Capítulo III

EN LOS UMBRALES DE UNA NUEVA ÉPOCA

DOS MIL AÑOS DE HISTORIA DE LA SALVACIÓN ¿SIN REDENCIÓN?

CATARSIS: LA ÉPOCA DE LA TRANSICIÓN Y SUS DURAS PRUEBAS

UNA «NUEVA PRIMAVERA PARA EL ESPÍRITU HUMANO» EN EL TERCER MILENIO

IGLESIA, ESTADO Y SOCIEDAD

ECUMENISMO Y UNIDAD

EL ISLAMISMO

EL JUDAÍSMO

¿UN NUEVO CONCILIO?

EL FUTURO DE LA IGLESIA Y LA IGLESIA DEL FUTURO

LA VISIÓN DE UNA NUEVA IGLESIA

«PURO, PURO, PURO». LA REVOLUCIÓN ESPIRITUAL

NUEVAS OPORTUNIDADES PARA EL MUNDO MEDIANTE LA IGLESIA

LA VERDADERA HISTORIA DEL MUNDO. LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS


 

CAPÍTULO III
 

EN LOS UMBRALES DE UNA NUEVA ÉPOCA

 

 

DOS MIL AÑOS DE HISTORIA DE LA SALVACIÓN.

¿SIN REDENCIÓN?

 

Hace dos mil años se proclamó la historia de la salvación, y desde hace dos mil años existe una Iglesia que, como sucesora de Cristo, se hace responsable del nuevo ser humano, de la paz, la justicia y el amor al prójimo. Justo al acabar el segundo milenio después de Cristo, el balance parece más negativo que nunca. El escritor americano Louis Begley ha denominado al siglo XX como «requiem satánico». Es un infierno de asesinatos y homicidios, de masacres y crímenes violentos, un compendio de atrocidades.

En el siglo XX se ha matado a más hombres que nunca. A este siglo le corresponden el holocausto y la bomba atómica. Durante un tiempo se pensó que, después de la segunda guerra mundial, habría una época de paz. Se pensaba que el holocausto nos había demostrado a lo que podía llegar el racismo. Pero después del año 1945 hubo un período de tensiones que desembocó en más guerras de las que nunca ha habido. Y en la Europa de los años 90 hay guerra, y una guerra de religiones, y la hambruna, los destierros, el racismo, la criminalidad, el predominio del mal va aumentando en el mundo. Sin embargo, al final de este milenio también se registran grandes transformaciones, muy positivas: el final del despotismo del Estado en los países comunistas, la caída del telón de acero en Centroeuropa, la disposición a mantener conversaciones de acercamiento en zonas críticas del Oriente Medio.

Cardenal Ratzinger, muchos se plantean serias dudas y se cuestionan, después de todo esto, la eficacia de Dios y la de los hombres sobre el mundo. ¿El mundo está de verdad redimido? Estos años después de Cristo, ¿pueden llamarse, de verdad, de salvación?

Sus palabras constituyen un cúmulo de observaciones y preguntas, pero la pregunta fundamental del conjunto sería ésta: ¿el cristianismo ha traído la salvación, ha traído la Redención, o todo ha sido en vano? ¿No será que el cristianismo ha perdido toda su fuerza?

Creo que habría que empezar diciendo que la salvación, la salvación que procede de Dios, no es algo cuantitativo ni puede añadirse a otros sumandos. Los conocimientos técnicos que tiene la humanidad tal vez puedan detenerse ocasionalmente, pero siempre van en la línea de un continuo avance. El ámbito cuantitativo es medible, puede concretarse en mayor o menor medida. Pero cuando el hombre da un paso adelante en el bien, no se puede cuantificar, porque cada vez es un nuevo hombre y, por tanto, con cada nuevo hombre empieza en cierto sentido otra nueva historia.

Es importante resaltar esa distinción. La bondad del hombre, vamos a expresarle así, no es cuantificable. De ahí que no se pueda deducir que el cristianismo, que en el año cero comenzó siendo como un grano de mostaza, deba acabar siendo un erguido y robusto árbol, y que todo el mundo pueda contemplar cómo ha ido mejorando de siglo en siglo. Es un árbol que puede derribarse y cortarse; porque la Redención ha sido confiada a la libertad del hombre, y Dios nunca privará al hombre de su libertad.

 

La Ilustración sostenía la idea de que el proceso civilizador debía introducir a la humanidad en la verdad, la belleza y el bien casi de forma imperativa, para que siguiera mejorando. Consecuentemente, pensando en el futuro, los actos de barbarie eran inconcebibles.

Se trata de ese carácter de aventura, por llamarlo así, de la Redención, que siempre remite a la libertad. Pues la Redención no ha sido decretada ni impuesta al hombre, ni tampoco está cimentada sobre una base estable, la Redención se apoya en el frágil recipiente de la libertad humana. Cuando el ser humano cree haber llegado a una escala superior, debe contar siempre con que todo puede desplomarse y venirse de nuevo abajo. En eso consisten, creo yo, las polémicas que se han planteado frente a Jesús. ¿La Redención está cimentada sobre algún aspecto del mundo cuantificable, medible, en el sentido de poder decir, «todos han recibido su pan, ya no habrá más hambre,,? ¿.0 bien la Redención es algo muy diferente? Porque si está ligada a la libertad, si no ha sido impuesta al hombre bajo ningún aspecto, sino ofrecida a su libertad, por esa misma razón es, hasta cierto punto, también destruíble.

Hemos de considerar, además, que el cristianismo ha sido siempre una siembra de arnor. Si analizáramos todo lo acaecido en la historia gracias al cristianismo, comprobaríamos que, realmente, es bastante considerable. Goethe dijo: «respetemos lo que tenemos bajo nosotros». Por el el cristianismo surgió la atención a los enfermos, la protección a los más débiles y una gran organización del amor. Gracias al cristianismo ciertamente, se extendió el respeto a los hombres en cualquier situación. Es interesante saber, por ejemplo, que cuando el emperador Constantino reconoció el cristianismo, se sintió obligado, desde el primer momento, a introducir cambios en las leyes dominicales y a preocuparse de que los esclavos también pudieran disfrutar de sus derechos.

O también recuerdo, por ejemplo, a Atanasio -gran obispo alejandrino del siglo IV- que describía cómo se enfrentó, él mismo, a gentes de todas las razas con el cuchillo en la mano hasta que, finalmente, los cristianos le inspiraron un sentimiento de paz. Estas cosas no son fruto de la estructura de un reino político, y como vemos hoy en día, también pueden venirse abajo.

Donde el hombre se aparta de la fe, los horrores del paganismo se presentan de nuevo con reforzada potencia. Yo creo, y eso puede comprobarse, que Dios ha irrumpido en la historia de una forma mucho más suave de lo que nos hubiera gustado. Pero así es su respuesta a la libertad. Y si nosotros deseamos y aprobamos que Dios respete la libertad, debemos respetar y amar la suavidad de sus manos.

 

Antes, el cristianismo no estaba extendido universalmente como lo está ahora. Pero su expansión no ha estado siempre acompañada de santidad

Esa expansión cuantitativa del cristianismo -con el imprescindible crecimiento del número de fieles- no siempre conlleva una mejora del mundo, porque, de hecho, no todos los que se dicen cristianos lo son realmente. El cristianismo repercute, indirectamente, en la configuración del mundo a través de los hombres, a través de su libertad. Pero el cristianismo en sí, no es un nuevo y organizado sistema político-social para acabar con el mal.

Con respecto a si ha habido Redención o no ha habido Redención, ¿qué significado tiene la existencia del mal en el mundo?

El mal tiene poder y está en los caminos de la libertad del hombre, configurando sus propias estructuras. Porque, evidentemente, hay formas del mal que presionan al hombre y pueden bloquear su libertad, llegando, incluso, a levantar un muro que impida la irrupción de Dios en el mundo. Pero Dios no venció al mal en Cristo en el sentido de que éste ya no pudiera volver a tentar a la libertad del hombre, sino brindándonos la posibilidad -sin obligarnos- de tomarnos de su mano para enderezar nuestros caminos.

¿Con eso quiere decir que Dios tiene poco poder sobre este mundo?

En cualquier caso, no ha querido ejercer su poder como a nosotros nos hubiera gustado. Lógicamente, en este Weltgeist, en este espíritu de la época, yo también me haría esa pregunta que usted me hace: «¿por qué sigue impotente?», «¿por qué reina tan débilmente, crucificado, como un fracasado?». Sin embargo, es evidente que quiere reinar así, ese es el poder divino. Porque dominar por imposición, con un poder que se ha conseguido y se mantiene por la fuerza, al parecer, no es la forma divina de poder.

Volviendo a la pregunta de antes: esta situación del mundo en el siglo XX, que ha sido calificada como «requiem satánico», ¿no debería asustarnos?

Nosotros, los cristianos, sabemos que el mundo está siempre en manos de Dios. Aun cuando el hombre se alejara de Dios hasta el punto de abocarse a la destrucción al final de los tiempos, Dios volverá a establecer un nuevo comienzo. Nosotros hacemos las cosas con la fe puesta en Dios, para que el hombre no se aleje de Él y el mundo sea, en la medida en que nosotros podamos, una nueva Creación suya, que el hombre pueda vivir una nueva vida como criatura suya.

Pero, por supuesto, también podría hacerse un diagnóstico más pesimista. Podría ocurrir que la ausencia de Dios -Metz lo formuló de un modo un tanto extraño, como la «crisis de Dios»- sea tan fuerte, que el hombre entre moralmente en barrena y tengamos ante nosotros la destrucción del mundo, el apocalipsis, el caos. También se puede contar con esa posibilidad. No debemos excluir un diagnóstico apocalíptico. Pero, incluso entonces, contaríamos con la protección de Dios que acoge a los hombres que le buscan; y el amor siempre es más fuerte que el odio.

«A finales del segundo milenio» -decía Juan Pablo II en cierta ocasión- «la Iglesia ha vuelto a ser Iglesia de los mártires.» Y por otra parte, usted, Señor Cardenal, hizo un balance parecido sobre la situación actual: «Si no recuperamos un poco de nuestra identidad cristiana, no seremos capaces de hacer frente a los desafíos de la hora presente»

Pero, como decíamos anteriormente, la Iglesia también irá adquiriendo nuevas formas. Será una Iglesia de minorías, menos identificada con las grandes sociedades, y compuesta por círculos de creyentes plenamente convencidos, con vida interior; y entonces la Iglesia podrá ser mucho más operativo. Podrá ser, con palabras de la Biblia, precisamente, «la sal de la tierra». En esta transformación es nuevamente muy importante que lo constante en el hombre, lo que es esencial para él, no se destruya nunca, y las energías que le sostienen como hombre serán aún más necesarias.

La Iglesia tiene que tener, por una parte, flexibilidad para aceptar los cambios de actitudes y de sistemas en la sociedad, y seguir solucionando sus anteriores obligaciones de un modo nuevo. Pero, por otra, también tiene cada vez mayor necesidad de la lealtad del hombre, para poder sostenerle y ayudarle a sobrevivir, y a mantener su dignidad. La Iglesia tiene que dejar constancia de esto Y ayudar al hombre, tirando de él hacia arriba, hacia Dios; sólo así recibirá el hombre el vigor y la fortaleza que exige la paz en la tierra.

 

Hay gente que piensa que la Iglesia a veces actúa de forma que parece incompatible con la Revelación. Un ejemplo de esas «grietas» en la historia del segundo milenio del cristianismo sería lo que el Papa denominó intolerancia en contra los nombre de la religión y complicidad en los delitos derechos humanos. Ahora, la Iglesia habla con cierta frecuencia de sus errores en relación con los judíos, o en relación con la mujer Estas confesiones parecían hasta ahora una pérdida de la propia autoridad. ¿No se debería hablar, incluso con una actitud más abierta todavía, de los fallos que la Iglesia ha tenido a lo largo de la historia?

La sinceridad es una virtud capital para todo, también para saber qué es y qué no es la Iglesia, y para conocernos a nosotros mismos un poco mejor. En este sentido, una decepción -si se puede decir así- producida por no ocultar el lado sombrío de la historia de la Iglesia, también es una muestra de su honradez y de la importancia de la sinceridad. Si una confesión, digámoslo así, si reconocer las propias culpas es propio de la naturaleza del cristiano, porque sólo de ese modo puede ser justo y sincero consigo mismo, lógicamente, también es propio de la naturaleza de la personalidad colectiva de la Iglesia realizar esa puesta al día, ese reconocimiento de los propios errores. Así que, efectivamente, la Iglesia necesita ese «salmo penitencial» para poder presentarse lealmente ante Dios y ante los hombres.

No obstante, creo muy importante recordar y no pasar por alto que, pese a sus fallos y debilidades, la Iglesia siempre ha proclamado la Palabra de Dios y ha impartido los sacramentos, dejando así constancia de la fuerza y del vigor de la salvación, y haciendo evidente que posee la fuerza capaz de vencer al mal. Y el poder de Dios también se manifiesta en que, cuando el cristianismo parece a Punto de extinguirse y quedar reducido a brasas y cenizas, la fe cristiana florece de nuevo. Me estoy refiriendo, Por ejemplo, al siglo X, cuando el papado era una ruina que hacía pensar que, en Roma, el cristianismo acabaría definitivamente. Y, sin embargo, fue entonces cuando, con la vida monástica, resurgió un dinamismo nuevo para la fe. Es posible que, ahora, en medio de esta decadencia de la Iglesia, el cristianismo perdure sólo como una realidad apenas vivida. Pero la presencia de Cristo en su Iglesia ejerce un dinamismo interior que constantemente la va renovando incluso en lugares inesperados.

El peso de la historia que presiona sobre la Iglesia parece bastante importante. Lo digo, porque con motivo de las celebraciones del Quinto centenario del descubrimiento de América por Colón, se observaron algunos sentimientos críticos hacia las misiones, con tanta fuerza que parecía que habían tenido lugar ayer.

Ahí, por supuesto, había muchos juicios globales que no responden a la verdad de la historia; más bien respondían a las emociones del momento. Yo no pretendo discutir los fallos o errores que pudieron someterse. Pero, precisamente ahora hay nuevos estudios, más profundos, en relación con ese tema; y las nuevas investigaciones dejan al descubierto que la fe -y la Iglesia también- realizó una gran tarea de protección de la cultura frente a aquel aplastamiento brutal de los hombres, debido, sobre todo, a un afán desmedido de posesión por parte de los descubridores. El papa Pablo III Y sus sucesores intercedieron con firmeza en favor de los derechos de los indígenas y ordenaron los correspondientes ordenamientos jurídicos. La corona española, en concreto el emperador Carlos V, también dictó nuevas leyes, en gran parte irrealizables, pero que honran a la corona española, pues protegían los derechos de los indígenas a los que, expresamente, reconocían como seres humanos y, por tanto, titulares o portadores de derechos humanos. En el siglo de oro de España, los teólogos y los canonistas españoles fueron los que dieron origen a la idea de los derechos humanos. Posteriormente, otros los hicieron suyos, pero para entonces ya habían sido redactados, en España, por Vitoria.

Aquel gran movimiento misionero de franciscanos y dominicos se transformó en un movimiento defensor del hombre. No hablo sólo de Bartolorné de las Casas, sino de otros muchos misioneros, de un gran número de misionenros anónimos. Ahora ha salido a la luz un aspecto muy interesante de la historia de las misiones. Aquellos primeros franciscanos que fueron a Méjico como misioneros aún estaban influenciados por la teología del siglo XIII y predicaban un cristianismo muy sencillo, muy directo y sin que mediara ninguna institución. Pero los indígenas apenas hubieran prestado atención al cristianismo -como vemos que sucedió en Méjico- si no hubiera sido porque percibían en la fe una especial fuerza liberadora. Liberadora también del culto que habían tenido hasta entonces. Méjico fue conquistado porque el pueblo oprimido cerró filas junto a los españoles para poder liberarse de aquel dominio. Todo ello junto da una imagen muy diferente y en la que no existen culpas que perdonar. En la fe había una gran fuerza protectora y liberadora que hizo posible que exista una numerosa población india en Centro y Sudamérica; de no haberla habido, las cosas hubieran sido muy diferentes.

Y, dígame, ¿cómo puede explicar que la rehabilitación de Galileo haya tardado siglos en efectuarse?

Yo diría que aquí más bien se ha rendido homenaje a un tema que ya había prescrito. Nadie se sentía en la necesidad de proceder a una rehabilitación expresa. El caso Galileo fue intencionadamente ensalzado por la Ilustración, como ejemplo concreto del conflicto entre Iglesia y ciencia. Tenía peso propio, históricamente hablando, pero la sobrecarga de tensiones electrizantes y casi míticas no se justificaba. La Ilustración quería hacer de ese asunto el prototipo del comportamiento de la Iglesia frente a la ciencia. Y, de ese modo, el caso de Galileo fue hinchándose para poder poner de relieve la enemistad y la hostilidad de una Iglesia demasiado anticuada frente a la ciencia. Pero, lentamente, se fue forjando el juicio: «esto no está en el pasado, es algo que va horadando los espíritus y que conviene depurar explícitamente».

Qué habría hecho el mundo sin la Iglesia es una interrogante sin respuesta. Pero no se puede negar que la fe cristiana también ha liberado y cultivado al mundo, por ejemplo, en el desarrollo de los derechos humanos, en la cultura y en la ciencia, en la educación ética. Europa no hubiera sido posible sin esa fecundidad. El periodista judío Franz Oppenheimer escribió: «Las democracias deben su origen al mundo judeo-cristiano de Occidente. La historia de su origen condiciona fundamentalmente nuestro mundo pluralista. También a su origen hemos de agradecer las normas que hasta ahora han aprobado, juzgado y corregido nuestras democracias ». Y usted mismo también ha dicho que la existencia de las democracias tenía algo que ver con la existencia de los valores cristianos.

Yo sólo puedo subrayar eso que ha escrito Oppenheimer. Hoy en día, todos sabemos que el modelo democrático procede de la constitución monástico, que fue pionera con sus capítulos y sus votaciones. La idea de derechos iguales para todos encontró ahí su forma política. También es cierto que antes había habido una democracia griega de donde se tomaron algunas ideas decisivas, pero después del ocaso de los dioses, tenían que ser transmitidas de alguna otra forma. Es un hecho evidente que las dos primeras democracias -la americana y la inglesa- están basadas en una misma conformidad de valores procedente de la fe cristiana, y que sólo pueden funcionar, y funcionan, cuando existe un acuerdo fundamental sobre los valores. De no ser así, se disolverían, se desintegrarían. De ahí se obtiene un balance histórico muy positivo para el cristianismo que desplegó una relación nueva del hombre consigo mismo y con una nueva humanidad. La antigua democracia griega dependía de la seguridad de los dioses. La democracia cristiana de la Edad Moderna dependía de los auténticos valores de la fe obtenidos por la elección de una mayoría. Justo en ese balance del siglo XX que hacía antes, quedaba demostrado que, cuando se suprime el cristianismo, irrumpen de nuevo los poderes del mal que han de ser nuevamente rechazados por el cristianismo. De forma puramente histórica podría decirse que no hay democracia sin fundamentos religiosos.

El Cardenal inglés Newman dijo a propósito del mensaje que la Iglesia trae al mundo: «Sólo por nosotros los cristianos se podrá detener la caída del mundo, porque una red internacional de comunidades cristianas se extiende universalmente. La existencia del mundo está vinculada a la existencia de la Iglesia. Si la Iglesia cayese enferma, el mundo elevaría una protesta por ello».

Esa formulación tal vez resulte demasiado drástica, y, sin embargo, yo diría que, precisamente, la historia de las grandes dictaduras ateas de nuestro siglo -nacionalsocialismo y comunismo- ha demostrado que, cuando faltan la fuerza de la Iglesia y el empuje de la fe, el mundo salta en pedazos. El paganismo precristiano aún tenía cierta inocencia y la vinculación a los dioses también encarnaba valores primitivos que ponían límites al mal, ahora si desaparecieran las fuerzas contrarias al mal se produciría un enorme cataclismo.

Ahora podemos decir, basados en la certeza de la experiencia, que, después de haber sido arrancada de cuajo la autoridad moral que representa la fe cristiana, la humanidad se encuentra como un gran barco después de chocar contra un iceberg, dando bandazos y afrontando enormes riesgos para poder sobrevivir.

 

CATARSIS:

LA ÉPOCA DE TRANSICIÓN Y SUS DURAS PRUEBAS

 

Justo al acabar un siglo el tiempo parece correr más aprisa, como si tuviera algún compromiso secreto. Es como aquel grano de mostaza que seguía pareciendo pequeño, hasta que, poco antes de que llegara la hora, de pronto creció para darse a conocer al mundo. Muchos son los convencidos de que ahora nos encontramos en los orígenes de una nueva sociedad universal que se distinguirá de la actual en cuestiones fundamentales, del mismo modo que el mundo de la revolución industrial se distinguió de su anterior período agrario.

Es algo así como lo que los sociólogos llaman un suceso en la línea divisoria de aguas, como una vuelta del curso actual de un río hacia valores menos significativos para sobrevivir en la nueva época. Estos son tiempos en los que no hay realmente un Hoy, sino un No-más-como-ayer y un Todavía-menos~que-mañana. ¿Debemos tener alguna actitud fundamental ante esta transición?

Yo también percibo esa aceleración de la historia. Siempre que se hace un descubrimiento, lo que sigue después también transcurre a mucha velocidad. Cuando pienso en los cambios habidos en el mundo en estos últimos treinta años, casi puedo tocar con las manos esa aceleración de la historia y todas sus modificaciones llevadas a cabo. El mundo cambiante está presionando el presente e incluso podría decirse que, en cierto grado, ya está aquí.

Y vemos seguir adelante su proceso sin que nosotros hayamos podido siquiera vislumbrar ni su dirección ni lo que pueda venir de ahí.

Sólo se perciben las grandes colectividades. Ahí están la Unión Europea, el mundo islámico, o el intento de crear una conciencia universal para todos a través de las conferencias de la O.N.U. Al mismo tiempo, observamos cómo crece la autoafirmación de lo propio, que cada vez es más obstinada. Uniformidad y división en mutua dependencia. Y en esa uniformidada se va desarrollando, paradójicamente, una creciente irritabilidad de unos contra otros. Pero, de momento, nadie sabría predecir qué forma concreta pueda tomar todo esto. Por eso a mí me parece que, en una situación como la actual, en este mundo de cambios tan rápidos e imprevisibles, la constancia del hombre en lo esencial es cada vez más importante.

Según algunos datos, está empeorando la supervivencia en este planeta. A partir de mitad de los años ochenta, las catástrofes naturales en el mundo han aumentado, en número y en gravedad, dejando claro, además, que no sólo fueron causadas por la naturaleza, sino que la mayoría de ellas fueron originadas por el hombre. Unas veces, interviniendo directamente en un sistema natural, y otras, perdiendo el control sobre sus propios sistemas. Algunos creen que se trata de la ira de Dios. Posiblemente sea una purificación, una catarsis. Posiblemente haya que hacer pedazos todo lo anterior, para después poder rehacerlo de nuevo. Pero, ¿se requiere tanta danza infernal sobre un volcán, se requiere tanta agitación, tantas furias desatadas y tantos efluvios al final de los tiempos, para este climaterio de la historia universal, y para poder recomenzar de nuevo? ¿Era éste el verdadero sentido del Apocalipsis?

Eso es muy difícil de responder. Lo que nosotros deberíamos hacer es esmerarnos en preparar un nuevo comienzo con las fuerzas de la Creación y de la Redención que ya tenemos. Y también deberíamos liberar, digamos, esa energía que tiene el hombre para luchar y para limitarse a sí mismo. Porque, evidentemente, de ahí es de donde nos vienen todas las fuerzas. De ahí sabe el hombre que él no hace todo lo que puede hacer -podría destruir el mundo y destruirse a sí mismo-, porque, frente a ese «poder hacer» está la medida del «deber hacer» y del «querer hacer». No sólo para reconocer una imposibilidad física, sino para reconocer también la que definimos como imposibilidad moral. La educación en este sentido es, sin duda alguna, fundamental, para que el género humano pueda superar la tentación del árbol prohibido.

La Iglesia debería enseñar al hombre a crecer por sí mismo y saber contrarrestar su fuerza física, con la correspondiente fuerza moral. Y eso no se obtiene de la simple moralidad, como sabemos, es fruto de la unión interior con Dios vivo. La moral tiene fuerza sólo cuando Dios existe como fuerza interior en nuestro ser (Dasein), y no cuando procede de un puro cálculo personal.

Tal vez no quede ya ninguna posibilidad de salvación desde fuera, pero sí desde dentro, la salvación de una conciencia que no esté basada en el ego. Hace poco usted decía: «Tal vez las advertencias bíblicas sobre los cambios perjudiciales en la vida del hombre quisieran decirnos: el estado de nuestro espíritu influye en la naturaleza».

Sí. A a veces también me parece ver claramente que es el hombre quien amenaza a la naturaleza con arrebatarle su hálito de vida. Y esa contaminación ambiental exterior que sufrimos también me parece espejo y emanación de la contaminación de nuestro interior, a la que apenas prestamos atención. Yo diría que ese es el gran déficit de los movimientos ecologistas. Arremeten con pasión muy comprensible y justificada contra la contaminación del medio ambiente, mientras tratan la autocontaminación espiritual del hombre como si fuera uno de sus derechos a la libertad. Ahí hay algo erróneo. Eliminamos la contaminación cuantificable, pero no prestamos atención a la contaminación espiritual del hombre -que es parte de la Creación- para poder respirar humanamente, y, en cambio, defendemos lo que, con un concepto falso de libertad, crea la voluntad humana.

Mientras sigamos cultivando en nuestro interior esa caricatura de libertad, es decir, la libertad de la destrucción espiritual, todos los cambios que queramos dirigir hacia el exterior serán ineficaces. Creo que habría que prestar más atención a esto. No sólo la naturaleza tiene leyes, disposiciones y un orden de vida que hemos de seguir si queremos vivir en y de ella. El hombre es criatura y, como tal, tiene también un orden en la Creación. El hombre no puede hacer nada arbitrariamente, por sí mismo. Para poder vivir desde dentro, tiene que reconocerse como criatura y procurar tener en su interior la pureza del ser criatura, algo así como una especie de ecología espiritual, si queremos llamarlo así. Cuando no se entiende este punto central de la ecología, todo lo demás es inútil.

El capítulo 8 de la Carta a los Romanos lo explica muy claramente. Dice que Adán, o sea, el hombre interiormente contaminado, trata a la Creación como a una esclava y la somete, y que la Creación sometida gime por ello. Hoy en día escuchamos a la Creación gemir como nunca. Pablo, además, añade que la Creación espera la presencia del Hijo de Dios para poder respirar, y que sólo respirará cuando se vea sometida a hombres que sean un reflejo de Dios.

Al parecer, con tanto cambio en el mundo, todavía nos esperan nuevas sorpresas, ya no sabemos exactamente qué debemos hacer. La pregunta es si la cristiandad, con el conocimiento básico que tiene, podrá hallar una respuesta correcta a todas estas evoluciones, a resultados tan distintos y a tanta cosa por aclarar.

Efectivamente, ahora tienen que aplicar esos conocimientos básicos en campos nuevos, y eso no se consigue sin esfuerzo, requiere un conjunto de resultados, sufrimientos y experiencias. Pero los puntos de partida esenciales de la cristiandad, ofrecen siempre soluciones que, con la ayuda de nuevas experiencias, después se pueden acabar de concretar. Por eso el cristianismo es una constante forma de pensamiento y de vida, y no una receta que pueda aplicarse a todo. Pero sí nos da una orientación básica y luces para poder llegar a la respuesta conveniente. Siendo conscientes de que el hombre es, antes que nada, imagen de Dios, y respetando el orden de vida explicado en los Diez Mandamientos, ya tenemos la orientación esencial y necesaria para poder establecer las respuestas ante los nuevos problemas. Y esto requiere el esfuerzo de muchos en una búsqueda común de lo más justo y correcto, de lo más auténtico, antes de poder pasar a su aplicación.

 

UNA «NUEVA PRIMAVERA PARA EL ESPÍRITU HUMANO» EN EL TERCER MILENIO

 

Al acabar este siglo, muchas de las promesas hechas a la sociedad, se han venido abajo. Por ejemplo el marxismo (Marx: «La religión es el opio del pueblo»), el psicoanálisis (Freud: «La religión es la neurosis de la humanidad»), así como la idea que tienen los sociólogos de que la ética no es más que una instancia moral. A todo eso hay que añadir las nuevas tesis sobre las reformas en las relaciones sexuales, o en la educación, y todo con una nueva concepción de la autoridad. Usted mismo se atrevía a hacer un pronóstico hace diez años: «Lo nuevo aún está por venir». ¿Qué idea tenía entonces de todo lo nuevo?, ¿sabía ya lo que iba a suceder? ¿Quería entonces decir que la cultura de la postmodernidad sobreviviría, una cultura que usted describió como «de autodistanciamiento del primer recuerdo del hombre», que es el «recuerdo de Dios»?

Yo expresaba esa esperanza. Lo que yo entonces quería decir era que los aforismos y las contradicciones de esas teorías también dejaban ver su falsedad interior. Y ese es, ahora, en gran medida, nuestro caso. Estamos atravesando una época de desmitificación de muchas ideologías que sólo eran una explicación económica del mundo dada por Marx, y que, en principio, parecían muy lógicas y convincentes. Incluso llegó a fascinar a muchos, sobre todo, por estar compaginada con una ética, pero que, sencillamente, no contenía la realidad. El hombre, ahí, no tenía explicación. Ahora ya se ha demostrado que la religión, en efecto, es una realidad primigenia en el hombre. Y lo mismo sucede con otras realidades, como, por ejemplo, con la educación antiautoritaria, que ya se ha visto que es inadecuada porque es propio de la naturaleza del hombre necesitar una autoridad. Y lo que yo quería expresar ahí, es mi esperanza de que, con la experiencia de la historia, cuanto antes, se llegue a la autocrítica de esas ideologías. Porque eso nos haría reflexionar y tendríamos una nueva visión de lo cristiano y, entonces, con el nuevo concepto adquirido y con los fragmentos de verdad que hubiera en esas ideologías, lograríamos una nueva presencia del cristianismo.

De todas formas, ya hemos visto que de los fracasos y de los derrumbamientos no se producen necesariamente nuevas perspectivas positivas. En los países excomunistas, por ejemplo, el continuo empeoramiento de su situación económica y política, no origina desde luego, la regeneración del comunismo, pero tampoco produce un movimiento positivo, en el sentido de decir: «tendríamos que volver a los antiguos valores cristianos». Lo que realmente produce es cansancio en las almas, agotamiento, resignación; y, lógicamente, la desesperanza va en aumento. El renacimiento cristiano no llega por la negación de anteriores ideologías; con eso no se producen necesariamente movimientos hacia actitudes más vitales, más positivas. Simplemente se abre un espacio a la decepción que podría conducir a nuevos fracasos, pero que también puede ofrecer al hombre otra posibilidad: la de sentirse atraído por la fuerza y el vigor del cristianismo, y entonces se produciría una regeneración. Por tanto, como veíamos antes, no se origina como una necesidad por ley natural.

De momento se puede observar que lo puramente científico, la visión racionalista y materialista del mundo, que tanto ha marcado a este siglo, se va agotando y va desapareciendo. ¿Volverá el hombre del tercer milenio a aceptar mitos en su vida? Antiguamente había mitos que servían de velo para ocultar la realidad. ¿Se volverá a los mitos para afrontar las nuevas realidades, para conocer mejor las verdades más Profundas? En el medievo el mundo estaba lleno de signos, nada existía por sí mismo, todo estaba relacionado con el más allá. «El hombre vive de ilusiones», decía el gran filósofo de la historia Johann Huizinga, «y porque todo es ilusión para él, entiende la oscura metafisica».

Los mitos despiertan interés por todas partes, eso es querer volver a lo anterior, al cristianismo, es una vuelta a la antigua mitología con la esperanza de encontrar otros modelos de vida y de recobrar las primitivas fuerzas. Pero ahí se esconde mucho romanticismo. Porque cuando no nos satisface el presente, ni podemos volver atrás en la historia, ni podemos recuperar el pasado. En esa evocación de los mitos precristianos, que no se buscan en el cristianismo por encontrarlo demasiado racional o demasiado gastado hay, ante todo, un deseo de huir de las exigencias del cristianismo, buscando el máximo apoyo en lo religioso, pero evitando en todo lo posible cualquier compromiso, eludiendo cualquier vinculación posible.

Yo no digo que en esos mitos no se oculte algo a lo que nosotros podamos recurrir. La humanidad también ha encontrado la verdad en esos mitos, y eso le ha ayudado a buscar otros caminos. Pero si los mitos ya están preparados por nosotros, y los elegimos según nuestras necesidades, entonces no tienen ninguna fuerza La religión, como su propio nombre indica, no puede existir sin una ligadura. De no existir una disposición al compromiso, al sometimiento, a la verdad ante todo, la religión solamente sería un juego. Antes me ha citado El juego de perlas de cristal. La nueva búsqueda corre el riesgo de no ser suficientemente trascendente, y, entonces, las fuerzas que confiamos recibir no llegarán nunca. Más bien será una especie de sueño en el que los problemas y los poderes reales, que el nuevo mundo trae consigo, no se dejarán dominar ni conducir por caminos rectos. La nostalgia de la religión que ahora existe es la simple necesidad de recibir algo de su fuerza, y, también, el reconocimiento de que la necesitamos porque estamos viviendo de modo precario. Esto es, con toda seguridad, algo positivo, pero aún está demasiado vinculado a la voluntad. La humildad de reconocer una verdad que resulta exigente y que yo no he escogido para mi, sigue ausente.

¿Imagina usted que la humanidad pueda ser testigo de una nueva Ilustración que, con enfoques liberales positivos, reconciliara los extremos e incluyera de nuevo la dimensión de la fe en la vida y en el pensamiento? Tal vez así quedaría dignamente superado en la conciencia humana lo que podríamos llamar el foso de Andrés y se pondría fin a la escisión del hombre. A lo mejor ésta podría ser la visión de una nueva integración, una integración que no renunciaría a Dios.

Un creyente siempre tiene la esperanza de que a un período de oscuridad y desintegración le suceda otro de retorno. Pero un cambio hacia adelante, como expliqué antes, porque nosotros no podemos retrotraernos a períodos anteriores. Usted me hablaba de una nueva integración, exactamente de la posibilidad de una nueva Ilustración que descubriera lo esencial y lo uniera a lo nuevo. En mi opinión, esa es una esperanza que no se vislumbra a corto plazo. Las corrientes de separación de las fuerzas espirituales son aún muy grandes. Por una parte, está la fascinación de tener un conocimiento integral, y por otra, la previa resignación. Pero también existe un gran temor al compromiso que eso pudiera significar. Yo creo que, de momento, nos encontramos todavía en un largo período de confusión. Pero el cristiano siempre hará lo que deba hacer para que, por encima de esa fragmentación del conocimiento que tanto desintegra la vida, se manifiesten la integridad y la unidad del hombre que proceden de Dios, y vuelvan a unirse, por así decir, todos los caminos. Debemos intentar conseguirlo, aunque yo no albergo la esperanza de que esto se consiga enseguida.

Juan Pablo II habló en su discurso ante las Naciones Unidas en Nueva York, en el año 1995, de los fundamentos de un nuevo orden universal y de una nueva esperanza para el tercer milenio. «Veremos», decía el Papa, «que las lágrimas de este siglo han preparado el fundamento para una nueva primavera del espíritu humano.» ¿Qué quiso decir con una «nueva primavera»? ¿Una nueva identidad del hombre?

Esto es todo un capítulo. El Papa abriga la gran esperanza de que a un milenio de divisiones le suceda otro de uniones. Mantiene la tesis de que el primer milenio de la cristiandad fue un milenio de unidad entre todos los cristianos. Aunque hubo cismas, que todos conocemos, se mantuvo la unión entre Oriente y Occidente. El segundo milenio, que estamos acabando, ha sido el de los grandes cismas, pero ahora hemos llegado también a un acuerdo común para buscar la forma de volver a la unidad. Su gran esfuerzo ecuménico está en esta perspectiva histórico-filosófica. El Papa está plenamente convencido de que tanto la declaración afirmativa como el llamamiento al ecumenismo del Vaticano II, se inserta en este movimiento histórico-filosófico.

Este resurgimiento del ecumenismo en el Vaticano II es señal clara de que estamos en vías de una nueva un¡dad. El Papa cree que los siglos tienen su propia fisonomía; por eso espera que los grandes hundimientos de este siglo y sus lágrimas, como él mismo decía, se apacigüen y se conviertan en un nuevo comienzo. Tenemos que lograr la unidad de la humanidad, la unidad de las religiones y la unidad de los cristianos, para que pueda dar lugar a una época positiva. Hay que tener sueños como éste. Es un sueño que nos anima y nos invita a todos a ponernos en marcha en esa dirección. La inagotable energía con la que se mueve el Papa tiene su origen, precisamente, en esta esperanza suya. Sería lamentable que nosotros nos dejáramos llevar por un simple desaliento o por un cálculo pesimista, en vez de por una ilusión con un contenido altamente positivo y significativo, Sería lamentable que no tuviéramos valor suficiente para caminar en esa dirección. Pero que esta gran ilusión sea pronto una realidad, evidentemente, está sólo en manos de Dios; yo, de momento, no la vea demasiado próxima.

 

 

IGLESIA, ESTADO Y SOCIEDAD

 

Con la separación de la Iglesia y del Estado, el siglo XIX veía la fe como algo subjetivo y sólo la entendía como un asunto privado. Muchos creen que el actual y progresivo proceso de secularización es una seria amenaza para la supervivencia de la fe y de la Iglesia. Una vez acabado aquel tiempo en el que el Estado establecía la religión, ¿no podría ser este fin de siglo una nueva ocasión para la fe de la Iglesia? «Es propio de la naturaleza de la Iglesia», aclaraba usted mismo con respecto a esta relación, «estar separada del Estado y que su fe no sea impuesta por el Estado, sino que dependa del libre convencimiento».

La idea de la separación de la Iglesia y del Estado se debe al cristianismo. Antes del cristianismo había una identidad entre la constitución política y la religión. En todas las culturas se aceptaba el Estado como algo sagrado y, por tanto, era también el mejor guardián de lo sagrado. Esto ya era así en la prehistoria del cristianismo, en el Antiguo Testamento. En Israel estaba, al principio, entremezclado. Pero, cuando la fe del pueblo de Israel pasó a ser la fe de todos los pueblos, su identificación política se disolvió y se convirtió en un elemento que sobrepasaba las diferencias y separaciones políticas. Y ese fue, en realidad, el punto de confrontación entre el cristianismo y el imperio romano. El Estado había tolerado las religiones privadas pero siempre con la condición de que se reconociera el culto al Estado, la cohesión del cielo de los dioses bajo los auspicios de Roma, y de que se pusiera el máximo énfasis en la religión del Estado.

Pero el cristianismo no aceptó esas condiciones; suprimió el carácter sagrado del Estado y, con ello, cuestionó la construcción fundamental de todo el Imperio romano es decir, del antiguo mundo. Así que, después de todo, esa separación es, en su origen, un legado cristiano al mismo tiempo que un factor determinante para la libertad. El Estado, por tanto, ya no es un poder sagrado, es un orden limitado por una fe que, a su vez, tampoco la proporciona el Estado, sino que es un don de un Dios, que está por encima de él y que, además, es su juez. Eso era algo nuevo y se podía explicar de diversas formas según la situación de cada sociedad. La evolución de ese modelo de separación entre Iglesia y Estado, a partir de la Ilustración, se ha realizado, en este sentido, de forma positiva. Lo negativo ha sido que los tiempos modernos, además de reducir la religión a subjetivismo, volvieron al absolutismo del Estado, que se advierte claramente en Hegel.

El cristianismo, por su parte, nunca quiso ser considerado religión de Estado, al menos al principio; quería distinguirse del Estado. Estaba dispuesto a rogar por el emperador, pero no a ofrecerle sacrificios. Además, había conquistado derechos públicos, es decir, ya no era solamente un sentimiento subjetivo, -«todo es sentimiento», decía Fausto-, sino que había conseguido ser una realidad de la cual podía hablarse abiertamente y que establecía sus propias normas de conducta y, en cierta medida, también obligaba al Estado y a los poderosos de este mundo. En ese sentido, yo creo que el desarrollo de la Edad Moderna trajo consigo lo negativo del subjetivismo, pero también tuvo su lado positivo, que es la combinación de una Iglesia libre en un Estado libre, si se puede hablar así. De ese modo se podía fundamentar la fe libremente y con mayor profundidad, pues había que seguir predicando la Palabra de Dios en público, estando bien preparados para luchar contra el subjetivismo.

Pier Paolo Pasolini vio una oportunidad para la Iglesia que consistía en pasarse al papel de radical oposición. En el verano de 1977, escribió una carta al Papa Pablo VI en la que le decía: «En el marco de una perspectiva radical, o tal vez utópica, o de un período que termina, ahora se puede ver con claridad lo que la Iglesia debería hacer para escapar a un final vergonzoso. La Iglesia debería pasarse a la oposición. Podría concentrar sus fuerzas para luchar -dicho sea de paso, puede volver la vista atrás a una larga tradición de luchas del papado contra el imperio secular- ahora contra un nuevo imperio, el del consumismo que no quiere someterse a ella. Ante semejante insubordinación , la Iglesia podría convertirse en nuevo símbolo de oposición y de rebelión, y volver así a su primitivo origen».

Hay mucho de verdadero en eso. El anacronismo de la Iglesia, que, por una parte, significa debilidad -se la empuja para que se aparte-, también puede ser su fortaleza. Los hombres tal vez piensen que, para luchar contra ideologías tan banales como las que ahora predominan en el mundo, necesitamos la sólida oposición de una Iglesia moderna, cuando la Iglesia más bien parece ser anti-moderna y oponerse a todo lo que se dice. La Iglesia necesita ejercer un papel de oposición profético, que debería tener el coraje de representar. Aunque al principio parezca lo contrario, su mayor fuerza está, precisamente, en el coraje de la verdad, a pesar de que, impidiendo una arbitrariedad, pueda parecer que la Iglesia se está encerrando en un ghetto.

Pero yo no definiría el cometido de la Iglesia como el de una oposición, en general. Porque la Iglesia siempre está participando en la construcción de algo positivo. Siempre está colaborando de modo constructivo para que todo adquiera su mejor forma, la más justa. Y tampoco se puede replegar al papel de una oposición sistemática porque la Iglesia sabe lo que tiene que hacer, cuándo tiene que presentar una objeción y cuándo debe colaborar y participar en algo; sabe cuándo puede decir que sí y cuándo debe decir que no, defendiendo su propia naturaleza.

 

 

ECUMENISMO Y UNIDAD

 

Antes comentaba que una ilusión del Papa Juan Pablo II es la unidad de los cristianos al finalizar este milenio. La Iglesia católica romana ha hecho ofertas de apertura, ha planteado diálogos interconfesionales en el plano teológico. En la encíclica publicada en mayo de 1995, «Ut Unum sint»,, sobre el ecumenismo, el Papa expresa la esperanza de que «en el umbral de un nuevo milenio .... momento excepcional ..., la unidad entre todos los cristianos crezca hasta alcanzar la plena comunión». Porque, «el cisma contradice manifiestamente la voluntad de Cristo, es una contrariedad para el mundo ... ». ¿Es posible esta unidad de todos los cristianos? Porque en esa misma encíclica se dice también que se debe evitar absolutamente, «cualquier forma de reduccionismo o de fácil acuerdo».

La cuestión sobre los posibles modelos de unidad es seria y difícil de resolver. Lo primero que habría que hacer sería preguntarse: «¿qué podemos hacer?», «¿qué podemos esperar y qué no debemos esperar?». Y la segunda pregunta sería: «¿y qué es mejor realmente?». Yo no me atrevo a esperar una unidad absoluta en la historia interna de la cristiandad. Porque incluso ahora, que se está llevando a cabo la unificación, se está viendo que siguen produciéndose fraccionamientos. Por un lado, por la constante aparición de sectas, muchas de las cuales ocultan su sincretismo con elementos paganos y no cristianos, pero, sobre todo, por los continuos movimientos espirituales que aparecen en el interior de la Iglesia y que cada vez son mayores. Y, además, también están las iglesias de la Reforma que tienen un cisma, bastante profundo, entre algunos elementos evangélicos y los movimientos modernos (y en el protestantismo alemán, la discusión entre las dos ramas también es evidente). Y también en la Iglesia ortodoxa. Aunque ahí se podría decir que la unidad no es tan importante, porque ellos desean ser autocéfalos. Pero también tienen sus diferencias y, por tanto, como vemos, nos encontramos con que en todas partes está actuando el mismo germen. Con respecto a la propia Iglesia católica, hay también algunas divergencias tan fuertes, que, a veces, da la impresión formal de que haya una Iglesia dentro de otra Iglesia.

Hay que considerar esta cuestión bajo esos dos aspectos; por un lado, hay un acercamiento de los cristianos separados, pero, por otro, en el interior de la Iglesia se siguen apreciando movimientos de desunión. Por eso no conviene abrigar demasiadas esperanzas. Lo que realmente importa es que siempre tengamos presente lo esencial. Que cada cual procure huir de sus propias sombras e intente acercarse al auténtico núcleo de la fe. De momento, si no surgen más movimientos de desunión en el interior de la iglesia, y si entendemos que dentro de la separación también podemos estar unidos en muchos aspectos, ya hemos conseguido mucho. Yo no creo que se pueda llegar, pronto a grandes «uniones confesionales». Pero, me parece más importante que eso, que sintamos respeto mutuo, que nos amemos mutuamente, que nos reconozcamos cristianos e intentemos dar al mundo un testimonio conjunto en lo esencial, tanto para una recta conformación del orden secular, como en respuesta a las grandes cuestiones acerca de Dios y del hombre, de dónde viene y a dónde va.

 

EL ISLAMISMO

Cierto romanticismo ha creado una imagen de Oriente y del Islam que no siempre responde a la realidad. No obstante, no se puede negar que el Islam se distingue especialmente por su forma de juzgar los principios de la sociedad occidental. La posición del individuo o la igualdad del hombre y la mujer se valoran de forma muy diferente en Oriente y en Occidente. El terrorismo islámico desacredita de nuevo al Islam, y en Europa crece el miedo a los homicidios fanáticos. Nadie se atrevería a negar que es muy necesario un mejor conocimiento y comprensión entre las culturas. Pero, ¿en qué fundamentos se podrían basar?

Esta es una pregunta muy difícil. Pero yo diría que aquí también conviene empezar aclarando que el Islam no es una realidad uniforme. No cuenta con una autoridad uniforme, y por eso el diálogo con el Islam sólo puede llevarse a cabo con un determinado grupo islámico. Nadie habla en nombre del Islam en conjunto, no tiene una ortodoxia ordenada y común a todos. Y, además, se presenta con diversas variaciones, además de dividirse en chiítas y sunitas, claro está. Hay, por una parte, un Islam «noble», representado, por ejemplo, por el rey de Marruecos, y un Islam extremista, terrorista, que tampoco deberíamos identificar con todo el conjunto islámico, porque no sería justo.

El Islam, efectivamente, tiene estructuras para la convivencia social, para la política, para la religión, totalmente diferentes. Cuando hoy en día se discute en Occidente la posibilidad de establecer facultades de teología islámica, o presentar el Islam como corporación de derecho público, se presupone que todas las religiones están estructuradas de igual forma; que todas se adaptan a un mismo sistema democrático con sus ordenamientos jurídicos y con los espacios libres propios de ese ordenamiento. Pero la esencia misma del Islam lo contradice. Porque el islamismo no admite, en absoluto, esa separación de los ámbitos político y religioso, que, desde el principio, caracteriza al cristianismo. El Corán es una ley íntegramente religiosa que regula la totalidad de la vida política y social islámica, y de ahí se sigue que todo el ordenamineto de vida, en general, sea como dice el Islam. El Corán marca a la sociedad desde el principio hasta el final. Le da libertad, pero sólo parcial, para que no pueda hacer de ella una meta y diga «bien, ya somos una corporación de derecho público, ya estamos presentes en la sociedad como los católicos y los protestantes». El Islam no ha llegado aún a su punto exacto, es todavía un punto de distanciamiento.

En el ordenamiento vital del Islam hay una totalidad que abarca absolutamente todo, con planteamientos muy distintos a los nuestros. Hay un claro sometimiento de la mujer al hombre, y, en su concepción de la vida, existe un sistema ordenado de derecho penal, que continuamente se contrapone a nuestro concepto de sociedad moderna. A ese respecto interesa distinguir claramente que no se trata de una simple confesión religiosa incluída en los espacios libres de una sociedad pluralista. Si se entiende así, cosa que sucede con cierta frecuencia, se estaría juzgando el Islam como un modelo cristiano disminuido y no según su propia naturaleza. Por eso, evidentemente, el diálogo con el Islam es mucho más complicado que un diálogo en el interior del cristianismo.

 

Podríamos formular la pregunta en sentido contrario: ¿qué puede decir el consolidado islamismo universal al mundo cristiano?

Esta consolidación islámica es un fenómeno de muchas caras. Para empezar, está en juego el aspecto financiero. El inmenso poder económico conseguido por los países árabes les permite la construcción de enormes mezquitas, y otras muchas maneras de mantener la presencia islámica en las culturas de todo el mundo. Pero eso, claro está, es sólo un factor. El otro es una identidad cada vez más consolidada, una conciencia de sí mismo cada vez más fuerte.

En la situación cultural del siglo XIX y principios del siglo XX, hasta entrados los años sesenta, la superioridad industrial, cultural, política y militar de los países cristianos era tan grande que el islamismo tuvo que dividirse en dos ramas, y el cristianismo -o al menos las civilizaciones fundadas en el cristianismo- quedó como el gran poder vencedor de la historia universal. Pero entonces tuvo lugar la grave crisis moral del mundo occidental en la que también se encontraba el mundo cristiano. Ante la profunda contradicción moral del mundo occidental y su confusión interior, y ante la reaparición del poder económico en los países árabes, el alma islámica despertó: «nosotros también valemos algo», «nuestra identidad vale más que otras», «nuestra religión se mantiene firme, mientras que de la vuestra ya no queda nada».

Este es el sentimiento del mundo islámico: «los países occidentales no tienen mensaje moral, lo único que pueden ofrecer al mundo es un know how»; «la religión cristiana ha abdicado, ya no le queda nada de auténtica religión»; «los cristianos no tienen moral ni tienen fe, sólo les quedan restos de ideas de una Ilustración moderna»; «nosotros, en cambio, tenemos una religión firme y segura».

El islamismo tiene la convicción de que su religión es la más fuerte, que tiene recursos para resistir y perdurar en el mundo. El Islam cree tener algo que decir al mundo: «sí, nosotros somos la fuerza esencial de la religión». Se ha acabado la charlatanería anterior y ahora se presenta al mundo con seguridad y arrogancia. Y eso ha originado un nuevo empuje, ha despertado un fuerte e intenso deseo m. Y su fuerza consiste en que: «nosotros tenemos un ininterrumpido mensaje moral desde los profetas y podemos decir al mundo cómo se ha de vivir; los cristianos no pueden decirlo». Por tanto, nosotros ahora debemos ocuparnos de esa energía del Islam, que ha lascinado a muchos, incluso en círculos académicos.

 

EL JUDAÍSMO

 

Vamos ahora al tema más importante de aquella larga lista que hicimos. Durante mucho tiempo se ha creído que el conflicto entre el judaísmo y el cristianismo estaba planteado en las entrañas de la religión. Pero ahora el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe católica comprueba que: «La estrella señala a Jerusalén. Se extingue y luce nuevamente en la Palabra de Dios, en las Sagradas Escrituras de Israel. » ¿Qué quiere decir con esto? ¿Es algo así como una relación radicalmente nueva con el judaísmo?

Indudablemente, nuestras relaciones con el judaísmo tienen que ser otras, pero eso ya está también en marcha. Todavía no se han eliminado las diferencias, más bien al contrario, en cierto modo, tal vez ahora las notemos más que antes. Pero hemos de vivirlas basándonos en un profundo respeto mutuo y en nuestra unión interior. Y en eso sólo estamos a medio camino. Me refiero concretamente a que, siendo el Antiguo Testamento parte de la Biblia cristiana, siempre ha habido un parentesco entre el judaísmo y el cristianismo. Pero, precisamente, eso mismo ha sido un punto de escisión, pues los judíos creían que nosotros nos habíamos apoderado de su Biblia, aunque no la viviéramos bien. Ellos eran los auténticos propietarios. Y en el cristianismo, por el contrario, siempre ha existido un sentimiento de que los judíos no leían bien el Antiguo Testamento, porque sólo se lee bien si se está abierto y se da entrada a Jesucristo. Ellos se cerraron interiormente en sí mismos, digamos, y continuaron su propia dirección. Y el cristianismo, en muchas ocasiones, ha utilizado la posesión del Antiguo Testamento en contra de los judíos, argumentando, «vosotros tenéis la Biblia, pero no la utilizáis bien, tenéis que dar un paso más».

A partir del siglo II después de Cristo, surgieron algunos movimientos espirituales en el cristianismo que intentaban prescindir totalmente del Antiguo Testamento, o, al menos, reducir mucho su significado. Aunque esa actitud nunca ha sido la del Magisterio de la Iglesia, lo cierto es que, a lo largo de la historia, el Antiguo Testamento fue perdiendo valor entre los cristianos. Si sólo se lee la antigua ley o alguna de sus historias -en parte bastante inhumanas-, lógicamente se puede pensar: «¿es esta mi Biblia?», y con pensamientos como éste o parecidos, se fue dando pie a una opinión antijudáica. Y cuando los cristianos de la Edad Moderna se apagaron de la interpretación alegórico con la que los Padres de la Iglesia habían «cristianizado» el Antiguo Testamento, lógicamente volvió a darse un desconocimiento del libro, con el resultado final de que nosotros, ahora, deberíamos intentar leerlo de nuevo con atención.

Para que ellos caminen en la dirección de la fe que nosotros vivimos, tendríamos que compartir mejor ese patrimonio común de la historia de Abrahán -que es punto de separación al tiempo que punto de unión entre nosotros-, respetando que los judíos no lean el Antiguo Testamento con los ojos puestos en Cristo, sino en la promesa del que aún ha de venir. Y, por otra parte, nosotros esperamos que los judíos comprendan que cuando nosotros leemos el Antiguo Testamento, lo leemos bajo una luz distinta a la suya, pero en la misma fe de Abrahán, y que, por tanto, podemos ayudarnos mutuamente.

¿Por qué tardó tanto el Vaticano en reconocer el Estado de Israel?

La fundación del Estado de Israel después de la segunda guerra mundial se debió a una resolución de las Naciones Unidas y al derecho que el pueblo judío poseía de tener su propio Estado en su propia tierra. Pero, como es sabido, la situación de sus fronteras era bastante discutible; un gran número de árabes abandonaron el nuevo Estado y ahora viven refugiados en otros Estados en una situación extremadamente problemática y jurídicamente poco clara. En casos como estos, el Vaticano siempre espera a que las relaciones jurídicas evolucionen. Algo parecido sucedió, por ejemplo, con las zonas del este de Alemania. El Vaticano esperó a que la Ostpolitik, la política del régimen de Willy Brandt, aclarara las cuestiones conflictivas entre Polonia y Alemania, para crear allí nuevas diócesis; con la República Democrática de Alemania las relaciones diplomáticas hubieran sido imposibles. En Israel existía, además, el problema de Jerusalén. Era muy dudoso que la Ciudad Santa pudiera ser la capital de tres religiones, de tres Estados, cada uno de ellos fuertemente marcado por su propia religión. Pareció más conveniente esperar a que las cosas se aclarasen. Y también era conveniente asegurar un entendimiento más claro acerca de la situación jurídica de los cristianos y de sus correspondientes organizaciones.

La Iglesia admite con facilidad que Jesús era judío. Pero entonces, ¿no sería mejor que, en vez de decir «Y Dios se hizo hombre» se dijera «y Dios se hizo judío.»? ¿La fe cristiana no debería reconocer al judaísmo en su propio mensaje histórico?

Es importante recordar que Jesucristo era judío. Y añadiré algo más. En tiempos de los nazis yo iba todavía a la escuela y me correspondió vivir una época en la que predominaba la tendencia a hablar de «cristianos alemanes». Con eso se quería dar a entender que Cristo era de raza aria: si era galileo, no era judío. En nuestras clases de religión y en las predicaciones se nos decía lo contrario, había interés en subrayar: «eso no es cierto; Cristo era hijo de Abrahán, hijo de David, era judío, forma, parte de la promesa y forma parte de nuestra fe»

Qué duda cabe que se trata de un elemento muy importante de unión entre judíos y cristianos. Por eso, también es importante esa otra expresión: «y Dios se hizo hombre». El Nuevo Testamento contiene dos árboles genealógicos de Jesucristo muy interesantes. El de San Mateo empieza en Abrahán y nos muestra a Jesucristo hijo de Abrahán, hijo de David y, por tanto, como cumplimiento de la promesa hecha a Israel. Y el árbol genealógico de San Lucas, que empieza en Adán, nos muestra a Jesucristo, ante todo, como hombre. Que Jesús se hizo hombre y vivió y murió por todos los hombres, es una cuestión particularmente importante. Eso hace que la promesa del legado de la fe de Abrahán tenga significado para toda la humanidad. Por eso es muy importante y significativa aquella primitiva frase: «Jesús se hizo hombre». Y finalmente, también hay que reconocer que Jesús, como judío, fue fiel a la ley, pero también la transgredió dando una nueva y más fiel interpretación a todo el legado de la fe. Éste es el punto realmente conflictivo. Respecto a esto se están manteniendo diálogos de gran interés. Me refiero, sobre todo, a un precioso libro del rabino americano Jakob Neusner, que hace un comentarío muy correcto sobre el Sermón de la Montaña. Destaca las contraposiciones de aquel sermón, pero lo hace tratándolas con mucho amor y respeto, para acabar, finalmente, poniendo de relieve la respuesta afirmativa a aquel Dios vivo. No debemos rechazar ninguna de esas contraposiciones. Sería elegir el peor camino, pues los caminos que conducen a la verdad nunca son de paz. Las contrariedades existen, están ahí. Y nosotros, debemos aprender a buscar, precisamente en cada contradicción, el amor y la paz.

 

El holocausto no tuvo lugar en plena Edad Media de la Iglesia, sino cuando la Iglesia ya se había apoderado definitivamente de los corazones de los hombres. Por eso debemos reflexionar y preguntarnos una y otra vez, cómo pudo tener lugar aquella catástrofe en suelo cristiano. No está lejos la hora en que aquí, en Europa, haya menos católicos que judíos había antes de la guerra y cuyas muertes no debemos olvidar

Tiene razón al recordar ese episodio como un grave y oscuro capítulo de la historia. Pero es bueno también recordar que el holocausto no fue debido a los cristianos ni se llevó a cabo en nombre de Cristo: aquello se produjo por un movimiento anticristiano y como paso previo al exterminio del cristianismo. Yo viví aquella época siendo aún niño. Por entonces se insistía mucho en la existencia de un cristianismo-judaizante, y en una judaización de todo lo germano debido al cristianismo, más concretamente relacionado con la Iglesia católica. El palacio arzobispal de Munich también sufrió la llamada «noche de los cristales». El lema empleado por los agresores decía: «después de los judíos, los amigos de los judíos». Todavía se puede leer en las propias fuentes -en el Stürmer, por ejemplo- que el cristianismo, en su forma católica sobre todo, era visto como un intento de intervención del poder judío que buscaba la «judaización» de la raza germana, como se decía entonces, y que, para vencer totalmente aquel judaísmo, algún día habría que deshacerse también del cristianismo; sólo así se podría dar paso a un, digamos, cristianismo positivo de Hitler.

La circunstancia de que la persecución de Hitler a los judíos también tuviera carácter anticristiano es muy significativa y no debemos silenciarla. Pero eso, desde luego, no cambia nada del hecho de que los responsables de todo aquello fueran, sin embargo, hombres que habían recibido el bautismo. Aunque las SS fuera una organización criminal atea, y entre ellos apenas hubiera cristianos creyentes, lo cierto es que, de todos modos, eran hombres que habían sido bautizados. Es innegable que el antisemitismo tenía muy bien preparado el terreno. Ya había un antisemitismo cristiano en Francia, Austria, Prusia y en todos los países, y hubiera podido brotar igualmente de cualquiera de todas esas raíces. Esto, de hecho, debe ser continuo motivo de examen de conciencia.

¿Siguen siendo los judíos, la cuestión principal para el futuro del mundo, como lo fueron en la Biblia?

No sé muy bien a qué lugar de la Biblia hace referencia con su pregunta. En cualquier caso, los judíos aparecen siempre como los primeros portadores de la promesa -Y por tanto como el pueblo que vivió la fase más fundamental de la historia bíblica- y, sin duda alguna, siempre se encuentran en el punto central de la historia universal. Siendo un pueblo tan pequeño se podría pensar que no es muy importante. Pero lo cierto es que en todas las épocas de la historia, y en la nuestra de modo especial, se ha demostrado que las grandes decisiones de la historia del mundo tienen siempre n alguna relación con los judíos. Algo pasa con este pueblo.

 

 

¿UN NUEVO CONCILIO?

 

Fuera del Vaticano, hace tiempo que se dice que hay un nuevo Concilio en ciernes. Se necesitan nuevos mensajes de salvación, y por todas partes se habla de nuevos dogmas de fe. ¿Necesita la Iglesia un tercer Concilio Vaticano para aclarar más sus indicaciones?

Yo diría que en un futuro próximo, no. Podría relatarle una pequeña historia. El Cardenal Cordeiro, de Pakistán, me contó con ocasión de una asamblea sinodal que alguien le había comentado al Cardenal Döpfner que veía necesario un Concilio Vaticano III. Y Döpfner, entonces, con una pronta reacción de enfado, alzó las dos manos y dijo: «Not in my lifetime!», ¡no, mientras yo viva! Tenía suficiente con la experiencia de un Concilio. Döpfner estaba convencido de que las experiencias conciliares son interesantes sólo después de transcurrido largo tiempo y cuando están muy distanciados.

De hecho, un Concilio es un acontecimiento de la Iglesia atractivo y renovador, como bien puede apreciarse, pero que requiere mucha dedicación de tiempo para poder llevarlo a cabo. Todavía no hemos superado el Concilio Vaticano II. Un tercer Concilio no seria la mejor receta para acabar de poner todo en práctica.

En cambio, me parece que sí debería haber Sínodos episcopales con más frecuencia. A mí me parecen instrumentos más adecuados, y a una escala también más realista. Se trata de una reunión de unos doscientos obispos de todos los lugares del mundo, que presentan sus respectivas conclusiones y que, una vez reunidos, tratan entre todos de estudiar y determinar las modificaciones necesarias en cada situación. Un Concilio ecuménico es de proporciones gigantescas y, por tanto, casi imposible de organizar. Hay que coordinar a tres mil o cuatro mil obispos. Todo transcurre a base de grandes cifras y casi nunca se llega a mantener una conversación eficaz, un intercambio de ideas real y efectivo. Esto supone que, para llegar a las conclusiones finales más convenientes y saludables, deben estar previamente ya muy preparadas. Un Concilio no es un Deus ex machina, donde rápidamente sale una decisión que parece oportuna, y luego todo sigue su ritmo regular. En un Concilio sólo se puede estudiar las conclusiones que ya estaban previstas y reorganizarlas como convenga. Así que, lo primero de todo, requiere tener mucha paciencia durante todo su desarrollo, mucha paciencia para la estructuración del tiempo que se necesita para tratar todas las cuestiones antes de que sean fundidas en las conclusiones y en los textos finales.

Yo no creo que en un Concilio se pueda lograr algo semejante a un remedio milagroso. Más bien, al contrario, suele producir crisis que, naturalmente, sirven para buscar soluciones concretas a las cosas. Actualmente, aún estamos ocupados en las reformas del Concilio Vaticano II.

 

 

EL FUTURO DE LA IGLESIA y LA IGLESIA DEL FUTURO

Señor Cardenal ¿le queda todavía al pontificado de este siglo alguna indicación por hacer cara al futuro de la Iglesia? ¿Algo parecido a una reforma, por poner un ejemplo? En caso afirmativo, ¿cuál le parece que podría ser?

Yo pienso que, por parte del Papa, podemos esperar todavía una larga lista de asuntos. Al Papa le interesan mucho las cuestiones sobre la unidad de los cristianos y el diálogo entre las religiones; estos son dos grandes temas para él, y, por supuesto, toda la problemática que se plantea en el ámbito de la ética social y de la política. Pero, antes que nada, le interesa mucho el ámbito del propio Evangelio que debe predicarse constantemente y que, cuando sólo se tiene ante los ojos los productos que la publicidad ofrece continuamente, podría quedar ensombrecido con facilidad.

Los planes más próximos que tenemos son un Sínodo panamericano y otro asiático. Van a ser dos acontecimientos importantes, creo yo. Si el Papa, conociendo las diferencias de las dos Américas, convoca un Sínodo panamericano es porque quiere que esos dos grandes continentes, a pesar de sus diferencias, encuentren la forma de complementarse; que sepan rectificar lo que sea necesario para obtener una fuerza común para continuar la evangelización. Ahí estarán presentes las diversas problemáticas de las culturas latinoamericanas, la cuestión de la pobreza, el problema de las culturas antiguas y el debate sobre su propia identidad cultural, así como la búsqueda de un acomodo de estas culturas con la anglosajona y norteamericana en el catolicismo, de modo que, juntas, puedan recorrer un mismo camino. A mí me parece que esto será un gran acontecimiento.

En el Sínodo asiático se planteará la cuestión del desarrollo del cristianismo en el contexto de las religiones asiáticas: cómo aunar las fuerzas de esas religiones con la de la religión cristiana en este fin de milenio. En mi opinión, estos dos sínodos se llevarán buena parte de nuestro trabajo.

Ahora mismo tenemos el programa de la preparación del año 2000 durante tres años, tal como el Papa ha proclamado: un año cristológico, en el que hay que poner la figura de Cristo en el centro de todo, un año dedicado al Espíritu Santo y un año dedicado a Dios Padre. Serán tres años para tener especialmente presente la fe en Dios y que estarán muy vinculados a una honda conmemoración del bautismo y a la profunda reflexión sobre la eucaristía. Después, todo desembocará finalmente en el año 2000, con un encuentro de toda las comunidades cristianas, y otro encuentro con las comunidades judía e islámica, es decir, con las religiones monoteístas. Este programa -los dos Sínodos continentales y los tres años de preparación para el año 2000, que tienen como punto central a Dios, a Dios trino, más los encuentros con todos los que creen en Dios- creo que es un programa que aborda temas realmente relevantes para el mundo.

En el año 1970, usted pronunció una conferencia sobre «Fe y futuro», hablando de una Iglesia futura que tendría nuevos oficios. Dijo algo así como que los cristianos adultos en la fe podrían ser ordenados sacerdotes.

Yo, en aquella época, ya había previsto que la Iglesia podría empequeñecerse, por así decir. Me parecía que, tal vez, algún día, se convertiría en una Iglesia de minorías y, por tanto, no estaría integrada en los espacios en los que subsisten las grandes organizaciones, sino que tendría que conformarse y reducirse a algún espacio más modesto. Y también pensaba que, además de los sacerdotes preparados para ser ordenados desde su juventud, también podrían ser llamados a esa vocación hombres formados profesionalmente para cumplir diferentes oficios. Yo creo que llevaba razón con respecto a que la Iglesia, poco a poco, debe hacerse a la idea de estar en una situación minoritaria, y que su actual posición en la sociedad ya no es la que tenía antes. Y también creo que tenía razón en pensar que las ordenaciones de varones procedentes de otras profesiones irían incrementándose. Pero, quién es el vir probatus, quiénes y cuántos serán los hombres probados que, procediendo de otros oficios puedan estar disponibles, esa ya es otra cuestión. Pero hay que decir que en la antigua iglesia ya había experiencia del vir probatus, cuando aún no existían los seminarios de sacerdotes. Eran hombres que habían ejercido un oficio y que eran llamados al sacerdocio, y que, en cualquier caso, a partir del siglo II o III renunciaban acto seguido al matrimonio. Ahora queda abierto para su estudio qué nuevas formas y oficios puedan surgir. Sin embargo, la irremplazabilidad del sacerdocio, y la profunda correspondencia interna que existe entre celibato y sacerdocio, permanecerán siempre igual.

¿Podría producirse en el interior de la Iglesia una nueva cultura después de la desaparición de una generación? ¿Podrán darse otras formas de vida eclesial dentro de la Iglesia?

Yo cuento con ello. Todo cambio cultural importante produce nuevas formas de vida en la Iglesia y nuevas culturas de la fe. Piense, por ejemplo, en el románico, en el gótico, en el renacimiento, en el barroco y en el rococó, en la cultura de la Iglesia en el siglo XIX, y en las distintas formas de vida eclesial que surgieron con los nuevos movimientos. Lo sucedido actualmente, después del Concilio Vaticano II, también se podría definir como una cultura revolucionaria, si pensamos en el falso exceso de celo que desamuebló las iglesias, y en el clero y las órdenes religiosas que cambiaron de cara. Ahora muchos lamentan esas precipitaciones. Pero en una Iglesia viva siempre se darán nuevas formas de expresión, estoy seguro de eso. Ahora mismo, ese movimiento sigue todavía en marcha. Todavía -como sucede siempre en todo proceso de lucha- hay que separar el grano de la paja, como dijo el Apóstol: «No extingáis el Espíritu ... Examinad todo. Retened lo bueno,,. (1 Tes 5, 19-21)

¿Piensa que el papado seguirá siendo como es ahora?

En su núcleo central, seguirá siendo igual. Es decir, siempre se necesitará un hombre que sea el sucesor de San Pedro, y la persona titular de la última responsabilidad, en apoyo de la colegialidad. Tener un principio personal para que todo no se esconda en el anonimato, y que esté representado en la persona del párroco, o del obispo, que son la expresión de la unidad en el conjunto de.la Iglesia, es propio de la naturaleza del cristianismo. Eso permanecerá siempre igual, así quedó definido en los Concilios Vaticano I y II, como responsabilidad del Magisterio para la unidad de la iglesia, de su fe y de su ordenamiento moral. Pueden cambiar las formas de llevar esto a cabo, si las comunidades hasta ahora separadas se incorporasen a la unidad con el Papa. Por lo pronto, el pontificado de nuestro actual Papa, con todos sus viajes alrededor del mundo, ya es completamente diferente al del Papa Pío XII. Pero yo no puedo adelantar nada, ni tampoco quiero hacerlo con respecto a las variaciones que pueda haber en el futuro. Nosotros no podemos prever qué puede pasar en el futuro.

¿Serían posibles nuevos descubrimientos teológicos que produjeran cambios sensibles en la Iglesia e hicieran la fe mas comprensible o, por el contrario, más difícil aún de aceptar?

Todo es posible. En este siglo hemos tenido descubrimientos teológicos de hombres como Lubac, Congar, Danielou, Rahner, Balthasar y otros. Y a partir de ahí se han abierto nuevas perspectivas a la teología, sin las cuales el Concilio Vaticano II no hubiera sido factible. La fe es de dimensiones tan profundas que siempre puede esconder algún aspecto nuevo. Y como ya hemos visto en este mismo siglo, esos descubrimientos también pueden acarrear otros problemas, por ejemplo, con el avance del método crítico-histórico, con la irrupción de las ciencias humanas en la teología, etcétera. Tenemos que contar con ese tipo de acontecimientos. La fe, desde luego, puede hacerse más difícil aún, pero también puede hacerse más fácil, más accesible.

Uno de los nuevos problemas podría ser la constante pregunta por parte de la teología de cómo se fundamenta que Dios sólo se haya encarnado en la persona de Jesucristo y no en otras figuras divinas, como las asiáticas, por ejemplo. ¿Cómo puede ser que una sola persona represente la verdad absoluta en el proceso histórico?

Primero habría que decir que no existen paralelos en la historia de las religiones con la fe cristiana en la divinidad de Jesús de Nazaret hecho hombre. La figura que más puede aproximarse, la divinidad hindú Krishna -venerada como «Avatara» (descenso de dios) de Vishnu aparece en la historia de las religiones indias con distintas variantes; pero siempre concebida de una manera muy diferente a nuestra fe cristiana en la unidad de Dios con un determinado hombre histórico, a través del cual atrae a sí a t oda la humanidad. La fe cristiana está incluida en la fe judía en un Dios creador del universo que hace historia con los hombres, que se une a su historia, y en ella obra irrevocablemente para el bien de todos. Por eso, no puede haber una elección entre Cristo y Krishna, o cualquier otra figura religiosa. Sólo existe la elección entre un Dios que se presenta a sí mismo como el Dios único e inconfundible de todo el universo y que se compromete con los hombres hasta tomar forma corporal, o elegir otras religiones donde la divinidad aparece representada por diversas imágenes o figuras, ninguna de ellas definitiva sino que, simplemente, el hombre se relaciona a través de esas imágenes con lo inefable. Es una forma muy diferente de entender la verdad, Dios, el universo, el hombre. El cristiano puede encontrar en esas imágenes de religiones universales una aproximación hacia el cristianismo. Y en otras religiones puede incluso ver la acción de Dios sobre los hombres, para enderezarles al buen camino. Pero ese Dios es siempre el mismo Dios, es el Dios de Jesucristo.

Ya se están vislumbrando buena parte de las nuevas cuestiones y peligros para la Iglesia. Antes hablábamos, por ejemplo, de las acusaciones de fundamentalismo por parte de los que afirman que la Iglesia se opone a una sociedad democrática, impide la libertad de opinión y de religión, y trabaja en la construcción de un Estado teocrático. El contenido esencial de la fe bíblica va menguando, poco a poco. Se duda de la Crucifixión, de la Ascensión o de la Redención que son sólo los puntos de vista de los discípulos, porque, en realidad, no hubo un Sermón de la Montaña. Y se solicita, por tanto, la disolución de la Iglesia en favor de una religiosidad postcristiana.

Pero a todo eso se opone la fuerza de la fe de millones de creyentes que, hoy en día, encuentran en la iglesia su camino para ser hombres de bien. En las grandes dictaduras de nuestro siglo se ha dicho insistentemente, y con grandes gestos, que la fe cristiana había muerto y que sólo perseveraban en ella los ignorantes y obcecados. Después de la caída de esos poderes, observamos que los creyentes proscritos han sido un auténtico testimonio para la humanidad y los que prepararon el camino para un nuevo resurgimiento. La fe cristiana tiene mucho más futuro que esas ideologías que la invitan a autoanularse.

 

 

LA VISIÓN DE UNA NUEVA IGLESIA

 

Al Papa se le reprocha con frecuencia querer volver al pasado, pasando por alto las conclusiones del último Concilio. Sin embargo, Juan Pablo II nos anima ahora a «la mejor preparación para el año 2000», que sería «una aplicación más fiel del Magisterio del Vaticano II en la vida de cada uno y en la vida de la Iglesia».

Siempre se ha dicho que el Vaticano II es un acontecimiento clave para el Papa. Participó en él siendo un joven obispo y creo recordar que fue nombrado arzobispo durante el Concilio. Su participación en la elaboración de la constitución Gaudium et spes, sobre la Iglesia y el mundo, fue muy constructiva. Su gran experiencia conciliar se centra en la elaboración de ese texto, para el que estaba muy bien preparado por su propio pensamiento filosófico. Ese documento, que es el texto más dinámico y avanzado del Concilio, se ha convertido en una especie de máxima de su propia vida. El Papa está profundamente convencido del providencial significado del Concilio Vaticano II, cree que el Espíritu Santo ha dado nuevos cometidos a la Iglesia, desde el cambio litúrgico en el mundo, a la libertad de religión, al diálogo entre las religiones o con los judíos, y los contactos con el mundo moderno. Me resulta difícil imaginar a nadie que haya intervenido e influido tanto como él en el Concilio Vaticano II, y aplicado a todas las indicaciones del Concilio a su propia vida personal. Así que, esa afirmación de que pretenda hacer algo en una dirección que no haya sido dada por el Concilio, me parece totalmente absurda. El Papa está absolutamente convencido de que el católico tiene necesidad de vivir la trascendencia y el singular significado de estos tres años que él mismo ha configurado y quiere vivir. Y, como es natural, también observa que hay algunas interpretaciones del Concilio que no son correctas, que son diferentes. Y por eso aconseja seguir su Magisterio «lo más fielmente posible», pero, naturalmente, con una fidelidad, al mismo tiempo, dinámica. Nuestra forma de hacer no puede estar determinada por lo que nosotros quisiéramos que el Concilio hubiera dicho, sino exactamente por lo que el Concilio ha dicho.

 

¿No necesitará la Tradición de la fe otro tono distinto, que suene de distinta forma?

Viendo el cansancio que predomina entre los cristianos, al menos aquí en Europa, sí, me parece que efectivamente debería sonar de otro modo. Le contaré una breve anécdota de un sacerdote ortodoxo que, en una ocasión, me decía: «yo me esfuerzo mucho, pero la gente no me escucha», «o no vienen o se duermen», «seguramente es porque yo no sé decir las cosas». Me pareció una reacción ejemplar para otros muchos que también tienen esa experiencia. Lo que verdaderamente importa es que el predicador tenga relación directa con la Sagrada Escritura, conn Cristo vivo a través de la Palabra, y que al mismo tiempo sea un hombre que esté y viva en nuestro tiempo, que no huya de él, que asimile la fe en su propia vida. De ese modo, lo que salga de su interior cuando hable, tendrá un sonido nuevo, sonará de distinta forma.

¿Se ha previsto ya algo para contrarrestar en el Tercer mundo el «provincialismo europeo», como usted mismo dijo en cierta ocasión? ¿El futuro de la Iglesia podría ser africano o asiático o norteamericano, menos europeo en todo caso)

Seguramente. Porque los resultados, puestos en cifras, se van trasladando de Europa a otros continentes. La conciencia cultural de los otros continentes se va afianzando cada vez más. Hay un moderado paralelismo con lo que hablábamos sobre el Islam. Así como en el Islam surgió un nuevo orgullo debido a la crisis cultural europea y norteamericana, esa misma crisis también provocó que otros universos culturales tomaran conciencia de sí y se sintieran orgullosos de sus respectivos pasados culturales: «nosotros también tenemos algo nuevo y enriquecedor que aportar». Entre los africanos se ha despertado una nueva conciencia de que ellos aún están en camino, están aprendiendo, pero que eso no es óbice para tener también algo que ofrecer, sobre todo, por la frescura de su fe, realmente admirable, y por la pasión que les sale de su interior. Son conscientes de que en su legado cultural hay tesoros aún desconocidos. Y esa misma conciencia se observa también en Sudamérica y en Asia. Podría decirse, por tanto, con certeza, que en la iglesia se observan muchas culturas diversas que configurarán su futuro, fundamentalmente, con las aportaciones de otros continentes.

La idea de que un obispo africano o sudamericano pudiera llegar a la Santa Sede a dejado de parecernos extraña.

Efectivamente. En el colegio cardenalicio es fácil imaginar que se elija a un africano o, al menos, a alguno de un país no europeo. Otra cosa es cómo aceptaría la cristiandad europea esa elección. Porque lo cierto es que, a pesar de todas las manifestaciones en favor de la igualdad de razas y de condena a la descriminación racial, sin embargo, hay cierta conciencia crítica que suele aparecer en algún momento crucial. Pero los cardenales -y esto lo sé con seguridad- sólo se plantearían quién es la persona más idónea, sin importarles ni el color de la piel ni su país de origen.

¿Es posible que haya algún tipo de reforma en los dogmas o en los sacramentos, que cambien o se formulen de otra manera, porque la lógica de la Iglesia también haya cambiado?

Un «dogma» definido en una manifestación de la fe, no puede ser después falso ni equivocado, al contrario de lo que sucede en la ciencia, que considera evidente un descubrimiento, pero, más adelante, en relación con nuevos hallazgos, puede modificarlo y rectificar su significado La verdad sigue siendo verdad siempre. Pero sí pueden surgir nuevas perspectivas que le den una nueva luz. Los sacramentos también seguirán siendo los mismos, pues los siete responden a la lógica de la vida humana; sin embargo, con el paso del tiempo, tal vez se puedan cumplir de otra manera. Hace sólo cien años, los hombres piadosos sólo iban a confesar y a comulgar tres o cuatro veces al año. Actualmente, la comunión diaria es frecuente. El sacramento de la penitencia es el que más cambios ha sufrido en el transcurso de la historia. Ni la teología sacramentaria del Concilio de Trento (1545-1563), ni la doctrina sobre la gracia (¡el debate sobre la justificación en la Reforma!) son falsas, no pueden serlo, pero sí han sufrido una evolución. Así que, la invariabilidad y la flexibilidad, como puede comprobarse a lo largo de la historia, van perfectamente unidas.

Al empezar el tercer milenio se presagia una nueva religiosidad. Está inspirada en contenidos y facetas muy diversas de las grandes culturas, con elementos budistas, ateos, o con el culto a la naturaleza. ¿Esto podría tener éxito también en la Iglesia, bien sea por las nuevas corrientes del mundo, o bien a partir de nuevas religiones?

En la Iglesia católica ya se está dando el diálogo con otras religiones. Todos estamos convencidos, me parece a mí, de que siempre se puede aprender algo de la mística asiática, por ejemplo, y que en las grandes tradiciones místicas se presentan posibilidades de encuentros que en la teología positiva no son tan evidentes. El legado del Maestro Eckart, la mística femenina del medievo o, sobre todo, la gran mística española, tiene un significado esencial en el actual diálogo entre religiones. Se trata de entender lo común de lo místico (teología negativa) con un nuevo significado, pero sin olvidar la distinción existente entre la mística budista y la mística cristiano. Ya está demostrado que en los contenidos del mito y de la filosofía religiosa asiática hay elementos totalmente nuevos que pueden afluir al pensamiento teológico, aunque sus resultados no sean muy convincentes. Pero, desde luego, ahí existen otras posibilidades y oportunidades para el pensamiento teológico y para la actual forma de vida religiosa.

Durante casi mil quinientos años, en el entorno cristiano había una especie de respaldo a la transmisión de la fe y a la educación cristiana. Pero, actualmente, ya no existe tal respaldo ni en las escuelas, ni en los medios de comunicación, ni en la sociedad. Los valores de la Iglesia y los del mundo moderno cada vez se distancian más. En el futuro, ¿qué éxito pueden tener esos proyectos de vida y de salvación que ofrece la Iglesia?

Tiene razón en decir que es muy necesario tener un entorno cristiano. Yo lo expresaría de la siguiente forma. No se puede ser sólo cristiano; ser cristiano significa tener un camino común. Incluso un ermitaño está en ese camino que comparte con muchos otros. Por eso debe ser preocupación de la Iglesia crear esas comunidades. Las culturas sociales europeas y norteamericanas han dejado de crearlas. Y eso nos remite a su pregunta: «¿cómo podrá sobrevivir la Iglesia en una sociedad tan descristianizada?». La Iglesia tiene que crear otras comunidades nuevas para hacer el camino, y luego las comunidades, por su parte, tendrán que apoyarse y ayudarse mutuamente a vivir mejor la fe en esas nuevas formas de vida.

El ambiente cristiano no llega al amplio campo de la sociedad en general, ya no existe ese ambiente en ella. Por eso, los cristianos tienen que apoyarse mutuamente. Y esto explica también la existencia de tantas formas nuevas, la aparición de tantos «movimientos» de distinta especie, que ofrecen precisamente eso que se está buscando: un camino común. Ahora hay una inagotable renovación de catecumenados que, sobre todo, ofrecen la posibilidad de que los cristianos puedan encontrarse y conocerse. Dicho en otras palabras, si en la totalidad de la sociedad no se encuentra un entorno cristiano -como tampoco lo hubo en los cuatro o cinco primeros siglos de la historia- la Iglesia entonces deberá crear sus propias células donde los cristianos puedan ampararse, ayudarse y acompañarse, es decir, el gran espacio de la Iglesia en la vida se tendrá que convertir en espacios más pequeños.

¿Cómo le parece que debería ser el modelo alternativo a esa Iglesia popular que, evidentemente, ya no está tan presente en Europa? ¿Cómo deberían ser esas comunidades? ¿Podrían existir en Alemania como una especie de «kibuzz» cristianos?

¿Por qué no? Pero eso ya se verá. Yo creo que sería un error proponer ahora un modelo de la Iglesia del mañana, más o menos acabado, que, al parecer, será más minoritaria que en la actualidad. Sin embargo, sí pienso que el día de mañana habrá muchos hombres que se apoyen en ella, que, por decirlo de alguna manera, vivirán más con la Iglesia, tal vez sin que se vea exteriormente, pero que en su interior sí vivirán con la Iglesia. A pesar de los grandes cambios esperados, en mi opinión, la célula principal para la vida comunitaria seguirá siendo la Parroquia. Aunque, probablemente, no se pueda mantener el actual sistema parroquias, que es todavía joven, pues data de hace poco tiempo. Habrá que aprender a caminar uno junto a otro, y eso, sin duda alguna, supone un enriquecimiento. ¿Con qué rapidez sucederá esto en la historia?. Dependerá, seguramente, de que haya grupos con un carisma determinado debido a la personalidad de su fundador, y de que se mantengan unidos recorriendo juntos un camino espiritual específico. El intercambio de experiencias entre la parroquia y cada uno de esos «movimientos» será muy necesario, porque cada movimiento tendrá que estar unido a la parroquia para no verse convertido en secta, y la parroquia necesitará de esos «movimientos» para no quedarse entumecida. Actualmente, en las órdenes religiosas se han creado otras formas de vida en medio del mundo. Cualquiera que lo desee puede comprobar, y se asombrará de ello, la diversidad de formas de vida cristiana totalmente nuevas ya existentes, y seguramente en medio de todas ellas podría entreverse la Iglesia de mañana.

 

 

«PURO, PURO, PURO»

LA REVOLUCIÓN ESPIRITUAL

La Iglesia de nuestros días, parece demasiado burocrática, cautelosa, con muchos proyectos humanos. ¿No cree que necesita más intuición frente a los excesos de la razón? ¿No debería recuperar la contemplación y largos tiempos dedicados a la búsqueda de valores espirituales? El anterior cardenal de París, Cardenal Veuillot, decía en una ocasión: «Todo tiene que ser puro, puro, puro. Lo que realmente necesitamos es una revolución espiritual». ¿Y no es también cierto que la Iglesia tendrá descendencia sólo si es pura, virginal?

En su pregunta ya se encierra, de alguna manera, la respuesta. Yo he repetido frecuentemente que creo que tenemos demasiada burocracia. cualquier caso, necesitamos simplificar en todos los campos. Los asuntos no deberían recorrer tantos despachos, porque más importante que eso sería tener un contacto personal. Algunas veces, los temas no llegan a conocerse a fondo, sólo se conocen racionalmente. Y, por mucho que el cristianismo hable de la razón y la utilice para todo, en la percepción de la realidad hay otras dimensiones que también son muy necesarias. Antes hemos hablado del diálogo con otras religiones, y también de la mística, en la que la dimensión del silencio, del recogimiento interior, es especialmente necesaria en este mundo tan trepidante como el nuestro. Hay una frase muy conocida de Karl Rahner: «El cristiano del futuro, será místico o no será». Yo no diría tanto, porque el hombre seguirá siendo siempre igual, seguiremos teniendo los mismos defectos. No creo que sea tan fácil ser un místico. Pero lo que sí hay de cierto en ese pensamiento es que el cristianismo estaría condenado a la asfixia si no nos ejercitamos un poco más en la vida interior, buscando la fe en lo más hondo de nuestra propia vida, que es donde se halla, para que nos ilumine y nos reconforte. El activismo y la formación intelectual no son suficientes. Es muy importante la reflexión en la sencillez y la profundidad de los sentimientos, y, también, en las formas de percepción de la realidad extra o supra-racionales.

Ese recuerdo de lo espiritual, ¿no significa también que habría que pensar más en la sencillez de la fe, que responde mejor a los principios fundamentales del cristianismo?

Es cierto. A veces la fe parece tan complicada que se piensa que sólo la pueden dominar los eruditos. La exégesis nos ha dejado mucho de positivo, pero también ha dado pie a que se formara la idea de que el hombre no puede leer la Biblia porque es demasiado complicada. Hay que saber que la lectura de la Biblia deja siempre algo a cada uno de sus lectores y que está escrita para los más sencillos. En el seno de la teología de la liberación se ha originado un movimiento que habla de su interpretación popular, y yo estoy de acuerdo con eso. Según ellos, la Biblia pertenece al pueblo y, por tanto, ellos son sus mejores intérpretes. En el fondo tienen razón, la Biblia es para los más sencillos. Ellos no necesitan saber los matices críticos; entienden lo fundamental, de qué trata. Los profundos conocimientos de la teología, por supuesto, no son superfluos, es más, en los diálogos entre las culturas universales son incluso muy necesarios. Pero no deben ensombrecer la sencillez de la fe que es la que nos sitúa ante Dios, ante un Dios que se me aproxima porque se ha hecho hombre.

¿Puede concebirse que después de una pérdida cuantitativa de creyentes, que ya no sienten interés por el cristianismo, pueda haber una cristiandad cualitativa que conserve y concentre el contenido de la fe? El Cardenal Lustiger dice que la cultura contemporánea no será el final de la religión ni, por tanto, del cristianismo. Sugiere otros planes y proyectos que llevan a pensar en nuevos comienzos. «La humanidad vivirá sólo si quiere» -según Lustiger- «pues se halla en todo momento ante el tribunal de los más jóvenes. Pero, la misma libertad que se tiene ahora y que permite incluso destruir el propio planeta, se tiene también para ser cristiano, si se quiere. Ahora, -dice el Cardenal-, nos encontramos ante los comienzos de la era de los cristianos».¿Comparte esta opinión?

Yo no me atrevería a decir que nos encontramos ante la era de los cristianos. Porque, ¿qué es, exactamente, la era de los cristianos? En lo que sí puedo estar conforme es en que el cristianismo siempre tiene la posibilidad de recomenzar. En alguna ocasión he escrito que el cristianismo es al mismo tiempo, como un grano de mostaza y árbol, es Viernes Santo y Domingo de Pascua al mismo tiempo. Nosotros nunca consideramos el Viernes Santo en pasado, porque lo tenemos siempre presente, y la Iglesia tampoco llega a ser un árbol completo, terminado, porque de ser así, en algún momento se secaría y habría que talarlo; pero no es así, siempre está en la situación del grano de mostaza. En ese sentido, estoy de acuerdo con él; siempre nos hallamos ante un nuevo comienzo, y eso mismo conlleva las esperanzas de todo comienzo. El cometido de creer desde y en la libertad y como manifestación de libertad, frente a un mundo deteriorado, también comporta una esperanza, la esperanza de poder seguir proclamando una expresión cristiana. Efectivamente, una era de cristianismo cuantitativamente reducido puede aportar mucha vitalidad a ese cristianismo más consciente. En ese sentido, podríamos estar ante una especie de era cristiana. Pero yo no me atrevería a hacer pronósticos sobre el tiempo que pueda tardar en llegar, ni si será un proceso lento o rápido. En cualquier caso, lo que sí quisiera destacar de todo esto es que: «en el cristianismo siempre hay un nuevo comienzo». Ahora, en nuestro tiempo, ya se están dando y los seguirá habiendo siempre. Y, además, generarán nuevas y sólidas estructuras para el cristianismo.

Hace años expresó su esperanza de que en la Iglesia se produjera una especie de «lunes de Pentecostés». Hay grupos de jóvenes con una decisión firme en favor de la fe de su Iglesia, con una «catolicidad indivisible». ¿Se necesitan más cristianos valientes orgullosos de serio? También dijo en otra ocasión que la Iglesia no necesita más reformadores, sino más santos que, desde la vitalidad de su fe, descubran un nuevo e irrenunciable compromiso cristiano.

Vamos primero a ver la relación de esos dos términos: reformadores y santos. Un santo ya es un reformador, en el sentido de que vivifica y purifica la Iglesia. Pero, generalmente, por reformador se entiende gente que realiza cambios estructurales y que se mueve, por así decir, en el ámbito de las estructuras. Y yo a esto diría que, de momento, no necesitamos reformadores como esos para nada. Lo que necesitamos en realidad, son hombres cautivados por el cristianismo en lo más íntimo de su interior y que lo vivan como una gran dicha y con esperanza, y, por eso, también lo amen. Y nosotros, a estos, los llamamos santos.

Los santos han sido los auténticos reformadores de la Iglesia. Ellos, en su momento, la hicieron más sencilla y abrieron el acceso a la fe a muchos otros. Sólo tenemos que recordar a Benito, que a finales de la Edad Antigua creó un estilo de vida que hizo que el cristianismo superara la época de la invasión bárbara. 0 pensemos en Francisco en Domingo, que, en la edad en que la Iglesia era feudal y estaba entumecida, desencadenaron una auténtica movilización de masas con los nuevos bríos de un movimiento evangélico que vivía la pobreza del Evangelio, su sencillez y su alegría. 0 recordemos el siglo XVI. El Concilio de Trento fue muy importante, pero su eficacia en la reforma católica se debe a grandes santos como Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, Carlos Borromeo y otros muchos que, habiendo sido tocados en su interior por la fe, la vivieron con originalidad, cada uno a su modo, y le dieron forma. Y, por ahí, se introdujeron unas reformas muy necesarias y saludables. Por eso diría también que las reformas tampoco ahora llegarán por medio de los foros y los sínodos -que son justos y mucha veces muy necesarios-, las reformas vendrán por esas personalidades sólidamente convencidas, que nosotros llamamos santos.

 

 

NUEVAS OPORTUNIDADES PARA EL MUNDO MEDIANTE LA IGLESIA

 

El Papa, en su Carta apostólica con motivo del cambio de milenio, destaca que «la Iglesia ... con su silencio, querría ser un techo para toda la humanidad». A mi me parece muy importante lo siguiente: en el estado actual, de falta de conocimiento y de indecisión, se requieren consejeros dignos de crédito, pero, más que a ciertas personalidades, se necesitarían instituciones que fueran como instancias superiores que no se tambalearan en tiempos estremecedores. Esta sociedad abierta, que nosotros en el fondo quisiéramos conservar, cada vez nos exige más. Nos deja desamparados frente a un exceso de ofertas y de posibilidades cada vez más impositivas, frente a libertades que con frecuencia son poco útiles o perjudiciales, y sin que nosotros podamos dominarlas. Para no perder esas oportunidades que nos ofrece una sociedad abierta, y al mismo tiempo para protegernos de ser conducidos hasta una dictadura, habría que asegurar la democracia con algunos subsistemas cerrados, es decir, con otros modelos de mayor solidez y discernimiento que no se basaran en la opinión de cada día ni en arbitrarias votaciones.

En esa pregunta ha abordado cuál es la situación de la Iglesia en el orden de libertades de la sociedad, qué valor tiene en esa situación, dónde está establecida, qué puede significar eso para ella. Pienso que en su pregunta ha expuesto algo muy importante. La Iglesia no es una organización más entre otras muchas, ni tampoco una especie de Estado entre Estados, configurada con las mismas reglas de juego democrático que todos lo demás. La Iglesia es otra cosa, es una fuerza espiritual. Tiene su forma social y de organización, pero en lo esencial es una fuente que produce y suministra una fuerza que el Estado no puede obtener por sí mismo. Hay una frase de Böckenförde que se ha hecho famosa: «la sociedad democrática vive de unas fuerzas que ella misma no puede generar», que es lo mismo que antes daba a entender, aludiendo a algún sistema para su protección.

Eso, en mi opinión, también sería entrar en una cuestión que ahora no vamos a tratar, la democracia en la Iglesia. Además, si se piensa que la Iglesia debe ser una imitación del Estado, es porque se desconoce su naturaleza. Pues, como sabemos, la propia democracia, digamos, es un osado intento de regular rectamente lo definitivo según el principio de mayoría, solamente en un margen concreto de cosas humanas. Sería absurdo querer extender eso a cuestiones sobre la verdad y el bien, y también sería absurdo que, por eso, tal vez tuviera que someterse una gran minoría y se originara una especie de oligarquía, de dominio de un sólo grupo. La propia democracia reclama realidades complementarias que den sentido a sus mecanismos y que estén formadas de modo que correspondan a su propio cometido interior.

Para la Iglesia es muy importante que no se la considere primariamente como un organismo autónomo que ofrece una amplia prestación de servicios, sino que vive lealmente, dinámicamente, de algo que no hace ella misma, y así podrá dar a la humanidad lo que ésta nunca podría obtener por propia deliberación. La Iglesia no puede dar órdenes al mundo, pero tiene respuestas a la confusión y a la desorientación en el mundo. Con esas imágenes bíblicas de la «sal de la tierra», de la luz del mundo, se da a entender que la iglesia tiene función de representación. La «sal de la tierra» presupone que no toda la tierra es sal. La Iglesia tiene, como Iglesia, una función para un todo, dentro de un todo, y no es la simple copia de otra cosa, ni siquiera de un Estado. Todo esto tiene que estar presente en su vida. Tiene que ser consciente de lo específico de su mensaje, y estar, como la luz de Dios, en el devenir del mundo, manteniéndose libre y abierta para que al mundo lo llegue el aire que necesita para respirar.

¿No debería la Iglesia, como fuerza integradora, reforzar su oposición al poder, a la dictadura de las modas y a ese sistema capitalista de la sociedad que desde hace tiempo muestra incalculables deficiencias? ¿No debería la Iglesia ser casi vanguardista y dedicar más esfuerzos a proteger la Creación? Ésa sería la orientación propia de una institución que se alimenta de una Tradición y de una sabiduría, por detrás y por encima de las cuales está el mismo Dios.

Con eso volvemos a la cuestión de, en qué medida debería la Iglesia estar abierta a las novedades y prevenir la esclerosis que le produciría cerrarse como un erizo sobre sí misma. En qué medida debe caminar junto a la modernidad donde se encuentra el punto exacto a partir del cual deba tener el coraje de hacer objeciones, o una oposición profética, creo que fueron sus palabras. Y, a partir de aquí se origina la segunda cuestión: «¿quién o qué es exactamente Iglesia?».

Indudablemente, todos aquellos que hablan en nombre de la Iglesia, incluido el Magisterio en sus diferentes grados, también deben tener el valor de protestar cuando lo consideren necesario. Pero tampoco debemos perder de vista la afirmación: «Nosotros somos Iglesia» en su sentido auténtico. Ser Iglesia no es sólo tener cargos, ni es sólo ser el Magisterio. Esta afirmación solamente puede ser eficiente y digna de crédito para el mundo, cuando realmente es así, de deseo y de hecho, y no se reduce a una aclaración doctrinal que quede recogida en un simple documento de Roma o en unas Cartas pastorales, sino que, efectivamente, es la palabra de una multitud que se expresa con una misma voz, la de una Iglesia viva. Por eso, me parece especialmente importante que, más que protestar como quien da órdenes o consignas desde arriba, sean los propios cristianos los que hagan, entre todos, esa tarea de resistencia.

El Magisterio de la Iglesia es eficiente y es fidedigno en sus manifestaciones sólo si se hace presente y se vive en el conjunto de la Iglesia. Y también, en sentido contrario, las comunidades vivas de la Iglesia necesitan el aliento que les asegura su identidad y mediante el cual reciben el estímulo para vivir lo que realmente son. Cuando decimos: «la Iglesia tiene que ser la fuerza para resistir», hemos de pensar que esa fuerza debería ser un esfuerzo conjunto de todos los cristianos, no sólo del Magisterio, porque hacer ese discernimiento: «no todo lo moderno es malo, ni todo lo moderno es bueno», es una facultad muy importante, me parece a mí, sin la cual la Iglesia no podría manifestar con justicia ni su palabra ni su ministerio.

Me gustaría tocar también el tema del momento actual en el sistema económico de Occidente. ¿Le parece que ese sistema, preocupado sólo por la importancia del mercado, sobrevivirá los próximos diez años tal como ahora es?

Yo entiendo muy poco de la situación económica en el mundo. Pero me parece evidente para todos que no podrá durar tanto tiempo. Para empezar, existe la contradicción de la deuda de los Estados que viven en situaciones paradójicas, gastando dinero y siendo garantes del dinero por una parte, y, por otra, están en bancarrota debido a las cifras de la deuda. También está la deuda Norte - Sur. Todo esto manifiesta que estamos viviendo en un proceso que es una auténtica red de ficciones y de contradicciones que, evidentemente, no puede continuar igual por mucho tiempo, pero es imposible para mí prever cuánto será.

En la primavera de 1996, en Norteamérica se ha vivido una extraña situación cuando el Estado, de pronto, dejó de ser solvente, tuvieron que cerrar las oficinas públicas y se vieron obligados a enviar a los funcionarios de vacaciones, lo cual constituyó un conflicto bastante notable, porque el Estado es el responsable de que las cosas marchen bien. Ese incidente ha demostrado de una forma bastante drástica que nuestro sistema tiene fallos importantes y requiere esfuerzo para hallar los elementos que haya que corregir. Pero me gustaría añadir a esto, que no encontrarán tales elementos si no anteponen una actitud de renuncia común por parte de todos. Porque esas correcciones tan necesarias no se consiguen dictando disposiciones ni dando órdenes de gobierno. Esa es la prueba más dura para las sociedades. Todos hemos de aprender que, en la vida, no se puede tener todo cuanto se desea, y deberíamos estar dispuestos a bajar un escalón, al menos, del nivel que hayamos adquierido. Tenemos que abandonar esa actitud de defensa de nuestros derechos y nuestras reivindicaciones. Y, para ese cambio, es necesario que también cambiemos en nuestro interior, que sepamos renunciar a ciertas cosas pensando en los demás, en el futuro, y eso es una verdadera prueba para nuestro actual sistema.

Cardenal Ratzinger, ¿se conoce ya la valoración histórica de este pontificado? ¿Qué puede significar el fin de este período tanto para la Iglesia como para el mundo? ¿Acabará con este Papa algo más que una era? ¿Acabará con Juan Pablo II el Viejo mundo de Occidente que ha personificado de modo tan magistral?

Vuelve a preguntarme sobre la perspectiva del futuro y yo, en esa cuestión, soy particularmente prudente. Juan Pablo II, al ser un Papa venido de Polonia, inició un gran cambio en el panorama que había. En Polonia, la frontera de Occidente se encuentra muy adentrada en la zona oriental. El horizonte, por tanto, se abrió con dimensiones orientales. Por otra parte, Juan Pablo II ha pisado en sus largos viajes tierras y espacios de Oriente, que han sido de gran importancia para la vida eclesial. Pero también creo que, además, esas tierras orientales harán valer mucho más su enorme peso histórico. Lo digo, no sólo porque crea que el maravilloso arte -junto al románico, gótico, renacentista, barroco, etcétera- de la antigua Iglesia seguirá siendo admirado por toda la humanidad, lo digo pensando también en las formas de pensamiento y de vida que ofrecen, con los grandes santos que se abrieron al cristianismo y le dieron fuerza y vigor, haciendo que el hombre fuera más hombre. La humanidad no dejará que esos elementos esenciales se pierdan, y los integrará en los nuevos horizontes.

 

 

LA VERDADERA HISTORIA DEL MUNDO.

LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS

 

En la Carta apostólica «Tertio millennio adveniente» dirigida a los obispos, sacerdotes y creyentes, como preparación al año jubilar del 2000, el Papa habla de la plenitud de los tiempos. En ella dice que el concepto de tiempo en el cristianismo tiene «un significado especial». Con la venida de Cristo empezó el «fin de los tiempos», las últimas horas. Y empieza, entonces, «el tiempo de la Iglesia, que durará hasta su segunda venida». ¿Cómo se interpreta esto? ¿Se ha escrito ya el final del drama, estamos ya agotados?

Lo que el Papa utiliza al comenzar esa Carta es un pasaje bíblico. El concepto «plenitud de los tiempos» es de San Pablo. Y la idea de que este es ,el fin de los tiempos», que es la última fase de la historia, está muy clara en la Biblia. El evangelio de San Lucas también se extiende ampliamente sobre esa fase final, cuando dice: «Jerusalén será destruida por los gentiles, hasta que se cumpla el tiempo de las naciones». (Lc 21,24)

Los Padres de la Iglesia hicieron suyas esas palabras, equiparando la historia a una vida humana que pasa por seis fases diferentes. La historia de la humanidad también Parece haber entrado en la sexta y última fase de su edad. Esta idea no cambió hasta la Edad Moderna. Pero en el Renacimiento se abrió paso una nueva idea: «esto empieza a ir bien, lo que ha habido hasta ahora no era la sexta edad, era una Edad Media, ahora es cuando nos adentramos en la historia y cuando los grandes avances tendrán lugar». A ello se unió al descubrimiento de que los espacios de tiempo en el universo eran mucho más grandes de lo que se había creído. Es decir, descubrieron que el universo y la historia de la humanidad no han durado 6000 años, sino un tiempo incalculable. Así que, el concepto «fin de los tiempos» desapareció, y el tiempo empezó a pasar siendo, digamos, incalculable.

Pero esa visión bíblica y de los Padres, de que en el fondo de todo subyace un esquema temporal que corresponde a seis edades, y cada una de ellas correspondería aproximadamente a mil años, habría que considerarla nuevamente bajo el punto de vista de nuestra cultura actual. Deberíamos estudiar e interpretar nuevamente, en este contexto, la idea fundamental de la Biblia, de que la historia entra en su fase última y definitiva con la venida de Cristo. Yo diría que el rápido progreso en el mundo, sobre todo, durante las últimas décadas, con tanta agitación en su historia, ha permitido que se vuelva a forjar esa idea de que se vislumbre un próximo desenlace del tiempo. Y, por otra parte, como el cristianismo desde el principio quería unificar el mundo, y tenía como meta la separación de Iglesia y Estado, e introdujo cierta autonomía con la anulación de un mundo deificado, ahora se puede entender mejor que el hombre empezara a creer que, efectivamente, había dado comienzo una nueva y definitiva fase de la historia. Esta fase, ciertamente, existe, pero nos acerca al fin de la historia no por la suma de sus milenios, sino porque es una historia que está en camino, y Cristo, por explicarlo de alguna forma, inició su etapa final, atrayendo hacia sí un mundo que se había alejado de Dios.

El Papa con sus palabras se refería a eso; Cristo es la señal definitiva en la historia del mundo, es principio y fin en la incertidumbre de los caminos -siempre dramáticos- de la historia. Dirigiéndonos a Cristo, nos dirigimos a un fin. Un fin que no es de destrucción, es una plenitud donde la historia alcanza su totalidad interior.

En esa misma Carta apostólica antes citada, el Papa también concreta que el año 2000 no es para la Iglesia una simple fecha, sin más significado que el hecho de cambiar no sólo de siglo, sino de milenio, sino que es un «año de gracia del Señor». ¿Tendremos alguna aparición especial? ¿Nos llegará esa gracia de una forma patente? El año jubilar también ha de ser un año de justicia social, un año de remisión de los pecados y de indulgencia por todos los pecados, un año de reconciliación entre enemigos, un año de múltiples conversiones y de penitencia sacramental y extrasacramental. ¿Ha previsto la Iglesia algo más? La Iglesia «no puede cruzar el umbral del nuevo milenio sin exhortar a sus hijos al arrepentimiento y a la purificación de sus errores, infidelidades, incoherencias y retrasos».

Me parece importante aclarar enseguida cuál es el significado de esta fecha y cuál no. Porque, de entrada, hay que rechazar cualquier expectativa de cosas de magia o de misterio. Porque no significa que vayamos a vivir un gran acontecimiento cósmico, cultural, o religioso. Hay que ser razonablemente sensato para entender que la fecha en sí, es casi una casualidad. Dionisio el Exiguo, al contar los años del nacimiento de Cristo, se basó en nuestros modos de contar el tiempo, equivocándose en un par de años; de forma que, en realidad, Jesucristo nació siete años antes de Cristo. Es decir, que los 2000 años hubieran tenido que haberse celebrado ya. Por eso no debemos dar ningún significado singular a ese año concreto.

Pero la historia ha reconocido ese hecho.....

Esa datación empezó a funcionar así y nosotros ahora vivimos con ella. Pero no está así establecida ni por una necesidad metafísica, ni siquiera histórica. Ese sería el primer punto: hay que hacer desaparecer cualquier idea mágica de esa fecha. Y la cuestión siguiente sería: entonces, ¿qué es exactamente? Y el Papa responde con mucha razón: «es una fecha conmemorativa». Es una fecha que nos trae a la memoria, nos recuerda, el nacimiento de Cristo, que fue un momento tan decisivo y significativo para la historia, al menos para la mayoría, que ha quedado constituida en fecha de referencia para toda la humanidad. 0 sea, que es un recuerdo de algo que ya pasó, pero nos lo recuerda no sólo en pasado, sino como recordatorio íntimo del mismo Jesucristo en presente; es un recuerdo que nos concierne a todos. Y como fecha conmemorativa y como recordatorio del presente -no sólo del pasado- y también del futuro, es al mismo tiempo una oportunidad y un reto para dirigirnos y comprometernos con él.

El Papa invita a la humanidad, o al menos a toda la cristiandad, a que esa conmemoración nos ayude a una renovación interior personal mediante la celebración de esos tres años, que ya hemos explicados antes, poniendo especial empeño en profundizar en lo más íntimo de nuestra memoria, y buscar en ella ese conocimiento de la verdad que se esconde en nuestro interior. Es decir, el Papa nos señala un camino para que esa conmemoración nos alcance las fuerzas necesarias para el presente y para el futuro.

El segundo punto consiste en que ahí se recoge una figura del Antiguo Testamento que es el jubileo, que se celebraba cada cuarenta y nueve años, es decir, cada siete veces siete años, para dar comienzo a una nueva historia. En esos años se anulaba todo régimen de propiedad para poder empezar de nuevo y, con eso, también se lograba una nueva distribución universal y un retorno a los orígenes. El Papa ha pensado que si nosotros hemos de celebrar un jubileo en ese sentido, si debemos intentar volver a los orígenes, el año 2000 podría ser una buena fecha para celebrarlo, volviendo a nuestro primitivo origen, que es Jesucristo. Con esta imagen del Antiguo Testamento se plantea también un reto: saldar las viejas deudas y liberarnos del peso de nuestro frío sistema económico y de otras muchas cosas, e intentar recomenzar de nuevo.

Por lo tanto, no se trata de un poder cósmico que vaya a desplomarse sobre nosotros, sino que más bien se trata de una oportunidad para una tarea que ha de hacer nuestra memoria o desde nuestra memoria. Yo diría que deberíamos ser más objetivos en la reflexión de esta conmemoración. Pero al intentar ser realistas, no restarle significado, sino trata de entender cuáles son sus exigencias, y cumplirlas lo mejor que podamos, para que así sea para nosotros un auténtico recomienzo.

Pero el Papa va muy lejos en su visión de este cambio de milenio. Dice, por ejemplo, «purificaos, haced penitencia», y en su último viaje a Australia también dijo que habría que ir al desierto para esperar allí la nueva venida del Señor.

No conozco ese texto, pero estoy seguro de que no ha querido decir que se espere la venida del Señor en el año 2000. Entre otras cosas sería contradecir las palabras del Señor que dijo que no conocíamos ni el día ni la hora. El Señor viene con toda certeza cuando le abrimos nuestro corazón y nuestra memoria y, en ese sentido, siempre tenemos una nueva venida de Cristo para hacerse presente en la historia. Pero, para esa cuestión de cuándo acontecerá su segunda y definitiva venida en la historia, cuándo entrará de nuevo en ella para tomarla en sus manos, no tenemos respuesta, ni tampoco podemos calcular el tiempo. Lo único que podemos y queremos hacer es prepararle el camino para que venga a nuestro tiempo, abriéndole nuestro interior. Y en ese sentido se podrían interpretar las palabras del Papa: «ir al desierto». Algunos, podrán vivirlas al pie de la letra, claro está. Pero, en general significan que, en nuestro tiempo, en este mundo nuestro tan sobrecargado, hemos de esforzarnos por desprendernos, liberarnos de todo en nuestro interior, y estar vigilantes y contritos, porque sin eso, no podrá haber un nuevo comienzo.

 

Los sociólogos, los futurólogos, los críticos culturales se afanan febrilmente buscando una nueva interpretación y una nueva concepción de este tiempo que se nos presenta. Ya hemos pasado por el modernismo, el postmodernismo, incluso por el postpostmodernismo, de modo que es difícil poder colocar otro nuevo «post». Tal vez esa fiebre se deba al desconocimiento de lo que va a venir después, o tal vez se deba al deseo de encontrar un nuevo concepto para el tiempo que está por llegar. ¿Cómo lo definiríamos? ¿Podría hacernos alguna sugerencia?

No puedo hacer ninguna sugerencia sobre este asunto. Siempre he sido contrario a hablar de la Edad Moderna o del postmodernismo. Son clasificaciones hechas con demasiada rapidez. Porque eso sólo se puede ver, y se puede hacer, cuando hay cierta distancia en el tiempo. En el Renacimiento se formuló el nuevo concepto de «Edad Media», con el que se quería decir que aquello debía acabarse a partir de entonces, y así le dieron forma de período de tiempo, mientras se calificaban a sí mismos de algo nuevo que había que mantener. Con el aceleramiento de la historia, ahora también se está consumando un cambio radical que nada tiene que ver con lo conocido en los últimos cuatrocientos o quinientos años de la Edad Moderna, eso se ve claramente. Pero estas divisiones de tiempo esencialmente características de occidente, tal vez tengan que concebirse de otra forma. Porque, aunque se establezcan paralelos, las historias de la India y China no pueden incorporarse a nuestros períodos de tiempo. Jaspers ya advirtió que en todas las culturas del mundo se conoce el llamado «umbral del tiempo». De todos modos, yo no veo la necesidad de inventar nombres para algo que aún desconocemos. Al contrario, me parece que deberíamos estar vigilantes ante los cambios radicales, y preparar los elementos necesarios para manejarlos cuando llegue el momento. Deberíamos asegurarnos de que el tiempo venidero, que hace que el que era nuevo hasta ahora pase a ser viejo, sea y perdure no sólo como tiempo del hombre, sino como tiempo de Dios.

Me queda una última pregunta para terminar. Cardenal Ratzginer, ¿cuál es la verdadera historia del mundo? Y también, ¿qué es lo que realmente quiere Dios de nosotros? En cierta ocasión usted escribió: «La historia está marcada por una polémica entre el amor y la incapacidad de amar, esa desolación de las almas, propia de los hombres que sólo reconocen valores y realidades cuantificables ... Esta destrucción de la capacidad de amar produce un aburrimiento mortal. Es un veneno para el hombre. Cuando se impone, destruye al hombre y al mundo con él»

Me remitía a San Agustín, una vez más, que recurre a la tradición catequística cristiana anterior presentando la historia como un conflicto entre dos ciudades, dos tipos de ciudades. Goethe también hizo suya esa idea y decía que la totalidad de la historia era una lucha entre la fe y la falta de fe. Agustín lo había visto de otro modo y dijo que era: «la lucha entre dos amores, entre el amor a Dios hasta la renuncia a sí mismo y el amor propio hasta la negación de Dios». También explicaba la historia como un drama, como la lucha de un amor de dos especies. Yo he intentado precisar un poco más esas ideas, diciendo que e movimiento contrario al amor no es precisamente otro amor, no merece el nombre de amor, sino el de negación del amor. La historia en conjunto es la lucha entre el amor y la incapacidad de amar, entre el amor y la negación del amor. No sabemos lo que podría acontecer si la inclinación del hombre a la independencia se decidiera a pronunciar: «yo no quiero amar, porque me haría dependiente y eso se opone a mi libertad».

Amar significa, de hecho, depender de algo que tal vez me puedan quitar y, por tanto, es añadir el riesgo de un sufrimiento a mi vida. Ahí radica, manifestada o no, la no aceptación del amor: «no quiero amar, porque no quiero sufrir ese riesgo, ni ver limitada mi independencia, ni verme privado de mi disponibilidad y acabar siendo nada, prefiero no amar». Mientras que el pronunciamiento de Cristo es muy diferente. Es un, «sí al amor, porque ese riesgo de sufrir y de perder la independencia sólo por amor, hace volver al hombre a sí mismo y que sea como debe ser».

Yo creo que el auténtico drama de la historia es que, siempre, en todos los frentes, al final se contrapone el mismo planteamiento: un sí o un no al amor.

¿Y Dios qué quiere exactamente de nosotros?

Dios quiere que le amemos, que seamos imagen y semejanza suya. Porque, como dice San Juan, Él es Amor, y quiere que sus criaturas se asemejen a Él, y que desde su libertad le amen y sean como Él, y le pertenezcan, para que así resplandezca su Amor.