Sábado siguiente a la fiesta del Corazón de Jesús

 
HOMILÍAS


EL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA
 

 

Cuando el maestresala probó el vino milagroso que la bendición de Jesús regalaba a los felices novios de Caná, exclamó admirado, dirigiéndose al esposo: "Has reservado el buen vino hasta ahora...".

 La devoción al Inmaculado Corazón de María es este buen vino que el esposo, Jesucristo, tenía en reserva para su Iglesia hasta la hora actual. Aunque María ha sido objeto del especialísimo amor y veneración de la Iglesia desde los primeros tiempos, había tal vez en este culto más admiración que intimidad. Se ensalzaba la altísima dignidad, las gracias y privilegios de María, sin atreverse a penetrar en el santuario de todas ellas: su Corazón.

 Ha sido precisa una llamada expresa de la misma Santísima Señora para alentarnos a dar este paso. El Mensaje de Fátima es una invitación apremiante a la intimidad de su Corazón. El cardenal patriarca de Lisboa lo considera como "una revelación del Corazón Inmaculado de María al mundo actual. Y afirma categóricamente que "la salvación del mundo —en esta hora trágica de la historia— ha sido confiada por Dios al Inmaculado Corazón de María" (A Voz, 18 de septiembre de 1946).

 Por su parte, Pío XII nos invita a arrojarnos en los brazos de María, "seguros de encontrar en su amantísimo Corazón... el puerto seguro en medio de las tempestades que por todas partes nos apremian". (Oración Año Mariano.)

 Al hablar del Corazón de María entendemos:

 Su Corazón físico, el que latía en su pecho durante su vida mortal y ahora en el cielo.

 El conjunto de afectos, cualidades y virtudes que constituyen su "vida interior".

 Su persona misma, considerada en su más noble aspecto: el amor.

 En todos los tiempos, en el lenguaje usual, la palabra "corazón" ha sido tomada como símbolo de la vida interior del hombre y aun de la misma persona considerada en su vida afectiva. La Sagrada Escritura da comúnmente al término "corazón" este carácter simbólico. De este modo, a través del corazón físico de María veneramos su vida interior y su misma persona por la suprema razón de su dignidad inmensa de Madre de Dios.

 La maternidad divina de María es la raíz y la causa de todas las gracias que adornan su Corazón. "De su maternidad divina —dice Pío XII en la Fulgens Corona—, como de arcana y purísima fuente, parecen derivar todos los privilegios y gracias que tan excelentemente adornaron su alma y su vida." Predestinada a tan altísima misión, la infinita sabiduría de Dios no podía dejar de prevenirla con gracias adecuadas que le permitieran asumirla dignamente. Gracias tan excepcionales que Santo Tomás afirma que, por ser Madre de Dios, la Santísima Virgen tiene cierta dignidad infinita.

 Y esta maternidad excelsa, que coloca a María por encima de todas las criaturas, se realizó en su Corazón Inmaculado antes que en sus purísimas entrañas. "Al Verbo que dio a luz según la carne, lo concibió primeramente según la fe en su Corazón", afirman los Santos Padres. Por la fe y el amor, por la pureza, sumisión y humildad de su Corazón, María mereció llevar en su seno al Hijo de Dios.

 Madre de Cristo-Cabeza por su Corazón, es también por su Corazón madre del Cuerpo de Cristo, la Iglesia. Nos concibió al mismo tiempo que a Jesús al dar su consentimiento a la embajada del ángel. Libremente y por amor, aceptando de corazón ser madre del Cristo total. Y, por los dolores de su Corazón, nos dio a luz al pie de la cruz de su Primogénito, mereciéndonos así, juntamente con EI, la gracia redentora que ahora nos llega por su mediación.

 Si todo corazón de madre es ya una cristalización admirable del amor de Dios, ¿qué será el Corazón de María destinado a la más augusta maternidad? No es preciso que la teología nos lo enseñe: la intuición del pueblo fiel le ha atribuido siempre una tal plenitud de gracias y dones como para agotar la munificencia de un Dios. Todos los adjetivos se nos quedan cortos y descoloridos cuando se trata de definir el Corazón de María. Después de haber dicho que es inmaculado, bondadoso, santo, humildísimo, rebosante de caridad, misericordiosísimo, tenemos la impresión de no haber dicho nada.

 Imposible detenernos aquí, ni tan siquiera someramente, en la contemplación de todas y cada una de las incontables riquezas de este Corazón. Pero, puesto que la maternidad divina para la que ha sido expresamente creado es "la fuente de que dimanan todas sus excelencias", podemos lógicamente concluir que en la cualidad maternal de su Corazón las hallaremos compendiadas todas.

 María posee un auténtico corazón de madre. Con más exactitud cabria decir que todo corazón de madre es una copia, más o menos feliz, del de María. Y nos encanta hallar plena confirmación de esta verdad adivinada por nuestro instinto filial en las páginas del Evangelio. En dos breves rasgos, San Lucas y San Juan nos dan el perfil inconfundiblemente materno del Corazón de María.

 San Lucas tiene una frase que nunca le agradeceremos bastante. Por dos veces —tras el relato de la primera infancia de Jesús y después, al cerrar el breve capítulo de su adolescencia— repite, ponderativo: "Y María guardaba todas estas cosas en su Corazón".

 En tan pocas palabras el evangelista de Nuestra Señora acaba de decirnos lo que más nos importaba saber: que en el Corazón de María tenemos un corazón de madre. Que María posee en grado sumo una cualidad específicamente maternal: la memoria fiel del corazón. El niño que un día fuimos continúa viviendo siempre en el corazón de nuestra madre: en él quedaron grabados los más nimios detalles de nuestra infancia. Esta es la condición que San Lucas hace resaltar, por dos veces, en el Corazón de María. Teniendo en cuenta la estricta sobriedad de los evangelios, esta insistencia es significativa: es que debe importarnos mucho la fidelidad de su Corazón.

 A todos nos habrá entristecido alguna vez el pensamiento de que no podremos ver en el cielo a Jesús Niño, ya que es a Cristo adulto a quien contemplaremos allí glorificado. La infancia de Jesús ¿será, pues, para nosotros, un bien definitivamente perdido? No, porque, por fortuna, "María guardaba todas estas cosas en su Corazón". La gracia torpe y encantadora de los primeros pasos del Niño, y aquel modo tan suyo, único, de decir "madre"; los hoyuelos que se le formaban en las mejillas al reír, sus deliciosos dientecitos de leche, y aquella asombrosa mirada de un Dios en unos ojos de niño..., todas estas cosas son las que guardaba y guarda todavía fielmente para nosotros el Corazón maternal de María. Este es el Evangelio íntimo que no conocemos y que Ella nos reserva para el cielo.

 Y junto a la infancia de Jesús, Ella guarda también la nuestra, la de todos sus hijos. Nuestra niñez tan breve, tan pronto marchita, tan escasamente graciosa en todos sentidos. Y lo poco —nunca será mucho— que hayamos sabido vivir, ya adultos, con alma de niño, con limpia intención. En María lo hallaremos todo intacto. Podemos confiarle ahora nuestros menudos tesoros, como hacen los chiquillos con las bolas o los cromos ganados en la última partida: "Toma, madre, guárdame esto..." Está en buenas manos. Nada se perderá de lo que hayamos confiado a su custodia. Tal vez no lo reconozcamos siquiera cuando nos lo devuelva: el contacto de su Corazón lo habrá embellecido.

 San Juan, en la escena de las bodas de Caná, nos revela otro rasgo exquisitamente maternal del Corazón de María: su atenta solicitud por los demás. Un corazón maternal es un corazón atento: nada de cuanto atañe al hijo puede pasarle desapercibido. Es vigilante, nunca se distrae; presiente las angustias del hijo, las adivina. Cuando la madre desaparece de nuestra vida hacemos de pronto un doloroso descubrimiento: el de la absoluta indiferencia del universo. De pronto caemos en la cuenta de nuestra insignificancia, de cuán poco interesantes somos para los demás. La presencia siempre atenta de la madre nos lo había ocultado hasta entonces.

 En Caná el corazón maternal de María despliega su vigilante cuidado en favor de unos extraños —parientes lejanos a lo sumo— para remediar una situación embarazosa, sí, pero, sin consecuencias graves. Para demostrarnos que a Ella, en verdad, nada humano puede serle extraño, ni nadie queda excluido de su celosa ternura. Nuestros pequeños fallos y ridículos descuidos, lo mismo que nuestras enormes culpas y tremendas angustias, todo, absolutamente todo, es objeto de sus desvelos, de su preocupación. "No tienen vino", le dice a su Hijo. Todos están distraídos, nadie se ha dado cuenta. Sólo Ella. Jesús parece lejano, indiferente. Tal vez está hablando del reino de Dios y de la necesidad de buscarlo ante todo y por encima de todo. "¿Vino? Bueno, Madre, esto no es cosa nuestra..." Pero los ojos de María insisten en silencio, las ánforas están preparadas  "Haced cuanto El os diga..." y el milagro, por fin, florece. La solicitud maternal de María ha conseguido su primera victoria.

 Y continúa consiguiéndolas. Su táctica no ha variado: constante vigilancia, mediación oportuna, súplica insistente. El Corazón de María se desvive por sus hijos.

 Así hacen las madres. De Ella lo han aprendido.

 Quizá empecemos ahora a entender en qué debe consistir nuestra devoción al Corazón de María. No se trata de añadir uno más a la lista de nuestros ejercicios de piedad. No se trata de practicar los cinco primeros sábados de mes, ni de ir en peregrinación a Fátima, ni de recitar cierta fórmula de consagración. Todo esto está muy bien. Pero nuestra devoción ha de consistir en algo más que en una reiteración de actos externos. Ha de ser una corriente vital de corazón a Corazón que penetre, informe y reforme todo nuestro ser. A su materna ternura sólo se puede corresponder con filial cariño. Su solicitud reclama nuestra confianza; su fidelidad exige la nuestra.

 Saber, como San Estanislao de Kostka, vivir de este solo pensamiento: "La Madre de Dios es mi madre". Sentir sobre nosotros la constante vigilancia de su mirada, inquieta, solícita, atenta, saborear la certeza de saber que nos lleva continuamente en su Corazón como niños que no han nacido todavía... Y no angustiarse por nada: "La Madre de Dios es mi madre". ¿Qué puede ocurrirnos que no sea bueno, maravillosamente bueno?

 Todas nuestras desdichas provienen de que hemos crecido demasiado... y hemos imaginado, ya tan mayores, poder prescindir de la Madre.

 Es hora ya de volver al regazo materno. El Corazón de María nos espera.

 DOLORES GÜELL