REDEMPTORIS MISSIO
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
SOBRE LA MISIÓN DEL REDENTOR



CAPÍTULO II

EL REINO DE DIOS

12. «Dios rico en misericordia es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre; cabalmente su Hijo, en sí mismo, nos lo ha manifestado y nos lo ha hecho conocer».[21] Escribía esto al comienzo de la Encíclica Dives in Misericordia, mostrando cómo Cristo es la revelación y la encarnación de la misericordia del Padre. La salvación consiste en creer y acoger el misterio del Padre y de su amor, que se manifiesta y se da en Jesús mediante el Espíritu. Así se cumple el Reino de Dios, preparado ya por la Antigua Alianza, llevado a cabo por Cristo y en Cristo, y anunciado a todas las gentes por la Iglesia, que se esfuerza y ora para que llegue a su plenitud de modo perfecto y definitivo.

El Antiguo Testamento atestigua que Dios ha escogido y formado un pueblo para revelar y llevar a cabo su designio de amor. Pero, al mismo tiempo, Dios es Creador y Padre de todos los hombres se cuida de todos, a todos extiende su bendición (cf. Gén 12, 3) y con todos hace una alianza -Gén 9, 1-17). Israel tiene experiencia de un Dios personal y salvador (cf. Dt 4, 37; 7, 6-8; Is 43, 1-7), del cual se convierte en testigo y portavoz en medio de las naciones. A lo largo de la propia historia, Israel adquiere conciencia de que su elección tiene un significado universal (cf. por ejemplo Is 2, 2-5; 6-8; 60, 1-6; Jer 3, 17; 16, 19.

Cristo hace presente el Reino

13. Jesús de Nazaret lleva a cumplimiento el plan de Dios. Después de haber recibido el Espíritu Santo en el bautismo, manifiesta su vocación mesiánica: recorre Galilea proclamando «la Buena Nueva de Dios: "El tiempo se ha cumplido y el Reino está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva"» (Mc 1, 14-15; cf. Mt 4, 17; Lc 4, 43). La proclamación y la instauración del Reino de Dios son el objeto de su misión: «Porque a esto he sido enviado» (Lc 4, 43). Pero hay algo más: Jesús en persona es la «Buena Nueva», como él mismo afirma al comienzo de su misión en la sinagoga de Nazaret, aplicándose las palabras de Isaías relativas al Ungido, enviado por el Espíritu del Señor (cf. Lc. 4, 14-21). Al ser él la «Buena Nueva», existe en Cristo plena identidad entre mensaje y mensajero, entre el decir, el actuar y el ser. Su fuerza, el secreto de la eficacia de su acción consiste en la identificación total con el mensaje que anuncia; proclama la «Buena Nueva» no sólo con lo que dice o hace, sino también con lo que es.

El ministerio de Jesús se describe en el contexto de los viajes por su tierra. La perspectiva de la misión antes de la Pascua se centra en Israel; sin embargo, Jesús nos ofrece un elemento nuevo de capital importancia. La realidad escatológica no se aplaza hasta un fin remoto del mundo, sino que se hace próxima y comienza a cumplirse. «El Reino de Dios está cerca» (Mc 1, 15); se ora para que venga (cf. Mt 6, 10); la fe lo ve ya presente en los signos, como los milagros (cf. Mt 11, 4-5), los exorcismos (cf. Mt 12, 25-28), la elección de los Doce (cf. Mc 3, 13-19), el anuncio de la Buena Nueva a los pobres (cf. Lc 4, 18). En los encuentros de Jesús con los paganos se ve con claridad que la entrada en el Reino acaece mediante la fe y la conversión (cf. Mc 1, 15) Y no por la mera pertenencia étnica.

El Reino que inaugura Jesús es el Reino de Dios; él mismo nos revela quién es este Dios al que llama con el término familiar «Abba», Padre (Mc 14, 36). El Dios revelado sobre todo en las parábolas (cf. Lc 15, 3-32; Mt 20, 1-16) es sensible a las necesidades, a los sufrimientos de todo hombre; es un Padre amoroso y lleno de compasión, que perdona y concede gratuitamente las gracias pedidas.

San Juan nos dice que «Dios es Amor» (1 Jn 4, 8. 16). Todo hombre, por tanto, es invitado a «convertirse» y «creer» en el amor misericordioso de Dios por él; el Reino crecerá en a medida en que cada hombre aprenda a dirigirse a Dios como a un Padre en la intimidad de la oración (cf. Lc 11, 2; Mt 23, 9), y se esfuerce en cumplir su voluntad (cf. Mt 7, 21).

Características y exigencias del Reino

14. Jesús revela progresivamente las características y exigencias del Reino mediante sus palabras, sus obras y su persona.

El Reino está destinado a todos los hombres, dado que todos son llamados a ser sus miembros. Para subrayar este aspecto, Jesús se ha acercado sobre todo a aquellos que estaban al margen de la sociedad, dándoles su preferencia, cuando anuncia la «Buena Nueva». Al comienzo de su ministerio proclama que ha sido «enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Lc 4, 18). A todas las víctimas del rechazo y del desprecio Jesús les dice: «Bienaventurados los pobres» (Lc 6, 20). Además, hace vivir ya a estos marginados una experiencia de liberación, estando con ellos y yendo a comer con ellos (cf. Lc 5, 30; 15, 2), tratándoles como a iguales y amigos (cf. Lc 7, 34), haciéndolos sentirse amados por Dios y manifestando así su inmensa ternura hacia los necesitados y los pecadores (cf. Lc 15, 1-32).

La liberación y la salvación que el Reino de Dios trae consigo alcanzan a la persona humana en su dimensión tanto física como espiritual. Dos gestos caracterizan la misión de Jesús: curar y perdonar. Las numerosas curaciones demuestran su gran compasión ante la miseria humana, pero significan también que en el Reino ya no habrá enfermedades ni sufrimientos y que su misión, desde el principio, tiende a liberar de todo ello a las personas. En la perspectiva de Jesús, las curaciones son también signo de salvación espiritual, de liberación del pecado. Mientras cura, Jesús invita a la fe, a la conversión, al deseo de perdón (cf. Lc 5, 24). Recibida la fe, la curación anima a ir más lejos: introduce en la salvación (cf. Lc 18, 42-43). Los gestos liberadores de la posesión del demonio, mal supremo y símbolo del pecado y de la rebelión contra Dios, son signos de que «ha llegado a vosotros el Reino de Dios» (Mt 12, 28).

15. El Reino tiende a transformar las relaciones humanas y se realiza progresivamente, a medida que los hombres aprenden a amarse, a perdonarse y a servirse mutuamente. Jesús se refiere a toda la ley, centrándola en el mandamiento del amor (cf. Mt 22, 34-40); Lc 10, 25-28). Antes de dejar a los suyos les da un «mandamiento nuevo»: «Que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12; cf. 13, 34). El amor con el que Jesús ha amado al mundo halla su expresión suprema en el don de su vida por los hombres (cf. Jn 15, 13), manifestando así el amor que el Padre tiene por el mundo (cf. Jn 3, 16). Por tanto la naturaleza del Reino es la comunión de todos los seres humanos entre sí y con Dios.

El Reino interesa a todos: a las personas, a sociedad, al mundo entero. Trabajar por el Reino quiere decir reconocer y favorecer el dinamismo divino, que está presente en la historia humana y la transforma. Construir el Reino significa trabajar por la liberación del mal en todas sus formas. En resumen, el Reino de Dios es la manifestación y la realización de su designio de salvación en toda su plenitud.

En el Resucitado, llega a su cumplimiento y es proclamado el Reino de Dios

16. Al resucitar Jesús de entre los muertos Dios ha vencido la muerte y en él ha inaugurado definitivamente su Reino. Durante su vida terrena Jesús es el profeta del Reino y, después de su pasión, resurrección y ascensión al cielo, participa del poder de Dios y de su dominio sobre el mundo (cf. Mt 28, 18; Act 2, 36; Ef 1, 18-31). La resurrección confiere un alcance universal al mensaje de Cristo, a su acción y a toda su misión. Los discípulos se percatan de que el Reino ya está presente en la persona de Jesús y se va instaurando paulatinamente en el hombre y en el mundo a través de un vínculo misterioso con él.

En efecto, después de la resurrección ellos predicaban el Reino, anunciando a Jesús muerto y resucitado. Felipe anunciaba en Samaría «la Buena Nueva del Reino de Dios y el nombre de Jesucristo» (Act 8, 12). Pablo predicaba en Roma el Reino de Dios y enseñaba lo referente al Señor Jesucristo (cf. Act 28, 31).

También los primeros cristianos anunciaban «el Reino de Cristo y de Dios» (Ef 5, 5; cf. Ap 11, 15; 12, 10) o bien «el Reino eterno de nuestro Señor Jesucristo» (2 Pe 1, 11). Es en el anuncio de Jesucristo, con el que el Reino se identifica, donde se centra la predicación de la Iglesia primitiva. Al igual que entonces, hoy también es necesario unir el anuncio del Reino de Dios (el contenido del «kerigma» de Jesús) y la proclamación del evento de Jesucristo (que es el «kerigma» de los Apóstoles). Los dos anuncios se completan y se iluminan mutuamente.

El Reino con relación a Cristo y a la Iglesia

17. Hoy se habla mucho del Reino, pero no siempre en sintonía con el sentir de la Iglesia. En efecto, se dan concepciones de la salvación y de la misión que podemos llamar «antropocéntricas», en el sentido reductivo del término, al estar centradas en torno a las necesidades terrenas del hombre. En esta perspectiva el Reino tiende a convertirse en una realidad plenamente humana y secularizada, en la que sólo cuentan los programas y luchas por la liberación socioeconómica, política y también cultural, pero con unos horizontes cerrados a lo trascendente. Aun no negando que también a ese nivel haya valores por promover, sin embargo tal concepción se reduce a los confines de un reino del hombre, amputado en sus dimensiones auténticas y profundas, y se traduce fácilmente en una de las ideologías que miran a un progreso meramente terreno. El Reino de Dios, en cambio, «no es de este mundo, no es de aquí» (Jn 18, 36).

Se dan además determinadas concepciones que, intencionadamente, ponen el acento sobre el Reino y se presentan como «reinocéntricas», las cuales dan relieve a la imagen de una Iglesia que no piensa en si misma, sino que se dedica a testimoniar y servir al Reino. Es una «Iglesia para los demás», --se dice-- como «Cristo es el hombre para los demás». Se describe el cometido de la Iglesia, como si debiera proceder en una doble dirección; por un lado, promoviendo los llamados «valores del Reino», cuales son la paz, la justicia, la libertad, la fraternidad; por otro, favoreciendo el diálogo entre los pueblos, las culturas, las religiones, para que, enriqueciéndose mutuamente, ayuden al mundo a renovarse y a caminar cada vez más hacia el Reino.

Junto a unos aspectos positivos, estas concepciones manifiestan a menudo otros negativos. Ante todo, dejan en silencio a Cristo: el Reino, del que hablan, se basa en un «teocentrismo», porque Cristo --dicen-- no puede ser comprendido por quien no profesa la fe cristiana, mientras que pueblos, culturas y religiones diversas pueden coincidir en la única realidad divina, cualquiera que sea su nombre. Por el mismo motivo, conceden privilegio al misterio de la creación, que se refleja en la diversidad de culturas y creencias, pero no dicen nada sobre el misterio de la redención. Además el Reino, tal como lo entienden, termina por marginar o menospreciar a la Iglesia, como reacción a un supuesto «eclesiocentrismo» del pasado y porque consideran a la Iglesia misma sólo un signo, por lo demás no exento de ambigüedad.

18. Ahora bien, no es éste el Reino de Dios que conocemos por la Revelación, el cual no puede ser separado ni de Cristo ni de la Iglesia.

Como ya queda dicho, Cristo no sólo ha anunciado el Reino, sino que en él el Reino mismo se ha hecho presente y ha llegado a su cumplimiento: «Sobre todo, el Reino se manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, quien vino "a servir y a dar su vida para la redención de muchos" (Mc 10, 45)».[22] El Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible.[23] Si se separa el Reino de la persona de Jesús, no existe ya el reino de Dios revelado por él, y se termina por distorsionar tanto el significado del Reino --que corre el riesgo de transformarse en un objetivo puramente humano o ideológico-- como la identidad de Cristo, que no aparece ya como el Señor, al cual debe someterse todo (cf. 1 Cor l5,27).

Asimismo, el Reino no puede ser separado de la Iglesia. Ciertamente, ésta no es fin para sí misma, ya que está ordenada al Reino de Dios, del cual es germen, signo e instrumento. Sin embargo, a la vez que se distingue de Cristo y del Reino, está indisolublemente unida a ambos. Cristo ha dotado a la Iglesia, su Cuerpo, de la plenitud de los bienes y medios de salvación; el Espíritu Santo mora en ella, la vivifica con sus dones y carismas, la santifica, la guía y la renueva sin cesar.[24] De ahí deriva una relación singular y única que, aunque no excluya la obra de Cristo y del Espíritu Santo fuera de los confines visibles de la Iglesia, le confiere un papel específico y necesario. De ahí también el vínculo especial de la Iglesia con el Reino de Dios y de Cristo, dado que tiene «la misión de anunciarlo e instaurarlo en todos los pueblos».[25]

19. Es en esta visión de conjunto donde se comprende la realidad del Reino. Ciertamente, éste exige la promoción de los bienes humanos y de los valores que bien pueden llamarse «evangélicos», porque están íntimamente unidos a la Buena Nueva. Pero esta promoción, que la Iglesia siente también muy dentro de sí, no debe separarse ni contraponerse a los otros cometidos fundamentales, como son el anuncio de Cristo y de su Evangelio, la fundación y el desarrollo de comunidades que actúan entre los hombres la imagen viva del Reino. Con esto no hay que tener miedo a caer en una forma de «eclesiocentrismo». Pablo VI, que afirmó la existencia de «un vínculo profundo entre Cristo, la Iglesia y la evangelización»,[26] dijo también que la Iglesia «no es fin para sí misma, sino fervientemente solícita de ser toda de Cristo, en Cristo y para Cristo, y toda igualmente de los hombres, entre los hombres y para los hombres».[27]

La Iglesia al servicio del Reino

20. La Iglesia está efectiva y concretamente al servicio del Reino. Lo está, ante todo, mediante el anuncio que llama a la conversión; éste es el primer y fundamental servicio a la venida del Reino en las personas y en la sociedad humana. La salvación escatológica empieza, ya desde ahora, con la novedad de vida en Cristo: «A todos los que la recibieron les dio el poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre» (Jn 1, 12).

La Iglesia, pues, sirve al Reino, fundando comunidades e instituyendo Iglesias particulares, llevándolas a la madurez de la fe y de la caridad, mediante la apertura a los demás, con el servicio a la persona y a la sociedad, por la comprensión y estima de las instituciones humanas.

La Iglesia, además, sirve al Reino difundiendo en el mundo los «valores evangélicos», que son expresión de ese Reino y ayudan a los hombres a acoger el designio de Dios. Es verdad, pues, que la realidad incipiente del Reino puede hallarse también fuera de los confines de la Iglesia, en la humanidad entera, siempre que ésta viva los «valores evangélicos» y esté abierta a la acción del Espíritu que. sopla donde y como quiere (cf. Jn 3, 8); pero además hay que decir que esta dimensión temporal del Reino es incompleta, si no está en coordinación con el Reino de Cristo, presente en la Iglesia y en tensión hacia la plenitud escatológica.[28]

Las múltiples perspectivas del Reino de Dios [29] no debilitan los fundamentos y las finalidades de la actividad misionera, sino que los refuerzan y propagan. La Iglesia, es sacramento de salvación para toda la humanidad y su acción no se limita a los que aceptan su mensaje. Es fuerza dinámica en el camino de la humanidad hacia el Reino escatológico; es signo y a la vez promotora de los valores evangélicos entre los hombres.[30] La Iglesia contribuye a este itinerario de conversión al proyecto de Dios, con su testimonio y su actividad, como son el diálogo, la promoción humana, el compromiso por la justicia y la paz, la educación, el cuidado de los enfermos, la asistencia a los pobres y a los pequeños, salvaguardando siempre la prioridad de las realidades trascendentes y espirituales, que son premisas de la salvación escatológica. La Iglesia, finalmente, sirve también al Reino con su intercesión, al ser éste por su naturaleza don y obra de Dios, como recuerdan las parábolas del Evangelio y la misma oración enseñada por Jesús. Nosotros debemos pedirlo, acogerlo, hacerlo crecer dentro de nosotros; pero también debemos cooperar para que el Reino sea acogido y crezca entre los hombres, hasta que Cristo «entregue a Dios Padre el Reino» y «Dios sea todo en todo» (1 Cor 15, 24.28).


21 Enc. Dives in misericordia, 1: l.c., 1177.

22 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 5.

23 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.

24 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium , sobre la Iglesia, 4.

25 Ibid.,5.

26 Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 16. l.c., 15.

27 Discurso en la apertura de la III sesión del Conc. Ecum. Vat. II, 14 de septiembre de 1964: AAS 56 (1964), 810.

28 Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 34: l.c, 28.

29 Cf. Comisión Teológica Internacional, Temas selectos de eclesiología en el XX aniversario de la clausura del Conc. Ecum. Vat. II (7 de octubre de 1985), 10: «Indole escatológica de la Iglesia: Reino de Dios e Iglesia».

30 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 39.