REDEMPTORIS MISSIO
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
SOBRE LA MISIÓN DEL REDENTOR
CAPÍTULO IV
LOS INMENSOS HORIZONTES DE LA
MISIÓN AD GENTES
31. El Señor Jesús
envió a sus Apóstoles a todas las personas y pueblos, y a todos los lugares de la
tierra. Por medio de los Apóstoles la Iglesia recibió una misión universal, que no
conoce confines y concierne a la salvación en toda su integridad, de conformidad con la
plenitud de vida que Cristo vino a traer (cf. Jn 10,10); ha sido enviada «para manifestar
y comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y pueblos».[49]
Esta misión es única,
al tener el mismo origen y finalidad; pero en el interior de la Iglesia hay tareas y
actividades diversas. Ante todo, se da la actividad misionera que vamos a llamar misión
ad gentes, con referencia al Decreto conciliar: se trata de una actividad primaria de la
Iglesia, esencial y nunca concluida. En efecto, la Iglesia «no puede sustraerse a la
perenne misión de llevar el Evangelio a cuantos --y son millones de hombres y mujeres--
no conocen todavía a Cristo Redentor del hombre. Esta es la responsabilidad más
específicamente misionera que Jesús ha confiado y diariamente vuelve a confiar a su
Iglesia».[50]
Un marco religioso,
complejo y en movimiento
32. Hoy nos encontramos
ante una situación religiosa bastante diversificada y cambiante; los pueblos están en
movimiento; realidades sociales y religiosas, que tiempo atrás eran claras y definidas,
hoy día se transforman en situaciones complejas. Baste pensar en algunos fenómenos, como
el urbanismo, las migraciones masivas, el movimiento de prófugos, la descristianización
de países de antigua cristiandad, el influjo pujante del Evangelio y de sus valores en
naciones de grandísima mayoría no cristiana, el pulular de mesianismos y sectas
religiosas. Es un trastocamiento tal de situaciones religiosas y sociales, que resulta
difícil aplicar concretamente determinadas distinciones y categorías eclesiales a las
que ya estábamos acostumbrados. Antes del Concilio ya se decía de algunas metrópolis o
tierras cristianas que se habían convertido en «países de misión»; ciertamente la
situación no ha mejorado en los años sucesivos.
Por otra parte, la
actividad misionera ha dado ya abundantes frutos en todas las partes del mundo, debido a
lo cual hay ya Iglesias establecidas, a veces tan sólidas y maduras que proveen
adecuadamente a las necesidades de las propias comunidades y envían también personal
para la evangelización a otras Iglesias y territorios. Surge de aquí el contraste con
áreas de antigua cristiandad, que es necesario reevangelizar. Tanto es así que algunos
se preguntan si aún se puede hablar de actividad misionera específica o de ámbitos
precisos de la misma, o más bien se debe admitir que existe una situación misionera
única, no habiendo en consecuencia más que una sola misión, igual por todas partes. La
dificultad de interpretar esta realidad compleja y mudable respecto al mandato de
evangelización, se manifiesta ya en el mismo «vocabulario misionero»; por ejemplo,
existe una cierta duda en usar los términos «misiones» y «misioneros», por
considerarlos superados y cargados de resonancias históricas negativas. Se prefiere
emplear el substantivo «misión» en singular y el adjetivo «misionero», para calificar
toda actividad de la Iglesia.
Tal entorpecimiento
esta indicando un cambio real que tiene aspectos positivos. La llamada vuelta o
«repatriación» de las misiones a la misión de la Iglesia, la confluencia de la
misionología en la eclesiología y la inserción de ambas en el designio trinitario de
salvación, han dado un nuevo respiro a la misma actividad misionera, concebida no ya como
una tarea al margen de la Iglesia, sino inserta en el centro de su vida, como compromiso
básico de todo el Pueblo de Dios. Hay que precaverse, sin embargo, contra el riesgo de
igualar situaciones muy distintas y de reducir, si no hacer desaparecer, la misión y los
misioneros ad gentes. Afirmar que toda la Iglesia es misionera no excluye que haya una
específica misión ad gentes; al igual que decir que todos los católicos deben ser
misioneros, no excluye que haya «misioneros ad gentes y de por vida», por vocación
específica.
La misión «ad
gentes» conserva su valor
33. Las diferencias en
cuanto a la actividad dentro de esta misión de la Iglesia, nacen no de razones
intrínsecas a la misión misma, sino de las diversas circunstancias en las que ésta se
desarrolla.[51] Mirando al mundo actual, desde el punto de vista de la evangelización, se
pueden distinguir tres situaciones.
En primer lugar,
aquella a la cual se dirige la actividad misionera de la Iglesia: pueblos, grupos humanos,
contextos socioculturales donde Cristo y su Evangelio no son conocidos, o donde faltan
comunidades cristianas suficientemente maduras como para poder encarnar la fe en el propio
ambiente y anunciarla a otros grupos. Esta es propiamente la misión ad gentes.52
Hay también
comunidades cristianas con estructuras eclesiales adecuadas y sólidas; tienen un gran
fervor de fe y de vida; irradian el testimonio del Evangelio en su ambiente y sienten el
compromiso de la misión universal. En ellas se desarrolla la actividad o atención
pastoral de la Iglesia.
Se da, por último, una
situación intermedia, especialmente en los países de antigua cristiandad, pero a veces
también en las Iglesias más jóvenes, donde grupos enteros de bautizados han perdido el
sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando
una existencia alejada de Cristo y de su Evangelio. En este caso es necesaria una «nueva
evangelización» o «reevangelización».
34. La actividad
misionera específica, o misión ad gentes, tiene como destinatarios «a los pueblos o
grupos humanos que todavía no creen en Cristo», «a los que están alejados de Cristo»,
entre los cuales la Iglesia «no ha arraigado todavía»,[53] y cuya cultura no ha sido
influenciada aún por el Evangelio.[54] Esta actividad se distingue de las demás
actividades eclesiales, porque se dirige a grupos y ambientes no cristianos, debido a la
ausencia o insuficiencia del anuncio evangélico y de la presencia eclesial. Por tanto, se
caracteriza como tarea de anunciar a Cristo y a su Evangelio, de edificación de la
Iglesia local, de promoción de los valores del Reino. La peculiaridad de esta misión ad
gentes está en el hecho de que se dirige a los «no cristianos». Por tanto, hay que
evitar que esta «responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha confiado y
diariamente vuelve a confiar a su Iglesia»,[55] se vuelva una flaca realidad dentro de la
misión global del Pueblo de Dios y, consiguientemente, descuidada u olvidada.
Por lo demás, no es
fácil definir los confines entre atención pastoral a los fieles, nueva evangelización y
actividad misionera específica, y no es pensable crear entre ellos barreras o recintos
estancados. No obstante, es necesario mantener viva la solicitud por el anuncio y por la
fundación de nuevas Iglesias en los pueblos y grupos humanos donde no existen, porque
ésta es la tarea primordial de la Iglesia, que ha sido enviada a todos los pueblos, hasta
los confines dela tierra. Sin la misión ad gentes, la misma dimensión misionera de la
Iglesia estaría privada de su significado fundamental y de su actuación ejemplar.
Hay que subrayar,
además, una real y creciente interdependencia entre las diversas actividades salvíficas
de la Iglesia: cada una influye en la otra, la estimula y la ayuda. El dinamismo misionero
crea intercambio entre las Iglesias y las orienta hacia el mundo exterior, influyendo
positivamente en todos los sentidos. Las Iglesias de antigua cristiandad, por ejemplo,
ante la dramática tarea de la nueva evangelización, comprenden mejor que no pueden ser
misioneras respecto a los no cristianos de otros países o continentes, si antes no se
preocupan seriamente de los no cristianos en su propia casa. La misión ad intra es signo
creíble y estímulo para la misión ad extra, y viceversa.
A todos los pueblos, no
obstante las dificultades
35. La misión ad
gentes tiene ante sí una tarea inmensa que de ningún modo está en vías de extinción.
Al contrario, bien sea bajo el punto de vista numérico por el aumento demográfico, o
bien bajo el punto de vista sociocultural por el surgir de nuevas relaciones,
comunicaciones y cambios de situaciones, parece destinada hacia horizontes todavía más
amplios. La tarea de anunciar a Jesucristo a todos los pueblos se presenta inmensa y
desproporcionada respecto a las fuerzas humanas de la Iglesia.
Las dificultades
parecen insuperables y podrían desanimar, si se tratara de una obra meramente humana. En
algunos países está prohibida la entrada de misioneros; en otros, está prohibida no
sólo la evangelización, sino también la conversión e incluso el culto cristiano. En
otros lugares los obstáculos son de tipo cultural: la transmisión del mensaje
evangélico resulta insignificante o incomprensible, y la conversión está considerada
como un abandono del propio pueblo y cultura.
36. No faltan tampoco
dificultades internas al Pueblo de Dios, las cuales son ciertamente las más dolorosas. Mi
predecesor Pablo VI señalaba, en primer lugar, «la falta de fervor, tanto más grave
cuanto que viene de dentro. Dicha falta de fervor se manifiesta en la fatiga y
desilusión, en la acomodación al ambiente y en el desinterés, y sobre todo en la falta
de alegría y de esperanza».[56] Grandes obstáculos para la actividad misionera de la
Iglesia son también las divisiones pasadas y presentes entre los cristianos,[57] la
descristianización de países cristianos, la disminución de las vocaciones al
apostolado, los antitestimonios de fieles que en su vida no siguen el ejemplo de Cristo.
Pero una de las razones más graves del escaso interés por el compromiso misionero es la
mentalidad indiferentista, ampliamente difundida, por desgracia, incluso entre los
cristianos, enraizada a menudo en concepciones teológicas no correctas y marcada por un
relativismo religioso que termina por pensar que «una religión vale la otra». Podemos
añadir --como decía el mismo Pontífice-- que no faltan tampoco «pretextos que parecen
oponerse a la evangelización. Los más insidiosos son ciertamente aquellos para cuya
justificación se quieren emplear ciertas enseñanzas del Concilio».[58]
A este respecto,
recomiendo vivamente a los teólogos y a los profesionales de la prensa cristiana que
intensifiquen su propio servicio a la misión, para encontrar el sentido profundo de su
importante labor, siguiendo la recta vía del sentire cum Ecclesia.
Las dificultades
internas y externas no deben hacernos pesimistas o inactivos. Lo que cuenta --aquí como
en todo sector de la vida cristiana-- es la confianza que brota de la fe, o sea, de la
certeza de que no somos nosotros los protagonistas de la misión , sino Jesucristo y su
Espíritu. Nosotros únicamente somos colaboradores y, cuando hayamos hecho todo lo que
hemos podido, debemos decir: «Siervos inútiles somos; hemos hecho lo que debíamos
hacer» (Lc 17, 10).
Ámbitos de la misión
«ad gentes»
37. La misión ad
gentes en virtud del mandato universal de Cristo no conoce confines. Sin embargo, se
pueden delinear varios ámbitos en los que se realiza, de modo que se pueda tener una
visión real de la situación.
a) Ámbitos
territoriales. La actividad misionera ha sido definida normalmente en relación con
territorios concretos. El Concilio Vaticano II ha reconocido la dimensión territorial de
la misión ad gentes,[59] que también hoy es importante, en orden a determinar
responsabilidades, competencias y límites geográficos de acción. Es verdad que a una
misión universal debe corresponder una perspectiva universal. En efecto, la Iglesia no
puede aceptar que límites geográficos o dificultades de índole política sean
obstáculo para su presencia misionera. Pero también es verdad que la actividad misionera
ad gentes, al ser diferente de la atención pastoral a los fieles y de la nueva
evangelización de los no practicantes, se ejerce en territorios y entre grupos humanos
bien definidos.
El multiplicarse de las
jóvenes Iglesias en tiempos recientes no debe crear ilusiones. En los territorios
confiados a estas Iglesias, especialmente en Asia, pero también en África, América
Latina y Oceanía, hay vastas zonas sin evangelizar; a pueblos enteros y áreas culturales
de gran importancia en no pocas naciones no ha llegado aún el anuncio evangélico y la
presencia de la Iglesia local.[60] Incluso en países tradicionalmente cristianos hay
regiones confiadas al régimen especial de la misión ad gentes grupos y áreas no
evangelizadas. Se impone pues, incluso en estos países, no sólo una nueva
evangelización sino también, en algunos casos, una primera evangelización.[61]
Las situaciones, con
todo, no son homogéneas. Aun reconociendo que las afirmaciones sobre la responsabilidad
misionera de la Iglesia no son creíbles, si no están respaldadas por un serio esfuerzo
de nueva evangelización en los países de antigua cristiandad, no parece justo equiparar
la situación de un pueblo que no ha conocido nunca a Jesucristo con la de otro que lo ha
conocido, lo ha aceptado y después lo ha rechazado, aunque haya seguido viviendo en una
cultura que ha asimilado en gran parte los principios y valores evangélicos. Con respecto
a la fe, son dos situaciones sustancialmente distintas. De ahí que, el criterio
geográfico, aunque no muy preciso y siempre provisional, sigue siendo válido todavía
para indicar las fronteras hacia las que debe dirigirse la actividad misionera. Hay
países, áreas geográficas y culturales en que faltan comunidades cristianas
autóctonas; en otros lugares éstas son tan pequeñas, que no son un signo claro de la
presencia cristiana; o bien estas comunidades carecen de dinamismo para evangelizar su
sociedad o pertenecen a poblaciones minoritarias, no insertadas en la cultura nacional
dominante. En el Continente asiático, en particular, hacia el que debería orientarse
principalmente la misión ad gentes, los cristianos son una pequeña minoría, por más
que a veces se den movimientos significativos de conversión y modos ejemplares de
presencia cristiana.
b) Mundos y fenómenos
sociales nuevos. Las rápidas y profundas transformaciones que caracterizan el mundo
actual, en particular el Sur, influyen grandemente en el campo misionero: donde antes
existían situaciones humanas y sociales estables, hoy día todo está cambiado.
Piénsese, por ejemplo, en la urbanización y en el incremento masivo de las ciudades,
sobre todo donde es más fuerte la presión demográfica. Ahora mismo, en no pocos
países, más de la mitad de la población vive en algunas megalópolis, donde los
problemas humanos a menudo se agravan incluso por el anonimato en que se ven sumergidas
las masas humanas.
En los tiempos modernos
la actividad misionera se ha desarrollado sobre todo en regiones aisladas, distantes de
los centros civilizados e inaccesibles por la dificultades de comunicación, de lengua y
de clima. Hoy la imagen de la misión ad gentes quizá está cambiando: lugares
privilegiados deberían ser las grandes ciudades, donde surgen nuevas costumbres y modelos
de vida, nuevas formas de cultura, que luego influyen sobre la población. Es verdad que
la «opción por los últimos» debe llevar a no olvidar los grupos humanos más
marginados y aislados, pero también es verdad que no se pueden evangelizar las personas o
los pequeños grupos descuidando, por así decir, los centros donde nace una humanidad
nueva con nuevos modelos de desarrollo. El futuro de las jóvenes naciones se está
formando en las ciudades.
Hablando del futuro no
se puede olvidar a los jóvenes, que en numerosos países representan ya más de la mitad
de la población. ¿Cómo hacer llegar el mensaje de Cristo a los jóvenes no cristianos,
que son el futuro de Continentes enteros? Evidentemente ya no bastan los medios ordinarios
de la pastoral; hacen falta asociaciones e instituciones, grupos y centros apropiados,
iniciativas culturales y sociales para los jóvenes. He ahí un campo en el que los
movimientos eclesiales modernos tienen amplio espacio para trabajar con empeño.
Entre los grandes
cambios del mundo contemporáneo, las migraciones han producido un fenómeno nuevo: los no
cristianos llegan en gran número a los países de antigua cristiandad, creando nuevas
ocasiones de comunicación e intercambios culturales, lo cual exige a la Iglesia la
acogida, el diálogo, la ayuda y, en una palabra, la fraternidad. Entre los emigrantes,
los refugiados ocupan un lugar destacado y merecen la máxima atención. Estos son ya
muchos millones en el mundo y no cesan de aumentar; han huido de condiciones de opresión
política y de miseria inhumana, de carestías y sequías de dimensiones catastróficas.
La Iglesia debe acogerlos en el ámbito de su solicitud apostólica.
Finalmente, se deben
recordar las situaciones de pobreza, a menudo intolerable, que se dan en no pocos países
y que, con frecuencia, son el origen de las migraciones de masa. La comunidad de los
creyentes en Cristo se ve interpelada por estas situaciones inhumanas: el anuncio de
Cristo y del Reino de Dios debe llegar a ser instrumento de rescate humano para estas
poblaciones.
c) Áreas culturales o
areópagos modernos. Pablo, después de haber predicado en numerosos lugares, una vez
llegado a Atenas se dirige al areópago donde anuncia el Evangelio usando un lenguaje
adecuado y comprensible en aquel ambiente (cf. Act 17, 22-31). El areópago representaba
entonces el centro de la cultura del docto pueblo ateniense, y hoy puede ser tomado como
símbolo de los nuevos ambientes donde debe proclamarse el Evangelio.
El primer areópago del
tiempo moderno es el mundo de la comunicación, que está unificando a la humanidad y
transformándola --como suele decirse-- en una «aldea global ». Los medios de
comunicación social han alcanzado tal importancia que para muchos son el principal
instrumento informativo y formativo, de orientación e inspiración para los
comportamientos individuales, familiares y sociales. Las nuevas generaciones, sobre todo,
crecen en un mundo condicionado por estos medios. Quizás se ha descuidado un poco este
areópago: generalmente se privilegian otros instrumentos para el anuncio evangélico y
para la formación cristiana, mientras los medios de comunicación social se dejan a la
iniciativa de individuos o de pequeños grupos, y entran en la programación pastoral
sólo a nivel secundario. El trabajo en estos medios, sin embargo, no tiene solamente el
objetivo de multiplicar el anuncio. Se trata de un hecho más profundo, porque la
evangelización misma de la cultura moderna depende en gran parte de su influjo. No basta,
pues, usarlos para difundir el mensaje cristiano y el Magisterio de la Iglesia, sino que
conviene integrar el mensaje mismo en esta «nueva cultura» creada por la comunicación
moderna. Es un problema complejo, ya que esta cultura nace, aun antes que de los
contenidos, del hecho mismo de que existen nuevos modos de comunicar con nuevos lenguajes,
nuevas técnicas, nuevos comportamientos sicológicos. Mi predecesor Pablo VI decía que:
«la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro
tiempo»;[62] y el campo de la comunicación actual confirma plenamente este juicio.
Existen otros muchos
areópagos del mundo moderno hacia los cuales debe orientarse la actividad misionera de la
Iglesia. Por ejemplo, el compromiso por la paz, el desarrollo y la liberación de los
pueblos; los derechos del hombre y de los pueblos, sobre todo los de las minorías; la
promoción de la mujer y del niño; la salvaguardia de la creación, son otros tantos
sectores que han de ser iluminados con la luz del Evangelio.
Hay que recordar,
además, el vastísimo areópago de la cultura, de la investigación científica, de las
relaciones internacionales que favorecen el diálogo y conducen a nuevos proyectos de
vida. Conviene estar atentos y comprometidos con estas instancias modernas. Los hombres se
sienten como navegantes en el mar tempestuoso de la vida, llamados siempre a una mayor
unidad y solidaridad: las soluciones a los problemas existenciales deben ser estudiadas,
discutidas y experimentadas con la colaboración de todos. Por esto los organismos y
encuentros internacionales se demuestran cada vez más importantes en muchos sectores de
la vida humana, desde la cultura a la política, desde la economía a la investigación.
Los cristianos, que viven y trabajan en esta dimensión internacional, deben recordar
siempre su deber de dar testimonio del Evangelio.
38. Nuestro tiempo es
dramático y al mismo tiempo fascinador. Mientras por un lado los hombres dan la
impresión de ir detrás de la prosperidad material y de sumergirse cada vez más en el
materialismo consumístico, por otro, manifiestan la angustiosa búsqueda de sentido, la
necesidad de interioridad , el deseo de aprender nuevas formas y modos de concentración y
de oración. No sólo en las culturas impregnadas de religiosidad, sino también en las
sociedades secularizadas, se busca la dimensión espiritual de la vida como antídoto a la
deshumanización. Este fenómeno así llamado del «retorno religioso» no carece de
ambigüedad, pero también encierra una invitación. La Iglesia tiene un inmenso
patrimonio espiritual para ofrecer a la humanidad: en Cristo, que se proclama «el Camino,
la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6).Es la vía cristiana para el encuentro con Dios, para la
oración, la ascesis, el descubrimiento del sentido de la vida. También éste es un
areópago que hay que evangelizar.
Fidelidad a Cristo y
promoción de la libertad del hombre
39. Todas las formas de
la actividad misionera están marcadas por la conciencia de promover la libertad del
hombre, anunciándole a Jesucristo. La Iglesia debe ser fiel a Cristo, del cual es el
Cuerpo y continuadora de su misión. Es necesario que ella camine «por el mismo sendero
que Cristo; es decir, por el sendero de la pobreza, la obediencia, el servicio y la
inmolación propia hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su
resurrección».[63] La Iglesia, pues, tiene el deber de hacer todo lo posible para
desarrollar su misión en el mundo y llegar a todos los pueblos; tiene también el derecho
que le ha dado Dios para realizar su plan. La libertad religiosa, a veces todavía
limitada o coartada, es la premisa y la garantía de todas las libertades que aseguran el
bien común de las personas y de los pueblos. Es de desear que la auténtica libertad
religiosa sea concedida a todos en todo lugar; ya con este fin la Iglesia despliega su
labor en los diferentes países, especialmente en los de mayoría católica, donde tiene
un mayor peso. No se trata de un problema de religión de mayoría o de minoría, sino
más bien de un derecho inalienable de toda persona humana.
Por otra parte, la
Iglesia se dirige al hombre en el pleno respeto de su libertad.[64] La misión no coarta
la libertad, sino más bien la favorece. La Iglesia propone, no impone nada: respeta las
personas y las culturas, y se detiene ante el sagrario de la conciencia. A quienes se
oponen con los pretextos más variados a la actividad misionera de la Iglesia; ella va
repitiendo: ¡Abrid las puertas a Cristo!
Me dirijo a todas las
Iglesias particulares, jóvenes y antiguas. El mundo va unificándose cada vez más, el
espíritu evangélico debe llevar a la superación de las barreras culturales y
nacionalísticas, evitando toda cerrazón. Benedicto XV ya amonestaba a los misioneros de
su tiempo a que, si acaso «se olvidaban de la propia dignidad, pensasen en su patria
terrestre más que en la del cielo».[65] La misma amonestación vale hoy para las
Iglesias particulares: ¡Abrid las puertas a los misioneros!, ya que «una Iglesia
particular que se desgajara voluntariamente de la Iglesia universal perdería su
referencia al designio de Dios y se empobrecería en su dimensión eclesial».[66]
Dirigir la atención
hacia el Sur y hacia el Oriente
40. La actividad
misionera representa aún hoy día el mayor desafío para la Iglesia. Mientras se aproxima
el final del segundo milenio de la Redención, es cada vez más evidente que las gentes
que todavía no han recibido el primer anuncio de Cristo son la mayoría de la humanidad.
EL balance de la actividad misionera en los tiempos modernos es ciertamente positivo: la
Iglesia ha sido fundada en todos los Continentes; es más, hoy la mayoría de los fieles y
de las Iglesias particulares ya no están en la vieja Europa sino en los Continentes que
los misioneros han abierto a la fe.
Sin embargo, se da el
caso de que «los confines de la tierra», a los que debe llegar el Evangelio, se alejan
cada vez más, y la sentencia de Tertuliano, según la cual «el Evangelio ha sido
anunciado en toda la tierra y a todos los pueblos» [67] está muy lejos de su
realización concreta: la misión ad gentes está todavía en los comienzos. Nuevos
pueblos comparecen en la escena mundial y también ellos tienen el derecho a recibir el
anuncio de la salvación. El crecimiento demográfico del Sur y de Oriente, en países no
cristianos, hace aumentar continuamente el número de personas que ignoran la redención
de Cristo.
Hay que dirigir, pues,
la atención misionera hacia aquellas áreas geográficas y aquellos ambientes culturales
que han quedado fuera del influjo evangélico. Todos los creyentes en Cristo deben sentir
como parte integrante de su fe la solicitud apostólica de transmitir a otros su alegría
y su luz. Esta solicitud debe convertirse, por así decirlo, en hambre y sed de dar a
conocer al Señor, cuando se mira abiertamente hacia los inmensos horizontes del mundo no
cristiano.
49 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad
misionera de la Iglesia, 10.
50 Exh. Ap. postsinodal
Christifideles laici (30 de diciembre de1988, 35: AAS 81 (1989), 457.
51 Cf. Conc. Ecum. Vat.
II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 6
52 Cf. ibid.
53 Ibid., 6. 23. 27.
54 Cf. Pablo VI, Exh.
Ap. Evangelii nuntiandi, 18-20: l.c., 17-19.
55 Exh. Ap. postsinodal
Christifideles laci, 35: l.c., 457.
56 Exh. ap. Evangelii
nuntindi, 80: l.c., 73.
57 Cf. Conc. Ecum. Vat.
II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia,6.
58 Exh. Ap. Evangelii
nuntiandi, 80: l.c., 73.
59 Cf. Decr. Ad gentes,
sobre la actividad misionera de la Iglesia, 6.
60 Cf. ibid., 20.
61 Cf. Discurso a los
miembros del Simposio del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa, 11de
octubrede1985: AAS 78 (1986), 178-189.
62 Exh. Ap. Evangelii
nuntiandi, 20: l.c., 19.
63 Conc. Ecum. Vat. II,
Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 5: cf. Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 8.
64 Cf. Conc. Ecum. Vat.
II, Decl. Dignitatis humanae, sobre La libertad religiosa, 3-4; Pablo VI, Exh. Ap.
Evangelii nuntiandi, 79-80: l.c., 71-75; Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 12: l.c.,
278-281.
65 Cart. Ap. Maximum
illud: l.c., 446.
66 Pablo VI, Exh. Ap.
Evangelii nuntiandi, 62: l.c., 52.
67 Cf. De
praescriptione haereticorum, XX: CCL I, 201 s. |