que la Iglesia de nuestro tiempo esté bien dirigida, y para que el legado del Concilio se adopte debidamente.

Entre otras cosas, llamó mucho la atención su dedicación como obispo a la moralidad de entonces. Le preocupaba la desaparición de la tradición y de la autenticidad. Hizo cuanto pudo por unificar fuerzas dispersas y que todo volviera a centrarse nuevamente. Ninguna crítica de aquella época fue tan radical y dramática como la suya. Advirtió las posibles degeneraciones en los corazones de los ricos y los vividores, y también habló de la mefistofélico sonrisa que, después de muchos intentos, finalmente salía a la luz. ¿Qué le empujaba a todo esto? ¿Imaginaba ya su futuro? ¿Por qué criticaba a la sociedad con tanta vehemencia?

Ahora se habla mucho de la misión profético de la Iglesia. Pero esa palabra a veces está mal empleada. La Iglesia no puede pactar con el Zeitgeist, con el espíritu de los tiempos. Tiene que cargar con todo el peso y responder a los peligros de cada época. La Iglesia tiene que hablar a las conciencias de los poderosos y a las de los intelectuales, pero también a las de los desaprensivos -que pasan frívolamente por la vida sin querer enterarse de la miseria de su entorno-, y a muchas otras conciencias. Yo me vi obligado a acometer esa tarea, como obispo. Era evidente el déficit espiritual que había; un agotamiento de la fe, el descenso de vocaciones, el bajo nivel moral -incluso entre hombres de Iglesia-, la alarmante tendencia a la violencia, y muchas cosas más. A mí, como a los Padres de la Iglesia, me sonaban continuamente al oído aquellas palabras de la Biblia condenando a los pastores de grandes rebaños que, para evitar conflictos, son como perros mudos que permiten que el peligro se extienda. Una vida tranquila nunca ha sido la primera característica de un ciudadano, y la imagen de un obispo pendiente sólo de ahorrarse disgustos y de disimular conflictos para tener tranquilidad, siempre me ha parecido, además de grotesca, impensable para mí.

En su época de obispo de Munich no le ahorraron conflictos,- respetuosamente decían que era un «tradicionalista» que demostraba tener «un fundado conocimiento de la tradición del Magisterio». El periódico «Süddeutsche Zeitung» escribía sobre usted, «entre todos los conservadores de la Iglesia, es el que tiene mayor capacidad de diálogo». Pues bien, aquella fama cambió repentinamente en el año 1981, cuando le nombraron Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Sus palabras de despedida fueron exactamente: «Las noticias procedentes de Roma no siempre serán agradables».

Todavía hoy en día me consuela pensar que nunca rehuí ninguno de los conflictos de aquel período de Munich, pues -como ya dije antes- no hacer frente a los problemas me ha parecido siempre la peor forma de desempeñar un cargo; me parece inconcebible. Desde el principio supe que, en mi nuevo puesto en Roma, tendría que llevar a cabo tareas a veces nada fáciles de realizar, pero creo estar en condiciones de poder decir con toda sinceridad que siempre he buscado -ante todo- el diálogo con todos y cada uno, y eso ha dado sus frutos. Actualmente mantenemos un constante diálogo con las Conferencias episcopales y los superiores de las órdenes religiosas más relevantes, y así hemos conseguido solucionar bastantes problemas que, de entrada, parecían losas pesadas y muy difíciles de remover. Y, sobre todo, hemos logrado que nuestras relaciones con muchos obispos del mundo entero fueran personales, cosa que -creo yo- es muy de agradecer por ambas partes.

Entonces, ¿se ha llegado a sentir la persona indicada, o quizá predestinada, para esa tarea?

Eso sería decir demasiado. Dos o tres años antes, yo no hubiera podido imaginarme nada semejante. Me sentía muy lejos del mundo de la Curia romana, no tenía ninguna relación con ella. Empecé a verlo como una posibilidad durante el Concilio y aun entonces, como casi imposible. Desde luego, nunca como una predestinación.

¿Supo previamente que el Papa venido de Polonia, a quien ya conocía desde hacía tiempo, le llamaría a Roma?

No. Le vi por primera vez en el Sínodo del año 1977, y después nos conocimos un poco más en el Cónclave de 1978; es decir, no hace tanto tiempo que nos conocemos. Me entendí muy bien con él, de forma espontánea; desde el primer momento, pero no se me ocurrió en absoluto que el Papa pudiera pensar en mí para nada.

¿Y esa decisión, fue únicamente de Juan Pablo II?

Supongo que sí, pero nunca se lo he preguntado. También podría ser que hubiera pedido el parecer de otras personas. Pero creo que fue decisión suya, personal.

¿Cree que el hecho de ser alemán fue una ventaja o una desventaja?

Por ahí se suele pensar en el alemán según una imagen muy difundida. Quiero decir con esto, que, cuando mis decisiones no gustan, se atribuyen de inmediato a la conocida tozudez de los alemanes, que son gente algo intolerante, inflexibles; casi todo se atribuye al hecho de que soy alemán. Cuando me inventaron el epíteto Panzerkardinal, era también por alusión a mi nacionalidad. Pero, bueno, nadie utiliza tal alusión con tono hostil, ni tampoco lo destaca. Ahora todo el mundo sabe que no hago mi política particular en privado, y que, sobre todo, me gusta actuar colegialmente; por eso estoy tan convencido de que todo cuanto hago no es sólo expresión personal de mi carácter alemán, sino que más bien procede de un ensamblaje de diversas estructuras de los servicios y oficios propios de la Curia romana.

¿Qué le une más en particular al Papa? ¿Cree tener alguna semejanza de idiosincrasia con él?

Ante todo, su trato humano, tan directo y descomplicado, esa cordial apertura para todo el mundo, que emana de él. También su sentido del humor y, por supuesto, esa piedad suya que vemos todos, sin alardes, porque es fruto de su vida interior. Se nota enseguida que es un hombre de Dios. Es un hombre que no trata de aparentar nada, que es realmente un hombre de Dios, y también, por añadidura, muy original. Tiene en su haber una larga historia, muy digna de reflexión. Todo eso se capta casi de inmediato. El Papa es un hombre que conoce el sufrimiento de cerca. También decidió su vocación después de haberlo meditado mucho. En Polonia tuvo que sufrir primero la invasión alemana y luego la rusa, y después tuvo que vivir bajo un régimen comunista. Él mismo se forjó su propio camino intelectual. Le interesó mucho la filosofía alemana y también se metió de lleno en la historia del pensamiento europeo. Y además, llegó a puntos particularmente fundamentales de la historia de la teología por caminos muy apartados de la vía ordinaria. Su riqueza intelectual y su facilidad para conversar e intercambiar ideas fueron también otros aspectos que, lógicamente, me resultaron especialmente atractivo desde el primer momento.

Ambos eran hombres muy cultos y prudentes, eran jóvenes y muy polémicos. Según un observador, en el fondo los dos eran «dos inteligentes reformadores de personalidad conciliadora, pero cuyo pesimismo les hizo ver el mundo de hoy al borde de una catástrofe universal». ¿Hubo algún entendimiento previo entre los dos, en los fines y objetivos con respecto a la dirección de la Iglesia?

No. En absoluto. El Papa me dijo en una ocasión que tenía intención de llamarme a Roma, y yo le expuse mis inconvenientes; «entonces», me dijo, «lo pensaremos un poco más». Pero después de su atentado, volvimos a vernos y entonces me hizo saber que seguía pensando lo mismo. Y yo volví a ponerle trabas, porque me sentía más atraído por la teología y creía tener cierto derecho a dedicarme a mis propias publicaciones; quería dedicar tiempo a mi propia obra, y no pensaba que eso fuera compatible con ninguna otra obligación. Pero, al parecer, ya había otros que ya lo estaban haciendo compatible antes que yo, así que el Papa me contestó, «no, eso no es un obstáculo, podemos arreglarlo». Eso fue todo, nunca hubo una conversación programática ni nada parecido.

La Congregación para la Doctrina de la Fe no es precisamente una de las instituciones más apreciadas. Nadie puede olvidar que antiguamente era la Santa Inquisición. ¿Qué aspecto nuevo ha deseado impulsar en esta responsabilidad suya?

Yo, antes que nada, quería que las decisiones se tomaran colegialmente en vez de ser individuales, y dar mayor relieve a cada uno de sus órganos separadamente. Además, quería establecer también un diálogo con la teología Y con los teólogos, y, por supuesto, con todos los obispos que -no olvidemos- son nuestros inmediatos interlocutores. Pero no sabría decir hasta qué punto se ha conseguido ya todo esto. De todas formas, a estas alturas ya se ha hecho mucho por reforzar contactos con los obispos. Hemos viajado por los cinco continentes, para hablar directamente con las respectivas Comisiones episcopales para la Doctrina de la Fe y los obispos que las componen, y ahora comenzaremos otro nuevo ciclo de viajes. También se han intensificado las visitas ad limina y hemos ampliado el equipo asesor de teólogos cuanto hemos podido, sobre todo en la Comisión teológico internacional y en la Pontifica comisión bíblica. Estos eran los puntos más destacados que yo quería llevar a cabo y son los que sigo fomentando.

Y saber que podría utilizar su influencia personal, ¿no le ha servido de estímulo para realizar su trabajo?

Esa idea, al principio, más bien me asustaba, porque si lo personal sale fácilmente a la luz, lógicamente tiene que interferir también en el cumplimiento de los encargos. Pero, por otra parte, colaborar y ayudar todo lo posible a la Iglesia en la actual situación, ponerme a su disposición, es algo que siempre me motiva mucho.

¿Ha tenido o tiene sensación poder?

Sí, pero es un poder de modesto alcance. El poder que nosotros tenemos es realmente muy pequeño, porque todo lo que hacemos es únicamente un llamamiento a los obispos, y estos a su vez hacen una advertencia a los teólogos o a los superiores de las órdenes religiosas. Nos ocupamos, sobre todo, de entablar conversaciones. Como es lógico, existen muchas normas disciplinarias que nosotros también debemos respetar humildemente, porque nuestro poder no es ejecutivo. Pero siempre está en el ánimo de todos la voluntad unánime de servir a la Iglesia.

Yo me refería concretamente a tener conciencia de poder, pero aplicada a su persona.

Tal vez sea objetivo reconocer que ejerzo una especie de poder sobre muchas cosas, pero personalmente no tengo sensación de ser poderoso. Al fin y al cabo, yo no dispongo de más armas que los argumentos y apelar a la fe, eso es todo. Nuestra tarea sólo es importante cuando somos conscientes de que lo primero de todo es la Iglesia, y cuando los demás aprueban lo que nosotros hacemos. A mí nunca me ha dominado la ambición de poder.

En su última exhortación de despedida, antes de marcharse a Roma, nos habló de los sentimientos de un escéptico, de un hombre que pensaba haberlo echado todo a perder y que se preguntaba, «¿Es realmente necesario este nombramiento?» Y, un poco más adelante, usted nos decía: «Y con enorme sensación de soledad, aquel hombre se seguía preguntando si no será mejor otra Iglesia distinta y otro nombramiento diferente. Se preguntaba si su celibato, no querido por él y aceptado por voluntad de otros, tendría algún sentido. Se había hecho la oscuridad en su interior y lo único que deseaba era ser un hombre como los demás, y no ser él mismo». Después de oír todo esto, era fácil relacionar a ese escéptico con el Cardenal que nos narraba su historia.

Yo no recuerdo exactamente ese sermón, pero que un creyente se plantee ese tipo de cuestiones me parece bastante normal. En mi Introducción al cristianismo, yo explicaba que las dudas de fe no cierran ninguna puerta, pero que conviene despejarlas cuanto antes para no quedar encerrado en ellas. Las preguntas que se hacía ese hombre, desde luego, no eran pura novela, son auténticas, yo también me las planteé, pero abandonándome después con absoluta confianza -por así decir-, en la fe; y eso no significa darlas de lado, significa que esas cuestiones quedan muy mitigadas ante esa gran seguridad.

 

 

EL PREFECTO Y SU PAPA

 

 

Según el Código de Derecho Canónico, el cometido de su Congregación viene a ser la tutela de la buena doctrina .... con los mil millones de cristianos. ¿De dónde saca toda su vigilar .... corregir errores y reconducirlos a un camino recto. Yo imagino que eso de tener que estar detrás de todo, tener que amonestar y gobernar con cierta rigidez, no debe ser tarea fácil. Lo digo -sobre todo- porque siempre se piensa que su Congregación es bastante intransigente y que, además, menosprecia a los hombres

Pero no es así. Todo el que tenga que tratar con noso tros sabe que no somos inhumanos; siempre intentamos buscar la solución más conveniente para todos. Lo que ocurre es que, en la Iglesia, como en toda sociedad, hay que hallar un equilibrio entre los derechos del individuo y el bien común de toda la sociedad. Aquí se trata de que la Iglesia está y se mantiene unida por la fuerza de un bien que es la fe. Una de sus obligaciones es proteger a los que no tienen capacidad para oponer resistencia intelectual -por explicarlo de alguna manera- frente a muchos errores intelectuales a los que está expuesta su vida. Pero nuestro trabajo también consiste en vigilar que se respeten los derechos de los afectados. Nuestro actual ordenamiento jurídico, que aún hemos de mejorar, consiste precisamente en alcanzar el equilibrio entre estas dos cosas.

Por regla general, hacemos lo posible por resolver todos los asuntos sin tener que aplicar sanciones. Primero buscamos una solución por la vía del diálogo y dando una oportunidad para que el autor pueda explicarse mejor. Esto significa, exactamente, que primero nos ponemos nosotros en contacto con su obispo o su superior, para que éste mantenga -a su vez- una conversación con él. Con esa conversación suele ser suficiente para evitar que se cometa un error y para animar al implicado a dar muestras de haber cambiado el modo de exponer sus ideas.

Su equipo de trabajo sólo consta de, aproximadamente, cuarenta colaboradores, que no es mucho en comparación con los mil millones de cristianos. ¿De dónde saca toda su información? ¿Cómo puede enterarse de todo lo que pasa por el mundo?

 

Nuestra mejor fuente de información son, sin duda, las propias Conferencias episcopales y nuestras reuniones con los obispos. Pero hay también muchas publicaciones -libros y revistas de teología- que nosotros procuramos conocer y dar a conocer a las distintas Conferencias episcopales. Además, cada uno de mis colaboradores tiene adjudicada una sección, que también recibe su propia información. Y también estamos informados por los mismos teólogos, por un gran círculo de personas que colaboran con nosotros, por las Conferencias episcopales y los obispos de todo el orbe.

¿Y usted tiene que verlo todo, lo hace todo personalmente? ¿El Catecismo, por ejemplo, ha salido de su pluma?

No. No podría con todo, sería imposible. Lo que hago es coordinar el trabajo de modo que sea colegiado, y dirigirlo para que al final salga algo de ahí. Para la redacción del Catecismo pudimos contar con múltiples instrumentos. Como órgano de trabajo, propiamente dicho, había una Comisión compuesta por quince obispos de varios continentes. Ese órgano creó a su vez un grupo de otros ocho obispos, que fueron los auténticos redactores del Catecismo. Uno de ellos era el encargado de coordinar ese trabajo específico. Por eso creo que podríamos decir que los autores fuimos todos conjuntamente. Y además, pudimos disponer todo el tiempo de un amplísimo «input», como se dice ahora. Escribimos personalmente a todos los obispos y a todas las Conferencias episcopales, y aquí se recibió respuesta de más de mil obispos.

¿Y hubo también un «input» procedente del mismo pueblo de la Iglesia?

Nosotros impusimos la condición de que las opiniones enviadas por los obispos recogieran la fe -y la forma de vivirla- en las iglesias locales, y que no enviaran sus opiniones privadas. No podíamos pedir la opinión a mil millones de cristianos. Pero, como precisamente el obispo representa a todo un conjunto de fieles, pudimos conocer la opinión de todos los creyentes por medio de sus más de mil obispos.

¿Hay alguna afirmación o formulación en el Catecismo que no haya sido de su total agrado?

. No todo ha sido demasiado afortunado, eso es cierto.

¿Podría citarme algún ejemplo?

Creo que no; soy incapaz de decirle alguno; para eso tendría que utilizar el texto y remitirme a él. Pero el Catecismo, en su conjunto, es una obra espléndida y fundamental, de fácil lectura según los ecos que hemos recibido. Mucha gente corriente, sencilla, que no sabe teología, nos han comunicado que pueden leer y entender el Catecismo con facilidad. En algunos países europeos, -por muchas razones, tanto antes como después- su acogida ha sido algo más moderada. Pero en un país como Norteamérica, donde hay mucho juicio critico, ya se han vendido dos millones de ejemplares. En Asia se está empezando a vender ahora; pero en toda Sudamérica, en España, en Francia, ha tenido muy buena acogida, incluso en Gran Bretaña. Y eso se debe a que en el Catecismo hay un valioso tesoro, contiene gran profusión de citas de los Padres de la Iglesia. Es un libro hecho por los hombres, sin duda, y por tanto es mejorable, pero es un magnífico libro.

¿Qué fue lo que más le gustó?, ¿qué le parece lo mejor del libro?

En la Introducción, el tema de la fe está muy bien tratado. Lo mismo sucede con buena parte de la sección de la Iglesia y de los sacramentos, y también con la teología de la liturgia -ahí han intervenido muy buenos liturgistas-; todo eso está muy bien explicado. Y la parte dedicada a la oración es muy bonita, con un estilo muy propio. Me parece muy afortunada.

¿Cuánto tiempo se necesitó para que el libro quedara tal como lo hemos recibido nosotros?

Aproximadamente, casi cinco años. El Sínodo celebrado en 1985 expresó ese deseo, y el Papa intervino en 1986 y nombró la Comisión. Se empezó a trabajar en el otoño del 86, aproximadamente. Y se publicó seis años después, en 1992.

Con respecto a su trabajo de Prefecto, ¿en qué se basa para saber que lo que decide su Congregación es correcto?

La primera garantía que tenemos de que nosotros no inventamos nada, es que nos remitimos y acudimos a los grandes pronunciamientos de la fe. La segunda es que, antes de decidir algo, nos asesoramos ampliamente. No se trata de una opinión particular, es la opinión de un círculo de asesores que han mostrado su acuerdo en una definición concreta. Lo realmente importante es que no nos alejemos de lo que la fe ha puesto ya a nuestra disposición -aunque, lógicamente, tengamos que actualizarlo-, y que corresponda a un acuerdo de la mayoría.

¿Preparó aquel trabajo con la ayuda de la meditación? Dicen que meditaba mucho, que pensaba mucho las cosas en solitario. Y usted mismo también ha contestado en alguna ocasión que tiene que pensar un poco más tal o cual cosa. ¿Qué quiere decir con eso exactamente?

Lo primero es informarse bien, por supuesto. Ese es el primer paso, conocer bien el estado de la cuestión. Después hay que buscar consejo en uno mismo, en el propio interior para encontrar la lógica de todo -en su conjunto y en relación con el resto- y comprenderlo y trabajarlo. Por eso hay que llevarlo también a la oración personal. El proceso de mi trabajo creo que fue el siguiente: primero la información y la preparación acompañada del diálogo, y después una nueva preparación interior. Esos fueron los pasos que fui dando.

¿Se sintió de alguna manera inspirado para realizar ese trabajo? ¿En qué se nota que se trata de una inspiración?

Las inspiraciones vienen de fuera, no se pueden provocar. Y, además, hay que tener mucho cuidado ante una inspiración. Lo prudente es comprobar que lo que se nos ocurre se conforma con la lógica del conjunto. Y, por lo demás, en el caso de tener una «inspiración», primero hay que esperar a que no sea en un momento de gran agitación; hay que tener la cabeza muy despejada para poder pensar y, a veces, eso requiere tomarse un poco de tiempo.

Nada más comenzar su nueva tarea, tuvo que enfrentarse a la teología de la liberación, y reprender a algunos teólogos que dudaban de la infalibilidad del Papa y criticaban también otros dogmas. Su anterior fama, al menos en Alemania, le daba una imagen de un hombre muy tenaz. Mirando al pasado, ¿no le parece haber reaccionado alguna vez con demasiada dureza? Aunque su respuesta fuera correcta.

Yo ahí distinguiría las reacciones personales de las reacciones por razón de mi cargo. Estoy dispuesto a admitir, sin duda, que en alguna polémica personal haya podido reaccionar con dureza. Pero en lo que respecta a lo que hacemos desde la Congregación, nuestra actitud es siempre moderada. Tuvimos que intervenir en el tema de la teología de la liberación, pero también con el fin de acudir en ayuda de los obispos. A fin de cuentas, existía la amenaza de una politización de la fe, que la reducía a una parcialidad política irresponsable e injustificable y que hubiera echado a perder la religión. No hay duda de que el llamativo éxodo a diversas sectas se debe en gran parte a esa politización. Actualmente ya se reconoce en todo el mundo que aquellas indicaciones nuestras eran muy necesarias y que fueron acertadas. Un destacado ejemplo de que aquellas instrucciones daban alientos positivos es el caso de Gustavo Gutiérrez, conocido en todo el mundo como el creador de la teología de la liberación. Nos pusimos en contacto con él -alguna vez, yo mismo, personalmente- y llegamos a un entendimiento cada vez mayor. Esto nos ayudó a nosotros a comprenderle mejor, y él, por su parte, revisó su obra y reelaboró una nueva «teología de la liberación» dirigida a mejor causa y con posibilidad de futuro.

Quedan aún algunos puntos conflictivos por resolver. Pero, entre tanto, en el escenario mundial, la cuestión de la teología de la liberación ha cambiado completamente.

Ahora bien, cuando volvemos la vista atrás, a esos 15 años, hemos de reconocer que, con el tiempo, se ha demostrado que aquellas indicaciones nuestras eran objetivamente correctas y fueron eficaces, aunque, tal vez en un primer momento, eso no se viera. Algunos de los episcopados que entonces lo dudaban, ahora lo contemplan ya como algo natural.

Pero no sólo hubo diálogo con ellos, también hubo una imposición de años de silencio, un silencio expiatorio.

Esa expresión, «silencio expiatorio», se inventó en Alemania. Nosotros solamente le dijimos que no hablara de ese tema durante un año, y que dedicara ese tiempo a la reflexión y suspendiera sus viajes por el mundo. Bueno, siempre se puede discutir si eso estuvo bien o no, pero visto con objetividad, invitar a alguien a reflexionar sobre un planteamiento difícil, no estaba mal hecho. Seguro que a cualquiera de nosotros nos vendría muy bien que alguien nos dijera, «bueno, déjalo todo, no sigas hablando de eso, no publiques con tanta agitación y procura reposarlo todo en tu interior». Yo no querría insistir más en este tema, en el bien que puede hacer tomar esa medida. Boff, en todo caso, podía seguir dando clases, pero ese año dejó de hacerlo. Lo único que se le pidió que hiciera fue que durante un año dejara de tratar ese tema en sus conferencias y publicaciones. Algo semejante a lo que Pablo VI hiciera con Küng, a quien invitó a no publicar, sino a meditar sobre la infalibilidad, durante un tiempo.

Evidentemente, Hans Küng no aceptó aquella invitación, y por lo que se ve, el señor Boff tampoco. Eso explica que nosotros nos preguntemos si a la Iglesia le parecen oportunas las medidas utilizadas.

De la forma que se comunicó la noticia por todo el mundo, efectivamente, parece que no ha servido de nada. pero, tanto por lo que se ve en la evolución de la historia, corno por el camino seguido por el señor Boff, -del que, dicho sea de paso, no quiero opinar-, todo ello ha dado mucho que pensar a mucha gente.

¿Y qué opina sobre Hans Küng, que esperaba ser rehabilitado?

Ahí habría que empezar por desmontar un mito. A Hans Küng se le retiró en el año 1979 la facultad para dar doctrina en nombre y por encargo de la Iglesia. Eso no debió gustarle nada, pues por ese medio se iba abriendo su propio camino. A partir de entonces quedaba libre de las clases y de sus respectivos exámenes, en el marco del cuerpo docente de teología; de modo que así podía dedicarse totalmente a su tema. En una conversación que mantuvo conmigo en el año 1982, él mismo me confesó que no quería volver a su anterior posición y que se había adaptado muy bien y estaba mucho mejor en su actual situación. Poco a poco se había alejado de las cuestiones estrictamente teológicas, de modo que podía dedicarse a la investigación y al desarrollo de sus grandes temas. Entre tanto pasó a ser profesor emérito, o sea, que darle entonces un nuevo encargo de dar doctrina en nombre de la Iglesia tenía aún menos sentido que antes. Pero eso, naturalmente, no era lo que él esperaba. Su teología tenía que ser reconocida como fórmula válida de la teología católica. Pero, en vez de retractarse de sus dudas sobre el papado, radicalizó sus posiciones y se distanció aún más de la fe de la Iglesia sobre la Cristología y sobre Dios trino. Yo respeto el camino que sigue según su conciencia, pero entonces no puede exigir el respaldo de la Iglesia, más bien tendrá que admitir que su pronunciamiento en cuestiones esenciales es absolutamente personal.

Cardenal Ratzinger, usted suele exigir, para ver la realidad tal como es, que se manifieste cierto inconformismo frente al moderno «Zeitgeist» -al espíritu de la época-, Lo ha afirmado muchas veces en sus análisis sobre las causas de crisis en la Iglesia y en el mundo. Eso no beneficia mucho la imagen del Cardenal en la opinión pública, en los medios de información. ¿Dependerá tal vez de la determinación con que defiende sus puntos de vista, de la fuerza de su expresión?

Yo, por supuesto, soy el que menos sabe de eso. No sé cuántos lectores interesados tengo, ni cuántos de ellos con buena memoria. Lo digo porque cuando acontece algo particular, no creo que nadie se acuerde de que eso confirma un diagnóstico que yo ya había hecho. Creo, más bien, que se trata de que se identifica, se relaciona mi persona con el cargo de Prefecto y con la general aversión hacia su función y hacia el Magisterio de la Iglesia como tal. De modo que, para muchos, lo que yo diga puede ser leído como parte de un mecanismo que quiere tener cogida de la oreja a la humanidad, en vez de como un sincero y verdadero intento intelectual de comprender al mundo y los hombres.

¿Es suficiente con actuar bien? Quiero decir que las decisiones correctas generalmente han de estar sometidas a puntos de vista y modos de exponer que también sean correctos. «Es la melodía lo que hace la música», dice el refrán.

Sí. Así es, y en eso estoy absolutamente abierto a toda crítica. Siempre procuramos hacer las cosas lo mejor que podemos. Sobre todo, insisto, intentamos hallar el mejor modo gracias a nuestras conversaciones con los obispos y con los superiores de las órdenes religiosas. Pero eso no excluye que, para algunos asuntos que son básicos, tengamos que recurrir, en ocasiones, a decisiones, e incluso a medidas, impopulares.

Antes de ser Prefecto ha sido pastor de almas. Según su experiencia, ¿le parece admisible que un sacerdote joven haga o diga algo indebido, siendo director de la Comisión que vela por la fe católica?

Sí. Naturalmente. En todo caso, es bueno que argumente y hable en términos diferentes, porque si no, los jóvenes no entenderían su mensaje. Cada generación tiene un estilo al que hay que adaptarse. La fe es un camino y hay que adaptarse a sus distintas etapas. Lo que nos tiene que mantener a todos siempre unidos no son las opiniones personales ni las colectivas que hoy en día estén en boga, sino que tanto los fieles creyentes como los sacerdotes estemos unidos en la fe de la Iglesia y sigamos transmitiendo su contenido con la máxima fidelidad.

Entonces, ¿quiere eso decir que se puede perdonar a un sacerdote joven, con problemas para predicar la moral sexual de la Iglesia a la juventud, aunque alguna vez diga algo que no es de su agrado?

Sí. Naturalmente, sólo depende de cuál haya sido su intención. Nadie aprende a hacer todo bien en la primera.

¿Puede un cardenal hablar de sexo?

Naturalmente. Un cardenal puede hablar de cualquier cosa que sea humana. Y el sexo no tiene por qué tener colgada la etiqueta de pecado, porque, antes que nada, es un don de la Creación. En mi cargo actual, tengo que hablar, incluso con bastante frecuencia, de ese tema. Tengo mucho interés en que la moral y el cristianismo no queden reducidos al sexto mandamiento, pero las cuestiones que la cristiandad nos plantea y que requieren nuestro constante apoyo, casi siempre se refieren a ese aspecto de la existencia humana.

Sin embargo, en una ocasión describió la sexualidad como una mina flotante, explicando así su poder omnipresente. Eso más bien parece un rechazo de la sexualidad.

No. No es éste el caso, porque eso sería contrario a la fe, que nos dice que el hombre ha sido creado por Dios en su totalidad, y Dios creó al hombre, varón y mujer. La sexualidad no es, por tanto, lo que más tarde originó el pecado; forma parte del plan de Dios. Que Dios creara al hombre varón y mujer significa exactamente que lo creó sexuado, y, por tanto, forma parte realmente del primer concepto de Creación y del primer don del ser del hombre.

Si dije eso, con esas palabras que usted citaba, quería decir exactamente que una fuerza separada de su núcleo humano puede desplegar también un gran poder de destrucción. Porque la sexualidad informa toda la personalidad del ser humano, varón o mujer, y por eso, -precisamente porque su fuerza es grande y el hombre sin ella no puede madurar ni llegar a ser él mismo-, está grabada en lo más profundo del ser humano, y separada de esa unidad puede destruirle y aniquilarle.

Ahora bien, hay que reconocer que esa imagen de la sexualidad como poder omnipresente se ha impuesto totalmente en nuestros días.

Es evidente que el actual quebrantamiento -como nunca antes había sucedido- de la integridad de la persona y de la unión del varón con la mujer, se debe a la técnica y a los mass media. Ahora se ha neutralizado el sexo y se pone a la venta como una mercancía cualquiera.

Pero eso está pasando desde hace 2000 años...

De acuerdo, pero que se pueda comprar sexo directamente en la tienda, o que nos inunden con imágenes del hombre visto como objeto y no como persona, eso ha pasado a una categoría distinta, debido a su comercialización. Al convertir la sexualidad en una mercancía que puede difundirse masivamente, se han producido también la alienación, el abuso, de una forma que excede lo hasta ahora acostumbrado.

En la Edad Media hubo burdeles públicos que, en buena parte, eran administrados incluso por algunas Iglesias locales.

El propio San Agustín se preguntaba: «¿qué se debe hacer en una situación como esa?». Y él mismo responde «tal como el hombre está hecho es mejor para un ciudadano ordenado que haya una solución ordenada». También ahora se puede hacer valer esta reflexión de un gran Padre de la iglesia que fue lo suficientemente realista para ver que el hombre ahí es tentado y seducido a desviarse de la práctica religiosa. Pero me parece que un acoso como el que actualmente sufrimos, no se había conocido nunca.

Entonces, el que siga rigurosamente la doctrina sexual católica, ¿queda inmune de esas tentaciones?

No. No se puede decir que sólo por eso, porque el hombre no está totalmente acabado por todas partes, siempre está en camino -como ya vimos antes- y, por eso mismo, siempre corre riesgos. El hombre debe estar continuamente volviendo a ser él mismo. El hombre no está ahí simplemente. Siempre es libre, y la libertad nunca acaba. Pero, quien desee realmente vivir en una comunidad de fieles donde todos nos ayudamos mutuamente, donde nos sustentamos unos a otros creando nuevos estímulos, ahí encontrará un ambiente donde se puede vivir muy bien el matrimonio.

En el cumplimiento de su cargo, ¿ha temido alguna pregunta que quizá no tuviera respuesta fácil?

«Temer» no es la palabra exacta. Pero es cierto que con frecuencia nos exponen problemas que no son de rápida respuesta. Sobre todo cuando se trata de problemas en el ámbito de la ética, muy especialmente en el ámbito de la ética médica, y también en el de la ética social. Desde un hospital norteamericano, por ejemplo, nos expusieron el siguiente problema, «¿hay obligación de suministrar agua y algún alimento hasta el final a un paciente en estado de coma irreversible?». Éste es un tema de enorme importancia para los últimos responsables. En principio, por la propia responsabilidad, pero, sobre todo, porque hay que dar con una orientación a seguir en todos los hospitales. Finalmente, y después de larguísimas horas de estudio, tuvimos que responder que consultaran la solución de su problema a nivel local pues nosotros no estábamos en condiciones de dar una respuesta con total certeza.

En medicina, en el ámbito de la ética médica, es donde continuamente se están dando avances, que -al mismo tiempo- originan situaciones límite hasta ahora desconocidas. Y eso hace que la aplicación de los principios no siempre sea evidente. Nosotros no producimos certezas como por encanto. En muchos casos tenemos que decir que primero busquen consejo y ayudas entre ellos mismos, para que nosotros podamos conocer sus experiencias -por así decir- en su propio contexto, y a diferentes niveles, y, de esa forma, llegaremos a tener una certeza absoluta.

 

Pero, ¿piensa que debe haber y que hay siempre una respuesta?

No tiene por qué ser siempre una respuesta universal. Nosotros somos conscientes de nuestras propias limitaciones y, si no tenemos información suficiente, preferimos no dar una respuesta. Como le explicaba en el caso antes citado, no siempre tenemos soluciones para todo. por eso es muy importante que la consulta que nos formulen esté bien planteada, porque lo primero que hacemos para hallar una respuesta es un estudio serio de todo el conjunto, y eso nos sirve luego de poste indicador. No respondemos porque nos sintamos obligados a dar solución a todo, al contrario, intentamos hacerlo porque hay otros muchos hombres en situaciones límites similares y la responsabilidad es colectiva.

Yo nunca he sabido qué camino hay que seguir, ni qué instrumentos hay que emplear para que esas cuestiones, cada vez más complicadas, lleguen hasta donde tienen que llegar

Para empezar, existen unos principios elementales que no debemos olvidar nunca. En el caso que veíamos antes, por ejemplo, lo primero sería que el hombre es hombre desde el principio hasta el fin, y nosotros no podemos disponer de la vida humana; hemos de contemplarla como un don recibido y respetar su dignidad hasta el final. Y después hay otros principios -no muchos- muy simples, pero esenciales. Pero actualmente, dadas las nuevas perspectivas de la medicina y de la técnica, hay ocasiones en las que cabe preguntarse cómo aplicarlos. Para empezar, siempre es muy necesario estar bien informados. Por eso, los médicos tiene que decir con exactitud qué es lo que se puede hacer en esos casos y qué consecuencias o problemas seguirán después.

Si nos fijamos en el ejemplo anterior del agua y de la alimentación, ahí se ha llegado a una situación en la que, al paciente, ya no se le pueden administrar medicamentos. Entonces, unos opinarán, «administrarle alimentación artificial, por vía oral o intravenosa, es añadirle un sufrimiento». Mientras que otros dirán, «no podemos dejarle morir de sed, eso sería inhumano, sería maltratarle». Ahí ya tenemos planteadas, por lo pronto, dos cuestiones. Por eso, lo primero de todo es recabar información. Existe un gran número de médicos cualificados y expertos. Y, a medida que se va recabando información, también se irán despejando las cuestiones: «esto responde a los principios» y «esto puede aplicarse a este caso concreto» . Después es posible que, progresivamente, se vayan obteniendo experiencias suficientes como para saber -con certeza- que la información era correcta y los principios estaban bien aplicados. Y es entonces cuando esa experiencia conjunta se Convierte en una declaración nuestra que diga: «éste es un principio que puede aplicarse».

Y en los actuales problemas, tan modernos, ¿también es posible remitirse a los antiguos textos? Me refiero a los Padres de la Iglesia o a los Santos.

Los utilizamos con mucha frecuencia para lo esencial, porque dan mucha luz sobre esos principios de que hablábamos, o con respecto al hombre, a la dignidad humana, o al significado del dolor, pero lógicamente no los utilizamos para las cuestiones concretas. Yo los considero muy importantes porque en nuestra generación, por ejemplo, se ha perdido el sentido positivo del dolor. En esos textos aprendemos muchas cosas.

Ya que hablamos de textos antiguos, ¿se siente atraído por algún secreto de los sótanos de la Santa Inquisición? ¿Existe alguno que no deba conocerse ?

Los «sótanos» de la Santa Inquisicón ahora son nuestro archivo, si lo queremos llamarr por su nombre; no tenemos ninguna otra clase de sótanos. He de confesar que si no soy «rata de biblioteca» es, simplemente, porque no tengo tiempo. Así que no puedo sentirme atraído por ningún secreto en particular. Pero, además, Napoleón se apoderó en su tiempo de nuestro gran tesoro. Ya nos han de vuelto parte de su inventario, pero sólo en parte de modo que sigue incompleto. Y, por lo demás, tampoco tiene nada de interés como cree la gente. Hace muy poco, un profesor italiano, liberal, estuvo trabajando en unos cuantos procesos durante algún tiempo y él mismo declaró que le había defraudado bastante. En vez de encontrar grandes luchas entre la conciencia y el poder, que era lo que él buscaba, lo que allí había eran ordinarios procesos criminales. Eso se debe a que el tribunal de la inquisición romana era bastante moderado. Los mismos procesados por algún delito civil añadían cualquier factor religioso como brujería, profecía, etc, a su delito, para que les enviaran ante el tribunal de la Inquisición. Allí les esperaba un juicio relativamente suave. Pero esto lo sé de segunda mano, porque personalmente no lo he podido comprobar.

El abundante contenido e ese archivo ya puede ser conocido por todo el mundo, pero sabemos que sólo es de interés para especialistas. Hay algunos secretos -que no deben revelarse- especialmente reservados, como los secretos de confesión. Están celosamente guardados en una caja fuerte especial y no se darán a conocer nunca.

 

Pero, si son secretos de confesión, ¿cómo es que están por escrito y guardados?

No se trata de confesiones en el sentido estricto de la palabra, pero su contenido pertenece al ámbito de la el conciencia y, por tanto, deben tener el mismo trato que secreto de confesión. Con eso quiero decir que no es el mismo caso que cuando alguien comete un error teológico o tiene algún problema moral personal que pueda comentarse públicamente.

Ya me figuro que no serán confesiones de fulanito y zutanito, son confesiones de los más poderosos de la historia.

Tampoco sé mucho de eso, la verdad. Ahora también tenemos una sección disciplinar que es la que determina los procedimientos a seguir con los sacerdotes, y sólo los conoce un círculo muy reducido de personas, para evitar que se pueda conocer algún caso particular, si no es necesario. Algo de eso es lo que ocurre con esos secretos.

Pero en esos archivos también se guardan profecías famosas.

Yo sólo conozco la de Fátima, no sé de ninguna otra.

¿Quién puede saberlo?

La de Fátima sólo la pueden conocer el Papa y el Prefecto de la Congregación, los demás sólo previa autorización del Papa.

Y el círculo de personas que conoce esos secretos, ¿es conocido? ¿se sabe cuántos son?

Claro que se sabe, tres, no más de cuatro personas.

En cierta ocasión, hablando sobre las profecías de Fátima, dijo que hacían referencia a lo que, el mismo Jesucristo recuerda con frecuencia, que «Si no os convertí, pereceréis». ¿No le asusta esa profecía?

No.

¿Por qué no?

Porque ahí no hay nada relacionado con lo que el mensaje cristiano contiene como tal.

Pero, yo entiendo que ahí se habla del fin del mundo.

Yo no sé nada de eso. Pero, desde luego, puedo asegurarle que nunca he tenido esa clase de miedos que me pregunta.

¿Y de las fechas concretas?

Tampoco. No quisiera entrar en más detalles sobre estos temas.

Para algunos, el Papa Juan Pablo II es inconcebible sin el Cardenal Ratzinger y, para otros, el Cardenal Ratzinger es inconcebible sin el Papa Juan Pablo II. A los dos se les considera dos teólogos geniales con una misma filosofía. No es fácil distinguir qué ha sido voluntad del Papa y qué idea de Ratzinger usted ha conseguido dar una gran impronta a este Pontificado. Sin este particular binomio Woityla-Ratzinger, la Iglesia de fin del milenio hubiera sido diferente.

Esa es una cuestión sobre la que yo no puedo opinar, Pero sí quisiera dejar constancia de que se sobreestima mi papel. Es cierto que tengo una tarea que cumplir muy importante, que el Papa confía en mí, que los dos hablamos y discutimos -ahora también- sobre algunas cuestiones doctrinales muy relevantes. Es natural que yo tenga algo que decir, o que aportar, a un pronunciamiento doctrinal del Papa, y seguramente eso ha dejado alguna impronta en el Pontificado. Pero, no obstante, el Papa tiene una línea muy clara propiamente suya.

Antes de mi llegada, el Papa ya había comenzado su tríptico -las tres Encíclicas sobre la Redención de la humanidad, sobre el Espíritu Santo y sobre la Misericordia divina-, y a eso hay que añadir todo el sector de la ética social, es decir, las otras Encíclicas que ya se habían publicado sobre la Doctrina social de la iglesia. Esos temas son los que más le preocupan y están muy arraigados en lo profundo de su alma, en su personalidad -tal vez «arraigado» no sea un adjetivo muy dinámico-, pero es lo que él lleva en su interior. Y, además, tenía otras cuestiones importantes para consultar conmigo, pero no sólo conmigo. En todo esto hay unanimidad de criterios. Algún día, la cristiandad -y la humanidad entera- se darán cuenta del enorme bien que les ha ocasionado.

¿Nunca ha habido diferencias entre el Papa y su principal guardián de la fe? ¿No ha tenido que contradecir en nada al Papa, no ha tenido que desobedecerle en nada?

Diferencias, en el sentido estricto de la palabra, no, nunca. Aunque, lógicamente, cuando tenemos que hacer un intercambio de informaciones puede suceder que tengamos que corregirnos mutuamente, «esto es así» o «no es así», etc, o que incluso haya que frenar algo por no tener suficiente información. Y, a veces, también nos gusta discutir la lógica de los asuntos desde puntos de vista diferentes. Pero nunca ha habido una diferencia propiamente dicha entre los dos. Y yo nunca le he desobedecido.

Esas reuniones de trabajo, ¿cómo se llevan a cabo, con qué frecuencia se suelen ver?

Hay un ritmo de trabajo bastante rutinario. El Prefecto de la Congregación, generalmente, tiene audiencia con el Papa los viernes por la tarde. Entonces le entrega los trabajos realizados por la Congregación cardenalicia. Pero, una vez al mes, también puede hacerlo el Secretario y, en otras ocasiones, también puede ocurrir que el Papa, por alguna razón, suspenda la audiencia. Esa es la frecuencia y la forma normal de dar a conocer nuestro trabajo al Papa. Le entregamos las actas y comentamos con él los resultados obtenidos; entonces, el Papa nos da su dictamen.

Pero, aparte de esto, hay reuniones extraordinarias para casos singulares, siempre que el caso lo requiera.

Pablo VI inició la costumbre de reservar el viernes para estos asuntos, y el actual Papa ha seguido esa norma. Al Santo Padre le gusta mucho reunirse una hora u hora y media antes del almuerzo con algún grupo de personas que luego se quedan a almorzar con él. De esa forma, podemos conversar con el Papa de diversos temas, de 12.00 a 15.00 de la tarde. Esto sucede con bastante frecuencia, y ya es casi una rutina normal de trabajo. El círculo de personas que rodea al Papa en estos encuentros es algo mayor. En las audiencias del viernes, el Prefecto despacha a solas con el Papa.

Hay también otras reuniones con él de grupos diferentes -incluso de todos los obispos de un país- con los que el Papa desea conversar y conocer sus experiencias, pero, en esos casos, antes se le ha informado de la posición mantenida por cada uno, para que el Santo Padre esté previamente advertido y pueda charlar y discutir con todos. Es decir, el Papa recibe primero información suficiente y conoce los argumentos de las distintas partes -si son de opinión diferente- para comprender mejor sus litigios y poder llegar a la conclusión más conveniente. Ésta sería la segunda posibilidad -en la escala de importancia de hablar con el Santo Padre; es decir, puedo hablar con el Papa en una audiencia o en una conversación con él, los viernes al mediodía.

¿Podría citarme algún tema de los que tratan?

Hablamos de todo lo que nosotros hayamos recibido y requiera una decisión. Puede ser de la teología de la liberación, o de la cuestión sobre la función de los teólogos en la Iglesia, o de cuestiones de bioética, y de otras muchas cosas. De cualquier tema que sea motivo de estudio para nuestra Congregación.

Cuando tratamos de grandes proyectos, entonces intercambiamos los documentos periódicamente. Si se trata, por ejemplo, de una Encíclica, solemos discutir sobre su mejor enfoque. Entonces se hace una primera propuesta y luego se comenta entre todos. No acometemos los grandes temas en su totalidad, se van estudiando por etapas. De ese modo el Papa conoce las opiniones de todos e interviene cuando le parece conveniente.

¿Y después se interesa por saber en qué ha acabó todo aquello?

Si aún no le hemos informado, sí.

El Papa, como Jefe de Estado, es el último Príncipe absolutista de Europa y, como cabeza de la Iglesia y sucesor de los Apóstoles, es también la última instancia de la fe. El Vaticano se ha quedado muy anticuado. Sólo hay un pequeño círculo de ancianos, que se bastan a sí mismos, muy distanciados de los problemas y necesidades de la comunidad exterior. Serviría para ilustrar esto la referencia popular «con lentitud vaticana» con el que se quiere aludir a una espera que se hace infinita. ¿Qué opina de todo esto, desde su punto de vista de inquilino?

Habría que empezar por decir que el Papa, el Jefe del Estado del Vaticano, teóricamente tiene, en efecto, todos los derechos, pero tácticamente casi nunca ejerce esa función de Jefe de Estado. Es un Estado diminuto, pero que, lógicamente, exige un mínimo de trabajo administrativo; así que hay un gobernador y un gobierno propio del Vaticano. Actualmente están delegadas algunas funciones en determinados colaboradores, para evitar que su forma de gobierno resultara realmente muy pasada de moda.

En cuanto al segundo aspecto de su pregunta, el Papa efectivamente, también es la máxima instancia de los guardianes de la fe, eso es absolutamente cierto. Pero, ni aun así, decide de forma absolutista, al contrario, toma las decisiones después de oír las opiniones de todo el Colegio episcopal. El Vaticano es lento, ciertamente, pero eso se debe a que las instancias se estudian paso a paso, y también, al cuidado y al esmero con que se estudian. Tampoco habría que olvidar que su lentitud también está originada por la escasez de personal, por una parte, y por otra, por el volumen de trabajo que va llegando al mismo tiempo y que, generalmente, no es de proceso rápido. Pero en el gobierno de la Iglesia, esto no me parece una desventaja, porque precisamente la prisa sería totalmente desaconsejable, mientras que la paciencia parece mucho más indicada. Ha habido ocasiones en que las cuestiones se han resuelto solas, simplemente con un poco de tiempo, sin haber llegado a estudiarlas.

El círculo de cardenales está compuesto por gente mayor, o, al menos, no precisamente jóvenes, pero eso es perfectamente natural. Tiene la ventaja de que no suelen precipitarse en las decisiones y de que, además, tienen mucha más experiencia y eso les hace ser más indulgentes, No obstante, también tienen que suplir el elemento de la juventud. Ahora se ha establecido la regla de que cuando se incorpore un nuevo colaborador, deberá tener menos de 35 años, y tampoco puede permanecer eternamente. De ese modo, la media de edad de nuestros colaboradores tendrá otra imagen.

Dicen que lo primero que hay que saber en el Vaticano es cómo funciona el juego del poder y aprender a jugarlo.

Este aspecto podría darse, es decir, que alguien crea poder actuar como en una carrera política, «tengo que llegar a tiempo al lugar adecuado y estar del lado más propicio para adelantar puestos, no me vayan a dar de lado». Cosas así podrían darse, porque en el Vaticano todos somos humanos, pero he de decir que conozco muy pocos casos de ese género. Yo, personalmente, entré siendo ya cardenal y no he necesitado luchar por el poder, ni para hacer carrera. Seguramente por eso me interesa tan poco ese tema.

¿Le molesta algo del Vaticano?

Yo diría que se podría reducir su administración; pero no tengo ninguna propuesta concreta para hacer. Sencillamente, algunas oficinas están poco aprovisionadas y, por otra parte, el conjunto de la Iglesia universal no requiere mucha administración. Por eso, me parecería razonable preguntarse si no convendría reducir su burocracia al máximo, a lo estrictamente necesario. Pero esto no significa que yo no esté contento con la forma de vida en nuestra Congregación. Tal vez lo que a mi mas me moleste es que haya tanto que hacer. Realmente es casi imposible que nadie pueda dar tanto como se le exige. Una cuestión que suele plantearse con frecuencia es, qué podría hacer yo para cumplir mi obligación en las otras Congregaciones y seguir siendo un ser humano normal, sin abandonar otras cosas como, por ejemplo, las relaciones personales.

Pero, ¿en cuántas Congregaciones está?

En cinco Congregaciones, dos Consejos y una Comisión (Latinoamérica). Pero sólo la Congregación para los obispos y la de evangelización requieren trabajo continuo. Y algo menos, por regla general, aunque también llevan su tiempo el Consejo para la unidad, la Congregación para la Iglesia ortodoxa y las Congregaciones para la educación y para la cultura. La participación en las demás Congregaciones me da menos trabajo, pero he de decir de todos modos que es un buen paquete.

El arzobispo Marcinkus hablaba en cierta ocasión de un «pueblo de comadres» y además decía del Vaticano que «se reúnen tres o cuatro curas y enseguida empiezan a criticar a los demás».

Desde luego, eso no ocurre en mi presencia. Pero siempre que hay mucha gente que convive y tiene trabajos muy similares que, además, se interfieren, es natural que de vez en cuando haya algún chisme. Lo cual no significa que esté bien visto. En absoluto. Eso a mí me parece una especie de escape de las limitaciones propias del ser humano. No es bueno hacerse una imagen demasiado idealista del sacerdote. Sería mejor no sorprenderse tanto de nuestros defectos, y pensar que no somos mejores que los demás. Las leyes típicas de un colectivo también nos afectan a nosotros, un colectivo de sacerdotes. Lo que cada uno de nosotros debería hacer es trabajar en plena sintonía con los demás, y para eso hay que guardar cierta disciplina. Y es muy importante que todos y cada uno disipemos cualquier tipo de sombra que - pudiera aparecer. Nosotros no somos mejores que otras personas.

 

 

RESUMEN

 

Recibir y aplicar lo que dice no resulta cómodo ni fácil. Desde hace un par de décadas ha mostrado una actitud hostil hacia diversas tendencias. Sin embargo, ¿no se pregunta nunca si eso será conveniente, si estará puntualizando bien las cosas, o, incluso, si en sus declaraciones se estará expresando conforme a las necesidades de nuestro tiempo?

Esas preguntas me las planteo a diario. Gracias a Dios, hay otros que saben expresarse mejor que yo, que saben hacer las cosas mejor que Yo y que suplen lo que yo no haya sido capaz de hacer. Poco a poco, uno se va conociendo mejor y también conoce las limitaciones de sus propias facultades. Incluso se percibe claramente que sólo se es una parte de un todo. Pero también uno se va dando cuenta de que está viviendo junto a otros muchos que también reflexionan, que tienen cargos importantes. Por eso es MUY importante que todos, pero sobre todo algunos que gozan de cierto carisma, contribuyan a iluminar las vidas de los demás. A mí me gustaría ser así, en la medida de mis posibilidades, y ser muy autocrítico en mis variadísimas relaciones con los demás,

Una vez le preguntaron qué dos libros se llevaría a una isla solitaria, v su respuesta fue inmediata: la Biblia y las Confesiones de San Agustín. ¿Qué clase de confesiones cabría esperar del Cardenal Ratzinger?

Yo no puedo hacer grandes confesiones como San Agustín, que, al confesar su vida y su camino de conversión, aportó una gran luz a la existencia cristiana. Yo sólo puedo dejar algún modesto fragmento, que no sé si podrá significar algo para la humanidad o ser útil en algún momento.

¿Existe algo en su vida que le gustaría no haber hecho?

Deshacer algo que haya hecho, creo que no. Pero hacerlo de otra manera, creo que sí. Porque en las distintas edades de la vida, las cosas se ven con diferentes perspectivas.

Con frecuencia se piensa que el Cardenal Ratzinger intenta conservar algo a buen recaudo, como un padre que almacena celosamente su herencia. Si no puede ser para los hijos, porque harían mal uso de ella, al menos debería ser para los nietos, para que esa herencia no se pierda. Cuando recapacita sobre su trabajo de Prefecto, ¿cree haber impedido que algo se desarrollara por mal camino y no se conociera públicamente?

Esa idea de almacenar para los nietos, me parece muy bonita, porque eso es, exactamente, lo que a mí me gustaría conseguir. Me gustaría, que junto a todo el bien y a la belleza que se ha ido desarrollando en nuestra historia, también crecieran, y nunca se perdieran, los grandes valores de la fe con su espléndida luminosidad. Me gustaría mucho que perduraran y se manifestaran siempre. Pero con respecto al balance de mi trabajo, yo creo que en los últimos 15 años se han logrado algunas metas en cuestiones como la teología de la liberación, las declaraciones en el ámbito de la bioética o el Catecismo. Pero, sobre todo, han sido útiles los contactos con las Conferencias episcopales que nos han facilitado conversaciones de gran interés para todos y que nos han ayudado a un mejor entendimiento con los obispos sobre sus preocupaciones y sobre su trabajo en relación con nosotros, en Roma. Con eso se han eliminado ciertos riesgos de unilateralidad en las opiniones, y, además, destacando lo más esencial y repartiendo el peso entre todos, también hemos logrado un equilibrio que todos deseábamos.

Uno de los documentos que lleva su firma recuerda mucho a la exhortación del Apóstol Pablo que dice algo así, «Anuncia la Palabra, insiste con ocasión y sin ella, reprende, reprocha y exhorta con toda paciencia y doctrina. Pues, vendrán tiempos en los que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus pasiones para halagarse el oído. Cerrarán sus oídos a la verdad y se volverán a los mitos. Pero tú, sé sobrio en todo, sé recio en el sufrimiento, esfuérzate en la propagación del Evangelio, cumple fielmente tu ministerios.

No quisiera parecer presuntuoso, pero en esas palabras queda expresado exactamente lo que yo pienso que, en líneas generales, está ocurriendo en nuestro tiempo.

¿Le queda aún alguna pregunta por hacer? Si pudiera preguntarle a un espíritu universal, ¿qué le preguntaría exactamente?

Le haría la misma pregunta que se hace todo el mundo: ¿Por qué es así el mundo, qué significado tiene el dolor en el mundo, por qué tiene tanto poder el mal en el mundo, siendo Dios Todopoderoso?

Es de suponer que en el principal cargo de la Congregación para la Doctrina de la fe no volverá a haber un hombre con su perfil, su biografía, su universalidad, con su manera de pensar, de hacer y de creer. Con usted acaba, no sólo un siglo, acaba también una generación que aún tiene sus raíces en el siglo XIX. «Lo nuevo está aún por llegar», decía en una ocasión. ¿Cómo ve su posición en la historia? ¿Cree haber conseguido abrir una puerta a lo nuevo que venga? ¿O todavía tendrá que hacerlo el siguiente, su próximo sucesor?

Primero habría que relativizar todo eso y conocer las nuevas formas que ahora esperamos, ver qué aspecto tienen. Serán tiempos muy diferentes a los nuestros, y la figura que yo actualmente represento seguramente tendrá una estructura diferente. Tampoco sabemos si lo actual podrá tener peso propio en la historia. Los que hemos vivido este siglo, hemos experimentado ciertamente tiempos de mucho cambio, pero en realidad también hemos conocido lo que había antes. Realmente, todavía tenemos relaciones con muchas cosas que, progresivamente, van desapareciendo. Y, al mismo tiempo, estamos también obligados a tomar medidas que hagan posible la continuidad, que se pueda seguir adelante en un mundo nuevo. Eso es lo que yo he intentado hacer. Pero ahora no podemos saber si las cosas seguirán su evolución de forma que este cargo continúe pareciendo un puesto clave o no. Lo único que podemos hacer es comprobar el enorme y permanente cambio de nuestro tiempo, pero, eso mismo, nos impide tener perspectiva de lo que vaya a venir después. En todo caso, lo que a mí me competía, creo yo, era mantener la continuidad y llevarla adelante para introducirla en una historia cada vez más agitada.

En general se sospecha que hay dos Ratzinger, uno antes de Roma, progresista, y otro en Roma, conservador y estricto guardián de la fe. De teólogo «teenager» con ideas progresistas, pasó a ser un resignado conservador con esporádicos arrebatos apocalípticos. Y en cierta ocasión usted mismo dijo que Joseph Ratzinger siempre había sido fiel a sí mismo, suprimiendo a los otros dos.

Me parece que he contado ya lo más esencial, es decir, que la decisión fundamental de mi vida es una constante en mí, porque yo creo en Dios, en Cristo y en su Iglesia, y a eso dedico mi vida. Esta determinación mía se ha ido desarrollando a lo largo del proceso de mi propia vida y a mí me parece muy justo que haya sido así, y que no se haya detenido en ningún momento. Los hombres cambian mucho con la edad, y un hombre de setenta años no debe pretender hacer lo que hace otro de diecisiete ni al contrario. A mí siempre me ha gustado permanecer fiel al conocimiento de lo esencial, pero al mismo tiempo estar abierto a las variaciones que fueran necesarias. Como es natural, todo lo que rodea al hombre también va variando y llega un momento en el que, de pronto, el hombre se encuentra en otras coordenadas. El debate actual de la Iglesia, es totalmente diferente al de hace treinta años. Incluso las propias circunstancias dan ahora un valor diferente a lo que hacemos y decimos. Que en mi vida se hayan dado giros y cambios no lo discuto, pero mantengo firmemente que siempre han estado basados en una identidad subyacente y, por eso, siempre que ha habido un cambio en mi vida ha sido con el único fin de ser más fiel todavía. En esto estoy totalmente de acuerdo con el Cardenal Newman que decía que, «vivir es cambiar, y ha vivido mucho quien haya sido capaz de cambiar mucho».

Normalmente, todos los cargos suelen exigir el pago de un precio. Mucho más si es tan relevante como el de estar al servicio de la verdad.

Estar al servicio de la verdad es algo realmente grandioso y el más «relevante» deseo de mi vocación. Pero y aunque el precio sea muy alto, se paga en moneda pequeña- Se manifiesta en cosas muy pequeñas, en cosas muy simples y de un segundo plano. En el fondo permanece siempre el deseo de la verdad, pero después hay que corresponder a esos deseos con los hechos. Y esto suele manifestarse en tener que leer actas, dirigir conversaciones, cétera, cosas muy normales.

El precio que yo tuve que pagar fue, sencillamente, renunciar a lo que a mí realmente me hubiera gustado hacer: mantener conversaciones elevadas a nivel intelectual, reflexionar sobre temas espirituales y discutirlos, producir una obra propia en estos tiempos nuestros. Pero tuve que dedicarme a otros asuntos muy distintos, conocer conflictos y aconteceres a niveles fácticos de los cuales muchos llegaron realmente a interesarme, pero también tuve que dejarlos pasar para poder estar al servicio de otras cosas más propias de mi cargo y que requerían mi atención. Poco a poco me fui dando cuenta de que tenía que dejar de pensar «tengo que escribir tal o cual cosa», «tengo que leer esto y lo otro», porque había que reconocer que mi principal tarea era exactamente ésta, la de estar donde estoy.

¿Se lleva bien con su propia vida, le gusta, es un hombre feliz?

Sí. Estoy muy conforme con mi vida, porque, además, vivir contrariado con la propia vida o con uno mismo, no conduce a nada, no tiene sentido. Aunque también estoy convencido de que, de la otra manera, como yo me había imaginado, también hubiera llegado a cosas grandes. Así que, por ambos motivos estoy muy agradecido a la vida, y sobre todo a lo que ha sido la voluntad de Dios para mí.

Fe, esperanza, caridad, son las virtudes teologales, pero ¿que- significan exactamente en la vida de Joseph Ratzinger?

Ya hemos hablado suficiente de la fe, que es la raíz de todo en nuestra vida, que nos ayuda a ver y a creer el, Dios, y que es la clave que nos facilita el camino para entender todo lo demás.

Esa fe significa esperanza, pues, tal como ahora es el mundo, el mundo no es bueno, y tampoco debe seguir siendo así. Contemplado sólo empíricamente, podríamos deducir que el mayor poder en el mundo es el del mal. Esperar con espíritu cristiano significa conocer la existencia del mal, y hacerle frente con confianza. Porque la fe se basa, fundamentalmente, en sabernos amados por Dios, y eso significa, no sólo una respuesta afirmativa a Dios, sino también a la Creación, a las criaturas, sobre todo a los hombres, donde tratamos de ver la imagen de Dios para amarle mejor.

Nada de esto es sencillo. Sin embargo, en ese sí fundamental, con esa convicción de que Dios ha creado a los hombres y está en ellos y de que no son algo negativo, el amor encuentra su apoyo para, a partir de la fe, fundar una esperanza. La esperanza contiene ese elemento de confianza absoluta frente a los continuos riesgos y peligros de la historia, pero eso no tiene nada que ver con la utopía. Un mundo futuro mejor no es asunto de la esperanza, la meta de la esperanza es la vida eterna. Por eso nadie puede responsabilizarse de esa expectativa, porque no se encuentra en nuestro mundo y nosotros continuamos en él y en el momento presente. La libertad de la generación actual condicionará el mundo de las generaciones venideras que nosotros, ahora, sólo podemos predecir muy limitadamente. Pero sí sabemos que la vida eterna es nuestro futuro y también la fuerza que va marcando la historia.