DIOS. TEOLOGIA SISTEMÁTICA 2


5) Verdad y bondad divinas. El ser personal de D. se nos presenta como absoluta verdad y bondad (v. iv, 5 y 6). La verdad absoluta es a su vez la raíz de la veracidad y fidelidad, mientras que la bondad absoluta lo es de la benevolencia y amor de D. para con los hombres. En esta distinción entre la bondad y verdad de D. y su actuación salvífica imbuida de veracidad y benevolencia se expresa aquella otra distinción, que antes hemos empleado, entre el ser D. en sí y su darse a nosotros. Sin entrar a fondo en los problemas metafísicos que esto plantea, aludamos al hecho de que, según 1 lo 1,5, D. es luz sin asomo de tiniebla. Origen y verdad absolutos, en cuanto que constituye el modelo original de todo lo extra divino (V. CREACIÓN III, 3). Lo cual tiene como consecuencia que lo que no es D. posee sentido en cuanto que depende de El: en último término, no hay ninguna realidad o acontecimiento plenamente irracionales, absurdos, aun cuando a menudo su sentido no pueda ser reconocido dentro de la historia humana, sino que sólo se revelará a una mirada retrospectiva en la consumación definitiva.
     
      En su condición de ser absoluto, D. es asimismo el valor absoluto. De donde se sigue, por un lado, que D., al volverse a lo no divino, no actúa impulsado por una necesidad; y, por otro, que el principio y fin del mundo es la Bondad personal, o sea, que el mundo no está sometido a un último destino trágico.
     
      En virtud de su verdad y bondad absolutas, D. es digno de confianza. Sobre la base de su fidelidad se alza la Alianza (v.). A pesar de la deslealtad de los hombres, D. llevará a cabo sus planes de salvación. Con poder inquebrantable lucha contra el dolor y el pecado en la historia humana. Para ello se sirve de distintos métodos: de la advertencia, del perdón, de la amonestación, del consuelo y, sobre todo, de la cruz. Su bondad le impide permanecer indiferente al dolor y al pecado, en una trascendencia inaccesible al mundo. En la muerte de Jesús, el mismo D. ha penetrado en la amargura del sufrimiento humano, más aún, en la misma experiencia de la soledad, del ser objeto de su odio e indiferencia, para así tomar parte en sus cuidados y agobios y, superando el dolor y el pecado, llevar a los hombres a una nueva vida (cfr. Num 23,18 ss.; Is 49,15; Ps 33,4; Lc 1,32.45.50.54; 68-79; 2,29-32; 21,33; Mt 11,3-5; lo 3,33; 5,19; 5,30-47; 8,37 ss.; Rom 3,4; 9,11; 1 Cor 1,8 ss.; 10,13; 2 Cor 1,18; 1 Thes 5,24; Tit 1,2; Heb 3, 18 :3,7 ss.; 4,1 ss.; 1 lo 1,9; Mt 24,33; V. DOLOR III-IV; PECADO II-111; PASIÓN Y MUERTE DE CRISTO).
     
      6) Eternidad, omnipresencia e inmutabilidad. Ese ser absoluto al que llamamos D. es idéntico a sí mismo, y ello con una intensidad absoluta, de manera que se posee a sí mismo también absolutamente. En esto se distingue D. de toda criatura. El hombre es idéntico a sí mismo como ser en devenir. Realiza su existencia en una sucesión, manteniéndose no obstante el mismo. En la identidad de D. consigo mismo se funda la simplicidad de su plenitud absoluta de ser. Esta doctrina de D. que le muestra como la plenitud absoluta de ser, idéntica a sí misma, arroja nueva luz sobre los atributos divinos. Según S. Tomás, son idénticos entre sí, de modo que sólo podemos hablar de una «diferencia virtual». La absoluta plenitud de ser que es D. constituye para S. Tomás el fundamento de que podamos representarnos las propiedades de D. con distintos conceptos y palabras. Duns Escoto es de la opinión de que una identidad real así entendida conduce necesariamente a una supresión de las propiedades divinas en su aspecto peculiar, es decir, a una uniformidad indistinta, a no ser que sostengamos que los atributos divinos sólo existen radicalmente en Dios. Únicamente admitiendo que esos atributos son diferentes unos de otros con una distinción formal cree Escoto poder mantener la tesis del aspecto formal de cada una de las propiedades divinas en la absoluta plenitud de ser. Por distinción formal entiende él lo siguiente: Las distintas propiedades divinas se dan en D. de la forma en que las entiende su correspondiente definición; pero son preservadas de la disgregación de la diferencia real en virtud de la infinitud divina. Aunque esta tesis presenta dificultades desde el punto de vista filosófico, no contradice ninguna doctrina de la Iglesia.
     
      De la total identidad del ser personal absoluto consigo mismo se desprenden tanto la eternidad como la omnipresencia de Dios (v. Iv, 8 y 9). La eternidad (v.) encierra un doble aspecto: por una parte, falta de principio y de fin, por otra, elevación por encima del curso del tiempo y producción creadora de todo tiempo. Nuestra experiencia y observación miden el transcurso del tiempo (v.) según las categorías del antes, ahora y después. Semejante medida sólo es posible al hombre, si éste lleva impresa en sí la categoría del tiempo. Toda forma humana de concebir el tiempo es una síntesis del acontecer objetivo y de la vivencia subjetiva. La S. E. pone el acento.,más en la duración que en la ausencia de tiempo, debido a que la eternidad de D. es conocida a partir de la experiencia vital. Por lo demás, las expresiones que la Biblia emplea para referirse a la eternidad son ambiguas. En cualquier caso, D. se distingue de la existencia caduca, destinada a la ruina y a la muerte, de las criaturas precisamente por su eternidad. La proclamación de la misma es por eso llamamiento a la fe en el D. único y distinto, en el D. fiel y constante, frente a los dioses de los gentiles, impotentes y volubles; pero es también exhortación a la paciencia y confianza en medio de las pruebas enviadas por Dios. D. es, antes que todo, simultáneo a todo y posterior a todo. No tiene principio ni fin, pero establece con libertad creadora todo principio y fin; es el primero y el último, el alfa y el omega (Ex 15,18; Is 41,4; 48,12; Tob 13,1 Ps 9,8; 10,16; 33,11; 90,1 ss.; 93,1 ss; 102, 12.25-28; 135,13; 146,10; Eccli 18,1; 39,20). A los ojos de D., como consecuencia de su soberanía sobre el tiempo y de su causalidad creadora con respecto al tiempo, mil años son como un día (Ps 90,4; 2 Pet 1).
     
      Al ser D. la absoluta plenitud de ser, no está de ningún modo sometido al devenir. No tiene pasado ni futuro, recuerdo ni esperanza. Carece de historia. Se le puede aplicar la definición de Boecio (v.): «Interininabilis vitae tota simul et perfecta possessio». Si con S. Tomás subrayamos el hecho de que D. se posee a sí mismo al comprenderse con el pleno poder del ser absoluto y efectuar la perfecta «reditio in seipsum», es decir, si entendemos el ser absoluto de una manera dinámica y no estática, podríamos asentar la tesis de que la eternidad divina es acción infinita, sólo que sin la función del devenir.
     
      Pero una tal interpretación corre el peligro de no reflejar con la suficiente claridad la plenitud óntica de D. ni su absoluta autoposesión en la absoluta «reditio in seipsum». En todo caso hemos de subrayar que la eternidad de 'D. no debe entenderse de una manera puramente negativa, como falta de devenir, sino positiva, como plenitud absoluta. D. eterno crea a la criatura sometida al proceso del devenir, dando así origen al tiempo. Tiempo y eternidad no son realidades incomunicables, sino que el tiempo se funda en la eternidad y D. puede comunicarse, y se comunica de hecho, al hombre, ser existente en el tiempo. El comunicarse D. en el tiempo alcanza su punto culminante en la Encarnación (v.) del Logos eterno, lo cual tiene como consecuencia que D. se hace tiempo e historia, no en su propio ser, sino en el ser creado que participa de su propio ser. Y a la inversa, ese hacerse presente de D. en el tiempo se ordena a que las criaturas temporales participen de la eternidad, es decir, de la plenitud de ser absoluta de Dios. La vida «eterna» consiste precisamente en esa participación en la plenitud de ser divina. Tengamos en cuenta, sin embargo, que esa vida eterna que D. abre a la criatura no es algo estático, sino dinámico, ya que, también en la visión beatífica, la participación es conocimiento y amor (v. CIELO III).
     
      De manera similar a la eternidad hemos de entender la omnipresencia de Dios (v. Iv, 8). Significa, por una parte, que D. está por encima del espacio; por otra, que está presente creadora y soberanamente en todos los espacios. Al exteriorizarse D. en la creación, crea a las criaturas en el «modus» del tiempo y del espacio. Y como Él sigue siendo constantemente el fundamento creador y eficiente en el que se basa el devenir temporal de las criaturas, así también lo es de la extensión espacial de las mismas. Para comprender más profundamente toda esta cuestión consideremos que el «espacio» (v.) está condicionado por los seres espaciales, es decir, por las cosas materiales. Las cosas materiales se distinguen del espíritu, al que están ordenadas, por su menor grado de autoposesión, de radicación en el ser. Sería superficial ver sólo la diferencia en el hecho de que el espíritu es inextenso y la materia extensa. Cuando decimos de D. que no es espacial queremos indicar que está cabe sí de una manera absoluta. Y en esta perspectiva debemos afirmar que la supratemporalidad y la supraespacialidad están tan estrechamente unidas, que la una no puede darse sin la otra. Y, viceversa, la realidad que D. crea al producir las criaturas, por no ser ni poder ser absoluta, es necesariamente espacial y temporal. Para las criaturas espacio-temporales es esencial el devenir, y un devenir con sentido, es decir, la consecución de una meta: D., el eterno y omnipresente, es quien, tanto en la dimensión individual como en la colectiva dirige la historia humana hacia el fin definitivo y absoluto (v. HISTORIA VI).
     
      La S. E. habla de una presencia local de D. cuando le hace aparecer en determinados sitios, p. ej., en la zarza ardiente o en el Sinaí, o cuando habla de D. que está en el cielo. Sin embargo, por otra parte, testifica su presencia en todos los lugares de la creación. El Templo de Jerusalén (v. TEMPLO II) no puede abarcarlo, aunque D. esté presente en él de una forma especial. Más aún, la tierra entera y la bóveda de los cielos no son capaces de ponerle límites. D. llena todo el universo. Su mirada penetra en todo lugar (Gen 28,2; 31,2; 46,4; 1 Reg 8,27; ler 23,24; Is 66,1; Ps 139,8; Eccli 15,3; Sap 1,7; 8,1; Am 9,2 ss.; Me 5,34 ss.; Act 18,28). Con sus afirmaciones aparentemente contradictorias la Biblia pretende, sin duda alguna, poner de relieve la cercanía y vitalidad del D. escondido, es decir, tanto su inmanencia como su trascendencia con respecto al mundo. Para nuestra forma de concebir una realidad viviente es importante su presencia aquí y ahora. Dado que los escritores bíblicos sólo pueden hablar de D. en lenguaje humano, necesariamente nos le presentan en un ahora y un aquí. Pero la dialéctica viene a corregir este ahora y aquí, atestiguando la omnipresencia de Dios. Desde S. Gregorio Magno (v.) suele describirse esta omnipresencia de D. considerando que Éste se relaciona con la criatura como ser abarcador, como poder omnieficiente y como saber exhaustivo («per essentiam, per potentiam, per praesentiam»).
     
      En estrecha conexión con la eternidad e inespacialidad de D. está su inmutabilidad (v. iv, 10). Debido a su absoluta plenitud de ser, en nada puede crecer y nada puede perder. Si no se entiende bien esta verdad de la inmutabilidad de D. supone no pequeña dificultad. Parece implicar rigidez, falta de vida, y hacer absurda la oración de súplica. La Biblia muestra lo infundado de este problema. Antes bien, considera la inmutabilidad de D. como el fundamento de su fidelidad y de la confianza que el hombre debe depositar en Él (Num 23,19; Mal 3,6; Ps 33,10 ss.; Eccli 32,21; Heb 1,10; Iac 1,17). A pesar de acentuar la inmutabilidad divina en contraposición al constante cambio de las criaturas y a la volubilidad inconsistente de los ídolos, la Biblia habla innumerables veces del ir y venir de D., de sus dichos y consuelos, de sus acciones y obras, de su amor y su perdón, más aún, de su arrepentimiento y sus castigos. Con tales expresiones pone de relieve que D., en virtud de su absoluta autoposesión, se vuelve y entrega con plena libertad a la criatura. La abertura de la criatura al amor de D. se realiza con la máxima intensidad en la muerte de Jesucristo en la cruz. Por eso D. puede darse en Jesús que muere en la cruz con esa fuerza que en la Resurrección (v.) demuestra todo su dinamismo salvífico. Y como Jesús es el representante de toda la humanidad, D. al entregarse en Él, se entrega a todos los hombres. De esta forma la cruz del Gólgota reconcilia de nuevo al género humano con Dios. Dice S. Agustín: «Cuando tú te conviertes, él se convierte» (Sermo 22,26).
     
      Por lo que respecta a la oración (v.) de súplica, no tiene el sentido de hacer cambiar de idea a D., sino de hacer al hombre capaz de recibir los dones salvíficos que D. le ofrece constantemente. La oración de súplica no es un medio en manos del hombre, con el que éste pueda someter a D. a sus deseos y preocupaciones, sino un medio en manos de D., por el que dispone de los hombres que no se cierran a su gracia. A D. no le sorprende ninguna situación histórica. Ni existen para Él situaciones más favorables que otras. Pero el hombre no siempre está igualmente dispuesto a aceptar en libertad la salvación que D. le brinda. Por tal razón se dan entre Éste y el hombre encuentros de muy diverso valor. La variación siempre reside en la criatura. No obstante, también significa algo para D., en cuanto que unas veces su gracia alcanza al hombre y otras no. D. jamás cambia en sí mismo, pero cambia de algún modo en el hombre, en la medida en que su oferta redentora, mantenida invariablemente, unas veces es aceptada por aquél, produciendo su fruto, y otra no. En consecuencia, y a pesar, de la inmutabilidad de D., hay una historia divina: la historia de la obra divina de salvación del hombre.
     
      7) El poder de Dios. En la absoluta plenitud óntica de D. está asimismo incluida su omnipotencia (v. Iv, 11). Precisamente este atributo distingue a D. de los ídolos, según el testimonio de la Escritura (v. IDOLATRÍA). Los ídolos son considerados como creaciones del espíritu humano, más aún, tenidos por nada. La S. E. atestigua la omnipotencia de D. basándose no en solas consideraciones especulativas, sino en la experiencia que Israel tenía de la actuación de D. en el transcurso de la historia y en el acontecer de los fenómenos de la naturaleza (Gen 18,14; 49,24; Dt 42,4; 33,29; Ex 15; lob 26,5-14; 34,10-18; 48,4-12). Los nombres más antiguos de D. 'El, 'El Sadday, T lohim, hacen referencia a esa experiencia que el hombre tiene de D. como el Todopoderoso al que nadie puede resistir (v. iii). Señal singular de su omnipotencia con sus admirables hechos salvíficos, mediante los cuales conduce al pueblo por Él elegido hasta la meta que le ha señalado. Entre esos hechos hay que mencionar la protección concedida a Abraham (v.), la salida de Egipto y la asistencia de Dios a Moisés (v.), la monarquía, los profetas, etc.
     
      En el N. T. la omnipotencia de D. se manifiesta en la curación y santificación del pecador. Convertir al pecador en justo supone no menor poder que la creación de la naturaleza. En sus milagros (v.), obrados por encargo y en nombre del Padre, Cristo despliega su poder en interés de la salvación. Sus obras poderosas son un preludio de la configuración definitiva que D. imprimirá al mundo en la plenitud de los tiempos a imagen del Jesús resucitado y glorificado. Pero, en el N. T. también, el poder de D. se oculta en la entrega. Y en Jesús se presenta D. tan desvalido, que los hombres pueden citarle a juicio, condenarle y ejecutarle. Y a través de ello el creyente percibe el poder de D. al mirar a Jesús resucitado. Por lo demás, hemos de interpretar escatológicamente el testimonio que da la Escritura de la omnipotencia divina. De lo contrario, se nos antojará increíble y falto de objetividad. La omnipotencia de D. es expresión del amor; más aún, se identifica con él. De aquí que siempre sirva a la salvación del hombre. Esta realidad, sólo perceptible a los ojos de la fe mientras dura la historia, se hará patente en la consumación de los siglos.
     
      La versión de los Setenta traduce a menudo la omnipotencia divina con la palabra griega pantocrator, mientras que en latín la Vulgata emplea omnipotens. El primer calificativo expresa principalmente la acción todopoderosa de D.; el segundo, una propiedad divina entre otras, y, en cierto sentido, estática. Debemos entender la omnipotencia divina como la perfección infinita del poder activo de D. en el ámbito extradivino con respecto a todo lo que en sí no es imposible. D. mismó constituye la medida de lo posible y de lo imposible. Debido a la incomprensibilidad de D., no podemos los hombres trazar con certeza la frontera que separa lo posible de lo imposible en algunos casos, aunque sí podemos conocer la verdad de las cosas y saber que D. respeta la naturaleza de los seres y no es arbitrario. Más aún, en virtud del eterno plan salvífico de D., la salvación es el objeto de sus acciones todopoderosas (V. t. PROVIDENCIA III).
     
      8) El monoteísmo. La Biblia afirma netamente la unicidad de D. como ser absoluto. Hasta nuestros días sigue discutiéndose la cuestión de si el monoteísmo (v.) existió al comienzo de la- historia humana (p. ej., como consecuencia de una «revelación primitiva») o si es más bien el resultado de una larga evolución. Debe concederse mayor probabilidad a la tesis que descarta el evolucionismo desde una creencia primitiva en divinidades numinosas hasta la fe en un solo D., y afirmar por tanto el carácter originario del monoteísmo. Un aspecto especial del monoteísmo es que no conoce divinidades masculinas y femeninas. D. es el principio y fundamento creador de lo sexual, pero Él mismo está por encima de toda diferencia de sexos. Para Moisés (v.) y para los israelitas de las épocas siguientes Yahwéh es el único D., y no sólo el D. de Israel, sino el D. absoluto y exclusivo. Yahwéh, el único D., no tolera junto a sí dioses extraños. Así lo proclama: «Yo soy Yahwéh, tu Dios, que te ha sacado de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre. No tendrás otro Dios que a mí» (Ex 20,2-4; Dt 6,4). Con todo, en amplios círculos del Pueblo de D. persiste durante largo tiempo la creencia de que también a las figuras numinosas de otros pueblos corresponde un cierto poder. En ello estriba la continua tentación a la apostasía (v.). Con sus enérgicas palabras y acciones contribuye en gran manera el profeta Elías (v.) a implantar la convicción de la unicidad de D. (1 Reg 18,21-34). Para los profetas (v.) bíblicos la unicidad de D. era algo tan evidente, que el politeísmo (v.) se les antojaba absurdo. En el Judaísmo (v.) tardío el monoteísmo constituía el dogma central. Todo israelita varón debía confesarlo dos veces al día en el llamado Sema'. El N. T. afirma el monoteísmo del Antiguo como parte esencial de la Revelación. Para los cristianos que provenían del paganismo, Jesús era el camino hacia el único verdadero Dios. No le es lícito al cristiano reconocer más dioses que al D. uno y verdadero. El que cree en Cristo está obligado a servir al único D., darle lo que es suyo, confiar sólo en Él, permanecerle fiel incluso en las mayores tentaciones. Es en el interior del monoteísmo como se sitúa la revelación de la Trinidad: D. es absolutamente único y uno; es sin romper la unidad como se afirma la Trinidad, ya que la esencia divina siendo una es simultáneamente poseída por tres Personas, ya que Dios Padre tiene un Hijo, al que envía a salvar al mundo,. y un Espíritu, que ha de consumar la obra del Hijo. La Iglesia reconoce tanto al Hijo como al Espíritu la misma naturaleza que posee el D. atestiguado por el A. T. (V. TRINIDAD, SANTÍSIMA).
     
      La unicidad de D. lleva implícita su universalidad. Como los cristianos de la primitiva Iglesia rechazaran el politeísmo, fueron tachados de ateos. A causa de su monoteísmo, sobre todo, se les acusaba de atacar al Imperio romano rehusando los cultos nacionales que en él convivían. De este modo, la cuestión de la unicidad de D. penetró en el campo de la política. Y como la política pretendía la hegemonía sobre toda fe religiosa, no pudo por menos de producirse un choque entre el Estado romano y la Iglesia católica.
     
      La diferencia más profunda entre el monoteísmo y el politeísmo reside en el contraste que existe entre una interpretación adecuada o antropomórfica del fundamento último del mundo. Dioses y diosas (v. II, 1 y 2) son personificaciones de lo numinoso que anida en la naturaleza, encarnaciones poéticas de la grandeza y del poder, de la belleza y del horror de la naturaleza. Al entrar en contacto con esos dioses, el hombre trata con la naturaleza, con sus grandiosos fenómenos y procesos.
     
      9) La vida divina y sus actos. La singularidad de D. como ser absoluto lleva consigo que Éste es un ser viviente, más aún, que es la vida, y vida espiritual. Como hemos visto, sólo el espíritu puede poseerse a sí mismo. Pero D. es la absoluta autoposesión. Este carácter viviente del D. único constituye una de las convicciones más antiguas y definidas del pueblo de Israel. Confiados en que existe un D. vivo, los israelitas le dirigen sus plegarias. Y D., que ejerce sobre la historia un poder soberano, nos muestra que su vida es inagotable; más aún, que no tiene principio ni fin. Nada puede alterarla ni ponerla en peligro. D. no conoce la muerte, antes bien es el creador de toda vida. Y la vida de D. se nos presenta como conocimiento, voluntad y amor (v. Iv, 12; TRINIDAD, SANTISIMA).
     
      Dios tiene conciencia de sí y se posee con una absoluta comprehensión y penetración de sí mismo. Y en este conocerse y comprehenderse dirige al hombre su palabra de amonestación, de mandato, de juicio, de consuelo, de gracia. Con su conocer abarca D. toda la realidad (v. Iv, 13). El conocimiento divino crea lo que conoce, no depende como el conocimiento humano del objeto conocido. Penetra en lo pasado, en lo presente y en lo futuro (Is 42,8 ss.). El saber de D. está orientado sobre todo al hombre. Su conocer se traduce inmediatamente en obras, realizadas en beneficio del hombre. D. atraviesa con su mirada el interior del hombre (cfr. Ier 11,20; Prov 16,2; Ps 7,9; Mi 6,4.18; Ps 139). Los salmos nos presentan el saber omnisciente de D. como motivo de fe y de esperanza (cfr. Ps 33,13 ss.; 44,21 ss.; Prov 16,1 ss.; Eccli 17,1-15; 39,19 ss.; Mt 6,4.6; Lc 16,15; Act 1,24; 15,8; Rom 8,27; 1 lo 3,20; Heb 4,13; V. CONOCIMIENTO III).
     
      Como D. penetra completamente su propio ser y la realidad por Él creada y distinta de Él, no existen misterios para su conocimiento. El conocer de D. tiene para la creación una importancia creadora. Siempre está inundado de amor y de solicitud. En el lenguaje bíblico ser «conocido» por D. equivale a ser «reconocido» por Él (Gen 1, 31; 18,19; Ex 32,12; 33,12; Dt 1,13 ss.; Am 3,2; Os 13,5; ler 1,5; 2 Tim 2,19; Gal 4,9; 1 Cor 8,3; 13,12). Y al ser el conocimiento que D. tiene de sí mismo el fundamento de su actividad creadora, todas las criaturas son realizaciones análogas de las ideas de Dios. En esto se basa la verdad ontológica de toda criatura. Y esta verdad es a su vez el presupuesto imprescindible de la cognoscibilidad del mundo. La mirada amorosa de D., posada constantemente sobre las criaturas, garantiza que éstas tienen en D. su apoyo y su morada (Ps 139), que la vida de las mismas no carece de valor. Y, a la inversa, «no ser conocido por Dios» significa tanto como no ser reconocido por Él, es decir, ser llamado a juicio (Iob 34,21 ss.; Mi 25,12).
     
      Por lo que concierne al modo como D. conoce la realidad extradivina, los teólogos de los s. xvi y xvil fijaron su atención en un problema concreto; las distintas sentencias propuestas para resolverlo fueron de gran importancia para el desarrollo de las escuelas molinista y tomista (v. DIOS IV, 13).
     
      La segunda forma en que se traduce la vida de D. es su voluntad (v. Iv, 14). La S. E. pone más el acento en la voluntad que en el conocimiento de Dios, ya que nos anuncia su amor. Sin embargo, hace también resaltar que su voluntad no es ninguna fuerza ciega e irracional. Nos es descrita como autoafirmación de D., como poder, santidad, justicia, bondad, voluntad salvífica y creadora, y, resumiéndolo todo, como amor. Al crear D. el mundo, y todo lo que lo integra, lo hace como reflejo, aunque pálido, de su infinita verdad, y como efecto de su libre amor, que le lleva a comunicar voluntariamente su bondad a las criaturas. Éste es el fundamento último de la bondad ontológica de las criaturas. Se ha dicho a menudo que la voluntad de D. referente a las criaturas, en el A. T. muestra más su aspecto severo, y en el Nuevo su aspecto amoroso. Sin embargo, también en el A. T. nos sale al paso la voluntad de D. como amor al mundo, amor a todo lo creado por Él y amor a todos y cada uno de los hombres. En el N. T. la voluntad amorosa de D. alcanza aquella altura prometida proféticamente por el Antiguo. Pero también el N. T. atestigua la voluntad justiciera de Dios.
     
      La forma principal que adopta la voluntad divina, a saber, el amor creador, se nos manifiesta en la Escritura como solicitud salvadora. D. nada hace que no sirva a la salvación. La misma creación es un hecho salvífico. El A. T. la considera como introducción a la Alianza (v.) de Dios con Noé y a la actividad salvífica de Yahwéh que, continuada consecuentemente con Abraham, alcanza su punto culminante en la liberación del pueblo escogido de la «servidumbre» de Egipto y su conducción a la tierra prometida. El pueblo de Israel experimentó a D. de tal manera como salvador, que debía atribuir su misma existencia como pueblo a la actuación salvífica divina. A la vez testimonia también en alto grado la trascendencia de D. (cfr. Ex 6,1-8; 3,13 ss.; 43,6-9). Elección (v.) y Alianza son expresiones de la voluntad salvífica de Dios. El pueblo elegido sabía que le había sido deparada una gracia especial; pero sabía también que la providencia de D. abrazaba a los demás pueblos. E Israel reconocía su misión de anunciar a todos los demás pueblos la gloria y el amor de Dios. Es decir, la voluntad salvífica de D. no fue experimentada como un designio de alcance particular, sino universal (Gen 2,3; Ex 19; Dt 4,6-9.23 ss.; Is 2,2-5; 42,1-7; 49,1-6).
     
      El carácter íntimo, entrañable, del amor de D. se pone de manifiesto en las imágenes del desposorio y unión conyugal entre D. y el pueblo elegido (Os 1; 2,9; Ier 3; Ex 16; 23; 33; 34; Is 15,1; 54,5-8; V. MATRIMONIO III). A este testimonio bíblico del amor de D. en nada se opone el hecho de que Éste regule con disposiciones legales, minuciosamente establecidas, sus relaciones salvíficas con los hombres y castigue a su pueblo para que se convierta de nuevo a la Alianza. Las disposiciones legales sirven para salvaguardar la ordenación divina. Pero el fundamento de toda la Alianza es el amor creador de Dios. D. ha prometido al pueblo de la Alianza un futuro que significa la plenitud de la vida. Ya el A. T., pero sobre todo el N., enseñan que este futuro no tendrá lugar dentro de los límites históricos, sino que trasciende la historia. La Nueva Alianza fundada por Cristo ó, mejor dicho, el nuevo orden divino instaurado con su muerte viene a cumplir todas las promesas veterotestamentarias. Al mismo tiempo, apunta a la culminación en un futuro absoluto y eterno.
     
      Si el amor de D., tal como nos lo presenta la Escritura, se dirige al conjunto del pueblo, no por eso deja de acoger también en su plan redentor al individuo. Por ello, como innumerables veces lo proclaman los salmos, también el individuo puede abandonarse confiadamente en las manos de Dios. Su amor no es garantía contra el dolor. Pero también en el dolor se hace presente al hombre el amor divino. ¡Misterio sombrío el dolor! En él conoce el hombre que el amor de D. es distinto al amor humano. No obstante, el que incluso en el dolor se entrega incondicionalmente a D., con tanta mayor profundidad experimentará el amor divino (Job). En la Nueva Alianza todo sufrimiento puede y debe convertirse en un padecer con el Hijo de D. hecho hombre, dando así un paso hacia la participación en su resurrección gloriosa (V. VOLUNTAD DE DIOS).
     
      Frente a los pobres y los pecadores, el amor divino adopta la forma de la misericordia (v.) y del perdón. La misericordia tiene también alcance social. «El pobre no permanecerá eternamente en el olvido». Ni la esperanza de los desgraciados será eternamente en vano. Los pobres, las viudas y los huérfanos son los protegidos de Dios. En su favor se promulga una serie de mandamientos. A sus opresores se les amenaza con los más graves castigos (cfr. Is 25,4; Ps 9,19; 12,6; 35,10; 46,6-9; Ex 22,2023; Ier 7,5 ss.; Ez 16,49; Am 8).
     
      El amor de D. a los pecadores se muestra en forma de misericordia, longanimidad, consideración de la debilidad humana, perdón, moderación de la ira divina (Ion 4,2; Soph 2,1; 2 Par 30,6-9; Ier 18,5-11; Mich 1,18 ss.; Mal 3,7; Zach 1,3; Is 44,21 ss.; 55,6-9; Os 14). El perdón que D. otorga al pecador una y otra vez abre de nuevo el camino que lleva al futuro feliz prometido por Dios. A pesar de la repetida apostasía del pueblo y de los individuos, D. no retira ninguna de sus promesas.
     
      El amor y el rigor divinos se resumen en una palabra, que sólo en el N. T. adquiere su sentido último, pero que también es característica de las relaciones de D. con el pueblo elegido en el A.T. , a saber, la palabra Padre.
      D. es el Padre del pueblo por El escogido, y éste es su hijo. La palabra «hijo» tiene con frecuencia un significado colectivo, o sea, se refiere a todo Israel (cfr. Ex 4,22; Dt 14,1; 22,26; 32,18; Os 11,1; Ier 31,9.20; Ps 89,2 ss.; 63,15 ss.). Al Padre le son debidos, por parte del pueblo, su hijo, amor y honra. De esta manera, en el concepto de Padre se condensan la cercanía y la lejanía de D. (Mal 1,6), su inmanencia amorosa y su terrible trascendencia (V. DIOS-PADRE; FILIACIÓN DIVINA).
     
      El N. T. recoge en toda su amplitud la enseñanza sobre D. del Antiguo. Es el mismo que habla por los profetas y por boca de Jesús (Heb 1,1-2; Act 3,13-26). Jesús presupone la Revelación de Dios en el A. T. y la prosigue. En el sermón de la Montaña saca a la luz la majestad perpetua de Dios (Mt 7,21). Destaca asimismo el poder judicial del Padre (Mt 10,28; 18,1-11.21-35; 25,41-46). Sus discípulos experimentan con profunda conmoción que nadie puede pedir cuentas a D. (Rom 11,33-35; Eph 5,5 ss.; 1 Tim 6,16). Sobre este fondo hay que interpretar el mensaje neotestamentario de que D. es amor (v. CARIDAD 11, 3-5). Ese amor manifiesta, igual que en el A. T., como solicitud y fidelidad divinas (Mt 5,45; 6,25-34; 10,29-31). Demuestra sobre todo su peculiaridad y poder en la compasión con el nombre atribuido, y más que nadie con el pecador (Le 15). El amor de D. se hace concreto y visible en Jesús que cura a los enfermos y perdona los pecados (Act 10,38). Se realiza en las obras redentoras de Jesucristo, y el nuevo orden divino por ellas fundado le confiere durabilidad hasta el fin de los tiempos (1 Cor 11; Rom 5,8; 8,32; lo 3,16). En Jesús resplandece el amor salvífico del Padre (Rom 8,39; Tit 2,11; 3,4-6). La afirmación de que D. es amor es el resultado de la realidad de la fe (1 Io*4,8-16). El amor de D. ha sido infundido en todos los que creen en Cristo (Rom 5,5; lo 16,27; 14,23). En este amor D. se comunica a la comunidad de los que le aman y se aman entre sí como hermanos (1 lo 4,7-16). Sentimos que D. es Padre porque nos ama, cuida de nosotros, nos perdona y se nos comunica. El N. T. da fe de que es Padre de cada uno de nosotros (Rom 5,45; 6,9.14 ss.; 7,11; 8,15; 1 lo 3,11). Pero sólo en el contexto trinitario del N. T. adquiere la palabra Padre toda su profundidad (v. DIOS-PADRE).
     
      V. t.: TRINIDAD, SANTíSIMA; RELIGIÓN; TEOLOGÍA; DEíSMO; TEíSMO.
     
     

BIBL.: Estudios y tratados generales o sistemáticos: S. TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I, ql-26, ed. BAC, t. 1, 3 ed. Madrid 1964 (con Introducciones, anotaciones y apéndices de F. MuÑlz, amplia bibl.); D. BÁÑEZ, Commentaria in 1 partem «Summae» Sancti Thomae, ed. Urbano, Valencia 1934; JUAN DE SANTO TOMÁS, In primam partem Divi Thomae, París-Tournai-Roma 1931; L. BILLOT, De Deo uno et trino, 7 ed. Roma 1935; VARIOS, Dieu, en DTC IV,756-1300; F. CEUPPENs, Theologia Biblica, I, De Deo uno, Roma 1938; R. GARRIGOU-LAGRANGE, De Deo uno, París 1939; P. PARENTE, De Deo uno et trino, 4 ed. Turín 1956; J. BRINKTRINE, Die Lehre pon Gott, Paderborn 1953; M. SCHMAus, Teología dogmática, I, Trinidad de Dios, 2 ed. Madrid 1963, 201-365, 501-685; F. M. GENUYT, El misterio de Dios, Barcelona 1968.

 

MICHAEL SCHMAUS.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991