XVIII.- DE LAS SEÑALES O SÍNTOMAS
MÁS COMUNES CON QUE SE PUEDE CONOCER SI UN LIBRO, PERIÓDICO O PERSONA ANDAN
ATACADO O SOLAMENTE RESABIADOS DEL LIBERALISMO.
En
esta variedad, o mejor, confusión de matices y medias tintas que ofrece la
abigarrada familia del Liberalismo, ¿hay señales o notas características con
que distinguir fácilmente al liberal del que no lo es? He aquí otra cuestión
también muy práctica para el católico de hoy, y que de un modo u otro
frecuentemente el teólogo moralista ha de resolver.
Dividiremos para esto los liberales (sean
personas, sean escritos) en tres clases.
-Liberales fieros.
-Liberales mansos.
-Liberales impropiamente dichos o solamente
resabiados de Liberalismo.
Ensayemos una descripción semi-fisiológica de cada uno de estos tipos. Es
estudio que no carece de interés.
El liberal fiero se conoce, desde luego,
porque no trata de negar ni de encubrir su maldad Es enemigo formal del Papa y
de los Curas y de la gente toda de Iglesia; bástale sea sagrada cualquier cosa
para excitar su desapoderado rencor. Busca entre los periódicos los más
encandilados; vota entre los candidatos los más abiertamente impíos; de su
funesto sistema acepta hasta las últimas consecuencias. Hace gala de vivir sin
práctica alguna de religión, y a duras penas la tolera en su mujer e hijos.
Suele pertenecer a sectas secretas, y muere por lo regular sin consuelo alguno
de la Iglesia.
El liberal manso suele ser tan malo como el
anterior, pero cuida bastante de no parecerlo. Las buenas formas y las
conveniencias sociales lo son todo para él; salvado este punto no le importa
gran cosa lo demás. Incendiar un convento no le parece bien; apoderarse del
solar del convento incendiado, es cosa para él ya más regular y tolerable. Que
un periodicucho cualquiera de esos de burdel venda sus blasfemias en prosa,
verso o grabado a dos cuartos ejemplar, es un exceso que él prohibiría y hasta
lamenta no lo prohiba un Gobierno conservador; pero que se diga todo lo mismo en
frases cultas, en un libro de buena impresión o en un drama de sonoros versos,
sobre todo si el autor es académico o cosa así, ya no ofrece inconveniente.
Oír hablar de clubs le da escalofríos y calentura, porque allí, dice él, se
seduce a las masas y se subvierten los fundamentos del orden social. Pero
ateneos libres se pueden muy bien consentir porque la discusión científica de
todos los problemas sociales ¿quién los va a condenar? Escuela sin Catecismo
es un insulto al católico país que la paga. Mas universidad católica, es
decir, con sujeción entera al Catecismo, o sea al criterio de la fe, debe
dejarse para los tiempos de la Inquisición El liberal manso no aborrece al
Papa, sólo no encuentra bien ciertas pretensiones de la Curia romana y ciertos
extremos del ultramontanismo que no dicen bien con las ideas de hoy. Ama a los
Curas, sobre todo a los ilustrados, es decir, a los que piensan a la moderna
como el; en cuanto a los fanáticos y reaccionarios, los evita o los compadece.
Va a la iglesia, y tal vez hasta a los Sacramentos; pero su máxima es, que en
la iglesia se debe vivir como cristiano, mas fuera de ella conviene vivir con el
siglo en que se ha nacido, y no obstinarse en remar contra la corriente. Navega
así entre dos aguas, y suelen morir con el sacerdote al lado, pero lleno de
libros prohibidos la librería.
El católico simplemente resabiado de
Liberalismo se conoce en que, siendo hombre de bien y de prácticas sinceramente
religiosas, huelen no obstante a Liberalismo en cuanto habla o escribe o trae
entre manos. Podría decir a su modo, como Mad. Sevigné: "No soy la rosa,
pero estuve cerca de ella, y tomé algo de su olor". El buen resabiado
discurre y habla y obra como liberal de veras, sin que él mismo, pobrecito, lo
eche de ver. Su fuerte es la caridad: este hombre es la caridad misma. ¡Cómo
aborrece él las exageraciones de la prensa ultramontana! Llamarle malo a un
hombre que difunde malas ideas, parécele a ese singular teólogo pecado contra
el Espíritu Santo. Para el no hay más que extraviados. No se deba resistir ni
combatir; lo que se debe procurar siempre es atraer. "Ahogar el mal con la
abundancia del bien", esta es su fórmula favorita, que leyó un día en
Balmes por casualidad, -y fue lo único que del gran filósofo catalán se le
quedó en la memoria. Del Evangelio aduce únicamente los textos que saben a
miel y almíbar. Las invectivas espantosas contra el fariseísmo diríase que
las tiene él por genialidades e intemperancias del divino Salvador. A bien que
sabe usarlas él mismo muy reciamente contra los irritables ultramontanos, que
con sus exageraciones comprometen cada día la causa de una Religión que toda
es paz v amor. Contra éstos anda acerbo y duro el buen resabiado, contra éstos
es amargo su celo y agria su polémica y agresiva su caridad. Por él exclamó
el P. Felix en un discurso célebre, a propósito de las acusaciones de que era
objeto en persona del gran Veuillot: "Señores, amemos y respetemos hasta a
nuestros amigos". Pero no; el buen resabiado no lo hace así: guarda todos
sus tesoros de tolerancia y de caridad liberal para los enemigos jurados de su
fe. ¡Es claro, como que el infeliz los ha de atraer! En cambio, no tiene más
que el sarcasmo y la intolerancia cruel para sus más heroicos defensores. En
suma. al buen resabiado, aquello de la oposición per diametrum del Padre San
Ignacio en sus Ejercicios espirituales, nunca le pudo entrar. No conoce más
táctica que la de atacar por los flancos, que en religión suele ser la más
cómoda, pero no la más decisiva. Bien quisiera él vencer, pero a trueque de
no herir al enemigo ni causarle mortificación o enfado. El nombre de guerra le
alborota los nervios mas le acomoda la pacífica discusión. Está por los
Círculos liberales en que se perorea y delibera, no por las Asociaciones
ultramontanas en que se dogmatiza e increpa. En una palabra, si por sus frutos
se conoce al liberal fiero y al manso, por sus acciones principalmente es como
al resabiado de liberalismo se le ha de conocer.
Por estos rasgos mal perfilados, que no llegan
a diseños o bocetos, cuando menos a verdaderos y acabados retratos, será
fácil conocer muy luego a cualquiera de los tipos de la familia en sus diversas
gradaciones. Resumiendo en pocas palabras el rasgo más característico de su
respectiva fisonomía, diremos que el liberal fiero ruge su Liberalismo; el
liberal manso lo perora; el pobre resabiado lo suspira y gimotea.
Todos son peores, como decía de su padre y madre aquel
pillete del cuento; pero al primero le paraliza muchas veces su propio furor; al
tercero su condición híbrida, de suyo infecunda y estéril. El segundo es el
tipo satánico por excelencia, y el que en nuestros tiempos produce el verdadero
estrago liberal.
XIX.- DE LAS PRINCIPALES REGLAS DE PRUDENCIA CRISTIANA
QUE DEBE OBSERVAR EL BUEN CATÓLICO EN SU TRATO CON LIBERALES.
Y
no obstante,
¡oh lector! con liberales fieros y mansos, o con católicos miserablemente
resabiados de Liberalismo, hay que vivir en el siglo presente como con arrianos
se vivió en el cuarto, y con pelagianos en el quinto, y con jansenistas en el
decimoséptimo. Y no es posible dejar de alternar con ellos, porque se los
encuentra uno por todas partes, en el negocio, en las diversiones, en las
visitas hasta en la iglesia tal vez, hasta en la propia familia. ¿Cómo se
habrá, pues, de portar el buen católico en sus relaciones con tales apestados?
¿Cómo podrá prevenir y evitar, o disminuir por lo menos, ese constante riesgo
de infección?
Dificilísimo es señalar reglas precisas para
cada caso. Sin embargo, máximas generales de conducta se pueden muy bien
indicar, dejando a la prudencia de cada uno lo concreto e individual de su
aplicación.
Parécenos que ante todo conviene distinguir
tres clases de relaciones que se pueden suponer entre un católico y un liberal,
o sea entre un católico y el Liberalismo. Decimos así porque las ideas en la
práctica no se pueden considerar separadas de las personas que las profesan y
sustentan. El Liberalismo ideológico es puro concepto intelectual: el
Liberalismo real y práctico son las instituciones, personas, libros y
periódicos liberales. Tres clases, pues de relaciones se pueden suponer entre
un católico y el Liberalismo
Relaciones necesarias.
Relaciones útiles.
Relaciones de pura afición o placer.
Relaciones necesarias. Son las que
inevitablemente trae a cada cual su estado o posición particular. Así son las
que deben mediar entre hijos y padre, marido y mujer, hermanos y hermanas,
súbditos y superiores, amos y criados, discípulos y profesores, etc. Claro es
que si un buen hijo tiene la desdicha de que su padre sea liberal. no por eso le
ha de abandonar; ni la mujer al marido; ni el hermano o pariente a otro de la
familia, más que en los casos en que el Liberalismo en los tales llegase a
exigir de su súbdito respectivo actos esencialmente contrarios a la Religión,
y que indujesen a formal apostasía de ella. No cuando solamente impidiesen la
libertad de cumplir los preceptos de la Iglesia; pues sabido es que la Iglesia
no entiende obligar a los tales sub gravi incommode. En todos estos casos debe
el católico soportar con paciencia su dura situación; rodearse de todas las
precauciones para evitar el contagio del mal ejemplo, como se aconseja en todos
los libros al tratar de las ocasiones próximas necesarias; tener muy levantado
el corazón a Dios, y rogar cada día por su propia salvación y por la de las
infelices víctimas del error: rehuir todo lo posible la conversación o disputa
sobre tales materias o no entrar en ellas sino muy pertrechado de armas
ofensivas y defensivas. Buscar éstas en la lectura de libros y periódicos
sanos a juicio de un prudente director; contrapesar la inevitable influencia de
tales personas inficionadas con el trato frecuente de otras de autoridad y luces
que estén en clara posesión de la sana doctrina, obedecer al superior en todo
lo que no se oponga a la fe y moral católica pero renovar cada día el firme
propósito de negar la obediencia a quien quiera que sea, en lo que directa o
indirectamente sea opuesto a la integridad del Catolicismo. Y no desmaye el que
en esa situación se encontrare. Dios, que ve sus luchas, no le faltará con El
auxilio conveniente. Hemos reparado que los buenos católicos de países
liberales y de familias liberales suelen distinguirse, cuando son verdaderamente
buenos, por cierto especial vigor y temple de espíritu. Es este el constante
proceder de la gracia de Dios, que allí alienta con más firmeza donde más
apurada y apretada ve la necesidad.
Relaciones útiles. Otras relaciones hay que
no son absolutamente indispensables, pero que lo son moralmente, por cuanto sin
ellas no es apenas posible la vida social, que toda estriba en un cambio de
servicios. Tales son las relaciones de comercio, las de empresarios y
trabajadores, las del artesano con sus parroquianos, etc. En éstas no hay la
estrecha sujeción que en las del grupo anterior; puede hacerse, pues, alarde de
mayor independencia. La regla fundamenta es no ponerse en contacto con tales
gentes más que por el lado en que sea preciso engranar con ellas para el
movimiento de la máquina social. Si es comerciante, no trabar con ellas otras
relaciones que las de comercio; si es criado, ningunas otras más que las de
servicio; Si es artesano, no otras que los de toma y daca relativas a su
profesión guardando esta prudencia, se puede vivir sin menoscabo de la fe, aun
en medio de un pueblo de judíos. Sin olvidar las demás prevenciones generales
recomendadas en el grupo anterior, y teniendo en cuenta que aquí no media
razón alguna de vasallaje, y que de la independencia católica conviene hacer
alarde en frecuentes ocasiones para imponer respeto con ella a los que creen
poder anonadarnos con su desvergüenza liberal. Mas si llegase el caso de una
imposición descarada, débese repelerla con toda franqueza y erguirse ante el
descaro del sectario con todo el noble y santo descaro del discípulo de la fe.
Relaciones de mera afición. Estas son las que
contraemos y sostenemos libremente con sólo quererlo. Con liberales debemos
abstenernos libremente con sólo quererlo. Con liberales debemos abstenernos de
ellas como de verdaderos peligros para nuestra salvación Aquí tiene lugar de
lleno la sentencia del Salvador: El que ama el peligro perecerá en él.
¿Cuesta? Rómpase el lazo peligroso, aunque mucho cueste. Tengamos presente
para eso las siguientes consideraciones, que sin duda nos convencerán o por lo
menos nos confundirán si no nos convencen. Si aquella persona estuviese atacada
de mal físico contagioso, ¿la frecuentaría? Sin duda que no. Si tu trato con
ella comprometiese tu reputación mundana, ¿lo mantendrías? Pues, cierto que
no. Si profesase ideas injuriosas con respecto a tu familia, ¿la fueras a
visitar? Clarito que no. Pues bien: miremos en este asunto de honra divina y de
espiritual salud lo que nos dicta la humana prudencia con respecto a los propios
intereses y honra humana. Sobre esto le habíamos oído decir a persona de gran
jerarquía hoy en la Iglesia de Dios: "¡Nada con liberales; no
frecuentéis sus casas; no cultivéis sus amistades!" A bien que antes lo
había dicho ya de sus congéneres el Apóstol: Ne commiscemini: "No os
relacionéis con ellos", (1 Corinth. V, 9). Cum hujusmodi nec cibum sumere:
"Con ellos ni sentarse a la mesa." (Ibid. V, 11).
¡Horror, pues a la herejía, que es el mal sobre todo mal!
En país apestado lo primero que se procure es aislar. ¡Quién nos diese hoy
poder establecer cordón sanitario absoluta entre católicos y sectarios del
Liberalismo!.
XX.- DE CUÁN NECESARIO SEA PRECAVERSE
CONTRA
LAS LECTURAS LIBERALES.
Si
esta conducta conviene observar con las personas, mucho más conveniente, y por
suerte mucho más fácil, es observarla con las lecturas.
El Liberalismo es sistema completo, como el
Catolicismo, aunque en sentido inverso. Tiene, pues, sus artes, ciencias,
letras, economía, moral, es decir, un organismo enteramente propio y suyo
animado por su espíritu, marcado con su sello y fisonomía. También lo han
tenido las más poderosas herejías, como, por ejemplo, el arrianismo en la
antigüedad y el jansenismo en los siglos modernos. Hay, pues, no sólo
periódicos liberales, sí que libros liberales o resabiados de Liberalismo, y
los hay en abundancia, y triste es decirlo, en ellos se apacienta principalmente
la generación actual y por esto, aun sin saberlo o advertirlo, son tantos los
que se encuentran miserablemente contagiados.
¿Qué reglas hay que dar para este caso?
Análogas o casi iguales a las que se han dada
con relación a las personas. Vuélvase a leer lo dicho poco ha, y aplíquese a
los libros lo que de los individuos se dijo. No es trabajo difícil, y ahorrará
a nosotros y a los lecturas la molestia de la repetición.
Una cosa solo advertiremos aquí, que
especialmente se refiere a esta materia. Y es que nos guardemos de deshacernos
en elogios de libros liberales, sea cual fuere su mérito científico o
literario, a menos que no hagamos tales elogios sino con grandísimas reservas y
salvando siempre la reprobación que merecen por su espíritu o sabor liberal. Y
hacemos hincapié en esto, porque son muchos los católicos bonachones (aun en
el periodismo católico), que, para que les tengan por imparciales, y por darse
barniz de ilustración, que siempre halaga, tocan el bombo y soplan la trompeta
de la Fama en favor de cualquier obra científica o literaria que nos venga del
campo liberal; y dicen que hacerlo así es probar que a los católicos no nos
duele reconocer el mérito donde quiera que lo veamos, que así se atrae al
enemigo (maldito sistema de atracción, que viene a ser nuestro juego de gana
pierde! pues insensiblemente somos nosotros los atraídos); que, finalmente, no
hay peligro alguno en esto, y si notorio espíritu de equidad. ¡Qué pena nos
dio hace pocas meses leer en un periódico fervorosamente católico repetidos
elogios y recomendaciones de un poeta célebre que ha escrito, en odio a la
Iglesia, poemas como la Visión de Fr Martín y La última Lamentación de Lord
Byron! ¿Qué importa sea o no grande su mérito literario, si con este su
mérito literario, nos asesina las almas que hemos de salvar? Lo mismo fuera
guardarle consideración al bandido por brillo de la espada con que nos embiste,
o por los bellos dibujos que adornan el fusil con que nos dispara. La herejía
envuelta en los artificiosos halagos de una rica poesía, es mil veces más
mortífera que la que sólo se da a tragar en los áridos y fastidiosos
silogismos de la escuela. La gran propaganda herética de casi todos los siglos,
leo en las historias, que la han ayudado a hacer los sonoros versos. Poetas de
propaganda tuvieron los arrianos; tuviéronlos los luteranos, que muchos se
preciaban, con su Erasmo, de cultos humanistas; de la escuela jansenista de
Arnaldo, de Nicole y de Pascal no hay que decir que fue esencialmente literaria.
Voltaire ya se sabe a qué debió los principios y sostén de su espantosa
popularidad. ¿Cómo hemos, pues, de hacernos cómplices los católicos de tales
sirenas del infierno, y darles nombre y fama, y ayudarlos en su obra de
fascinación y corrupción de la juventud? El que lee en nuestros periódico que
tal o cual poeta es admirable poeta, aunque liberal; va y coge y compra en la
librería aquel admirable poeta, aunque liberal; y lo traga y devora, aunque
liberal; y lo digiere e inficiona con él su sangre, aunque liberal; y tórnase
a la postre el desdichado lector liberal como su autor favorito. ¡Cuántas
inteligencias y corazones echó a perder el infeliz Espronceda! ¡Cuántas el
impío Larra! ¡Cuántas casi hoy día el malhadado Bécquer! Por no citar
nombres de vivos; que nos costara por cierto citarlos a docenas. ¿Por qué le
hemos de hacer a la Revolución el servicio de pregonar sus glorias infaustas?
¿A título de qué? ¿De imparcialidad? No, que no debe haber imparcialidad en
ofensa de lo principal, que es la verdad. Una mala mujer es infame por bella que
sea, y es más peligrosa cuanto es más bella. ¿Acaso por título de gratitud?
No, porque los liberales más prudentes que nosotros, no recomiendan lo nuestro
aunque sea tan bello como lo suyo, antes procuran obscurecerlo con la crítica o
enterrarlo con el silencio.
De San Ignacio de Loyola dice su ilustre
historiador, el P. Ribadeneyra, que era tan celoso de esto, que nunca permitió
se leyese en sus clases obra alguna del famoso humanista de su época Erasmo de
Rotterdan, a pesar de que muchos de sus elegantes escritos no se referían a
religión, sólo porque en la mayor parte de ellos mostraba saber protestante.
Del P. Fáber, a quien no se tachará de poco ilustrado,
intercalamos aquí un precioso fragmento a propósito de sus famosos
compatricios Milton y Byron. Decía así el gran escritor inglés, en una de sus
hermosísimas cartas: ¿No comprendo la extraña anomalía de las gentes de
salón, que citan con elogio a hombres como Milton y Byron, manifestando al
mismo tiempo que aman a Cristo y ponen en El toda esperanza de salvación. Se
ama a Cristo y a la Iglesia, y se alaba en sociedad a los que de Ellos
blasfeman; se truena y se habla contra la impureza como cosa odiosa a Dios, y se
celebra a un ser cuya vida y obras han estado saturadas de ella. No puedo
comprender la distinción entre el hombre y el poeta, entre los pasajes puros y
los impuros. Si un hombre ofende Al objeto de mi amor, no puedo recibir de él
consuelo ni placer, y no puedo concebir que con amor ardiente y delicado hacia
nuestro Salvador puedan gustar las obras de su enemigo. La inteligencia admite
distinciones pero el corazón, no. Milton ( maldita sea la memoria del blasfemo!
) pasó gran parte de su vida escribiendo contra la divinidad de mi Señor, mi
única fe, mi único amor; este pensamiento me envenena. Byron, hollando sus
deberes para con su patria y todos los afectos naturales, se rebajó
vergonzosamente, vistiendo con hermosos versos el crimen y la incredulidad. El
monstruo que puso (¿me atreveré a escribirlo?) a Jesucristo al nivel y como
compañero de Júpiter y de Mahoma, no es para mí otra cosa que bestia fiera,
hasta en sus pasajes más puros, y nunca me he arrepentido de haber arrojado al
fuego en Oxford una hermosa edición de sus obras en cuatro volúmenes...
Inglaterra no necesita a Milton. ¿Cómo puede necesitar mi país una política,
un valor, un talento o cualquier otra cosa que esté maldita de Dios; ¿Y cómo
el Eterno Padre puede bendecir el talento y la obra de quien en prosa y en verso
ha renegado' ridiculizado y blasfemado la divinidad de su Hijo? Si quis non amat Dominum
Nostram Jesum Christam, sit anathema. Así decía San Pablo.,
En tales términos escribía el gran literato
católico inglés, una de las más grandes figuras literarias de la Inglaterra
moderna. Eso escribía cuando no había hecho aún su completa abjuración del
Protestantismo. Así ha discurrido siempre la sana intransigencia católica,
así habló siempre el buen sentido de la fe.
Asómbrame que se hayan tenido tantas polémicas sobre si
conviene o no la educación clásica, basada en el estudio de los autores
griegos y latinos de la pagana antigüedad, a pesar de lo que les disminuye a
éstos su eficacia la distancia de los siglos, el mundo distinto de ideas y
costumbres y la diversidad del idioma. Asómbrame esto, y que apenas nada se
haya escrito sobre lo venenoso y letal de la educación revolucionaria, que sin
escrúpulo se da o se tolera dar por muchos católicos a la juventud.
XXI.- DE LA SANA INTRANSIGENCIA CATÓLICA EN
OPOSICIÓN A LA FALSA CARIDAD LIBERAL.
¡Intransigente!
¡Intransigencia! Oigo exclamar aquí a una porción de mis lectores más o
menos resabiados, tras la lectura del capitulo anterior. ¡Qué modo de resolver
la cuestión tan poco cristiano! ¿Son o no prójimos, como cualquier otro, los
liberales? ¿A dónde vamos a parar con estas ideas? ¿Cómo tan descaradamente
se recomienda contra ellos el desprecio de la caridad?
"¡Ya apareció aquello!",
exclamaremos nosotros a nuestra vez. Ya se nos echo en nosotros Io de la
"falta de caridad". Vamos, pues, a contestar también a este reparo,
que es para algunos el verdadero caballo de batalla de la cuestión. Si no lo
es, sirve a lo menos a nuestros enemigos de verdadero parapeto. Es, como muy a
propósito ha dicho un autor, hacer bonitamente servir a la caridad de barricada
contra la verdad.
Sepamos ante todo qué significa la palabra caridad.
La teología católica nos da de ella la
definición por boca de un órgano el más autorizado para la propaganda
popular, que es el sabio y filosófico Catecismo. Dice así: Caridad es una
virtud sobrenatural que nos inclina a amar a Dios sobre todas las cosas, y al
prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. De esta definición, después
de la parte que a Dios se refiere, resulta que debemos amar al prójimo como a
nosotros mismos, y esto no de cualquier manera, sino en orden y con sujeción a
la ley de Dios y por amor de Dios.
Ahora bien: ¿Qué es amar? Amare est velle
bonum, dice la filosofía: "Amar es querer bien a quien se ama",. ¿Y
a quién dice la caridad que se ha de amar o querer bien? Al prójimo, esto es,
no a tal o cual hombre solamente, sino a todos los hombres. ¿Y cuál es este
bien que se le ha de querer para que resulte verdadero amor? Primeramente el
bien supremo de todos, que es el bien sobrenatural: luego después, los demás
bienes de orden natural, no incompatibles con aquél. Todo lo cual viene a
resumirse en aquella frase "por amor de Dios,", y tras mil de análogo
sentido.
Síguese, pues, de ahí, que se puede amar y
querer bien al prójimo (y mucho) disgustándole, y contrariándole, y
perjudicándole materialmente, y aun privándole de la vida en alguna ocasión.
Todo estriba en examinar si, en aquello que se le disgusta o contraría o
mortifica, se obra o no en bien suyo, o de otro que tenga mas derecho que él a
este bien, o simplemente en mayor servicio de Dios.
1.° O en bien suyo. Si claramente aparece que
disgustando y ofendiendo al prójimo se obra en bien suyo, claro está que se le
ama aún en aquello en que por su bien se le disgusta y contraría. Así al
enfermo se le ama abrasándole con el cauterio o cortándole la gangrena con el
bisturí; al malo se le ama corrigiéndole con la reprensión o el castigo, etc.
Todo lo cual es excelente caridad
2º O en bien de otro prójimo que tenga
derecho mejor. Sucede frecuentemente que hay que disgustar a uno, no en bien
propio suyo, sino para librar de un mal a otro a quien el primero se lo procure
causar. En este caso es ley de caridad defender al agredido de la violencia
injusta del agresor, y se puede hacer mal a éste cuanto sea preciso o
conveniente para la defensa de aquél. Así sucede cuando en defensa del
pasajero, a quien acomete el ladrón, se mata a éste. Y entonces matar o
dañar, o de otra cualquier manera ofender al injusto agresor, es acto de
verdadera caridad.
3.° O en el debido servicio de Dios. El bien
de todos los bienes es la divina gloria, como el prójimo de todos los prójimos
es para el hombre su Dios. De consiguiente, el amor que se debe a los hombres,
como prójimos, debe entenderse siempre subordinado al que debemos todos a
nuestro común Señor. Por su amor y servicio, pues, se debe (si es necesario)
disgustar a los hombres; se debe (si es necesario) herirlos y matarlos.
Adviértase la fuerza de los paréntesis (si es necesario), lo cual dice
claramente el caso único en que exige tales sacrificios el servicio de Dios.
Así en guerra justa, como se hieren y se matan hombres por el servicio de la
patria, se pueden herir y matar hombres por el servicio de Dios; y como con
arreglo a la ley se pueden ajusticiar hombres por infracción del Código
humano, pues dense en sociedad católicamente organizada ajusticiar hombres por
infracción. del Código divino, en lo que obliga éste en el mero externo. Lo
cual justifica plenamente a la maldecida Inquisición. Todo lo cual (cuando
tales actos sean necesarios y justos ) son actos de virtud, Y pueden ser
imperados por la caridad.
No lo entiende así el Liberalismo moderno, pero entiende mal en no entenderlo
así. Por esto tiene y da a los suyos una falsa noción de la caridad, y
aturrulla y apostrofa a todas horas a los católicos firmes, con la decantada
acusación de intolerancia e intransigencia. Nuestra fórmula es muy clara y
concreta. Es la siguiente: La suma intransigencia católica es la suma católica
caridad. Lo es en orden al prójimo por su propio bien, cuando por su propio
bien le confunde y sonroja y ofende y castiga. Lo es en orden al bien ajeno,
cuando por librar a los prójimos del contagio de un error desenmascara a sus
autores y fautores, les llama con sus verdaderos nombres de malos y malvados,
los hace aborrecibles y despreciables como deben ser, los denuncia a la
execración común, y si es posible, al celo de la fuerza social encargada de
reprimirlos y castigarlos. Lo es, finalmente, en orden a Dios cuando por su
gloria y por su servicio se hace necesario prescindir de todas las
consideraciones, saltar todas las vallas, lastimar todos los respetos, herir
todos los intereses, exponer la propia vida y la de los que sea preciso para tan
alto fin.
Y todo esto es pura intransigencia en el verdadero amor, y
por esto es suma caridad, y los tipos de esta intransigencia son los héroes mas
sublimes de la caridad, como la entiende la verdadera Religión. Y porque hay
pocos intransigentes, hay en el día pocos caritativos de veras. La caridad
liberal que hay está de moda es en la forma el halago y la condescendencia y el
cariño; pero es en el fondo el desprecio esencial de los verdaderos bienes del
hombre y de los supremos intereses de la verdad y de Dios.
XXII.- DE LA CARIDAD EN LO QUE SE LLAMA
LAS FORMAS DE LA POLÉMICA,
Y SI TIENEN EN ESO RAZÓN LOS LIBERALES
CONTRA LOS
APOLOGISTAS CATÓLICOS.
Mas
no es este último principalmente el terreno en que coloca la cuestión. el
Liberalismo, porque sabe que en el de los principios sería irremediablemente
vencido. Mas a menudo acusa a los católicos su propaganda, y en este punto es
donde, como hemos dicho, suelen hacer especial hincapié ciertos católicos
buenos en el fondo, pero resabiados de la maldita paste liberal. ¿Qué hay,
pues, sobre el particular?
Hay lo siguiente: Que tenemos razón los
católicos en esto como en lo demás, y no la tienen, ni sombra de ella, los
liberales Fijémonos para esto en los siguientes puntos:
1.° Puede claramente el católico decir a su
adversario liberal, que lo es. Nadie pondrá en duda esta proposición. Si tal
autor o periodista o diputado empieza por jactarse de Liberalismo, y no oculta
poco ni mucho sus ideas o aficiones liberales ¿qué injuria se le hace en
llamarle liberal? Es principio de derecho: Si palam res est, repetitio injuriam
non est: "No hay injuria en decir lo que está a la vista de todos".
Mucho menos en decir del prójimo lo que él mismo dice a todas horas de sí .
¿Cuántos liberales, no obstante, particularmente del grupo de los mansos o
templados, tienen a gran injuria que los llamen liberales o amigos del
Liberalismo un adversario católico?
2º Dado que el Liberalismo es cosa mala, no
es faltar a la caridad llamar malos a los defensores públicos y conscientes del
Liberalismo. Es en sustancia aplicar al caso presente la ley de justicia que se
ha aplicado en todos los siglos.
Los católicos de hoy no hacemos innovación
en este punto, nos atenemos a la práctica constante de la antigüedad. Los
propagadores y fautores de herejías han sido en todos tiempos llamados herejes.
como los autores de ellas. Y como la herejía ha sido siempre considerada en la
Iglesia como gravísimo mal, a tales fautores y propagadores ha llamado siempre
la Iglesia malos y malvados. Regístrense las colecciones de los autores
eclesiásticos. Véase cómo trataron los Apóstoles a los primeros heresiarcas,
y cómo siguieron tratándolos los Santos Padres, cómo los han seguido tratando
los modernos controversistas y la misma Iglesia en su lenguaje oficial. No hay,
pues, falta de caridad en llamar a lo malo, malo; a los autores, fautores y
seguidores de lo malo, malvados; y al conjunto de todos sus actos, palabras y
escritos, iniquidad, maldad, perversidad. El lobo fue llamado siempre lobo a
secas, y nunca se creyó hacer mala obra al rebaño ni a su dueño con llamarle
y apostrofarle así.
3.º Si la propaganda del bien y la necesidad
de atacar el mal exigen el empleo de frases duras contra los errores y sus
reconocidos corifeos, éstas pueden emplearse sin faltar a la caridad. Es éste
un corolario o consecuencia del principio anterior. Al mal debe hacérsele
aborrecible y odioso; y no puede hacérsele tal, sino denostándolo como malo y
perverso y despreciable. La oratorio cristiana de todos los siglos autoriza el
empleo de las figuras retóricas más vivas contra la impiedad. En los escritos
de los grandes atletas del Cristianismo es continuo el uso de la ironía, de la
imprecación, de la execración, de los epítetos depresivos. La ley de todo
esto deben ser únicamente la oportunidad y la verdad.
Hay otra razón además. La propaganda y
apologética popular (y siempre es popular la religiosa) no puede guardar las
formas enguantadas y sobrias de la academia y de la escuela. No se convence al
pueblo sino hablándole al corazón y a la imaginación, y éstos sólo se
emocionan con la literatura calurosa y encendida y apasionada. No es malo el
apasionamiento producido por la santa pasión de la verdad. Las llamadas
intemperancias del moderno periodismo ultramontano, aparte de ser muy flojas
comparadas con las del periodismo liberal (ejemplos recientes tenemos por ahí
cerca), están justificadas con sólo abrir por cualquier página las obras de
los grandes polemistas católicos de los mejores tiempos.
El Bautista empezó por llamar a los fariseos "raza de víboras".
Cristo Dios no se abstuvo de apostrofarlos con los epítetos de
"hipócritas, sepulcros blanqueados, generación malvada y adúltera",
sin que creyese por ello manchar la santidad de su mansísima predicación. San
Pablo decía de los cismáticos de Creta, "qua eran mentirosos, malos
bestias, barrigones, perezosos". Al seductor Elimas Mago llámale el mismo
Apóstol hombre lleno de todo fraude y embuste hijo del diablo, enemigo de toda
verdad y justicia".
Si abrimos las colecciones de los Padres, no
topamos más que con rasgos de esta naturaleza, que no dudaron emular a cada
paso en su eterna polémica con los herejes. Citaremos tan sólo uno que otro de
los principales. San Jerónimo, disputando con el hereje Vigilancio, le echo en
cara su antigua profesión de tabernero, y le dice: "Otras cosas aprendiste
(y no teología) desde tu temprana edad; a otros estudios te has dedicado. No es
por cierto cosa que pueda ejecutar bien un mismo hombre, averiguar el valor de
las monedas y el de los textos de la Escritura; catar los vinos y tener
inteligencia de los Profetas y de los Apóstoles". Y se ve que el Santo
controversista les tenía afición a esos modos de desautorizar al adversario,
pues en otra ocasión, atacando al mismo Vigilancio, que negaba la excelencia de
la virginidad y del ayuno, pregúntale con festiva donaire "si lo predicaba
así para no perder el consumo de su taberna." ¡Oh' ¡cuántas cosas
hubiera dicho un crítico liberal, si eso hubiese escrito contra un hereje de
hay uno de nuestros controversistas!
¿Qué diremos de San Juan Crisóstomo en su famosa invectiva
contra Eutropio, que en personal y agresiva no tiene comparación con las tan
agrias de Cicerón contra Catilina o contra Verres? El melifluo Bernardo no era
ciertamente de miel al tratar con los enemigos de su fe. A Arnaldo de Brescia
(gran agitador liberal de su siglo) le llama con todas las letras
"seductor, vaso de injurias, escorpión, lobo cruel." El buen Santo
Tomás de Aquino olvida la calma de sus fríos silogismos para dirigirse en
vehemente apóstrofe contra su adversario Guillermo de Saint-Amour y sus
discípulos, Y llamarlo a boca llena "enemigos de Dios, ministros del
diablo, miembros del Anticristo, ignorantes, perversos, réprobos." Nunca
dijo tanto el insigne Luis Veuillot. El dulcísimo San Buenaventura increpa a
Geraldo con los epítetos de "imprudente' calumniador, espíritu maléfico,
impío, impúdico, ignorante, embustero, malhechor, pérfido e insensato."
Al llegar a la época moderna se nos presenta el tipo encantador de San
Francisco de Sales, que por su exquisita delicadeza y mansedumbre mereció ser
llamado viva imagen del Salvador. ¿Creéis que les guardó consideración
alguna a los herejes de su tiempo y país? ¡Ca! Les perdonó sus injurias, les
colmó de beneficios, procuró hasta salvar la vida a quien había atentado
contra la suya. Llegó a decir a un su rival: "Si me arrancaseis un ojo, no
dejaría con el otro de miraros como hermanos". Pues bien; con los enemigos
de su fe no guardaba clase alguna de temperamento o consideración. Preguntado
por un católico si podía decir mal de un hereje que esparcía sus venenosas
doctrinas, le contestó: "Si, podéis. con tal que no digáis de él cosa
contraria a la verdad, y sólo por el conocimiento que tengáis de su mal modo
de vivir; hablando de lo dudoso como dudoso, y según el grado mayor o menor de
duda que sobre eso tengáis." Más claro lo dejó dicho en su Filolea,
libro tan precioso como popular. Dice así: "Los enemigos declarados de
Dios y de la Iglesia deben ser vituperados lo más que se pueda. La caridad
obliga a cada cual a gritar: "¡Al lobo!" cuando éste se ha metido en
el rebaño, y aun en cualquier lugar en que se le encuentre."
¿Habrá necesidad de dar a nuestros enemigos un curso práctico de retórica y
de critica literaria? He aquí lo que hay sobre la tan decantada cuestión de
las formas agresivas de los escritores ultramontanos, vulgo católicos
verdaderos. La caridad nos prohíbe hacer a otros lo que razonablemente no hemos
de querer para nosotros Nótese el adverbio razonablemente, en el cual está
todo el quid de la cuestión. La diferencia esencial de nuestro modo de ver y
del de los liberales en este asunto, estriba en que estos señores consideran a
los apóstoles del error como simples ciudadanos libres, que en uso de su
perfecto derecho, opinan de otro modo en Religión, y así se creen obligados a
respetar aquélla su opinión y a no contradecir- la más que en los términos
de una discusión libre; al paso que nosotros no vemos en ellos sino enemigos
declarados de la fe que estamos obligados a defender, y en sus errores no
miramos libres opiniones, sino formales herejías y maldades, como enseña la
ley de Dios. Con razón, pues, dice un gran historiador católico a los enemigos
del Catolicismo: "Vosotros os hacéis infames con nuestras acciones; pues
bien, yo os acabaré de cubrir de infamia con mis escritos." Y por igual
tenor enseñaba a la viril generación romana de los primeros tiempos de Roma la
ley de las Doce tablas: Adversus Lostem aeterna auctoritas esto. Que se podría
traducir: "a los enemigos, guerra sin cuartel.
XXIII.- SI ES CONVENIENTE AL COMBATIR EL ERROR,
COMBATIR Y DESAUTORIZAR LA PERSONALIDAD DEL QUE LO SUSTENTA Y PROPALA .
Pero
dirá alguno: "Pasa esto con las doctrinas en abstracto", ¿es
conveniente el combatir el error, por más que sea error cebarse y encarnizarse
en la personalidad del que lo sustentan.
Responderemos a eso, que muchísimas veces sí, es conveniente, y no sólo
conveniente, sino indispensable y meritorio ante Dios y ante la sociedad. Y
aunque bien pudiera deducirse esta afirmación de lo que llevamos anteriormente
expuesto, queremos todavía tratarla exprofeso aquí, pues es grandísima su
importancia.
En efecto; no es poco frecuente la acusación
que se hace al apologista católico de andarse siempre con penalidades; y cuando
se le ha echado en cara a uno de los nuestros lo de que comete una personalidad,
paréceles a los liberales y a los resabiados de Liberalismo, que ya no hay más
que decir para condenarle.
Y no obstante no tienen razón; no, no la
tienen. Las ideas malas han de ser combatidas y desautorizadas, se las ha de
hacer aborrecibles y despreciables y detestables a la multitud, a la que
intentan embaucar y seducir. Mas da la casualidad de que las ideas no se
sostienen por sí propias en el aire, ni por sí propias se difunden y propagan,
ni por sí propias hacen todo el daño a la sociedad. Son como las flechas y
balas que a nadie herirían si no hubiese quien las disparase con el arco o con
el fusil. Al arquero y al fusilero se deben dirigir, pues, primeramente los
tiros del que desee destruir su mortal puntería, y todo otro modo de hacer la
guerra sería tan liberal como se quisiese, pero no tendría sentido común.
Soldados con armas de envenenados proyectiles son los autores y propagandistas
de heréticas doctrinas; sus armas son el libro, el periódico, la arenga
pública, la influencia personal. No basta, pues, ladearse para evitar el tiro,
no; lo primero y más eficaz es dejar inhabilitado al tirador. Así, conviene
desautorizar y desacreditar su libro, periódico o discurso; y no sólo esto,
sino desautorizar y desacreditar en algunos casos su persona. Sí, su persona,
que este es el elemento principal del combate, como el artillero es el elemento
principal de la artillería, no la bomba, ni la pólvora, ni el cañón. Se le
pueden, pues, en ciertos casos sacar en público sus infamias, ridiculizar sus
costumbres, cubrir de ignominia su nombre y apellido Sí, señor; y se puede
hacer en prosa, en verso, en serio y en broma, en grabado y por todas las artes
y por todos los procedimientos que en adelante se puedan inventor. Sólo debe
tenerse en cuenta que no se ponga en servicio de la justicia la mentira. Eso no;
nadie en esto se salga un punto de la verdad, pero dentro de los límites de
ésta, recuérdese aquel dicho de Crétineau-Joly: La verdad es la única
caridad permitida a la historia; y podría añadir: La defensa religiosa y
social.
Los mismos Santos Padres que hemos citado
prueban esta tesis. Aún los títulos de sus obras dicen claramente que, al
combatir las herejías, el primer tiro procuraban dirigirlo a los heresiarcas
Casi todos los títulos de las obras de San Agustín se dirigen al nombre del
autor de la herejía: Contra Fortunatum manichoeum; Adversus Adamanctum; Contra
Felicem; Contra Secundinum; Quis fuerit Petilianus; De gestis Pelagii; Quis
fuerit Julianus, etc. De suerte que casi toda la polémica del grande Agustín
fue personal, agresiva, biográfica, por decirlo así, tanto como doctrinal;
cuerpo a cuerpo con el hereje tanto como contra la herejía. Y así podríamos
decir de todos los Santos Padres.
¿De dónde ha sacado, pues, el Liberalismo la novedad de que
al combatir los errores se debe prescindir de las personas, y aun mimarlas y
acariciarlas? Aténgase a lo que le enseña sobre esto la tradición cristiana,
y déjenos a los ultramontanos defender la fe como se ha defendido siempre en la
Iglesia de Dios. ¡Que hiera la espada del polemista católico, que hiera y que
vaya derecha al corazón; que esta es la única manera real y eficaz de
combatir! .
XXIV.- RESUÉLVESE UNA OBJECIÓN A PRIMERA VISTA GRAVE
CONTRA LA DOCTRINA DE LOS DOS CAPÍTULOS PRECEDENTES.
Dificultad,
a primera vista gravísima, puede al parecer oponerse por nuestros contrarios a
la doctrina que en los anteriores capítulos acabamos de sentar. Nos conviene
dejar de esos escrúpulos (o lo que fueren) limpio y desembarazado nuestro
camino.
El Papa, dicen, es cierto, ha recomendado
diferentes veces a los periódicos católicos la templanza y moderación en las
formas de la polémica, la observancia de la caridad, el huir las maneras
agresivas, los epítetos denigrantes y las injuriosas personalidades. Y esto
dirán ahora, es lo diametralmente opuesto a cuanto acabáis de exponer.
Vamos a demostrar que no hay contradicción
¡válganos Dios entre estas nuestras indicaciones y los sabios consejos del
Papa. Y no nos costará, por fortuna, ponerlo patente.
En efecto: ¿a quién se ha dirigido el Papa en esas sus repetidas
exhortaciones? Siempre a la prensa católica, siempre a los periodistas
católicos, siempre suponiendo que lo son. De consiguiente, es evidente que al
dar tales consejos de moderación y templanza, los refirió a católicos que
trataban con otros católicos cuestiones libres entre ellos; no a católicos que
sostenían contra anticatólicos declarados el recio combate de la fe.
Es evidente que no aludió a las incesantes
batallas entre católicos y liberales; que por lo mismo que el Catolicismo es la
verdad y el Liberalismo la herejía, han de reputarse en buena lógica batallas
entre católicos y herejes. Es evidente que quiso se entendiesen sus consejos
sólo en relación con nuestras disidencias de familia, que no pocas son por
desgracia, y que no pretendió que con los eternos enemigos de la Iglesia y de
la fe luchásemos nosotros con armas sin filo y sin punta, usadas sólo en
justas y torneos. De consiguiente, no hay oposición entre la doctrina sentada
por nosotros y la que contienen los aludidos Breves y Alocuciones de Su Santidad
Porque la oposición en buena lógica debe ser ejusdem, de eodem el secundum
idem. Y aquí nada de esto tiene lugar.
¿Y cómo podría la palabra del Papa
interpretarse rectamente de otra manera? Es regla de sana hermenéutica que un
texto de las Sagradas Letras debe interpretarse en sentido literal, cuando a
este sentido no se opone el restante contexto de los Libros Santos; acudiendo al
sentido libre o figurado cuando aparece dicha oposición. Análogo es lo que
podemos establecer al tratar de la interpretación de los documentos
pontificios.
¿Puede suponerse al Papa en contradicción
con toda la tradición católica desde Jesucristo hasta nuestros días? ¿Pueden
creerse condenados de una plumada el estilo y manera de los más insignes
apologistas y controverstista de la Iglesia, desde San Pablo hasta San Francisco
de Sales? Es evidente que no. Y es evidente que así sería, si debiesen
entenderse tales consejos de moderación y de templanza en el sentido en que
(para su conveniencia particular) los interpreta el criterio liberal. Es, pues,
sólo admisible conclusión la de que el Papa, al dar tales consejos (que para
todo buen católico deben ser preceptos) intentó referirse, no a las polémicas
entre católicos y enemigos del Catolicismo, como son los liberales, sino a la
de los buenos católicos en sus disidencias y diferencias entre sí.
No, no puede ser de otra manera, y lo dice el
mismo sentido común. Nunca en batalla alguna les encargó el capitán a sus
soldados que no hiriesen demasiado al adversario; nunca les recomendó blandura
con él; nunca halagos y consideraciones. La guerra es guerra; y nunca se hizo
de otra manera que ofendiendo. Sospecha lleva de ser traidor el que en el fragor
del combate anda gritando entre las filas de los leales: "¡Cuidado con que
no se disguste el enemigo! ¡no tirarle demasiado al corazón!"
Pero ¿qué más? El mismo Papa Pío IX nos
dio por sí propio la interpretación auténtica de aquellas palabras, y mostró
de qué manera aquellos consejos de templanza y moderación deben aplicarse. A
los sectarios de la Comuna llamó en una ocasión solemnísima demonios, y a los
del Catolicismo-liberal llamo peores que esos demonios. Esta frase dio la vuelta
al mundo, y salida de los labios mansísimos del Papa, quedóle grabada en la
frente al Liberalismo como estigma de eterna execración. ¿Quién, después de
ella. temerá excederse en la dureza de los calificativos?
Y las mismas palabras de la Encíclica Cum
multa, de que tanto ha abusado contra los más firmes católicos la impiedad
liberal, aquellas mismas palabras en que nuestro Santísimo Padre León XIII
encarga a los escritores católicos que "las disputas en defensa de los
sagrados derechos de la Iglesia no se logran con altercados, sino con
moderación y templanza, de suerte que dé al escritor la victoria en la
contienda, más bien el peso de las razones que la violencia y aspereza del
estilo, es evidente que no pueden entenderse más que de las polémicas entre
católicos y católicos sobre el mejor modo de servir a su causa común, no a
las polémicas entre católicos y enemigos declarados del Catolicismo, cuales
son los sectarios formales y conscientes del Liberalismo.
Y la prueba está al ojo con sólo mirar el
contexto de la referida preciosísima Encíclica.
El Papa acaba de exhortar a que se mantengan
unidas las Asociaciones y los individuos católicos. Y después de ponderar las
ventajas de esta unión, señala como media principalísimo para conservarla
esta moderación y templanza en el estilo que acabamos de indicar.
He aquí deducido de esto un argumento que no
tiene contestación.
El Papa recomienda la suavidad del estilo a los escritores
católicos para que les ayude a conservar la paz y la mutua unión. Es así que
esta paz y mutua unión sólo debe quererla el Papa entre católicos y
católicos, y no entre católicos y enemigos del Catolicismo. Luego la suavidad
y moderación que recomienda el Papa a los escritores sólo se refiere a las
polémicas de los católicos entre sí, nunca a las que debe haber entre
católicos y sectarios del error liberal. Más claro. Esta moderación y
templanza la ordena el Papa como medio para el fin de aquella unión. Aquel
media debe, de consiguiente, caracterizarse por este fin al que se ordena. Es
así que este fin es puramente la unión entre católicos, nunca (quia absurdum)
entre católicos y enemigos del Catolicismo. Luego tampoco debe entenderse
aplicada a otra esfera aquella moderación.
XXV.- CONFÍRMASE LO ÚLTIMAMENTE DICHO CON UN MUY
CONCIENZUDO ARTÍCULO DE "LA CIVILTÁ CATTOLICA".
Dudamos
se encuentre salida a este argumento, porque no la tiene. Mas como la materia es
trascendentalísima, y ha sido objeto en estos últimos tiempos de acalorada
controversia; siendo además escasa y de flojo peso nuestra autoridad para
fallar sobre ella en definitiva; habrán de permitirnos nuestros lectores
aduzcamos aquí en pro de nuestras doctrinas voto de más reconocida, por no
decir de incontestable y de incontestada competencia.
Es el de La Civiltá Cattolica, periódico
religioso el primero del mundo, no oficial en su redacción, pero sí en su
origen, pues fue fundado por Breve especial de Pío IX, y por él confiado a los
Padres de la Compañía de Jesús. Este periódico, pues, que no deja sosegar
con sus artículos, ya en serio, ya en sátira, a los liberales de su país, se
vio varias veces reprendido de falta de caridad por esos mismos liberales. Para
contestar a estas farisaicas homilías sobre la templanza y la caridad, publicó
dicha Civiltá un artículo donosísimo y lleno de chiste, a la por que de
profunda filosofía Vamos a reproducirlo aquí para consuelo de nuestros
liberales y desengaño de tantos pobres católicos resabiados que les hacen
coro, escandalizándose a todas horas por nuestra tan anatematizada falta de
moderación.
Dicho artículo se titula: "¡Un poco de
caridad!", y es como sigue:
"Dice De Maistre que la Iglesia y los
Papas nunca pidieron para su causa más que verdad y justicia. Todo al revés de
los liberales, quienes, por cierto saludable horror que deben naturalmente de
tener a la verdad y mucho más a la justicia, no hacen más que pedirnos a todas
horas caridad.
"Cerca de doce años ha que estamos por
nuestra parte asistiendo a este curioso espectáculo que nos dan los liberales
italianos, los que no cesan un punto de mendigar lacrimosamente fastidiosamente,
desvergonzadamente nuestra caridad, suplicándonos, puestos los brazos en cruz,
en prosa y en verso, en folletos y periódicos, en cartas públicas y privadas,
anónimas y seudónimas, directa o indirectamente, que ¡por Dios! tengamos con
ellos un poco de caridad; que no nos permitamos ya más hacer reír al prójimo
a su costa; que no nos entretengamos en examinar tan al por menor y con tantos
perfiles sus elevados escritos; que no seamos tan pertinaces en sacar a luz sus
gloriosas hazañas; que hagamos vista gorda y oídos sordos para con sus
descuidos, solecismos, mentiras, calumnias y mistificaciones; que (en una
palabra) les dejemos vivir en paz.
Pues en definitiva, caridad es caridad; y que no la tengan los liberales, está
muy en su lugar y se comprende perfectamente; pero que no la usen escritores
como los de La Civiltá Cattolica, este sí, que es otro cantar.
"Justo castigo de Dios es que los
liberales, que tanto han aborrecido siempre la publica mendicidad, hasta el
punto de prohibirla en muchos países bajo pena de cárcel, se vean ahora
forzados a hacerse públicos pordioseros, pidiendo de puerta en puerta, como
pícaros reaccionarios... un poco de caridad.
Con cuya edificante conversión al amor de la
mendiguez, han imitado los liberales aquella otra no menos célebre y edificante
conversión de un rico avaro a la virtud de la limosna. El cual, habiendo
asistido una vez al sermón y oído una exhortación muy fervorosa a la
práctica de ella, de tal suerte se conmovió, que llegó a tenerse por
verdaderamente convertido. Y a la verdad, habíale gustado sobremanera el
sermón, tanto que (decía él al salir del templo) es imposible que esos buenos
cristianos que lo han escuchado no me den de vez en cuando y desde hoy en
adelante alguna cosa por caridad. Así nuestros siempre estupendos liberalazos,
después de haber demostrado con hechos y escritos (cada cual según sus
alcances) que le tienen a la caridad el mismo amor que el diablo al agua
bendita: cuando después, oyendo hablar de aquélla, vuelven en sí y recuerdan
que hay en el mundo algo que se llama la virtud de la caridad, y que esa puede
en ocasiones serles de algún provecho, muéstranse de repente furiosamente
enamorados de ella y vanla pidiendo a voz en cuello al Papa, a los Obispos, al
clero, a los frailes, a los periodistas. a todos... hasta a los redactores de La
Civiltá.
"¡Y es preciso oírles cuán bellas
razones saben aducir en su abono! A creerles a ellos, no hablan en eso por
interés propio, ¡santo Dios! sino por el interés de nuestra Religión
santísima, que tienen ellos en las entretelas del corazón, y que no puede
menos que salir muy perjudicada del modo tan poco caritativo con que nosotros la
defendemos. Hablan por el interés de los mismos reaccionarios, y especialmente
(¡quién lo creyera!) por el de nosotros mismos, los redactores de La Civiltá
Cattolica. "¿Qué necesidad tenéis, en efecto (así dicen en tono
confidencial), de meteros en esas peleas? ¿No tenéis bastantes hostilidades
que arrostrar? Sed tolerantes, y lo serán con vosotros vuestros adversarios.
¿Qué os ganáis con este ruin oficio de perros aullando siempre al ladrón? Y
si a la postre salís de eso molidos y apaleados, ¿a quién debéis la culpa
sino a vosotros mismos, que os lo andáis buscando, al parecer, con el mayor
empeño?"
"Sabia y desinteresada manera de
discurrir, que no tiene otro defecto que el de ser muy parecida a aquella que en
la novela I pro messi spossi recomendaba a Renzo Tramaglino el comisario de
policía, cuando a las buenas quería llevarle a la cárcel, porque presumía
que a las malos el mancebo no se había de dejar conducir "Creedme (le
decía a Renzo), creedme a mí, que soy práctico en esas cosas. Caminad pasito
y en derechura, sin ladearos acá ni allá, sin que os noten; así nadie
reparará en nosotros, nadie advertirá lo que hay, y conserváis así vuestro
honor.
"Mas aquí observa Manzoni que "de
tan galanas razones Renzo no creía ni una, ni que el comisario le quisiese a
él, ni que tomase muy a pecho su honra y reputación, ni que de veras tuviese
intención alguna de favorecerle. De suerte que tales exhortaciones no sirvieron
más que de confirmarle en el designio ya preconcebido de portarse enteramente
al revés."
"Designio que (hablando en plata) estamos
muy tentados de formar también nosotros. Porque no sabemos, a fe, persuadirnos
de que a los liberales les importe poco o mucho el daño mucho o poco que
podamos causar a la Religión, o de que se tomen gran pena por lo que realmente
a nosotros pueda convenirnos. Creemos, al contrario, que si los liberales
juzgasen verdaderamente que nuestro modo de vivir perjudicaba a la Religión, o
siquiera a nosotros mismos, no solamente guardaríanse de advertírnoslo, sino
que antes bien nos alentarían con aplausos.
"Y se nos figure que ese hacerse el
celoso y ese rogarnos que modifiquemos nuestro estilo, son clara señal de que
nada pierde en eso por culpa nuestra la Religión, y que nuestros escritos
tienen algunos lectores, lo cual para el escritor no deja de ser siempre algún
consuelo.
"Y por lo que toca a nuestro interés y
al principio utilitario, toda vez que los liberales han sido con justa razón
tenidos siempre por grandes maestros en este particular, y tienen fama de haber
aplicado este principio más bien en provecho propio que en favor nuestro,
habrán de permitirnos creer, como hasta hoy hemos creído, que en todo este
negocio que se ventila sobre nuestro modo de escribir contra ellos, no somos
nosotros los que más perjudicados salimos, ni es la Religión.
"Por lo cual habiendo manifestado esta
nuestra pobre opinión! y supuesto que las razones que podríamos llamar
intrínsecas e independientes del principio utilitario, que alegan los liberales
en favor propio y contra nuestro modo de escribir, han sido muchas veces
refutadas en las pasadas series de La Civilta Cattolica, no nos restaría aquí
más que despedir con buenos modos a esos mendigos de nuevo cuño,
advirtiéndoles hagan en adelante su oficio de abogados en causa propia, mejor
de lo que lo hacían con Renzo aquéllos dichos esbirros del siglo XVII. Mas
porque no dejan aun alguno de ellos de seguir pordioseando, y recientemente han
publicado en Perusa un opúsculo con el título: "¿Qué es el llamado
partido católico?" en que no se hace más que mendigarle a La Civiltá
Cattolica un poco de caridad, no será inútil repitamos una vez más en. el
principio de esta quinta serie las mismas antiguas respuestas contra las mismas
antiguas objeciones. Y también será eso gran obra caritativa. No ciertamente
aquella que nos piden los liberales, sino otra que tiene también su mérito,
cual es el de escucharlos con paciencia, no sabemos ya si por la centésima vez.
No merece menos el tono humilde y quejumbroso con que de
algún tiempo acá nos andan pidiendo un poco de caridad.
XXVI.- CONTINÚA LA HERMOSA Y CONTUNDENTE CITA DE
"LA CIVILTÁ CATTOLICA".
"Si nos piden (dice) los liberales la
verdadera caridad, única que les conviene y única que nosotros como redactores
de La Civiltá Catolica les podemos y debemos dar, tan lejos andamos de querer
negársela, que, al revés, creemos habérsela prodigado muy mucho hasta ahora,
si no según todas sus necesidades, al menos según nuestra posibilidad. Es
intolerable abuso de palabras el que cometen por ahí los liberales, diciendo
que no usamos con ellos de caridad. La caridad, una en su principio, es varia y
multiforme en sus obras. Tanto usa muchas veces de la caridad el padre que
reciamente pega a su hijo, como el que le cubre de besos. Y muy fácil es que
sea muy a menudo manar para con su hijo la caridad del padre que le besa que la
del que le sacude.
Nosotros pegamos a los liberales, no puede
negarse, y les pegamos muy a menudo; con meras palabras, por supuesto. Pero ¿se
podrá decir por esto que no les amamos?, ¿que no tenemos para con ellos
caridad? Esto podráse decir más bien de lo que contra las prescripciones de la
caridad interpretan mal las intenciones del prójimo En cuanto a nosotros, lo
más que podrán decir los liberales es que la caridad con que les tratamos no
es la que ellos desean. Mas no por eso deja de ser caridad, sí, señor, y es
mucha caridad, y pues sor ellos quienes piden caridad y nosotros quienes se la
regalamos de balde, bien podrían recordar aquí aquel viejo refrán que dice:
"A caballo regalado no le mires el pelo".
"Quisieran ellos la caridad de que les
alabásemos, admirásemos, apoyásemos, o de que por le. menos les dejásemos
obrar, a sus anchas. Nosotros, al revés, no queremos hacerles sino la caridad
de gritarles, reprenderles, excitarles por mil modos a salir de su mal camino.
Cuando sueltan una mentira, o plantan una calumnia, o pillan los bienes ajenos,
quisieran esos liberales que nosotros les cubriésemos esos y otros pecadillos
veniales con el manto de la caridad. Nosotros, al contrario, les apostrofamos de
ladrones, embusteros y calumniadores, ejerciendo con ellos la caridad más
exquisita de todas, la de no adular ni engañar a aquellos a quienes queramos
bien. Cuando se les escape algún disparate gramatical, de ortografía, de
lenguaje, o simplemente de lógica, quisieran ellos que hiciésemos sobre eso la
vista gorda, y lloran y gimotean cuando de eso les advertimos en público,
quejándose de que faltamos a la caridad. Nosotros, al revés, hacemos con ellos
la buena obra de obligarles como a palpar con sus propias manos una cosa que
deben saber, y es que no son tan grandes maestros como se les figura, que no
llegan más que a medianejos estudiantes; y así procuramos en lo que podemos,
promover en Italia el cultivo de las bellas artes, y en el corazón de esos
liberales el ejercicio de la humildad cristiana, de la cual se sabe tienen harta
necesidad.
"Quisieran sobre todo esos señores
liberales que se les tomase siempre muy en serio, que se les estimase,
reverenciase, y obsequiase y tratase como personajes de importancia;
resignaríanse a que se les refutase, sí, pero sombrero en mano, inclinando el
cuerpo y baja la cabeza en reverente y humildosa actitud. De donde vienen sus
quejas cuando alguna vez se les pone en solfa, como se suele decir, esto es, en
caricatura, a ellos, los padres de la patria, los héroes del siglo, los
italianos de verdad, la "propia Italia, Como suelen decir de sí mismos en
más compendiosa expresión.. ¿Quién tiene, empero, la culpa, si es tan
ridícula esa pretensión que al mismo Eleráclito le hiciera soltar la
carcajada?
"¡Pues qué! ¿Hemos de estar siempre ahogando todo movimiento natural de
risa?
"Dejarnos reír cuando ciertamente no se
puede pasar por menos, es también obra de misericordia, que los liberales
podrían otorgarnos con toda voluntad, ya que por su parte nada les cuesta.
Cualquiera comprenderá muy bien que así como hacer reír honestamente a costa
del vicio y de los viciosos es de suyo cosa muy buena, según aquello de
castigat ridendo mores, y aquello otro de ridendo dicere vetum, quid vetat? así
hacer reír alguna que otra vez a nuestros lectores a costa de los liberales, es
verdadera obra de misericordia y caridad, para los mismos lectores, que
ciertamente, no han de estar siempre serios y con la cuerda tirante mientras
leen el periódico. Y al fin y al cabo los mismos liberales, si bien lo
consideran, ganan mucho en que se rían los otros a costa de ellos, por cuanto
de esta suerte viene a conocer todo el mundo, que no son a voces todos sus
hechos tan horribles y espantables como pudiera parecer, ya que la risa no
suelen provocarla de ordinario más que las deformidades inofensivas.
"¿No nos agradecerán alguna vez el
carácter de inocentonas con que procuramos presentar algunas de sus picardías?
Y ¿cómo no advierten que no hay medio más eficaz para lograr se corrijan de
ellas, que esta chacota y risa con que se mueve a sabiendas todo aquel que las
ve por nosotros puestas en su debida luz? Y ¿cómo no ven que no tienen derecho
alguno para acusarnos, cuando así lo hacemos, de no obrar con ellos como manda
la caridad?
"Si hubiesen leído la vida de su gran
Victor Alfieri, escrita por él mismo, sabrían que, cuando chicuelo, su madre,
que lo quería muy bien educado, solía, cuando le atrapaba en alguna travesura,
mandarle ir a Misa con la gorra de dormir. Y cuenta Alfieri que este castigo,
que no hacía sino ponerle algo en ridículo, de tal suerte se afligió una vez,
que por más de tres meses se portó del modo más intachable. "Después de
lo cual (dice él), al primer amago de rareza o travesura, amenazábanme con la
aborrecida gorra de dormir, y al punto entraba yo temblando en la línea de mis
deberes. Después, habiendo caído un día en cierta faltilla, para excusar la
cual le dije a mi señora madre una solemne mentira, fui de nuevo sentenciado a
llevar en público la gorra de dormir. Llegó la hora; puesta la tal gorra en la
cabeza, llorando yo y aullando, me tomó de la mano el ayo para salir y me
empujaba por detrás el criado". Pero por más que llorase y aullase y
pidiese inexorable; y ¿cuál fue el resultado? "Fue, continúa Alfieri,
que por me atreví a soltar ninguna otra mentira: y ¡quién bendita gorra de
dormir debo yo el haber salido más enemigos de aquella!" En cuya última
frase el fariseo que siempre suele tenerse por mejor.
"No insistan, pues, los liberales en
quejársenos de que no les tratamos con caridad. Digan más bien si quieren que
la caridad que nosotros les damos, esa no la reciben de buena gana. Lo sabíamos
ya. Mas eso no prueba sino que por su estragado gusto necesitan ser tratados con
la sable caridad que gastan los cirujanos con sus enfermos, o los médicos del
manicomio con sus locos, o las buenas madres con sus hijos embusteros.
"Mas aunque fuese verdad que no tratamos
con caridad a los liberales, y que los tales nada de eso han de agradecernos, no
por eso tendrían ellos derecho alguno a quejarse de nosotros. Sabido es que no
a todo el mundo se puede hacer caridad. Nuestras facultades son muy escasas:
hacemos la caridad según la medida de ellas, prefiriendo, como es nuestro
deber, a aquellos que nos manda preferir la misma ley de la caridad bien
ordenada.
"Decimos nosotros (entiéndase bien) que
hacemos a los liberales toda la caridad que podemos, y creemos haberlo
demostrado. Mas en la suposición de que no la hagamos, insistimos aún en que
no por eso han de abrumarnos a quejas los liberales. He aquí un símil que hace
muy a nuestro caso. Está un asesino con su puñal agarrado a un pobre inocente
para clavárselo al garguero. Acierta a pasar de pronto un quídam que lleva en
la mano un buen garrote, y le arrima al asesino un firme garrotazo a la cabeza,
lo aturde, lo ata, lo entrega a la justicia, y Libra así, por su buena
estrella, de la muerte a un inocente, y de un malvado a la sociedad.
"Este tercero ¿ha faltado en nada a la
caridad? Si hemos de escuchar al asesino, a quien es regular le duela el
porrazo, claro que sí. Dirá tal vez, que contra lo que se llama norma
incuipatae tutelae, el golpe fue asaz recio, y que con serlo menos podía
bastar. Pero, a excepción del asesino, alabarán todos al pasajero, y dirán
que verificó un acto, no sólo de valor, sí que de caridad, no en favor del
asesino, ciertamente, sino en favor de su víctima. Y que si por salvar a éste
abrió los cascos a aquel, sin tener tiempo de medir muy escrupulosamente la
fuerza del golpe, no fue ciertamente por falta de caridad, sino porque la
urgencia del lance era tal, que no se podía usar de caridad para con el uno sin
sacudirle lindamente al otro, y eso sin pararse en sutilezas sobre el más o el
menos de la: inculpata tutela.
"Apliquemos la parábola. Se da a luz por
ejemplo, un folleto maldiciente, calumnioso y escandaloso contra la Iglesia,
contra el Papa, contra el clero, contra cualquier cosa buena. Creen muchos que
todo lo de aquel folleto es pura verdad, supuesto que es su autor un célebre,
distinguido honrado escritor, cualquiera que sea. Si alguien para defender a los
calumniados y para librar del error a los lectores, le arrima unas cuantos
varapalos al desvergonzado autor, ¿habrá aquél faltado a la caridad?
"No podrán ahora negar los liberales que
se encuentran ellos más a menudo en el caso de salteadores que en el de
víctimas. ¿Qué maravilla será, de consiguiente, que lleven por ello algún
trancazo? ¿Qué tendrá de extraño se quejen de que no se les trate con
caridad?
Ensayen empero no ser ellos tan bravucones y buscarruidos; acostúmbrense a
respetar los bienes y la honra de los demás; no suelten tanta mentira; no
derramen tanta calumnia; piénsenlo un poco antes de dar su fallo sobre
cualquier cosa; tengan en más las leyes de la lógica y de la gramática; sean
sobre todo honrados. como poco ha se lo aconsejó el barón de Ricasoli, con
poca esperanza de buen éxito, a pesar de la autoridad y ejemplos de tal
consejero, y podrán entonces querellarse con razón si no se les trata, como de
la libertad, pretenden ser absolutos monopolizadores.
"Mas ya que obran tan mal como escriben; ya que andan
siempre con el partial a la garganta de la verdad y de la inocencia. asesinos de
una y de otra con sus hechos y con sus libros, lleven en paciencia si no podemos
en nuestros periódicos prodigarles otra caridad que aquella algo dura que
creemos, aun contra su parecer, es la más provechosa, así a ellos como a la
causa de los hombres de bien".
XXVII.- EN QUE SE DA FIN A LA TAN OPORTUNA COMO
DECISIVA CITA DE "LA CIVILTÁ CATTOLICA".
"Hemos
defendido (prosigue) contra los liberales nuestra manera especial de escribir,
demostrando que no puede estar más conforme a aquella caridad que tan de
continuo nos están encomendando. Y porque hablábamos hasta aquí con
liberales, a nadie habrá causado maravilla el tono irónico que hemos venido
empleando con ellos, no pareciéndonos, por cierto, exceso de crueldad oponer a
los dichos Y hechos del Liberalismo ese poquitillo de figuras retóricas. Mas ya
que tocamos hoy este asunto, no será quizá ocioso que, cambiando por supuesto
de estilo, y repitiendo ahora lo que ya en otra ocasión hemos escrito a igual
propósito, demos fin a este artículo con algunas palabras dirigidas en serio y
con todo respeto, a los que no siendo en modo alguno liberales, antes siendo
firmes adversarios de tal doctrina, puedan no obstante creer que jamás es
licito, escríbase contra quien se quiera, salirse de ciertas formas de respeto
y caridad, a que tal vez han .juzgado no se conformaban bastante nuestros
escritos".
"A cual censure queriendo contestar
nosotros, ya por el respeto que a esos tales debemos, ya por el interés que
tenemos en nuestra propia defensa, no creemos poder hacerlo más cumplidamente
que resumiendo aquí, con brevedad, la apología que de sí mismo hace muy
extensamente el P. Mamachi, de la S. O. de Predicadores, en la Introducción al
libro III de su doctísima obra: Del libre derecho de la iglesia de adquirir y
poseer bienes temporales. "Algunos, dice, si bien confiesan quedar
convencidos de nuestras razones, decláramos, sin embargo, amigablemente que
hubieran deseado, en las respuestas que damos a nuestros adversarios, mayor
moderación. No hemos combatido por nosotros, sino por la causa de Nuestro
Señor y de la Iglesia. y por más que se nos haya atacado con manifiestas
mentiras y con atroces imposturas, no hemos querido salir jamás en defensa de
nuestra persona. Si empleamos, pues, alguna expresión que pueda parecer a
alguien áspera o punzante, no se nos hará la injusticia de pensar que provenga
eso de mal corazón nuestro o rencor que tengamos contra los escritores que
combatimos, supuesto que no hemos recibido de ellos injurias, ni siquiera les
tratamos o conocemos. El celo que debemos todos tener por la causa de Dios es
quien nos ha puesto en el caso de gritar y de levantar como voz de trompeta
nuestra voz.
"-Pero ¿y el decoro del hombre honrado?
¿Y las leyes de la caridad? ¿Y las máximas y ejemplos de los Santos? ¿Y los
preceptos de los Apóstoles? ¿Y el espíritu de Jesucristo?
"Poquito a poco, Es verdad que los hombres extraviados y errados han de ser
tratados con caridad, mas eso ha de ser cuando hay fundada esperanza de
llevarlos con tal procedimiento a la verdad; si no hay tal esperanza, y sobre
todo si está probado por la experiencia que callando nosotros y no descubriendo
al público el temple y humor del que esparce errores, redunda eso en gravísimo
daño de los pueblos, es crueldad no levantar muy libremente el grito contra tal
propagandista, y dejar de echarle en rostro las invectivas que tiene muy
merecidas.
"De las leyes de la caridad cristiana
tenían, a fe, muy claro conocimiento los Santos Padres. Por esto el angélico
doctor Santo Tomas de Aquino, al principio de su célebre opúsculo Contra los
implanadores de la Religión, presenta a Guillermo y a sus secuaces (que por
cierto no estaban aún condenados por la Iglesia) como enemigos de Dios,
ministros del diablo, miembros del Anticristo, enemigos de la salud del género
humano, difamadores, sembradores de blasfemias, réprobos, perversos,
ignorantes, iguales a Faraón, peores que Jovíniano y Vigilancio." ¿Hemos
acaso nosotros llegado a tanto?
"Contemporáneo de Santo Tomás fue San
Buenaventura, el cual juzga deber increpar con la mayor dureza a Geraldo,
llamándole "protervo, calumniador, loco, impío, que añadía necedad a
necedad, estafador, envenenador, ignorante, embustero, malvado, insensato,
perdido." ¿Alguna vez hemos llamado nosotros así a nuestros adversarios?
"Muy justamente (prosigue el P. Mamachi)
es llamado melifluo San Bernardo. No nos detendremos en copiar aquí cuanto
escribió durísimamente contra Abelardo. Nos contentaremos con citar lo que
escribe contra Arnaldo de Brescia, pues habiendo éste izado bandera contra el
clero y habiéndole querido privar de sus bienes fue uno de los precursores de
los políticos de nuestros tiempos. Trátale pues, el Santo Doctor de
"desordenado, vagabundo, impostor, vaso de ignominia, escorpión vomitado
de Brescia, visto con horror en Roma y con abominación en Alemania, desdeñado
del Sumo Pontífice, afamado por el diablo, obrador de iniquidad, devorador del
pueblo, boca llena de maldición, sembrador de discordias, fabricador de cismas,
fiero lobo".
"San Gregorio Magno, reprendiendo a Juan,
obispo de Constantinopla, le echa en cara su "profano y nefando orgullo, su
soberbia de Lucifer, sus necias palabras, su vanidad, su corto talento, ``No de
otro modo hablaron los Santos Fulgencio, Próspero, Jerónimo, Siricio Papa,
Juan Crisóstomo, Ambrosio, Gregorio Naciarcen, Basilio, Hilario, Atanasio,
Alejandro obispo de Alejandría, los santos mátires Cornelio y Cipriano,
Atenágora, Ireneo, Policarpo, Iguacio mártir, Clemente, todos los Padres en
fin, que en los mejores tiempos de la Iglesia se distinguieron por su heroica
caridad.
"Omitiré describir los cáusticos
aplicados por algunos de éstos a los sofistas de su tiempo, aunque menos
delirante que los de los nuestros, y agitados de menos ardientes pasiones
políticas.
"Citare sólo algunos pasajes de San Agustín, quien observó "que los
herejes son tan insolentes como poco sufridos en la reprensión; que muchos, por
sufrir la corrección, apostrofan de buscarruidos y de disputadores a aquellos
que les reprenden>; añadiendo "que algunos extraviados han de ser
tratados con cierta caritativa aspereza, Veamos ahora cómo seguía él estos
sus propios documentos. A varios llama "seductores, malvados, ciegos,
tontos, hinchados de soberbia, calumniadores"; a otros, "embusteros de
cuyas bocas no salen más que monstruosas mentiras, perversos, maldicientes,
delirantes"; a otros, "neciamente locuaces, furiosos, frenéticos,
entendimientos de tinieblas, rostros desvengonzados, lenguas procaces, Y a
Juliano le decía: "O a sabiendas calumnias, fingiendo tales cosas, o no
sabes lo que dices, por creer a embusteros"; y en otro lugar le llama
"tramposo, mentiroso, de no sano juicio, calumniador, necio.".
"Digan ahora nuestros acusadores, ¿hemos
dicho nosotros algo de eso, o siquiera mucho menos?"
"Mas basta ya de ese extracto, en el cual no hemos puesto palabra nuestra,
aunque algunas hemos omitido de dicho P. Mamachi, entre otras las citas de los
lugares de los Santos Padres, por deseo de abreviar. Por igual razón no hemos
extractado la parte de la defensa, en que dicho Padre saca del Evangelio iguales
ejemplos de caritativa aspereza.
"De tales ejemplos, pues, bien pueden
deducir nuestros amables censuras, que en cualquier motivo en que afiancen su
crítica, sea en un principio moral, sea en reglas de conveniencia social y
literaria, si no queremos decir que su opinión resulta plenamente refutada por
el ejemplo de tantos Santos, que fueron a la vez excelentes literatos, queda por
lo menos muy desautorizada y muy de incierto valor.
"Y si a la autoridad de los ejemplos
quiere verse reunida la de las razones, muy breve y claramente las expuso el
cardenal Pallavicini, en el capítulo II del libro de su Historia del Concilio
de Trento. En la cual dicho autor, antes de empezar a probar como fue Sarpi
Malvado, de maldad notoria, falsificador, reo de enormes felonías, despreciador
de toda religión, impío y apóstata", dice entre otras cosas, que
"así como es caridad no perdonar la vida a un malhechor, para salvar a
muchos inocentes, así es caridad no perdonar la fama de un impío, para salvar
la honra de muchos buenos." Permite toda ley que, para defender a un
cliente de un falso testigo, se aduzca en juicio y se pruebe lo que a éste
puede infamarle, y que en otra ocasión el decirlo seria castigado con
gravísima pena. Por esto yo, defendiendo en este tribunal del mundo, no a un
particular cliente, sino a toda la Iglesia católica, seria vil prevaricador si
no opusiese al testigo falso aquellas notes y tachas que desvirtúan y anulan su
testimonio.
"Si, pues, todos creerían prevaricador
al abogado que, pudiendo demostrar que su acusador es un calumniador, no lo
hiciese por razones de caridad, ¿por qué no se ha de comprender de igual
manera que, por lo menos, no puede acusarse de haber violado la caridad al que
hace lo mismo con los perseguidores de toda clase de inocencia? Sería esto
desconocer la instrucción que da San Francisco de Sales en su Filotea al final
del capítulo XX de la parte II. "De eso, dice, exceptuad a los enemigos
declarados de Dios y de su Iglesia, los cuales deben ser difamados tanto como se
pueda (por supuesto, sin faltar a la verdad), siendo gran obra de caridad
gritar: "¡Al lobo!" cuando está entre el rebaño o en cualquier
lugar en que se le divise."
Hasta aquí La Civilta Cattolica (vol. I ser. V, página 27),
cuyo artículo tiene la fuerza de su elevado y respetabilísimo origen, la
fuerza de las razones incontrovertibles que aduce; la fuerza, por fin, de los
gloriosos testimonios que emplaza. Nos parece que con mucho menos baste para
convencer a quien no sea liberal o miserablemente resabiado de Liberalismo.
XXVIII.- SI HAY O PUEDE HABER EN LA IGLESIA MINISTROS
DE DIOS ATACADOS DEL HORRIBLE CONTAGIO DEL LIBERALISMO.
En
gran manera favorece al Liberalismo el hecho, por desgracia harto común y
frecuente, de que se encuentren algunos eclesiásticos contagiados de este
error. En estos casos la singular teología de ciertas gentes convierte desde
luego en argumento de gran peso la opinión o los actos de tal o cual persona
eclesiástica. y de eso hemos tenido deplorabilísimas experiencias en todos
tiempos los católicos españoles. Conviene, pues, salvando todos los respetos,
tocar ahora este punto y preguntar con sinceridad y buena fe: ¿Puede haber
también ministros de la Iglesia maleados del Liberalismo?
Sí amigo lector, si puede haber también por
desdicha ministros de la Iglesia liberales, y los hay de esta secta fieros, y
los hay mansos, y los hay únicamente resabiados. Exactamente como sucede entre
los seglares.
No está exento el ministro de Dios de pagar
miserable tributo a las humanas flaquezas, y de consiguiente lo ha pagado
también repetidas veces el error contra la fe.
¿Y qué tiene esto de particular, cuando no
ha habido apenas herejía alguna en la Iglesia de Dios que no haya sido elevada
o propagada por algún clérigo? Más aún: es históricamente cierto, que no
han dado qué hacer ni han medrado en siglo alguno las herejías que no han
empezado por tener clérigos a su devoción.
El clérigo apóstata es el primer factor que
busca el diablo para esta su obra de rebelión. Necesita presentarla en algún
modo autorizada a los ojos de los incautos, y para eso nada le sirve tanto como
el refrendo de algún ministro de la Iglesia. Y como, por desgracia, nunca
faltan en ella clérigos corrompidos en sus costumbres, camino el más común de
la herejía; o ciegos de soberbia, causa también muy usual de todo error; de
ahí que nunca le han faltado a éste apóstoles y fautores eclesiásticos,
cualquiera que haya sido la forma con que se ha presentado en la sociedad
cristiana.
Judas, que empezó en el propio apostolado a
murmurar y a sembrar recelos contra el Salvador, y acabó por venderle a sus
enemigos, es el primer tipo del sacerdote apóstata y sembrador de cizaña entre
sus hermanos; y Judas, adviértase, fue uno de los doce primeros sacerdotes
ordenados por el mismo Redentor.
La secta de los Nicolaítas tomó origen del
diácono Nicolás, uno de los siete primeros diáconos ordenados por los
Apóstoles para el servicio de la Iglesia, y compañero de San Esteban,
protomártir.
Paulo de Samosata, gran heresiarca del siglo
III, era obispo de Antioquía.
De los Novacianos, que tanto perturbaron con
su cisma a la Iglesia universal, fue padre y autor el presbítero de Roma,
Novaciano.
Melecio, obispo de la Tebaida, fue autor y
jefe del misma de los Melecianos.
Tertuliano, asimismo sacerdote y elocuente
apologista, cae y muere en la herejía de los Montanistas.
Entre los Priscilianistas españoles, que tanto escándalo causaron en nuestra
patria en el siglo IV, figuran los nombres de Instancio y Salviano, dos obispos,
a quienes desenmascaró y combatió Higinio; fueron condenados en un concilio
reunido en Zaragoza.
El principal heresiarca que ha tenido tal vez la Iglesia fue Arrio, autor del
Arrianismo, que llegó a arrastrar en pos de sí tantos reinos como el
Luteranismo de hoy. Arrio fue un sacerdote de Alejandría, despechado por no
haber alcanzado la dignidad episcopal. Y clero arriano lo hubo en esta secta,
hasta el punto de que gran parte del mundo no tuvo otros obispos ni sacerdotes
durante mucho tiempo.
Nestorio, otro de los famosísimos herejes de
los primeros siglos, fue monje, sacerdote, obispo de Constantinopla y gran
predicador. De él procedió el Nestorianismo.
Eutiques, autor del Eutiquismo, era
presbítero y abad de un monasterio de Constantinopla.
Vigilancio, el hereje tabernero tan donosamente satirizado por San Jerónimo,
había sido ordenado sacerdote en Barcelona.
Pelagio, autor del Pelagianismo, que fue
objeto de casi todas las polémicas de San Agustín, era monje, adoctrinado en
sus errores sobre la gracia por Teodoro, obispo de Mopsuesta.
El gran cisma de los Donatistas llegó a contar gran número de clérigos y
obispos.
De éstos dice un moderno historiador (Amat,
Hist. de la Iglesia de J. C.): "Todos imitaron luego la altivez de su jefe
Donato, y poseídos de una especie de fanatismo de amor propio, no hubo
evidencia, ni obsequio, ni amenaza que pudiese apartarlos de su dictamen. Los
obispos se creían infalibles e impecables; los particulares en estas ideas se
imaginaban seguros siguiendo a sus obispos, aun contra la evidencia".
De los herejes Monotelistas fue padre y doctor
Sergio, patriarca de Costantinopla.
De los herejes Adopcianos, Felix, obispo de
Urgel.
En la secta Iconoclasta cayeron Constantino,
obispo de Natolia; Tomás, obispo de Claudiópolis, y otros Prelados, a los
cuales combatió Sari (lerman, patriarca de Constantinopla.
Del gran cisma de Oriente no hay que decir quiénes fueron los autores, pues
sabido es lo fueron Focio, patriarca de Constantinopla, y sus obispos
sufragáneos.
Berengario, el perverso impugnador de la
Sagrada Eucaristía, fue arcediano de la catedral de Angers.
Vicleff, uno de los precursores de Lutero, era
párroco de Inglaterra; Juan Huss, su compañero de herejía, era también
párroco de Bohemia. Fueron ambos ajusticiados como jefes de los Viclefitas y
Husitas.
De Lutero sólo necesitamos recordar que fue
monje agustino de Witemberg.
Zuinglio era párroco de Zurich.
De Jansenio, autor del maldito Jansenismo,
¿quién no sabe que era obispo de Iprés?
El cisma anglicano, promovido por la lujuria
de Enrique VIII, fue principalmente apoyado por su favorito el arzobispo Crammer.
En la revolución francesa, los más graves
escándalos en la iglesia de Dios los dieron los curas y obispos
revolucionarios. Horror y espanto causan las apóstasías que afligieron a los
buenos en aquellos tristísimos tiempos. La Asamblea francesa presenció con
este motivo escenas que puede leer el curioso en Henrion o en cualquier otro
historiador .
Lo mismo sucedió después en Italia.
Conocidas son las apostasías públicas de Gioberti y fray Pantaleone, de
Passaglia, del cardenal Andrea.
En España hubo clérigos en los clubs de la
primera época constitucional, clérigos en los incendios de los conventos,
clérigos impíos en las Cortes, clérigos en las barricadas, clérigos en los
primeros introductores del Protestantismo después de 1869. Obispos jansenistas
los hubo en abundancia en el reinado de Carlos III. (Véase sobre esto el tomo
III de los Heterodoxos, por Menéndez Pelayo.)
Varios de éstos pidieron, y muchos aplaudieron en sendas
pastorales, la inicua expulsión de la Compañía de Jesús. Hoy mismo en varias
diócesis españolas son conocidos públicamente algunos clérigos apostatas, y
casados inmediatamente, como es lógico y natural.
Conste, pues, que desde Judas hasta el ex-Padre Jacinto la raza de los ministros
de la Iglesia traidores a su Jefe y vendidos a la herejía, se sucede sin
interrupción. Que al lado y enfrente de la tradición de la verdad, hay
también en la sociedad cristiana la tradición del error; en contraste con la
sucesión apostólica de los ministros buenos, tiene el infierno la sucesión
diabólica de los ministros pervertidos. Lo cual no debe escandalizar a nadie.
Recuérdese a propósito de esto la sentencia del Apóstol, que no se olvidó de
prevenirnos: Es preciso que haya herejías, para que se manifieste quiénes son
entre vosotros los verdaderamente probados.
XXIX.- ¿QUÉ CONDUCTA DEBE OBSERVAR EL BUEN CATÓLICO
CON TALES MINISTROS DE DIOS CONTAGIADOS DE LIBERALISMO?
Está
bien, dirá alguno al llegar aquí. Todo esto es facilísimo de comprender, y
basta haber medianamente hojeado la historia para tenerlo por averiguado. Mas lo
delicado y espinoso es exponer cuál debe ser la conducta que con tales
ministros de la Iglesia extraviados debe observar el fiel seglar, santamente
celoso de la pureza de su fe así como de los legítimos fueros de la autoridad.
Es indispensable establecer aquí varias
distinciones y clasificaciones, y responder diferentemente a cada una de ellas.
1.º Puede darse el caso de un ministro de la
Iglesia públicamente condenado como liberal por ella. En este caso bastará
recordar que deja de ser católico (en cuanto a merecer la consideración de
tal) todo fiel, eclesiástico o seglar, a quien la Iglesia separa de su seno,
mientras por una verdadera retractación y formal arrepentimiento no sea otra
vez admitido a la comunión de los fieles. Cuando así suceda con un ministro de
la Iglesia, es lobo el tal; no es pastor, ni siquiera oveja. Evitarle conviene,
y sobre todo rogar por el.
2.º Puede darse el caso de un ministro de la
Iglesia caído en la herejía, pero sin haber sido aún oficialmente declarado
culpable por la referida Iglesia. En este caso es preciso obrar con mayor
circunspección. Un ministro de la Iglesia caído en error contra la fe, no
puede ser oficialmente desautorizado más que por quien tenga sobre el
Jerárquica jurisdicción. Puede, sin embargo, en el terreno de la polémica
meramente científica, ser combatido por sus errores y convicto de ellos,
dejando siempre la última palabra, o sea el fallo de la polémica, a la
autoridad, única infalible, del Maestro universal. Gran regla, estamos por
decir única regla en todo, es la práctica constante de la Iglesia de Dios,
según aquello de un Santo Padre Quod semper quad ubique, quad ad omnibus. Pues
bien. Así se ha procedido siempre en la Iglesia de Dios. Los particulares han
visto en un eclesiástico doctrinas opuestas a las que se han enseñado
comúnmente únicas sanas. Han dado el grito sobre ellas, se han lanzado a
combatirlas en el libro, en el folleto, de viva voz, y han pedido de esta suerte
al magisterio infalible de Roma el fallo decisivo. Son los ladridos del perro
que advierten al pastor. Apenas hubo herejía alguna en el Catolicismo que no se
empezase a confundir y desenmascarar de esta manera.
3.º Puede darse el caso de que el infeliz
extraviado sea un ministro de la Iglesia, al cual debamos estar particularmente
subordinados. Es preciso entonces proceder todavía con más mesura y mayor
discreción. Hay que respetar siempre en él la autoridad de Dios, hasta que la
Iglesia lo declare desposeído de allá, Si el error es dudoso, hay que llamar
sobre él la atención de sus superiores inmediatos para que le pidan sobre ello
clara explicación. Si el error es evidente, no por esto es lícito constituirse
en inmediata rebeldía, sino que es preciso contentarse con la resistencia
pasiva a aquella autoridad, en lo que aparezca evidentemente en contradicción
con las doctrinas reconocidas por sanas en la Iglesia. Guardarle se debe empero
todo respeto exterior, obedecerle en lo que no aparezca dañada ni dañosa su
enseñanza, resistirle pacífica y respetuosamente en lo que se aparte de la
común sentencia católica.
4.º Puede darse el caso (y es el más
general) de que el extravío de un ministro de la Iglesia no verse sobre puntos
concretos de doctrina católica, sino sobre ciertas apreciaciones de hechos o
personas, ligadas más o menos con ella. En este caso aconseja la prudencia
cristiana mirar con prevención al tal sacerdote resabiado, preferir a los suyos
los consejos de quien no tenga tales resabios recordar a propósito de esto la
máxima del Salvador: Un poco de levadura hace fermentar toda la masa." De
consiguiente, una prudente desconfianza es aquí la regla de mayor seguridad. Y
en esto, como en todo, pedir luz a Dios, consejo a personas dignas e íntegras,
procediendo siempre con gran recelo tocante a quien no juegue muy limpio o no
hable muy claro sobre los errores de actualidad.
Y he aquí lo único que podemos decir sobre
este punto, erizado de infinitas dificultades, y que es imposible resolver en
tesis general. No olvidemos una observación que arroja torrentes de luz. Más
se conoce al hombre por sus aficiones personales que por sus palabras y por sus
libros. Sacerdotes amigo de liberales, mendigo de sus favores y alabanzas, y
ordinariamente favorecido con ellas, trae consigo, por lo regular, muy
sospechosa recomendación de ortodoxia doctrinal.
Párense nuestros amigos en este fenómeno, y verán cuan segura norma y cuán atinado criterio les da.