CARTA
ENCÍCLICA
«F I D E S E T R A T I O»
SOBRE LAS RELACIONES ENTRE FE Y RAZÓN
CAPITULO IV
RELACION ENTRE LA FE Y
LA RAZON
Etapas más
significativas en el encuentro entre la fe y la razón
36. Según el
testimonio de los Hechos de los Apóstoles, el anuncio cristiano tuvo que confrontarse
desde el inicio con las corrientes filosóficas de la época. El mismo libro narra la
discusión que san Pablo tuvo en Atenas con «algunos filósofos epicúreos y estoicos»
(17, 18). El análisis exegético del discurso en el Areópago ha puesto de relieve
repetidas alusiones a convicciones populares sobre todo de origen estoico. Ciertamente
esto no era casual. Los primeros cristianos para hacerse comprender por los paganos no
podían referirse sólo a «Moisés y los profetas»; debían también apoyarse en el
conocimiento natural de Dios y en la voz de la conciencia moral de cada hombre (cf. Rm 1,
19-21; 2, 14-15; Hch 14, 16-17). Sin embargo, como este conocimiento natural había
degenerado en idolatría en la religión pagana (cf. Rm 1, 21-32), el Apóstol considera
más oportuno relacionar su argumentación con el pensamiento de los filósofos, que desde
siempre habían opuesto a los mitos y a los cultos mistéricos conceptos más respetuosos
de la trascendencia divina. En efecto, uno de los mayores esfuerzos realizados por los
filósofos del pensamiento clásico fue purificar de formas mitológicas la concepción
que los hombres tenían de Dios. Como sabemos, también la religión griega, al igual que
gran parte de las religiones cósmicas, era politeísta, llegando incluso a divinizar
objetos y fenómenos de la naturaleza. Los intentos del hombre por comprender el origen de
los dioses y, en ellos, del universo encontraron su primera expresión en la poesía. Las
teogonías permanecen hasta hoy como el primer testimonio de esta búsqueda del hombre.
Fue tarea de los padres de la filosofía mostrar el vínculo entre la razón y la
religión. Dirigiendo la mirada hacia los principios universales, no se contentaron con
los mitos antiguos, sino que quisieron dar fundamento racional a su creencia en la
divinidad. Se inició así un camino que, abandonando las tradiciones antiguas
particulares, se abría a un proceso más conforme a las exigencias de la razón
universal. El objetivo que dicho proceso buscaba era la conciencia crítica de aquello en
lo que se creía. El concepto de la divinidad fue el primero que se benefició de este
camino. Las supersticiones fueron reconocidas como tales y la religión se purificó, al
menos en parte, mediante el análisis racional. Sobre esta base los Padres de la Iglesia
comenzaron un diálogo fecundo con los filósofos antiguos, abriendo el camino al anuncio
y a la comprensión del Dios de Jesucristo.
37. Al referirme a este
movimiento de acercamiento de los cristianos a la filosofía, es obligado recordar
también la actitud de cautela que suscitaban en ellos otros elementos del mundo cultural
pagano, como por ejemplo la gnosis. La filosofía, en cuanto sabiduría práctica y
escuela de vida, podía ser confundida fácilmente con un conocimiento de tipo superior,
esotérico, reservado a unos pocos perfectos. En este tipo de especulaciones esotéricas
piensa sin duda san Pablo cuando pone en guardia a los Colosenses: «Mirad que nadie os
esclavice mediante la vana falacia de una filosofía, fundada en tradiciones humanas,
según los elementos del mundo y no según Cristo» (2, 8). Qué actuales son las palabras
del Apóstol si las referimos a las diversas formas de esoterismo que se difunden hoy
incluso entre algunos creyentes, carentes del debido sentido crítico. Siguiendo las
huellas de san Pablo, otros escritores de los primeros siglos, en particular san Ireneo y
Tertuliano, manifiestan a su vez ciertas reservas frente a una visión cultural que
pretendía subordinar la verdad de la Revelación a las interpretaciones de los
filósofos.
38. El encuentro del
cristianismo con la filosofía no fue pues inmediato ni fácil. La práctica de la
filosofía y la asistencia a sus escuelas eran para los primeros cristianos más un
inconveniente que una ayuda. Para ellos, la primera y más urgente tarea era el anuncio de
Cristo resucitado mediante un encuentro personal capaz de llevar al interlocutor a la
conversión del corazón y a la petición del Bautismo. Sin embargo, esto no quiere decir
que ignorasen el deber de profundizar la comprensión de la fe y sus motivaciones. Todo lo
contrario. Resulta injusta e infundada la crítica de Celso, que acusa a los cristianos de
ser gente «iletrada y ruda».31 La explicación de su desinterés inicial hay que
buscarla en otra parte. En realidad, el encuentro con el Evangelio ofrecía una respuesta
tan satisfactoria a la cuestión, hasta entonces no resulta, sobre el sentido de la vida,
que el seguimiento de los filósofos les parecía como algo lejano y, en ciertos aspectos,
superado. Esto resulta hoy aún más claro si se piensa en la aportación del cristianismo
que afirma el derecho universal de acceso a la verdad. Abatidas las barreras raciales,
sociales y sexuales, el cristianismo había anunciado desde sus inicios la igualdad de
todos los hombres ante Dios. La primera consecuencia de esta concepción se aplicaba al
tema de la verdad. Quedaba completamente superado el carácter elitista que su búsqueda
tenía entre los antiguos, ya que siendo el acceso a la verdad un bien que permite llegar
a Dios, todos deben poder recorrer este camino. Las vías para alcanzar la verdad siguen
siendo muchas; sin embargo, como la verdad cristiana tiene un valor salvífico, cualquiera
de estas vías puede seguirse con tal de que conduzca a la meta final, es decir, a la
revelación de Jesucristo. Un pionero del encuentro positivo con el pensamiento
filosófico, aunque bajo el signo de un cauto discernimiento, fue san Justino, quien,
conservando después de la conversión una gran estima por la filosofía griega, afirmaba
con fuerza y claridad que en el cristianismo había encontrado «la única filosofía
segura y provechosa».32 De modo parecido, Clemente de Alejandría llamaba al Evangelio
«la verdadera filosofía»,33 e interpretaba la filosofía en analogía con la ley
mosaica como una instrucción propedéutica a la fe cristiana 34 y una preparación para
el Evangelio.35 Puesto que «esta es la sabiduría que desea la filosofía; la rectitud
del alma, la de la razón y la pureza de la vida. La filosofía está en una actitud de
amor ardoroso a la sabiduría y no perdona esfuerzo por obtenerla. Entre nosotros se
llaman filósofos los que aman la sabiduría del Creador y Maestro universal, es decir, el
conocimiento del Hijo de Dios».36 La filosofía griega, para este autor, no tiene como
primer objetivo completar o reforzar la verdad cristiana; su cometido es, más bien, la
defensa de la fe: «La enseñanza del Salvador es perfecta y nada le falta, por que es
fuerza y sabiduría de Dios; en cambio, la filosofía griega con su tributo no hace más
sólida la verdad; pero haciendo impotente el ataque de la sofística e impidiendo las
emboscadas fraudulentas de la verdad, se dice que es con propiedad empalizada y muro de la
viña».37
39. En la historia de
este proceso es posible verificar la recepción crítica del pensamiento filosófico por
parte de los pensadores cristianos. Entre los primeros ejemplos que se pueden encontrar,
es ciertamente significativa la figura de Orígenes. Contra los ataques lanzados por el
filósofo Celso, Orígenes asume la filosofía platónica para argumentar y responderle.
Refiriéndose a no pocos elementos del pensamiento platónico, comienza a elaborar una
primera forma de teología cristiana. En efecto, tanto el nombre mismo como la idea de
teología en cuanto reflexión racional sobre Dios estaban ligados todavía hasta ese
momento a su origen griego. En la filosofía aristotélica, por ejemplo, con este nombre
se referían a la parte más noble y al verdadero culmen de la reflexión filosófica. Sin
embargo, a la luz de la Revelación cristiana lo que anteriormente designaba una doctrina
genérica sobre la divinidad adquirió un significado del todo nuevo, en cuanto definía
la reflexión que el creyente realizaba para expresar la verdadera doctrina sobre Dios.
Este nuevo pensamiento cristiano que se estaba desarrollando hacía uso de la filosofía,
pero al mismo tiempo tendía a distinguirse claramente de ella. La historia muestra cómo
hasta el mismo pensamiento platónico asumido en la teología sufrió profundas
transformaciones, en particular por lo que se refiere a conceptos como la inmortalidad del
alma, la divinización del hombre y el origen del mal.
40. En esta obra de
cristianización del pensamiento platónico y neoplatónico, merecen una mención
particular los Padres Capadocios, Dionisio el Areopagita y, sobre todo, san Agustín. El
gran Doctor occidental había tenido contactos con diversas escuelas filosóficas, pero
todas le habían decepcionado. Cuando se encontró con la verdad de la fe cristiana, tuvo
la fuerza de realizar aquella conversión radical a la que los filósofos frecuentados
anteriormente no habían conseguido encaminarlo. El motivo lo cuenta él mismo: «Sin
embargo, desde esta época empecé ya a dar preferencia a la doctrina católica, porque me
parecía que aquí se mandaba con más modestia, y de ningún modo falazmente, creer lo
que no se demostraba Cfuese porque, aunque existiesen las pruebas, no había sujeto capaz
de ellas, fuese porque no existiesenC, que no allí, en donde se despreciaba la fe y se
prometía con temeraria arrogancia la ciencia y luego se obligaba a creer una infinidad de
fábulas absurdísimas que no podían demostrar».38 A los mismos platónicos, a quienes
mencionaba de modo privilegiado, Agustín reprochaba que, aun habiendo conocido la meta
hacia la que tender, habían ignorado sin embargo el camino que conduce a ella: el Verbo
encarnado.39 El Obispo de Hipona consiguió hacer la primera gran síntesis del
pensamiento filosófico y teológico en la que confluían las corrientes del pensamiento
griego y latino. En él además la gran unidad del saber, que encontraba su fundamento en
el pensamiento bíblico, fue confirmada y sostenida por la profundidad del pensamiento
especulativo. La síntesis llevada a cabo por san Agustín sería durante siglos la forma
más elevada de especulación filosófica y teológica que el Occidente haya conocido.
Gracias a su historia personal y ayudado por una admirable santidad de vida, fue capaz de
introducir en sus obras multitud de datos que, haciendo referencia a la experiencia,
anunciaban futuros desarrollos de algunas corrientes filosóficas.
41. Varias han sido
pues las formas con que los Padres de Oriente y de Occidente han entrado en contacto con
las escuelas filosóficas. Esto no significa que hayan identificado el contenido de su
mensaje con los sistemas a que hacían referencia. La pregunta de Tertuliano: «¿Qué
tienen en común Atenas y Jerusalén? ¿La Academia y la Iglesia?»,40 es claro indicio de
la conciencia crítica con que los pensadores cristianos, desde el principio, afrontaron
el problema de la relación entre la fe y la filosofía, considerándolo globalmente en
sus aspectos positivos y en sus límites. No eran pensadores ingenuos. Precisamente porque
vivían con intensidad el contenido de la fe, sabían llegar a las formas más profundas
de la especulación. Por consiguiente, es injusto y reductivo limitar su obra a la sola
transposición de las verdades de la fe en categorías filosóficas. Hicieron mucho más.
En efecto, fueron capaces de sacar a la luz plenamente lo que todavía permanecía
implícito y propedéutico en el pensamiento de los grandes filósofos antiguos.41 Estos,
como ya he dicho, habían mostrado cómo la razón, liberada de las ataduras externas,
podía salir del callejón ciego de los mitos, para abrirse de forma más adecuada a la
trascendencia. Así pues, una razón purificada y recta era capaz de llegar a los niveles
más altos de la reflexión, dando un fundamento sólido a la percepción del ser, de lo
trascendente y de lo absoluto. Justamente aquí está la novedad alcanzada por los Padres.
Ellos acogieron plenamente la razón abierta a lo absoluto y en ella incorporaron la
riqueza de la Revelación. El encuentro no fue sólo entre culturas, donde tal vez una es
seducida por el atractivo de otra, sino que tuvo lugar en lo profundo de los espíritus,
siendo un encuentro entre la criatura y el Creador. Sobrepasando el fin mismo hacia el que
inconscientemente tendía por su naturaleza, la razón pudo alcanzar el bien sumo y la
verdad suprema en la persona del Verbo encarnado. Ante las filosofías, los Padres no
tuvieron miedo, sin embargo, de reconocer tanto los elementos comunes como las diferencias
que presentaban con la Revelación. Ser conscientes de las convergencias no ofuscaba en
ellos el reconocimiento de las diferencias.
42. En la teología
escolástica el papel de la razón educada filosóficamente llega a ser aún más visible
bajo el empuje de la interpretación anselmiana del intellectus fidei. Para el santo
Arzobispo de Canterbury la prioridad de la fe no es incompatible con la búsqueda propia
de la razón. En efecto, ésta no está llamada a expresar un juicio sobre los contenidos
de la fe, siendo incapaz de hacerlo por no ser idónea para ello. Su tarea, más bien, es
saber encontrar un sentido y descubrir las razones que permitan a todos entender los
contenidos de la fe. San Anselmo acentúa el hecho de que el intelecto debe ir en
búsqueda de lo que ama: cuanto más ama, más desea conocer. Quien vive para la verdad
tiende hacia una forma de conocimiento que se inflama cada vez más de amor por lo que
conoce, aun debiendo admitir que no ha hecho todavía todo lo que desearía: «Ad te
videndum factus sum; et nondum feci propter quod factus sum».42 El deseo de la verdad
mueve, pues, a la razón a ir siempre más allá; queda incluso como abrumada al constatar
que su capacidad es siempre mayor que lo que alcanza. En este punto, sin embargo, la
razón es capaz de descubrir dónde está el final de su camino: «Yo creo que basta a
aquel que somete a un examen reflexivo un principio incomprensible alcanzar por el
raciocinio su certidumbre inquebrantable, aunque no pueda por el pensamiento concebir el
cómo de su existencia [...]. Ahora bien, ¿qué puede haber de más incomprensible, de
más inefable que lo que está por encima de todas las cosas? Por lo cual, si todo lo que
hemos establecido hasta este momento sobre la esencia suprema está apoyado con razones
necesarias, aunque el espíritu no pueda comprenderlo, hasta el punto de explicarlo
fácilmente con palabras simples, no por eso, sin embargo, sufre quebranto la sólida base
de esta certidumbre. En efecto, si una reflexión precedente ha comprendido de modo
racional que es incomprensible (rationabiliter comprehendit incomprehensibile esse)» el
modo en que la suprema sabiduría sabe lo que ha hecho [...], ¿quién puede explicar
cómo se conoce y se llama ella misma, de la cual el hombre no puede saber nada o casi
nada».
43 Se confirma una vez
más la armonía fundamental del conocimiento filosófico y el de la fe: la fe requiere
que su objeto sea comprendido con la ayuda de la razón; la razón, en el culmen de su
búsqueda, admite como necesario lo que la fe le presenta. Novedad perenne del pensamiento
de santo Tomás de Aquino 43. Un puesto singular en este largo camino corresponde a santo
Tomás, no sólo por el contenido de su doctrina, sino también por la relación dialogal
que supo establecer con el pensamiento árabe y hebreo de su tiempo. En una época en la
que los pensadores cristianos descubrieron los tesoros de la filosofía antigua, y más
concretamente aristotélica, tuvo el gran mérito de destacar la armonía que existe entre
la razón y la fe. Argumentaba que la luz de la razón y la luz de la fe proceden ambas de
Dios; por tanto, no pueden contradecirse entre sí.44 Más radicalmente, Tomás reconoce
que la naturaleza, objeto propio de la filosofía, puede contribuir a la comprensión de
la revelación divina. La fe, por tanto, no teme la razón, sino que la busca y confía en
ella. Como la gracia supone la naturaleza y la perfecciona,45 así la fe supone y
perfecciona la razón. Esta última, iluminada por la fe, es liberada de la fragilidad y
de los límites que derivan de la desobediencia del pecado y encuentra la fuerza necesaria
para elevarse al conocimiento del misterio de Dios Uno y Trino. Aun señalando con fuerza
el carácter sobrenatural de la fe, el Doctor Angélico no ha olvidado el valor de su
carácter racional; sino que ha sabido profundizar y precisar este sentido. En efecto, la
fe es de algún modo «ejercicio del pensamiento»; la razón del hombre no queda anulada
ni se envilece dando su asentimiento a los contenidos de la fe, que en todo caso se
alcanzan mediante una opción libre y consciente.46 Precisamente por este motivo la
Iglesia ha propuesto siempre a santo Tomás como maestro de pensamiento y modelo del modo
correcto de hacer teología. En este contexto, deseo recordar lo que escribió mi
predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, con ocasión del séptimo centenario de la muerte
del Doctor Angélico: «No cabe duda que santo Tomás poseyó en grado eximio audacia para
la búsqueda de la verdad, libertad de espíritu para afrontar problemas nuevos y la
honradez intelectual propia de quien, no tolerando que el cristianismo se contamine con la
filosofía pagana, sin embargo no rechaza a priori esta filosofía. Por eso ha pasado a la
historia del pensamiento cristiano como precursor del nuevo rumbo de la filosofía y de la
cultura universal. El punto capital y como el meollo de la solución casi profética a la
nueva confrontación entre la razón y la fe, consiste en conciliar la secularidad del
mundo con las exigencias radicales del Evangelio, sustrayéndose así a la tendencia
innatural de despreciar el mundo y sus valores, pero sin eludir las exigencias supremas e
inflexibles del orden sobrenatural».47
44. Una de las grandes
intuiciones de santo Tomás es la que se refiere al papel que el Espíritu Santo realiza
haciendo madurar en sabiduría la ciencia humana. Desde las primeras páginas de su Summa
Theologiae 48 el Aquinate quiere mostrar la primacía de aquella sabiduría que es don del
Espíritu Santo e introduce en el conocimiento de las realidades divinas. Su teología
permite comprender la peculiaridad de la sabiduría en su estrecho vínculo con la fe y el
conocimiento de lo divino. Ella conoce por connaturalidad, presupone la fe y formula su
recto juicio a partir de la verdad de la fe misma: «La sabiduría, don del Espíritu
Santo, difiere de la que es virtud intelectual adquirida. Pues ésta se adquiere con
esfuerzo humano, y aquélla viene de arriba, como Santiago dice. De la misma manera
difiere también de la fe, porque la fe asiente a la verdad divina por sí misma; mas el
juicio conforme con la verdad divina pertenece al don de la sabiduría».49 La prioridad
reconocida a esta sabiduría no hace olvidar, sin embargo, al Doctor Angélico la
presencia de otras dos formas de sabiduría complementarias: la filosófica, basada en la
capacidad del intelecto para indagar la realidad dentro de sus límites connaturales, y la
teológica, fundamentada en la Revelación y que examina los contenidos de la fe, llegando
al misterio mismo de Dios. Convencido profundamente de que «omne verum a quocumque
dicatur a Spiritu Sancto est»,50 santo Tomás amó de manera desinteresada la verdad. La
buscó allí donde pudiera manifestarse, poniendo de relieve al máximo su universalidad.
El Magisterio de la Iglesia ha visto y apreciado en él la pasión por la verdad; su
pensamiento, al mantenerse siempre en el horizonte de la verdad universal, objetiva y
trascendente, alcanzó «cotas que la inteligencia humana jamás podría haber
pensado».51 Con razón, pues, se le puede llamar «apóstol de la verdad».52
Precisamente porque la buscaba sin reservas, supo reconocer en su realismo la objetividad
de la verdad. Su filosofía es verdaderamente la filosofía del ser y no del simple
parecer. El drama de la separación entre fe y razón
45. Con la aparición
de las primeras universidades, la teología se confrontaba más directamente con otras
formas de investigación y del saber científico. San Alberto Magno y santo Tomás, aun
manteniendo un vínculo orgánico entre la teología y la filosofía, fueron los primeros
que reconocieron la necesaria autonomía que la filosofía y las ciencias necesitan para
dedicarse eficazmente a sus respectivos campos de investigación. Sin embargo, a partir de
la baja Edad Media la legítima distinción entre los dos saberes se transformó
progresivamente en una nefasta separación. Debido al excesivo espíritu racionalista de
algunos pensadores, se radicalizaron las posturas, llegándose de hecho a una filosofía
separada y absolutamente autónoma respecto a los contenidos de la fe. Entre las
consecuencias de esta separación está el recelo cada vez mayor hacia la razón misma.
Algunos comenzaron a profesar una desconfianza general, escéptica y agnóstica, bien para
reservar mayor espacio a la fe, o bien para desacreditar cualquier referencia racional
posible a la misma. En resumen, lo que el pensamiento patrístico y medieval había
concebido y realizado como unidad profunda, generadora de un conocimiento capaz de llegar
a las formas más altas de la especulación, fue destruido de hecho por los sistemas que
asumieron la posición de un conocimiento racional separado de la fe o alternativo a ella.
46. Las
radicalizaciones más influyentes son conocidas y bien visibles, sobre todo en la historia
de Occidente. No es exagerado afirmar que buena parte del pensamiento filosófico moderno
se ha desarrollado alejándose progresivamente de la Revelación cristiana, hasta llegar a
contraposiciones explícitas. En el siglo pasado, este movimiento alcanzó su culmen.
Algunos representantes del idealismo intentaron de diversos modos transformar la fe y sus
contenidos, incluso el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, en estructuras
dialécticas concebibles racionalmente. A este pensamiento se opusieron diferentes formas
de humanismo ateo, elaboradas filosóficamente, que presentaron la fe como nociva y
alienante para el desarrollo de la plena racionalidad. No tuvieron reparo en presentarse
como nuevas religiones creando la base de proyectos que, en el plano político y social,
desembocaron en sistemas totalitarios traumáticos para la humanidad. En el ámbito de la
investigación científica se ha ido imponiendo una mentalidad positivista que, no sólo
se ha alejado de cualquier referencia a la visión cristiana del mundo, sino que, y
principalmente, ha olvidado toda relación con la visión metafísica y moral.
Consecuencia de esto es que algunos científicos, carentes de toda referencia ética,
tienen el peligro de no poner ya en el centro de su interés la persona y la globalidad de
su vida. Más aún, algunos de ellos, conscientes de las potencialidades inherentes al
progreso técnico, parece que ceden, no sólo a la lógica del mercado, sino también a la
tentación de un poder demiúrgico sobre la naturaleza y sobre el ser humano mismo.
Además, como consecuencia de la crisis del racionalismo, ha cobrado entidad el nihilismo.
Como filosofía de la nada, logra tener cierto atractivo entre nuestros contemporáneos.
Sus seguidores teorizan sobre la investigación como fin en sí misma, sin esperanza ni
posibilidad alguna de alcanzar la meta de la verdad. En la interpretación nihilista la
existencia es sólo una oportunidad para sensaciones y experiencias en las que tiene la
primacía lo efímero. El nihilismo está en el origen de la difundida mentalidad según
la cual no se debe asumir ningún compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y
provisional.
47. Por otra parte, no
debe olvidarse que en la cultura moderna ha cambiado el papel mismo de la filosofía. De
sabiduría y saber universal, se ha ido reduciendo progresivamente a una de tantas
parcelas del saber humano; más aún, en algunos aspectos se la ha limitado a un papel del
todo marginal. Mientras, otras formas de racionalidad se han ido afirmando cada vez con
mayor relieve, destacando el carácter marginal del saber filosófico. Estas formas de
racionalidad, en vez de tender a la contemplación de la verdad y a la búsqueda del fin
último y del sentido de la vida, están orientadas -o, al menos, pueden orientarse- como
«razón instrumental» al servicio de fines utilitaristas, de placer o de poder. Desde mi
primera Encíclica he señalado el peligro de absolutizar este camino, al afirmar: «El
hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por el
resultado del trabajo de sus manos y más aún por el trabajo de su entendimiento, de las
tendencias de su voluntad. Los frutos de esta múltiple actividad del hombre se traducen
muy pronto y de manera a veces imprevisible en objeto de "alienación", es
decir, son pura y simplemente arrebatados a quien los ha producido; pero, al menos
parcialmente, en la línea indirecta de sus efectos, esos frutos se vuelven contra el
mismo hombre; ellos están dirigidos o pueden ser dirigidos contra él. En esto parece
consistir el capítulo principal del drama de la existencia humana contemporánea en su
dimensión más amplia y universal. El hombre por tanto vive cada vez más en el miedo.
Teme que sus productos, naturalmente no todos y no la mayor parte, sino algunos y
precisamente los que contienen una parte especial de su genialidad y de su iniciativa,
puedan ser dirigidos de manera radical contra él mismo».53 En la línea de estas
transformaciones culturales, algunos filósofos, abandonando la búsqueda de la verdad por
sí misma, han adoptado como único objetivo el lograr la certeza subjetiva o la utilidad
práctica. De aquí se desprende como consecuencia el ofuscamiento de la auténtica
dignidad de la razón, que ya no es capaz de conocer lo verdadero y de buscar lo absoluto.
48. En este último
período de la historia de la filosofía se constata, pues, una progresiva separación
entre la fe y la razón filosófica. Es cierto que, si se observa atentamente, incluso en
la reflexión filosófica de aquellos que han contribuido a aumentar la distancia entre fe
y razón aparecen a veces gérmenes preciosos de pensamiento que, profundizados y
desarrollados con rectitud de mente y corazón, pueden ayudar a descubrir el camino de la
verdad. Estos gérmenes de pensamiento se encuentran, por ejemplo, en los análisis
profundos sobre la percepción y la experiencia, lo imaginario y el inconsciente, la
personalidad y la intersubjetividad, la libertad y los valores, el tiempo y la historia;
incluso el tema de la muerte puede llegar a ser para todo pensador una seria llamada a
buscar dentro de sí mismo el sentido auténtico de la propia existencia. Sin embargo,
esto no quita que la relación actual entre la fe y la razón exija un atento esfuerzo de
discernimiento, ya que tanto la fe como la razón se han empobrecido y debilitado una ante
la otra. La razón, privada de la aportación de la Revelación, ha recorrido caminos
secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final. La fe, privada
de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar
de ser una propuesta universal. Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil,
tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o
superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente
motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser. No es inoportuna, por
tanto, mi llamada fuerte e incisiva para que la fe y la filosofía recuperen la unidad
profunda que les hace capaces de ser coherentes con su naturaleza en el respeto de la
recíproca autonomía. A la parresía de la fe debe corresponder la audacia de la razón.
(30) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 4.
(31) Orígenes, Contra
Celso, 3, 55: SC 136, 130.
(32) Diálogo con
Trifón, 8, 1: PG 6, 492.
(33) Stromata I, 18,
90,1: SC 30, 115.
(34) Cf. ibíd., I, 16,
80, 5: SC 30, 108.
(35) Ibíd., I, 5, 28,
1: SC 30, 65.
(36) Ibíd., VI, 7, 55,
1-2: PG 9, 277.
(37) Ibíd., I, 20,
100, 1: SC 30, 124.
(38) S. Agustín,
Confesiones VI, 5, 7: CCL 27, 77-78.
(39) Cf. ibíd., VII,
9, 13-14: CCL 27, 101-102.
(40) De praescriptione
haereticorum, VII, 9: SC 46, 98. «Quid ergo Athenis et Hierosolymis? Quid academiae et
ecclesiae?».
(41) Cf. Congregación
para la Educación Católica, Instr. sobre el estudio de los Padres de la Iglesia en la
formación sacerdotal (10 de noviembre de 1989), 25: AAS 82 (1990), 617-618.
(42) S. Anselmo,
Prosologio, 1: PL 158, 226.
(43) Id., Monologio,
64: PL 158, 210.
(44) Cf. Summa contra
Gentiles, I, VII.
(45) Cf. Summa
Theologiae, I, 1, 8 ad 2: «Cum enim gratia non tollat naturam sed perficiat».
(46) Cf. Discurso a los
participantes en el IX Congreso Tomista Internacional (29 de septiembre de 1990):
Insegnamenti, XIII, 2 (1990), 770-771.
(47) Carta ap. Lumen
Ecclesiae (20 noviembre 1974), 8: AAS 66 (1974), 680.
(48) Cf. I, 1, 6:
«Praeterea, haec doctrina per studium acquiritur. Sapientia autem per infusionem habetur,
unde inter septem dona Spiritus Sancti connumeratur».
(49) Ibíd., II, II,
45, 1 ad 2; cf. también II, II, 45, 2.
(50) Ibíd., I, II,
109, 1 ad 1, que retoma la conocida expresión del Ambrosiastro, In prima Cor 12,3 : PL
17, 258.
(51) León XIII, Enc.
Æterni Patris (4 de agosto de 1879): ASS 11 (1878-1879), 109.
(52) Pablo VI, Carta
ap. Lumen Ecclesiae (20 de noviembre de 1974), 8: AAS 66 (1974), 683.
(53) Enc. Redemptor
hominis (4 de marzo de 1979), 15: AAS 71 (1979), 286. |