SINTESIS GENERAL: A la orientación básica y trascendental del hombre
pertenece la fe en D., es decir, en una realidad infinita y personal,
esencialmente distinta del mundo y, sin embargo, unida a él estrechamente,
una realidad que desborda al mundo y que, al mismo tiempo, está presente
en él, origen y fundamento creador continuo de todas las cosas que caen
bajo nuestra experiencia y, no obstante, misterio impenetrable, hasta el
punto de que podemos llamar a D. el misterio personal por excelencia que
nunca se nos aclarará del todo. Aquí trataremos de D. en una perspectiva
solamente teológica, dejando a un lado los aspectos filosóficos o los de
la ciencia de la religión.
1) Consideraciones previas. a) Hacia una definición. Al ser D. un
misterio (v.) que no puede encuadrarse en ninguna categoría o modo de ser,
resulta imposible dar de Él una definición perfecta. El carácter
misterioso de D. no quiere decir sólo que en un principio desconozcamos de
Él muchas cosas que luego, con el tiempo, se nos irán descubriendo, sino
que además significa que D., por su esencia y, consiguientemente, para
siempre, es y será un misterio. La postura que el hombre debe adoptar ante
el misterio de D. es la de la fe (v.), en la cual aquél afirma y a la vez
adora el misterio. La misma contemplación de D., que le está prometida al
hombre como plenitud en la otra vida, no puede comprender ni abarcar a D.
Esta visión supone más bien que el misterio personal, comunicándose a sí
mismo de una manera inmediata por la gracia (v.), se deja contemplar del
espíritu humano, sin que en modo alguno pueda ser penetrado (v. CIELO). En
esta vida terrena e histórica nadie, ni siquiera con la ayuda de la
gracia, puede contemplar inmediatamente la esencia divina. Sin embargo, S.
Tomás de Aquino declara que es suma bienaventuranza aunque sólo sea rozar
con el espíritu esa esencia divina (Sum. Th. 1 q2, a2).
En el A. T., el pueblo de Israel experimenta una y otra vez, con
dolor y dicha al mismo tiempo, este carácter misterioso de Dios. A pesar
de toda la familiaridad con D. que el pueblo elegido y, sobre todo, sus
guías principales muestran, los planes de ese D. que ha fundado el pueblo
resultan siempre imprevisibles e inalcanzables. Y esta experiencia del
misterio de D., hecha de claroscuros, se tornaba opresión insoportable
cuando los gentiles vencían y parecía como si sus dioses fueran más
poderosos. Entonces atormentaba al pueblo la pregunta de dónde estaba su
D. (Ex 17,7). El profeta Isaías y, más aún, su discípulo anónimo del s. VI
a. C. ponen de relieve el misterio de D. haciendo cantar a los serafines
en un cuadro grandioso: «Santo, Santo, Santo es el Señor» (ls 6,1-3; 5,19;
12,6; 40,25; 45,15). El hombre puede sentir hasta la desesperación la
incomprensibilidad de D. en las tentaciones (v.) que le acometen de modo
imprevisto y de nuevo sin motivo aparente desaparecen, tentaciones para
las que su propia reflexión humana no es capaz de hallar ninguna causa ni
razón (v. JOB; ECLESIASTÉS).
Por ser D. un misterio impenetrable, las imágenes, representaciones
y concepto nacidos de nuestra experiencia no pueden concebirlo ni
expresarlo perfectamente. Sabemos de Él en mayor grado lo que no es que lo
que es. No se identifica con el mundo (v. CREACIóN) ni con ninguno de sus
elementos. Este conocimiento teológico condujo en el transcurso de la
historia de la teología a la llamada teología negativa, es decir, a la
tesis de que sólo sabemos que de D. no podemos tener ningún saber. Afirma
S. Agustín (v.), influido sin duda por las ideas platónicas y
neoplatónicas, que ante D. deberíamos callar en vez de hablar de El (v.
AGUSTÍN, SAN: 11, 2 y ¡ti, 3). Precisamente la confesión de nuestro no
saber sería el auténtico saber acerca de D. (docta ignorantia). Así
arrancando de S. Agustín, los neoplatónicos, Pseudodionisio y 1. Escoto
Eriúgena, la mística alemana, Nicolás de Cusa, Lutero, Pascal y Newman
subrayaron la importancia de la teología negativa como tema que domina
todo el saber teológico, aunque en esta actitud se adviertan muchos y
trascendentales matices. En realidad, el principio de la teología negativa
no debe ser interpretado dándole un alcance absoluto, lo que implicaría
caer en el agnosticismo (v.), sino como una advertencia que señala los
límites de nuestro lenguaje. La teología negativa hace que reconozcamos
continuamente la insuficiencia de todas las proposiciones positivas acerca
de D., afirmaciones que sólo convienen a los seres finitos. Lo cual no
quiere decir que nuestras afirmaciones sobre D. se pierdan en el vacío;
antes bien, encierran un contenido, aunque éste no se deje agotar por
nosotros.
La antigua teología cristiana trató de resolver este problema a base
del método de las tres vías: afirmación, negación y la vía de la
sublimación o eminencia. Por la primera se expresa una determinada
actividad o propiedad de D., p. ej., su bondad, su paternidad, más aún, su
existencia, por analogía con nuestra experiencia cotidiana; por la vía de
la negación se tachan de nuevo esas proposiciones en la medida en que lo
que expresan no vale de D. en el mismo sentido (unívoco) en que se aplica
a las criaturas. Por la via. dela sublimación se transforman tales
afirmaciones de manera que adopten la dimensión de lo absoluto: se cumplen
en D. no sólo de forma completamente distinta que en el hombre y demás
cosas creadas, sino con una realización absoluta.
Este hecho explica el que hoy se plantee con toda seriedad la
pregunta de si se puede en absoluto hablar de Dios. L. Wingenstein (v.) en
su Tractatus logico-philosophicus, expresa esta opinión tan extendida
cuando dice: «Se debe callar acerca de aquello de lo que no se puede
hablar». Esto pone de manifiesto la importancia fundamental de hablar
acertadamente de Dios. En ningún caso es lícito hablar de Él de tal manera
que se suscite la falsa impresión de que D. es entendido como un ser más
entre los seres o como una cosa más entre las cosas. D. es conocible y
expresable, pero de una forma análoga (v. ANALOGÍA), no como un objeto que
puede ser probado y verificado en nuestra experiencia. Por lo demás, hay
que mantener y aplicar este método siempre que se afirma algo de Dios.
b) Aplicación a Dios del concepto de «persona». Por lo que respecta
a lo positivo-negativo que atribuimos a D., de la abundancia de caracteres
que deben afirmarse hemos de destacar el personal. Pero precisamente el
concepto de «persona» (v.) tropieza con las mayores dificultades. No es de
origen bíblico, sino latino o griego. Fue introducido en la cristología
(v.) y en la doFtrina de la Trinidad (v.). En la teología de la antigua
Iglesia la palabra «persona» servía para expresar una serie de
características divinas testificadas por la Biblia. Cuando el concepto de
«persona» se aplica al hombre, está unido a la idea de responsabilidad,
individualidad y también limitación, finitud. Por eso la aplicación de
este concepto a D. pareció peligrosa y hasta imposible no sólo a los
fieles del lejano Oriente, sino también a algunos pensadores cristianos,
sobre todo a los místicos. Podemos aplicar tal concepto a D. únicamente si
excluimos aquellos elementos que son característicos dé la persona humana.
D. es persona de modo distinto a como lo es el hombre. A D. le
corresponde el ser personal al poseerse a sí mismo de una manera absoluta
(en una continua reditio in seipsum), permaneciendo al mismo tiempo
abierto a lo otro. La conciencia de sí mismo, la propia pertenencia,
disposición de sí y abertura alcanzan en Él la suma y absoluta plenitud.
La abenara de D. se realiza de forma adecuada en el intercambio de vida
que tiene lugar entre las tres personas divinas. Pero se manifiesta
también en la Encarnación, en la Redención, en la Creación y consumación
del universo. Al volverse D. a aquello que no es Él, a la criatura,
demuestra ser «Dios para nosotros». Puesto que la voluntad divina se ha
volcado siempre, aun antes de la aparición del mundo, sobre los hombres y
las cosas en libre decisión, es característico de D. ser Agliel que siendo
plenamente en sí mismo es a la vez para nosotros. Sería no obstante un
error grave negar u olvidar el ser en sí de Dios, para tener presente sólo
su actitud hacia nosotros: se correría el peligro de reducirlo a una
función o elemento estructural del hombre. Por otra parte, si
prescindiéramos del «para nosotros» al hablar del carácter personal de D.,
nos expondríamos a relegarlo a una región abstracta, con lo que los
hombres perderían todo interés por Él. El D. que es en sí, que se posee a
sí mismo de un modo absoluto, aquello que es más íntimo a Él se ha querido
libremente desbordar en lo no divino y comunicarse a hombres y a ángeles.
La Biblia da testimonio de todo ello con lenguaje claro y sencillo:
testifica que D. es el Señor, el fundador de la Alianza (v.), el que obra
con plenitud de poder; recuerda continuamente al pueblo elegido el amor y
el reconocimiento que D. le ha mostrado, su ira, su justicia, su
misericordia, su fidelidad, su amistad, digna de toda confianza. Nunca nos
presenta a D. como un mero objeto. D. no es un «algo», sino un «tú» o un «yo» (p. ej., Ex 19,1-6;
Is 40-49). Los escritores del A. T. tienen que servirse de locuciones
antropológicas para subrayar convenientemente la personalidad de Dios. No
obstante, la prohibición de representar a D. con imágenes demuestra cuán
lejos estaban de considerar a D. al estilo del hom-
bre. D. es tan invisible, que ni siquiera los más llenos de gracia
eran capaces de contemplarle (Dt 4,9-24; Ex 24, 10 ss.; Is 6). La
personalidad de D. tiene como consecuencia que el hombre puede tratarle de
tú. Y este trato del hombre con D. experimenta su realización más concreta
al tomar D. la naturaleza humana en Jesucristo (v. ENCARNACIÓN) y poder
así vivir como un hombre más entre los hombres. A causa del ser absoluto
del tú divino, el trato del hombre con El adopta la forma de la adoración
(v.). Y, a la inversa, D. puede interpelar al hombre, plantearle
exigencias con un poder incondicionado, comunicarse a él sin reservas. En
este sentido, D. es amor, el ser para todos los demás.
Cabe preguntar si, fuera de la Biblia y de su ámbito de influencia,
se ha entendido a D. como un tú absoluto. Existen muchos motivos para
creer que algunas religiones no cristianas ni influidas por la Biblia han
interpretado o interpretan a D. como un «algo». Por lo demás, aquí hemos
de ponderar que también en las religiones no cristianas se da una cierta
percepción de un poder oculto que implica «a veces el reconocimiento de la
Suma Divinidad e incluso del Padre» (Conc. Vaticano 11. Decl. Nostra
aetate, 2), y que además la piedad práctica del pueblo, insatisfecha en su
sentimiento religioso con un monólogo impersonal, ha corregido ese
impersonalismo en la personificación de la divinidad.
c) El nombre de Dios. El carácter personal de D. se manifiesta de
una manera especial en su nombre (v.). Sólo si D. es nombrable y puede ser
llamado por su nombres, es posible un encuentro entre el hombre y El. Pero
el nombre de D. no pone a Este en manos de su criatura, de modo que ésta,
en una especie de magia, pudiera disponer de Aquél, sino que muestra al
hombre la realidad de D., qué planes tiene a su respecto, cómo quiere
comunicársele y, por otra parte, cómo debe el hombre comportarse con Dios.
Sin embargo, ningún hombre acierta a expresar totalmente la verdad y los
planes de Dios. Necesitamos darle muchos nombres. A D. se le llama de
múltiples maneras, pero ninguna de ellas encierra el mismo sentido que
cuando se refieren al hombre. Toda apelación se predica de D. de modo
distinto que del hombre. En consecuencia, al D. portador de muchos nombres
hemos de denominarle también el sin nombre. Lo cual no significa que los
nombres de D. caigan en el abismo del escepticismo y agnosticismo: lo
expresado por ellos vale de D. en un sentido diferente, pero análogo a
como vale del hombre (Denz.Sch. 806; v. ANALOGÍA). Muchos nombres de D. se
refieren a su actuación con respecto al mundo, no inmediatamente a su
esencia, aunque ésta pueda deducirse de las acciones de Dios. Tesis que
puede tener validez por lo que concierne también al nombre principal que
se atribuye a D. en la Escritura, el nombre de Yahwéh (Ex 3,14 ss).) Este
no significa de una forma inmediata el ser absoluto de D., sino quiere
decir que D. es aquel que posee realidad y se distingue de la nada que son
los demás dioses, fiel compañero de alianza, siempre presente y activo en
medio de su pueblo (M. Buber, Die «Fünf Bücher» der Weisen, Das Buch Namen,
Colonia 1944).
Precisamente los nombres con los que D. se expresa a sí mismo ponen
de manifiesto la legitimidad de la locución positiva a su respecto, no
obstante ser D. el misterio insondable. El mismo D. se ha revelado en la
palabra humana y, con la suma concreción, en el hombre Jesucristo (2 Cor
4,6; lo 14,611; 1,18; 5,37-38; 6,46). De donde se sigue, por lo demás, no
pequeña problemática. Pues las formas humanas en las que D. se manifiesta
están siempre condicionadas por la historia individual y sociológica.
Tampoco Jesucristo es un concepto universal, sino un individuo humano.
Desciende de un pueblo determinado, con determinadas formas de pensar y de
hablar, de sentir y de concebir el mundo. Y dado que el lenguaje en el que
D. se deja oír está condicionado históricamente, hay que contar con la
posibilidad de que hombres que vivan más tarde, con otros presupuestos
lingüísticos y culturales, ya no entiendan inmediatamente lo dicho en otro
tiempo y necesiten que se les traduzca, no sólo en una nueva gramática,
sino en un nuevo modo de pensar. Por peligrosa y difícil que resulte
semejante empresa, es necesaria, pues D., al dirigirse a los hombres, no
tiene presente a una sola generación, sino a todas las generaciones y
épocas. Algunos interpretan eso en el sentido de un programa de
desmitologización (v.). Precisamente este método teológico descubre a las
claras el peligro aludido y la posible fatalidad, de tremendas
consecuencias, que en él se encierran. Al revelarse D. en formas humanas,
es preciso distinguir entre la forma humana y el contenido revelado. Y
puede suceder que el traductor, erróneamente aunque con buena voluntad,
incluya en la forma humana lo que pertenece al contenido divino; más aún,
que sólo preste atención a lo humano y olvide o elimine lo divino. Es de
extrema importancia hacer resaltar expresamente lo humano en la revelación
divina. Pero ver únicamente lo humano conduce a un vaciamiento de
contenido de todas las afirmaciones sobre Dios. La interpretación de lo
que D. nos comunica acerca de sí mismo en formas humanas se convierte
entonces en una interpretación del hombre hecha por el hombre. Y en esta
perspectiva D. aparece como función de la autocomprensión humana, como
cohumanidad, conciencia absoluta de la responsabilidad del hombre, origen
del mismo (no susceptible de.una ulterior determinación), su aceptación,
etc. Esta tesis adopta su forma más radical cuando se declara que D., al
revelarse, no pretende de antemano comunicarnos nada acerca de sí mismo,
sino sólo acerca del hombre, lo cual es falso; así es llevada a sus
últimas y absurdas consecuencias la pretensión lógica y necesaria de una
teología desmitologizadorá.
Veamos ahora si este ser que acabamos de esbozar y que llamamos D.
es una ilusión o una realidad.
2) La existencia de Dios. a) Distintas posiciones. Dios ha podido
ser entendido de muy diversas maneras. Incluso ha habido muchos que lo han
negado (v. ATEÍSMO). Sin embargo, el conocimiento de su existencia (v. iv,
2) es uno de los rasgos fundamentales y más generalmente extendidos del
espíritu humano. El convencimiento de la realidad de Dios ha estado
presente constantemente a lo largo de la historia de la humanidad, aunque
tampoco han faltado ateos singulares tanto, p. ej., en la antigua Grecia
como en China, etc. Sin embargo, el fenómeno del ateísmo (v.) reviste
caracteres peculiares a partir del s. xix, en el que, por lo demás, se
acuña la frase «Dios ha muerto».
Las razones y motivos que se han alegado para intentar fundar la
negación de D. son muchas: el problema del mal, una supuesta
autosuficiencia de la naturaleza, etcétera. (v. c). Desde un planteamiento
ya formalmente ateo, L. Feuerbach (v.) entiende la fe en D. como el
resultado del anhelo humano de felicidad, anhelo jamás satisfecho,
irrealizable, que moviliza la fuerza creadora del hombre haciéndole
concebir a. D. como suma y figura de lo que le es negado. K. Marx traslada
el mismo pensamiento al plano social considerando la fe en D. como el
resultado de la represión socio-económica (v. MARX Y MARXISMO). El pueblo
explotado, al que se estafa el fruto de su trabajo, halla consuelo en el
más allá de la religión («opio del pueblo», no para el pueblo). Todo ello
no es, en resumidas cuentas, más que el esfuerzo que todo ateo tiene que
hacer para intentar dar de algún modo razón de la creencia en D. que
atestigua la historia de la humanidad; es, pues, un simple reflejo de
posiciones preconcebidas y de presupuestos filosóficos equivocados.
En cuanto a la expresión «muerte de Dios» procede de H. Heine,
Nietzsche y Hegel, y experimenta una nueva versión en esa corriente de la
teología americana a la que se ha dado en llamar «de la muerte de Dios»
(v. RADICAL, TEOLOGÍA). En Heine (v.) y Nietzsche (v.) constituye un
decidido ateísmo. En Hegel (v.) supone una negación del D. personal en
beneficio de una idea panteísta de Dios. En los autores americanos de la
llamada «Death of God Theology», tiene un sentido ambiguo que oscila desde
apreciaciones culturales (para denunciar un olvido de Dios por parte de la
civilización occidental o acentuaciones polémicas de la «teología
negativa») hasta afirmaciones teoréticas que rozan claramente con el
agnosticismo o el ateísmo mismos.
b) Las pruebas de la existencia de Dios. Pero la verdad es que,
independientemente de todo pensar, querer y sentir humanos, D. existe
realmente. Y que ese Dios, que realmente es, se manifiesta o da a conocer
al hombre, y ello no sólo por la vía de la Revelación (v.) sobrenatural,
sino por la del conocer natural, en el que hay distintos caminos por los
que el conocimiento humano puede ¡legar incluso a adquirir fuerza de
demostración. Los más conocidos son las pruebas de la existencia de D., p.
ej., las cinco vías de S. Tomás. Para un conocimiento detaIado de las.
mismas, v. iv, 2, 4), c). Mientras que a las anteriores pruebas de la
existencia de D. podemos calificarlas de vías «a posteriori», hay otros
métodos de conocer a D. que podríamos denominar «apriorísticos». Son sobre
todo dos: el agustiniano, que hunde sus raíces en un terreno neoplatónico,
y el anselmiano (v. iv, 2, 4, ayb).
Por lo demás, al hablar de la cognoscibilidad de D., no nos es
lícito prescindir de la experiencia y conocimiento espontáneos que les ha
sido L eparados a muchos hombres y que éstos nos describen a menudo con
notable exactitud. Ni cabe considerar tal experiencia como el eco de la
propia voz interior o como un monólogo del hombre consigo mismo: basta un
análisis cuidadoso para demostrarlo. De la experiencia de D. que tiene su
fundamento en la Revelación divina hablaremos más adelante. En cuanto al
conocer natural digamos que a la demostración científica se presupone un
conocimiento de D., irreflejo y precientífico, que circunscribe el campo
en el que es posible una reflexión acerca de Dios. S. Agustín y los
teólogos franciscanos del s. xili conceden gran importancia a este saber
indefinido y precientífico acerca de D. Aunque habla menos de él, también
lo tiene presente S. Tomás; sólo así se entiende que, después de haber
expuesto sus cinco vías, afirme: «A esto que hemos encontrado, todos los
hombres lo llaman Dios» (Sum. Th. 1 q2 a3).
Esta estructura del hombre lleva a formular la pregunta de si es
posible en absoluto un ateísmo (v.) auténtico. No cabe duda de que existen
sistemas ateos. Lo que preguntamos es si se dan convicciones ateas. No
basta para ello citar a los que niegan al D. personal, mas reconocen lo
divino. Por lo demás, ¿no se represénta a menudo la personalidad de tal
manera que nos veda tener a D. por persona? El hecho de rechazar una
imagen incompleta o falsa de D. no implica necesariamente el rechazo del
mismo Dios. Negar a D., p. ej., porque es proclamado custodio de
determinados sistemas políticos, militares, sociales o económicos
vinculados a una situación temporal concreta, o porque no ha intervenido
en tal circunstancia apurada, o porque no ha escuchado una oración en el
sentido deseado, no es sin más expresión de una mentalidad atea. De hecho,
D. no es el garante de determinados sistemas legales ni un tapaagujeros
del que echar mano para explicar las cosas incomprensibles que suceden en
el mundo. Más aún, el conocimiento de D. se hace más profundo cuando
destruimos esas imágenes inadecuadas del mismo. Hasta qué punto en quien
hace profesión expresa de ateísmo pueda quedar, en lo hondo de su alma,
una voz o eco de D. es algo que escapa al juicio humano.
c) Inconsistencia de las objeciones. Una exposición y enjuiciamiento
de las diversas pruebas de la existencia de D. se hace en iv, 2, 5.
Conviene, en cambio aquí mostrar que las objeciones contra la existencia
de D. carecen de fuerza contundente y no logran raer la auténtica
convicción acerca de dicha existencia. Aparte de la desazón o el disgusto
que algunos experimentan ante la realidad de D. y aparte del escepticismo
(v.) y agnosticismo (v.) resignados, esas objeciones son sobre todo tres:
una imagen del mundo cerrada en sí, el dolor y el mal, y la libertad
humana. Los dos primeros problemas fueron ya tratados por S. Tomás de
Aquino. Por lo que respecta a la primera objeción, se alimenta de una idea
falsa tanto de D. como del mundo, a saber: la idea de que hemos de suponer
la actividad de D. siempre que no podamos explicar un fenómeno con ayuda
de las leyes de la naturaleza. Según esta concepción, la existencia de D.
se basaría en las lagunas de que adolece nuestro conocimiento de la
naturaleza, lo que lleva a decir que, conforme vamos conociendo más
profunda y extensamente las leyes naturales, D. es relegado más y más,
hasta que resulte superfluo, el día en que todo se explique por esas
leyes. Pero todo ello es falso y superficial. En realidad, las leyes y
fenómenos de la naturaleza tienen su fundamento más hondo en la fuerza y
actividad creadoras de D., que como creador abraza de una manera
trascendental la Naturaleza (v.) y la Historia (v.), conduciendo los
procesos de las mismas hacia la plenitud futura sin intervenir ni como
freno ni como impulso. No existe la alternativa: D. o el mundo; se da más
bien una unidad: D. y la Naturaleza, D. y la Historia (v. CREACIóN).
La objeción referente al mal (v.) y al pecado (v.) en el mundo alude
a un misterio sombrío para la razón humana. El dolor desmedido, los
indecibles tormentos que los hombres, con mala voluntad o ciegamente, nos
infligimos unos a otros o a los animales, son, de hecho, una lóbrega y
aplastante aporía en la creación de Dios (v. DOLOR in-Iv). Aporía que en
el A. T. exponen de forma radical los libros de Job (v.) y del Eclesiastés
(v.). Se explica de distintas maneras: hay que aducir ante todo la culpa
humana que la libertad (v.) hace posible, o el sentido purificador del
dolor; se puede aludir también a la condición evolutiva del hombre y del
universo entero, a la comunidad de destino entre hombres y animales.
Aunque todas estas reflexiones no desvelen completamente el problema, no
por ello el hombre se ve abocado al ateísmo. Como lo prueba la enseñanza
ejemplar de Job, aunque el hombre no llegue a comprender el sentido del
dolor, sí puede conseguir la fuerza necesaria para soportarlo
ejercitándose en la confianza en D. y en la consiguiente conformidad con
su voluntad (v. iv,14). En especial, la fe que posa su mirada en
Jesucristo crucificado descubre que, en Jesús, D. invita al hombre a
aceptar el grado extremo del dolor y le abre el camino hacia la plenitud
futura (la resurrección). Sólo la confianza en el futuro absoluto, en la
comunicación plena de D. al hombre, transformará las tinieblas en luz. La
libertad que D. ha otorgado al hombre como constitutivo esencial y
existencial no implica necesariamente la posibilidad de pecar; sin
embargo, en el transcurso de la historia humana, esta posibilidad nos da
la medida suma de la libertad del hombre estableciendo los límites
extremos de su alcance. Pero este poder pecar que se funda en la libertad
no tendrá un futuro eterno, más que en la forma de su total desvirtuación.
De este modo la fe escatológica quita su virulencia al problema del pecado
y del mal.
En lo que toca a la objeción de la libertad (v.) humana, nos
encontramos con la tesis, p. ej., en Sartre (v.), de que D. y la libertad
humana son incompatibles; sólo existe la alternativa: o D. y el hombre sin
libertad, o el hombre libre sin Dios. Pero semejante alternativa es falsa.
El D. libre crea al hombre para que viva en libertad. El hombre no es un
objeto que D. maneje a su antojo. D. obra en el hombre y le sostiene
precisamente a través de la propia, libre y responsable actuación humana.
La libertad de D. es la raíz de la que brota la libertad del hombre, que
es el fruto, expresión e imagen queridos por D. de su propia libertad. Con
la mera luz de la razón no es posible penetrar más en este nexo. La Biblia
lo expresa hondamente al hablar de Alianza (v.) entre D. y los hombres. El
hombre es constituido en aliado de Dios.
d) Doctrina de la Iglesia. El Magisterio de la Iglesia ha proclamado
en numerosas ocasiones la cognoscibilidad de D. y ha declarado, con el
mayor énfasis en el Conc. Vaticano I (v.) que el único y verdadero D.,
nuestro Creador y Señor, puede ser conocido con certeza por la luz natural
de la razón humana a partir de las cosas creadas (Denz.Sch. 3004). Deja
abierta la pregunta de cómo puede cumplirse la posibilidad por él
sostenida de conocer a D., si por la vía de la demostración en sentido
estricto, o por vislumbre, intuición, o mediante el análisis de la
experiencia interior, etc. En el juramento contra el Modernismo (1 sept.
1910; v.) se enuncia el principio de que D. principio y fin de todas las
cosas, puede ser conocido con certeza (y, por consiguiente, también
demostrada su existencia) por la luz natural de la razón a partir de lo
creado, es decir, de las obras visibles de la creación, como la causa a
través de su efecto (Denz.Sch. 3538; cfr. la enc. de Pío XI Studiorum
ducem, del 29 jun. 1923, y la de Pío XII, Humani generis, del 10 ag. 1950,
así como la Const. dogmática del Vaticano 11 sobre la Divina Revelación,
n° 6; cfr. también Denz.Sch. 2765, 2812, 2853).
Por otra parte, el Conc. Vaticano I tiene en cuenta la situación
real del hombre respecto al conocimiento de D., que viene determinada por
la ocultación y la no evidencia de D., así como por la debilidad del
entendimiento y voluntad humanos a causa del pecado. Y así, al tratar de
la cuestión de hecho, dice el Concilio: «Con todo, plugo a la sabiduría y
bondad de Dios revelarse a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad
del género humano por otro camino, a saber sobrenatural... A esta
revelación divina hay que atribuir el que aquellas cosas divinas que son
de suyo accesibles a la razón humana puedan ser conocidas por todos,
incluso en la situación presente del género humano, fácilmente, con firme
certeza y sin mezcla de ningún error... No podemos sin más calificar esta
revelación de absolutamente necesaria. Sólo es necesaria porque Dios en su
infinita bondad quiso destinar al hombre a un fin sobrenatural, a saber, a
participar de los bienes divinos, que superan totalmente la inteligencia
de la mente humana» (Denz.Sch. 3005). Este texto subraya la posibilidad de
conocer el mundo como revelación de Dios (v. MUNDO II y III); sin embargo,
añade que el hombre, debido a su condición concreta de naturaleza caída,
pecadora, necesita de un impulso especial para no pasar por alto la
presencia del misterio divino en el mundo.
La doctrina del Conc. Vaticano I acerca de la cognoscibilidad
natural de D. conservaría su inmensa trascendencia aun cuando ningún
hombre hubiese obtenido la convicción de la existencia de D. más que por
la gracia divina. Pues esa doctrina pone de manifiesto que el hombre, por
su misma naturaleza, está abierto a D. y, en consecuencia, posee la
capacidad de oírle y de entregarse a El sin pérdida de sí mismo. El Conc.
Vaticano II describe el conocimiento natural de D. como preludio del
sobrenatural. Así, la Const. Dei Verbum sobre la Revelación (n° 6) afirma:
«Dios, al crear y conservar todas las cosas por el Verbo (cfr. lo 1,3), da
a los hombres testimonio perenne de sí en la creación (cfr. Rom 1,19-20).
Pero, queriendo inaugurar el camino de la salvación sobrenatural, se
manifestó además a sí mismo a nuestros primeros padres ya desde el
principio. Después de la caída de éstos, alentó en ellos la esperanza de
la salvación con la promesa de la redención (cfr. Gen 3,15)... Pero Dios,
después de haber hablado muchas veces y de muchas maneras por los
profetas, últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo» (Heb 1,1-2).
e) Testimonio bíblico. De hecho, en la S. E. nos encontramos con una
imagen de D. (v.) que no es posible deducir de otras formas anteriores o
contemporáneas de concebir a la divinidad. La Biblia (v.) testifica la
actuación de un D. todopoderoso que quiere conducir al hombre a la
salvación, es decir, a la reconciliación con D., consigo mismo y con los
demás. Esta autorrevelación de D. se verifica en épocas muy distantes unas
de otras, alcanzando su punto culminante en Jesucristo, Palabra de D. e
Hijo de D. hecho hombre. Y la Resurrección (v.) de Jesús, muy en especial,
manifiesta la acción poderosa de D. como anuncio y primicia de la futura
salvación que le será deparada al hombre. La actuación salvífica de D.,
sobre todo su actualización en Jesucristo, es el acontecimiento decisivo
gracias al cual pueden los hombres contemplar a Dios. Para comprender esta
realidad hemos de tener en cuenta que D. no se revela en su esencia, sino
en su obrar. No obstante, podemos deducir su esencia de sus obras. Ahora
bien, al poner la Biblia el acento en la actuación divina, se deduce que
no podemos quedarnos, ante Dios, en una mera especulación metafísica. Una
visión metafísica sólo será conforme al sentido de la Revelación si está
al servicio de la respuesta a la acción salvífica divina (V. REVELACIóN II-III).
Por otra parte, esa actuación de D. patente en su Revelación debe
entenderse siempre como actuación de Dios, pues de lo contrario existe el
peligro de que sea mal interpretada como mera función del hombre, p. ej.,
de su nostalgia, o de su deseo de justicia, es decir, como una ideología.
Asimismo hay que tener en cuenta que, según la misma S. E. que da
testimonio de la Revelación de D., este D. también está al alcance del
hombre fuera del ámbito de la Revelación y antes de que se produjeran los
hechos divinos que la integran (cfr. Sap 13,1-9; Rom 1,18-28; 2,14 ss.;
Act 14,14-18; 17,22-30). Para lo cual no es necesario suponer ninguna
«revelación primitiva». Incluso sin ella, debemos calificar de necios a
aquellos hombres que sofocan el conocimiento de D. en sus conciencias o lo
confunden e identifican con la creación. Semejante calificación traduce el
hecho de que no se dan un reconocer o un negar a D. desinteresados. D.
nunca puede ser comprendido como algo que meramente existe o no existe.
Siempre deberá verse en Él a aquel que se muestra en la creación y, con la
mayor claridad y alcance, en Jesús como Padre suyo y de todos los hombres.
En su condición de Padre, D. es amor. Amor que se dona y comunica, que
acoge especialmente a los más necesitados, a los pecadores, los pobres,
los humillados e injuriados, amor que se manifiesta sobre todo en la
entrega de Jesús a la muerte en cruz. El conocimiento de D. no se alcanza
con meros medios teóricos, conceptuales, siempre está condicionado en la
práctica por factores morales.
Para conocer con detalle el testimonio bíblico, v. rll, 1; iv, 2, 3.
3) Trascendencia e inmanencia divinas. Intentemos explicar más, con
ayuda de los conceptos de trascendencia e inmanencia (v. Iv, 3), la
incomprensibilidad de D. en virtud de la cual es experimentado al mismo
tiempo como cercano y lejano, atrayente e inquietante. Por ser D. el
fundamento originario y sin origen del mundo, a la par que su continuo
creador, está íntimamente presente en ese mundo distinto de Él. En todo,
en ser, pensar, planear, querer, amar, es D. diferente del mundo, pero a
la vez más interior al mundo que el mismo mundo. Ambas formas divinas de
relacionarse con el mundo, trascendencia (v.) e inmanencia (v.), no están
en tensión mutua, de tal manera que una deba disminuir cuando la otra
crece, sino que se condicionan, sostienen, incrementan y compenetran
recíprocamente. Esta tesis nos resultará asequible si echamos una breve
mirada al concepto de trascendencia. Dentro del mundo de nuestra
experiencia, todo objeto singular, y en especial el hombre, debido a la
conexión que impera por doquier, está ordenado a otro, el yo humano al tú,
a la sociedad, a la materia y, en último término, a Dios. A la inversa,
todas las cosas materiales están destinadas al hombre, hasta el punto de
que, al configurarlas, el hombre se configura a sí mismo. Semejante
ordenación a lo que uno no es, la realiza el hombre excediéndose, saliendo
de sí, es decir, en un movimiento de trascendencia. Movimiento que no se
pierde en el vacío, ni se reduce a un mero acto formal sin intención hacia
un contenido. Por el contrario, tiene siempre como punto de referencia el
mundo material o la comunidad de personas. De estos campos espera el
hombre dilatación, llenumbre y perfeccionamiento para su existencia. Lo
que demuestra que precisamente la propia realización del hombre en el
conocer, desear, querer, amar, es decir, en acciones inmanentes,
trasciende fuera de sí; y, a la inversa, que el hombre no puede salir de
sí, aun cuando sólo sea mediante la operación de sus manos, sin realizar y
movilizar también sus posibilidades internas. El hombre llega a ser él
mismo, no cuando gira en torno suyo, sino cuando rompe el círculo de su
propia existencia y se dirige al otro.
Sobre la base de estas reflexiones, y salvada la infinita distancia
entre el hombre y D., podemos entender de algún modo que, si bien D. se
afirma en sí y es consciente de sí por sí mismo y sin necesidad alguna del
mundo, cree libremente las criaturas, que, por usar una expresión de
origen neoplatónico, participan como entes del ser absoluto, y en las que,
por tanto, está presente D. dándoles el ser sin identificarse con ellas.
Esta trascendencia inmanente o inmanencia trascendente es de una
importancia capital para la comprensión de Dios. Si recortamos o negamos
la trascendencia de D., nos sumimos en el abismo panteísta, que identifica
de múltiples maneras a D. con el mundo; más aún, presenta a D. como un
modo del mundo o del hombre, p. ej., como exigencia de desarrollo humano,
en el aspecto individual y social. En cambio, si prescindimos de la
inmanencia de D., caemos en el deísmo (v.) que reconoce, sí, a D. como
origen del mundo, pero le aleja del transcurso de la historia humana, con
lo que los hombres pierden todo interés por Él. A las puertas del deísmo
acecha el olvido humano de Dios. Al subrayar de una manera unilateral la
superioridad de D. con respecto a la historia, niega el poder de D. sobre
la historia.
D. es considerado tan sólo, y de una forma extremosa, como el deus
absconditus, como el absolutamente lejano. Y como el hombre al
trascenderse ya no alcanza a ese D. al que se representa absolutamente
distante del mundo, su trascendencia recae en la propia conciencia. De
aquí que el deísmo, en resumidas cuentas, esté también amenazado por el
panteísmo (v.). Ni que decir tiene que los conceptos de trascendencia e
inmanencia no han de entenderse espacialmente, sino en relación con la
esencia y el poder de Dios.
En esta interpretación que acabamos de exponer, trascendencia e
inmanencia son consideradas en un plano vertical, es decir, desde el punto
de vista de la diferencia y de la unión de D. con el mundo. Parte de la
literatura actual, no obstante, al introducir en el problema de que
tratamos la perspectiva escatológica, ha suscitado un nuevo concepto,
tanto de trascendencia como de inmanencia. La trascendencia ya no se
entiende sólo de forma vertical, sino también horizontal, o sea, como el
poder del futuro, como el ser hacia el futuro. Esta temática surge en
Teología como consecuencia del diálogo intentado por algunos autores con
representantes del llamado neomarxismo (v.), es decir, con aquellos
pensadores que, siguiendo a Marx, intentan no obstante dar un sentido más
humanista a su sistema, afirmando que el futuro no es algo plenamente
determinado por la producción, sino algo oculto e indeterminado (E. Bloch)
que suscita la creatividad humana en actitud de esperanza y aventura. Esa
cierta apertura en los planteamientos marxistas ha llevado a algunos a
intentar una aproximación diciendo que ese futuro desconocido es D.
presente en el mundo. Los riesgos de equívoco son inmenso. D. no es
simplemente el futuro del mundo, y si bien el hombre, al trascenderse a sí
mismo en dirección a D., tiende a un futuro en el que contemplará a D., no
es porque pueda alcanzarlo como objeto inmediato de su conocimiento, sino
porque Este se le descubrirá y comunicará (v. SOBRENATURAL; GRACIA;
ESCATOLOGÍA Il-III; CIELO).
La S. E. no emplea las expresiones trascendencia e inmanencia, pero
testifica con la máxima intensidad lo que estos conceptos significan. En
la persona de Jesús se entrecruzan de la manera más íntima la inmanencia y
la trascendencia de D., pues Jesús es D. sin que el hombre se transforme
en un ser divino ni D. se convierta en hombre (v. JESUCRISTO).
4) Atributos y esencia divina. Aunque podamos decir en mayor medida
lo que D. no es que lo que es, con todo, considerando sus obras y
deduciendo de ellas las propiedades que las caracterizan (atributos; v. iv,
4), obtenemos un cierto conocimiento positivo de Dios. La filosofía de la
religión define a D. como el ser absoluto. Pero este ser se nos presenta
bajo diferentes aspectos, que denominamos perfecciones o propiedades
divinas. Debido a la absoluta simplicidad divina, estas propiedades son
idénticas entre sí y con el ser absoluto, conservando, no obstante, su
peculiaridad formal. Mientras que en el ámbito de nuestra experiencia
humana ciertas perfecciones parecen excluirse mutuamente o, al menos,
estar en tensión unas con otras, p. ej., el amor y la justicia, D. se
caracteriza precisamente por la identidad de todas sus perfecciones,
identidad entre omnipotencia y santidad, entre amor y justicia, ausencia
de pecado e indulgencia con el pecador. Ello no es contradictorio, pero
escapa a nuestro conocimiento el cómo se identifican todas las
perfecciones predicables de D. sin que se destruya la esencia formal de
cada una de ellas. Sólo por la vía del pensamiento abierto halla acceso el
espíritu humano a esta realidad de hecho. Así, si tomamos como punto de
partida del conocimiento de D. el amor y lo consideramos como peculiaridad
que distingue a este D., tratando de explicar a partir de ella su esencia,
entonces la justicia queda sumida en oscuridad. Si, por el contrario,
partimos de la justicia divina, el amor que es D. parece relegado a la-
sombra. Hay, pues, que saber mantener la entera verdad.
La teología acostumbra a distinguir entre propiedades negativas y
positivas. Ahora bien, esta distinción sería mal interpretada si no se
tuviera en cuenta que, en el fondo, toda proposición negativa acerca de D.
(p. ej., infinitud) encierra al mismo tiempo una afirmación, y toda
proposición afirmativa (p. ej., eternidad) una negación. Se suelen también
dividir los atributos en comunicables e incomunicables; pero incluso los
primeros, como, p. ej., el amor o la sabiduría, sólo pueden ser
comunicados de forma adecuada a la capacidad de las criaturas. Otra
división establece propiedades absolutas y relativas; sin que nos sea
lícito olvidar que todas las propiedades divinas las conocemos única y
exclusivamente a partir de la relación de D. con el mundo y, en especial,
con el hombre. Emparentada con esta distinción está aquella otra entre
propiedades del ser divino y propiedades del actuar divino; a propósito de
la cual hemos de recordar que las primeras sólo nos son conocidas a partir
de las obras de Dios. Por su parte, el mismo ser absoluto que es D., según
nosotros podemos caracterizarlo, está siempre en acto (actus purus); no
existe un ser divino puramente pasivo y estático. Basándose en la S. E.,
el Conc. Lateranense IV nos ofrece la siguiente descripción metafísica de
Dios: «Creemos... que existe un solo Dios, uno, verdadero, eterno,
inmenso, inmutable, inabarcable, todopoderoso e inefable: Padre, Hijo y
Espíritu Santo» (Denz.Sch. 800; más extensamente, el Conc. Vaticano I, ib.
3001).
CONTINÚA
BIBL.: Estudios y tratados
generales o sistemáticos: S. TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I, ql-26, ed.
BAC, t. 1, 3 ed. Madrid 1964 (con Introducciones, anotaciones y apéndices
de F. MuÑlz, amplia bibl.); D. BÁÑEZ, Commentaria in 1 partem «Summae»
Sancti Thomae, ed. Urbano, Valencia 1934; JUAN DE SANTO TOMÁS, In primam
partem Divi Thomae, París-Tournai-Roma 1931; L. BILLOT, De Deo uno et
trino, 7 ed. Roma 1935; VARIOS, Dieu, en DTC IV,756-1300; F. CEUPPENs,
Theologia Biblica, I, De Deo uno, Roma 1938; R. GARRIGOU-LAGRANGE, De Deo
uno, París 1939; P. PARENTE, De Deo uno et trino, 4 ed. Turín 1956; J.
BRINKTRINE, Die Lehre pon Gott, Paderborn 1953; M. SCHMAus, Teología
dogmática, I, Trinidad de Dios, 2 ed. Madrid 1963, 201-365, 501-685; F. M.
GENUYT, El misterio de Dios, Barcelona 1968.
MICHAEL SCHMAUS.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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