EXHORTACION APOSTOLICA POST-SINODAL
CHRISTIFIDELES LAICI
DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
SOBRE VOCACION Y MISION DE LOS LAICOS
EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO



INTRODUCCION


1. LOS FIELES LAICOS (Christifideles laici), cuya "vocación y misión en la Iglesia y en el mundo a los veinte años del Concilio Vaticano II" ha sido el tema del Sínodo de los Obispos de 1987, pertenecen a aquel Pueblo de Dios representado en los obreros de la viña, de lo que habla el Evangelio de Mateo: "El Reino de los Cielos es semejante a un propietario, que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. Habiéndose ajustado con los obreros en un denario al día, los envió a su viña" (Mt. 20, 1-2). La parábola evangélica despliega ante nuestra mirada la inmensidad de la viña del Señor y la multitud de personas, hombres y mujeres, que son llamadas por El y enviadas para que tengan trabajo en ella. La viña es el mundo entero (cf. Mt. 13, 38), que debe ser transformado según el designio divino en vista de la venida definitiva del Reino de Dios.

ID TAMBIEN VOSOTROS A MI VIÑA

2. "Salió luego hacia las nueve de la mañana, vio otros que estaban en la plaza desocupados y les dijo: "Id también vosotros a mi viña" (/Mt/20/03-04). El llamamiento del Señor Jesús "Id también vosotros a mi viña" no cesa de resonar en el curso de la historia desde aquel lejano día: se dirige a cada hombre que viene a este mundo. En nuestro tiempo, en la renovada efusión del Espíritu de Pentecostés que tuvo lugar con el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha madurado una conciencia más viva de su naturaleza misionera y ha escuchado de nuevo la voz de su Señor que la envía al mundo como "sacramento universal de salvación"[1].

Id también vosotros. La llamada no se dirige sólo a los Pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia y del mundo. Lo recuerda San Gregorio Magno quien, predicando al pueblo, comenta de este modo la parábola de los obreros de la viña: "Fijaos en vuestro modo de vivir, queridísimos hermanos, y comprobad si ya sois obreros del Señor. Examine cada uno lo que hace y considere si trabaja en la viña del Señor"[2].

De modo particular, el Concilio, con su riquísimo patrimonio doctrinal, espiritual y pastoral, ha reservado páginas verdaderamente espléndidas sobre la naturaleza, dignidad, espiritualidad, misión y responsabilidad de los fieles laicos. Y los Padres conciliares, haciendo eco al llamamiento de Cristo, han convocado a todos los fieles laicos, hombres y mujeres, a trabajar en la viña: "Este Sacrosanto Concilio ruega en el Señor a todos los laicos que respondan con ánimo generoso y prontitud de corazón a la voz de Cristo, que en esta hora invita a todos con mayor insistencia, y a los impulsos del Espíritu Santo. Sientan los jóvenes que esta llamada va dirigida a ellos de manera especialísima; recíbanla con entusiasmo y magnanimidad. El mismo Señor, en efecto, invita de nuevo a todos los laicos, por medio de este santo Concilio, a que se le unan cada día más íntimamente y a que, haciendo propio todo lo suyo (cf. Flp. 2, 5), se asocien a su misión salvadora; de nuevo los envía a todas las ciudades y lugares adonde El está por venir (cf. Lc. 10, 1)"[3]. Id también vosotros a mi viña. Estas palabras han resonado espiritualmente, una vez más, durante la celebración del Sínodo de los Obispos, que ha tenido lugar en Roma entre el 1o. y el 30 de octubre de 1987. Colocándose en los senderos del Concilio y abriéndose a la luz de las experiencias personales y comunitarias de toda la Iglesia, los Padres, enriquecidos por los Sínodos precedentes, han afrontado de modo específico y amplio el tema de la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo.

En esta Asamblea episcopal no ha faltado una cualificada representación de fieles laicos, hombres y mujeres, que han aportado una valiosa contribución a los trabajos del Sínodo, como ha sido públicamente reconocido en la homilía conclusiva: "Damos gracias por el hecho de que en el curso del Sínodo hemos podido contar con la participación de los laicos (auditores y auditrices), pero más aún porque el desarrollo de las discusiones sinodales nos ha permitido escuchar la voz de los invitados, los representantes del laicado provenientes de todas las partes del mundo, de los diversos Países, y nos ha dado ocasión de aprovechar sus experiencias, sus consejos, las sugerencias que proceden de su amor a la causa común"[4].

Dirigiendo la mirada al posconcilio, los Padres sinodales han podido comprobar cómo el Espíritu Santo ha seguido rejuveneciendo la Iglesia, suscitando nuevas energías de santidad y de participación en tantos fieles laicos. Ello queda testificado, entre otras cosas, por el nuevo estilo de colaboración entre sacerdotes, religiosos y fieles laicos; por la participación activa en la liturgia, en el anuncio de la Palabra de Dios y en la catequesis; por los múltiples servicios y tareas confiados a los fieles laicos y asumidos por ellos; por el lozano florecer de grupos, asociaciones y movimientos de espiritualidad y de compromiso laicales; por la participación más amplia y significativa de la mujer en la vida de la Iglesia y en el desarrollo de la sociedad.

Al mismo tiempo, el Sínodo ha notado que el camino posconciliar de los fieles laicos no ha estado exento de dificultades y de peligros. En particular, se pueden recordar dos tentaciones a las que no siempre han sabido sustraerse: la tentación de reservar un interés tan marcado por los servicios y las tareas eclesiales, de tal modo que frecuentemente se ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades específicas en el mundo profesional, social, económico, cultural y político; y la tentación de legitimar la indebida separación entre fe y vida, entre la acogida del Evangelio y la acción concreta en las más diversas realidades temporales y terrenas. En el curso de sus trabajos, el Sínodo ha hecho referencia constantemente al Concilio Vaticano II, cuyo magisterio sobre el laicado, a veinte años de distancia, se ha manifestado de sorprendente actualidad y tal vez de alcance profético: tal magisterio es capaz de iluminar y de guiar las respuestas que se deben dar hoy a los nuevos problemas. En realidad, el desafío que los Padres sinodales han afrontado ha sido el de individuar las vías concretas para lograr que la espléndida "teoría" sobre el laicado expresada por el Concilio llegue a ser una auténtica "praxis" eclesial. Además, algunos problemas se imponen por una cierta "novedad" suya, tanto que se los puede llamar posconciliares, al menos en sentido cronológico: a ellos los Padres sinodales han reservado con razón una particular atención en el curso de sus discusiones y reflexiones. Entre estos problemas se deben recordar los relativos a los ministerios y servicios eclesiales confiados o por confiar a los fieles laicos, la difusión y el desarrollo de nuevos "movimientos" junto a otras formas de agregación de los laicos, el puesto y el papel de la mujer tanto en la Iglesia como en la sociedad. Los Padres sinodales, al término de sus trabajos, llevados a cabo con gran empeño, competencia y generosidad, me han manifestado su deseo y me han pedido que, a su debido tiempo, ofreciese a la Iglesia universal un documento conclusivo sobre los fieles laicos[5].

Esta Exhortación Apostólica post-sinodal quiere dar todo su valor a la entera riqueza de los trabajo sinodales: desde los Lineamenta hasta el Instrumentum laboris; desde la relación introductoria hasta las intervenciones de cada uno de los obispos y de los laicos y la relación de síntesis al final de las sesiones en el aula; desde los trabajos y relaciones de los "círculos menores" hasta las "proposiciones" finales y el Mensaje final. Por eso el presente documento no es paralelo al Sínodo, sino que constituye su fiel y coherente expresión; es fruto de un trabajo colegial, a cuyo resultado final el Consejo de la Secretaría General del Sínodo y la misma Secretaría han sumado su propia aportación. El objetivo que la Exhortación quiere alcanzar es suscitar y alimentar una más decidida toma de conciencia del don y de la responsabilidad que todos los fieles laicos -y cada uno de ellos en particular- tienen en la comunión y en la misión de la Iglesia.

LAS ACTUALES CUESTIONES URGENTES DEL MUNDO:
¿POR QUE ESTAIS AQUI OCIOSOS TODO EL DIA?

3. El significado fundamental de este Sínodo, y por tanto el fruto más valioso deseado por él, es la acogida por parte de los fieles laicos del llamamiento de Cristo a trabajar en su viña, a tomar parte activa, consciente y responsable en la misión de la Iglesia en esta magnífica y dramática hora de la historia, ante la llegada inminente del tercer milenio. Nuevas situaciones, tanto eclesiales como sociales, económicas, políticas y culturales, reclaman hoy, con fuerza muy particular, la acción de los fieles laicos. Si el no comprometerse ha sido siempre algo inaceptable, el tiempo presente lo hace aún más culpable. A nadie le es lícito permanecer ocioso.

Reemprendamos la lectura de la parábola evangélica: "Todavía salió a eso de las cinco de la tarde, vio otros que estaban allí, y les dijo: "¿Por qué estáis aquí todo el día parados?". Le respondieron: "Es que nadie nos ha contratado". Y él les dijo: "Id también vosotros a mi viña" (/Mt/20/06-07). No hay lugar para el ocio: tanto es el trabajo que a todos espera en la viña del Señor. El "dueño de casa" repite con más fuerza su invitación: "Id vosotros también a mi viña". La voz del Señor resuena ciertamente en lo más íntimo del ser mismo de cada cristiano que, mediante la fe y los sacramentos de la iniciación cristiana, ha sido configurado con Cristo, ha sido injertado como miembro vivo en la Iglesia y es sujeto activo de su misión de salvación. Pero la voz del Señor también pasa a través de las vicisitudes históricas de la Iglesia y de la humanidad, como nos lo recuerda el Concilio: "El Pueblo de Dios, movido por la fe que le impulsa a creer que quien le conduce es el Espíritu del Señor que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o del designio de Dios. En efecto, la fe todo lo ilumina con nueva luz, y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas"[6].

Es necesario entonces mirar cara a cara este mundo nuestro con sus valores y problemas, sus inquietudes y esperanzas, sus conquistas y derrotas: un mundo cuyas situaciones económicas, sociales, políticas y culturales presentan problemas y dificultades más graves respecto a aquel que describía el Concilio en la Constitución pastoral Gaudium et spes[7]. De todas formas, es ésta la viña, y es éste el campo en que los fieles laicos están llamados a vivir su misión. Jesús les quiere, como a todos sus discípulos, sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt. 5, 13-14). Pero ¿cuál es el rostro actual de la "tierra" y del "mundo" en el que los cristianos han de ser "sal" y "luz"? Es muy grande la diversidad de situaciones y problemas que hoy existen en el mundo, y que además están caracterizadas por la creciente aceleración del cambio. Por esto es absolutamente necesario guardarse de las generalizaciones y simplificaciones indebidas. Sin embargo, es posible advertir algunas líneas de tendencia que sobresalen en la sociedad actual. Así como en el campo evangélico crecen juntamente la cizaña y el buen grano, también en la historia, teatro cotidiano de un ejercicio a menudo contradictorio de la libertad humana, se encuentran, arrimados el uno al otro y a veces profundamente entrelazados, el mal y el bien, la injusticia y la justicia, la angustia y la esperanza.

Secularismo y necesidad de lo religioso

4. ¿Cómo no hemos de pensar en la persistente difusión de la indiferencia religiosa y del ateísmo en sus más diversas formas, particularmente en aquella -hoy quizás más difundida- del secularismo? Embriagado por las prodigiosas conquistas de un irrefrenable desarrollo científico-técnico, y fascinado sobre todo por la más antigua y siempre nueva tentación de querer llegar a ser como Dios (cf. Gn. 3, 5) mediante el uso de una libertad sin límites, el hombre arranca las raíces religiosas que están en su corazón: se olvida de Dios, lo considera sin significado para su propia existencia, lo rechaza poniéndose a adorar los más diversos "ídolos".

Es verdaderamente grave el fenómeno actual del secularismo; y no sólo afecta a los individuos, sino que en cierto modo afecta también a comunidades enteras, como ya observó el Concilio: "Crecientes multitudes se alejan prácticamente de la religión"[8]. Varias veces yo mismo he recordado el fenómeno de la descristianización que aflige los pueblos de antigua tradición cristiana y que reclama, sin dilación alguna, una nueva evangelización. Y sin embargo la aspiración y la necesidad de lo religioso no pueden ser suprimidos totalmente. La conciencia de cada hombre, cuando tiene el coraje de afrontar los interrogantes más graves de la existencia humana, y en particular el del sentido de la vida, del sufrimiento y de la muerte, no puede dejar de hacer propia aquella palabra de verdad proclamada a voces por San Agustín: "Nos has hecho, Señor, para Tí, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en Ti"[9]. Así también, el mundo actual testifica, siempre de manera más amplia y viva, la apertura a una visión espiritual y trascendente de la vida, el despertar de una búsqueda religiosa, el retorno al sentido de lo sacro y a la oración, la voluntad de ser libres en el invocar el Nombre del Señor.

La persona humana: una dignidad despreciada y exaltada

5. Pensamos, además, en las múltiples violaciones a las que hoy está sometida la persona humana. Cuando no es reconocido y amado en su dignidad de imagen viviente de Dios (cf. Gn. 1, 26), el ser humano queda expuesto a las formas más humillantes y aberrantes de "instrumentalización", que lo convierten miserablemente en esclavo del más fuerte. Y "el más fuerte" puede asumir diversos nombres: ideología, poder económico, sistemas políticos inhumanos, tecnocracia científica, avasallamiento por parte de los mass-media. De nuevo nos encontramos frente a una multitud de personas, hermanos y hermanas nuestras, cuyos derechos fundamentales son violados, también como consecuencia de la excesiva tolerancia y hasta de la patente injusticia de ciertas leyes civiles: el derecho a la vida y a la integridad física, el derecho a la casa y al trabajo, el derecho a la familia y a la procreación responsable, el derecho a la participación en la vida pública y política, el derecho a la libertad de conciencia y de profesión de fe religiosa. ¿Quién puede contar los niños que no han nacido porque han sido matados en el seno de sus madres, los niños abandonados y maltratados por sus mismos padres, los niños que crecen sin afecto ni educación? En algunos países, poblaciones enteras se encuentran desprovistas de casa y de trabajo; les faltan los medios más indispensables para llevar una vida digna del ser humano; y algunas carecen hasta de lo necesario para su propia subsistencia. Tremendos recintos de pobreza y de miseria, física y moral a la vez, se han vuelto ya anodinos y como normales en la periferia de las grandes ciudades, mientras afligen mortalmente a enteros grupos humanos.

Pero la sacralidad de la persona no puede ser aniquilada, por más que sea despreciada y violada tan a menudo. Al tener su indestructible fundamento en Dios Creador y Padre, la sacralidad de la persona vuelve a imponerse, de nuevo y siempre. De aquí el extenderse cada vez más y el afirmarse siempre con mayor fuerza del sentido de la dignidad personal de cada ser humano. Una beneficiosa corriente atraviesa y penetra ya todos los pueblos de la tierra, cada vez más conscientes de la dignidad del hombre: éste no es una "cosa" o un "objeto" del cual servirse; sino que es siempre y sólo un "sujeto", dotado de conciencia y de libertad, llamado a vivir responsablemente en la sociedad y en la historia, ordenado a valores espirituales y religiosos.

Se ha dicho que el nuestro es el tiempo de los "humanismos". Si algunos, por su matriz atea y secularista, acaban paradójicamente por humillar y anular al hombre; otros, en cambio, lo exaltan hasta el punto de llegar a una verdadera y propia idolatría; y otros, finalmente, reconocen según la verdad la grandeza y la miseria del hombre, manifestando, sosteniendo y favoreciendo su dignidad total. Signo y fruto de estas corrientes humanistas es la creciente necesidad de participación. Indudablemente es éste uno de los rasgos característicos de la humanidad actual, un auténtico "signo de los tiempos" que madura en diversos campos y en diversas direcciones: sobre todo en lo relativo a la mujer y al mundo juvenil, y en la dirección de la vida no sólo familiar y escolar, sino también cultural, económica, social y política. El ser protagonistas, creadores de algún modo de una nueva cultura humanista, es una exigencia universal e individual[10].

Conflictividad y paz

6. Por último, no podemos dejar de recordar otro fenómeno que caracteriza la presente humanidad. Quizás como nunca en su historia, la humanidad es cotidiana y profundamente atacada y desquiciada por la conflictividad. Es éste un fenómeno pluriforme, que se distingue del legítimo pluralismo de las mentalidades y de las iniciativas, y que se manifiesta en el nefasto enfrentamiento entre personas, grupos, categorías, naciones y bloques de naciones. Es un antagonismo que asume formas de violencia, de terrorismo, de guerra. Una vez más, pero en proporciones mucho más amplias, diversos sectores de la humanidad contemporánea, queriendo demostrar su "omnipotencia", renuevan la necia experiencia de la construcción de la "torre de Babel" (cf. Gn. 11, 1-9), que, sin embargo, hace proliferar la confusión, la lucha, la disgregación y la opresión. La familia humana se encuentra así dramáticamente turbada y desgarrada en sí misma.

Por otra parte, es completamente insuprimible la aspiración de los individuos y de los pueblos al inestimable bien de la paz en la justicia. La bienaventuranza evangélica: "dichosos los que obran la paz" (Mt. 5, 9) encuentra en los hombres de nuestro tiempo una nueva y significativa resonancia: para que vengan la paz y la justicia, enteras poblaciones viven, sufren y trabajan. La participación de tantas personas y grupos en la vida social es hoy el camino más recorrido para que la paz anhelada se haga realidad. En este camino encontramos a tantos fieles laicos que se han empeñado generosamente en el campo social y político, y de los modos más diversos, sean institucionales o bien de asistencia voluntaria y de servicio a los necesitados.

JESUCRISTO, LA ESPERANZA DE LA HUMANIDAD

7. Este es el campo inmenso y apesadumbrado que está ante los obreros enviados por el "dueño de casa" para trabajar en su viña. En este campo está eficazmente presente la Iglesia, todos nosotros, pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y laicos. Las situaciones que acabamos de recordar afectan profundamente a la Iglesia; por ellas está en parte condicionada, pero no dominada ni mucho menos aplastada, porque el Espíritu Santo, que es su alma, la sostiene en su misión.

La Iglesia sabe que todos los esfuerzos que va realizando la humanidad para llegar a la comunión y a la participación, a pesar de todas las dificultades, retrasos y contradicciones causadas por las limitaciones humanas, por el pecado y por el Maligno, encuentran una respuesta plena en Jesucristo, Redentor del hombre y del mundo. La Iglesia sabe que es enviada por El como "signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano"[11]. En conclusión, a pesar de todo, la humanidad puede esperar, debe esperar. El Evangelio vivo y personal, Jesucristo mismo, es la "noticia" nueva y portadora de alegría que la Iglesia testifica y anuncia cada día a todos los hombres. En este anuncio y en este testimonio los fieles laicos tienen un puesto original e irreemplazable: por medio de ellos la Iglesia de Cristo está presente en los más variados sectores del mundo, como signo y fuente de esperanza y de amor.

 

CAPITULO I
YO SOY LA VID, VOSOTROS LOS SARMIENTOS
La dignidad de los fieles laicos en la Iglesia-Misterio

EL MISTERIO DE LA VIÑA

8. La imagen de la viña se usa en la Biblia de muchas maneras y con significados diversos; de modo particular, sirve para expresar el misterio del Pueblo de Dios. Desde este punto de vista más interior, los fieles laicos no son simplemente los obreros que trabajan en la viña, sino que forman parte de la viña misma: "Yo soy la vid; vosotros los sarmientos" (Jn. 15, 5), dice Jesús. Ya en el Antiguo Testamento los profetas recurrieron a la imagen de la viña para hablar del pueblo elegido. Israel es la viña de Dios, la obra del Señor, la alegría de su corazón: "Yo te había plantado de la cepa selecta" (Jr. 2, 21); "Tu madre era como una vid plantada a orillas de las aguas. Era lozana y frondosa, por la abundancia de agua (...)" (Ez. 19, 10); "Una viña tenía mi amado en una fértil colina. La cavó y despedregó, y la plantó de cepa exquisita (...)" (Is. 5, 1-2). Jesús retoma el símbolo de la viña y lo usa para revelar algunos aspectos del Reino de Dios: "Un hombre plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó un lagar, edificó una torre; la arrendó a unos viñadores y se marchó lejos" (Mc. 12, 1; cf. Mt. 21, 28 ss.). El evangelista Juan nos invita a calar en profundidad y nos lleva a descubrir el misterio de la viña. Ella es el símbolo y la figura, no sólo del Pueblo de Dios, sino de Jesús mismo. El es la vid y nosotros, sus discípulos, somos los sarmientos; El es la "vid verdadera" a la que los sarmientos están vitalmente unidos (cf. Jn. 15, 1 ss.). El Concilio Vaticano II, haciendo referencia a las diversas imágenes bíblicas que iluminan el misterio de la Iglesia, vuelve a presentar la imagen de la vid y de los sarmientos: "Cristo es la verdadera vid, que comunica vida y fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros, que permanecemos en El por medio de la Iglesia, y sin El nada podemos hacer (Jn. 15, 1-5)"[12]. La Iglesia misma es, por tanto, la viña evangélica. Es misterio porque el amor y la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo son el don absolutamente gratuito que se ofrece a cuantos han nacido del agua y del Espíritu (cf. Jn. 3, 5), llamados a revivir la misma comunión de Dios y a manifestarla y comunicarla en la historia (misión): "Aquel día -dice Jesús- comprenderéis que Yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros" (Jn 14, 20). Sólo dentro de la Iglesia como misterio de comunión se revela la "identidad" de los fieles laicos, su original dignidad. Y sólo dentro de esta dignidad se pueden definir su vocación y misión en la Iglesia y en el mundo.

QUIENES SON LOS FIELES LAICOS

9. Los Padres sinodales han señalado con justa razón la necesidad de individuar y de proponer una descripción positiva de la vocación y de la misión de los fieles laicos, profundizando en el estudio de la doctrina del Concilio Vaticano II, a la luz de los recientes documentos del Magisterio y de la experiencia de la vida misma de la Iglesia guiada por el Espíritu Santo[13]. Al dar una respuesta al interrogante "quiénes son los fieles laicos", el Concilio, superando interpretaciones precedentes y prevalentemente negativas, se abrió a una visión decididamente positiva, y ha manifestado su intención fundamental al afirmar la plena pertenencia de los fieles laicos a la Iglesia y a su misterio, y el carácter peculiar de su vocación, que tiene en modo especial la finalidad de "buscar el Reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios"[14]. "Con el nombre de laicos -así los describe la Constitución Lumen gentium- se designan aquí todos los fieles cristianos a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso sancionado por la Iglesia; es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el Bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes a su modo del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos les corresponde"[15]. Ya Pío XII decía: "Los fieles, y más precisamente los laicos, se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad humana. Por tanto ellos, ellos especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del Jefe común, el Papa, y de los Obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia (...)"[16]. Según la imagen bíblica de la viña, los fieles laicos -al igual que todos los miembros de la Iglesia- son sarmientos radicados en Cristo, la verdadera vid, convertidos por El en una realidad viva y vivificante. Es la inserción en Cristo por medio de la fe y de los sacramentos de la iniciación cristiana, la raíz primera que origina la nueva condición del cristiano en el misterio de la Iglesia, la que constituye su más profunda "fisonomía", la que está en la base de todas las vocaciones y del dinamismo de la vida cristiana de los fieles laicos. En Cristo Jesús, muerto y resucitado, el bautizado llega a ser una "nueva creación" (Ga. 6, 15; 2 Co. 5, 17), una creación purificada del pecado y vivificada por la gracia. De este modo, sólo captando la misteriosa riqueza que Dios dona al cristiano en el santo Bautismo es posible delinear la "figura" del fiel laico.

EL BAUTISMO Y LA NOVEDAD CRISTIANA

10. No es exagerado decir que toda la existencia del fiel laico tiene como objetivo el llevarlo a conocer la radical novedad cristiana que deriva del Bautismo, sacramento de la fe, con el fin de que pueda vivir sus compromisos bautismales según la vocación que ha recibido de Dios. Para describir la "figura" del fiel laico consideraremos ahora de modo directo y explícito -entre otros- estos tres aspectos fundamentales: el Bautismo nos regenera a la vida de los hijos de Dios; nos une a Jesucristo y a su Cuerpo que es la Iglesia; nos unge en el Espíritu Santo constituyéndonos en templos espirituales.

Hijos en el Hijo

11. Recordamos las palabras de Jesús a Nicodemo: "En verdad, en verdad te digo, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios" (Jn. 3, 5). El santo Bautismo es, por tanto, un nuevo nacimiento, es una regeneración. Pensando precisamente en este aspecto del don bautismal, el apóstol Pedro irrumpe en este canto: "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia nos ha regenerado, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para una esperanza viva, para una herencia que no se corrompe, no se mancha y no se marchita" (1 P. 1, 3-4). Y designa a los cristianos como aquellos que "no han sido reengendrados de un germen corruptible, sino incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente" (1 P. 1, 23). Por el santo Bautismo somos hechos hijos de Dios en su Unigénito Hijo, Cristo Jesús. Al salir de las aguas de la sagrada fuente, cada cristiano vuelve a escuchar la voz que un día fue oída a orillas del río Jordán: "Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco" (Lc. 3, 22); y entiende que ha sido asociado al Hijo predilecto, llegando a ser hijo adoptivo (cf. Ga. 4, 4-7) y hermano de Cristo. Se cumple así en la historia de cada uno el eterno designio del Padre: "a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que El fuera el primogénito entre muchos hermanos" (cf. Rm. 8, 29). El Espíritu Santo es quien constituye a los bautizados en hijos de Dios y, al mismo tiempo, en miembros del Cuerpo de Cristo. Lo recuerda Pablo a los cristianos de Corinto: "En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo" (1 Co. 12, 13); de modo tal que el apóstol puede decir a los fieles laicos: "Ahora bien, vosotros sois el Cuerpo de Cristo y sus miembros, cada uno por su parte" (1 Co. 12, 27); "La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo" (Ga. 4, 6; cf. Rm. 8, 15-16).

Un solo cuerpo en Cristo

12. Regenerados como "hijos en el Hijo", los bautizados son inseparablemente "miembros de Cristo y miembros del cuerpo de la Iglesia", como enseña el Concilio de Florencia[17]. El Bautismo significa y produce una incorporación mística pero real al cuerpo crucificado y glorioso de Jesús. Mediante este sacramento, Jesús une al bautizado con su muerte para unirlo a su resurrección (cf. Rm. 6, 3-5); lo despoja del "hombre viejo" y lo reviste del "hombre nuevo", es decir, de Sí mismo: "Todos los que habéis sido bautizados en Cristo -proclama el apóstol Pablo- os habéis revestido de Cristo" (/Ga/03/27; cf. /Ef/04/22-24; /Col/03/09-10). De ello resulta que "nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo" (Rm. 12, 5). Volvemos a encontrar en las palabras de Pablo el eco fiel de las enseñanzas del mismo Jesús, que nos ha revelado la misteriosa unidad de sus discípulos con El y entre sí, presentándola como imagen y prolongación de aquella arcana comunión que liga el Padre al Hijo y el Hijo al Padre en el vínculo amoroso del Espíritu (cf. Jn. 17, 21). Es la misma unidad de la que habla Jesús con la imagen de la vid y de los sarmientos: "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos" (Jn. 15, 5); imagen que da luz no sólo para comprender la profunda intimidad de los discípulos con Jesús, sino también la comunión vital de los discípulos entre sí: todos son sarmientos de la única Vid.

Templos vivos y santos del Espíritu

13. Con otra imagen -aquella del edificio- el apóstol Pedro define a los bautizados como "piedras vivas" cimentadas en Cristo, la "piedra angular", y destinadas a la "construcción de un edificio espiritual" (1 P. 2, 5 ss.). La imagen nos introduce en otro aspecto de la novedad bautismal, que el Concilio Vaticano II presentaba de este modo: "Por la regeneración y la unción del Espíritu Santo, los bautizados son consagrados como casa espiritual"[18]. El Espíritu Santo "unge" al bautizado, le imprime su sello indeleble (cf. 2 Co. 1, 21-22), y lo constituye en templo espiritual; es decir, le llena de la santa presencia de Dios gracias a la unión y conformación con Cristo. Con esta "unción" espiritual, el cristiano puede, a su modo, repetir las palabras de Jesús: "El Espíritu del Señor está sobre mí; por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, y a proclamar el año de gracia del Señor" (Lc. 4, 18-19; cf. Is. 61, 1-2). De esta manera, mediante la efusión bautismal y crismal, el bautizado participa en la misma misión de Jesús el Cristo, el Mesías Salvador.

PARTÍCIPES DEL OFICIO SACERDOTAL PROFÉTICO Y REAL DE JESUCRISTO

14. Dirigiéndose a los bautizados como a "niños recién nacidos", el apóstol Pedro escribe: "Acercándoos a El, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida y preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, sois utilizados en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo (...). Pero vosotros sois el linaje elegido, el sacerdocio real, la nación santa, el pueblo que Dios se ha adquirido para que proclame los prodigios de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz (...)" (1 P. 2, 4-5, 9). He aquí un nuevo aspecto de la gracia y de la dignidad bautismal: los fieles laicos participan, según el modo que les es propio, en el triple oficio -sacerdotal, profético y real- de Jesucristo. Es este un aspecto que nunca ha sido olvidado por la tradición viva de la Iglesia, como se desprende, por ejemplo, de la explicación que nos ofrece San Agustín del Salmo 26. Escribe así: "David fue ungido rey. En aquel tiempo, se ungía sólo al rey y al sacerdote. En estas dos personas se encontraba prefigurado el futuro único rey y sacerdote, Cristo (y por esto "Cristo" viene de "crisma"). Pero no sólo ha sido ungida nuestra Cabeza, sino que también hemos sido ungidos nosotros, su Cuerpo (...). Por ello, la unción es propia de todos los cristianos; mientras que en el tiempo del Antiguo Testamento pertenecía sólo a dos personas. Está claro que somos el Cuerpo de Cristo, ya que todos hemos sido ungidos, y en El somos cristos y Cristo, porque en cierta manera la cabeza y el cuerpo forman el Cristo en su integridad"[19]. Siguiendo el rumbo indicado por el Concilio Vaticano II[20], ya desde el inicio de mi servicio pastoral, he querido exaltar la dignidad sacerdotal, profética y real de todo el Pueblo de Dios diciendo: «Aquél que ha nacido de la Virgen María, el Hijo del carpintero -como se lo consideraba-, el Hijo de Dios vivo -como ha confesado Pedro- ha venido para hacer de todos nosotros "un reino de sacerdotes". El Concilio Vaticano II nos ha recordado el misterio de esta potestad y el hecho de que la misión de Cristo -Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey- continúa en la Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios es partícipe de esta triple misión»[21]. Con la presente Exhortación deseo invitar nuevamente a todos los fieles laicos a releer, a meditar y a asimilar, con inteligencia y con amor, el rico y fecundo magisterio del Concilio sobre su participación en el triple oficio de Cristo[22]. He aquí entonces, sintéticamente, los elementos esenciales de estas enseñanzas. Los fieles laicos participan en el oficio sacerdotal, por el que Jesús se ha ofrecido a sí mismo en la Cruz y se ofrece continuamente en la celebración eucarística por la salvación de la humanidad para gloria del Padre. Incorporados a Jesucristo, los bautizados están unidos a El y a su sacrificio en el ofrecimiento de sí mismos y de todas sus actividades (cf. Rm. 12, 1-2). Dice el Concilio hablando de los fieles laicos: "Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y corporal, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 P. 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor. De este modo también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran a Dios el mundo mismo"[23]. La participación en el oficio profético de Cristo, "que proclamó el Reino del Padre con el testimonio de la vida y con el poder de la palabra"[24], habilita y compromete a los fieles laicos a acoger con fe el Evangelio y a anunciarlo con la palabra y con las obras, sin vacilar en denunciar el mal con valentía. Unidos a Cristo, el "gran Profeta" (Lc. 7, 16), y constituidos en el Espíritu "testigos" de Cristo Resucitado, los fieles laicos son hechos partícipes tanto del sobrenatural sentido de fe de la Iglesia, que "no puede equivocarse cuando cree"[25], cuanto de la gracia de la palabra (cf. Hch. 2, 17-18; Ap. 19, 10). Son igualmente llamados a hacer que resplandezca la novedad y la fuerza del Evangelio en su vida cotidiana, familiar y social, como a expresar, con paciencia y valentía, en medio de las contradicciones de la época presente, su esperanza en la gloria "también a través de las estructuras de la vida secular"[26]. Por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos participan en su oficio real y son llamados por El para servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia. Viven la realeza cristiana, antes que nada, mediante la lucha espiritual para vencer en sí mismos el reino del pecado (cf. Rm. 6, 12); y después en la propia entrega para servir, en la justicia y en la caridad, al mismo Jesús presente en todos sus hermanos, especialmente en los más pequeños (cf. Mt. 25, 40). Pero los fieles laicos están llamados de modo particular para dar de nuevo a la entera creación todo su valor originario. Cuando mediante una actividad sostenida por la vida de la gracia, ordenan lo creado al verdadero bien del hombre, participan en el ejercicio de aquel poder, con el que Jesucristo Resucitado atrae a sí todas las cosas y las somete, junto consigo mismo, al Padre, de manera que Dios sea todo en todos (cf. Jn. 12, 32; 1 Co. 15, 28). La participación de los fieles laicos en el triple oficio de Cristo Sacerdote, Profeta y Rey tiene su raíz primera en la unción del Bautismo, su desarrollo en la Confirmación, y su cumplimiento y dinámica sustentación en la Eucaristía. Se trata de una participación donada a cada uno de los fieles laicos individualmente; pero les es dada en cuanto que forman parte del único Cuerpo del Señor. En efecto, Jesús enriquece con sus dones a la misma Iglesia en cuanto que es su Cuerpo y su Esposa. De este modo, cada fiel participa en el triple oficio de Cristo porque es miembro de la Iglesia; tal como enseña claramente el apóstol Pedro, el cual define a los bautizados como "el linaje elegido, el sacerdocio real, la nación santa, el pueblo que Dios se ha adquirido" (1 P. 2, 9). Precisamente porque deriva de la comunión eclesial, la participación de los fieles laicos en el triple oficio de Cristo exige ser vivida y actuada en la comunión y para acrecentar esta comunión. Escribía San Agustín: "Así como llamamos a todos cristianos en virtud del místico crisma, así también llamamos a todos sacerdotes porque son miembros del único sacerdote"[27].

LOS FIELES LAICOS Y LA INDOLE SECULAR

15. La novedad cristiana es el fundamento y el título de la igualdad de todos los bautizados en Cristo, de todos los miembros del Pueblo de Dios: "común es la dignidad de los miembros por su regeneración en Cristo, común la gracia de hijos, común la vocación a la perfección, una sola salvación, una sola esperanza e indivisa caridad"[28]. En razón de la común dignidad bautismal, el fiel laico es corresponsable, junto con los ministros ordenados y con los religiosos y las religiosas, de la misión de la Iglesia. Pero la común dignidad bautismal asume en el fiel laico una modalidad que lo distingue, sin separarlo, del presbítero, del religioso y de la religiosa. El Concilio Vaticano II ha señalado esta modalidad en la índole secular: "El carácter secular es propio y peculiar de los laicos"[29]. Precisamente para poder captar completa, adecuada y específicamente la condición eclesial del fiel laico es necesario profundizar el alcance teológico del concepto de la índole secular a la luz del designio salvífico de Dios y del misterio de la Iglesia. Como decía Pablo VI, la Iglesia "tiene una auténtica dimensión secular, inherente a su íntima naturaleza y a su misión, que hunde su raíz en el misterio del Verbo Encarnado, y se realiza de formas diversas en todos sus miembros"[30]. La Iglesia, en efecto, vive en el mundo, aunque no es del mundo (cf. Jn. 17, 16) y es enviada a continuar la obra redentora de Jesucristo; la cual, "al mismo tiempo que mira de suyo a la salvación de los hombres, abarca también la restauración de todo el orden temporal"[31].

Ciertamente, todos los miembros de la Iglesia son partícipes de su dimensión secular; pero lo son de formas diversas. En particular, la participación de los fieles laicos tiene una modalidad propia de actuación y de función, que, según el Concilio, "es propia y peculiar" de ellos. Tal modalidad se designa con la expresión "índole secular"[32]. En realidad el Concilio describe la condición secular de los fieles laicos indicándola, primero, como el lugar en que les es dirigida la llamada de Dios: "Allí son llamados por Dios"33. Se trata de un "lugar" que viene presentado en términos dinámicos: los fieles laicos "viven en el mundo, esto es, implicados en todas y cada una de las ocupaciones y trabajos del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, de la que su existencia se encuentra como entretejida"[34]. Ellos son personas que viven la vida normal en el mundo, estudian, trabajan, entablan relaciones de amistad, sociales, profesionales, culturales, etc. El Concilio considera su condición no como un dato exterior y ambiental, sino como una realidad destinada a obtener en Jesucristo la plenitud de su significado[35]. Es más, afirma que "el mismo Verbo encarnado quiso participar de la convivencia humana (...). Santificó los vínculos humanos, en primer lugar los familiare, donde tienen su origen las relaciones sociales, sometiéndose voluntariamente a las leyes de su patria. Quiso llevar la vida de un trabajador de su tiempo y de su región"[36].

De este modo, el "mundo" se convierte en el ámbito y el medio de la vocación cristiana de los fieles laicos, porque él mismo está destinado a dar gloria a Dios Padre en Cristo. El Concilio puede indicar entonces cuál es el sentido propio y peculiar de la vocación divina dirigida a los fieles laicos. No han sido llamados a abandonar el lugar que ocupan en el mundo. El Bautismo no los quita del mundo, tal como lo señala el apóstol Pablo: "Hermanos, permanezca cada cual ante Dios en la condición en qu se encontraba cuando fue llamado" (1 Co. 7, 24); sino que les confía una vocación que afecta precisamente a su situación intramundana. En efecto, los fieles laicos, "son llamados por Dios para contribuir, desde dentro a modo de fermento, a la santificación del mundo mediante el ejercicio de sus propias tareas, guiados por el espíritu evangélico, y así manifiestan a Cristo ante los demás, principalmente con el testimonio de su vida y con el fulgor de su fe, esperanza y caridad"[37]. De este modo, el ser y el actuar en el mundo son para los fieles laicos no sólo una realidad antropológica y sociológica, sino también, y específicamente, una realidad teológica y eclesial. En efecto, Dios les manifiesta su designio en su situación intramundana, y les comunica la particular vocación de "buscar el Reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios"[38].

Precisamente en esta perspectiva los Padres Sinodales han afirmado lo siguiente: "La índole secular del fiel laico no debe ser definida solamente en sentido sociológico, sino sobre todo en sentido teológico. El carácter secular debe ser entendido a la luz del acto creador y redentor de Dios, que ha confiado el mundo a los hombres y a las mujeres, para que participen en la obra de la creación, la liberen del influjo del pecado y se santifiquen en el matrimonio o en el celibato, en la familia, en la profesión y en las diversas actividades sociales"[39]. La condición eclesial de los fieles laicos se encuentra radicalmente definida por su novedad cristiana y caracterizada por su índole secular[40]. Las imágenes evangélicas de la sal, de la luz y de la levadura, aunque se refieren indistintamente a todos los discípulos de Jesús, tienen también una aplicación específica a los fieles laicos. Se trata de imágenes espléndidamente significativas, porque no sólo expresan la plena participación y la profunda inserción de los fieles laicos en la tierra, en el mundo, en la comunidad humana; sino que también, y sobre todo, expresan la novedad y la originalidad de esta inserción y de esta participación, destinadas como están a la difusión del Evangelio que salva.

LLAMADOS A LA SANTIDAD

16. La dignidad de los fieles laicos se nos revela en plenitud cuando consideramos esa primera y fundamental vocación, que el Padre dirige a todos ellos en Jesucristo por medio del Espíritu: la vocación a la santidad, o sea a la perfección de la caridad. El santo es el testimonio más espléndido de la dignidad conferida al discípulo de Cristo. El Concilio Vaticano II ha pronunciado palabras altamente luminosas sobre la vocación universal a la santidad. Se puede decir que precisamente esta llamada ha sido la consigna fundamental confiada a todos los hijos e hijas de la Iglesia, por un Concilio convocado para la renovación evangélica de la vida cristiana[41]. Esta consigna no es una simpla exhortación moral, sino una insuprimible exigencia del misterio de la Iglesia. Ella es la Viña elegida, por medio de la cual los sarmientos viven y crecen con la misma linfa santa y santificante de Cristo; es el Cuerpo místico, cuyos miembros participan de la misma vida de santidad de su Cabeza, que es Cristo; es la Esposa amada del Señor Jesús, por quien El se ha entregado para santificarla (cf. Ef. 5, 25 ss.). El Espíritu que santificó la naturaleza humana de Jesús en el seno virginal de María (cf. Lc. 1, 35), es el mismo Espíritu que vive y obra en la Iglesia, con el fin de comunicarle la santidad del Hijo de Dios hecho hombre. Es urgente, hoy más que nunca, que todos los cristianos vuelvan a emprender el camino de la renovación evangélica, acogiendo generosamente la invitación del apóstol a ser "santos en toda la conducta" (1 P. 1, 15). El Sínodo Extraordinario de 1985, a los veinte años de la conclusión del Concilio, ha insistido muy oportunamente en esta urgencia: "Puesto que la Iglesia es en Cristo un misterio, debe ser considerada como signo e instrumento de santidad (...). Los santos y las santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles de toda la historia de la Iglesia. Hoy tenemos una gran necesidad de santos, que hemos de implorar asiduamente a Dios"[42]. Todos en la Iglesia, precisamente por ser miembros de ella, reciben y, por tanto, comparten la común vocación a la santidad. Los fieles laicos están llamados, a pleno título, a esta común vocación, sin ninguna diferencia respecto de los demás miembros de la Iglesia: "Todos los fiels de cualquier estado y condición están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad"[43]; "todos los fieles están invitados y deben tender a la santidad y a la perfección en el propio estado"[44]. La vocación a la santidad hunde sus raíces en el Bautismo y se pone de nuevo ante nuestros ojos en los demás sacramentos, principalmente en la Eucaristía. Revestidos de Jesucristo y saciados por su Espíritu, los cristianos son "santos", y por eso quedan capacitados y comprometidos a manifestar la santidad de su ser en la santidad de todo su obrar. El apóstol Pablo no se cansa de amonestar a todos los cristianos para que vivan "como conviene a los santos" (Ef. 5, 3). La vida según el Espíritu, cuyo fruto es la santificación (cf. Rm. 6, 22; Ga. 5, 22), suscita y exige de todos y de cada uno de los bautizados el seguimiento y la imitación de Jesucristo, en la recepción de sus Bienaventuranzas, en el escuchar y meditar la Palabra de Dios, en la participación consciente y activa en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia, en la oración individual, familiar y comunitaria, en el hambre y sed de justicia, en el llevar a la práctica el mandamiento del amor en todas las circunstancias de la vida y en el servicio a los hermanos, especialmente si se trata de los más pequeños, de los pobres y de los que sufren.

Santificarse en el mundo

17. La vocación de los fieles laicos a la santidad implica que la vida según el Espíritu se exprese particularmente en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas. De nuevo el apóstol nos amonesta diciendo: "Todo cuanto hagáis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre" (Col. 3, 17). Refiriendo estas palabras del apóstol a los fieles laicos, el Concilio afirma categóricamente: "Ni la atención de la familia, ni los otros deberes seculares deben ser algo ajeno a la orientación espiritual de la vida"[45]. A su vez los Padres sinodales han dicho: "La unidad de vida de los fieles laicos tiene una gran importancia. Ellos, en efecto, deben santificarse en la vida profesional y social ordinaria. Por tanto, para que puedan responder a su vocación, los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como también de servicio a los demás hombres, llevándoles a la comunión con Dios en Cristo"[46]. Los fieles laicos han de considerar la vocación a la santidad, antes que como una obligación exigente e irrenunciable, como un signo luminoso del infinito amor del Padre que les ha regenerado a su vida de santidad. Tal vocación, por tanto, constituye una componente esencial e inseparable de la nueva vida bautismal, y, en consecuencia, un elemento constitutivo de su dignidad. Al mismo tiempo, la vocación a la santidad está ligada íntimamente a la misión y a la responsabilidad confiadas a los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo. En efecto, la misma santidad vivida, que deriva de la participación en la vida de santidad de la Iglesia, representa ya la aportación primera y fundamental a la edificación de la misma Iglesia en cuanto "Comunión de los Santos". Ante la mirada iluminada por la fe se descubre un grandioso panorama: el de tantos y tantos fieles laicos -a menudo inadvertidos o incluso incomprendidos; desconocidos por los grandes de la tierra, pero mirados con amor por el Padre-, hombres y mujeres que, precisamente en la vida y actividades de cada jornada, son los obreros incansables que trabajan en la viña del Señor; son los humildes y grandes artífices -por la potencia de la gracia de Dios, ciertamente- del crecimiento del Reino de Dios en la historia. Además se ha de decir que la santidad es un presupuesto fundamental y una condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia. La santidad de la Iglesia es el secreto manantial y la medida infalible de su laboriosidad apostólica y de su ímpetu misionero. Sólo en la medida en que la Iglesia, Esposa de Cristo, se deja amar por El y Le corresponde, llega a ser una Madre llena de fecundidad en el Espíritu. Volvamos de nuevo a la imagen bíblica: el brotar y el expanderse de los sarmientos depende de su inserción en la vid. "Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada" (Jn. 15, 4-5). Es natural recordar aquí la solemne proclamación de algunos fieles laicos, hombres y mujeres, como beatos y santos, durante el mes en el que se celebró el Sínodo. Todo el Pueblo de Dios, y los fieles laicos en particular, pueden encontrar ahora nuevos modelos de santidad y nuevos testimonios de virtudes heroicas vividas en las condiciones comunes y ordinarias de la existencia humana. Como han dicho los Padres sinodales: "Las Iglesias locales, y sobre todo las llamadas Iglesias jóvenes, deben reconocer atentamente entre los propios miembros, aquellos hombres y mujeres que ofrecieron en estas condiciones (las condiciones ordinarias de vida en el mundo y el estado conyugal) el testimonio de una vida santa, y que pueden ser ejemplo para los demás, con objeto de que, si se diera el caso, los propongan para la beatificación y canonización"[47]. Al final de estas reflexiones, dirigidas a definir la condición eclesial del fiel laico, retorna a la mente la célebre exhortación de San León Magno: "Agnosce, o Christiane, dignitatem tuam"[48]. Es la misma admonición que San Máximo, Obispo de Turín, dirigió a quienes habían recibido la unción del santo Bautismo: "Considerad el honor que se os hace en este misterio!"[49]. Todos los bautizados están invitados a escuchar de nuevo estas palabras de San Agustín: "[exclamdown]Alegrémonos y demos gracias: hemos sido hechos no solamente cristianos, sino Cristo (...). Pasmaos y alegraos: hemos sido hechos Cristo!"[50].

La dignidad cristiana, fuente de la igualdad de todos los miembros de la Iglesia, garantiza y promueve el espíritu de comunión y de fraternidad y, al mismo tiempo, se convierte en el secreto y la fuerza del dinamismo apostólico y misionero de los fieles laicos. Es una dignidad exigente; es la dignidad de los obreros llamados por el Señor a trabajar en su viña. "Grava sobre todos los laicos -leemos en el Concilio- la gloriosa carga de trabajar para que el designio divino de salvación alcance cada día más a todos los hombres de todos los tiempos y de toda la tierra"[51].


1 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 48.

2 San Gregorio Magno, Hom. in Evang. I, XIX, 2: PL 76, 1155.

3 Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 33.

4 Juan Pablo II, Homilía en la solemne Concelebración Eucarística de clausura de la VII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (30 Octubre 1987): AAS 80 (1988) 598.

5 Cf. Propositio 1.

6 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 11.

7 Los Padres del Sínodo extraordinario de 1985, después de haber afirmado "la gran importancia y la gran actualidad de la Constitución pastoral Gaudium et spes", agregan: "Al mismo tiempo percibimos, sin embargo, que los signos de nuestro tiempo son en parte diversos de aquellos otros del tiempo del Concilio, con mayores angustias y problemas. En efecto, en el mundo hoy crecen por todas partes el hambre, la opresión, la injusticia y la guerra, los sufrimientos, el terrorismo y otras formas de violencia de todo género" (Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi. Relatio finalis, II, D, 1).

8 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 7.

9 San Agustín, Confessiones, I, 1: CCL 27, 1.

10 Cf. Instrumentum laboris, "Vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo a los veinte años del Concilio Vaticano II", 5-10.

11 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 1.

12 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 6.

13 Cf. Propositio 3.

14 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 31.

15 Ibid.

16 Pio XII, Discurso a los nuevos Cardenales (20 Febrero 1946): AAS 38 (1946) 149.

17 Conc. Ecum. Florentino, Dec. pro Armeniis, DS 1314.

18 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10.

19 San Agustín, Enarr. in Ps., XXVI, II, 2: CCL 38, 154 s.

20 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10.

21 Juan Pablo II, Homilía al inicio del ministerio de Supremo Pastor de la Iglesia (22 Octubre 1978): AAS 70 (1978) 946.

22 Cf. La presentación que se hace de este magisterio en el Instrumentum laboris, "Vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo a los veinte años del Concilio Vaticano II", 25.

23 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 34.

24 Ibid., 35.

25 Ibid., 12.

26 Ibid., 35.

27 San Agustín, De civitate Dei, XX, 10: CCL 48, 720.

28 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 32.

29 Ibid., 31.

30 Pablo VI, Discurso a los miembros de los Institutos Seculares (2 Febrero 1972): AAS 64 (1972) 208.

31 Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 5.

32 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 31.

33 Ibid.

34 Ibid.

35 Cf. Ibid., 48.

36 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 32.

37 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 31.

38 Ibid.

39 Propositio 4.

40 «Los laicos, siendo miembros a pleno título del Pueblo de Dios y del Cuerpo Místico, partícipes, mediante el Bautismo, del triple oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, expresan y ponen en juego las riquezas de esta dignidad suya viviendo en el mundo. Lo que para quienes pertenecen al ministerio ordenado puede constituir una tarea sobreañadida o excepcional, para los laicos es misión típica. Su vocación propia consiste en "buscar el Reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios" (Lumen gentium, 31)» (Juan Pablo II, Angelus 15 Marzo 1987: Insegnamenti, X, 1 1987 561).

41 Véase, en particular, el cap. V de la Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 39-42, que trata sobre la "universal vocación a la santidad en la Iglesia".

42 II Asamb. Gen. Extraor. Sínodo de los Obispos (1985), Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi. Relatio finalis, II, A, 4.

43 Con. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 40.

44 Ibid., 42. Estas afirmaciones solemnes e inequívocas del Concilio vuelven a proponer una verdad funda- mental de la fe cristiana. Así, por ejemplo, Pío XI en la encíclica Casti connubii, dirigida a los esposos cristianos, escribe: "Todos, de cualquier condición que sean y en cualquier honesto estado de vida que hayan elegido, pueden y deben imitar al perfectísimo ejemplar de toda santidad propuesto a los hombres por Dios, que es nuestro Señor Jesucristo; y con la ayuda de Dios alcanzar también la cima más alta de la perfección cristiana, como el ejemplo de muchos santos nos lo demuestra": AAS 22 (1930) 548.

45 Con. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 4.

46 Propositio 5.

47 Propositio 8.

48 San León Magno, Sermo XXI, 3: S. Ch. 22 bis, 72.

49 San Máximo, Tract. III de Baptismo: PL 57, 779.

50 San Agustín, In Ioann. Evang. tract., 21, 8: CCL 36, 216.

51 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 33.

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