EXHORTACION APOSTOLICA POST-SINODAL
CHRISTIFIDELES LAICI
DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
SOBRE VOCACION Y MISION DE LOS LAICOS
EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO


 

CAPITULO II
SARMIENTOS TODOS DE LA UNICA VID
La participación de los fieles laicos en la vida de la Iglesia-comunión

EL MISTERIO DE LA IGLESIA-COMUNION

18. Oigamos de nuevo las palabras de Jesús: "Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador (...). Permaneced en mí, y yo en vosotros" (Jn. 15, 1-4). Con estas sencillas palabras nos es revelada la misteriosa comunión que vincula en unidad al Señor con los discípulos, a Cristo con los bautizados; una comunión viva y vivificante, por la cual los cristianos ya no se pertenecen a sí mismos, sino que son propiedad de Cristo, como los sarmientos unidos a la vid. La comunión de los cristianos con Jesús tiene como modelo, fuente y meta la misma comunión del Hijo con el Padre en el don del Espíritu Santo: los cristianos se unen al Padre al unirse al Hijo en el vínculo amoroso del Espíritu. Jesús continúa: "Yo soy la vid; vosotros los sarmientos" (Jn. 15, 5). La comunión de los cristianos entre sí nace de su comunión con Cristo: todos somos sarmientos de la única Vid, que es Cristo. El Señor Jesús nos indica que esta comunión fraterna es el reflejo maravilloso y la misteriosa participación en la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por ella Jesús pide: "Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn. 17, 21).

Esta comunión es el mismo misterio de la Iglesia, como lo recuerda el Concilio Vaticano II, con la célebre expresión de San Cipriano: "La Iglesia universal se presenta como "un pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo"[52]. Al inicio de la celebración eucarística, cuando el sacerdote nos acoge con el saludo del apóstol Pablo: "La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros" (2 Co. 13, 13), se nos recuerda habitualmente este misterio de la Iglesia-Comunión. Después de haber delineado la "figura" de los fieles laicos en el marco de la dignidad que les es propia, debemos reflexionar ahora sobre su misión y responsabilidad en la Iglesia y en el mundo. Sin embargo, sólo podremos comprenderlas adecuadamente si nos situamos en el contexto vivo de la Iglesia-Comunión.

El Concilio y la eclesiología de comunión

19. Es ésta la idea central que, en el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha vuelto a proponer de sí misma. Nos lo ha recordado el Sínodo extraordinario de 1985, celebrado a los veinte años del evento conciliar: "La eclesiología de comunión es la idea central y fundamental de los documentos del Concilio. La koinonia-comunión, fundada en la Sagrada Escritura, ha sido muy apreciada en la Iglesia antigua, y en las Iglesias orientales hasta nuestros días. Por esto el Concilio Vaticano II ha realizado un gran esfuerzo para que la Iglesia en cuanto comunión fuese comprendida con mayor claridad y concretamente traducida en la vida práctica. ¿Qué significa la compleja palabra "comunión"? Se trata fundamentalmente de la comunión con Dios por medio de Jesucristo, en el Espíritu Santo. Esta comunión tiene lugar en la palabra de Dios y en los sacramentos. El Bautismo es la puerta y el fundamento de la comunión en la Iglesia. La Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana (cf. Lumen gentium, 11). La comunión del cuerpo eucarístico de Cristo significa y produce, es decir edifica, la íntima comunión de todos los fieles en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia (cf. 1 Co. 10, 16 s.)"[53].

Poco después del Concilio, Pablo VI se dirigía a los fieles con estas palabras: "La Iglesia es una comunión. ¿Qué quiere decir en este caso comunión? Nos os remitimos al parágrafo del catecismo que habla sobre la sanctorum communionem, la comunión de los santos. Iglesia quiere decir comunión de los santos. Y comunión de los santos quiere decir una doble participación vital: la incorporación de los cristianos a la vida de Cristo, y la circulación de una idéntica caridad en todos los fieles, en este y en el otro mundo. Unión a Cristo y en Cristo; y unión entre los cristianos dentro la Iglesia"[54]. Las imágenes bíblicas con las que el Concilio ha querido introducirnos en la contemplación del misterio de la Iglesia, iluminan la realidad de la Iglesia-Comunión en su inseparable dimensión de comunión de los cristianos con Cristo, y de comunión de los cristianos entre sí. Son las imágenes del ovil, de la grey, de la vid, del edificio espiritual, de la ciudad santa[55]. Sobre todo es la imagen del cuerpo tal y como la presenta el apóstol Pablo, cuya doctrina reverbera fresca y atrayente en numerosas páginas del Concilio[56]. Este, a su vez, inicia considerando la entera historia de la salvación, y vuelve a presenta la Iglesia como Pueblo de Dios: "Ha querido Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y sin ninguna relación entre ellos, sino constituyendo con ellos un pueblo que lo reconociese en la verdad y le sirviera santamente"[57]. Ya en sus primeras líneas, la constitución Lumen gentium compendía maravillosamente esta doctrina diciendo: "La Iglesia es en Cristo como un sacramento, es decir, signo e instrumento de la íntima unión del hombre con Dios y de la unidad de todo el género humano"[58].

La realidad de la Iglesia-Comunión es entonces parte integrante, más aún, representa el contenido central del "misterio" o sea del designio divino de salvación de la humanidad. Por esto la comunión eclesial no puede ser captada adecuadamente cuando se la entiende como una simple realidad sociológica y psicológica. La Iglesia-Comunión es el pueblo "nuevo", el pueblo "mesiánico", el pueblo que "tiene a Cristo por Cabeza (...) como condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios (...) por ley el nuevo precepto de amar como el mismo Cristo nos ha amado (...) por fin el Reino de Dios (...) (y es) constituido por Cristo en comunión de vida, de caridad y de verdad"[59]. Los vínculos que unen a los miembros del nuevo Pueblo entre sí -y antes aún, con Cristo- no son aquellos de la "carne" y de la "sangre", sino aquellos del espíritu; más precisamente, aquellos del Espíritu Santo, que reciben todos los bautizados (cf. Jl. 3, 1). En efecto, aquel Espíritu que desde la eternidad abraza la única e indivisa Trinidad, aquel Espíritu que en la plenitud de los tiempos" (Ga. 4, 4) unió indisolublemente la carne humana al Hijo de Dios, aquel mismo e idéntico Espíritu es, a lo largo de todas las generaciones cristianas, el inagotable manantial del que brota sin cesar la comunión en la Iglesia y de la Iglesia.

Una comunión orgánica: diversidad y complementariedad

20. La comunión eclesial se configura, más precisamente, como comunión "orgánica", análoga a la de un cuerpo vivo y operante. En efecto, está caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad y de la complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios, de los carismas y de las responsabilidades. Gracias a esta diversidad y complementariedad, cada fiel laico se encuentra en relación con todo el cuerpo y le ofrece su propia aportación.

El apóstol Pablo insiste particularmente en la comunión orgánica del Cuerpo místico de Cristo. Podemos escuchar de nuevo sus ricas enseñanzas en la síntesis trazada por el Concilio. Jesucristo -leemos en la constitución Lumen gentium- "comunicando su Espíritu, constituye místicamente como cuerpo suyo a sus hermanos, llamados de entre todas las gentes. En ese cuerpo, la vida de Cristo se derrama en los creyentes (...). Como todos los miembros del cuerpo humano, aunque numerosos, forman un solo cuerpo, así también los fieles en Cristo (cf. 1 Co. 12, 12). También en la edificación del cuerpo de Cristo vige la diversidad de miembros y funciones. Uno es el Espíritu que, para la utilidad de la Iglesia, distribuye sus múltiples dones con magnificencia proporcionada a su riqueza y a las necesidades de los servicios (cf. 1 Co. 12, 1-11). Entre estos dones ocupa el primer puesto la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu somete incluso los carismáticos (cf. 1 Co. 14). Y es también el mismo Espíritu que, con su fuerza y mediante la íntima conexión de los miembros, produce y estimula la caridad entre todos los fieles. Y por tanto, si un miembro sufre, sufren con él todos los demás miembros; si a un miembro lo honoran, de ello se gozan con él todos los demás miembros (cf. 1 Co. 12, 26)"[60]. Es siempre el único e idéntico Espíritu el principio dinámico de la variedad y de la unidad en la Iglesia y de la Iglesia. Leemos nuevamente en la constitución Lumen gentium: "Para que nos renovásemos continuamente en El (Cristo) (cf. Ef. 4, 23), nos ha dado su Espíritu, el cual, único e idéntico en la Cabeza y en los miembros, da vida, unidad y movimiento a todo el cuerpo, de manera que los santos Padres pudieron paragonar su función con la que ejerce el principio vital, es decir el alma, en el cuerpo humano"[61]. En otro texto, particularmente denso y valioso para captar la "organicidad" propia de la comunión eclesial, también en su aspecto de crecimiento incesante hacia la comunión perfecta, el Concilio escribe: «El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (cf. 1 Co. 3, 16; 6, 19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción filial (cf. Ga. 4, 6; Rm. 8, 15-16, 26). El guía la Iglesia hacia la completa verdad (cf. Jn. 16, 13), la unifica en la comunión y en el servicio, la instruye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos, la embellece con sus frutos (cf. Ef. 4, 11-12; 1 Co. 12, 4; Ga. 5, 22). Hace rejuvenecer la Iglesia con la fuerza del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo. Porque el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: "[exclamando] Ven!" (cf. Ap. 22, 17)»[62].

La comunión eclesial es, por tanto, un don; un gran don del Espíritu Santo, que los fieles laicos están llamados a acoger con gratitud y, al mismo tiempo, a vivir con profundo sentido de responsabilidad. El modo concreto de actuarlo es a través de la participación en la vida y misión de la Iglesia, a cuyo servicio los fieles laicos contribuyen con sus diversas y complementarias funciones y carismas. El fiel laico "no puede jamás cerrarse sobre sí mismo, aislándose espiritualmente de la comunidad; sino que debe vivir en un continuo intercambio con los demás, con un vivo sentido de fraternidad, en el gozo de una igual dignidad y en el empeño por hacer fructificar, junto con los demás, el inmenso tesoro recibido en herencia. El Espíritu del Señor le confiere, como también a los demás, múltiples carismas; le invita a tomar parte en diferentes ministerios y encargos; le recuerda, como también recuerda a los otros en relación con él, que todo aquello que le distingue no significa una mayor dignidad, sino una especial y complementaria habilitación al servicio (...). De esta manera, los carismas, los ministerios, los encargos y los servicios del fiel laico existen en la comunión y para la comunión. Son riquezas que se complementan entre sí en favor de todos, bajo la guía prudente de los Pastores"[63].

LOS MINISTERIOS Y LOS CARISMAS DONES DEL ESPIRITU A LA IGLESIA

21. El Concilio Vaticano II presenta los ministerios y los carismas como dones del Espíritu Santo para la edificación del Cuerpo de Cristo y para el cumplimiento de su misión salvadora en el mundo[64]. La Iglesia, en efecto, es dirigida y guiada por el Espíritu, que generosamente distribuye diversos dones jerárquicos y carismáticos entre todos los bautizados, llamándolos a ser -cada uno a su modo- activos y corresponsables. Consideremos ahora los ministerios y los carismas con directa referencia a los fieles laicos y a su participación en la vida de la Iglesia-Comunión.

Los ministerios, oficios y funciones

Los ministerios presentes y operantes en la Iglesia, si bien con modalidades diversas, son todos una participación en el ministerio de Jesucristo, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (cf. Jn. 10, 11), el siervo humilde y totalmente sacrificado por la salvación de todos (cf. Mc. 10, 45). Pablo es completamente claro al hablar de la constitución ministerial de las Iglesias apostólicas. En la Primera Carta a los Corintios escribe: "A algunos dios los ha puesto en la Iglesia, en primer lugar como apóstoles, en segundo lugar como profetas, en tercer lugar como maestros (...)" (1 Co. 12, 28). En la Carta a los Efesios leemos: "A cada uno de nosotros nos ha sido dada la gracia según la medida del don de Cristo (...). Es él quien, por una parte, ha dado a los apóstoles, por otra, a los profetas, los evangelistas, los pastores y los maestros, para hacer idóneos los hermanos para la realización del ministerio, con el fin de edificar el cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, según la medida que corresponde a la plena madurez de Cristo" (Ef. 4, 7. 11-13; cf. Rm. 12, 4-8). Como resulta de estos y de otros textos del Nuevo Testamento, son múltiples y diversos los ministerios, como también los dones y las tareas eclesiales.

Los ministerios que derivan del Orden

22. En la Iglesia encontramos, en primer lugar, los ministerios ordenados; es decir, los ministerios que derivan del sacramento del Orden. En efecto, el Señor Jesús escogió y constituyó los Apóstoles -germen del Pueblo de la nueva Alianza y origen de la sagrada Jerarquía[65]- con el mandato de convertir en discípulos todas las naciones (cf. Mt. 28, 19), de formar y de regir el pueblo sacerdotal. La misión de los Apóstoles, que el Señor Jesús continúa confiando a los pastores de su pueblo, es un verdadero servicio, llamado significativamente "diakonia" en la Sagrada Escritura; esto es, servicio, ministerio. Los ministros -en la ininterrumpida sucesión apostólica- reciben de Cristo Resucitado el carisma del Espíritu Santo, mediante el sacramento del Orden; reciben así la autoridad y el poder sacro para servir a la Iglesia "in persona Christi capitis" (personificando a Cristo Cabeza)[66], y para congregarla en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y de los Sacramentos. Los ministerios ordenados -antes que para las personas que los reciben- son una gracia para la Iglesia entera. Expresan y llevan a cabo una participación en el sacerdocio de Jesucristo que es distinta, no sólo por grado sino por esencia, de la participación otorgada con el Bautismo y con la Confirmación a todos los fieles. Por otra parte, el sacerdocio ministerial, como ha recordado el Concilio Vaticano II, está esencialmente finalizado al sacerdocio real de todos los fieles y a éste ordenado[67]. Por esto, para asegurar y acrecentar la comunión en la Iglesia, y concretamente en el ámbito de los distintos y complementarios ministerios, los pastores deben reconocer que su ministerio está radicalmente ordenado al servicio de todo el Pueblo de Dios (cf. Hb. 5, 1); y los fieles laicos han de reconocer, a su vez, que el sacerdocio ministerial es enteramente necesario para su vida y para su participación en la misión de la Iglesia[68].

Ministerios, oficios y funciones de los laicos

23. La misión salvífica de la Iglesia en el mundo es llevada a cabo no sólo por los ministros en virtud del sacramento del Orden, sino también por todos los fieles laicos. En efecto, éstos, en virtud de su condición bautismal y de su específica vocación, participan en el oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo, cada uno en su propia medida. Los pastores, por tanto, han de reconocer y promover los ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos, que tienen su fundamento sacramental en el Bautismo y en la Confirmación, y para muchos de ellos, además en el Matrimonio. Después, cuando la necesidad o la utilidad de la Iglesia lo exija, los pastores -según las normas establecidas por el derecho universal- pueden confiar a los fieles laicos algunas tareas que, si bien están conectadas a su propio ministerio de pastores, no exigen, sin embargo, el carácter del Orden. El Código de Derecho Canónico escribe: "Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripciones del derecho"[69]. Sin embargo, el ejercicio de estas tareas no hace del fiel laico un pastor. En realidad, no es la tarea lo que constituye el ministerio, sino la ordenación sacramental. Sólo el sacramento del Orden atribuye el ministerio ordenado una peculiar participación en el oficio de Cristo Cabeza y Pastor y en su sacerdocio eterno[70]. La tarea realizada en calidad de suplente tiene su legitimación -formal e inmediatamente- en el encargo oficial hecho por los pastores, y depende, en su concreto ejercicio, de la dirección de la autoridad eclesiástica[71]. La reciente Asamblea sinodal ha trazado un amplio y significativo panorama de la situación eclesial acerca de los ministerios, los oficios y las funciones de los bautizados. Los Padres han apreciado vivamente la aportación apostólica de los fieles laicos, hombres y mujeres, en favor de la evangelización, de la santificación y de la animación cristiana de las realidades temporales, como también su generosa disponibilidad a la suplencia en situaciones de emergencia y de necesidad crónica[72].

Como consecuencia de la renovación litúrgica promovida por el Concilio, los mismos fieles laicos han tomado una más viva conciencia de las tareas que les corresponden en la asamblea litúrgica y en su preparación, y se han manifestado ampliamente dispuestos a desempeñarlas. En efecto, la celebración litúrgica es una acción sacra no sólo del clero, sino de toda la asamblea. Por tanto, es natural que las tareas no propias de los ministros ordenados sean desempeñadas por los fieles laicos[73]. Después, ha sido espontáneo el paso de una efectiva implicación de los fieles laicos en la acción litúrgica a aquélla en el anuncio de la Palabra de Dios y en la cura pastoral[74]. En la misma Asamblea sinodal no han faltado, sin embargo, junto a los positivos, otros juicios críticos sobre el uso indiscriminado del término "ministerio", la confusión y tal vez la igualación entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, la escasa observancia de ciertas leyes y normas eclesiásticas, la interpretación arbitraria del concepto de "suplencia", la tendencia a la "clericalización" de los fieles laicos y el riesgo de crear de hecho una estructura eclesial de servicio paralela a la fundada en el sacramento del Orden. Precisamente para superar estos peligros, los Padres sinodales han insistido en la necesidad de que se expresen con claridad -sirviéndose también de una terminología más precisa[75], tanto la unidad de misión de la Iglesia, en la que participan todos los bautizados, como la sustancial diversidad del ministerio de los pastores, que tiene su raíz en el sacramento del Orden, respecto de los otros ministerios, oficios y funciones eclesiales, que tienen su raíz en los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Es necesario pues, en primer lugar, que los pastores, al reconocer y al conferir a los fieles laicos los varios ministerios, oficios y funciones, pongan el máximo cuidado en instruirles acerca de la raíz bautismal de estas tareas. Es necesario también que los pastores estén vigilantes para que se evite un fácil y abusivo recurso a presuntas "situaciones de emergencia" o de "necesaria suplencia", allí donde no se dan objetivamente o donde es posible remediarlo con una programación pastoral más racional. Los diversos ministerios, oficios y funciones que los fieles laicos pueden desempeñar legítimamente en la liturgia, en la transmisión de la fe y en las estructuras pastorales de la Iglesia, deberán ser ejercitados en conformidad con su específica vocación laical, distinta de aquélla de los sagrados ministros. En este sentido, la exhortación Evangelii nuntiandi, que tanta y tan beneficiosa parte ha tenido en el estimular la diversificada colaboración de los fieles laicos en la vida y en la misión evangelizadora de la Iglesia, recuerda que "el campo propio de su actividad evangelizadora es el dilatado y complejo mundo de la política, de la realidad social, de la economía; así como también de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los órganos de comunicación social; y también de otras realidades particularmente abiertas a la evangelización, como el amor, la familia, la educación de los niños y de los adolescentes, el trabajo profesional, el sufrimiento. Cuantos más laicos haya compenetrados con el espíritu evangélico, responsables de estas realidades y explícitamente comprometidos en ellas, competentes en su promoción y conscientes de tener que desarrollar toda su capacidad cristiana, a menudo ocultada y sofocada, tanto más se encontrarán estas realidades al servicio del Reino de Dios -y por tanto de la salvación en Jesucristo-, sin perder ni sacrificar nada de su coeficiente humano, sino manifestando una dimensión trascendente a menudo desconocida"[76].

Durante los trabajos del Sínodo, los Padres han prestado no poca atención al Lectorado y al Acolitado. Mientras en el pasado existían en la Iglesia Latina sólo como etapas espirituales del itinerario hacia los ministerios ordenados, con el Motu proprio de Pablo VI Ministeria quaedam (15 Agosto 1972) han recibido una autonomía y estabilidad propias, como también una posible destinación a los mismos fieles laicos, si bien sólo a los varones. En el mismo sentido se ha expresado el nuevo Código de Derecho Canónico[77]. Los Padres sinodales han manifestado ahora el deseo de que «el Motu proprio "Ministeria quaedam" sea revisado, teniendo en cuenta el uso de las Iglesias locales e indicando, sobre todo, los criterios según los cuales han de ser elegidos los destinatarios de cada ministerio»[78]. A tal fin ha sido constituida expresamente una Comisión, no sólo para responder a este deseo manifestado por los Padres sinodales, sino también, y sobre todo, para estudiar en profundidad los diversos problemas teológicos, litúrgicos, jurídicos y pastorales surgidos a partir del gran florecimiento actual de los ministerios confiados a los fieles laicos. Para que la praxis eclesial de estos ministerios confiados a los fieles laicos resulte ordenada y fructuosa, en tanto la Comisión concluye su estudio, deberán ser fielmente respetados por todas las Iglesias particulares los principios teológicos arriba recordados, en particular la diferencia esencial entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común y, por consiguiente, la diferencia entre los ministerios derivantes del Orden y los ministerios que derivan de los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación.

Los carismas

24. El Espíritu Santo no sólo confía diversos ministerios a la Iglesia-Comunión, sino que también la enriquece con otros dones e impulsos particulares, llamados carismas. Estos pueden asumir las más diversas formas, sea en cuanto expresiones de la absoluta libertad del Espíritu que los dona, sea como respuesta a las múltiples exigencias de la historia de la Iglesia. La descripción y clasificación que los textos neotestamentarios hacen de estos dones, es una muestra de su gran variedad: "A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para la utilidad común. Porque a uno le es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia por medio del mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro el don de profecía; a otro, el don de discernir los espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, finalmente, el don de interpretarlas" (1 Co. 12, 7-10; cf. 1 Co. 12, 4-6.28-31; Rm. 12, 6-8; 1 P. 4, 10-11). Sean extraordinarios, sean simples y sencillos, los carismas son siempre gracias del Espíritu Santo que tienen, directa o indirectamente, una utilidad eclesial, ya que están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo. Incluso en nuestros días, no falta el florecimiento de diversos carismas entre los fieles laicos, hombres y mujeres. Los carismas se conceden a la persona concreta; pero pueden ser participados también por otros y, de este modo, se continúan en el tiempo como viva y preciosa herencia, que genera una particular afinidad espiritual entre las personas. Refiriéndose precisamente al apostolado de los laicos, el Concilio Vaticano II escribe: "Para el ejercicio de este apostolado el Espíritu Santo, que obra la santificación del Pueblo de Dios por medio del ministerio y de los sacramentos, otorga también a los fieles dones particulares (cf. 1 Co. 12, 7), "distribuyendo a cada uno según quiere" (cf. 1 Co. 12, 11), para que "poniendo cada uno la gracia recibida al servicio de los demás", contribuyan también ellos "como buenos dispensadores de la multiforme gracia recibida de Dios" (1 P. 4, 10), a la edificación de todo el cuerpo en la caridad (cf. Ef. 4, 16)"[79]. Los dones del Espíritu Santo exigen -según la lógica de la originaria donación de la que proceden- que cuantos los han recibido, los ejerzan para el crecimiento de toda la Iglesia, como lo recuerda el Concilio[80]. Los carismas han de ser acogidos con gratitud, tanto por parte de quien los recibe, como por parte de todos en la Iglesia. Son, en efecto, una singular riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la santidad del entero Cuerpo de Cristo, con tal que sean dones que verdaderamente provengan del Espíritu, y sean ejercidos en plena conformidad con los auténticos impulsos del Espíritu. En este sentido siempre es necesario el discernimiento de los carismas. En realidad, como han dicho los Padres sinodales, "la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, no siempre es fácil de reconocer y de acoger. Sabemos que Dios actúa en todos los fieles cristianos y somos conscientes de los beneficios que provienen de los carismas, tanto para los individuos como para toda la comunidad cristiana. Sin embargo, somos también conscientes de la potencia del pecado y de su esfuerzos tendientes a turbar y confundir la vida de los fieles y de la comunidad"[81]. Por tanto, ningún carisma dispensa de la relación y sumisión a los Pastores de la Iglesia. El Concilio dice claramente: "El juicio sobre su autenticidad (de los carismas) y sobre su ordenado ejercicio pertenece a aquellos que presiden en la Iglesia, a quienes especialmente corresponde no extinguir el Espíritu, sino examinarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1 Ts. 5, 12.19-21)"[82], con el fin de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y complementariedad, al bien común[83].

LA PARTICIPACION DE LOS FIELES LAICOS EN LA VIDA DE LA IGLESIA

25. Los fieles laicos participan en la vida de la Iglesia no sólo llevando a cabo sus funciones y ejercitando sus carismas, sino también de otros muchos modos. Tal participación encuentra su primera y necesaria expresión en la vida y misión de las Iglesias particulares, de las diócesis, en las que "verdaderamente está presente y actúa la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica"[84].

Iglesias particulares e Iglesia universal

Para poder participar adecuadamente en la vida eclesial es del todo urgente que los fieles laicos posean una visión clara y precisa de la Iglesia particular en su relación originaria con la Iglesia universal. La Iglesia particular no nace a partir de una especie de fragmentación de la Iglesia universal, ni la Iglesia universal se constituye con la simple agregación de las Iglesias particulares; sino que hay un vínculo vivo, esencial y constante que las une entre sí, en cuanto que la Iglesia universal existe y se manifiesta en las Iglesias particulares. Por esto dice el Concilio que las Iglesias particulares están "formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a partir de las cuales existe una sola y única Iglesia católica"[85].

El mismo Concilio anima a los fieles laicos para que vivan activamente su pertenencia a la Iglesia particular, asumiendo al mismo tiempo una amplitud de miras cada vez más "católica". "Cultiven constantemente -leemos en el Decreto sobre el apostolado de los laicos- el sentido de la diócesis, de la cual es la parroquia como una cédula, siempre dispuestos, cuando sean invitados por su Pastor, a unir sus propias fuerzas a las iniciativas diocesanas. Es más, para responder a las necesidades de la ciudad y de las zonas rurales, no deben limitar su cooperación a los confines de la parroquia o de la diócesis, sino que han de procurar ampliarla al ámbito interparroquial, interdiocesano, nacional o internacional; tanto más cuando los crecientes desplazamientos demográficos, el desarrollo de las mutuas relaciones y la facilidad de las comunicaciones no consienten ya a ningún sector de la sociedad permanecer cerrado en sí mismo. Tengan así presente las necesidades del Pueblo de Dios esparcido por toda la tierra"[86]. En este sentido, el reciente Sínodo ha solicitado que se favorezca la creación de los Consejos Pastorales diocesanos, a los que se pueda recurrir según las ocasiones. Ellos son la principal forma de colaboración y de diálogo, como también de discernimiento, a nivel diocesano. La participación de los fieles laicos en estos Consejos podrá ampliar el recurso a la consultación, y hará que el principio de colaboración -que en determinados casos es también de decisión- sea aplicado de un modo más fuerte y extenso[87]. Está prevista en el Código de Derecho Canónico la participación de los fieles laicos en los Sínodos diocesanos y en los Concilios particulares, provinciales o plenarios[88]. Esta participación podrá contribuir a la comunión y misión eclesial de la Iglesia particular, tanto en su ámbito propio, como en relación con las demás Iglesias particulares de la provincia eclesiástica o de la Conferencia Episcopal. Las Conferencias Episcopales quedan invitadas a estudiar el modo más oportuno de desarrollar, a nivel nacional o regional, la consultación y colaboración de los fieles laicos, hombres y mujeres. Así, los problemas comunes podrán ser bien sopesados y se manifestará mejor la comunión eclesia de todos[89].

La parroquia

26. La comunión eclesial, aún conservando siempre su dimensión universal, encuentra su expresión más visible e inmediata en la parroquia. Ella es la última localización de la Iglesia; es, en cierto sentido, la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas[90]. Es necesario que todos volvamos a descubrir, por la fe, el verdadero rostro de la parroquia; o sea, el "misterio" mismo de la Iglesia presente y operante en ella. Aunque a veces le falten las personas y los medios necesarios, aunque otras veces se encuentre desperdigada en dilatados territorios o casi perdida en medio de populosos y caóticos barrios modernos, la parroquia no es principalmente una estructura, un territorio, un edificio; ella es "la familia de Dios, como una fraternidad animada por el Espíritu de unidad"[91], es "una casa de familia, fraterna y acogedora"[92], es la "comunidad de los fieles"[93]. En definitiva, la parroquia está fundada sobre una realidad teológica, porque ella es una comunidad eucarística[94]. Esto significa que es una comunidad idónea para celebrar la Eucaristía, en la que se encuentran la raíz viva de su edificación y el vínculo sacramental de su existir en plena comunión con toda la Iglesia. Tal idoneidad radica en el hecho de ser la parroquia una comunidad de fe y una comunidad orgánica, es decir, constituida por los ministros ordenados y por los demás cristianos, en la que el párroco -que representa al Obispo diocesano[95]- es el vínculo jerárquico con toda la Iglesia particular. Ciertamente es inmensa la tarea que ha de realizar la Iglesia en nuestros días; y para llevarla a cabo no basta la parroquia sola. Por esto, el Código de Derecho Canónico prevé formas de colaboración entre parroquias en el ámbito del territorio[96] y recomienda al Obispo el cuidado pastoral de todas las categorías de fieles, también de aquéllas a las que no llega la cura pastoral ordinaria[97]. En efecto, son necesarios muchos lugares y formas de presencia y de acción, para poder llevar la palabra y la gracia del Evangelio a las múltiples y variadas condiciones de vida de los hombres de hoy. Igualmente, otras muchas funciones de irradiación religiosa y de apostolado de ambiente en el campo cultural, social, educativo, profesional, etc. no pueden tener como centro o punto de partida la parroquia. Y sin embargo, también en nuestros días la parroquia está conociendo una época nueva y prometedora. Como decía Pablo VI, al inicio de su pontificado, dirigiéndose al Clero romano: "Creemos simplemente que la antigua y venerada estructura de la Parroquia tiene una misión indispensable y de gran actualidad; a ella corresponde crear la primera comunidad del pueblo cristiano; iniciar y congregar al pueblo en la normal expresión de la vida litúrgica; conservar y reavivar la fe en la gente de hoy; suministrarle la doctrina salvadora de Cristo; practicar en el sentimiento y en las obras la caridad sencilla de las obras buenas y fraternas"[98].

Por su parte, los Padres sinodales han considerado atentamente la situación actual de muchas parroquias, solicitando una decidida renovación de las mismas: "Muchas parroquias, sea en regiones urbanas, sea en tierras de misión, no pueden funcionar con plenitud efectiva debido a la falta de medios materiales o de ministros ordenados, o también a causa de la excesiva extensión geográfica y por la condición especial de algunos cristianos (como, por ejemplo, los exiliados y los emigrantes). Para que todas estas parroquias sean verdaderamente comunidades cristianas, las autoridades locales deben favorecer: a) la adaptación de las estructuras parroquiales con la amplia flexibilidad que concede el Derecho Canónico, sobre todo promoviendo la participación de los laicos en las responsabilidades pastorales; b) las pequeñas comunidades eclesiales de base, también llamadas comunidades vivas, donde los fieles pueden comunicarse mutuamente la Palabra de Dios y manifestarse en el recíproco servicio y en el amor; estas comunidades son verdaderas expresiones de la comunión eclesial y centros de evangelización, en comunión con sus Pastores"[99]. Para la renovación de las parroquias y para asegurar mejor su eficacia operativa, también se deben favorecer formas institucionales de cooperación entre las diversas parroquias de un mismo territorio.

El compromiso apostólico en la parroquia

27. Ahora es necesario considerar más de cerca la comunión y la participación de los fieles laicos en la vida de la parroquia. En este sentido, se debe llamar la atención de todos los fieles laicos, hombres y mujeres, sobre una expresión muy cierta, significativa y estimulante del Concilio: "Dentro de las comunidades de la Iglesia -leemos en el Decreto sobre el apostolado de los laicos- su acción es tan necesaria, que sin ella, el mismo apostolado de los Pastores no podría alcanzar, la mayor parte de las veces, su plena eficacia"[100]. Esta afirmación radical se debe entender, evidentemente, a la luz de la "eclesiología de comunión": siendo distintos y complementarios, los ministerios y los carismas son necesarios para el crecimiento de la Iglesia, cada uno según su propia modalidad.

Los fieles laicos deben estar cada vez más convencidos del particular significado que asume el compromiso apostólico en su parroquia. Es de nuevo el Concilio quien lo pone de relieve autorizadamente: "La parroquia ofrece un ejemplo luminoso de apostolado comunitario, fundiendo en la unidad todas las diferencias humanas que allí se dan e insertándolas en la universalidad de la Iglesia. Los laicos han de habituarse a trabajar en la parroquia en íntima unión con sus sacerdotes, a exponer a la comunidad eclesial sus problemas y los del mundo y las cuestiones que se refieren a la salvación de los hombres, para que sean examinados y resueltos con la colaboración de todos; a dar, según sus propias posibilidades, su personal contribución en las iniciativas apostólicas y misioneras de su propia familia eclesiástica"[101]. La indicación conciliar respecto al examen y solución de los problemas pastorales "con la colaboración de todos", debe encontrar un desarrollo adecuado y estructurado en la valorización más convencida, amplia y decidida de los Consejos pastorales parroquiales, en los que han insistido, con justa razón, los Padres sinodales[102]. En las circunstancias actuales, los fieles laicos pueden y deben prestar una gran ayuda al crecimiento de una auténtica comunión eclesial en sus respectivas parroquias, y en el dar nueva vida al afán misionero dirigido hacia los no creyentes y hacia los mismos creyentes que han abandonado o limitado la práctica de la vida cristiana. Si la parroquia es la Iglesia que se encuentra entre las casas de los hombres, ella vive y obra entonces profundamente injertada en la sociedad humana e íntimamente solidaria con sus aspiraciones y dramas. A menudo el contexto social, sobre todo en ciertos países y ambientes, está sacudido violentamente por fuerzas de disgregación y deshumanización. El hombre se encuentra perdido y desorientado; pero en su corazón permanece siempre el deseo de poder experimentar y cultivar unas relaciones más fraternas y humanas. La respuesta a este deseo puede encontrarse en la parroquia, cuando ésta, con la participación viva de los fieles laicos, permanece fiel a su originaria vocación y misión: ser en el mundo el "lugar" de la comunión de los creyentes y, a la vez, "signo e instrumento" de la común vocación a la comunión; en una palabra ser la casa abierta a todos y al servicio de todos, o, como prefería llamarla el Papa Juan XXIII, ser la fuente de la aldea, a la que todos acuden para calmar su sed.

FORMAS DE PARTICIPACION EN LA VIDA DE LA IGLESIA

28. Los fieles laicos, juntamente con los sacerdotes, religiosos y religiosas, constituyen el único Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo. El ser miembros de la Iglesia no suprime el hecho de que cada cristiano sea un ser "único e irrepetible", sino que garantiza y promueve el sentido más profundo de su unicidad e irrepetibilidad, en cuanto fuente de variedad y de riqueza para toda la Iglesia. En tal sentido, Dios llama a cada uno en Cristo por su nombre propio e inconfundible. El llamamiento del Señor: "Id también vosotros a mi viña", se dirige a cada uno personalmente; y entonces resuena de este modo en la conciencia: "¡en también tú a mi viña!".

De esta manera cada uno, en su unicidad e irrepetibilidad, con su ser y con su obrar, se pone al servicio del crecimiento de la comunión eclesial; así como, por otra parte, recibe personalmente y hace suya la riqueza común de toda la Iglesia. Esta es la "Comunión de los Santos" que profesamos en el Credo; el bien de todos se convierte en el bien de cada uno, y el bien de cada uno se convierte en el bien de todos. "En la Santa Iglesia -escribe ·Gregorio-Magno-SAN cada uno sostiene a los demás y los demás le sostienen a él"[103].

Formas personales de participación

Es absolutamente necesario que cada fiel laico tenga siempre una viva conciencia de ser un "miembro de la Iglesia", a quien se le ha confiado una tarea original, insustituible e indelegable, que debe llevar a cabo para el bien de todos. En esta perspectiva asume todo su significado la afirmación del Concilio sobre la absoluta necesidad del apostolado de cada persona singular: "El apostolado que cada uno debe realizar, y que fluye con abundancia de la fuente de una vida auténticamente cristiana (cf. Jn. 4, 14), es la forma primordial y la condición de todo el apostolado de los laicos, incluso del asociado, y nada puede sustituirlo. A este apostolado, siempre y en todas partes provechoso, y en ciertas circunstancias el único apto y posible, están llamados y obligados todos los laicos, cualquiera que sea su condición, aunque no tengan ocasión o posibilidad de colaborar en las asociaciones"[104].

En el apostolado personal existen grandes riquezas que reclaman ser descubiertas, en vista de una intensificación del dinamismo misionero de cada uno de los fieles laicos. A través de esta forma de apostolado, la irradiación del Evangelio puede hacerse extremadamente capilar, llegando a tantos lugares y ambientes como son aquellos ligados a la vida cotidiana y concreta de los laicos. Se trata, además, de una irradiación constante, pues es inseparable de la continua coherencia de la vida personal con la fe; y se configura también como una forma de apostolado particularmente incisiva, ya que al compartir plenamente las condiciones de vida y de trabajo, las dificultades y esperanzas de sus hermanos, los fieles laicos pueden llegar al corazón de sus vecinos, amigos o colegas, abriéndolo al horizonte total, al sentido pleno de la existencia humana: la comunión con Dios y entre los hombres.

Formas agregativas de participación

29. La comunión eclesial, ya presente y operante en la acción personal de cada uno, encuentra una manifestación específica en el actuar asociado de los fieles laicos; es decir, en la acción solidaria que ellos llevan a cabo participando responsablemente en la vida y misión de la Iglesia. En estos últimos años, el fenómeno asociativo laical se ha caracterizado por una particular variedad y vivacidad. La asociación de los fieles siempre ha representado una línea de cierto modo constante en la historia de la Iglesia, como lo testifican, hasta nuestros días, las variadas confraternidades, las terceras órdenes y los diversos sodalicios. Sin embargo, en los tiempos modernos este fenómeno ha experimentado un singular impulso, y se han visto nacer y difundirse múltiples formas agregativas: asociaciones, grupos, comunidades, movimientos. Podemos hablar de una nueva época asociativa de los fieles laicos. En efecto, "junto al asociacionismo tradicional, y a veces desde sus mismas raíces, han germinado movimientos y asociaciones nuevas, con fisonomías y finalidades específicas. Tanta es la riqueza y versatilidad de los recursos que el Espíritu alimenta en el tejido eclesial; y tanta es la capacidad de iniciativa y la generosidad de nuestro laicado"[105].

Estas asociaciones de laicos se presentan a menudo muy diferenciadas unas de otras en diversos aspectos, como en su configuración externa, en los caminos y métodos educativos y en los campos operativos. Sin embargo, se puede encontrar una amplia y profunda convergencia en la finalidad que las anima: la de participar responsablemente en la misión que tiene la Iglesia de llevar a todos el Evangelio de Cristo como manantial de esperanza para el hombre y de renovación para la sociedad. El asociarse de los fieles laicos por razones espirituales y apostólicas nace de diversas fuentes y responde a variadas exigencias. Expresa, efectivamente, la naturaleza social de la persona, y obedece a instancias de una más dilatada e incisiva eficacia operativa. En realidad, la incidencia "cultural", que es fente y estímulo, pero también fruto y signo de cualquier transformación del ambiente y de la sociedad, puede realizarse, no tanto con la labor de un individuo, cuanto con la de un "sujeto social", o sea, de un grupo, de una comunidad, de una asociación, de un movimiento. Esto resulta particularmente cierto en el contexto de una sociedad pluralista y fraccionada -como es la actual en tantas partes del mundo-, y cuando se está frente a problemas enormemente complejos y difíciles. Por otra parte, sobre todo en un mundo secularizado, las diversas formas asociadas pueden representar, para muchos, una preciosa ayuda para llevar una vida cristiana coherente con las exigencias del Evangelio y para comprometerse en una acción misionera y apostólica. Más allá de estos motivos, la razón profunda que justifica y exige la asociación de los fieles laicos es de orden teológico, es una razón eclesiológica, como abiertamente reconoce el Concilio Vaticano II, cuando ve en el apostolado asociado un "signo de la comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo"[106].

Es un "signo" que debe manifestarse en las relaciones de "comunión", tanto dentro como fuera de las diversas formas asociativas, en el contexto más amplio de la comunidad cristiana. Precisamente la razón eclesiológica indicada explica, por una parte, el "derecho" de asociación que es propio de los fieles laicos; y, por otra, la necesidad de unos "criterios" de discernimiento acerca de la autenticidad eclesial de esas formas de asociarse. Ante todo debe reconocerse la libertad de asociación de los fieles laicos en la Iglesia. Tal libertad es un verdadero y propio derecho que no proviene de una especie de "concesión" de la autoridad, sino que deriva del Bautismo, en cuanto sacramento que llama a todos los fieles laicos a participar activamente en la comunión y misión de la Iglesia. El Concilio es del todo claro a este respecto: "Guardada la debida relación con la autoridad eclesiástica, los laicos tienen el derecho de fundar y dirigir asociaciones y de inscribirse en aquellas fundadas"[107]. Y el reciente Código afirma textualmente: "Los fieles tienen derecho a fundar y dirigir libremente asociaciones para fines de caridad o piedad, o para fomentar la vocación cristiana en el mundo; y también a reunirse para procurar en común esos mismos fines"[108].

Se trata de una libertad reconocida y garantizada por la autoridad eclesiástica y que debe ser ejercida siempre y sólo en la comunión de la Iglesia. En este sentido, el derecho a asociarse de los fieles laicos es algo esencialmente relativo a la vida de comunión y a la misión de la misma Iglesia.

Criterios de eclesialidad para las asociaciones laicales

30. La necesidad de unos criterios claros y precisos de discernimiento y reconocimiento de las asociaciones laicales, también llamados "criterios de eclesialidad", es algo que se comprende siempre en la perspectiva de la comunión y misión de la Iglesia, y no, por tanto, en contraste con la libertad de asociación. Como criterios fundamentales para el discernimiento de todas y cada una de las asociaciones de fieles laicos en la Iglesia se pueden considerar, unitariamente, los siguientes:

- El primado que se da a la vocación de cada cristiano a la santidad, y que se manifiesta "en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles"[109] como crecimiento hacia la plenitud de la vida cristiana y a la perfección en la caridad[110]. En este sentido, todas las asociaciones de fieles laicos, y cada una de ellas, están llamadas a ser -cada vez más- instrumento de santidad en la Iglesia, favoreciendo y alentando "una unidad más íntima entre la vida práctica y la fe de sus miembros"[111].

- La responsabilidad de confesar la fe católica, acogiendo y proclamando la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, en la obediencia al Magisterio de la Iglesia, que la interpreta auténticamente. Por esta razón, cada asociación de fieles laicos debe ser un lugar en el que se anuncia y se propone la fe, y en el que se educa para practicarla en todo su contenido.

- El testimonio de una comunión firme y convencida en filial relación con el Papa, centro perpetuo y visible de unidad en la Iglesia universal[112], y con el Obispo "principio y fundamento visible de unidad"[113] en la Iglesia particular, y en la "mutua estima entre todas las formas de apostolado en la Iglesia"[114]. La comunión con el Papa y con el Obispo está llamada a expresarse en la leal disponibilidad para acoger sus enseñanzas doctrinales y sus orientaciones pastorales. La comunión eclesial exige, además, el reconocimieto de la legítima pluralidad de las diversas formas asociadas de los fieles laicos en la Iglesia, y, al mismo tiempo, la disponibilidad a la recíproca colaboración.

- La conformidad y la participación en el "fin apostólico de la Iglesia", que es la evangelización y santificación de los hombres y la formación cristiana de su conciencia, de modo que consigan impregnar con el espíritu evangélico las diversas comunidades y ambientes"[115]. Desde este punto de vista, a todas las formas asociadas de fieles laicos, y a cada una de ellas, se les pide un decidido ímpetu misionero que les lleve a ser, cada vez más, sujetos de una nueva evangelización.

- El comprometerse en una presencia en la sociedad humana, que, a la luz de la doctrina social de la Iglesia, se ponga al servicio de la dignidad integral del hombre. En este sentido, las asociaciones de los fieles laicos deben ser corrientes vivas de participación y de solidaridad, para crear unas condiciones más justas y fraternas en la sociedad. Los criterios fundamentales que han sido enumerados, se comprueban en los frutos concretos que acompañan la vida y las obras de las diversas formas asociadas; como son el renovado gusto por la oración, la contemplación, la vida litúrgica y sacramental; el estímulo para que florezcan vocaciones al matrimonio cristiano, al sacerdocio ministerial y a la vida consagrada; la disponibilidad a participar en los programas y actividades de la Iglesia sea a nivel local, sea a nivel nacional o internacional; el empeño catequético y la capacidad pedagógica para formar a los cristianos; el impulsar a una presencia cristiana en los diversos ambientes de la vida social, y el crear y animar obras caritativas, culturales y espirituales; el espíritu de desprendimiento y de pobreza evangélica que lleva a desarrollar una generosa caridad para con todos; la conversión a la vida cristiana y el retorno a la comunión de los bautizados "alejados".

El servicio de los Pastores a la comunión

31. Los Padres en la Iglesia no pueden renunciar al servicio de su autoridad, incluso ante posibles y comprensibles dificultades de algunas formas asociativas y ante el afianzamiento de otras nuevas, no sólo por el bien de la Iglesia, sino además por el bien de las mismas asociaciones laicales. Así, habrán de acompañar la labor de discernimiento con la guía y, sobre todo, con el estímulo a un crecimiento de las asociaciones de los fieles laicos en la comunión y misión de la Iglesia.

Es del todo oportuno que algunas nuevas asociaciones y movimientos, por su difusión nacional e incluso internacional, tengan a bien recibir un reconocimiento oficial, una aprobación explícita de la autoridad eclesiástica competente. El Concilio ya había afirmado lo siguiente en este sentido: "El apostolado de los laicos admite varios tipos de relaciones con la Jerarquía, según las diferentes formas y objetos de dicho apostolado (...). La Jerarquía reconoce explícitamente, de distintas maneras, algunas formas de apostolado laical. Puede, además, la autoridad eclesiástica, por exigencias del bien común de la Iglesia, elegir de entre las asociaciones y obras apostólicas que tienden inmediatamente a un fin espiritual, algunas de ellas, y promoverlas de modo peculiar, asumiendo respecto de ellas una responsabilidad especial"[116].

Entre las diversas formas apostólicas de los laicos que tienen una particular relación con la Jerarquía, los Padres sinodales han recordado explícitamente diversos movimientos y asociaciones de Acción Católica, en los cuales "los laicos se asocian libremente de modo orgánico y estable, bajo el impulso del Espíritu Santo, en comunión con el Obispo y con los sacerdotes, para poder servir, con fidelidad y laboriosidad, según el modo que es propio a su vocación y con un método particular, al incremento de toda la comunidad cristiana, a los proyectos pastorales y a la animación evangélica de todos los ámbitos de la vida"[117]. El Pontificio Consejo para los Laicos está encargado de preparar un elenco de las asociaciones que tienen la aprobación oficial de la Santa Sede, y de definir, juntamente con el Pontificio Consejo para la Unión de los Cristianos, las condiciones en base a las cuales puede ser aprobada una asociación ecuménica con mayoría católica y minoría no católica, estableciendo también los casos en los que no podrá llegarse a un juicio positivo[118]. Todos, Pastores y fieles, estamos obligados a favorecer y alimentar continuamente vínculos y relaciones fraternas de estima, cordialidad y colaboración entre las diversas formas asociativas de los laicos. Solamente así las riquezas de los dones y carismas que el Señor nos ofrece puede dar su fecunda y armónica contribución a la edificación de la casa común. "Para edificar solidariamente la casa común es necesario, además, que sea depuesto todo espíritu de antagonismo y de contienda y que se compita más bien en la estimación mutua (cf. Rm. 12, 10), en el adelantarse en el recíproco afecto y en la voluntad de colaborar, con la paciencia, la clarividencia y la disponibilidad al sacrificio que ésto a veces pueda comportar"[119].

Volvemos una vez más a las palabras de Jesús: "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos" (Jn. 15, 5), para dar gracias a Dios por el gran don de la comunión eclesial, reflejo en el tiempo de la eterna e inefable comunión de amor de Dios Uno y Trino. La conciencia de este don debe ir acompañada de un fuerte sentido de responsabilidad. Es, en efecto, un don que, como el talento evangélico, exige ser negociado en una vida de creciente comunión.

Ser responsables del don de la comunión significa, antes que nada, estar decididos a vencer toda tentación de división y de contraposición que insidie la vida y el empeño apostólico de los cristianos. El lamento de dolor y de desconcierto del apóstol Pablo: «Me refiero a que cada uno de vosotros dice: "¡Yo soy de Pablo", "yo en cambio de Apolo", "yo de Cefas", "yo de Cristo"! ¿Está acaso dividido Cristo?» (1 Co. 1, 12-13), continúa oyéndose hoy como reproche por las "laceraciones al Cuerpo de Cristo". Resuenen, en cambio, como persuasiva llamada, estas otras palabras del apóstol: "Os conjuro, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que tengáis todos un mismo sentir, y no haya entre vosotros disensiones; antes bien, viváis bien unidos en un mismo pensar y en un mismo sentir" (1 Co. 1, 10). La vida de comunión eclesial será así un signo para el mundo y una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo: "Como tú Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn. 17, 21). De este modo la comunión se abre a la misión, haciéndose ella misma misión.


52 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 4.

53 II Asamb. Gen. Extraor. Sínodo de los Obispos (1985), Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi. Relatio finalis, II, C, 1.

54 Pablo VI, Alocución de los miércoles (8 Junio 1966): Insegnamenti, IV (1966) 794.

55 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 6.

56 Cf. Ibid., 7 y passim.

57 Ibid., 9.

58 Ibid., 1.

59 Ibid., 9.

60 Ibid., 7.

61 Ibid.

62 Ibid., 4.

63 Juan Pablo II, Homilía en la solemne Concelebración Eucarística de clausura de la VII Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos (30 Octubre 1987): AAS 80 (1988) 600.

64 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 4.

65 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, 5.

66 Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 2. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10.

67 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10.

68 Cf. Juan Pablo II, Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia con ocasión del Jueves Santo (9 Abril 1979), 3-4: Insegnamenti, II, 1 (1979) 844-847.

69 C.I.C., can. 230 SS 3.

70 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 2 y 5.

71 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 24.

72 El Código de Derecho Canónico enumera una serie de funciones o tareas propias de los sagrados minis- tros, que, sin embargo -por especiales y graves circunstancias, y concretamente por falta de presbíteros o diáconos-, son momentáneamente ejercitadas por fieles laicos, previa facultad jurídica y mandato de la autoridad eclesiástica competente: cf. cann. 230 SS 3; 517 SS 2; 776; 861 SS 2; 910 SS 2; 943; 1112; etc.

73 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium, 28; C.I.C., can. 230 SS 2, que dice así: "Por encargo temporal, los laicos pueden desempeñar la función de lector en las ceremonias litúrgicas; asimismo, todos los fieles laicos pueden desempeñar las funciones de comentador, cantor y otras, a tenor de la norma del derecho".

74 El Código de Derecho Canónico presenta distintas funciones y tareas que los fieles laicos pueden desempeñar en las estructuras organizativas de la Iglesia: cf. cann. 228; 229 SS 3; 317 SS 3; 463 SS 1 n. 5, SS 2; 483; 494; 537; 759; 776; 784; 785; 1282; 1421 SS 2; 1424; 1428 SS 2; 1435; etc.

75 Cf. Propositio 18.

76 Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 70: AAS 68 (1976) 60.

77 Cf. C.I.C., can. 230 SS 1.

78 Propositio 18.

79 Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 3.

80 «Por haber recibido estos carismas, incluso los más sencillos, se origina en cada creyente el derecho y deber de ejercitarlos para el bien de los hombres y para la edificación de la Iglesia, tanto en la misma Iglesia como en el mundo, con la libertad del Espíritu Santo que "sopla donde quiere" (Jn. 3, 8), y al mismo tiempo, en la comunión con todos los hermanos en Cristo, especialmente con los propios Pastores» (Ibid.).

81 Propositio 9.

82 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 12.

83 Cf. Ibid. 30.

84 Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el oficio pastoral de los Obispos en la Iglesia Christus Dominus, 11.

85 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 23.

86 Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 10.

87 Cf. Propositio 10.

88 Cf. C.I.C., cann. 443 SS 4; 463 SS 1 y 2.

89 Cf. Propositio 10.

90 Leemos en el Concilio: "Ya que en su Iglesia el Obispo no puede presidir siempre y en todas partes personalmente a toda su grey, debe constituir necesariamente asambleas de fieles, entre las cuales tienen un lugar preeminente las parroquias constituidas localmente bajo la guía de un pastor que hace las veces del Obispo: ellas, en efecto, representan en cierto modo la Iglesia visible establecida en toda la tierra" (Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium, 42).

91 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 28.

92 Juan Pablo II, Exh. Ap. Catechesi tradendae, 67: AAS 71 (1979) 1333.

93 C.I.C., can. 515 SS 1.

94 Cf. Propositio 10.

95 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium, 42.

96 Cf. C.I.C., can. 555 SS 1, 1.

97 Cf. C.I.C., can. 383 SS 1.

98 Pablo VI, Discurso al Clero romano (24 Junio 1963): AAS 55 (1963) 674.

99 Propositio 11.

100 Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 10.

101 Ibid.

102 Propositio 10.

103 San Gregorio Magno, Hom. in Ez., II, I, 5: CCL 142, 211.

104 Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 16.

105 Juan Pablo II, Angelus (23 Agosto 1987): Insegnamenti, X, 3 (1987) 240.

106 Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 18.

107 Ibid., 19. Cf. también Ibid., 15; Id., Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 37.

108 C.I.C., can. 215.

109 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 39.

110 Cf. Ibid., 40.

111 Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 19.

112 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 23.

113 Ibid.

114 Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 23.

115 Ibid., 20.

116 Ibid., 24.

117 Propositio 13.

118 Cf. Propositio 15.

119 Juan Pablo II, Discurso al Convenio de la Iglesia italiana en Loreto (10 Abril 1985): AAS 77 (1985) 964.

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