5) Verdad y bondad divinas. El ser personal de D. se nos presenta como
absoluta verdad y bondad (v. iv, 5 y 6). La verdad absoluta es a su vez la
raíz de la veracidad y fidelidad, mientras que la bondad absoluta lo es de
la benevolencia y amor de D. para con los hombres. En esta distinción
entre la bondad y verdad de D. y su actuación salvífica imbuida de
veracidad y benevolencia se expresa aquella otra distinción, que antes
hemos empleado, entre el ser D. en sí y su darse a nosotros. Sin entrar a
fondo en los problemas metafísicos que esto plantea, aludamos al hecho de
que, según 1 lo 1,5, D. es luz sin asomo de tiniebla. Origen y verdad
absolutos, en cuanto que constituye el modelo original de todo lo extra
divino (V. CREACIÓN III, 3). Lo cual tiene como consecuencia que lo que no
es D. posee sentido en cuanto que depende de El: en último término, no hay
ninguna realidad o acontecimiento plenamente irracionales, absurdos, aun
cuando a menudo su sentido no pueda ser reconocido dentro de la historia
humana, sino que sólo se revelará a una mirada retrospectiva en la
consumación definitiva.
En su condición de ser absoluto, D. es asimismo el valor absoluto.
De donde se sigue, por un lado, que D., al volverse a lo no divino, no
actúa impulsado por una necesidad; y, por otro, que el principio y fin del
mundo es la Bondad personal, o sea, que el mundo no está sometido a un
último destino trágico.
En virtud de su verdad y bondad absolutas, D. es digno de confianza.
Sobre la base de su fidelidad se alza la Alianza (v.). A pesar de la
deslealtad de los hombres, D. llevará a cabo sus planes de salvación. Con
poder inquebrantable lucha contra el dolor y el pecado en la historia
humana. Para ello se sirve de distintos métodos: de la advertencia, del
perdón, de la amonestación, del consuelo y, sobre todo, de la cruz. Su
bondad le impide permanecer indiferente al dolor y al pecado, en una
trascendencia inaccesible al mundo. En la muerte de Jesús, el mismo D. ha
penetrado en la amargura del sufrimiento humano, más aún, en la misma
experiencia de la soledad, del ser objeto de su odio e indiferencia, para
así tomar parte en sus cuidados y agobios y, superando el dolor y el
pecado, llevar a los hombres a una nueva vida (cfr. Num 23,18 ss.; Is
49,15; Ps 33,4; Lc 1,32.45.50.54; 68-79; 2,29-32; 21,33; Mt 11,3-5; lo
3,33; 5,19; 5,30-47; 8,37 ss.; Rom 3,4; 9,11; 1 Cor 1,8 ss.; 10,13; 2 Cor
1,18; 1 Thes 5,24; Tit 1,2; Heb 3, 18 :3,7 ss.; 4,1 ss.; 1 lo 1,9; Mt
24,33; V. DOLOR III-IV; PECADO II-111; PASIÓN Y MUERTE DE CRISTO).
6) Eternidad, omnipresencia e inmutabilidad. Ese ser absoluto al que
llamamos D. es idéntico a sí mismo, y ello con una intensidad absoluta, de
manera que se posee a sí mismo también absolutamente. En esto se distingue
D. de toda criatura. El hombre es idéntico a sí mismo como ser en devenir.
Realiza su existencia en una sucesión, manteniéndose no obstante el mismo.
En la identidad de D. consigo mismo se funda la simplicidad de su plenitud
absoluta de ser. Esta doctrina de D. que le muestra como la plenitud
absoluta de ser, idéntica a sí misma, arroja nueva luz sobre los atributos
divinos. Según S. Tomás, son idénticos entre sí, de modo que sólo podemos
hablar de una «diferencia virtual». La absoluta plenitud de ser que es D.
constituye para S. Tomás el fundamento de que podamos representarnos las
propiedades de D. con distintos conceptos y palabras. Duns Escoto es de la
opinión de que una identidad real así entendida conduce necesariamente a
una supresión de las propiedades divinas en su aspecto peculiar, es decir,
a una uniformidad indistinta, a no ser que sostengamos que los atributos
divinos sólo existen radicalmente en Dios. Únicamente admitiendo que esos
atributos son diferentes unos de otros con una distinción formal cree
Escoto poder mantener la tesis del aspecto formal de cada una de las
propiedades divinas en la absoluta plenitud de ser. Por distinción formal
entiende él lo siguiente: Las distintas propiedades divinas se dan en D.
de la forma en que las entiende su correspondiente definición; pero son
preservadas de la disgregación de la diferencia real en virtud de la
infinitud divina. Aunque esta tesis presenta dificultades desde el punto
de vista filosófico, no contradice ninguna doctrina de la Iglesia.
De la total identidad del ser personal absoluto consigo mismo se
desprenden tanto la eternidad como la omnipresencia de Dios (v. Iv, 8 y
9). La eternidad (v.) encierra un doble aspecto: por una parte, falta de
principio y de fin, por otra, elevación por encima del curso del tiempo y
producción creadora de todo tiempo. Nuestra experiencia y observación
miden el transcurso del tiempo (v.) según las categorías del antes, ahora
y después. Semejante medida sólo es posible al hombre, si éste lleva
impresa en sí la categoría del tiempo. Toda forma humana de concebir el
tiempo es una síntesis del acontecer objetivo y de la vivencia subjetiva.
La S. E. pone el acento.,más en la duración que en la ausencia de tiempo,
debido a que la eternidad de D. es conocida a partir de la experiencia
vital. Por lo demás, las expresiones que la Biblia emplea para referirse a
la eternidad son ambiguas. En cualquier caso, D. se distingue de la
existencia caduca, destinada a la ruina y a la muerte, de las criaturas
precisamente por su eternidad. La proclamación de la misma es por eso
llamamiento a la fe en el D. único y distinto, en el D. fiel y constante,
frente a los dioses de los gentiles, impotentes y volubles; pero es
también exhortación a la paciencia y confianza en medio de las pruebas
enviadas por Dios. D. es, antes que todo, simultáneo a todo y posterior a
todo. No tiene principio ni fin, pero establece con libertad creadora todo
principio y fin; es el primero y el último, el alfa y el omega (Ex 15,18;
Is 41,4; 48,12; Tob 13,1 Ps 9,8; 10,16; 33,11; 90,1 ss.; 93,1 ss; 102,
12.25-28; 135,13; 146,10; Eccli 18,1; 39,20). A los ojos de D., como
consecuencia de su soberanía sobre el tiempo y de su causalidad creadora
con respecto al tiempo, mil años son como un día (Ps 90,4; 2 Pet 1).
Al ser D. la absoluta plenitud de ser, no está de ningún modo
sometido al devenir. No tiene pasado ni futuro, recuerdo ni esperanza.
Carece de historia. Se le puede aplicar la definición de Boecio (v.): «Interininabilis
vitae tota simul et perfecta possessio». Si con S. Tomás subrayamos el
hecho de que D. se posee a sí mismo al comprenderse con el pleno poder del
ser absoluto y efectuar la perfecta «reditio in seipsum», es decir, si
entendemos el ser absoluto de una manera dinámica y no estática, podríamos
asentar la tesis de que la eternidad divina es acción infinita, sólo que
sin la función del devenir.
Pero una tal interpretación corre el peligro de no reflejar con la
suficiente claridad la plenitud óntica de D. ni su absoluta autoposesión
en la absoluta «reditio in seipsum». En todo caso hemos de subrayar que la
eternidad de 'D. no debe entenderse de una manera puramente negativa, como
falta de devenir, sino positiva, como plenitud absoluta. D. eterno crea a
la criatura sometida al proceso del devenir, dando así origen al tiempo.
Tiempo y eternidad no son realidades incomunicables, sino que el tiempo se
funda en la eternidad y D. puede comunicarse, y se comunica de hecho, al
hombre, ser existente en el tiempo. El comunicarse D. en el tiempo alcanza
su punto culminante en la Encarnación (v.) del Logos eterno, lo cual tiene
como consecuencia que D. se hace tiempo e historia, no en su propio ser,
sino en el ser creado que participa de su propio ser. Y a la inversa, ese
hacerse presente de D. en el tiempo se ordena a que las criaturas
temporales participen de la eternidad, es decir, de la plenitud de ser
absoluta de Dios. La vida «eterna» consiste precisamente en esa
participación en la plenitud de ser divina. Tengamos en cuenta, sin
embargo, que esa vida eterna que D. abre a la criatura no es algo
estático, sino dinámico, ya que, también en la visión beatífica, la
participación es conocimiento y amor (v. CIELO III).
De manera similar a la eternidad hemos de entender la omnipresencia
de Dios (v. Iv, 8). Significa, por una parte, que D. está por encima del
espacio; por otra, que está presente creadora y soberanamente en todos los
espacios. Al exteriorizarse D. en la creación, crea a las criaturas en el
«modus» del tiempo y del espacio. Y como Él sigue siendo constantemente el
fundamento creador y eficiente en el que se basa el devenir temporal de
las criaturas, así también lo es de la extensión espacial de las mismas.
Para comprender más profundamente toda esta cuestión consideremos que el
«espacio» (v.) está condicionado por los seres espaciales, es decir, por
las cosas materiales. Las cosas materiales se distinguen del espíritu, al
que están ordenadas, por su menor grado de autoposesión, de radicación en
el ser. Sería superficial ver sólo la diferencia en el hecho de que el
espíritu es inextenso y la materia extensa. Cuando decimos de D. que no es
espacial queremos indicar que está cabe sí de una manera absoluta. Y en
esta perspectiva debemos afirmar que la supratemporalidad y la
supraespacialidad están tan estrechamente unidas, que la una no puede
darse sin la otra. Y, viceversa, la realidad que D. crea al producir las
criaturas, por no ser ni poder ser absoluta, es necesariamente espacial y
temporal. Para las criaturas espacio-temporales es esencial el devenir, y
un devenir con sentido, es decir, la consecución de una meta: D., el
eterno y omnipresente, es quien, tanto en la dimensión individual como en
la colectiva dirige la historia humana hacia el fin definitivo y absoluto
(v. HISTORIA VI).
La S. E. habla de una presencia local de D. cuando le hace aparecer
en determinados sitios, p. ej., en la zarza ardiente o en el Sinaí, o
cuando habla de D. que está en el cielo. Sin embargo, por otra parte,
testifica su presencia en todos los lugares de la creación. El Templo de
Jerusalén (v. TEMPLO II) no puede abarcarlo, aunque D. esté presente en él
de una forma especial. Más aún, la tierra entera y la bóveda de los cielos
no son capaces de ponerle límites. D. llena todo el universo. Su mirada
penetra en todo lugar (Gen 28,2; 31,2; 46,4; 1 Reg 8,27; ler 23,24; Is
66,1; Ps 139,8; Eccli 15,3; Sap 1,7; 8,1; Am 9,2 ss.; Me 5,34 ss.; Act
18,28). Con sus afirmaciones aparentemente contradictorias la Biblia
pretende, sin duda alguna, poner de relieve la cercanía y vitalidad del D.
escondido, es decir, tanto su inmanencia como su trascendencia con
respecto al mundo. Para nuestra forma de concebir una realidad viviente es
importante su presencia aquí y ahora. Dado que los escritores bíblicos
sólo pueden hablar de D. en lenguaje humano, necesariamente nos le
presentan en un ahora y un aquí. Pero la dialéctica viene a corregir este
ahora y aquí, atestiguando la omnipresencia de Dios. Desde S. Gregorio
Magno (v.) suele describirse esta omnipresencia de D. considerando que
Éste se relaciona con la criatura como ser abarcador, como poder
omnieficiente y como saber exhaustivo («per essentiam, per potentiam, per
praesentiam»).
En estrecha conexión con la eternidad e inespacialidad de D. está su
inmutabilidad (v. iv, 10). Debido a su absoluta plenitud de ser, en nada
puede crecer y nada puede perder. Si no se entiende bien esta verdad de la
inmutabilidad de D. supone no pequeña dificultad. Parece implicar rigidez,
falta de vida, y hacer absurda la oración de súplica. La Biblia muestra lo
infundado de este problema. Antes bien, considera la inmutabilidad de D.
como el fundamento de su fidelidad y de la confianza que el hombre debe
depositar en Él (Num 23,19; Mal 3,6; Ps 33,10 ss.; Eccli 32,21; Heb 1,10;
Iac 1,17). A pesar de acentuar la inmutabilidad divina en contraposición
al constante cambio de las criaturas y a la volubilidad inconsistente de
los ídolos, la Biblia habla innumerables veces del ir y venir de D., de
sus dichos y consuelos, de sus acciones y obras, de su amor y su perdón,
más aún, de su arrepentimiento y sus castigos. Con tales expresiones pone
de relieve que D., en virtud de su absoluta autoposesión, se vuelve y
entrega con plena libertad a la criatura. La abertura de la criatura al
amor de D. se realiza con la máxima intensidad en la muerte de Jesucristo
en la cruz. Por eso D. puede darse en Jesús que muere en la cruz con esa
fuerza que en la Resurrección (v.) demuestra todo su dinamismo salvífico.
Y como Jesús es el representante de toda la humanidad, D. al entregarse en
Él, se entrega a todos los hombres. De esta forma la cruz del Gólgota
reconcilia de nuevo al género humano con Dios. Dice S. Agustín: «Cuando tú
te conviertes, él se convierte» (Sermo 22,26).
Por lo que respecta a la oración (v.) de súplica, no tiene el
sentido de hacer cambiar de idea a D., sino de hacer al hombre capaz de
recibir los dones salvíficos que D. le ofrece constantemente. La oración
de súplica no es un medio en manos del hombre, con el que éste pueda
someter a D. a sus deseos y preocupaciones, sino un medio en manos de D.,
por el que dispone de los hombres que no se cierran a su gracia. A D. no
le sorprende ninguna situación histórica. Ni existen para Él situaciones
más favorables que otras. Pero el hombre no siempre está igualmente
dispuesto a aceptar en libertad la salvación que D. le brinda. Por tal
razón se dan entre Éste y el hombre encuentros de muy diverso valor. La
variación siempre reside en la criatura. No obstante, también significa
algo para D., en cuanto que unas veces su gracia alcanza al hombre y otras
no. D. jamás cambia en sí mismo, pero cambia de algún modo en el hombre,
en la medida en que su oferta redentora, mantenida invariablemente, unas
veces es aceptada por aquél, produciendo su fruto, y otra no. En
consecuencia, y a pesar, de la inmutabilidad de D., hay una historia
divina: la historia de la obra divina de salvación del hombre.
7) El poder de Dios. En la absoluta plenitud óntica de D. está
asimismo incluida su omnipotencia (v. Iv, 11). Precisamente este atributo
distingue a D. de los ídolos, según el testimonio de la Escritura (v.
IDOLATRÍA). Los ídolos son considerados como creaciones del espíritu
humano, más aún, tenidos por nada. La S. E. atestigua la omnipotencia de
D. basándose no en solas consideraciones especulativas, sino en la
experiencia que Israel tenía de la actuación de D. en el transcurso de la
historia y en el acontecer de los fenómenos de la naturaleza (Gen 18,14;
49,24; Dt 42,4; 33,29; Ex 15; lob 26,5-14; 34,10-18; 48,4-12). Los nombres
más antiguos de D. 'El, 'El Sadday, T lohim, hacen referencia a esa
experiencia que el hombre tiene de D. como el Todopoderoso al que nadie
puede resistir (v. iii). Señal singular de su omnipotencia con sus
admirables hechos salvíficos, mediante los cuales conduce al pueblo por Él
elegido hasta la meta que le ha señalado. Entre esos hechos hay que
mencionar la protección concedida a Abraham (v.), la salida de Egipto y la
asistencia de Dios a Moisés (v.), la monarquía, los profetas, etc.
En el N. T. la omnipotencia de D. se manifiesta en la curación y
santificación del pecador. Convertir al pecador en justo supone no menor
poder que la creación de la naturaleza. En sus milagros (v.), obrados por
encargo y en nombre del Padre, Cristo despliega su poder en interés de la
salvación. Sus obras poderosas son un preludio de la configuración
definitiva que D. imprimirá al mundo en la plenitud de los tiempos a
imagen del Jesús resucitado y glorificado. Pero, en el N. T. también, el
poder de D. se oculta en la entrega. Y en Jesús se presenta D. tan
desvalido, que los hombres pueden citarle a juicio, condenarle y
ejecutarle. Y a través de ello el creyente percibe el poder de D. al mirar
a Jesús resucitado. Por lo demás, hemos de interpretar escatológicamente
el testimonio que da la Escritura de la omnipotencia divina. De lo
contrario, se nos antojará increíble y falto de objetividad. La
omnipotencia de D. es expresión del amor; más aún, se identifica con él.
De aquí que siempre sirva a la salvación del hombre. Esta realidad, sólo
perceptible a los ojos de la fe mientras dura la historia, se hará patente
en la consumación de los siglos.
La versión de los Setenta traduce a menudo la omnipotencia divina
con la palabra griega pantocrator, mientras que en latín la Vulgata emplea
omnipotens. El primer calificativo expresa principalmente la acción
todopoderosa de D.; el segundo, una propiedad divina entre otras, y, en
cierto sentido, estática. Debemos entender la omnipotencia divina como la
perfección infinita del poder activo de D. en el ámbito extradivino con
respecto a todo lo que en sí no es imposible. D. mismó constituye la
medida de lo posible y de lo imposible. Debido a la incomprensibilidad de
D., no podemos los hombres trazar con certeza la frontera que separa lo
posible de lo imposible en algunos casos, aunque sí podemos conocer la
verdad de las cosas y saber que D. respeta la naturaleza de los seres y no
es arbitrario. Más aún, en virtud del eterno plan salvífico de D., la
salvación es el objeto de sus acciones todopoderosas (V. t. PROVIDENCIA
III).
8) El monoteísmo. La Biblia afirma netamente la unicidad de D. como
ser absoluto. Hasta nuestros días sigue discutiéndose la cuestión de si el
monoteísmo (v.) existió al comienzo de la- historia humana (p. ej., como
consecuencia de una «revelación primitiva») o si es más bien el resultado
de una larga evolución. Debe concederse mayor probabilidad a la tesis que
descarta el evolucionismo desde una creencia primitiva en divinidades
numinosas hasta la fe en un solo D., y afirmar por tanto el carácter
originario del monoteísmo. Un aspecto especial del monoteísmo es que no
conoce divinidades masculinas y femeninas. D. es el principio y fundamento
creador de lo sexual, pero Él mismo está por encima de toda diferencia de
sexos. Para Moisés (v.) y para los israelitas de las épocas siguientes
Yahwéh es el único D., y no sólo el D. de Israel, sino el D. absoluto y
exclusivo. Yahwéh, el único D., no tolera junto a sí dioses extraños. Así
lo proclama: «Yo soy Yahwéh, tu Dios, que te ha sacado de la tierra de
Egipto, de la casa de servidumbre. No tendrás otro Dios que a mí» (Ex
20,2-4; Dt 6,4). Con todo, en amplios círculos del Pueblo de D. persiste
durante largo tiempo la creencia de que también a las figuras numinosas de
otros pueblos corresponde un cierto poder. En ello estriba la continua
tentación a la apostasía (v.). Con sus enérgicas palabras y acciones
contribuye en gran manera el profeta Elías (v.) a implantar la convicción
de la unicidad de D. (1 Reg 18,21-34). Para los profetas (v.) bíblicos la
unicidad de D. era algo tan evidente, que el politeísmo (v.) se les
antojaba absurdo. En el Judaísmo (v.) tardío el monoteísmo constituía el
dogma central. Todo israelita varón debía confesarlo dos veces al día en
el llamado Sema'. El N. T. afirma el monoteísmo del Antiguo como parte
esencial de la Revelación. Para los cristianos que provenían del
paganismo, Jesús era el camino hacia el único verdadero Dios. No le es
lícito al cristiano reconocer más dioses que al D. uno y verdadero. El que
cree en Cristo está obligado a servir al único D., darle lo que es suyo,
confiar sólo en Él, permanecerle fiel incluso en las mayores tentaciones.
Es en el interior del monoteísmo como se sitúa la revelación de la
Trinidad: D. es absolutamente único y uno; es sin romper la unidad como se
afirma la Trinidad, ya que la esencia divina siendo una es simultáneamente
poseída por tres Personas, ya que Dios Padre tiene un Hijo, al que envía a
salvar al mundo,. y un Espíritu, que ha de consumar la obra del Hijo. La
Iglesia reconoce tanto al Hijo como al Espíritu la misma naturaleza que
posee el D. atestiguado por el A. T. (V. TRINIDAD, SANTÍSIMA).
La unicidad de D. lleva implícita su universalidad. Como los
cristianos de la primitiva Iglesia rechazaran el politeísmo, fueron
tachados de ateos. A causa de su monoteísmo, sobre todo, se les acusaba de
atacar al Imperio romano rehusando los cultos nacionales que en él
convivían. De este modo, la cuestión de la unicidad de D. penetró en el
campo de la política. Y como la política pretendía la hegemonía sobre toda
fe religiosa, no pudo por menos de producirse un choque entre el Estado
romano y la Iglesia católica.
La diferencia más profunda entre el monoteísmo y el politeísmo
reside en el contraste que existe entre una interpretación adecuada o
antropomórfica del fundamento último del mundo. Dioses y diosas (v. II, 1
y 2) son personificaciones de lo numinoso que anida en la naturaleza,
encarnaciones poéticas de la grandeza y del poder, de la belleza y del
horror de la naturaleza. Al entrar en contacto con esos dioses, el hombre
trata con la naturaleza, con sus grandiosos fenómenos y procesos.
9) La vida divina y sus actos. La singularidad de D. como ser
absoluto lleva consigo que Éste es un ser viviente, más aún, que es la
vida, y vida espiritual. Como hemos visto, sólo el espíritu puede poseerse
a sí mismo. Pero D. es la absoluta autoposesión. Este carácter viviente
del D. único constituye una de las convicciones más antiguas y definidas
del pueblo de Israel. Confiados en que existe un D. vivo, los israelitas
le dirigen sus plegarias. Y D., que ejerce sobre la historia un poder
soberano, nos muestra que su vida es inagotable; más aún, que no tiene
principio ni fin. Nada puede alterarla ni ponerla en peligro. D. no conoce
la muerte, antes bien es el creador de toda vida. Y la vida de D. se nos
presenta como conocimiento, voluntad y amor (v. Iv, 12; TRINIDAD,
SANTISIMA).
Dios tiene conciencia de sí y se posee con una absoluta
comprehensión y penetración de sí mismo. Y en este conocerse y
comprehenderse dirige al hombre su palabra de amonestación, de mandato, de
juicio, de consuelo, de gracia. Con su conocer abarca D. toda la realidad
(v. Iv, 13). El conocimiento divino crea lo que conoce, no depende como el
conocimiento humano del objeto conocido. Penetra en lo pasado, en lo
presente y en lo futuro (Is 42,8 ss.). El saber de D. está orientado sobre
todo al hombre. Su conocer se traduce inmediatamente en obras, realizadas
en beneficio del hombre. D. atraviesa con su mirada el interior del hombre
(cfr. Ier 11,20; Prov 16,2; Ps 7,9; Mi 6,4.18; Ps 139). Los salmos nos
presentan el saber omnisciente de D. como motivo de fe y de esperanza (cfr.
Ps 33,13 ss.; 44,21 ss.; Prov 16,1 ss.; Eccli 17,1-15; 39,19 ss.; Mt
6,4.6; Lc 16,15; Act 1,24; 15,8; Rom 8,27; 1 lo 3,20; Heb 4,13; V.
CONOCIMIENTO III).
Como D. penetra completamente su propio ser y la realidad por Él
creada y distinta de Él, no existen misterios para su conocimiento. El
conocer de D. tiene para la creación una importancia creadora. Siempre
está inundado de amor y de solicitud. En el lenguaje bíblico ser
«conocido» por D. equivale a ser «reconocido» por Él (Gen 1, 31; 18,19; Ex
32,12; 33,12; Dt 1,13 ss.; Am 3,2; Os 13,5; ler 1,5; 2 Tim 2,19; Gal 4,9;
1 Cor 8,3; 13,12). Y al ser el conocimiento que D. tiene de sí mismo el
fundamento de su actividad creadora, todas las criaturas son realizaciones
análogas de las ideas de Dios. En esto se basa la verdad ontológica de
toda criatura. Y esta verdad es a su vez el presupuesto imprescindible de
la cognoscibilidad del mundo. La mirada amorosa de D., posada
constantemente sobre las criaturas, garantiza que éstas tienen en D. su
apoyo y su morada (Ps 139), que la vida de las mismas no carece de valor.
Y, a la inversa, «no ser conocido por Dios» significa tanto como no ser
reconocido por Él, es decir, ser llamado a juicio (Iob 34,21 ss.; Mi
25,12).
Por lo que concierne al modo como D. conoce la realidad extradivina,
los teólogos de los s. xvi y xvil fijaron su atención en un problema
concreto; las distintas sentencias propuestas para resolverlo fueron de
gran importancia para el desarrollo de las escuelas molinista y tomista
(v. DIOS IV, 13).
La segunda forma en que se traduce la vida de D. es su voluntad (v.
Iv, 14). La S. E. pone más el acento en la voluntad que en el conocimiento
de Dios, ya que nos anuncia su amor. Sin embargo, hace también resaltar
que su voluntad no es ninguna fuerza ciega e irracional. Nos es descrita
como autoafirmación de D., como poder, santidad, justicia, bondad,
voluntad salvífica y creadora, y, resumiéndolo todo, como amor. Al crear
D. el mundo, y todo lo que lo integra, lo hace como reflejo, aunque
pálido, de su infinita verdad, y como efecto de su libre amor, que le
lleva a comunicar voluntariamente su bondad a las criaturas. Éste es el
fundamento último de la bondad ontológica de las criaturas. Se ha dicho a
menudo que la voluntad de D. referente a las criaturas, en el A. T.
muestra más su aspecto severo, y en el Nuevo su aspecto amoroso. Sin
embargo, también en el A. T. nos sale al paso la voluntad de D. como amor
al mundo, amor a todo lo creado por Él y amor a todos y cada uno de los
hombres. En el N. T. la voluntad amorosa de D. alcanza aquella altura
prometida proféticamente por el Antiguo. Pero también el N. T. atestigua
la voluntad justiciera de Dios.
La forma principal que adopta la voluntad divina, a saber, el amor
creador, se nos manifiesta en la Escritura como solicitud salvadora. D.
nada hace que no sirva a la salvación. La misma creación es un hecho
salvífico. El A. T. la considera como introducción a la Alianza (v.) de
Dios con Noé y a la actividad salvífica de Yahwéh que, continuada
consecuentemente con Abraham, alcanza su punto culminante en la liberación
del pueblo escogido de la «servidumbre» de Egipto y su conducción a la
tierra prometida. El pueblo de Israel experimentó a D. de tal manera como
salvador, que debía atribuir su misma existencia como pueblo a la
actuación salvífica divina. A la vez testimonia también en alto grado la
trascendencia de D. (cfr. Ex 6,1-8; 3,13 ss.; 43,6-9). Elección (v.) y
Alianza son expresiones de la voluntad salvífica de Dios. El pueblo
elegido sabía que le había sido deparada una gracia especial; pero sabía
también que la providencia de D. abrazaba a los demás pueblos. E Israel
reconocía su misión de anunciar a todos los demás pueblos la gloria y el
amor de Dios. Es decir, la voluntad salvífica de D. no fue experimentada
como un designio de alcance particular, sino universal (Gen 2,3; Ex 19; Dt
4,6-9.23 ss.; Is 2,2-5; 42,1-7; 49,1-6).
El carácter íntimo, entrañable, del amor de D. se pone de manifiesto
en las imágenes del desposorio y unión conyugal entre D. y el pueblo
elegido (Os 1; 2,9; Ier 3; Ex 16; 23; 33; 34; Is 15,1; 54,5-8; V.
MATRIMONIO III). A este testimonio bíblico del amor de D. en nada se opone
el hecho de que Éste regule con disposiciones legales, minuciosamente
establecidas, sus relaciones salvíficas con los hombres y castigue a su
pueblo para que se convierta de nuevo a la Alianza. Las disposiciones
legales sirven para salvaguardar la ordenación divina. Pero el fundamento
de toda la Alianza es el amor creador de Dios. D. ha prometido al pueblo
de la Alianza un futuro que significa la plenitud de la vida. Ya el A. T.,
pero sobre todo el N., enseñan que este futuro no tendrá lugar dentro de
los límites históricos, sino que trasciende la historia. La Nueva Alianza
fundada por Cristo ó, mejor dicho, el nuevo orden divino instaurado con su
muerte viene a cumplir todas las promesas veterotestamentarias. Al mismo
tiempo, apunta a la culminación en un futuro absoluto y eterno.
Si el amor de D., tal como nos lo presenta la Escritura, se dirige
al conjunto del pueblo, no por eso deja de acoger también en su plan
redentor al individuo. Por ello, como innumerables veces lo proclaman los
salmos, también el individuo puede abandonarse confiadamente en las manos
de Dios. Su amor no es garantía contra el dolor. Pero también en el dolor
se hace presente al hombre el amor divino. ¡Misterio sombrío el dolor! En
él conoce el hombre que el amor de D. es distinto al amor humano. No
obstante, el que incluso en el dolor se entrega incondicionalmente a D.,
con tanta mayor profundidad experimentará el amor divino (Job). En la
Nueva Alianza todo sufrimiento puede y debe convertirse en un padecer con
el Hijo de D. hecho hombre, dando así un paso hacia la participación en su
resurrección gloriosa (V. VOLUNTAD DE DIOS).
Frente a los pobres y los pecadores, el amor divino adopta la forma
de la misericordia (v.) y del perdón. La misericordia tiene también
alcance social. «El pobre no permanecerá eternamente en el olvido». Ni la
esperanza de los desgraciados será eternamente en vano. Los pobres, las
viudas y los huérfanos son los protegidos de Dios. En su favor se promulga
una serie de mandamientos. A sus opresores se les amenaza con los más
graves castigos (cfr. Is 25,4; Ps 9,19; 12,6; 35,10; 46,6-9; Ex 22,2023;
Ier 7,5 ss.; Ez 16,49; Am 8).
El amor de D. a los pecadores se muestra en forma de misericordia,
longanimidad, consideración de la debilidad humana, perdón, moderación de
la ira divina (Ion 4,2; Soph 2,1; 2 Par 30,6-9; Ier 18,5-11; Mich 1,18 ss.;
Mal 3,7; Zach 1,3; Is 44,21 ss.; 55,6-9; Os 14). El perdón que D. otorga
al pecador una y otra vez abre de nuevo el camino que lleva al futuro
feliz prometido por Dios. A pesar de la repetida apostasía del pueblo y de
los individuos, D. no retira ninguna de sus promesas.
El amor y el rigor divinos se resumen en una palabra, que sólo en el
N. T. adquiere su sentido último, pero que también es característica de
las relaciones de D. con el pueblo elegido en el A.T. , a saber, la
palabra Padre.
D. es el Padre del pueblo por El escogido, y éste es su hijo. La
palabra «hijo» tiene con frecuencia un significado colectivo, o sea, se
refiere a todo Israel (cfr. Ex 4,22; Dt 14,1; 22,26; 32,18; Os 11,1; Ier
31,9.20; Ps 89,2 ss.; 63,15 ss.). Al Padre le son debidos, por parte del
pueblo, su hijo, amor y honra. De esta manera, en el concepto de Padre se
condensan la cercanía y la lejanía de D. (Mal 1,6), su inmanencia amorosa
y su terrible trascendencia (V. DIOS-PADRE; FILIACIÓN DIVINA).
El N. T. recoge en toda su amplitud la enseñanza sobre D. del
Antiguo. Es el mismo que habla por los profetas y por boca de Jesús (Heb
1,1-2; Act 3,13-26). Jesús presupone la Revelación de Dios en el A. T. y
la prosigue. En el sermón de la Montaña saca a la luz la majestad perpetua
de Dios (Mt 7,21). Destaca asimismo el poder judicial del Padre (Mt 10,28;
18,1-11.21-35; 25,41-46). Sus discípulos experimentan con profunda
conmoción que nadie puede pedir cuentas a D. (Rom 11,33-35; Eph 5,5 ss.; 1
Tim 6,16). Sobre este fondo hay que interpretar el mensaje
neotestamentario de que D. es amor (v. CARIDAD 11, 3-5). Ese amor
manifiesta, igual que en el A. T., como solicitud y fidelidad divinas (Mt
5,45; 6,25-34; 10,29-31). Demuestra sobre todo su peculiaridad y poder en
la compasión con el nombre atribuido, y más que nadie con el pecador (Le
15). El amor de D. se hace concreto y visible en Jesús que cura a los
enfermos y perdona los pecados (Act 10,38). Se realiza en las obras
redentoras de Jesucristo, y el nuevo orden divino por ellas fundado le
confiere durabilidad hasta el fin de los tiempos (1 Cor 11; Rom 5,8; 8,32;
lo 3,16). En Jesús resplandece el amor salvífico del Padre (Rom 8,39; Tit
2,11; 3,4-6). La afirmación de que D. es amor es el resultado de la
realidad de la fe (1 Io*4,8-16). El amor de D. ha sido infundido en todos
los que creen en Cristo (Rom 5,5; lo 16,27; 14,23). En este amor D. se
comunica a la comunidad de los que le aman y se aman entre sí como
hermanos (1 lo 4,7-16). Sentimos que D. es Padre porque nos ama, cuida de
nosotros, nos perdona y se nos comunica. El N. T. da fe de que es Padre de
cada uno de nosotros (Rom 5,45; 6,9.14 ss.; 7,11; 8,15; 1 lo 3,11). Pero
sólo en el contexto trinitario del N. T. adquiere la palabra Padre toda su
profundidad (v. DIOS-PADRE).
V. t.: TRINIDAD, SANTíSIMA; RELIGIÓN; TEOLOGÍA; DEíSMO; TEíSMO.
BIBL.: Estudios y tratados
generales o sistemáticos: S. TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I, ql-26, ed.
BAC, t. 1, 3 ed. Madrid 1964 (con Introducciones, anotaciones y apéndices
de F. MuÑlz, amplia bibl.); D. BÁÑEZ, Commentaria in 1 partem «Summae»
Sancti Thomae, ed. Urbano, Valencia 1934; JUAN DE SANTO TOMÁS, In primam
partem Divi Thomae, París-Tournai-Roma 1931; L. BILLOT, De Deo uno et
trino, 7 ed. Roma 1935; VARIOS, Dieu, en DTC IV,756-1300; F. CEUPPENs,
Theologia Biblica, I, De Deo uno, Roma 1938; R. GARRIGOU-LAGRANGE, De Deo
uno, París 1939; P. PARENTE, De Deo uno et trino, 4 ed. Turín 1956; J.
BRINKTRINE, Die Lehre pon Gott, Paderborn 1953; M. SCHMAus, Teología
dogmática, I, Trinidad de Dios, 2 ed. Madrid 1963, 201-365, 501-685; F. M.
GENUYT, El misterio de Dios, Barcelona 1968.
MICHAEL SCHMAUS.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991
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