ABRAHÁN Y SARA
Carlos Mesters oc
Contenido:
1. CARLOS Y ROSA. ABRAHÁN Y SARA
La historia de Carlos y Rosa
La historia del pueblo de Carlos y Rosa
Historia de Abrahán y Sara
Quién es Abrahán
¿Cómo vamos a hablar de Abrahán?
2. LA HISTORIA DE LA MALDICION QUE CORROMPE LA VIDA HUMANA
El estudio que hace la Biblia sobre la realidad
La torre de Babel: dominar y explotar a los otros
El diluvio: usar a Dios y a la religión en provecho propio
Caín y Lamec: odiar, matar y vengar
En busca de la raíz de los males
El pecado de Adán: separarse de Dios Padre y de su Palabra
Resumen de la historia de la maldición
¿Por qué cuenta la Biblia esta historia de la maldición?
Cómo ser Abrahán
El agua de la vida tal como sale de la fuente que es la Palabra de
Dios
Resultado del estudio de la Biblia sobre la enfermedad del mundo
3. LA HISTORIA DE ABRAHÁN Y SARA
La vocación de Abrahán
Ser Abrahán, ¿sería más fácil ayer que hoy?
¿Pero cómo hablaba Abrahán con Dios?
El resto de las andanzas de Abrahán
La muerte de Sara y Abrahán
Explicaciones sobre las historias de los hijos de Abrahán
4. UNA CONVERSACIÓN SERIA ENTRE CARLOS Y ABRAHÁN
¿Para qué sirve esta historia de Abrahán y Sara?
¿Bastará hablar con Dios para resolver los problemas de la gente?
Hay que cortar el mal de raíz
El Dios de Abrahán no es un Dios cualquiera
Una observación
5. ARREGLAR LA VIDA DESDE LA RAÍZ
El primer proyecto de Abrahán
El segundo proyecto de Abrahán
El tercer proyecto de Abrahán
La prueba de fuego rumbo al proyecto definitivo
6. PASAR DEL PUEBLO DE ADAN AL PUEBLO DE ABRAHÁN
El Pueblo de Dios que se forma y se organiza
El pueblo de Adán que se despide
El Adán que continúa oculto en Abrahán
El pueblo de Abrahán que se va formando
Mirarnos en el espejo de la historia de Abrahán y Sara
Plegaria final
Todos ustedes:
Mirta y José, Carlos y Pilar,
y tantos otros:
indio, peón,
emigrante y revendedor,
estudiante y hachero,
obrero y arrendatario,
«sin tierra» y el que vive de changa,
millares de familias de sangre paraguaya...
«Escúchenme ustedes, que anhelan la justicia,
y que buscan a Yavé.
Miren la peña de que fueron tallados
y el corte en la roca de donde fueron sacados.
Miren a Abrahán, su padre,
y a Sara, que los dio a luz;
él, que era uno solo cuando lo llamé,
se multiplicó cuando lo bendije»
(Isaías 51,1-2).
1. CARLOS Y ROSA. ABRAHÁN Y SARA
La historia de Carlos y Rosa
Carlos salió del departamento de Misiones. Ya no tenía para vivir.
La familia, numerosa; los beneficios, reducidos. El hambre llamaba a la
puerta de su casa. Rosa, su esposa, aportaba algo con su trabajo de
costurera y lavandera. Pero su ayuda era pequeña. Los embarazos y
los partos, casi todos los años, y los hijos pequeños no le dejaban
mucho tiempo. Los más crecidos ayudaban en el campo. Pero,
sumándolo todo, no era suficiente para vivir.
Trabajar como arrendatario, comprar en la tienda del patrón a
precios elevados y vender el maíz y los porotos en la misma tienda a
un precio muy bajo, para que el patrón se lleve el beneficio y él,
Carlos, ¡sólo el sudor y el trabajo!
¡No! Eso no era forma de vida. ¡En estas condiciones no había
forma de liberarse y llegar a ser un hombre!
Muchos de sus compañeros se habían marchado a Caaguazú, al
Alto Paraná, a Asunción e incluso a Buenos Aires. Le habían llegado
cartas de algunos de ellos diciendo que la situación allí estaba mejor.
Otros decían que estaba peor.
En la cabeza de Carlos comenzó a crecer un deseo que se convirtió
en proyecto: salir de acá, de esta miseria, y dejar la tierra que no era
suya; dejar atrás la familia de sus padres y marcharse a otro lugar;
conseguir una tierra que fuese suya y trabajarla, para tener qué
comer y no morirse de hambre; criar la familia en paz y dar a los hijos
la oportunidad de criar los nietos. ¡Dios ayudaría y les daría su
bendición!
Lo que más le animaba a salir e intentar una vida nueva fue la carta
de Altamiro, que le escribía desde el Alto Paraná: «Carlos, ahora soy
feliz porque tengo tierra».
Y Carlos se fue. Vendió las pocas cosas que no podía llevar, sacó el
boleto, arregló sus cosas, se despidió de los parientes y amigos y se
marchó. Entró por un camino desconocido dispuesto a encontrar lo
que buscaba. «¡Dios nos ayuda!», pensaba él.
La historia del pueblo de Carlos y Rosa
Como Carlos y Rosa existe mucha gente que lo deja todo atrás para
poder encontrar una vida más acomodada. Ellos van con Dios, bajo la
protección de sus santos. Con «la noche y el día» empiezan a
caminar, cambiando el presente por el futuro. Muchos van a la ciudad
grande, donde llenan las zonas inundables. Trabajan en lo que
pueden. Ganan algo más de plata, pero no encuentran lo que
buscaban.
Carlos no olvida lo que le escribía su compañero Luis: «Ahora tengo
más dinero, pero aquí ¡el trabajo es inhumano! « Otros logran mejorar
un poco su vida y van haciendo su propia casa. Viven en una zona
inundable, cerrados y limitados por dentro y por fuera, atenazados por
la angustia de la falta de plata, dependientes de sueldos y
transportes, insatisfechos, cargados de añoranzas.
Otros venden su fuerza de trabajo como mano de obra barata
donde pueden y se convierten en «un don nadie» llevados en
camiones de un lado a otro como si fuesen ganado. Aunque muchas
veces al ganado se le trata mejor.
Otros, como Carlos, dicen: «¡Hay que salir volando para otro
lugar!». ¡Pero ya no existe otro lugar! Dondequiera que van, la tierra
va siendo comprada por los ricos y estafadores. Ellos, los pobres, son
expulsados, perseguidos, encarcelados y algunos incluso
asesinados.
Otros tienen lo que quieren en la vida, pero no tienen la vida que
quieren. Saben que su riqueza es fruto de la pobreza del pueblo de
Carlos y Rosa. No se conforman con eso, y comienzan a caminar,
también ellos, junto con Carlos y Rosa, para encontrar una solución.
Muchos no pueden ni consiguen salir del lugar donde nacieron.
Mientras esperan la vuelta de los que marcharon, buscan una roza
para cultivar algo y no morirse de hambre. Luchan para mejorar su
situación, eternamente oprimidos. A todos éstos les parece que no
tienen un lugar en este mundo. Nadie los defiende ante la justicia.
¡Parece que han perdido el derecho de ser hombres! El heno y el
buey ocupan su lugar. Sólo les queda el silencio y el camino. ¡Callar y
caminar! ¡Caminar siempre, huyendo, sin derecho a hablar! ¡Pero
ellos tienen su derecho y su lugar!
¡Abrahán es el que va a hablar!
Historia de Abrahán y Sara
La Biblia cuenta que hace ya muchos años, más o menos en 1750
antes del nacimiento de Jesús, un hombre, llamado Abrahán, preparó
sus cosas y marchó con Sara, su esposa, en busca de tierra. Ella
describe el largo calvario de este matrimonio mayor, andando de un
lugar a otro toda su vida hasta la hora de la muerte. Cuenta todo esto
en los capítulos 12 a 25 del libro del Génesis.
Como Carlos, Abrahán era uno de tantos que en aquella época
huían de la miseria. Querían dejar la vida errante y cambiar el páramo
seco por un valle verde cerca de las aguas, donde pudiesen trabajar
la tierra, criar ganado y cuidar la familia.
Pero Abrahán no ha muerto. Sólo ha cambiado de nombre. Hoy se
llama Carlos, Francisco, Luis... Es el indio, el peón, el que está en una
tierra que no es suya, el emigrante y el revendedor, el estudiante y el
hachero, el obrero y el arrendatario, el «sin tierra» y el que vive de
changa... Todo mezclado. Es todo un pueblo caminando sin destino,
buscando sin encontrar, millones de familias de sangre
latinoamericana.
Abrahán sigue saliendo de su tierra, dejando atrás su familia.
Continúa peregrino, viviendo en tierra extranjera, en las grandes
ciudades, en el campo y en las fábricas o a lo largo de las rutas, del
norte al sur de nuestros países, en busca de tierra y de trabajo, de
instrucción y sanidad, de casa y bendición. Anda perdido por ahí, por
los terrenos baldíos que la llamada «civilización» todavía no ha
ocupado o se ha olvidado ocupar.
Dentro de sí lleva una fe, una esperanza, un gran amor, pero no
encuentra lugar para él en este mundo. Parece que el mundo tiene
miedo a Abrahán. ¡Y tiene motivos para ello! Porque si este Abrahán
algún día consigue sembrar su fe, su esperanza y su amor, hará nacer
una planta nueva que va a cambiar la faz de la tierra. Hará surgir un
mundo nuevo, bendecido por Dios, en el que habrá perdón setenta
veces siete.
Por ahora no conoce exactamente su misión, ni sabe que fue
llamado a ser Abrahán; por eso depende en parte de Dios. Pero ya
está empezando a descubrirlo. La Biblia puede ayudarle mucho en
este descubrimiento, porque además de ser historia del pasado es
espejo del presente. Un espejo te ayuda a descubrir tu cara de
hombre y muestra lo que en ella existe de lindo y de feo, de cierto y de
errado.
Quién es Abrahán
Carlos, el Abrahán de hoy, ¿qué va a descubrir en el espejo de la
Biblia cuando lea dentro de ella la historia del Abrahán de ayer?
¿Encontrará quizás una historia más o menos igual a la suya? ¿O sólo
un compañero más en el sufrimiento? Encontrará mucho más que todo
eso.
Para la Biblia, Abrahán es mucho más que un sencillo emigrante en
busca de tierra. El tiene una misión que cumplir en este mundo, la
misión del pueblo de Dios.
Para la Biblia, ¿quién es Abrahán?
Abrahán
es todo el que,
en nombre de su fe en Dios
y por causa de su amor a la vida,
se levanta contra toda una situación
de injusticia y de maldición,
creada por los hombres,
y que, para cambiar esta situación,
está dispuesto a abandonarlo todo,
a cambiar lo cierto por lo incierto,
lo seguro por lo inseguro,
lo conocido por lo desconocido,
el presente por el futuro.
¿Cómo vamos a hablar de Abrahán?
La Biblia describe la situación de injusticia y de maldición en los
capítulos 1 a 11 del Génesis. En estos capítulos no habla de Abrahán
todavía, pero ya piensa en él. No sólo en él, sino también en todos los
que siguen los pasos de Abrahán. También en ti, Carlos. Describe el
terreno donde Abrahán va a tener que trabajar, y así prepara su
llegada. Le ayuda a entender mejor la realidad de su vida y a
descubrir su misión en este mundo.
En estos once primeros capítulos, la Biblia muestra cómo la
maldición entró en el mundo por culpa de los hombres, cómo ella fue
corrompiendo la vida y destruyendo la bendición con que Dios bendijo
la vida el día de la creación. Abrahán aparece en el capítulo 12, no
antes, llamado para traer nuevamente al mundo la bendición de Dios
(ver Gén 12, 1-3).
Por eso, antes de hablar de la historia de la bendición, que
comienza con la vocación de Abrahán, vamos a hablar primero de la
historia de la maldición, descrita en estos once capítulos. Sin eso no
es posible entender el mensaje que el Abrahán de ayer tiene para el
Abrahán de hoy.
2. LA HISTORIA DE LA MALDICIÓN QUE CORROMPE LA VIDA
HUMANA
(Génesis 1-11)
EL ESTUDIO QUE HACE LA BIBLIA SOBRE LA REALIDAD
La Biblia tiene los ojos de Dios. Con estos ojos estudió la maldición
que estaba corrompiendo la vida humana. La estudió parte por parte
hasta descubrir su causa escondida. Comenzando por arriba, fue
cavando el suelo de la vida, quitando una después de otra las capas
de suciedad con que los hombres atrancaron la fuente de la vida y
enturbiaron el agua. Según la Biblia, la maldición pasa por cuatro
etapas:
1. Dominar y explotar a los otros. Es la capa de arriba. Fue echada
a la fuente cuando los hombres construyeron la Torre de Babel (ver
Gén 11,1-9).
2. Usar a Dios y la religión en su propio provecho. Esta capa
manchó la vida de tal forma, que Dios se vio obligado a usar el castigo
del diluvio (ver Gén 6,1 - 9,29)
3. Odiar, matar y vengarse. Esta capa corrompió la convivencia
entre los hombres. Aparece claramente en las historias de Caín y
Lamec (ver Gén 4,1-26).
4. Alejarse de Dios y de su Palabra. Esta última capa es la rebelión
de Adán contra Dios. Ella dio origen a las otras tres capas y las
alimenta (ver Gén 2,4 - 3, 24).
Estas son las cuatro capas de suciedad, unidas y mezcladas entre
sí, que corrompen la vida humana cuando sale de la fuente. La fuente
de la vida es Dios y su Palabra creadora. La Biblia describe el agua de
la fuente cuando habla de la creación (ver Gén 1 - 2,4).
Vamos a ver ahora de cerca cómo esta historia de la maldición se
cumplía en la vida del Abrahán de ayer y cómo está sucediendo en la
vida del Abrahán de hoy. Veremos, una por una, las capas que
enturbian y atascan la fuente de la vida.
La torre de Babel: dominar y explotar a los otros (Gén 11,1-9)
La situación no era buena. Muy cerca de donde vivía Abrahán, allí
mismo en Mesopotamia, algunos hombres decidieron ser los dueños
del mundo. Dijeron: «Ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre
con la cúspide en los cielos, y hagámonos famosos, por si nos
regamos por toda la faz de la tierra» (Gén 11,4). Querían llegar hasta
el cielo y ocupar ellos el lugar de Dios. Fue allí donde se dio la gran
confusión, la confusión de la Torre de Babel.
Y es que el hombre no es Dios. Y tampoco es el dueño del mundo.
Pretender tal cosa sólo puede crear confusión. Porque así cada uno
habla solamente el lenguaje de sus intereses egoístas, y uno ya no
entiende lo que el otro quiere decir. La conversación de los hombres
se oscurece (ver Gén 11, 5-9).
Todo esto sucede todavía hoy cuando, por ejemplo, el Estado
todopoderoso pretende ser dueño de la vida del pueblo, negándole
todo derecho, a no ser el derecho que él, el Estado, le da, ¡como si el
Estado fuese un dios! Sucede también cuando un grupo de hombres
cree que puede disponer de la vida de los demás para explotarla;
cuando un país decide dominar a otro, o cuando el terrateniente
quiere quedarse con todo el beneficio del trabajo de Carlos. Sucede
de muchas maneras. La Torre de Babel nunca fue tan grande como
hoy.
La Biblia observa todo eso y quiere saber el por qué. ¿Por qué el
hombre llega al absurdo de querer dominar a los otros como si fuese
un dios, dueño de la vida del hermano? La Escritura responde a esta
pregunta con la historia del diluvio.
El diluvio: Usar a Dios y a la religión en provecho propio (Gén 6,1 -
9,29)
Los hombres habían perdido la noción de Dios y creían que Dios
era igual que ellos: ¡un dios con hijos carnales! Hasta pensaban que
podían casarse con estos hijos de Dios y así obtener la protección
divina y hacerse famosos (ver Gén 6,4). ¡Lo invirtieron todo! Dios, en
vez de Padre y Creador, se convirtió en instrumento en las manos de
los intereses de los hombres para dar fama a los «héroes de la
antigüedad» (Gén 6,4). La religión era usada para satisfacer los
deseos de los hombres.
En vista de ello, a Dios «le pesó haber hecho al hombre» (Gén 6,6)
y dijo: «Voy a exterminar de sobre la faz de la tierra al hombre que he
creado» (Gén 6,7). Por eso, el diluvio -una tremenda inundación que
lo destruyó todo- fue considerado por la Biblia como un castigo de
Dios. Fue una buena explicación. De hecho, el mundo estaba patas
arriba.
Todo eso sucede en el día de hoy cuando buscamos a Dios y a la
religión únicamente para defender nuestros propios intereses y
negocios; cuando por medio de magias y hechizos queremos obligar a
Dios a darnos su protección divina; cuando queremos que la Iglesia
bendiga todo lo que hacemos para aumentar nuestro capital; cuando
queremos encajar a Dios en nuestros propios planes, sin
preguntarnos el plan de Dios; cuando convertimos a Dios en un
«resuelve-todos-nuestros-problemas». Todo eso se llama magia y
superstición.
Esta tentación de la superstición, que quiere usar a Dios en
provecho propio, nace en el corazón de los pequeños y de los
grandes. Poca gente se libra. La Biblia dice que sólo una familia se
libró: la familia de Noé (ver Gén 6,8). Así se comprende por qué
algunos hombres ya no querían saber nada de un dios semejante.
Unos, como Abrahán, decían: «Es un falso dios. ¡Tenemos que buscar
el Dios verdadero!» (ver Jdt 5,7-9). Otros decían: «Dios es algo que
no existe. Nosotros mismos vamos a ocupar su lugar y dominar el
mundo». Estos últimos fueron los que construyeron la Torre de
Babel.
Una larga lista de nombres de gente (ver Gén 10,1-32) une la
confusión de la Torre de Babel a la superstición del diluvio y muestra
así cómo un mal nace del otro.
Al final cabe preguntarse: «¿Por qué los hombres hacen esto a Dios
y lo usan en provecho propio?» La Biblia responde con la historia de
Caín y Lamec.
Caín y Lamec: Odiar, matar y vengar (Gén 4,1-26)
La ley en vigor era ésta: Cada uno para sí y Dios para todos. Nadie
se interesaba por nadie. Era, más bien, lo contrario: el hermano
mataba al hermano, Caín mataba a Abel (ver Gén 4,1-8). Cuando
alguien preguntaba: «¿Dónde está tu hermano?», ellos respondían:
«No sé. ¿Soy acaso el guardián de mi hermano?» (Gén 4,9). Se
esquivaba. Había odio y venganza. ¡Venganza terrible! Un tal Lamec
decía: «Caín será vengado siete veces, pero Lamec lo será setenta y
siete» (Gén 4,24). No conocían el perdón. No había fraternidad. En
vez de hermano y amigo, el otro era amenaza y peligro.
Todo esto sucede todavía hoy. Algunas veces el pueblo pregunta:
«¿Con quién se casó Caín?» Caín continúa casándose todavía hoy y
tiene muchos hijos. Continúa matando a Abel de muchas maneras.
¡Caín somos todos nosotros cuando matamos al hermano! ¡Hoy
usamos hasta bombas y metralletas! La desconfianza y la venganza
continúan del mismo modo, tanto entre los vecinos de la misma calle
como entre los diversos países. Todo eso explica por qué vino el
diluvio. Cuando los hombres se encuentran así, totalmente aislados,
amenazados de muerte y de venganza, sin protección amiga y fraterna
en este mundo, muchas veces sólo les queda un recurso: acudir a los
hechizos y a la magia, para que los dioses y los espíritus vengan a
protegerlos contra los otros. Así nació aquella voluntad de usar a dios
y la religión en provecho propio, como sucedió en el diluvio.
Otra lista de nombres (ver Gén 5,1-32) une la superstición del
diluvio al crimen de Caín y Lamec, mostrando cómo los males están
unidos y mezclados entre sí. Estas dos listas (ver Gén 5,1-32 y
10,1-32) muestran además que el mal no se propaga por el aire, sino
por los hombres y sus instituciones.
En busca de la raíz de los males
Hasta ahora, la Biblia llamó la atención hacia tres capas de suciedad
que aparecen en la superficie de la fuente de la vida. Ahora va a
profundizar hasta la raíz de estos males y hace una pregunta que se
divide en tres:
1. ¿Por qué la relación entre los hombres está deteriorada hasta el
punto de surgir personas como Caín y Lamec que odian, matan y se
vengan?
2. ¿Por qué la relación entre Dios y los hombres está deteriorada
hasta el punto de querer usar a Dios en provecho propio?
3. ¿Por qué la relación social está deteriorada hasta el punto de
surgir grupos que quieren dominar y explotar a los demás?
Algo fundamental está dañado en la raíz del hombre. ¿En qué
consiste este daño? Esta es la pregunta principal que nos falta por
responder.
La Biblia responde con la historia de Adán. Respuesta de fe que no
todos aceptan. Otros dan otras respuestas, porque creen que Dios y
fe no tienen nada que ver con esto. Ellos no profundizan tanto y no
llegan a la raíz de la maldición y de la injusticia. Sólo cortan la maleza
que aparece en la superficie, la maleza que ellos mismos pueden ver y
calcular. Dejan la raíz en la tierra. ¿Qué raíz es ésta?
El pecado de Adán:
Separarse de Dios Padre y de su Palabra (Gén 2,4 - 3,24)
La última capa, la de abajo, que mancha y atasca la fuente de la
vida es ésta: nosotros nos separamos de nuestro origen, que es Dios,
rebelándonos contra él; olvidamos que Dios es Padre, y ya no nos
dejamos guiar por su Palabra. Este es el pecado de Adán.
Adán es una palabra hebrea que significa «gente». Somos todos
nosotros, desde el primero hasta el último. El pecado de Adán es
separar la vida de Dios y separar a Dios de la vida. Es el hombre que
quiere ocupar el lugar que sólo pertenece a Dios (ver Gén 3,5)
creyéndose el dueño de la vida, capaz de determinar, por sí solo, el
bien y el mal (ver Gén 2,17; 3,5). Es buscar una independencia que
lleva a la muerte.
Como la rama que proclamó su independencia del tronco del árbol y
así murió por falta de vida. El concilio Vaticano II dice que esta
separación entre fe y vida continúa siendo el mayor mal de nuestro
tiempo.
Esta es la cuarta y última capa de suciedad, capa que está en la
raíz de las otras, escondida y mezclada entre ellas. No se la puede
ver. Sólo la fe la vislumbra. Pero ella es la peor de todas. Mancha más
que todas las otras, porque saca de lugar el eje invisible de la vida y lo
deja todo fuera de lugar. El pecado de Adán se llama pecado original,
porque está en el origen de todos los males, y a través de ellos se
manifiesta y multiplica. Es la raíz de la maldición (ver Gén 3,14-19).
Resumen de la historia de la maldición
Cuando el hombre se separa de Dios Padre, ¿qué sucede? Pierde
los ojos para ver en el otro un hermano, y se convierte en Caín. Mata
y se venga por cualquier motivo. Y sin Padre en el cielo, ni hermano
en la tierra, ¿qué hace? Busca una forma de defender su vida
fabricándose un dios según el tamaño que él mismo desea, empieza a
usarlo contra los otros hombres y así provoca el diluvio. Y cuando
pueda, eliminará a este dios inventado, proclamándose dueño de
todo; construirá la Torre de Babel y empezará a dominar a los demás
como si él mismo fuese un dios. Esta es la historia de la maldición, tal
como la Biblia la vislumbra con los ojos de Dios. Es una historia que
comenzó y recomienza siempre de nuevo con el pecado de Adán.
Pecado escondido que no se ve, porque se realiza en lo íntimo del
corazón. Sus resultados sólo se ven en aquella confusión que no
dejaba vivir en paz a Abrahán y que, todavía hoy, entorpece la vida de
Carlos y de tantos otros.
El pecado de Adán fue siempre y sigue siendo esa teja rota que
produce la gotera. Cae la lluvia y lo llena todo de lodo. No se ve la
gotera, pero todo el mundo ve y siente el olor a lodo.
¡Estamos todavía en el lodo!
¿Por qué cuenta la Biblia esta historia de la maldición?
La historia de la maldición es muy antigua. Tiene mucho más de tres
mil años. Los padres se la contaban a los hijos y los abuelos a los
nietos. La memoria del pueblo no la dejaba caer en el olvido. Pero ella
fue escrita en la Biblia solamente después del gran desastre del
pueblo, en el año 587 antes del nacimiento de Jesús. Este desastre
sucedió así: Jerusalén, la capital, fue destruida. Mucha gente fue
asesinada, gente buena e inocente. ¡Murieron porque el Caín de
siempre los mató!
Algunos, para escapar del desastre, usaban a Dios en provecho
propio, sin preocuparse de la justicia ni de la fraternidad. Pero, en
lugar de salvación, provocaron el diluvio de la destrucción. El pequeño
resto que quedó del pueblo fue llevado al cautiverio, donde vivía como
pueblo esclavo, sin libertad, a la sombra de la gran Torre de Babel, en
Mesopotamia, la tierra de donde había emigrado Abrahán. En la raíz
de todos estos males estaba el pecado de Adán, la separación de
Dios (ver Is 43,25-28).
En esta situación de desesperanza el pueblo se lamentaba y decía:
«¡Me han hecho habitar en las tinieblas, con los muertos de antiguo!
Rebasaron las aguas mi cabeza y dije: ¡Estoy perdido!» (Lam 3,6.54).
El pueblo parecía una de esas plantas secas del páramo, tocón de
raíz enterrado en un suelo desértico (ver Is 53,2). Así, lo que quedó
del pueblo fue una situación de tinieblas, aguas y desierto. ¡Parecía el
fin!
El pueblo decía: He perdido mi fuerza y la esperanza que me venía
de Yavé. Me han emparedado y no puedo salir (ver Lam 3,18.7).
La historia de la maldición fue escrita en la Biblia, precisamente,
para que sirviera de espejo al pueblo del cautiverio. Para que
encontrase en ella las cosas que le sucedían en la vida. Por esto, la
historia le ayudaba a entender su situación y a descubrir la causa de
sus males. El no podía permanecer en el desánimo. Tenía que
empezar a reaccionar. Pero ¿cómo? ¿Cómo enfrentarse con esta
desesperanza y crear una nueva esperanza? Aquí es donde entra la
historia de Abrahán.
Cómo ser Abrahán
Aquel pueblo sin suerte, casi al borde de la muerte, aislado y solo,
fue invitado por el segundo Isaías a mirar hacia Abrahán, con el fin de
recobrar el ánimo y la esperanza. Fue llamado por Dios para volver a
recorrer el camino de Abrahán y organizarse de nuevo como pueblo
de Dios. La misma llamada dirige hoy Dios al pueblo de Carlos y Rosa.
He aquí lo que decía el profeta Isaías:
«Escúchenme ustedes, que anhelan la justicia,
y que buscan a Yavé.
Miren la peña de la que fueron tallados
y el corte en la roca de donde fueron sacados.
Miren a Abrahán, su padre,
y a Sara, que los dio a luz;
él, que era uno solo cuando lo llamé,
se multiplicó cuando lo bendije».
(Is 51,1-2)
Pero ¿cómo ser como Abrahán? ¿Qué ideal y fuerza animaron a
Abrahán para que él se pusiera en camino? ¿En quién apoyarse para
enfrentarse con aquella situación de tinieblas, de aguas violentas y de
desierto? ¿Cómo vencer la maldición y la injusticia que oprimía al
pueblo hasta hacerlo reventar? Esta era la pregunta definitiva que el
pueblo se hacía en el cautiverio y que todavía hoy se hacen Carlos y
Rosa. ¿Cuál es la respuesta?
La Biblia responde con el relato de la Creación (ver Gén 1,1 - 2,4),
donde describe cómo la Palabra de Dios, Palabra Creadora, venció a
las tinieblas, a las aguas y al desierto del caos para hacer aparecer la
vida humana, vida como el agua limpia que sale de la fuente, que es
Dios.
EL AGUA DE LA VIDA TAL COMO SALE DE LA FUENTE QUE ES LA
PALABRA DE DIOS
1. La situación del mundo sin la acción de la Palabra de Dios
La Biblia comienza así:
«Al principio Dios creó
los cielos y la tierra.
La tierra estaba desierta y sin nada,
y tinieblas cubrían la superficie del abismo
mientras el Espíritu de Dios aleteaba
sobre la superficie de las aguas»
(Gén 1,1-2).
Así es el mundo sin Dios: tinieblas, desierto, aguas. Todo mezclado,
sin orden y sin vida. Son símbolos. Las fuerzas de la muerte dominan:
en la sequía del desierto no nace vida; tinieblas sin luz no dejan surgir
la vida; aguas violentas destruyen la vida que ya existe.
Así era el mundo durante el tiempo en que el pueblo estaba en el
cautiverio. Así era ya en el tiempo en que vivía Abrahán. La vida
estaba seca: ya no llovía la Palabra de Dios. Estaba oscura: ya no
existía la luz de la palabra, ni de la conciencia. Estaba inundada: las
crecidas de la maldición lo habían destrozado todo. ¡Todo sin orden,
sin vida, una confusión!
Y hoy, Carlos, ¿cómo está la situación de tu vida y la de la vida de
tus compañeros? ¿Hay tinieblas, aguas violentas y sequía? ¿Cuáles
son? ¿Son mayores que en el tiempo del cautiverio?
2. Comienza la lucha de la vida contra la muerte
Entra en acción la Palabra de Dios: la misma que él dirigió a
Abrahán; la misma que el profeta dirigía al pueblo en el cautiverio; la
misma que tú lees en la Biblia, Carlos; la misma que Dios, hasta hoy,
nos dirige por la realidad de la vida.
Esta palabra ataca de lleno a las fuerzas contrarias a la vida, y
dice:
«Haya luz...
Haya un firmamento en medio de las aguas,
que las esté separando unas de otras...
Júntense las aguas y aparezca suelo seco...
Produzca la tierra pasto y hierbas...»
(Gén 1,3.6.9.11).
E inmediatamente se hizo todo según ordenó la Palabra de Dios: la
luz vence a las tinieblas, el firmamento vence a las aguas, el verde
vence al desierto. Una detrás de otra, las fuerzas de la muerte son
derrotadas y sometidas al plan del Creador, incapaces de ofrecer
cualquier resistencia. ¡Una cosa bien hecha! (ver Gén
1,10.12.18.21.25.31).
Comenzó la lucha victoriosa de la vida contra la muerte, en la que
Abrahán tomó parte; ella envuelve también la vida de Carlos y la de
todos nosotros. De todo esto Abrahán y el pueblo del cautiverio
podían sacar ya una lección: «Si tú quieres realizar alguna cosa en la
lucha a favor de la vida, tienes que agarrarte muy fuerte a la Palabra
de Dios, pues sólo ella es capaz de derrotar a las fuerzas de la muerte
que corrompen su vida».
3. Aparece el hombre para proteger la vida
La Biblia muestra cómo la Palabra de Dios fue poniendo orden en el
desorden que había, hasta dejar preparada la casa del hombre. Una
vez arreglada la casa, fue creado el hombre. Fue hecho «a imagen y
semejanza de Dios» (Gén 1,26).
Esto quiere decir que la misión del hombre es una sola: imitar a
Dios. El debe hacer lo que Dios hizo: destruir el desorden que
corrompe la vida y preparar el mundo para que sea una morada digna
del hombre. Tal como Dios lo domina todo por su Palabra, para que la
vida pueda nacer, crecer y ser vida en abundancia (ver Jn 10,10). Así
el hombre, orientado por esta misma Palabra y fortalecido por ella,
deberá seguir dominando todas las cosas a favor de la vida (ver Gén
1,26.28-29). El hombre no es dueño del mundo. El dueño es Dios.
¡Sólo él! El hombre lo administra en nombre de Dios. Y la
preocupación de Dios es una sola: proteger y favorecer la vida.
4. La bendición de la vida, fuente de nuestra esperanza
Todo fue creado por Dios. Sin embargo, la vida, sólo ella, fue
creada y bendecida (ver Gén 1,22.28). Bendición es lo opuesto a
maldición. Bendición significa bien-dicho, esto es, decir el bien. Es
pronunciar el bien sobre la vida. Maldición es decir el mal. Es
pronunciar el mal sobre la vida. Es desear el mal.
Ahora bien, Dios no echó una maldición sobre la vida, sino una
bendición. Y fue una bendición válida, pues lo que Dios dice, dicho
está (ver Is 55,10-11). El nunca se vuelve atrás. Dios dice el bien
sobre la vida, y el bien está dicho. ¡Para siempre! Puedes confiar. Por
eso, esta bendición del Dios Creador es la fuente de nuestra
esperanza de que, un día, tendremos una vida realmente bendita. Ella
es el motor escondido de la lucha de los hombres contra la maldición.
5. La tapadera de la maldición sofoca la bendición
Los hombres colocaron la tapadera de la maldición sobre la
bendición y lo estropearon todo. En lugar de bendita, la vida se volvió
maldita. El hombre, esto es, Adán, dejó a Dios de lado y se proclamó
dueño de todo. Se convirtió así en padre de Caín, provocó el diluvio y
construyó la Torre de Babel. Enturbió el agua de la vida y atascó su
fuente. Las fuerzas de la muerte, vencidas por la Palabra de Dios el
día de la Creación, volvieron a dominar al mundo, y la vida casi perdió
la alegría de ser vivida.
La vida volvió a ser oscura, inundada y desierta. Eso era lo que
sucedía en tiempos de Abrahán y en tiempos del pueblo del cautiverio.
Es lo que está sucediendo, hasta hoy, en la vida de Carlos y de tantos
otros.
6. La Palabra de Dios, garantía de la vida
Todo esto muestra cómo, para la Biblia, la Palabra de Dios es
importante. Sin ella la vida se hace imposible. Sólo ella tiene la fuerza
suficiente para vencer a las fuerzas de la maldición que corrompen la
vida. Ella es la que produce el orden verdadero, orden en el que los
hombres pueden vivir en paz, unidos entre sí como hermanos, hijos
del mismo Padre, en la casa del mundo, preparada por Dios con tanto
cariño. La tarea principal de Abrahán va a ser: aceptar esta palabra,
creer en ella, practicarla y dejarse guiar por ella en la construcción de
la fraternidad.
Resultado del estudio de la Biblia sobre la enfermedad del mundo
Aquí termina el estudio que la Biblia hace de la realidad. Ella no se
contenta con estudiar la superficie. Como el médico, que no descansa
hasta descubrir la causa de la enfermedad, así ella profundizó y llegó
hasta el origen, hasta el pecado original. Sólo así fue posible
descubrir el remedio indicado que debe usar Abrahán al arreglar el
mundo. He aquí el resumen del resultado a que llegó:
1. Señales de la enfermedad: ausencia de fraternidad, que se
manifiesta en el odio, en la muerte violenta y en la venganza, en la
magia y en la superstición, en el uso interesado de Dios y de la
religión, en la injusticia y en la explotación del uno por el otro.
2. Indicaciones sobre la causa de la enfermedad: pretensión del
hombre de ser dueño de la vida y del hermano, y deseo de ser
famoso.
3. Causa de la enfermedad: rebelión contra Dios, que tiene dos
aspectos: 1) pretensión absurda de ser igual que Dios; 2) excluir a
Dios para ocupar su lugar como dueño del mundo y de la vida.
4. Resultado de la enfermedad: la vida separada de Dios y Dios
separado de la vida; desorden total de la vida del pueblo, marcada por
«tinieblas», «desierto» y «aguas violentas».
5. El remedio que cura la enfermedad: oír la Palabra de Dios, creer
en ella, practicarla y dejarse guiar por ella en nuestro caminar.
6. Objeto del remedio: arreglar el mundo y restablecer el orden a
favor de la vida. El verdadero orden surge cuando damos a Dios el
lugar de Padre y a los otros el lugar de hermanos.
7. Uso del remedio: el remedio es gratuito, pero su aplicación exige
gran esfuerzo. Quien lo usa, debe combatir contra las fuerzas del
desorden contrarias a la vida; no puede colaborar con Caín, ni con la
gente del diluvio, ni con los que construyen la Torre de Babel.
Además, debe combatir dentro de sí mismo la absurda pretensión de
ser dueño de la vida. En lugar de dominar, debe servir. Por fin no
puede permanecer pasivo, esperando la curación, como si viniese
gratis y como una limosna. Debe comenzar a reaccionar y a caminar.
La aplicación del remedio va a aparecer ahora en la historia de la
bendición, que comienza con la vocación de Abrahán en el capítulo 12
del Génesis. Abrahán va a ser llamado para destruir la tapadera de la
maldición, para recuperar la bendición de Dios y reconstruir, así, la
vida que el propio hombre había dañado.
3. LA HISTORIA DE ABRAHÁN Y SARA
LA VOCACION DE ABRAHAN
Vocación es una llamada de Dios. El nos dirige su palabra para
decirnos lo que quiere de nosotros. Así le sucedió a Abrahán. La
vocación fue madurando dentro de él hasta que vio con claridad lo
que Dios quería:
«Vete de tu tierra, y de tu patria,
y de la casa de tu padre,
a la tierra que yo te mostraré»
(Gén 12,1).
Como Carlos y tantos otros, Abrahán preparó su equipaje y se
marchó por los caminos del mundo. Pero había una diferencia. Carlos
se marchó y cayó en el mundo, para encontrar una parcela de tierra
para él solo. Todavía no pensaba en los demás. Por ahora sólo
pensaba en Rosa, su esposa, y en los hijos. ¡Y era mucho pensar!
Según la Biblia, Abrahán se marchó y cayó en el mundo, pensando
no sólo en sí y en su familia, sino también en todos los hombres.
Pensaba en el mundo que estaba corrompido. La gente se da cuenta
de eso por las palabras que Dios le dirige:
«De ti haré una nación grande
y te bendeciré.
Engrandeceré tu nombre,
y tú serás una bendición.
Bendeciré a quienes te bendigan
y maldeciré a quienes te maldigan.
En ti serán benditas
todas las razas de la tierra»
(Gén 12,2-3).
¡Dios habla sólo de bendición! Desde el principio hasta el fin. Es la
misma bendición dada a todos los hombres en el día de la creación.
Abrahán debe atraérsela de nuevo y convertirse, él mismo, en fuente
de bendición. Abrahán carga con una gran responsabilidad. Por eso
no puede trabajar solo, sino a través del pueblo que ha de formarse
en torno a él. Debe convertirse en padre de un pueblo.
Carlos, ¿ya estás despertando para esta misión tuya en el mundo?
¿Ya estás intentando formar un pueblo o comunidad?
Ser Abrahán, ¿sería más fácil ayer que hoy?
Una dificultad que inmediatamente se le presenta a Carlos es la
siguiente: «Aquel Abrahán oyó con claridad la voz de Dios. ¡Así es
fácil! Pero la gente no oye lo que Dios dice. ¡Hoy es mucho más difícil
ser Abrahán!» Esta dificultad no es válida, Carlos. Abrahán no tenía
las cosas tan claras. Quedaron claras solamente durante el camino.
La luz se hizo en la travesía.
1. Antes de la marcha
Cuando Abrahán vivía en su tierra, antes de ponerse en marcha, él
pensaba como todo el mundo y tenía en su cabeza la misma
superstición. La Biblia dice que su familia seguía a los dioses que
estaban de moda, dioses falsos (Jdt 5,7). Sólo después, poco a poco,
caminando siempre, fue descubriendo mejor quién era Dios y lo que
quería él.
Hoy sucede lo mismo. Antes de ponerse en marcha el pueblo sigue
a los dioses que están de moda, dioses inventados por los hombres:
dinero, lucro, poder, grandeza, posición social, técnica, vida fácil,
placer etc. ¿No es así?
2. El comienzo de la marcha
Pues bien, al principio de la marcha, al salir de Ur, en Mesopotamia
(llamada también tierra de los caldeos), Abrahán era como tú, Carlos,
al salir del departamento de Misiones. Ya era Dios quien lo hacía salir,
pero Abrahán aún no lo sabía. Sólo lo supo más tarde (ver Gén 15,7),
después de haber caminado mucho y haber sufrido mucho más
todavía. Como todo el mundo en aquel tiempo, él fue subiendo a lo
largo de los ríos para ver si encontraba una parcela de tierra en las
cabeceras, en la región del Harán, que hoy se llama Siria. Pero allí la
tierra era pequeña y los que la habitaban no dejaban entrar a los
otros. Por eso Abrahán no pudo quedarse por allí. Tuvo que preparar,
de nuevo, su equipaje y recomenzar la marcha. Como tú y tu
compañero, Carlos. Cuando ustedes llegaron a Caaguazú no
encontraron tierra y tuvieron que seguir caminando. Tu compañero
fue a Yhu, y tú llegaste hasta el Alto Paraná. ¿No fue así?
3. El primer rayo de luz
Ahora bien, Carlos, fue en la región de Harán, en Siria, donde
Abrahán, después de una larga marcha, empezó a ver mejor las
cosas, pues únicamente allí se dio cuenta con claridad de la llamada
de Dios (ver Gén 12,5). El ya era mayor. Tenía 75 años. Sólo allí
descubrió que Dios lo llamaba y caminaba con él. Aun así la claridad
era pequeña. La oscuridad en que seguía viviendo era grande. El
caminaba en busca de una tierra, sin saber dónde estaba. ¿Has
pensado en esto?
4. La luz aumentó un poco
Desde Harán, en Siria, Abrahán fue bajando hacia el sur y llegó a
Palestina, tierra de los cananeos (ver Gén 12,6). Y allí, en aquella
región extranjera, la luz creció un poco, pues Abrahán oyó decir a
Dios: «A tu descendencia daré esta tierra» (Gén 12,7). Ahora ya sabía
qué tierra era, pero todavía le faltaba mucho. Le faltaba saber cómo y
cuándo tomaría posesión de ella. Le faltaba saber cómo garantizar
esa descendencia, pues Abrahán no tenía hijos ni podía tenerlos.
Eran muchas preguntas para una sola cabeza. Carlos, tú no tienes
derecho a pensar que la marcha del Abrahán de ayer era más fácil
que la tuya. La luz surge en el camino. El sol sale poco a poco, nunca
de una vez. Abrahán sólo se convirtió en ABRAHAN mucho tiempo
después de empezar la marcha. Al principio no sabía nada.
«¿Pero cómo hablaba Abrahán con Dios?»
Esta pregunta, Carlos, es más difícil responderla. Cuando tú saliste
de Misiones, dijiste: «¡Dios nos ayuda!» Tienes razón al decir eso.
Pero yo pregunto: «¿Hablaste con Dios o Dios habló contigo, para
tener esa certeza?» Un día, pregunté a un labrador: «¿Por qué
trabajas tanto en la comunidad?» El respondió: «Porque eso es lo que
Dios quiere de nosotros». Tampoco él habló con Dios. Hablando con
una religiosa, pregunté: «¿Por qué te hiciste religiosa? ¿Por qué te
matas en este extremo del mundo cuando podías tener una vida
mucho más fácil en otro lugar?» Y ella respondió: «Estoy aquí porque
Dios me llamó».
Carlos, aquí tienes tres hechos: uno es tu propio caso; otro, de un
campesino, y otro que le sucedió a una religiosa. Los tres hablan de
Dios y dicen que él les pide alguna cosa. Pero ninguno de los tres se
encontró con Dios en la calle. Ninguno de ellos vio jamás el rostro de
Dios. Pero los tres creen que Dios está presente en su vida. Los tres
son personas de bien y sinceras. Miran la vida a la luz de su fe, de
repente reciben una certeza dentro de sí y dicen: «Dios quiere esto de
nosotros; Dios me ha llamado. ¡Dios nos ayuda!»
Carlos, si alguien de aquí a dos mil años pudiese oír lo que nosotros
hablamos hoy, ¿sabes lo que diría? Diría esto: «¿Cómo es posible
que esa gente del Paraguay hablara con Dios? Ellos hablaban con
Dios a cualquier hora y Dios hablaba con ellos. Ellos vivían diciendo:
¡Dios nos ayuda! ¡Dios me ha llamado! ¡Dios quiere eso de nosotros!
Pues bien: a Abrahán debe haberle sucedido poco más o menos lo
mismo. El no veía a Dios cara a cara. La propia Biblia dice que nadie
ha visto a Dios, ni es posible verlo en esta vida (ver Ex 33,20; 1 Jn
4,12). Pero Abrahán era hombre de una fe muy profunda. Vivía
pensando en Dios. La fe es la puerta por donde Dios se hace
presente en nuestra vida y nos hace oír su palabra a través de los
acontecimientos. El individuo que tiene fe consigue, poco a poco, una
certeza absoluta, certeza procedente de Dios. El puede decir con toda
razón: «Deja tu tierra» Y realmente era Dios quien lo decía y lo
quería.
El resto de las andanzas de Abrahán
Abrahán no pudo quedarse en Palestina. Tuvo que viajar de nuevo.
El hambre le obligaba (ver Gén 12,10). Fue hacia las tierras verdes
del norte de Egipto donde había abundancia.
Al rey de Egipto le gustaban mucho las mujeres, y Sara era una
mujer muy linda. Para que el rey no le matara, por ser el marido de
una mujer tan linda, Abrahán pidió a Sara que ella dijera que era su
hermana. Así lo hicieron, pero tuvieron mala suerte. El rey tomó a
Sara como amante. Sin embargo, Abrahán salió con vida (ver Gén
12,11-16).
La Biblia cuenta que el rey fue castigado (ver Gén 12,17-20),
demostrando así que Dios condena el adulterio. Más adelante aclara
que Abrahán no mintió, pues dice él: «Es cierto que es hermana mía,
hija de mi padre, aunque no hija de mi madre, y ha venido a ser mi
mujer» (Gén 20,12). Este hecho, además, prueba que Abrahán no era
santo cuando Dios lo llamó. El fue santificándose poco a poco,
durante la marcha, aprendiendo con los acontecimientos. Pasada el
hambre, Abrahán volvió a Palestina (ver Gén 13,1). Volvió como
pequeño propietario de cabras y ovejas. Pero los pastos eran
pequeños. Eso fue motivo de discusión entre los empleados de
Abrahán y los de Lot, su pariente. Ante este problema Abrahán mostró
que no quería ser como Caín. No quería discusiones. Y dijo a Lot:
«Mira, es mejor que no haya peleas entre nosotros
ni entre mis pastores y tus pastores,
puesto que somos hermanos»
(Gén 13,8).
Y para terminar la causa de la discusión, Abrahán propuso la
división de la tierra. Dejó escoger a Lot y él se quedó con el resto (ver
Gén 13,9). No fue egoísta.
Seguidamente, en los capítulos 14 a 23, la Biblia cuenta una serie
de pequeñas historias. Historias de discusión y encuentro, avances y
retrocesos, de dudas y certezas. El hilo que une todas estas historias
entre sí es la promesa de Dios. Promesa de una tierra, de un pueblo y
de una bendición. Más adelante hablaremos de estas promesas más
de cerca.
La muerte de Sara y Abrahán
Sara murió (ver Gén 23,1). Para poderla enterrar, Abrahán quiso
comprar un trozo de tierra que pudiese servir de tumba (ver Gén
23,3-19). Más tarde, el propio Abrahán fue enterrado en esta misma
tumba, situada en Palestina (ver Gén 25,7-10).
Cuando murió el compañero de Carlos, el pueblo cantó:
«Este sepulcro en que estás con palmos medidos
es la cuenta menor que sacaste en vida.
Es de buen tamaño, ni largo, ni hondo,
es la parte que te toca en este latifundio.
Es un sepulcro grande para tu carne poca,
pero a tierra dada no se abre la boca».
El sepulcro del compañero de Carlos era de tierra dada, es decir,
regalada. El sepulcro de Abrahán era de tierra comprada, posesión
segura, adquirida justamente, pagada con dinero propio, con título
legítimo de posesión, inscrito en el registro, a la vista de todos. Efrón,
el dueño de la tierra, quería regalársela. Abrahán no aceptó. Era
bueno, pero no tonto. No quería regalos. Quería propiedad y
posesión. Y lo consiguió (ver Gén 23,3-18).
¡Una tumba! Fue la única porción de tierra que Abrahán consiguió
en vida. El vivió, toda la vida, buscando un pueblo; pero murió sin
pueblo; apenas tenía un hijo. Vivió buscando tierra, pero murió sin
tierra; apenas si tenía una tumba.
¿Caminó Abrahán sin conseguir lo que buscaba? ¿Corrió de balde?
No, no corrió inútilmente. El hijo era el comienzo del pueblo. La tumba,
el comienzo de la tierra. Sin el hijo jamás habría nacido el pueblo. Sin
el título de posesión de la tumba, sus descendientes no habrían tenido
la prueba para justificar el derecho que tenían a la tierra.
Abrahán murió sin ver el resultado, pero dejó la semilla del futuro
enterrada firmemente en el suelo de la vida. San Pablo dice: «La
muerte los encontró a todos firmes en la fe. No habían conseguido lo
prometido, pero de lejos lo habían visto y contemplado con gusto»
(Heb 11,13). En lo poco que consiguieron realizar, vislumbraban el
comienzo del futuro. Por eso no se desanimaban. Pensaban en los
nietos y biznietos.
Explicaciones sobre las historias de los hijos de Abrahán
Murió Abrahán, pero no murió la esperanza nacida de la promesa.
Ella renació en su hijo Isaac, en su nieto Jacob y en los doce biznietos,
hijos de Jacob. Y renace todavía hoy en Carlos y Rosa y en el pueblo
que, como ellos, camina.
La Biblia narra la historia de los descendientes de Abrahán en los
capítulos 25 a 50 del Génesis. Carlos, si tú lees esas historias,
procura fijarte en los siguientes puntos:
1. La importancia de las pequeñas maravillas de la vida
Después de la muerte de Sara, Abrahán, ya muy mayor, trató de
casar bien a su hijo. La Biblia cuenta una historia muy larga sobre
cómo el criado de Abrahán fue a buscar a Rebeca, que sería la
esposa de Isaac (ver Gén 24,1-67). Una historia linda y agradable,
que rompe un poco la dureza de la marcha. En la Biblia hay otras
historias de este tipo.
Lo mismo sucede hoy. A pesar de lo sacrificada, la vida de Carlos y
Rosa tiene muchas cosas lindas y agradables. Esto demuestra que no
todo está perdido. Esto da esperanza y hace la marcha más suave y
agradable. Carlos, ¿tú ves estas pequeñas maravillas de la vida? ¿Y
tú, Rosa?
2. Historias como las de las fotografías de un álbum familiar
La Biblia cuenta muchas historias sobre el hijo, los nietos y los
biznietos de Abrahán, desde el comercio de Isaac (ver Gén 26) hasta
la muerte de José en Egipto (Gén 50, 15-26). Pequeñas historias,
cosas de familia: discusiones e intrigas, casamientos y nacimientos,
compras y ventas, muertes y enfermedades, alegrías y tristezas, un
poco de todo, tal como es la vida. En todo ello hay muchas cosas
repetidas e incluso algunas contradicciones. Es como el álbum de
fotografías de una familia. Contiene fotografías de todos los tamaños,
repetidas, rasgadas y hasta retocadas. El álbum lo conserva todo. Así
lo quiere la familia. Así es la Biblia: el álbum de fotografías del pueblo
de Dios.
3. La importancia de las cosas pequeñas y cotidianas de la vida
Todas estas historias, leídas muy despacio y con mucha atención,
hacen que la gente se dé cuenta de una cosa muy importante: la gran
marcha del pueblo se hace a través de las cosas más pequeñas de la
vida cotidiana. Estas cosas pequeñas son como el cemento que une
los ladrillos de las grandes acciones. El ladrillo sin cemento no forma
ni pared ni casa, sino que cae al primer golpe de viento.
Si tú, Carlos, observas tu vida, verás en ella la misma cosa. Como la
Biblia, conviene que también tú prestes mucha atención a estas cosas
pequeñas de la vida.
4. Indecencias y violencia
Al leer estas historias, la gente no debe escandalizarse de algunas
indecencias, ni sorprenderse de ciertas violencias que la Biblia cuenta
desnuda y crudamente. Pues por el hecho de que un hombre empiece
a caminar con Dios, su vida no se corrige de repente. Tiene que tener
paciencia. El cambio de comportamiento exigido por Dios no se realiza
de un día para otro, sino muy lentamente, con altos y bajos, con
lentitud, como la educación de un hijo. ¡Que lo digan los padres!
La madre no puede pretender que un hijo de tres años se porte
como un adulto bien educado. ¡No puede ser! Así es Dios. Como una
madre, como un padre, para educar a sus hijos. El tiene paciencia,
mucha paciencia. Conviviendo con este Dios, Abrahán y sus
descendientes fueron cambiando, poco a poco, el comportamiento de
su vida, hasta llegar al punto en que Dios los quería.
5. Lo que no cambia desde el principio hasta el fin
El comportamiento de las personas va cambiando y mejorando, las
historias se van modificando, unas después de otras, y el pueblo va
creciendo en número y en conciencia. Pero lo que no cambia desde el
principio hasta el fin de estas historias es la promesa y la marcha; es
el deseo de encontrar lo que Dios prometió; es la decisión firme de ser
fiel a Dios y de vencer la maldición con la bendición de Dios, a pesar
de todos los fallos y dificultades.
La promesa de Dios y la abnegada fidelidad del pueblo son el hilo
de oro en que están engarzadas todas estas historias y que les da
unidad y consistencia.