ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
«SOLLICITUDO REI SOCIALIS»
AL CUMPLIRSE EL VIGÉSIMO ANIVERSARIO DE LA
POPULORUM PROGRESSIO



III
PANORAMA DEL MUNDO CONTEMPORÁNEO

11. La enseñanza fundamental de la Encíclica Populorum Progressio tuvo en su día gran eco por su novedad. El contexto social en que vivimos en la actualidad no se puede decir que sea exactamente igual al de hace veinte años. Es, esto, por lo que quiero detenerme, a través de una breve exposición, sobre algunas características del mundo actual, con el fin de profundizar la enseñanza de la Encíclica de Pablo VI, siempre bajo el punto de vista del «desarrollo de los pueblos».

12. El primer aspecto a destacar es que la esperanza de desarrollo, entonces tan viva, aparece en la actualidad muy lejana de la realidad.

A este propósito, la Encíclica no se hacía ilusión alguna. Su lenguaje grave, a veces dramático, se limitaba a subrayar el peso de la situación y a proponer a la conciencia de todos la obligación urgente de contribuir a resolverla. En aquellos años prevalecía un cierto optimismo sobre la posibilidad de colmar, sin esfuerzos excesivos, el retraso económico de los pueblos pobres, de proveerlos de infraestructuras y de asistir los en el proceso de industrialización. En aquel contexto histórico, por encima de los esfuerzos de cada país, la Organización de las Naciones Unidas promovió consecutivamente dos decenios de desarrollo.[30] Se tomaron, en efecto, algunas medidas, bilaterales y multilaterales, con el fin de ayudar a muchas Naciones, algunas de ellas independientes desde hacía tiempo, otras --la mayoría-- nacidas como Estados a raíz del proceso de descolonización. Por su parte, la Iglesia sintió el deber de profundizar los problemas planteados por la nueva situación, pensando sostener con su inspiración religiosa y humana estos esfuerzos para darles un alma y un empuje eficaz.

13. No se puede afirmar que estas diversas iniciativas religiosas, humanas, económicas y técnicas, hayan sido superfluas, dado que han podido alcanzar algunos resultados. Pero en línea general, teniendo en cuenta los diversos factores, no se puede negar que la actual situación del mundo, bajo el aspecto de desarrollo, ofrezca una impresión más bien negativa.

Por ello, deseo llamar la atención sobre algunos indicadores genéricos, sin excluir otros más específicos. Dejando a un lado el análisis de cifras y estadísticas, es suficiente mirar la realidad de una multitud ingente de hombres y mujeres, niños, adultos y ancianos, en una palabra, de personas humanas concretas e irrepetibles, que sufren el peso intolerable de la miseria. Son muchos millones los que carecen de esperanza debido al hecho de que, en muchos lugares de la tierra, su situación se ha agravado sensiblemente. Ante estos dramas de total indigencia y necesidad, en que viven muchos de nuestros hermanos y hermanas, es el mismo Señor Jesús quien viene a interpelarnos (cf. Mt 25, 31-46).

14. La primera constatación negativa que se debe hacer es la persistencia y a veces el alargamiento del abismo entre las áreas del llamado Norte desarrollado y la del Sur en vías de desarrollo. Esta terminología geográfica es sólo indicativa, pues no se puede ignorar que las fronteras de la riqueza y de la pobreza atraviesan en su interior las mismas sociedades tanto desarrolladas como en vías de desarrollo. Pues, al igual que existen desigualdades sociales hasta llegar a los niveles de miseria en los países ricos, también, de forma paralela, en los países menos desarrollados se ven a menudo manifestaciones de egoísmo y ostentación desconcertantes y escandalosas.

A la abundancia de bienes y servicios disponibles en algunas partes del mundo, sobre todo en el Norte desarrollado, corresponde en el Sur un inadmisible retraso y es precisamente en esta zona geopolítica donde vive la mayor parte de la humanidad.

Al mirar la gama de los diversos sectores producción y distribución de alimentos, higiene, salud y vivienda, disponibilidad de agua potable, condiciones de trabajo, en especial el femenino, duración de la vida y otros indicadores económicos y sociales, el cuadro general resulta desolador, bien considerándolo en sí mismo, bien en relación a los datos correspondientes de los países más desarrollados del mundo. La palabra «abismo» vuelve a los labios espontáneamente.

Tal vez no es éste el vocablo adecuado para indicar la verdadera realidad, ya que puede dar la impresión de un fenómeno estacionario. Sin embargo, no es así. En el camino de los países desarrollados y en vías de desarrollo se ha verificado a lo largo de estos años una velocidad diversa de aceleración, que impulsa a aumentar las distancias. Así los países en vías de desarrollo, especialmente los más pobres, se encuentran en una situación de gravísimo retraso. A lo dicho hay que añadir todavía las diferencias de cultura y de los sistemas de valores entre los distintos grupos de población, que no coinciden siempre con el grado de desarrollo económico, sino que contribuyen a crear distancias. Son estos los elementos y los aspectos que hacen mucho más compleja la cuestión social, debido a que ha asumido una dimensión mundial.

Al observar las diversas partes del mundo separadas por la distancia creciente de este abismo, al advertir que cada una de ellas parece seguir una determinada ruta, con sus realizaciones, se comprende por qué en el lenguaje corriente se hable de mundos distintos dentro de nuestro único mundo: Primer Mundo, Segundo Mundo, Tercer Mundo y, alguna vez, Cuarto Mundo.[31] Estas expresiones, que no pretenden obviamente clasificar de manera satisfactoria a todos los Países, son muy significativas. Son el signo de una percepción difundida de que la unidad del mundo, en otras palabras, la unidad del género humano, está seriamente comprometida. Esta terminología, por encima de su valor más o menos objetivo, esconde sin lugar a duda un contenido moral, frente al cual la Iglesia, que es «sacramento o signo e instrumento... de la unidad de todo el género humano»,[32] no puede permanecer indiferente.

15. El cuadro trazado precedentemente sería sin embargo incompleto, si a los « indicadores económicos y sociales» del subdesarrollo no se añadieran otros igualmente negativos, más preocupantes todavía, comenzando por el plano cultural. Estos son: el analfabetismo, la dificultad o imposibilidad de acceder a los niveles superiores de instrucción, la incapacidad de participar en la construcción de la propia Nación, las diversas formas de explotación y de opresión económica, social, política y también religiosa de la persona humana y de sus derechos, las discriminaciones de todo tipo, de modo especial la más odiosa basada en la diferencia racial. Si alguna de estas plagas se halla en algunas zonas del Norte más desarrollado, sin lugar a duda éstas son más frecuentes, más duraderas y más difíciles de extirpar en los países en vías de desarrollo y menos avanzados.

Es menester indicar que en el mundo actual, entre otros derechos, es reprimido a menudo el derecho de iniciativa económica. No obstante eso, se trata de un derecho importante no sólo para el individuo en particular, sino además para el bien común. La experiencia nos demuestra que la negación de tal derecho o su limitación en nombre de una pretendida «igualdad» de todos en la sociedad, reduce o, sin más, destruye de hecho el espíritu de iniciativa, es decir, la subjetividad creativa del ciudadano. En consecuencia, surge, de este modo, no sólo una verdadera igualdad, sino una «nivelación descendente». En lugar de la iniciativa creadora nace la pasividad, la dependencia y la sumisión al aparato burocrático que, como único órgano que «dispone» y «decide» --aunque no sea « Poseedor»-- de la totalidad de los bienes y medios de producción, pone a todos en una posición de dependencia casi absoluta, similar a la tradicional dependencia del obrero-proletario en el sistema capitalista. Esto provoca un sentido de frustración o desesperación y predispone a la despreocupación de la vida nacional, empujando a muchos a la emigración y favoreciendo, a la vez, una forma de emigración «psicológica».

Una situación semejante tiene sus consecuencias también desde el punto de vista de los «derechos de cada Nación». En efecto, acontece a menudo que una Nación es privada de su subjetividad, o sea, de la «soberanía» que le compete, en el significado económico así como en el político-social y en cierto modo en el cultural, ya que en una comunidad nacional todas estas dimensiones de la vida están unidas entre sí.

Es necesario recalcar, además, que ningún grupo social, por ejemplo un partido, tiene derecho a usurpar el papel de único guía porque ello supone la destrucción de la verdadera subjetividad de la sociedad y de las personas-ciudadanos, como ocurre en todo totalitarismo. En esta situación el hombre y el pueblo se convierten en «objeto», no obstante todas las declaraciones contrarias y las promesas verbales. Llegados a este punto conviene añadir que el mundo actual se dan otras muchas formas pobreza. En efecto, ciertas carencias o privaciones merecen tal vez este nombre. La negación o limitación de los derechos humanos --como, por ejemplo, el derecho a la libertad religiosa, el derecho a participar en la construcción de la sociedad, la libertad de asociación o de formar sindicatos o de tomar iniciativas en materia económica-- ¿no empobrecen tal vez a la persona humana igual o más que la privación de los bienes materiales? Y un desarrollo que no tenga en cuenta la plena afirmación de estos derechos ¿es verdaderamente desarrollo humano?

En pocas palabras, el subdesarrollo de nuestros días no es sólo económico, sino también cultural, político y simplemente humano, como ya indicaba hace veinte años la Encíclica Populorum Progressio. Por consiguiente, es menester preguntarse si la triste realidad de hoy no sea, al menos en parte, el resultado de una concepción demasiado limitada, es decir, prevalentemente económica, del desarrollo.

16. Hay que notar que, a pesar de los notables esfuerzos realizados en los dos últimos decenios por parte de las naciones más desarrolladas o en vías de desarrollo, y de las Organizaciones internacionales, con el fin de hallar una salida a la situación, o al menos poner remedio a alguno de sus síntomas, las condiciones se han agravado notablemente.

La responsabilidad de este empeoramiento tiene causas diversas. Hay que indicar las indudables graves omisiones por parte de las mismas naciones en vías de desarrollo, y especialmente por parte de los que detentan su poder económico y político. Pero tampoco podemos soslayar la responsabilidad de las naciones desarrolladas, que no siempre, al menos en la debida medida, han sentido el deber de ayudar a aquellos países que se separan cada vez más del mundo del bienestar al que pertenecen.

No obstante, es necesario denunciar la existencia de unos mecanismos económicos, financieros y sociales, los cuales, aunque manejados por la voluntad de los hombres, funcionan de modo casi automático, haciendo más rígida las situaciones de riqueza de los unos y de pobreza de los otros. Estos mecanismos, maniobrados por los países más desarrollados de modo directo o indirecto, favorecen a causa de su mismo funcionamento los intereses de los que los maniobran, aunque terminan por sofocar o condicionar las economías de los países menos desarrollados. Es necesario someter en el futuro estos mecanismos a un análisis atento bajo el aspecto ético-moral.

La Populorum Progressio preveía ya que con semejantes sistemas aumentaría la riqueza de los ricos, manteniéndose la miseria de los pobres.[33] Una prueba de esta previsión se tiene con la aparición del llamado Cuarto Mundo.

17. A pesar de que la sociedad mundial ofrezca aspectos fragmentarios, expresados con los nombres convencionales de Primero, Segundo, Tercero y también Cuarto mundo, permanece más profunda su interdependencia la cual, cuando se separa de las exigencias éticas, tiene unas consecuencias funestas para los más débiles. Más aún, esta interdependencia, por una especie de dinámica interior y bajo el empuje de mecanismos que no puedan dejar de ser calificados como perversos, provoca efectos negativos hasta en los Países ricos. Precisamente dentro de estos Países se encuentran, aunque en menor medida, las manifestaciones más específicas del subdesarrollo. De suerte que debería ser una cosa sabida que el desarrollo o se convierte en un hecho común a todas las partes del mundo, o sufre un proceso de retroceso aún en las zonas marcadas por un constante progreso. Fenómeno este particularmente indicador de la naturaleza del auténtico desarrollo: o participan de él todas las naciones del mundo o no será tal ciertamente.

Entre los indicadores específicos del subdesarrollo, que afectan de modo creciente también a los países desarrollados, hay dos particularmente reveladores de una situación dramática. En primer lugar, la crisis de la vivienda. En el Año Internacional de las personas sin techo, querido por la Organización de las Naciones Unidas, la atención se dirigía a los millones de seres humanos carentes de una vivienda adecuada o hasta sin vivienda alguna, con el fin de despertar la conciencia de todos y de encontrar una solución a este grave problema, que comporta consecuencias negativas a nivel individual, familiar y social.[34]

La falta de viviendas se verifica a nivel universal y se debe, en parte, al fenómeno siempre creciente de la urbanización.[35] Hasta los mismos pueblos más desarrollados presentan el triste espectáculo de individuos y familias que se esfuerzan literalmente por sobrevivir, sin techo o con uno tan precario que es como si no se tuviera.

La falta de vivienda, que es un problema en sí mismo bastante grave, es digno de ser considerado como signo o síntesis de toda una serie de insuficiencias económicas, sociales, culturales o simplemente humanas; y, teniendo en cuenta la extensión del fenómeno, no debería ser difícil convencerse de cuan lejos estamos del auténtico desarrollo de los pueblos.

18. Otro indicador, común a gran parte de las naciones, es el fenómeno del desempleo y del subdesempleo.

No hay persona que no se dé cuenta de la actualidad y de la creciente gravedad de semejante fenómeno en los países industrializados.[36] Sí este aparece de modo alarmante en los países en vía de desarrollo, con su alto índice de crecimiento demográfico y el número tan elevado de población juvenil, en los países de gran desarrollo económico parece que se contraen las fuentes de trabajo, y así, las posibilidades de empleo, en vez de aumentar, disminuyen.

También este triste fenómeno, con su secuela de efectos negativos a nivel individual y social, desde la degradación hasta la pérdida del respeto que todo hombre y mujer se debe a sí mismo, nos lleva a preguntarnos seriamente sobre el tipo de desarrollo, que se ha perseguido en el curso de los últimos veinte años.

A este propósito viene muy oportunamente la consideración de la Encíclica Laborem exercens: «Es necesario subrayar que el elemento constitutivo y a su vez la verificación más adecuada de este progreso en el espíritu de justicia y paz, que la Iglesia proclama y por el que no cesa de orar (...), es precisamente la continua revalorización del trabajo humano, tanto bajo el aspecto de su finalidad objetiva, como bajo el aspecto de la dignidad del sujeto de todo trabajo, que es el hombre». Antes bien, «no se puede menos de quedar impresionados ante un hecho desconcertante de grandes proporciones», es decir, que « existen ... grupos enteros de desocupados o subocupados (...): un hecho que atestigua sin duda el que, dentro de las comunidades políticas como en las relaciones existentes entre ellas a nivel continental y mundial --en lo concerniente a la organización del trabajo y del empleo-- hay algo que no funciona y concretamente en los puntos más críticos y de mayor relieve social».[37]

Como el precedente, también este fenómeno, por su carácter universal y en cierto sentido multiplicador, representa un signo sumamente indicativo, por su incidencia negativa, del estado y de la calidad del desarrollo de los pueblos, ante el cual nos encontramos hoy.

19. Otro fenómeno, también típico del último período --si bien no se encuentra en todos los lugares--, es sin duda igualmente indicador de la interdependencia existente entre los países desarrollados y menos desarrollados. Es la cuestión de la deuda internacional, a la que la Pontificia Comisión Iustitia et Pax ha dedicado un documento.[38]

No se puede aquí silenciar el profundo vínculo que existe entre este problema, cuya creciente gravedad había sido ya prevista por la Populorum Progressio,[39] y la cuestión del desarrollo de los pueblos.

La razón que movió a los países en vías de desarrollo a acoger el ofrecimiento de abundantes capitales disponibles fue la esperanza de poderlos invertir en actividades de desarrollo. En consecuencia, la disponibilidad de los capitales y el hecho de aceptarlos a título de préstamo puede considerarse una contribución al desarrollo mismo, cosa deseable y legítima en sí misma, aunque quizás imprudente y en alguna ocasión apresurada.

Habiendo cambiado las circunstancias tanto en los países endeudados como en el mercado internacional financiador, el instrumento elegido para dar una ayuda al desarrollo se ha transformado en un mecanismo contraproducente. Y esto ya sea porque los Países endeudados, para satisfacer los compromisos de la deuda, se ven obligados a exportar los capitales que serían necesarios para aumentar o, incluso, para mantener su nivel de vida, ya sea porque, por la misma razón, no pueden obtener nuevas fuentes de financiación indispensables igualmente.

Por este mecanismo, el medio destinado al desarrollo de los pueblos se ha convertido en un freno, por no hablar, en ciertos casos, hasta de una acentuación del subdesarrollo.

Estas circunstancias nos mueven a reflexionar --como afirma un reciente Documento de la Pontificia Comisión Iustitia et Pax [40]-- sobre el carácter ético de la interdependencia de los pueblos; y, para mantenernos en la línea de la presente consideración, sobre las exigencias y las condiciones, inspiradas igualmente en los principios éticos, de la cooperación al desarrollo.

20. Si examinamos ahora las causas de este grave retraso en el proceso del desarrollo, verificado en sentido opuesto a las indicaciones de la Encíclica Populorum Progressio que había suscitado tantas esperanzas, nuestra atención se centra de modo particular en las causas políticas de la situación actual.

Encontrándonos ante un conjunto de factores indudablemente complejos, no es posible hacer aquí un análisis completo. Pero no se puede silenciar un hecho sobresaliente del cuadro político que caracteriza el período histórico posterior al segundo conflicto mundial y es un factor que no se puede omitir en el tema del desarrollo de los pueblos.

Nos referimos a la existencia de dos bloques contrapuestos, designados comúnmente con los nombres convencionales de Este y Oeste, o bien de Oriente y Occidente. La razón de esta connotación no es meramente política, sino también, como se dice, geopolítica. Cada uno de ambos bloques tiende a asimilar y a agregar alrededor de sí, con diversos grados de adhesión y participación, a otros Países o grupos de Países.

La contraposición es ante todo política, en cuanto cada bloque encuentra su identidad en un sistema de organización de la sociedad y de la gestión del poder, que intenta ser alternativo al otro; a su vez, la contraposición política tiene su origen en una contraposición más profunda que es de orden ideológico.

En Occidente existe, en efecto, un sistema inspirado históricamente en el capitalismo liberal, tal como se desarrolló en el siglo pasado; en Oriente se da un sistema inspirado en el colectivismo marxista, que nació de la interpretación de la condición de la clase proletaria, realizada a la luz de una peculiar lectura de la historia. Cada una de estas dos ideologías, al hacer referencia a dos visiones tan diversas del hombre, de su libertad y de su cometido social, ha propuesto y promueve, bajo el aspecto económico, unas formas antitéticas de organización del trabajo y de estructuras de la propiedad, especialmente en lo referente a los llamados medios de producción.

Es inevitable que la contraposición ideológica, al desarrollar sistemas y centros antagónicos de poder, con sus formas de propaganda y de doctrina, se convirtiera en una creciente contraposición militar, dando origen a dos bloques de potencias armadas, cada uno desconfiado y temeroso del prevalecer ajeno.

A su vez, las relaciones internacionales no podían dejar de resentir los efectos de esta « lógica de los bloques» y de sus respectivas «esferas de influencia». Nacida al final de la segunda guerra mundial, la tensión entre ambos bloques ha dominado los cuarenta años sucesivos, asumiendo unas veces el carácter de «guerra fría», otras de «guerra por poder» mediante la instrumentalización de conflictos locales, o bien teniendo el ánimo angustiado y en suspenso ante la amenaza de una guerra abierta y total.

Si en el momento actual tal peligro parece que es más remoto, aun sin haber desaparecido completamente, y si se ha llegado a un primer acuerdo sobre las destrucción de cierto tipo de armamento nuclear, la existencia y la contraposición de bloques no deja de ser todavía un hecho real y preocupante, que sigue condicionando el panorama mundial.

21. Esto se verifica con un efecto particularmente negativo en las relaciones internacionales, que miran a los Países en vías de desarrollo. En efecto, como es sabido, la tensión entre Oriente y Occidente no refleja de por sí una oposición entre dos diversos grados de desarrollo, sino más bien entre dos concepciones del desarrollo mismo de los hombres y de los pueblos, de tal modo imperfectas que exigen una corrección radical. Dicha oposición se refleja en el interior de aquellos países, contribuyendo así a ensanchar el abismo que ya existe a nivel económico entre Norte y Sur, y que es consecuencia de la distancia entre los dos mundos más desarrollados y los menos desarrollados.

Esta es una de las razones por las que la doctrina social de la Iglesia asume una actitud crítica tanto ante el capitalismo liberal como ante el colectivismo marxista. En efecto, desde el punto de vista del desarrollo surge espontánea la pregunta: ¿de qué manera o en qué medida estos dos sistemas son susceptibles de transformaciones y capaces de ponerse al día, de modo que favorezcan o promuevan un desarrollo verdadero e integral del hombre y de los pueblos en la sociedad actual? De hecho, estas transformaciones y puestas al día son urgentes e indispensables para la causa de un desarrollo común a todos.

Los Países independizados recientemente, que esforzándose en conseguir su propia identidad cultural y política necesitarían la aportación eficaz y desinteresada de los Países más ricos y desarrollados, se encuentran comprometidos --y a veces incluso desbordados-- en conflictos ideológicos que producen inevitables divisiones internas, llegando incluso a provocar en algunos casos verdaderas guerras civiles. Esto sucede porque las inversiones y las ayudas para el desarrollo a menudo son desviadas de su propio fin e instrumentalizadas para alimentar los contrastes, por encima y en contra de los intereses de los Países que deberían beneficiarse de ello. Muchos de ellos son cada vez más conscientes del peligro de caer víctimas de un neocolonialismo y tratan de librarse. Esta conciencia es tal que ha dado origen, aunque con dificultades, oscilaciones y a veces contradicciones, al Movimiento internacional de los Países No Alineados, el cual, en lo que constituye su aspecto positivo, quisiera afirmar efectivamente el derecho de cada pueblo a su propia identidad, a su propia independencia y seguridad, así como a la participación, sobre la base de la igualdad y de la solidaridad, de los bienes que están destinados a todos los hombres.

22. Hechas estas consideraciones es más fácil tener una visión más clara del cuadro de los últimos veinte años y comprender mejor los contrastes existentes en la parte Norte del mundo, es decir, entre Oriente y Occidente, como causa no última del retraso o del estancamiento del Sur.

Los Países subdesarrollados, en vez de transformarse en Naciones autónomas, preocupadas de su propia marcha hacia la justa participación en los bienes y servicios destinados a todos, se convierten en piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco. Esto sucede a menudo en el campo de los medios de comunicación social, los cuales, al estar dirigidos mayormente por centros de la parte Norte del mundo, no siempre tienen en la debida consideración las prioridades y los problemas propios de estos Países, ni respetan su fisonomía cultural; a menudo, imponen una visión desviada de la vida y del hombre y así no responden a las exigencias del verdadero desarrollo.

Cada uno de los dos bloques lleva oculta internamente, a su manera, la tendencia al imperialismo, como se dice comúnmente, o a formas de neocolonialismo: tentación nada fácil en la que se cae muchas veces, como enseña la historia incluso reciente.

Esta situación anormal --consecuencia de una guerra y de una preocupación exagerada, más allá de lo lícito, por razones de la propia seguridad-- impide radicalmente la cooperación solidaria de todos por el bien común del género humano, con perjuicio sobre todo de los pueblos pacíficos, privados de su derecho de acceso a los bienes destinados a todos los hombres.

Desde este punto de vista, la actual división del mundo es un obstáculo directo para la verdadera transformación de las condiciones de subdesarrollo en los Países en vías de desarrollo y en aquellos menos avanzados. Sin embargo, los pueblos no siempre se resignan a su suerte. Además, la misma necesidad de una economía sofocada por los gastos militares, así como por la burocracia y su ineficiencia intrínseca, parece favorecer ahora unos procesos que podrán hacer menos rígida la contraposición y más fácil el comienzo de un diálogo útil y de una verdadera colaboración para la paz.

23. La afirmación de la Encíclica Populorum Progressio, de que los recursos destinados a la producción de armas deben ser empleados en aliviar la miseria de las poblaciones necesitadas,[41] hace más urgente el llamado a superar la contraposición entre los dos bloques.

Hoy, en la práctica, tales recursos sirven para asegurar que cada uno de los dos bloques pueda prevalecer sobre el otro, y garantizar así la propia seguridad. Esta distorsión, que es un vicio de origen, dificulta a aquellas Naciones que, desde un punto de vista histórico, económico y político tienen la posibilidad de ejercer un liderazgo, al cumplir adecuadamente su deber de solidaridad en favor de los pueblos que aspiran a su pleno desarrollo.

Es oportuno afirmar aquí --y no debe parecer esto una exageración-- que un papel de liderazgo entre las Naciones se puede justificar solamente con la posibilidad y la voluntad de contribuir, de manera más amplia y generosa, al bien común de todos.

Una Nación que cediese, más o menos conscientemente, a la tentación de cerrarse en sí misma, olvidando la responsabilidad que le confiere una cierta superioridad en el concierto de las Naciones, faltaría gravemente a un preciso deber ético. Esto es fácilmente reconocible en la contingencia histórica, en la que los creyentes entrevén las disposiciones de la divina Providencia que se sirve de las Naciones para la realización de sus planes, pero que también «hace vanos los proyectos de los pueblos» (cf. Sal 33 (32) 10).

Cuando Occidente parece inclinarse a unas formas de aislamiento creciente y egoísta, y Oriente, a su vez, parece ignorar por motivos discutibles su deber de cooperación para aliviar la miseria de los pueblos, uno se encuentra no sólo ante una traición de las legítimas esperanzas de la humanidad con consecuencias imprevisibles, sino ante una defección verdadera y propia respecto de una obligación moral.

24. Si la producción de armas es un grave desorden que reina en el mundo actual respecto a las verdaderas necesidades de los hombres y al uso de los medios adecuados para satisfacerlas, no lo es menos el comercio de las mismas. Más aún, a propósito de esto, es preciso añadir que el juicio moral es todavía más severo. Como se sabe, se trata de un comercio sin fronteras capaz de sobrepasar incluso las de los bloques. Supera la división entre Oriente y Occidente y, sobre todo, la que hay entre Norte y Sur, llegando hasta los diversos componentes de la parte meridional del mundo. Nos hallamos así ante un fenómeno extraño: mientras las ayudas económicas y los planes de desarrollo tropiezan con el obstáculo de barreras ideológicas insuperables, arancelarias y de mercado, las armas de cualquier procedencia circulan con libertad casi absoluta en las diversas partes del mundo. Y nadie ignora --como destaca el reciente documento de la Pontificia Comisión Iustitia et Pax sobre la deuda internacional [42]-- que en algunos casos, los capitales prestados por el mundo desarrollado han servido para comprar armamentos en el mundo subdesarrollado.

Si a todo esto se añade el peligro tremendo, conocido por todos, que representan las armas atómicas acumuladas hasta lo increíble, la conclusión lógica es la siguiente: el panorama del mundo actual, incluso el económico, en vez de causar preocupación por un verdadero desarrollo que conduzca a todos hacia una vida «más humana», --como deseaba la Encíclica Populorum Progressio [43]-- parece destinado a encaminarnos más rápidamente hacia la muerte.

Las consecuencias de este estado de cosas se manifiestan en el acentuarse de una plaga típica y reveladora de los desequilibrios y conflictos del mundo contemporáneo: los millones de refugiados, a quienes las guerras, calamidades naturales, persecuciones y discriminaciones de todo tipo han hecho perder casa, trabajo, familia y patria. La tragedia de estas multitudes se refleja en el rostro descompuesto de hombres, mujeres y niños que, en un mundo dividido e inhóspito, no consiguen encontrar ya un hogar.

Ni se pueden cerrar los ojos a otra dolorosa plaga del mundo actual: el fenómeno del terrorismo, entendido como propósito de matar y destruir indistintamente hombres y bienes, y crear precisamente un clima de terror y de inseguridad, a menudo incluso con la captura de rehenes. Aun cuando se aduce como motivación de esta actuación inhumana cualquier ideología o la creación de una sociedad mejor, los actos de terrorismo nunca son justificables. Pero mucho menos lo son cuando, como sucede hoy, tales decisiones y actos, que a veces llegan a verdaderas mortandades, ciertos secuestros de personas inocentes y ajenas a los conflictos, se proponen un fin propagandístico en favor de la propia causa; o, peor aún, cuando son un fin en sí mismos, de forma que se mata sólo por matar. Ante tanto horror y tanto sufrimiento siguen siendo siempre válidas las palabras que pronuncié hace algunos años y que quisiera repetir una vez más: «El cristianismo prohíbe ... el recurso a las vías del odio, al asesinato de personas indefensas y a los métodos del terrorismo».[44]

25. A este respecto conviene hacer una referencia al problema demográfico y a la manera cómo se trata hoy, siguiendo lo que Pablo VI indicó en su Encíclica [45] y lo que expuse más extensamente en la Exhortación Apostólica Familiaris consortio.[46]

No se puede negar la existencia --sobre todo en la parte Sur de nuestro planeta-- de un problema demográfico que crea dificultades al desarrollo. Es preciso afirmar enseguida que en la parte Norte este problema es de signo inverso: aquí lo que preocupa es la caída de la tasa de la natalidad, con repercusiones en el envejecimiento de la población, incapaz incluso de renovarse biológicamente. Fenómeno éste capaz de obstaculizar de por sí el desarrollo. Como tampoco es exacto afirmar que tales dificultades provengan solamente del crecimiento demográfico; no está demostrado siquiera que cualquier crecimiento demográfico sea incompatible con un desarrollo ordenado.

Por otra parte, resulta muy alarmante constatar en muchos Países el lanzamiento de campañas sistemáticas contra la natalidad, por iniciativa de sus Gobiernos, en contraste no sólo con la identidad cultural y religiosa de los mismos Países, sino también con la naturaleza del verdadero desarrollo. Sucede a menudo que tales campañas son debidas a presiones y están financiadas por capitales provenientes del extranjero y, en algún caso, están subordinadas a las mismas y a la asistencia económico-financiera. En todo caso, se trata de una falta absoluta de respeto por la libertad de decisión de las personas afectadas, hombres y mujeres, sometidos a veces a intolerables presiones, incluso económicas para someterlas a esta nueva forma de opresión. Son las poblaciones más pobres las que sufren los atropellos, y ello llega a originar en ocasiones la tendencia a un cierto racismo, o favorece la aplicación de ciertas formas de eugenismo, igualmente racistas. También este hecho, que reclama la condena más enérgica, es indicio de una concepción errada y perversa del verdadero desarrollo humano.

26. Este panorama, predominantemente negativo, sobre la situación real del desarrollo en el mundo contemporáneo, no sería completo si no señalara la existencia de aspectos positivos.

El primero es la plena conciencia, en muchísimos hombres y mujeres, de su propia dignidad y de la de cada ser humano. Esta conciencia se expresa, por ejemplo, en una viva preocupación por el respeto de los derechos humanos y en el más decidido rechazo de sus violaciones. De esto es un signo revelador el número de asociaciones privadas, algunas de alcance mundial, de reciente creación, y casi todas comprometidas en seguir con extremo cuidado y loable objetividad los acontecimientos internacionales en un campo tan delicado.

En este sentido hay que reconocer la influencia ejercida por la Declaración de los Derechos Humanos, promulgada hace casi cuarenta años por la Organización de las Naciones Unidas. Su misma existencia y su aceptación progresiva por la comunidad internacional son ya testimonio de una mayor conciencia que se está imponiendo. Lo mismo cabe decir --siempre en el campo de los derechos humanos-- sobre los otros instrumentos jurídicos de la misma Organización de las Naciones Unidas o de otros Organismos internacionales.[47]

La conciencia de la que hablamos no se refiere solamente a los individuos, sino también a las Naciones y a los pueblos, los cuales, como entidades con una determinada identidad cultural, son particularmente sensibles a la conservación, libre gestión y promoción de su precioso patrimonio.

Al mismo tiempo, en este mundo dividido y turbado por toda clase de conflictos, aumenta la convicción de una radical interdependencia, y por consiguiente, de una solidaridad necesaria, que la asuma y traduzca en el plano moral. Hoy quizás más que antes, los hombres se dan cuenta de tener un destino común que construir juntos, si se quiere evitar la catástrofe para todos. Desde el fondo de la angustia, del miedo y de los fenómenos de evasión como la droga, típicos del mundo contemporáneo, emerge la idea de que el bien, al cual estamos llamados todos, y la felicidad a la que aspiramos no se obtienen sin el esfuerzo y el empeño de todos sin excepción, con la consiguiente renuncia al propio egoísmo.

Aquí se inserta también, como signo del respeto por la vida, --no obstante todas las tentaciones por destruirla, desde el aborto a la eutanasia-- la preocupación concomitante por la paz; y, una vez más, se es consciente de que ésta es indivisible: o es de todos, o de nadie. Una paz que exige, cada vez más, el respeto riguroso de la justicia, y, por consiguiente, la distribución equitativa de los frutos del verdadero desarrollo.[48]

Entre las señales positivas del presente, hay que señalar igualmente la mayor conciencia de la limitación de los recursos disponibles, la necesidad de respetar la integridad y los ritmos de la naturaleza y de tenerlos en cuenta en la programación del desarrollo, en lugar de sacrificarlo a ciertas concepciones demagógicas del mismo. Es lo que hoy se llama la preocupación ecológica.

Es justo reconocer también el empeño de gobernantes, políticos, economistas, sindicalistas, hombres de ciencia y funcionarios internacionales --muchos de ellos inspirados por su fe religiosa-- por resolver generosamente con no pocos sacrificios personales, los males del mundo y procurar por todos los medios que un número cada vez mayor de hombres y mujeres disfruten del beneficio de la paz y de una calidad de vida digna de este hombre.

A ello contribuyen en gran medida las grandes Organizaciones internacionales y algunas Organizaciones regionales, cuyos esfuerzos conjuntos permiten intervenciones de mayor eficacia.

Gracias a estas aportaciones, algunos Países del Tercer Mundo, no obstante el peso de numerosos condicionamientos negativos, han logrado alcanzar una cierta autosuficiencia alimentaria, o un grado de industrialización que les permite subsistir dignamente y garantizar fuentes de trabajo a la población activa.

Por consiguiente, no todo es negativo en el mundo contemporáneo --y no podía ser de otra manera-- porque la Providencia del Padre celestial vigila con amor también sobre nuestras preocupaciones diarias (cf. Mt 6, 25-32; 10, 23-31; Lc 12, 6-7; 22, 20); es más, los valores positivos señalados revelan una nueva preocupación moral, sobre todo en orden a los grandes problemas humanos, como son el desarrollo y la paz.

Esta realidad me mueve a reflexionar sobre la verdadera naturaleza del desarrollo de los pueblos, de acuerdo con la Encíclica cuyo aniversario celebramos, y como homenaje a su enseñanza.


IV
EL AUTENTICO DESARROLLO HUMANO

27. La mirada que la Encíclica invita a dar sobre el mundo contemporáneo nos hace constatar, ante todo, que el desarrollo no es un proceso rectilíneo, casi automático y de por sí ilimitado, como si, en ciertas condiciones, el género humano marchara seguro hacia una especie de perfección indefinida.[49] Esta concepción --unida a una noción de «progreso» de connotaciones filosóficas de tipo iluminista, más bien que a la de «desarrollo»,[50] usada en sentido específicamente económico-social-- parece puesta ahora seriamente en duda, sobre todo después de la trágica experiencia de las dos guerras mundiales, de la destrucción planeada y en parte realizada de poblaciones enteras y del peligro atómico que amenaza. A un ingenuo optimismo mecanicista le reemplaza una fundada inquietud por el destino de la humanidad.

28. Pero al mismo tiempo ha entrado en crisis la misma concepción «económica» o « economicista» vinculada a la palabra desarrollo. En efecto, hoy se comprende mejor que la mera acumulación de bienes y servicios, incluso en favor de una mayoría, no basta para proporcionar la felicidad humana. Ni, por consiguiente, la disponibilidad de múltiples beneficios reales, aportados en los tiempos recientes por la ciencia y la técnica, incluida la informática, traen consigo la liberación de cualquier forma de esclavitud. Al contrario, la experiencia de los últimos años demuestra que si toda esta considerable masa de recursos y potencialidades, puestas a disposición del hombre, no es regida por un objetivo moral y por una orientación que vaya dirigida al verdadero bien del género humano, se vuelve fácilmente contra él para oprimirlo.

Debería ser altamente instructiva una constatación desconcertante de este período más reciente: junto a las miserias del subdesarrollo, que son intolerables, nos encontramos con una especie de superdesarrollo, igualmente inaceptable porque, como el primero, es contrario al bien y a la felicidad auténtica. En efecto, este superdesarrollo, consistente en la excesiva disponibilidad de toda clase de bienes materiales para algunas categorías sociales, fácilmente hace a los hombres esclavos de la «posesión» y del goce inmediato, sin otro horizonte que la multiplicación o la continua sustitución de los objetos que se poseen por otros todavía más perfectos. Es la llamada civilización del «consumo» o consumismo, que comporta tantos «desechos» o «basuras». Un objeto poseído, y ya superado por otro más perfecto, es descartado simplemente, sin tener en cuenta su posible valor permanente para uno mismo o para otro ser humano más pobre.

Todos somos testigos de los tristes efectos de esta ciega sumisión al mero consumo: en primer término, una forma de materialismo craso, y al mismo tiempo una radical insatisfacción, porque se comprende rápidamente que, --si no se está prevenido contra la inundación de mensajes publicitarios y la oferta incesante y tentadora de productos-- cuanto más se posee más se desea, mientras las aspiraciones más profundas quedan sin satisfacer, y quizás incluso sofocadas.

La Encíclica del Papa Pablo VI señalaba esta diferencia, hoy tan frecuentemente acentuada, entre el «tener» y el «ser»,[51] que el Concilio Vaticano II había expresado con palabras precisas.[52] «Tener» objetos y bienes no perfecciona de por sí al sujeto, si no contribuye a la maduración y enriquecimiento de su «ser», es decir, a la realización de la vocación humana como tal.

Ciertamente, la diferencia entre «ser» y «tener», y el peligro inherente a una mera multiplicación o sustitución de cosas poseídas respecto al valor del «ser», no debe transformarse necesariamente en una antinomia. Una de las mayores injusticias del mundo contemporáneo consiste precisamente en esto: en que son relativamente pocos los que poseen mucho, y muchos los que no poseen casi nada. Es la injusticia de la mala distribución de los bienes y servicios destinados originariamente a todos.

Este es pues el cuadro: están aquéllos --los pocos que poseen mucho-- que no llegan verdaderamente a «ser», porque, por una inversión de la jerarquía de los valores, se encuentran impedidos por el culto del «tener»; y están los otros --los muchos que poseen poco o nada-- los cuales no consiguen realizar su vocación humana fundamental al carecer de los bienes indispensables.

El mal no consiste en el «tener» como tal, sino en el poseer que no respeta la calidad y la ordenada jerarquía de los bienes que se tienen. Calidad y jerarquía que derivan de la subordinación de los bienes y de su disponibilidad al «ser» del hombre y a su verdadera vocación.

Con esto se demuestra que si el desarrollo tiene una necesaria dimensión económica, puesto que debe procurar al mayor número posible de habitantes del mundo la disponibilidad de bienes indispensables para «ser», sin embargo no se agota con esta dimensión. En cambio, si se limita a ésta, el desarrollo se vuelve contra aquéllos mismos a quienes se desea beneficiar.

Las características de un desarrollo pleno, «más humano», el cual --sin negar las necesidades económicas-- procure estar a la altura de la auténtica vocación del hombre y de la mujer, han sido descritas por Pablo VI.[53]

29. Por eso, un desarrollo no solamente económico se mide y se orienta según esta realidad y vocación del hombre visto globalmente, es decir, según un propio parámetro interior. Este, ciertamente, necesita de los bienes creados y de los productos de la industria, enriquecida constantemente por el progreso científico y tecnológico. Y la disponibilidad siempre nueva de los bienes materiales, mientras satisface las necesidades, abre nuevos horizontes. El peligro del abuso consumístico y de la aparición de necesidades artificiales, de ninguna manera deben impedir la estima y utilización de los nuevos bienes y recursos puestos a nuestra disposición. Al contrario, en ello debemos ver un don de Dios y una respuesta a la vocación del hombre, que se realiza plenamente en Cristo.

Mas para alcanzar el verdadero desarrollo es necesario no perder de vista dicho parámetro, que está en la naturaleza específica del hombre, creado por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gén 1, 26). Naturaleza corporal y espiritual, simbolizada en el segundo relato de la creación por dos elementos: la tierra, con la que Dios modela al hombre, y el hálito de vida infundido en su rostro (cf. Gén 2, 7).

El hombre tiene así una cierta afinidad con las demás creaturas: está llamado a utilizarlas, a ocuparse de ellas y --siempre según la narración del Génesis (2, 15)-- es colocado en el jardín para cultivarlo y custodiarlo, por encima de todos los demás seres puestos por Dios bajo su dominio (cf. ibid. 1, 15 s.). Pero al mismo tiempo, el hombre debe someterse a la voluntad de Dios, que le pone límites en el uso y dominio de las cosas (cf. ibid. 2, 16 s.), a la par que le promete la inmortalidad (cf. ibid. 2, 9; Sab 2, 23). El hombre, pues, al ser imagen de Dios, tiene una verdadera afinidad con El. Según esta enseñanza, el desarrollo no puede consistir solamente en el uso, dominio y posesión indiscriminada de las cosas creadas y de los productos de la industria humana, sino más bien en subordinar la posesión, el dominio y el uso a la semejanza divina del hombre y a su vocación a la inmortalidad. Esta es la realidad trascendente del ser humano, la cual desde el principio aparece participada por una pareja, hombre y mujer (cf. Gén 1, 27), y es por consiguiente fundamentalmente social.

30. Según la Sagrada Escritura, pues, la noción de desarrollo no es solamente «laica» o «profana», sino que aparece también, aunque con una fuerte acentuación socioeconómica, como la expresión moderna de una dimensión esencial de la vocación del hombre. En efecto, el hombre no ha sido creado, por así decir, inmóvil y estático. La primera presentación que de él ofrece la Biblia, lo describe ciertamente como creatura y como imagen, determinada en su realidad profunda por el origen y el parentesco que lo constituye. Pero esto mismo pone en el ser humano, hombre y mujer, el germen y la exigencia de una tarea originaria a realizar, cada uno por separado y también como pareja. La tarea es «dominar» las demás creaturas, «cultivar el jardín»; pero hay que hacerlo en el marco de obediencia a la ley divina y, por consiguiente, en el respeto de la imagen recibida, fundamento claro del poder de dominio, concedido en orden a su perfeccionamiento (cf. Gén 1, 26-30; 2, 15 s.; Sab 9, 2 s.).

Cuando el hombre desobedece a Dios y se niega a someterse a su potestad, entonces la naturaleza se le rebela y ya no le reconoce como señor, porque ha empañado en sí mismo la imagen divina. La llamada a poseer y usar lo creado permanece siempre válida, pero después del pecado su ejercicio será arduo y lleno de sufrimientos (cf. Gén 3, 17-19).

En efecto, el capítulo siguiente del Génesis nos presenta la descendencia de Caín, la cual construye una ciudad, se dedica a la ganadería, a las artes (la música) y a la técnica (la metalurgia), y al mismo tiempo se empezó a «invocar el nombre del Señor» (cf. ibid. 4, 17-26).

La historia del género humano, descrita en la Sagrada Escritura, incluso después de la caída en el pecado, es una historia de continuas realizaciones que, aunque puestas siempre en crisis y en peligro por el pecado, se repiten, enriquecen y se difunden como respuesta a la vocación divina señalada desde el principio al hombre y a la mujer (cf. Gén 1, 26-28) y grabada en la imagen recibida por ellos.

Es lógico concluir, al menos para quienes creen en la Palabra de Dios, que el « desarrollo» actual debe ser considerado como un momento de la historia iniciada en la creación y constantemente puesta en peligro por la infidelidad a la voluntad del Creador, sobre todo por la tentación de la idolatría, pero que corresponde fundamentalmente a las premisas iniciales. Quien quisiera renunciar a la tarea, difícil pero exaltante, de elevar la suerte de todo el hombre y de todos los hombre, bajo el pretexto del peso de la lucha y del esfuerzo incesante de superación, o incluso por la experiencia de la derrota y del retorno al punto de partida, faltaría a la voluntad de Dios Creador. Bajo este aspecto en la Encíclica Laborem exercens me he referido a la vocación del hombre al trabajo, para subrayar el concepto de que siempre es él el protagonista del desarrollo.[54]

Más aún, el mismo Señor Jesús, en la parábola de los talentos pone de relieve el trato severo reservado al que osó esconder el talento recibido: «Siervo malo y perezoso, sabías que yo cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí... Quitadle, por tanto, su talento y dádselo al que tiene los diez talentos» (Mt 25, 26-28). A nosotros, que recibimos los dones de Dios para hacerlos fructificar, nos toca «sembrar» y «recoger». Si no lo hacemos, se nos quitará incluso lo que tenemos.

Meditar sobre estas severas palabras nos ayudará a comprometernos más resueltamente en el deber, hoy urgente para todos, de cooperar en el desarrollo pleno de los demás: «desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres».[55]

31. La fe en Cristo Redentor, mientras ilumina interiormente la naturaleza del desarrollo, guía también en la tarea de colaboración. En la Carta de San Pablo a los Colosenses leemos que Cristo es «el primogénito de toda la creación» y que «todo fue creado por él y para él» (1, 15-16). En efecto, «todo tiene en él su consistencia» porque «Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud y reconciliar por él y para él todas las cosas». (Ibid., 1, 20).

En este plan divino, que comienza desde la eternidad en Cristo, «Imagen» perfecta del Padre, y culmina en él, «Primogénito de entre los muertos» (Ibid., 1, 15. 18), se inserta nuestra historia, marcada por nuestro esfuerzo personal y colectivo por elevar la condición humana, vencer los obstáculos que surgen siempre en nuestro camino, disponiéndonos así a participar en la plenitud que «reside en el Señor» y que la comunica «a su Cuerpo, la Iglesia» (Ibid., 1, 18; cf. Ef 1, 22-23), mientras el pecado, que siempre nos acecha y compromete nuestras realizaciones humanas, es vencido y rescatado por la «reconciliación » obrada por Cristo (cf. Col 1, 20).

Aquí se abren las perspectivas. El sueño de un «progreso indefinido» se verifica, transformado radicalmente por la nueva óptica que abre la fe cristiana, asegurándonos que este progreso es posible solamente porque Dios Padre ha decidido desde el principio hacer al hombre partícipe de su gloria en Jesucristo resucitado, porque «en él tenemos por medio de su sangre el perdón de los delitos» (Ef 1, 7), y en él ha querido vencer al pecado y hacerlo servir para nuestro bien más grande,[56] que supera infinitamente lo que el progreso podría realizar.

Podemos decir, pues, --mientras nos debatimos en medio de las oscuridades y carencias del subdesarrollo y del superdesarrollo-- que un día, cuando a este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad» (1 Cor 15, 54), cuando el Señor «entregue a Dios Padre el Reino» (Ibid., 15, 24), todas las obras y acciones, dignas del hombre, serán rescatadas.

Además, esta concepción de la fe explica claramente por qué la Iglesia se preocupa de la problemática del desarrollo, lo considera un deber de su ministerio pastoral, y ayuda a todos a reflexionar sobre la naturaleza y las características del auténtico desarrollo humano. Al hacerlo, desea por una parte, servir al plan divino que ordena todas las cosas hacia la plenitud que reside en Cristo (cf. Col 1, 19) y que él comunicó a su Cuerpo, y por otra, responde a la vocación fundamental de «sacramento; o sea, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano».[57]

Algunos Padres de la Iglesia se han inspirado en esta visión para elaborar, de forma original, su concepción del sentido de la historia y del trabajo humano, como encaminado a un fin que lo supera y definido siempre por su relación con la obra de Cristo. En otras palabras, es posible encontrar en la enseñanza patrística una visión optimista de la historia y del trabajo, o sea, del valor perenne de las auténticas realizaciones humanas, en cuanto rescatadas por Cristo y destinadas al Reino prometido.[58] Así, pertenece a la enseñanza y a la praxis más antigua de la Iglesia la convicción de que ella misma, sus ministros y cada uno de sus miembros, están llamados a aliviar la miseria de los que sufren cerca o lejos, no sólo con lo «superfluo», sino con lo «necesario». Ante los casos de necesidad, no se debe dar preferencia a los adornos superfluos de los templos y a los objetos preciosos del culto divino; al contrario, podría ser obligatorio enajenar estos bienes para dar pan, bebida, vestido y casa a quien carece de ello.[59] Como ya se ha dicho, se nos presenta aquí una « jerarquía de valores» --en el marco del derecho de propiedad-- entre el «tener» y el «ser », sobre todo cuando el «tener» de algunos puede ser a expensas del «ser» de tantos otros.

El Papa Pablo VI, en su Encíclica, sigue esta enseñanza, inspirándose en la Constitución pastoral Gaudium et spes.[60] Por mi parte, deseo insistir también sobre su gravedad y urgencia, pidiendo al Señor fuerza para todos los cristianos a fin de poder pasar fielmente a su aplicación práctica.

32. La obligación de empeñarse por el desarrollo de los pueblos no es un deber solamente individual, ni mucho menos individualista, como si se pudiera conseguir con los esfuerzos aislados de cada uno. Es un imperativo para todos y cada uno de los hombres y mujeres, para las sociedades y las naciones, en particular para la Iglesia católica y para las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, con las que estamos plenamente dispuestos a colaborar en este campo. En este sentido, así como nosotros los católicos invitamos a los hermanos separados a participar en nuestras iniciativas, del mismo modo nos declaramos dispuestos a colaborar en las suyas, aceptando las invitaciones que nos han dirigido. En esta búsqueda del desarrollo integral del hombre podemos hacer mucho también con los creyentes de las otras religiones, como en realidad ya se está haciendo en diversos lugares. En efecto, la cooperación al desarrollo de todo el hombre y de cada hombre es un deber de todos para con todos y, al mismo tiempo, debe ser común a las cuatro partes del mundo: Este y Oeste, Norte y Sur; o, a los diversos «mundos», como suele decirse hoy. De lo contrario, si trata de realizarlo en una sola parte, o en un solo mundo, se hace a expensas de los otros; y allí donde comienza, se hipertrofia y se pervierte al no tener en cuenta a los demás. Los pueblos y las Naciones también tienen derecho a su desarrollo pleno, que, si bien implica --como se ha dicho-- los aspectos económicos y sociales, debe comprender también su identidad cultural y la apertura a lo trascendente. Ni siquiera la necesidad del desarrollo puede tomarse como pretexto para imponer a los demás el propio modo de vivir o la propia fe religiosa.

33. No sería verdaderamente digno del hombre un tipo de desarrollo que no respetara y promoviera los derechos humanos, personales y sociales, económicos y políticos, incluidos los derechos de las Naciones y de los pueblos.

Hoy, quizá más que antes, se percibe con mayor claridad la contradicción intrínseca de un desarrollo que fuera solamente económico. Este subordina fácilmente la persona humana y sus necesidades más profundas a las exigencias de la planificación económica o de la ganancia exclusiva.

La conexión intrínseca entre desarrollo auténtico y respeto de los derechos del hombre, demuestra una vez más su carácter moral: la verdadera elevación del hombre, conforme a la vocación natural e histórica de cada uno, no se alcanza explotando solamente la abundancia de bienes y servicios, o disponiendo de infraestructuras perfectas.

Cuando los individuos y las comunidades no ven rigurosamente respetadas las exigencias morales, culturales y espirituales fundadas sobre la dignidad de la persona y sobre la identidad propia de cada comunidad, comenzando por la familia y las sociedades religiosas, todo lo demás --disponibilidad de bienes, abundancia de recursos técnicos aplicados a la vida diaria, un cierto nivel de bienestar material-- resultará insatisfactorio y, a la larga, despreciable. Lo dice claramente el Señor en el Evangelio, llamando la atención de todos sobre la verdadera jerarquía de valores: «¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?» (Mt 16, 26).

El verdadero desarrollo, según las exigencias propias del ser humano, hombre o mujer, niño, adulto o anciano, implica sobre todo por parte de cuantos intervienen activamente en ese proceso y son sus responsables, una viva conciencia del valor de los derechos de todos y de cada uno, así como de la necesidad de respetar el derecho de cada uno a la utilización plena de los beneficios ofrecidos por la ciencia y la técnica. En el orden interno de cada Nación, es muy importante que sean respetados todos los derechos: especialmente el derecho a la vida en todas las fases de la existencia; los derechos de la familia, como comunidad social básica o «célula de la sociedad»; la justicia en las relaciones laborales; los derechos concernientes a la vida de la comunidad política en cuanto tal, así como los basados en la vocación trascendente del ser humano, empezando por el derecho a la libertad de profesar y practicar el propio credo religioso.

En el orden internacional, o sea, en las relaciones entre los Estados o, según el lenguaje corriente, entre los diversos «mundos», es necesario el pleno respeto de la identidad de cada pueblo, con sus características históricas y culturales. Es indispensable además, como ya pedía la Encíclica Populorum progressio que se reconozca a cada pueblo igual derecho a «sentarse a la mesa del banquete común»,[61] en lugar de yacer a la puerta como Lázaro, mientras «los perros vienen y lamen las llagas» (cf. Lc 16, 21). Tanto los pueblos como las personas individualmente deben disfrutar de una igualdad fundamental [62] sobre la que se basa, por ejemplo, la Carta de la Organización de las Naciones Unidas: igualdad que es el fundamento del derecho de todos a la participación en el proceso de desarrollo pleno. Para ser tal, el desarrollo debe realizarse en el marco de la solidaridad y de la libertad, sin sacrificar nunca la una a la otra bajo ningún pretexto. El carácter moral del desarrollo y la necesidad de promoverlo son exaltados cuando se respetan rigurosamente todas las exigencias derivadas del orden de la verdad y del bien propios de la creatura humana. El cristiano, además, educado a ver en el hombre la imagen de Dios, llamado a la participación de la verdad y del bien que es Dios mismo, no comprende un empeño por el desarrollo y su realización sin la observancia y el respeto de la dignidad única de esta « imagen». En otras palabras, el verdadero desarrollo debe fundarse en el amor a Dios y al prójimo, y favorecer las relaciones entre los individuos y las sociedades. Esta es la « civilización del amor», de la que hablaba con frecuencia el Papa Pablo VI.

34. El carácter moral del desarrollo no puede prescindir tampoco del respeto por los seres que constituyen la naturaleza visible y que los griegos, aludiendo precisamente al orden que lo distingue, llamaban el «cosmos». Estas realidades exigen también respeto, en virtud de una triple consideración que merece atenta reflexión.

La primera consiste en la conveniencia de tomar mayor conciencia de que no se pueden utilizar impunemente las diversas categorías de seres, vivos o inanimados --animales, plantas, elementos naturales-- como mejor apetezca, según las propias exigencias económicas. Al contrario, conviene tener en cuenta la naturaleza de cada ser y su mutua conexión en un sistema ordenado, que es precisamente el cosmos.

La segunda consideración se funda, en cambio, en la convicción, cada vez mayor también de la limitación de los recursos naturales, algunos de los cuales no son, como suele decirse, renovables. Usarlos como si fueran inagotables, con dominio absoluto, pone seriamente en peligro su futura disponibilidad, no sólo para la generación presente, sino sobre todo para las futuras.

La tercera consideración se refiere directamente a las consecuencias de un cierto tipo de desarrollo sobre la calidad de la vida en las zonas industrializadas. Todos sabemos que el resultado directo o indirecto de la industrialización es, cada vez más, la contaminación del ambiente, con graves consecuencias para la salud de la población.

Una vez más, es evidente que el desarrollo, así como la voluntad de planificación que lo dirige, el uso de los recursos y el modo de utilizarlos no están exentos de respetar las exigencias morales. Una de éstas impone sin duda límites al uso de la naturaleza visible. El dominio confiado al hombre por el Creador no es un poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de «usar y abusar», o de disponer de las cosas como mejor parezca. La limitación impuesta por el mismo Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la prohibición de «comer del fruto del árbol» (cf. Gén 2, 16 s.), muestra claramente que, ante la naturaleza visible, estamos sometidos a leyes no sólo biológicas sino también morales, cuya transgresión no queda impune. Una justa concepción del desarrollo no puede prescindir de estas consideraciones --relativas al uso de los elementos de la naturaleza, a la renovabilidad de los recursos y a las consecuencias de una industrialización desordenada--, las cuales ponen ante nuestra conciencia la dimensión moral, que debe distinguir el desarrollo.[63]


30 Las décadas se refieren a los años 1960-1970 y 1970-1980; ahora estamos en la tercera década (1980-1990).

31 La expresión «Cuarto Mundo» se emplea no sólo circunstancialmente para los llamados Países menos avanzados (PMA), sino también y sobre todo para las zonas de grande o extrema pobreza de los Países de media o alta renta.

32 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,1.

33 Cf. Carta Encíc. Populorum Progressio, 33: l.c., p. 273.

34 Como es sabido, la Santa Sede ha querido asociarse a la celebración de este Año internacional con un documento especial de la Pontif. Com. «Iustitia et Pax», ¿Qué has hecho tu de tu hermano sin techo? La Iglesia ante la crisis de la vivienda (27 de diciembre de 1987).

35 Cf. Pablo VI, Carta Apost. Octogesima Adveniens, (14 de mayo de 1971), 8-9: AAS 63 (1971), pp. 406-408.

36 El reciente Etude sur l'Economie mondiale 1987, publido por las Naciones Unidas, contiene los últimos datos al respecto (cf. pp. 8-9). El índice de los desocupados en los Países desarrollados con economía de mercado ha pasado del 3% de la fuerza laboral en el año 1970 al 8% en el año 1986. En la actualidad llegan a los 29 millones.

37 Carta Encíc. Laborem exercens (14 de septiembre de 1981), 18: AAS 73 (1981), pp.624-625.

38 Al servicio de la comunidad humana: una consideración ética de la deuda internacional (27 de diciembre de1986).

39 Carta Encíc. Populorum Progressio, 54: l.c., pp 283s.: «Los Países en vía de desarrollo no correrán en adelante el riesgo de estar abrumados de deudas, cuya satisfacción absorbe la mayor parte de sus beneficios. Las tasas de interés y a duración de los préstamos deberán disponerse de mandra soportable para los unos y los otros, equilibrando las ayudas gratuitas, los préstamos sin interés mínimo y la duración las amortizaciones».

40 Cf. «Presentación» del Documento: Al servicio de la deuda internacional (27 de diciembre de 1986).

41 Cf. Carta Encíc. Populorum Progressio, 53: l.c., p 283.

42 Al servicio de la Comunidad humana: una consideración ética de la deuda internacional (27 de diciembre de 1986), III.2.1.

43 Cf. Carta Encíc.Populorum Progressio, 20-21: l.c., pp. 267 s.

44 Homilía en Drogheda, Irlanda (29 de septiembre de 1979), 5: AAS 71 (1979), II, p. 1079.

45 Cf. Carta Encíc. Populorum Progressio, 37: l.c., pp. 275 s.

46 Cf. Exhort. Apost. Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), especialmente en el n. 30: AAS 74 (1982), pp. 115-117.

47 Cf. Droits de l'homme. Recueil d'instruments internationaux, Nations Unies, New York 1983. Juan Pablo II, Carta Encíc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 17: AAS 7 (1979), p. 296.

48 Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. past. Gaudiutn et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 78; Pablo VI, Carta Encíc Populorum Progressio, 76: l.c., pp. 294 s.: «Combatir la miseria y luchar contra la injusticia es promover, a la par que el mayor bienestar, el progreso humano y espiritual de todos, y, por consiguiente, el bien común de la humanidad. La paz.... se construye día a día en la instauración de un orden querido por Dios, que comporta una justicia más perfecta entre los hombres».

49 Cf. Exhort. Apost. Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), 6: AAS 74 (1982), p. 88: «la historia no es simplemente un progreso necesario hacia lo mejor, sino más bien un acontecimiento de liberad, más aún, un combate entre libertades».

50 Por este motivo se ha preferido usar en el texto de esta Encíclica la palabra «desarrollo» en vez de la palabra «progreso», pero procurando dar a la palabra «desarrollo» el sentido más pleno.

51 Carta Encíc. Populorum Progressio, 19: l.c., pp. 266 s.: «El tener más, lo mismo para los pueblos que para las personas, no es el último fin. Todo crecimiento es ambivalente. La búsqueda exclusiva del poseer se convierte en un obstáculo para el crecimiento del ser y se opone a su verdadera grandeza; para las naciones como para las personas, la avaricia es la forma más evidente de un subdesarrollo moral»; cf. también Pablo VI, Carta Apost. Octogesima adveniens (14 de mayo de 1971), 9: AAS 63 (1971), pp. 407 s.

52 Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 35; Pablo VI, Alocución al Cuerpo Diplomático (7 de enero de 1965): AAS 57 (1965), p. 232.

53 Cf. Carta Encíc. Populorum Progressio, 20-21: l.c, pp. 267 s.

54 Cf. Carta Encíc. Laborem exercens (14 de septiembre de 1981), 4: AAS, 73 (1981), pp. 584 s.; Pablo VI, Carta Encíc. Populorum Progressio, 15: l.c., p. 265.

55 Carta Encíc. Populorum Progressio, 42: l.c., p 278.

56 Cf. Praeconium Paschale, Missale Romanum, ed typ. altera 1975, p. 272: «Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz culpa que mereció tal Redentor!».

57 Conc. Ecum. Vatic. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.

58 Cf. por ejemplo, S. Basilio el Grande, Regulae fusius tractatae interrogatio, XXXVII, 1-2: PG 31, 1009-l012; Teodoreto de Ciro, De Providentia, Oratio VII: PG 83, 665-686; S. Agustín, De Civitate Dei, XIX, 17: CCL 48, 683-685.

59 Cf. por ejemplo, S. Juan Crisóstomo, In Evang. S. Matthaei, hom. 50, 3-4: PG 58, 508-510; S. Ambrosio, De Officis Ministrorum, lib. II, XXVIII, 136-140: PL 16, 139-141; Possidio, Vita S. Augustini Episcopi, XXIV: PL 32, 53 s.

60 Carta Encíc. Populorum Progressio, 23: l.c., p. 268: «`Si alguno tiene bienes de este mundo y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra las entrañas, ¿cómo es posible que resida en él el amor de Dios?' (1 Jn 3, 17). Sabido es con qué firmeza los Padres de la Iglesia han precisado cuál debe ser la actitud de los que poseen respecto a los que se encuentran en necesidad». En el número anterior, el Papa habia citado el n. 69 de la Const. past. Gaudium et spes del Concilio Ecuménico Vaticano II.

61 Cf. Carta Encíc. Populorum Progressio, 47: l.c., p. 280: «... un mundo donde la libertad no sea una palabra vana y donde el pobre Lázaro pueda sentarse a la misma mesa que el rico».

62 Cf. Ibid., 47: l.c., p. 280: «Se trata de construir un donde todo hombre, sin excepcion de raza, religión o nacionalidad, pueda vivir una vida plenamente humana, emancipado de las servidumbres que le vienen de la parte de los hombres ...», cf. también Conc. Ecum. Vatic. II, Const. past Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 29. Esta igualdad fundamental es uno de los motivos básicos por los que la Iglesia se ha opuesto siempre a toda forma de racismo.

63 Cf. Homilía en Val Visdende (12 de julio de 1987), 5: L'Osservatore Romano, edic. en lengua española, 19 de julio de 1987; Pablo VI, Carta Apost. Octogesima adveniens (14 de mayo de 1971), 21: AAS 63 (1971), pp. 416 s.