LAS MANOS VACÍAS

P. Conrad de Meester, ocd

 

I N D I C E

 

INTRODUCCION                                     

 

Cap I. A LA CONQUISTA DEL AMOR              

1. El despertar                                            

2. La llamada                                              

3. El desierto                                              

4. La arena                                                  

 

Cap. II. DE LA TENSION A LA EXPANSION 

1. En la escuela del sufrimiento                              

2. La purificación del corazón                 

3. La imposible tarea                                 

4. En el momento máximo de la tensión

5. Tranquilidad en el abandono              

6. A un paso de la infancia espiritual    

7. El hallazgo de un «caminito»                 

 

Cap. III. DIOS TOMA EL ASUNTO EN SUS MANOS

1. Pequeña teología de la misericordia de Dios   

2. Remembranza del pasado                    

3.En los brazos de Dios                           

4.Luz y oscuridad                                     

5.La Carta Magna                                     

6.El mensaje                                                

 

Cap. IV. EL PUENTE DE LA ESPERANZA 

1. Teresa, la inacabada                             

2. Dios, el inigualable                               

3. Absorbida por la misericordia de Dios             

4. Un universo en expansión                  

5. De cumbre en cumbre                          

6. El puente sobre el abismo                   

7. ¿La confianza o las obras?                  

8. En el corazón del cristianismo            

9. Un ser bienaventurado                        

 

Cap. V. ENTRO EN LA VIDA                 

1. La vida: «estar en ruta»                       

2. Una actitud ante la vida                       

3. El gran otorgamiento.                           

 


 

 

INTRODUCCIÓN

 

Se ha cumplido ya un siglo desde el 2 de enero de 1873, día en que nació Teresa de Lisieux.  Su breve existencia -veinticuatro años de oscuridad y de silencio- fue proyectada repentinamente sobre el mundo entero.  Apareció en el escenario de la Iglesia entre los años 1900 - 1950, y en su estadio habría de realizar una carrera incomparable...

HOY, aquel entusiasmo de entonces ha decaído.  Es natural que así fuese.  La novedad pasó, el mensaje quedó transmitido. Los pensamientos de Teresa se convirtieron en un bien común. Quedaron integrados en la espiritualidad de nuestro tiempo, contribuyeron a modelarla, hasta un punto en que ya no se sabe cuánto se le debe.  Más poderosamente, quizá, que otros muchos, puesto que todo lo dijo con sencillez y de una manera tan limpia y clara, que todos la entendieron, Teresa nos acercó a la Sagrada Escritura; nos curó del jansenismo, abriendo de nuevo el camino recto hacia el Dios del amor.  Profundizó e hizo firme nuestra conciencia de pertenecer a la Iglesia y ser parte de ella.  Demostró cómo todos los hombres, con sus propios medios y dentro del marco de su quehacer habitual, pueden ser perfectos cristianos.

Por no tomar más que un ejemplo, el capítulo V de la CONSTITUCION DOGMATICA SOBRE LA IGLESIA del Vaticano lI, dedicado al llamamiento universal, de todos los que forman el Pueblo de Dios, a la santidad debe mucho a Teresa, aunque su nombre no se pronunciara ni los redactores pensaran, tal vez, en ella.  Su influencia se ha hecho anónima, difusa. Es como la levadura que se pone en la masa.  Después de cierto tiempo ya no se puede decir: está aquí, está allí. Está en todas las partes. Este -palabra de Dios. -por repetir la expresión que Pío XI empleaba al hablar de Teresa- ha resonado con profundo y sonoro eco, y la santa puede ahora ir apagándose, lentamente, cada vez más.  En el futuro, Teresa quedará en la Iglesia y en el mundo como una de las figuras más grandes, algo así como un Francisco de Asís, como un Bernardo, como una Teresa de Avila, como un Don Bosco...

Sin embargo, una misteriosa fuerza de atracción sigue emanando de ella.  Se leen y releen sus escritos, se la sigue mencionando entre los maestros de la espiritualidad moderna.  Todo seduce en ella, porque todo está lleno de vida y de sincera convicción.  Los conceptos que utiliza a cada paso (padre, amor, pobreza, amor fraterno, abandono, esperanza, etc.) son tan universales, que pueden llegar a todos los hombres. Los sencillos hallan en ella la que les conviene, y en cuanto a los teólogos, su doctrina puede jugar el papel de una -transfusión de sangre», como bien decía Hans Urs von Balthasar.

La presente obrita quisiera traer a la memoria, una vez más, el mensaje de Teresa. 0 más exactamente, una de las claves de su mensaje.  Porque la santa tiene también algo que decir en otros muchos campos doctrinales y prácticos de la espiritualidad.  Nos parece, sin embargo, estar tocando aquí el centro de su visión.  Nos dice que Dios es un Dios de Misericordia, colocándonos de este modo en el corazón mismo de la Biblia. Como Amor, 'Dios es llamamiento a una respuesta de amor. Pero esta respuesta del hombre es necesariamente limitada.  Por eso, el amor debe engendrar esperanza.  El «Dios que es amor» (lJn 4,7) es también el «Dios de la esperanza» (Rom 15,13), el que deposita sus dones en nuestras manos vacías.

A decir verdad, la vida de Teresa es la aventura de todos y cada uno densos cristianos.  Después de haberse esforzado, con mayor o menor entusiasmo, por conquistar el amor poniendo en práctica sus propios medios y esfuerzos, todo cristiano tiene que pasar por la impotencia que purifica, y terminar por abandonarse en las manos del Padre, que obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito. (Fip 2,13). -La más alta manera de existir -escribe Hans Fortmann (Oosterse Renaissance)- parece entrañar, como condición, la desaparición del propio 'yo'.  No por debilidad, porque entonces entramos en la patología, sino cesando conscientemente en el combate y quedando vacíos...El 'yo' activo se rige a sí mismo y rige al mundo, pero es incapaz de subir más alto.  Por eso, es necesario quedar vacío, como muy bien lo dicen tanto el budismo como los místicos cristianos..

La psiquiatra holandesa Terruwe había gustosamente de la mujer como «guardiana de la manera abierta de existir». En la mujer contemplativo que era Teresa, esta apertura es casi ilimitada.  Por eso, Terruwe cierra su obra -Psychopathle en nevrose- atrayendo la atención sobre este «don de Dios a nuestro tiempo que es Teresa, porque su doctrina de la confianza y del abandono puede ayudar a muchos hombres.  Tener confianza, esperar, es permanecer abiertos al futuro. Las promesas de Dios no pretenden ni quieren llevar a rastras la realidad, sino caminar delante de ella enarbolando una antorcha». (Moltmann).

De hecho, se ha escrito mucho sobre la esperanza en estos últimos años.  Se ha cargado fuertemente el acento en cómo el cristianismo está esencialmente vuelto de cara al futuro, y  en cómo debe abrirse al mundo y jugar un papel decisivo en la sociedad.  Y con ello se ha puesto de relieve el aspecto social y colectivo.  Ahora bien, este obrita que presentaos aborda la función «santificante- de la esperanza, tal como la vemos en Teresa de Lisieux. ¿Volveremos más tarde a nuestros asuntos individuales?  No lo creemos así.  La historia que se presenta aquí no es el privilegio de un ser particular, ni el resultado de una distinción.  Cualquiera puede, con la misma entrega, experimentar esta irrupción de Dios en su vida.  El mensaje de Teresa es, en principio, tan amplio como el mundo, y está destinado a encontrar una resonancia en cada hombre.

Además, el proyecto de Teresa puede ayudar al mundo todavía bajo otro aspecto.  Porque la santidad es quizá una fuerza inigualable para la transformación de la sociedad.  Los santos son revolucionarios del amor, comenzando por su propio e inmediato ambiente.  Son la sal de la tierra, la luz encendida en la cumbre de la montaña (Mt 5,13 - 16).  Un río de santidad reestructuraría al mundo mucho más profundamente que las olas de la violencia.  Nuestro mundo está abismado en la técnica, pero tiene todavía, Indudablemente, más necesidad de la vida del alma, de ese -suplemento del alma- del que hablaba Bergson.  Una tierra sin Dios no es una tierra.  Dios no necesita excusarse ante el hombre porque de cuando en cuando invista íntimamente a alguien, como a Teresa, con un fuerte amor.  Su llama se hace luz y calor para el mundo.

Ciertas presentaciones y proclamaciones pudieron hacer creer en el pasado que la doctrina de Teresa entrañaba un fondo infantil que la dejaba fuera de la realidad.  Contrariamente a tales prejuicios, todo el mundo reconoce hoy la gran madurez espiritual de este joven santa.

El estilo y el vocabulario de Teresa son para algunos difíciles de digerir, aunque muchos otros no encuentran en ello dificultad alguna.  En este aspecto, ella es hija de su tiempo, como nosotros somos hijos del nuestro.  Habrá que superar igualmente una cierta repugnancia ante los procedimientos de estilo y el simbolismo que Teresa emplea -nosotros mismos, al principio, nos hemos visto obligados a hacerlo-.  Pero debajo de la corteza se halla siempre un fruto sabroso. (¡Quién sabe si su -estilo florido. no esté en trance de ponerse actualmente de moda!)

Una amiga de la filósofa Edith Stein había escrito a ésta que le disgustaba el estilo de Teresa.  Edith respondió: «Me sorprende lo que me escribís sobre Teresita.  Hasta ahora, ni siquiera hubiera soñado que se la pudiese abordar de esa manera.  La única impresión que yo tuve fue la de encontrarme delante de una vida humana exclusiva y totalmente traspasada, hasta el fin, por el amor de Dios.  No conozco nada más grande, y es un poco de todo eso lo que yo desearla llevar, si fuera posible, a mi propia vida y a la vida de los que me rodean».

Las panorámicas que se presentan en este pequeño libro no podrán ser siempre expuestas en detalle.  Por eso nos permitimos recomendar al lector el estudio, más importante, que hemos realizado bajo el titulo Dinámica de la confianza.  Génesis y estructura del «camino de infancia espiritual». en santa Teresa de Lisieux (Editions du Cerf, 1969).  Presentemos de nuevo, bajo otra forma, las líneas imprescindibles de esta obra. Esperamos que alguno de esos numerosos buscadores de Dios encuentre aquí una luz que alumbre su camino.  Y sin conocernos, nos haremos amigos.


 

 

Cap I. A LA CONQUISTA DEL AMOR              

1. El despertar                                            

2. La llamada                                              

3. El desierto                                              

4. La arena  

 

Con otros vestidos, en otro tiempo y dentro de un contexto social muy diferente, Teresa Martin a sus quince anos es una joven que se parece a la mejor juventud de hoy y de siempre.  Es abierta y razonable, vivaz y alegre, su corazón es rico y sensible.  Ama lo bello y a los humanos, y posee además un interior ímpetu natural hacia un ideal que ella misma ha escogido libremente.  Está hecha, pues, para la amistad.  Hace pensar en un capullo a flor de agua, que cautiva por su frescor y por las promesas que lleva extrañadas.  Difícilmente puede imaginarse nadie que su abertura y desarrollo no serán óptimos.

Además, económicamente, pocas son las cosas que no se puede permitir, pues su familia goza de un saneado bienestar.  Puede viajar, habita en una hermosa mansión, podría hacer una distinguida presentación en sociedad, en la pequeña villa donde vive: «Juntas gozábamos de la vida más dulce que unas jóvenes pueden soñar.  Todo a nuestro alrededor respondía a nuestros gustos.  Se nos había concedido la más amplia libertad.  En fin, yo solía decir que nuestra vida era el ideal de la felicidad en la tierra...(M s A, 49vol)

 

 

1.         EL DESPERTAR

 

 

Su carácter es agradable.  Pero no se mantiene siempre así. la muerte prematura de su madre hace que se sienta profundamente frustrada, se hace excesivamente llorona, hipersensible, y, por consiguiente, psíquicamente inhibida y replegada sobre sí misma.  Incluso, escrupulosa durante algún tiempo.

Sufrió mucho, pero el largo y profundo esfuerzo que realizó por eliminar estos defectos de su carácter templó su fuerte voluntad, y desde entonces ya nunca estará dispuesta a abandonar por una nadería cosa que emprenda.

Después de la Navidad de 1886, todo cambia.  En una situación difícil, consigue dominarse, hacerse dueña de sí misma.  Logra una apertura definitiva: los mil y un esfuerzos del pasado se cristalizan en un estado permanente de fuerza de voluntad.  Esto trasforma su vida en poco tiempo.  Terminada la introversión.  Terminado «el estrecho círculo, por el que daba vueltas, sin saber cómo salir de él» (Ms A, 46vo).  Casi bruscamente, se abre a la vida total, a todo lo que está fuera de ella: un mundo que espera ser desembrozado.  Ella misma describe este adiós a la hipersensibilidad como un crecimiento, realizado -en un momento. (Ms A, 44vº), una ruptura con el estado de infancia.  Esta apertura es el comienzo del tercero y último período de su vida, «el más hermoso de todos. (Ms A, 45v-).  Amor y amistad se convierten en dominios inmensos, en los que las posibilidades se extienden hasta perderse de vista.

¿Qué sucede, pues, en el corazón de esta adolescente, adelantada a su edad, en una proyección de madurez humana?  Algo desacostumbrado, un tanto contrario a los primeros reflejos de quien se abre a la vida y la descubre.  Normalmente, en esa edad, se siente uno cautivado por todo y por nada, todo parece tener un valor y valer la pena.  En Teresa, por el contrario, muchas cosas están ya marcadas con el sello de la relatividad.  Todo gira en torno a un punto que ha adquirido para ella un valor absoluto.  Teresa tiene ya un centro, se orienta hacia un polo, su corazón está encadenado por un gran amor.  La apertura de su ser más profundo no está indeterminada.  Si se la compara con la mayoría de las demás jóvenes, la madurez de su amor ostenta ya la particularidad de un amor definitivo.  Pero mantiene en común con ellas un soñar sin límites.

El ideal que la más joven de los Martin ha escogido para ella no es ni una ideología ni un objeto.  Es un hombre.  Desea amar intensamente a Jesús.  La vida le parece un don de Jesús, y piensa que debe consagrárselo todo a él.  Se siente interpelada por un amor creador, y quiere responder con el pleno don de sí misma.

Jesús no es para ella un personaje lejano, histórico.  Jesús está presente aquí y ahora.  Más adelante, no hablará nunca mucho de la resurrección de Jesús: para ella es, tal vez, demasiado evidente.  Al igual que casi no se habla del aire que respiramos y que nos alimenta y sostiene a cada instante.  Pero ella vive con El.  El es su «ambiente divino».  Esta presencia de Jesús, vivida en la fe, es fuente de gran alegría, se convierte casi en experiencia tangible.  Todo habla de El.  Teresa ve su huella por todas las partes, la tierra es trasparencia, totalmente límpida.  El universo es de aquél a quien ella ama.

Hablando de este período primaveral, Teresa cita la poesía «En una noche oscura. de san Juan de la Cruz.  Y pone de relieve, de un modo impresionante, (Ms A, 49ro) cómo la fe puede indicar el camino:

 

« ... Sin otra luz ni guía

sino la que en el corazón ardía.

Aquésta me guiaba

más cierto que la luz del mediodía,

adonde me esperaba

quien yo bien me sabía.»

 

«Era mi camino tan recto, tan luminoso -escribe Teresa-, que no necesitaba a nadie por guía más que a Jesús... » (Ms A, 48vo). «El, que en los días de su vida mortal llegó a exclamar en un transporte de alegría: "Os bendigo, Padre mío, porque habéis ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes, y se las habéis revelado a los más pequeños", quería hacer brillar en mí su misericordia.  Porque yo era pequeña y débil, él se abajaba hasta mí, me instruía secretamente en las cosas de su amor. ¡Ah!  Si los sabios que viven entregados al estudio hubieran venido a interrogarme, ciertamente habrían quedado sorprendidos al ver a una niña de catorce años comprender los secretos de la perfección, secretos que toda su ciencia no podrá nunca descubrirles a ellos, porque para, poseerlos es necesario ser ¡pobres de espíritu! ... » (Ms A, 49r-.)

Teresa comprende cada vez mejor que todo comienza por una iniciativa que le viene de fuera.  Experimenta cómo Dios la hace amar, se siente invadida por la grandeza de su amor.  La revelación de la Biblia se convierte en una auténtica experiencia personal de vida.  Ve claramente que su vida ulterior se desenvolverá bajo el signo de este Amor.  Todo será absorbido por él.  Teresa conoce todos los caminos para escapar, y sin embargo ya no los conoce verdaderamente.  Se aplica a sí misma (Ms A, 47r") las palabras del profeta Ezequiel: «Pasando a mi lado, Jesús vio que era llegado para mí el tiempo de ser amada- Hizo alianza conmigo, y yo me hice suya... Extendió sobre mí su manto....

No podemos comparar el crecimiento interior de Teresa con el de otras adolescentes de catorce años.  Ella comenzó muy pronto a vivir su ser cristiano.  Tiene apenas nueve años cuando, de una manera deliberada, asume el ideal de la santidad.  Poco después, toma conciencia del papel que representa necesariamente el sufrimiento, en el camino de la santidad y lo acepta.  Radical, ella «lo escoge todo» y «no quiere ser santa a medias» (Ms A, 10vº).  Su primera comunión, a la edad de once años, es un encuentro con Jesús preparado «desde hace mucho tiempo», y este encuentro se convierte en una «fusión» con el Señor (Ms A, 35rº).  Es éste el preámbulo de las grandes gracias eucarísticas, que dejarán en su alma particularmente el amor al sufrimiento.  Porque el sufrimiento está ahí: dudas purificadoras respecto al valor moral de sus actos; una hipersensibilidad que la obliga a vivir en una reacción permanente de «buena voluntad», la cual se mantiene provisionalmente, más bien impotente y sin fruto, hasta la gracia de Navidad. en 1886.  Entonces es cuando, al fin, se ve liberada de sí misma y apta psicológicamente para descubrir a los demás: a Dios y a los hombres: «Sentí, en una palabra, que entraba en mi corazón la caridad, la necesidad de olvidarme de mí misma por complacer a los demás. ¡Desde entonces fui dichosa!... » (Ms A, 45vº.)

En mayo de 1887, cae en sus manos un libro de Arminjon. lo hojea.  Queda entusiasmada.  Lo devora Su lectura produce en ella una alegría prodigiosa: «Esta lectura fue también una de las grandes gracias que he recibido en mi vida (…) fue demasiado íntima y demasiado dulce la impresión que me causó para poder reflejarla en estas páginas... Todas las grandes verdades de la religión, los misterios de la eternidad, abismaban mi alma en una dicha que no era de esta tierra... Presentía ya (no con los ojos de la carne, sino con los del corazón) lo que Dios tiene reservado a los que le aman.  Y viendo que las recompensas eternas no guardaban proporción alguna a los ligeros sacrificios de la vida, deseaba amar, amar a Jesús con pasión, darle mil muestras de amor mientras tuviese todavía tiempo para hacerlo...- (Ms A, 47vº.)

Fue una verdadera gracia para Teresa poder hablar de estas cosas, con toda espontaneidad, con alguien.  Dialogando, las intuiciones alcanzan un más alto grado de claridad.  Tiene por entonces en Celina a una interlocutora, cuatro años mayor que ella.  Celina es mucho más que una hermana, «tú eres yo misma...» (CT 88), como le escribe Teresa.  Alguien en quien ella encuentra su propio eco, alguien que puede convertirse en ella misma.  Una viva inteligencia, una sensibilidad espiritual muy desligada, y un sentido de la fe igualmente desarrollado, hacen de Celina una compañera capaz de seguirla: «Celina se había convertido en confidente íntima de mis pensamientos. […] Jesús […] formó en nuestros corazones unos lazos más fuertes que los de la sangre.  Nos hizo ser hermanas de alma» (Ms A, 47vo). «sí, seguíamos muy ligeras las huellas de Jesús. […] ¡Qué dulces eran las conversaciones que manteníamos todas las noches en el mirador! […] Me parece que recibíamos gracias de un orden tan elevado como las concedidas a los grandes santos. [...] Dios se comunica a veces en medio de un vivo resplandor, y a veces "dulcemente velado, bajo sombras y figuras".  De esta última manera se dignaba El manifestarse a nuestras almas, pero ¡qué trasparente y ligero era el velo que escondía a Jesús de nuestras miradas! ... No era posible la duda. la fe y la esperanza no eran ya necesarias.  El amor nos hacía hallar en la tierra aquél a quien buscábamos» (Ms A, 48r").

 

 

2. LA LLAMADA

 

 

En el momento de la pubertad, cuando se despiertan silenciosamente en la mujer la esposa y la madre, Teresa sabe que ha de reservar estas posibilidades para el Señor.  Dentro de este misterioso contexto surge un acontecimiento que tendrá gran resonancia.  Puede llamárselo: descubrimiento en profundidad del ser humano.  Por razón de su hipersensibilidad, Teresa había vivido, muy a pesar suyo, centrada y reconcentrada en sí misma.  Por lo demás, tampoco había tenido muchas ocasiones de encontrar al prójimo fuera del ámbito de los Buissonnets. los contactos escolares le habían resultado decepcionantes, y habría de abandonar el colegio prematuramente.

Sin embargo, a partir del verano de 1887, el prójimo cobra en ella una importancia más acusada.  Una superabundancia de amor a Dios ha crecido en ella.  Es verdad que Teresa no multiplica sus contactos sociales fuera de casa.  No va en busca de la gente, pero para con los que viven a su alrededor, como más tarde en el claustro, ella es la bondad y la entrega personificadas.  Aun en sus relaciones con los hombres su vocación es contemplativo.

Un domingo, mira ocasional pero detenidamente una estampa de Cristo crucificado.  Esta estampa despierta en su corazón un vivo deseo de ayudar a los hombres, por quienes murió el Señor.  Las palabras de éste: «Tengo sed», resonaban continuamente en su interior. «Mi deseo de salvar a las almas creció de día en día.  Me parecía oír a Jesús decirme como a la samaritano: "¡Dame de beber!" Era un verdadero trueque de amor: A las almas les daba yo la sangre de Jesús, y a Jesús le ofrecía estas mismas almas refrescadas con su divino rocío, y de este modo me parecía quitarle la sed.  Y cuanto más le daba yo de beber, tanto más aumentaba la sed de mi pobrecita alma; y él me daba a mí esta sed ardiente como la más deliciosa bebida de su amor...» (Ms A, 46vº.)

Vemos aquí claramente cómo, aun en la proyección de su mirada sobre el hombre, predomina la dimensión contemplativo.  Todo se armoniza en ella.  Por fin, no tiene más que un amor: el Señor.  Y el Señor es Jesús: su persona y su causa.  En él están todos aquéllos a los que ama, y en todos ellos quiere verle a él.  Su amor a los hombres significa, en su vocación contemplativo, ayudarles a ir a Dios.  La actividad misionera la atrae, pero, en cuanto a ella, encuentra más lógico ir a realizar su amor a los hombres en la interior y escondida vida de oración del Carmelo.

Esto no le parece en manera alguna una huida del mundo.  Escoge deliberadamente este camino, porque descubre más posibilidades de darse a la Iglesia «en la monotonía de una vida austera. (CRG, ,IV,24), «sin ver nunca el fruto del propio trabajo» (CRG, VI,6).

Tampoco esto le parece en modo alguno una traición al hombre.  Teresa lleva dentro de sí al mundo entero.  Piensa que entrar en el Carmelo es, precisamente, lanzarse al vasto mundo, pero para explorar su dimensión interior.  Partiendo de este punto, ve al mundo de forma muy diferente, pero no lo pierde de vista.  Olvida y no olvida.  Ora con una sola y misma inspiración porque el nombre de Dios sea santificado y porque su reino venga a nosotros.

Al entrar en el convento, expresa sus deseos con una orientación social: «He venido a salvar a las almas y, sobre todo, a rogar por los sacerdotes» (Ms A, 69vº).  La expresión «las almas» para decir «los hombres» no es una mera fórmula; indica más bien, de una manera característica en Teresa, a qué niveles va ella a trabajar.  Son, efectivamente, los dominios del alma, «del espíritu» -por los que Dios se adentra inmediatamente- en los que Teresa se acerca a los hombres y los acerca a ella y a Dios.  Véase lo que escribe: «Jesús siente por nosotras un amor tan incomprensible, que quiere que tengamos parte con él en la salvación de las almas.  No quiere hacer nada sin nosotras.  El Creador del universo espera la oración de una pobrecita alma para salvar a las demás almas, redimidas, como ella, al precio de toda su sangre» (CT 114).

Mientras tanto, a la edad de quince años, Teresa Martin se ha convertido en un vivo fuego, en una pura llama.  Siente una aspiración impaciente de ir a vivir, sin trabas, para Dios, en la forma más radical que ella conoce. Esto la inmuniza contra todas las objeciones y los prudentes consejos.  Desde hace años, la llamada a la vida contemplativa, vive y obra en ella como una certeza, como una seguridad rebelde a toda refutación (cf.  Ms A, 26rº).  Ahora le parece que ha llegado el momento de dar una respuesta efectiva: -El lugar donde me esperaba.  Jesús era el Carmelo.  Antes de "descansar a la sombra de aquél a quien deseaba", había de pasar por muchas tribulaciones.  Pero la llamada divina era tan apremiante, que si hubiese sido necesario pasar por entre llamas, lo habría hecho por mostrarme fiel a Jesús...» (Ms A.49rº). El amor a Dios se le presenta como un imperativo absoluto.  En su capítulo preferido de la Imitación de Cristo (II, 7), «Que sea ha de amar a Jesús por encima de todas las cosas», lee: «Es de tal suerte vuestro Amado, que no quiere particiones; desea poseer, él solo, vuestro corazón y reinar en él como en su trono-.

Con el amor como ideal -apenas lleva otro bagaje-, Teresa se encuentra el 9 de abril de 1888 frente a la puerta de clausura del Carmelo de Lisieux.  Atraviesa el umbral con alegría en su corazón.

¿Está ella preparada para dar este paso?  A los quince años ha alcanzado, ciertamente, la madurez de una joven de veinte.  Además, una poderosa iluminación interior guía su obrar y lo preside. También el entusiasmo aporta una fuerza enorme.  Teresa compara su entusiasmo juvenil con el vino que alegra el corazón y -hace desaparecer (a nuestra vista) las cosas pasajeras» (Ms A, 48rº).  Vive en el séptimo cielo del amor -amar es su «cielo», dice literalmente-, y está convencida de que ya nada podrá nunca apartarla del Dios que la ha cautivado (Cf.  Ms A. 52vº).

Sin embargo, sabe lo que la espera: su dicha «no se desvanecería con "las ilusiones de los primeros días". ¡Las ilusiones!  Dios me concedió la gracia de no llevar NINGUNA al entrar en el Carmelo.  Hallé la vida religiosa tal y como me la había figurado.  Ningún sacrificio me extrañó» (Ms A, 69vº). ¡Esto aboga en favor de un sentido de lo real de alta calidad!  Sí, está madura para dar el paso.  Naturalmente, irá madurando cada vez más; tiene tiempo para ello.  Es innegable que, a pesar de estas lúcidas previsiones, el sufrimiento aplicará, de cuando en cuando, a este panorama interior correctivos muy sensibles.  Pero así es como se crece.

¿Influyó en su decisión la personalidad de su hermana Paulina (Inés de Jesús), ya carmelita?  Es posible, naturalmente, y aún resulta difícil ignorar que así fue.  Inés es su segunda «mamá». (Cf.  Ms A, 13rº.) Hay aquí probablemente un factor psicológico que ha jugado su parte juntamente con la gracia de Dios.  Pero en última instancia, fue la voluntad de cumplir el plan de Dios la que condujo a Teresa a realizar su difícil hazaña.  Así es cómo ella misma ve las cosas después de algunos años, con un claro criterio, purificado ya por la proximidad de Dios: «Sólo el amor de Jesús, ciertamente, podía hacerme vencer aquellas dificultades. (Ms A, 53vº).

 

 

3. EL DESIERTO

 

 

¿Qué es para ella el Carmelo?  En su infancia, Teresa declaró un día que quería vivir solitaria, irse muy lejos, a un desierto.  Cuando más tarde se le explicó la vocación carmelitana, comprendió «que el Carmelo era el desierto adonde Dios quería que también ella fuese a esconderse-, y quiere ir a él «únicamente por Jesús» (Ms A, 26rO).  Una aventura a escondidas con Dios.  En un lugar habitado sólo por Dios.  Sale, y se va con Jesús a un lugar desierto para orar (cf.  Mc 1,35).  En adelante, su vida «está escondida con Cristo en Dios- y «busca las cosas de arriba, no las de la tierra» (Col 3,2-3).

Veámosla circular por el convento, por primera vez, el día de su entrada; está segura de no haberse equivocado: «Todo me parecía encantador.  Me creía transportada a un desierto. (...) ¡Con qué profundo gozo repetía estas palabras: "Estoy aquí para siempre"!» (Ms A, 69vº.) «Mi alma sentía una PAZ tan dulce y tan profunda, que me sería imposible describirla.  Y desde hace siete años y medio esta paz íntima sigue viva en mi alma, nunca me ha abandonado, ni siquiera en medio de las mayores tribulaciones» (Ms A, 69rº/vº).

La realidad de Dios es capaz de llenar y de colmar toda una vida.  Pero esto ha de ser dado por el mismo Dios.  Todo resultaría más comprensible, si tuviéramos dos vidas.  Podríamos reservarnos una y arriesgar la otra como «exploradores». Si ésta se nos diera bien, empeñaríamos también la otra.  Pero no tenemos más que una, y la entregamos entera sin esperar recuperar los años pasados.  Esto es lo que se llama «una «vocación», consentida en el amor y por amor.  Solamente partiendo de este punto, se hace todo comprensible.

Reflexionando sobre su viaje a Roma, Teresa escribe: «Nunca me había visto en medio de tanto lujo.  Es el caso de decir, en verdad, que la riqueza no hace la felicidad, pues yo me habría sentido mucho más feliz bajo un techo de paja con la esperanza del Carmelo, que entre artesonados de oro, escaleras de mármol blanco y tapices de seda con la amargura en el corazón... ¡Ah!  Comprendí muy bien que la dicha no se halla en los objetos que nos rodean, sino en lo más íntimo del alma; se la puede poseer lo mismo en una prisión que en un palacio.  La prueba es que yo soy mucho más dichosa hoy en el Carmelo, aun en medio de mis sufrimientos interiores y exteriores, que entonces en el mundo, cuando me veía rodeada de todas las comodidades de la vida y, sobre todo, ¡de las dulzuras del hogar paterno!...(Ms A, 65rº.)

Libremente, Teresa se pone en camino y lo deja todo tras de sí.  En todo caso será una travesía del desierto.  Es la separación de la ciudad, el clima de silencio y soledad de la casa, las horas cotidianas de oración.  Sólo tiene las paredes desnudas, la pobre celda con su mobiliario sumamente escaso.  Sigue un programa austero de vida, un régimen frugal, frío en invierno, sueño limitado.  Pero no son precisamente todas estas cosas concretas las que más la purifican.  Todo ello representa más bien una liberación: poder andar su propio camino, dar un adiós a la vida burguesa bajo el amparo de la casa paterna.

Si el Carmelo es un desierto, se debe, más que nada, a que en definitiva, no tiene una fisonomía muy clara. ¿Qué traerá esta vida?  Sabes, más o menos cómo empiezas, pero ignoras adónde irás a parar. ¿Serás suficientemente fuerte y fiel?  En la travesía del desierto que realizó Moisés con el pueblo de Israel, los hebreos, a la mitad del camino, se pusieron a murmurar, deseando volver a la región segura de las viejas costumbres y del bienestar material.  El desierto es lo más opuesto a un nido.  El gran golpe de audacia consiste en lanzarse a caminar con sólo el amor a Dios, poniéndolo todo sólo en este amor y cuidándose lo menos posible de lo demás, de lo que pueda quedar.

Pocas son las jóvenes que aman a un joven con la misma pasión con que Teresa va en busca de Jesús.  El desierto permite alcanzar este ideal más rápidamente.  San Juan de la Cruz lo enseña así: el camino más corto para llegar a la cumbre del Todo pasa por la nada.  Eso es también lo que quiere Teresa: nada de andar dando vueltas a derecha e izquierda, sino adentrarse recta en el corazón del desierto.  Entonces, la soledad no es el vacío.  Se puede caminar hacia un oasis donde mora el ser amado.  En tal caso, el oasis nos acompaña, el ser amado viene a nuestro encuentro.  El desierto toma una dimensión de profundidad.  La privación se llena de sentido.  En realidad, en la travesía espiritual del desierto, el Amado no está en el oasis.  También él está en camino. Pero solamente en el oasis -¡y nadie sabe dónde está enclavado éste!- se mostrará el Amado.  Pero la fe, invisible compañera de viaje, despierta y sostiene al amor y descubre la proximidad, inaprensible pero real, del Amado.  Existe una visión de fe que ve y penetra mucho más que la de los ojos.  A Celina, que está pasando sus vacaciones veraniegas en una casa de campo, Teresa escribe desde el Carmelo: «Las vastas soledades, los horizontes maravillosos que se abren delante de ti deben de decirte mucho al alma.  Yo no veo todo eso, pero digo con san Juan de la Cruz: "Mi amado las montañas, / los valles solitarios, nemorosos... / etc." Y este Amado instruye a mi alma, le habla en el silencio, en las tinieblas...» (CT 114.)

En muchos momentos, Teresa ve caer la noche sobre el desierto.  Parece que todo se volatiliza.  Ya no ve al Invisible: se hace presente el sufrimiento, la experimentación más profunda del desierto.  El corazón del desierto es el desierto del corazón.  No siente sobre su mano la mano de Jesús.  Estremecida, vuelve la vista a su alrededor.  Se siente tentada de pensar: No está aquí, no está en ninguna parte.  Mas esto no es una buena lógica.  La buena lógica es: «Dichosos los que sin ver creyeron» (Jn 20,29).  La conclusión que ha de sacarse es ésta: hay que seguir marchando, sin volverse atrás.  Por todas las partes, arena árida.  Pero Teresa no puede, no debe abandonar: «Una vez trazado el camino, no debe abandonarse» (san Exuperio).  Cuanto más se adentra en su aventura, más misteriosa se hace la firme certeza de que la travesía no desembocará en un espejismo.

Teresa conoce muy bien a las veinte mujeres que la rodean y, que se han comprometido, con ella, en la aventura: algunas son excelentes, la mayor parte son bastante ordinarias, con tantas buenas cualidades como malos defectos.  Todas forman una pequeña caravana, un grupo de vanguardia de la Iglesia peregrinante, y hasta una pequeña parte de esa misma Iglesia.  Han levantado un hogar de experiencia comunitaria.  En medio de ellas, Teresa se pierde, confundiéndose entre ellas y entregándoseles enteramente.  Les da su gran alegría y el ejemplo de un decidido alistamiento.  Pero sabe que detrás de estas veinte personas queda, viene, la inmensa e innumerable comunidad de todos los hombres.  Como contemplativa, se hace extraordinariamente consciente de pertenecer a la Iglesia, de ser parte de la misma.  Aun en medio del desierto, vive en un plano mundial y ama con un corazón universal.  Vive, a la cabeza de los demás, lo que todo cristiano debiera ser dentro de su propia sociedad.

En una caravana, hay quienes han estudiado las experiencias de los exploradores anteriores y que están, ellos mismos, acostumbrados desde hace mucho tiempo al desierto y comunican a los demás sus propios descubrimientos.  En cuanto a Teresa, sólo posee una brújula, que siempre lleva consigo: su pequeño libro de los Evangelios.  Este es un hecho que da más alto valor todavía a su marcha.  De vez en cuando, consulta su brújula y encuentra siempre la dirección acertada.  En el correr de los años, este librito se convierte en el principal instrumento, de su viaje: «Pero lo que me sostiene durante la oración es, más que otra cosa, el Evangelio; hallo en él todo lo que necesita mi pobrecita alma.  Siempre descubro en él luces nuevas, sentidos ocultos y misteriosos ... » (Ms A, 83vº.) Tiene, además, los «escritos del desierto» de Juan de la Cruz, que Teresa lee ávidamente.  El hombre del sendero abrupto le enseña cómo se llega hasta el final por el amor.

En la caravana, mezcladas con el apoyo, la ayuda y el estímulo mutuos de las que caminan juntas, surgen las dudas, las vacilaciones, las influencias imprevistas que frenan la marcha.  No todas las hermanas tienen las mismas ideas acerca del camino que se ha de seguir.  Y, a veces, algunas se muestran duras de temperamento.  Teresa sufre mucho, por ejemplo, a causa del humor quisquilloso y explosivo de la priora María de Gonzaga, quien por otra parte le muestra con frecuencia su cariño.  Otras, con sus palabras o con su comportamiento, ponen en entredicho su convicción y le llevan el peligro de aflojar su andadura.  La persuaden a que no lleve un paso tan rápido, a que haga alguna pausa en el camino.  Le dicen, a veces, sin palabras, que su travesía es imposible, algo así como una locura.  Hasta un confesor llega a decirle un día, con acento de reproche, que sus deseos de hacerse santa y de amar a Dios como santa Teresa de Avila no son más que una temeridad, y que esconden una presunción.  A lo que Teresa responde: «Pero, padre mío, a mí no me parecen deseos temerarios, puesto que nuestro Señor ha dicho: "Sed perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial". (PA, 605)» Y en una carta a Celina escribe: «¡Ah, Celina, nuestros deseos infinitos no son, pues, ni sueños ni quimeras, ya que Jesús mismo nos impuso este mandamiento!» (CT 86.) Habla con frecuencia de la «locura» del amor, de lo que tiene de insensatez el amor, corno única respuesta adecuada a la locura de Dios que se nos mostró en Jesús.

¡He aquí su horizonte!  Por eso es por lo que encontramos constantemente en sus cartas de viaje por el desierto el tema del amor a Jesús: «Quiero dárselo todo a Jesús, no quiero dar a las criaturas ni siquiera un átomo de mi amor (... ). Lo quiere todo para él.  Pues bien: ¡todo será para él, todo!» (CT 50.) -¡Quisiera amarle tanto!... ¡Amarle corno nunca ha sido amado!... Mi único deseo es hacer siempre la voluntad de Jesús.... (CT 51.) «Nuestra misión es la de olvidarnos, la de anonadarnos... ¡Somos tan poca cosa!... Y, no obstante, Jesús quiere que la salvación de las almas dependa de nuestros sacrificios, de nuestro amor.  La vida será corta, la eternidad sin fin... Hagamos de nuestra vida un sacrificio continuo, un martirio de amor Para consolar a Jesús. El no quiere más que una mirada, un suspiro, ¡pero una mirada y un suspiro que sean para él sólo! ... » (CT 74.) El día de su profesión, formula la siguiente oración: «Que no busque yo, ni encuentre, cosa fuera de ti(…). Que las cosas de la tierra no lleguen nunca a turbar mi alma Jesús, no te pido más que la paz, y también el amor, el amor infinito, sin otro límite que tú mismo.... el amor cuyo centro no sea yo, sino tú...»

En su itinerario no encuentra más que una ruta que sea apta: «Yo soy el camino», dice el Señor (Jn 14,6).  Ella quiere avanzar exclusivamente por este camino, aun en los momentos en que está escondido bajo la arena.  Podemos, tal vez, asombrarnos de cómo, radicalmente, Teresa rechaza al mundo, y de cómo expresa, a veces, este rechazo.  En parte, puede atribuirse al romanticismo -«enfermedad del siglo»- de su tiempo, que la ha alcanzado también a ella.  Se halla, además, en una situación de profundo sufrimiento, que volveremos a precisar, y lleva dentro, muy fuertemente arraigada, la convicción de que la vida es breve: es un sueño, un instante, una noche, un espejismo.  Todas estas son imágenes que emplea Teresa.  Pero, sobre todo, hemos de interpretar sus expresiones partiendo del trazado que ella ha hecho de su propia vida.  Su amor apasionado al Señor la vuelve ciega para todo lo demás.  Esta mirada simplificada sobre lo terreno, que tanto la ayudó en el don de sí misma, fue en la joven contemplativa, durante los primeros años de su vida religiosa, una garantía más bien afectiva que intelectual.

Es muy probable que con un acercamiento más especulativo a la realidad, Teresa habría bosquejado entonces la misma sencilla teoría de la creación que esbozó más tarde: la creación es un espejo que, sin ser él mismo el Sol, refleja por todas las partes al Sol.  Sin embargo, tiene la impresión de que para ella el sufrimiento juega el papel principal, «para que no teniendo, por decirlo así, ni siquiera tiempo para respirar a gusto, (su) corazón se vuelva hacia él (su) único sol y (su) alegría...» (CT 128.) Nunca pensó Teresa en elaborar una teología de la creación, y no se han de esperar de ella en todos los campos expresiones perfectamente ponderadas que respondan a todas las perspectivas concretas de la espiritualidad de hoy.  Su carisma reside y se desenvuelve en otra parte: en torno a la esencia de nuestro encuentro personal con el Creador.

Por lo demás, la santidad de su vida espiritual constituye una poderosa garantía por la atención constante que presta a los otros.  Amar a Dios fue para ella, en ritmo siempre creciente, amar también a los hombres: a los seres bien determinados y concretos que le había sido dado encontrar a su alrededor y con quienes compartía la vida, y, más allá, fuera de los muros de su convento, a todos los hombres, sobre los que se tiende su mirada a través de algo así como una mundovisión espiritual que ejerce su influencia por medio de la misteriosa radiactividad de su oración.  La inmensidad del desierto le ofrece perspectivas inconmensurables.  Se cree responsable de «millones de almas». (CT 114.)

 

 

4. LA ARENA

 

 

Marchando por el desierto, donde no hay gran cosa que ver fuera del cielo y de la arena, Teresa descubre un símbolo que le habla profundamente al alma.  Desde hace mucho tiempo hallamos en sus escritos y en sus conversaciones el tema del cielo.  Ahora se revela el simbolismo de la arena.  La arena es una masa anónima, formada por pequeños granos, todos iguales, casi invisibles.  El grano de arena es el símbolo de la pobreza y de la pequeñez, de lo que no atrae la atención.

Desde sus primeros años en el convento, la espiritualidad del grano de arena responde maravillosamente a la esfera por la que se mueven sus pensamientos más íntimos.  Vive escondida al mundo en un convento de clausura.  Está casi reducida a polvo bajo la presión del sufrimiento.  Además, en su oración sólo halla sequedad y aridez.  Pero sabe que se encuentra bajo el calor ardiente del Sol.  Desde hace mucho, gusta de las acciones pequeñas, desapercibidas.  Su ideal es el amor.  Pero el camino que conduce al amor puede describirse como un esfuerzo por borrarse a sí misma, puede resumiese en esta divisa: «Desaparecer para amar».

Con toda probabilidad, Teresa recibe la alegoría del grano de arena de su hermana Inés, quien se la habría sugerido desde antes de su entrada en el Carmelo.  Lleva ya algo más de un mes en el convento cuando escribe: «Pedid que vuestra hijita sea siempre un granito de arena muy oscuro, muy escondido a todas las miradas, que sólo Jesús pueda verlo.  Que se haga cada vez más pequeño, que se reduzca a nada ... » (CT 28.) Comprende, pues, que no se trata de ser pequeño, sino de hacerse cada vez más pequeño.  Las palabras del Bautista acerca de Jesús: «Preciso es que El crezca y yo mengüe. (Jn 3,30) resumen perfectamente su pensamiento.  Subir es descender, crecer es empujarse hacia abajo, y el movimiento hacia abajo se hace omnímodo en ella.

Se lamenta de no ser «todavía ni bastante pequeña ni bastante ligera» (CT 67), y, el día de su profesión, pide al Señor verse siempre «pisada y olvidada como un granito de arena [de Jesús]». Más tarde, su hermana Inés formulará así las características de estos cinco primeros años en el convento: se distinguía por «la humildad, el cuidado de ser fiel aun en las más pequeñas cosas». (PO, 444.)

Durante estos años amará también, de un modo particularísimo, la «Santa Faz», el rostro desfigurado del Ebed Jahwe, del servidor paciente de Dios tal como lo describió Isaías (ls 53).  En este rostro lastimado, al que ella asocia los sufrimientos de su propio padre, descubre, sobre todo, la humilde respuesta del amor que acepta llegar hasta el anonadamiento: «Jesús se abrasa en amor a nosotras... ¡Mira su Faz adorable!... ¡mira sus ojos apagados y bajos!...(...) Mira a Jesús en su Faz... Allí verás cómo nos ama». (CT 63.)

En el primer período de la vida de Teresa en Carmelo, es el amor, en realidad, el que lo domina todo.  El amor es a la vez el ideal -lo será siempre- y el camino expresamente escogido.  De donde se sigue lógicamente que el movimiento hacia abajo, ese «desaparecer» ese «hacerse como un granito de arena», viene a inserirse en la síntesis del amor.  Teresa nos lo asegura con frecuencia.  Si desea hacerse cada vez más pequeña, es para poder amar mejor: amar más, amar de una manera más exclusiva, amar de una manera más pura. la debilidad que experimenta será para ella un medio eficaz para realizar en sí estos tres aspectos del amor. «¡Qué gracia más grande cuando por la mañana nos encontramos sin ánimo y sin fuerzas para practicar la virtud! (…) En lugar de perder el tiempo en reunir algunas pepitas de oro, extraemos diamantes». (CT40.) «¡Oh, cómo cuesta dar a Jesús lo que pide! ¡Qué dicha que esto cueste! (...) ¡ ... la prueba que Jesús nos envía es una mina de oro sin explotar! ¿Perderemos la ocasión?... El grano de arena quiere poner manos a la obra sin alegría, sin ánimo, sin fuerzas, y todos estos títulos le facilitarán la empresa, quiere trabajar por amor…» (CT 59.)

Esto, todo esto, no es «dolorismo».  En cualquier parte, en todos los escritos de la joven carmelita, se evidencia que su valor en el sufrimiento es amor hacia la persona de Jesús.  Su deseo de ser olvidada y desconocida es una aspiración vuelta hacia una persona, un deseo de no ser apercibida más que por El. «Rogad [para] que el grano de arena esté siempre en el lugar que le corresponde, es decir, bajo los pies de todos.  Que nadie piense en él, que su existencia sea, por decirlo así, ignorada... El grano de arena no desea ser humillado, eso es todavía demasiado glorioso, pues para ello sería necesario ocuparse de él.  El no desea más que una cosa: "¡ser OLVIDADO, ser tenido en nada!"... Pero desea ser visto por Jesús.» (CT 84.) «La gloria de mi Jesús, ¡he ahí todo!  En cuanto a la mía, se la entrego a él; y si parece que me olvida, pues bien, él es libre de hacerlo, puesto que no soy mía sino suya... ¡Antes se cansará él de hacerme esperar que yo de esperarle!... » (CT 81.)

A Teresa se le viene continuamente a la boca y a la pluma la expresión «ser pequeña». Esto le sucederá también más tarde.  Sin embargo, es preciso constatar un notable desplazamiento de significado. En los primeros años, la pequeñez es sinónimo, sobre todo, de humildad, al servicio del amor a Dios.  Más tarde, simbolizada ella misma en la figura de un niño, extenderá el significado de la expresión mucho más allá de la humildad, la cual, por lo demás, permanecerá siempre como un elemento base. la pequeñez entonces se convertirá principalmente en una «esperanza llena de confianza», como la que tiene el niño frente a su padre: la pequeñez no está, pues, ya al servicio de nuestro propio amor a Dios, del que nosotros queremos darle a Dios, sino del amor misericordioso que Dios nos tiene, del que recibimos de él.

En este primer período hay, naturalmente, mucho de esperanza.  Teresa espera ardientemente llegar al amor, y muy pronto.  Pero esta postura interior es todavía, inconscientemente, un confiar demasiado en sí misma.  No es aún la esperanza profundamente teologal, fundada esencialmente, no en nosotros mismos, sino en el amor que Dios tiene a los hombres.  Teresa deberá todavía evolucionar sensiblemente antes de llegar a lo que ella misma llamará su «caminito».  También los santos tienen que crecer, es ley de vida.  Tienen que luchar con Dios y finalmente ser vencidos por él.  Antes de que la convicción de la universal y absoluta iniciativa de Dios ocupe y cubra totalmente el ancho campo de la marcha de Teresa hacia la santidad, ella ha de pasar aún por la experiencia de numerosas insuficiencias y limitaciones propias, como todos los hombres.  Sabemos muy bien, en teoría, lo que hay que hacer para tender eficazmente hacia la santidad.  Pero de hecho, es sólo la vida, con sus sufrimientos magulladores, con la experiencia de toda una noche de trabajo infructuoso sin pescar nada, la que descubre a nuestros ojos la verdad profunda, existencial, de que es Dios mismo quien nos santifica.

Recién entrada en el Carmelo, Teresa no conoce bastante estas realidades.  Cree todavía poder llegar a la meta soñada con sólo el amor que ella tiene.  Piensa demasiado: «Yo se lo daré todo a Jesús», y piensa demasiado poco: «Jesús me lo dará todo a mí».  Esto también es obra de la gracia.  De lo contrario, su descubrimiento del «caminito» no habría hallado tan gran resonancia en su propia vida ni nunca se habría convertido en una idea tan fecunda para la Iglesia de nuestro siglo.

No hallamos modo mejor de resumir todo esto que transcribiendo un pasaje de una de sus cartas de julio de 1890.  Por entonces, Teresa es ya carmelita desde hace dos años.  Ya se conoce mejor a sí misma. La necesidad de la intervención de Jesús se le empieza a aparecer más claramente.  Pero el «fuego sagrado» sigue lanzando abundantemente sus llamas: la convicción, a la que Teresa llegará a impulsos y bajo la guía de su amor, está todavía sin planteársele. Mientras la debilidad no sea vista más tarde como una ocasión para que el Señor nos comunique su amor, siempre que lo atraigamos sobre nosotros por nuestra confianza, seguirá siendo considerada, en esta carta, como una ocasión que nosotros tenemos de amar con mayor pureza.

-María, si tú no eres nada, no tienes que olvidar que Jesús lo es todo; por eso, será necesario perder tu pequeña nada en su infinito todo y no pensar más que en este todo únicamente amable... Tampoco debes desear ver el fruto de tus esfuerzos.  Jesús se complace en guardarse para sí sólo estas pequeñas nadas que le consuelan... (... ) Mi queridita María, en cuanto a mí, no conozco otro medio para llegar a la perfección que el amor... ¡Amar! ¡Qué bien hecho está para eso nuestro corazón!... A veces busco otra palabra para expresar el amor, pero en la tierra del destierro las palabras son impotentes para marcar todas las vibraciones del alma, y así es preciso atenerse a esta única palabra: ¡amar!.... (CT 87.)

He aquí la convicción más profunda de Teresa: «No conozco otro medio para llegar a la perfección que el amor».  Será necesario que pasen los años, que experimente su propia impotencia, y, sobre todo, que se produzca la deslumbrante intuición de la Misericordia de Dios, antes de que Teresa escriba: «La confianza, y nada más que la confianza, es la que debe conducirnos al amor.. (CT 176.) Sigamos ahora de cerca esta evolución.