XII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
CON S.S. JUAN PABLO II EN PARÍS

(19 al 24 de Agosto 1997)

 

4. Un hombre que creyó en el amor
(Homilía durante la misa de beatificación del siervo de Dios Federico Ozanam, 22 de agosto)

1. «El amor es de Dios» (/1Jn/04/07-13). El evangelio de hoy nos presenta la figura del buen samaritano. Con esta parábola, Cristo quiere mostrar a sus oyentes quién es el prójimo citado en el principal mandamiento de la Ley divina: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo» (/Lc/10/27-35). Un doctor de la Ley le preguntó qué debía hacer para alcanzar la vida eterna: encontró en esas palabras la respuesta decisiva. Sabía que el amor a Dios y al prójimo es el primero y el más grande de los mandamientos. A pesar de ello, le pregunta: «Y ¿quién es mi prójimo?» (Lc 10,29).

Es significativo que Jesús ponga a un samaritano como ejemplo para responder a esa pregunta. En efecto, los judíos no tenían en gran estima a los samaritanos. Además, Cristo compara la conducta de este hombre con la de un sacerdote y la de un levita, que vieron al hombre herido por los salteadores medio muerto en el camino y siguieron de largo, sin auxiliarle. Por el contrario, el samaritano, al ver al hombre sufriendo, «tuvo compasión» (Lc 10,33); su compasión lo impulsó a realizar varias acciones. Ante todo, vendó sus heridas; después lo llevó a una posada para cuidar de él; y, antes de irse, dio al posadero dinero suficiente para que se ocupara de él (cf. Lc 10,34-35). El ejemplo es elocuente. El doctor de la Ley recibe una respuesta clara a su pregunta: ¿quién es mi prójimo? El prójimo es todo ser humano, sin excepción. Es inútil preguntarle su nacionalidad, su pertenencia social o religiosa. Si necesita ayuda, hay que ayudarle. Esto es lo que exige la primera y más grande Ley divina, la ley del amor a Dios y al prójimo.

Fiel a este mandamiento del Señor, Federico Ozanam creyó en el amor, en el amor que Dios tiene a los hombres. Él mismo se sintió llamado a amar, dando ejemplo de un gran amor a Dios y a los demás. Salía al encuentro de todos los que tenían mayor necesidad de ser amados que los demás, a quienes Dios Amor sólo podía revelarse efectivamente mediante el amor de otra persona. Ozanam descubrió en eso su vocación, y vio el camino al que Cristo lo llamaba. Allí encontró su camino hacia la santidad. Y lo recorrió con determinación.

2. «El amor es de Dios». El amor del hombre tiene su fuente en la ley de Dios; lo muestra la primera lectura, tomada del Antiguo Testamento. Encontramos en ella una descripción detallada de los actos de amor al prójimo. Es como una preparación bíblica para la parábola del buen samaritano.

La segunda lectura, tomada de la primera carta de san Juan, desarrolla lo que significa la expresión «el amor es de Dios». El Apóstol escribe a sus discípulos: «Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4,7-8). Estas palabras del Apóstol son verdaderamente el centro de la Revelación, el coronamiento al que nos lleva todo lo que se halla escrito en los evangelios y en las cartas apostólicas. San Juan prosigue: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10). La redención de los pecados manifiesta el amor que nos tiene el Hijo de Dios hecho hombre. Entonces, el amor al prójimo, el amor al hombre, ya no es sólo un mandamiento. Es una exigencia que brota de la experiencia vivida del amor a Dios. Por eso san Juan puede escribir: «Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4,11).

La enseñanza de la carta de Juan prosigue; a continuación el Apóstol escribe: «A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu» (1 Jn 4,12-13). Por tanto, el amor es la fuente del conocimiento. Si, por una parte, el conocimiento es una condición del amor, por otra, el amor amplía el conocimiento. Si permanecemos en el amor, tenemos la certeza de la acción del Espíritu Santo, que nos hace participar en el amor redentor del Hijo, a quien el Padre envió para la salvación del mundo. Conociendo a Cristo como Hijo de Dios, permanecemos en él y, por él, permanecemos en Dios. Por los méritos de Cristo, hemos creído en el amor, conocemos el amor que Dios nos tiene, sabemos que Dios es amor (cf. 1 Jn 4,16). Este conocimiento mediante el amor es, en cierto modo, la piedra angular de toda la vida espiritual del cristiano. «Quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16).

3. En el marco de la Jornada mundial de la juventud, que tiene lugar este año en París, procedo hoy a la beatificación de Federico Ozanam. Saludo cordialmente al señor cardenal Jean-Marie Lustiger, arzobispo de París, ciudad donde se encuentra la tumba del nuevo beato. Me alegra también la presencia en este acontecimiento de los cardenales y obispos de numerosos países. Saludo con afecto a los miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl, que han venido de todo el mundo para la beatificación de su principal fundador, así como a los representantes de la gran familia espiritual heredera del espíritu de san Vicente. Los vínculos entre los vicentinos fueron privilegiados desde los orígenes de la Sociedad, puesto que fue una Hija de la Caridad, Sor Rosalie Rendu, quien guió al joven Federico Ozanam y a sus compañeros hacia los pobres del barrio Mouffetard de París. Queridos discípulos de san Vicente de Paúl, os invito a unir vuestras fuerzas para que, como deseaba vuestro fundador, los pobres sean cada vez más amados y servidos, y Jesucristo sea honrado en ellos.

4. Federico Ozanam amaba a todos los necesitados. Desde su juventud, tomó conciencia de que no bastaba hablar de la caridad y de la misión de la Iglesia en el mundo: esto debía traducirse en un compromiso efectivo de los cristianos al servicio de los pobres. Así, coincidía con la intuición de san Vicente: «Amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero que sea con el esfuerzo de nuestros brazos y con el sudor de nuestra frente» (san Vicente de Paúl, XI, 40). Para manifestarlo concretamente, a la edad de 20 años, con un grupo de amigos, creó las Conferencias de San Vicente de Paúl, cuya finalidad era la ayuda a los más pobres, con un espíritu de servicio y comunión. Muy pronto, esas Conferencias se difundieron fuera de Francia, en todos los países de Europa y del mundo. Yo mismo, cuando era estudiante, antes de la segunda guerra mundial, formé parte de una de ellas. POBRE/SACRAMENTO-XTO: Desde entonces, el amor a los más miserables, a aquellos de quienes nadie se ocupa, está en el centro de la vida y de las preocupaciones de Federico Ozanam. Hablando de esos hombres y mujeres, escribe: «Deberíamos caer a sus pies y decirles con el Apóstol: "Tu es Dominus meus". Vosotros sois nuestros señores y nosotros seremos vuestros servidores; vosotros sois para nosotros las imágenes sagradas del Dios a quien no vemos y, no sabiéndolo amar de otro modo, lo amamos en vosotros» (A Louis Janmot).

5. Él observa la situación real de los pobres y busca un compromiso cada vez más eficaz para ayudarles a crecer en humanidad. Comprende que la caridad debe impulsar a trabajar para corregir las injusticias. La caridad y la justicia están unidas. Tiene la valentía clarividente de un compromiso social y político de primer plano, en una época agitada de la vida de su país, ya que ninguna sociedad puede aceptar la miseria como una fatalidad, sin que se hiera su honor. Así, podemos considerarlo un precursor de la doctrina social de la Iglesia, que el Papa León XIII desarrolló algunos años más tarde en la encíclica Rerum novarum.

Frente a las formas de pobreza que agobian a tantos hombres y mujeres, la caridad es un signo profético del compromiso del cristiano en el seguimiento de Cristo. Por tanto, invito a los laicos, y particularmente a los jóvenes, a dar prueba de valentía y de imaginación, para trabajar en la edificación de sociedades más fraternas, donde se reconozca la dignidad de los más necesitados y se encuentren los medios para una existencia digna. Con la humildad y la confianza ilimitada en la Providencia que caracterizaban a Federico Ozanam, tened la audacia de compartir los bienes materiales y espirituales con quienes viven en la miseria.

6. El beato Federico Ozanam, apóstol de la caridad, esposo y padre de familia ejemplar, gran figura del laicado católico del siglo XIX, fue un universitario que desempeñó un papel importante en el movimiento de las ideas de su tiempo. Estudiante, profesor eminente primero en Lyon y luego en París, en la Sorbona, aspira ante todo a la búsqueda y la comunicación de la verdad, en la serenidad y el respeto a las convicciones de quienes no compartían las suyas. «Aprendamos a defender nuestras convicciones sin odiar a nuestros adversarios --escribía--; a amar a quienes piensan de un modo diferente del nuestro (...). Quejémonos menos de nuestro tiempo y más de nosotros mismos» (Cartas, 9 de abril de 1851). Con la valentía del creyente, denunciando todo egoísmo, participa activamente en la renovación de la presencia y de la acción de la Iglesia en la sociedad de su época. Es conocido también su papel en la institución de las Conferencias de Cuaresma en esta catedral de Notre Dame de París, con el objetivo de permitir que los jóvenes reciban una enseñanza religiosa renovada frente a las grandes cuestiones que interpelan su fe.

Federico Ozanam, hombre de pensamiento y de acción, sigue siendo para los universitarios de nuestro tiempo, para los profesores y los alumnos, un modelo de compromiso valiente, capaz de hacer oír una palabra libre y exigente en la búsqueda de la verdad y en la defensa de la dignidad de toda persona humana. ¡Que sea también para ellos una llamada a la santidad!

7. La Iglesia confirma hoy la opción de vida cristiana hecha por Ozanam, así como el camino que emprendió. Ella le dice: Federico, tu camino ha sido verdaderamente el camino de la santidad. Han pasado más de cien años, y éste es el momento oportuno para redescubrir ese camino. Es necesario que todos estos jóvenes, más o menos de tu edad, que se han reunido en gran número en París, procedentes de todos los países de Europa y del mundo, reconozcan que ese camino es también el suyo. Es preciso que comprendan que, si quieren ser cristianos auténticos, deben seguir ese mismo camino. Que abran más los ojos de su alma ante las necesidades, tan numerosas, de los hombres de hoy. Que afronten esas necesidades como desafíos. Cristo los llama a cada uno por su nombre, para que cada uno pueda decir: ¡éste es mi camino! En las opciones que hagan, tu santidad, Federico, será particularmente confirmada. Y tu alegría será grande. Tú, que ya ves con tus ojos a Aquel que es amor, sé también un guía en todos los caminos que estos jóvenes elijan, siguiendo hoy tu ejemplo.


5. Un nuevo Pentecostés
(Homilía pronunciada a los delegados del Foro Internacional, sábado 23 de agosto)

1. «¡Que todos los pueblos te conozcan, Señor!». Estas palabras de la liturgia de hoy se dirigen, ante todo, a vosotros, representantes de todas las naciones que participáis en la Jornada mundial de la juventud en París. Vuestra presencia testimonia el cumplimiento de la misión que los Apóstoles recibieron de Cristo después de su resurrección: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). Sois los representantes de los pueblos donde fue anunciado y acogido el Evangelio, pueblos cuyas culturas ya han sido impregnadas y transfiguradas por él.

Estáis aquí, no sólo porque habéis recibido la fe y el bautismo, sino también porque deseáis transmitir esta fe a los demás. ¡Son tantos los corazones que esperan el Evangelio! El grito de la liturgia de este día puede adquirir todo su sentido en vuestros labios: «¡Que todas las naciones te conozcan, Señor!».

2. La Jornada mundial de la juventud tiene una clara dimensión misionera. La liturgia de hoy lo manifiesta. La primera lectura, tomada del libro de Isaías, dice: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: "Ya reina tu Dios"!» (Is 52, 7). El profeta piensa, ciertamente, en el Mesías esperado entonces. Será Cristo, el Mesías, quien anuncie ante todo la buena nueva. Pero, esta buena nueva la transmitirá a los Apóstoles. Por su participación en su misión profética, sacerdotal y real, ellos, y después de ellos todo el pueblo de Dios de la nueva alianza, se convertirán en sus mensajeros por todo el mundo. Por tanto, las palabras del profeta les atañen: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que trae buenas nuevas...!».

Estas palabras os atañen a vosotros que estáis reunidos aquí; a vosotros que participáis en la Jornada mundial de la juventud de todas las naciones que hay bajo el sol. Vuestra asamblea es como un nuevo Pentecostés. Y es preciso que sea así. Es necesario que, como los Apóstoles en el cenáculo y más allá de la percepción de nuestros sentidos, oigamos el ruido, la ráfaga de un viento impetuoso; que sobre la cabeza de todos los que están aquí aparezcan las lenguas de fuego del Espíritu santo, y que todos comiencen a proclamar en las diferentes lenguas las maravillas de Dios (cf. Hch 2, 1-4). Entonces seréis, en el tercer milenio, los testigos de la buena nueva.

3. La lectura del evangelio de san Mateo nos recuerda la parábola del sembrador. Ya la conocemos, pero podemos releer continuamente las palabras del Evangelio y encontrar siempre en ellas una luz nueva. Salió un sembrador a sembrar. Mientras sembraba unas semillas cayeron a lo largo del camino, otras en un pedregal; algunas entre abrojos, otras en tierra buena, y sólo éstas dieron fruto (cf. Mt 13, 3-8). Jesús no se contenta con presentar la parábola, la explica. Escuchemos también nosotros la explicación de la parábola del sembrador. Las semillas caídas a lo largo del camino designan a quienes oyen la palabra del reino de Dios, pero no la comprenden; viene el maligno y arrebata lo sembrado en su corazón (cf. Mt 13, 19). El maligno recorre frecuentemente este camino, y se dedica a impedir que las semillas germinen en el corazón de los hombres. Esta es la primera comparación. La segunda es la de las semillas caídas en un pedregal. Este suelo designa a las personas que oyen la palabra y la reciben enseguida con alegría; pero no tienen raíz en sí mismas y son inconstantes. Cuando llega una tribulación o una persecución por causa de la Palabra, sucumben enseguida (cf. Mt 13, 20-21). ¡Qué psicología encierra esta comparación de Cristo! ¡Conocemos bien, en nosotros y a nuestro alrededor, la inconstancia de personas sin raíces que puedan hacer crecer la palabra! La tercera es la de las semillas caídas entre abrojos. Cristo explica que se refiere a las personas que oyen la palabra, pero que, a causa de las preocupaciones de este mundo y de su apego a las riquezas, la ahogan y queda sin fruto (cf. Mt 13, 22).

Por último, las semillas caídas en tierra buena representan a quienes oyen la palabra y la comprenden, y da fruto en ellos (cf. Mt 13, 23). Toda esta magnífica parábola nos habla hoy, tal como hablaba a los oyentes de Jesús hace dos mil años. Durante este encuentro mundial de la juventud, convirtámonos en tierra buena que recibe la semilla del Evangelio y da fruto.

4. Conscientes de la timidez del alma humana para acoger la palabra de Dios dirijamos al Espíritu esta ardiente plegaria litúrgica:

Veni, Creator Spiritus,
mentes tuorum visita
imple superna gratia
quae tu creasti pectora.

Ven, Espíritu creador,
visita la mente de tus fieles,
llena con tu gracia
los corazones que has creado.

Con esta plegaria, abrimos nuestro corazón, suplicando al Espíritu que lo llene de luz y de vida.

Espíritu de Dios, haznos disponibles a tu visita; haz crecer en nosotros la fe en la Palabra que salva. Sé tú la fuente viva de la esperanza que germina en nuestra vida. Sé tú en nosotros el soplo de amor que nos transforma y el fuego de caridad que nos impulse a entregarnos a nosotros mismos mediante el servicio a nuestros hermanos.

Tú, enviado a nosotros por el Padre, enséñanos todo y haz que captemos la riqueza de la palabra de Cristo. Afirma en nosotros el hombre interior; haz que pasemos del temor a la confianza, para que brote en nosotros la alabanza de tu gloria.

Sé tú la luz que venga a llenar el corazón de los hombres y a darles la valentía de buscarte incansablemente. Tú el Espíritu de verdad, introdúcenos en la verdad plena, para que proclamemos con firmeza el misterio de Dios vivo, que actúa en nuestra historia. Ilumínanos sobre el sentido último de esta historia.

Aleja de nosotros las infidelidades que nos separan de ti, aparta de nosotros el resentimiento y la división, y haz que crezca en nosotros un espíritu de fraternidad y de unidad, para que sepamos construir la ciudad de los hombres en la paz y la solidaridad que nos vienen de Dios.

Haz que descubramos que el amor está en lo más íntimo de la vida divina y que estamos llamados a participar en ella. Enséñanos a amarnos los unos a los otros como el Padre nos ha amado, dándonos a su Hijo (cf. Jn 3, 16).

Que todos los pueblos te conozcan a ti, Dios, Padre de todos los hombres, que tu Hijo vino a revelarnos; a ti, que nos enviaste tu Espíritu para comunicarnos los frutos de la Redención.

5. Saludo cordialmente aquí esta mañana a los responsables del Consejo pontificio para los laicos, organizadores del Foro internacional de los jóvenes que os ha reunido para este tiempo de reflexión y oración. Doy las gracias a quienes han asegurado el buen desarrollo de este encuentro particularmente a los responsables de la Escuela politécnica, que lo han acogido con generosidad y disponibilidad.

Queridos amigos, ayer, en la catedral de Notre Dame de París, beatifiqué a Federico Ozanam, un laico, un joven como vosotros; lo recuerdo con gusto en esta iglesia de Saint-Etienne du Mont, dado que aquí realizó sus primeras actividades con otros jóvenes en favor de los pobres del barrio. Iluminado por el Espíritu de Cristo y fiel a la meditación diaria de su Palabra, el beato Federico os propone un ideal de santidad para hoy, el de la entrega de sí al servicio de los más desamparados de la sociedad. Ojalá que, en el recuerdo de esta XII Jornada mundial de la juventud, sea para vosotros un amigo y un modelo en vuestro testimonio de jóvenes cristianos.

6. Durante estas jornadas tan densas que acabáis de vivir, también vosotros habéis ido al encuentro de Cristo y habéis dejado que penetre en vosotros la Palabra, para que germine y dé fruto. Haciendo una experiencia excepcional de la universalidad de la Iglesia y del patrimonio común a todos los discípulos de Cristo, habéis dado gracias por las maravillas que Dios realiza en el corazón de la humanidad. Asimismo, habéis compartido los sufrimientos, las angustias las esperanzas y los llamamientos de los hombres de hoy. Esta mañana, el Espíritu Santo os envía, como «una carta de Cristo», a proclamar en cada uno de vuestros países las obras de Dios y ser testigos celosos del evangelio de Cristo entre los hombres de buena voluntad, hasta los confines de la tierra. La misión que se os confía exige que durante toda vuestra vida, dediquéis el tiempo necesario a vuestra formación espiritual y doctrinal a fin de profundizar vuestra fe y convertiros, también vosotros, en formadores. Así, responderéis a la llamada «a crecer, a madurar continuamente, a dar cada vez más fruto» (Christifideles laici, 57).

Que el tiempo de renovación espiritual que acabáis de vivir juntos os comprometa a avanzar con todos vuestros hermanos cristianos en la búsqueda de la unidad querida por Cristo. Os lleve con caridad fraterna, al encuentro de los hombres y mujeres de otras convicciones religiosas o intelectuales, para el conocimiento auténtico y el respeto mutuo, que hacen crecer en humanidad. El Espíritu de Dios os envía, para que lleguéis a ser, con todos vuestros hermanos y hermanas del mundo, constructores de una civilización reconciliada y fundada en el amor fraterno. En el umbral del tercer milenio, os invito a estar muy atentos a la voz y a los signos de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en el mundo. Contemplando e imitando a la Virgen María, modelo de la fe vivida, seréis verdaderos discípulos de Cristo, su Hijo divino, que funda la esperanza, fuente de vida. Amadísimos jóvenes, la Iglesia tiene necesidad de vosotros, tiene necesidad de vuestro compromiso al servicio del Evangelio. También el Papa cuenta con vosotros. Acoged el fuego del Espíritu del Señor, para convertiros en celosos heraldos de la buena nueva.


6. El bautismo convierte nuestra existencia en una historia de amor con Dios (Homilía durante la vigilia celebrada en el hipódromo de Longchamp el sábado 23 de agosto)

Queridos jóvenes, queridos amigos:

1. Al empezar os saludo a todos vosotros, que estáis aquí reunidos, repitiendo las palabras del profeta Ezequiel, pues contienen una maravillosa promesa de Dios y expresan la alegría de vuestra presencia: «Os recogeré de entre las naciones (...). Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos (...). Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 36,24-28).

2. Saludo a los obispos franceses que nos acogen y a los obispos venidos de todo el mundo. Dirijo, asimismo, mi saludo cordial a los distinguidos representantes de otras confesiones cristianas, con las cuales compartimos el mismo bautismo y que han querido asociarse a esta celebración de la juventud.

En la víspera del 24 de agosto, no es posible olvidar la dolorosa matanza de la noche de san Bartolomé, con sus oscuras motivaciones en la historia política y religiosa de Francia. Algunos cristianos realizaron actos que el Evangelio reprueba. Si evoco el pasado, es porque «reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y las dificultades de hoy» (Tertio millennio adveniente, 33). Por ello, me asocio gustoso a las iniciativas de los obispos franceses, pues, como ellos, estoy convencido de que sólo el perdón ofrecido y recibido lleva progresivamente a un diálogo fecundo que sella una reconciliación plenamente cristiana. La pertenencia a diferentes tradiciones religiosas no debe ser hoy en día una fuente de oposición o de tensión. Al contrario, nuestro común amor a Cristo nos impulsa a buscar sin cesar el camino de la plena unidad.

3. Los textos litúrgicos de nuestra vigilia son, por una parte, los mismos de la Vigilia pascual. Se refieren al bautismo. El evangelio de san Juan narra el diálogo nocturno de Cristo con Nicodemo. Al ir a encontrarse con Cristo, este miembro del Sanedrín expresa su fe: «Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar las señales que tú realizas si Dios no está con él» (/Jn/03/02-06). Jesús le responde: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3,3). Nicodemo le pregunta: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?» (Jn 3,4). Jesús le responde : «El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu» (Jn 3, 5-6).

Jesús hace pasar a Nicodemo de las realidades visibles a las invisibles. Cada uno de nosotros ha nacido del hombre y de la mujer, de un padre y una madre; este nacimiento es el punto de partida de toda nuestra existencia. Nicodemo piensa en esta realidad natural. Por el contrario, Cristo vino al mundo para revelar otro tipo de nacimiento, el nacimiento espiritual. Cuando profesamos nuestra fe, decimos quién es Cristo: «Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: (...) engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, consubstantialis Patri, por quien todo fue hecho, per quem omnia facta sunt; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre, descendit de caelis et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria virgine et homo factus est». Sí, jóvenes, amigos míos, ¡el Hijo de Dios se hizo hombre por todos vosotros, por cada uno de vosotros!

4. «El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5). Así, para entrar en el Reino, el hombre debe nacer de nuevo, no según las leyes de la carne sino según el Espíritu. El bautismo es precisamente el sacramento de este nacimiento. El apóstol Pablo lo explica en profundidad en el pasaje de la carta a los Romanos que hemos escuchado: «¿Es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (/Rm/06/03-04). El Apóstol nos revela aquí el sentido del nuevo nacimiento; nos explica por qué el sacramento tiene lugar por medio de la inmersión en el agua. No se trata de una inmersión simbólica en la vida de Dios. El bautismo es el signo concreto y eficaz de la inmersión en la muerte y la resurrección de Cristo. Comprendemos, entonces, por qué la tradición ha unido el bautismo a la Vigilia pascual. En ese día, y sobre todo en esa noche, es cuando la Iglesia revive la muerte de Cristo, cuando la Iglesia entera se siente abrumada por el cataclismo de esta muerte, de la que surgirá una vida nueva. De este modo, la Vigilia, en el sentido exacto de la palabra, es espera: la Iglesia espera la resurrección; espera la vida que será la victoria sobre la muerte y que llevará al hombre hacia esa vida.

A toda persona que recibe el bautismo se le concede participar en la resurrección de Cristo. San Pablo vuelve a menudo sobre este tema, que resume la esencia del verdadero sentido del bautismo. Escribe así: «Porque, si nos hemos hecho una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante» (Rm 6,5). Y prosigue: «Sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con él, a fin de que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado. Pues el que está muerto, queda liberado del pecado. Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida es un vivir para Dios. Así también vosotros consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6,6-11).

Como san Pablo, queridos jóvenes, decid al mundo: nuestra esperanza es firme; por Cristo, vivimos para Dios.

5. Evocando esta noche la Vigilia pascual, consideramos los problemas esenciales: la vida y la muerte, la mortalidad y la inmortalidad. En la historia de la humanidad Jesús ha invertido el sentido de la vida humana. Si la experiencia cotidiana nos muestra la existencia como un pasaje hacia la muerte, el misterio pascual nos abre la perspectiva de una vida nueva más allá de la muerte. Por ello, la Iglesia, que profesa en su Credo la muerte y la resurrección de Jesús, tiene todas las razones para pronunciar también estas palabras: «Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna».

6. Queridos jóvenes, ¿sabéis lo que hace en vosotros el sacramento del bautismo? Dios os reconoce como hijos suyos y transforma vuestra existencia en una historia de amor con él. Os conforma con Cristo, para que podáis realizar vuestra vocación personal. Ha venido para establecer una alianza con vosotros y os ofrece su paz. Vivid desde ahora como hijos de la luz, que se saben reconciliados por la cruz del Salvador.

El bautismo, «misterio y esperanza del mundo que vendrá» (san Cirilo de Jerusalén, Procatequesis 10, 12), es el más bello de los dones de Dios, pues nos invita a convertirnos en discípulos del Señor. Nos hace entrar en la intimidad con Dios, en la vida trinitaria, desde hoy y por toda la eternidad. Es una gracia que se da al pecador, que nos purifica del pecado y nos abre un futuro nuevo. Es un baño que lava y regenera. Es una unción que nos conforma con Cristo, sacerdote, profeta y rey. Es una iluminación, que esclarece y da pleno significado a nuestro camino. Es un vestido de fortaleza y de perfección. Revestidos de blanco el día de nuestro bautismo, como lo seremos en el último día, estamos llamados a conservar cada día su esplendor y a recuperarlo por medio del perdón, la oración y la vida cristiana. El bautismo es el signo de que Dios se ha unido con nosotros en nuestro caminar, que embellece nuestra existencia y transforma nuestra historia en una historia sagrada.

Habéis sido llamados, elegidos por Cristo para vivir en la libertad de los hijos de Dios y habéis sido también confirmados en vuestra vocación bautismal y habitados por el Espíritu Santo para anunciar el Evangelio a lo largo de toda vuestra vida. Al recibir el sacramento de la confirmación os comprometéis con todas vuestras fuerzas a hacer crecer pacientemente el don recibido por medio de la recepción de los sacramentos, en particular de la Eucaristía y de la penitencia, que conservan en nosotros la vida bautismal. Bautizados, dais testimonio de Cristo por vuestro esfuerzo de una vida recta y fiel al Señor, que se ha de mantener con una lucha espiritual y moral. La fe y el obrar moral van unidos. En efecto, el don recibido nos lleva a una conversión permanente para imitar a Cristo y corresponder a la promesa divina. La palabra de Dios transforma la existencia de los que la acogen, pues es la regla de la fe y de la acción. En su existencia, para respetar los valores esenciales, los cristianos experimentan también el sufrimiento que pueden exigir las opciones morales opuestas a los comportamientos del mundo y, a veces, incluso de modo heroico. Pero la vida feliz con el Señor tiene ese precio. Queridos jóvenes, vuestro testimonio tiene ese precio. Confío en vuestro valor y en vuestra fidelidad.

7. En medio de vuestros hermanos tenéis que vivir como cristianos. Por el bautismo Dios nos da una madre, la Iglesia, con la que crecemos espiritualmente para avanzar por el camino de la santidad. Este sacramento nos integra en un pueblo, nos hace partícipes de la vida eclesial y nos da hermanos y hermanas que amar, para ser «uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28). En la Iglesia no hay ya fronteras; somos un único pueblo solidario, compuesto por múltiples grupos con culturas, sensibilidades y modos de acción diversos, en comunión con los obispos, pastores del rebaño. Esta unidad es un signo de riqueza y vitalidad. Que, dentro de la diversidad, vuestra primera preocupación sea la unidad y la cohesión fraterna, que permitan el desarrollo personal de modo sereno y el crecimiento del cuerpo entero.

Con todo, el bautismo y la confirmación no alejan del mundo, pues compartimos los gozos y las esperanzas de los hombres de hoy y aportamos nuestra contribución a la comunidad humana en la vida social y en todos los campos técnicos y científicos. Gracias a Cristo estamos cerca de todos nuestros hermanos y somos llamados a manifestar la alegría profunda que se tiene al vivir con él. El Señor nos llama a cumplir nuestra misión donde estamos, pues «el lugar que Dios nos ha señalado es tan hermoso, que no nos está permitido desertar de él» (cf. Carta a Diogneto, VI, 10). Independientemente de lo que hagamos, nuestra vida es para el Señor; en él está nuestra esperanza y nuestro título de gloria. En la Iglesia la presencia de los jóvenes, de los catecúmenos y de los nuevos bautizados es una riqueza y una fuente de vitalidad para toda la comunidad cristiana, llamada a dar cuenta de su fe y a testimoniarla hasta los confines de la tierra.

8. Un día, en Cafarnaúm, cuando muchos discípulos abandonaban a Jesús, Pedro respondió a la pregunta de Jesús: «¿ambién vosotros queréis marcharos?», diciéndole: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,67-68). En esta Jornada de la juventud en París, una de las capitales del mundo contemporáneo, el Sucesor de Pedro acaba de repetiros que estas palabras del Apóstol deben ser el faro que os ilumine a todos en vuestro camino. «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). Más aún: no sólo nos hablas de la vida eterna. Tú mismo eres la vida eterna. Verdaderamente, tú eres «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6).

9. Queridos jóvenes, por la unción bautismal os habéis convertido en miembros del pueblo santo. Por la unción de la confirmación participáis plenamente en la misión eclesial. La Iglesia, de la que sois parte, tiene confianza en vosotros y cuenta con vosotros. Que vuestra vida cristiana sea un «acostumbrarse» progresivo a la vida con Dios, según la hermosa expresión de san Ireneo, para que seáis misioneros del Evangelio.

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