CARTA
ENCÍCLICA
«F I D E S E T R A T I O»
SOBRE LAS RELACIONES ENTRE FE Y RAZÓN
CAPÍTULO VII
EXIGENCIAS Y COMETIDOS ACTUALES
Exigencias
irrenunciables de la palabra de Dios
80. La Sagrada
Escritura contiene, de manera explícita o implícita, una serie de elementos que permiten
obtener una visión del hombre y del mundo de gran valor filosófico. Los cristianos han
tomado conciencia progresivamente de la riqueza contenida en aquellas páginas sagradas.
De ellas se deduce que la realidad que experimentamos no es el absoluto; no es increada ni
se ha autoengendrado. Sólo Dios es el Absoluto. De las páginas de la Biblia se
desprende, además, una visión del hombre como imago Dei, que contiene indicaciones
precisas sobre su ser, su libertad y la inmortalidad de su espíritu. Puesto que el mundo
creado no es autosuficiente, toda ilusión de autonomía que ignore la dependencia
esencial de Dios de toda criatura -incluido el hombre- lleva a situaciones dramáticas que
destruyen la búsqueda racional de la armonía y del sentido de la existencia humana.
Incluso el problema del mal moral Cla forma más trágica de malC es afrontado en la
Biblia, la cual nos enseña que éste no se puede reducir a una cierta deficiencia debida
a la materia, sino que es una herida causada por una manifestación desordenada de la
libertad humana. En fin, la palabra de Dios plantea el problema del sentido de la
existencia y ofrece su respuesta orientando al hombre hacia Jesucristo, el Verbo de Dios,
que realiza en plenitud la existencia humana. De la lectura del texto sagrado se podrían
explicitar también otros aspectos; de todos modos, lo que sobresale es el rechazo de toda
forma de relativismo, de materialismo y de panteísmo. La convicción fundamental de esta
«filosofía» contenida en la Biblia es que la vida humana y el mundo tienen un sentido y
están orientados hacia su cumplimiento, que se realiza en Jesucristo. El misterio de la
Encarnación será siempre el punto de referencia para comprender el enigma de la
existencia humana, del mundo creado y de Dios mismo. En este misterio los retos para la
filosofía son radicales, porque la razón está llamada a asumir una lógica que derriba
los muros dentro de los cuales corre el riesgo de quedar encerrada. Sin embargo, sólo
aquí alcanza su culmen el sentido de la existencia. En efecto, se hace inteligible la
esencia íntima de Dios y del hombre. En el misterio del Verbo encarnado se salvaguardan
la naturaleza divina y la naturaleza humana, con su respectiva autonomía, y a la vez se
manifiesta el vínculo único que las pone en recíproca relación sin confusión.97
81. Se ha de tener
presente que uno de los elementos más importantes de nuestra condición actual es la
«crisis del sentido». Los puntos de vista, a menudo de carácter científico, sobre la
vida y sobre el mundo se han multiplicado de tal forma que podemos constatar como se
produce el fenómeno de la fragmentariedad del saber. Precisamente esto hace difícil y a
menudo vana la búsqueda de un sentido. Y, lo que es aún más dramático, en medio de
esta baraúnda de datos y de hechos entre los que se vive y que parecen formar la trama
misma de la existencia, muchos se preguntan si todavía tiene sentido plantearse la
cuestión del sentido. La pluralidad de las teorías que se disputan la respuesta, o los
diversos modos de ver y de interpretar el mundo y la vida del hombre, no hacen más que
agudizar esta duda radical, que fácilmente desemboca en un estado de escepticismo y de
indiferencia o en las diversas manifestaciones del nihilismo. La consecuencia de esto es
que a menudo el espíritu humano está sujeto a una forma de pensamiento ambiguo, que lo
lleva a encerrarse todavía más en sí mismo, dentro de los límites de su propia
inmanencia, sin ninguna referencia a lo trascendente. Una filosofía carente de la
cuestión sobre el sentido de la existencia incurriría en el grave peligro de degradar la
razón a funciones meramente instrumentales, sin ninguna auténtica pasión por la
búsqueda de la verdad. Para estar en consonancia con la palabra de Dios es necesario,
ante todo, que la filosofía encuentre de nuevo su dimensión sapiencial de búsqueda del
sentido último y global de la vida. Esta primera exigencia, pensándolo bien, es para la
filosofía un estímulo utilísimo para adecuarse a su misma naturaleza. En efecto,
haciéndolo así, la filosofía no sólo será la instancia crítica decisiva que señala
a las diversas ramas del saber científico su fundamento y su límite, sino que se pondrá
también como última instancia de unificación del saber y del obrar humano,
impulsándolos a avanzar hacia un objetivo y un sentido definitivos. Esta dimensión
sapiencial se hace hoy más indispensable en la medida en que el crecimiento inmenso del
poder técnico de la humanidad requiere una conciencia renovada y aguda de los valores
últimos. Si a estos medios técnicos les faltara la ordenación hacia un fin no meramente
utilitarista, pronto podrían revelarse inhumanos, e incluso transformarse en potenciales
destructores del género humano.98 La palabra de Dios revela el fin último del hombre y
da un sentido global a su obrar en el mundo. Por esto invita a la filosofía a esforzarse
en buscar el fundamento natural de este sentido, que es la religiosidad constitutiva de
toda persona. Una filosofía que quisiera negar la posibilidad de un sentido último y
global sería no sólo inadecuada, sino errónea.
82. Por otro lado, esta
función sapiencial no podría ser desarrollada por una filosofía que no fuese un saber
auténtico y verdadero, es decir, que atañe no sólo a aspectos particulares y relativos
de lo real Csean éstos funcionales, formales o útilesC, sino a su verdad total y
definitiva, o sea, al ser mismo del objeto de conocimiento. Ésta es, pues, una segunda
exigencia: verificar la capacidad del hombre de llegar al conocimiento de la verdad; un
conocimiento, además, que alcance la verdad objetiva, mediante aquella adaequatio rei et
intellectus a la que se refieren los Doctores de la Escolástica.99 Esta exigencia, propia
de la fe, ha sido reafirmada por el Concilio Vaticano II: «La inteligencia no se limita
sólo a los fenómenos, sino que es capaz de alcanzar con verdadera certeza la realidad
inteligible, aunque a consecuencia del pecado se encuentre parcialmente oscurecida y
debilitada». 100 Una filosofía radicalmente fenoménica o relativista sería inadecuada
para ayudar a profundizar en la riqueza de la palabra de Dios. En efecto, la Sagrada
Escritura presupone siempre que el hombre, aunque culpable de doblez y de engaño, es
capaz de conocer y de comprender la verdad límpida y pura. En los Libros sagrados,
concretamente en el Nuevo Testamento, hay textos y afirmaciones de alcance propiamente
ontológico. En efecto, los autores inspirados han querido formular verdaderas
afirmaciones que expresan la realidad objetiva. No se puede decir que la tradición
católica haya cometido un error al interpretar algunos textos de san Juan y de san Pablo
como afirmaciones sobre el ser de Cristo. La teología, cuando se dedica a comprender y
explicar estas afirmaciones, necesita la aportación de una filosofía que no renuncie a
la posibilidad de un conocimiento objetivamente verdadero, aunque siempre perfectible. Lo
dicho es válido también para los juicios de la conciencia moral, que la Sagrada
Escritura supone que pueden ser objetivamente verdaderos. 101
83. Las dos exigencias
mencionadas conllevan una tercera: es necesaria una filosofía de alcance auténticamente
metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la
verdad, a algo absoluto, último y fundamental. Esta es una exigencia implícita tanto en
el conocimiento de tipo sapiencial como en el de tipo analítico; concretamente, es una
exigencia propia del conocimiento del bien moral cuyo fundamento último es el sumo Bien,
Dios mismo. No quiero hablar aquí de la metafísica como si fuera una escuela específica
o una corriente histórica particular. Sólo deseo afirmar que la realidad y la verdad
transcienden lo fáctico y lo empírico, y reivindicar la capacidad que el hombre tiene de
conocer esta dimensión trascendente y metafísica de manera verdadera y cierta, aunque
imperfecta y analógica. En este sentido, la metafísica no se ha de considerar como
alternativa a la antropología, ya que la metafísica permite precisamente dar un
fundamento al concepto de dignidad de la persona por su condición espiritual. La persona,
en particular, es el ámbito privilegiado para el encuentro con el ser y, por tanto, con
la reflexión metafísica.La palabra de Dios se refiere continuamente a lo que supera la
experiencia e incluso el pensamiento del hombre; pero este «misterio» no podría ser
revelado, ni la teología podría hacerlo inteligible de modo alguno, 102 si el
conocimiento humano estuviera rigurosamente limitado al mundo de la experiencia sensible.
Por lo cual, la metafísica es una mediación privilegiada en la búsqueda teológica. Una
teología sin un horizonte metafísico no conseguiría ir más allá del análisis de la
experiencia religiosa y no permitiría al intellectus fidei expresar con coherencia el
valor universal y trascendente de la verdad revelada. Si insisto tanto en el elemento
metafísico es porque estoy convencido de que es el camino obligado para superar la
situación de crisis que afecta hoy a grandes sectores de la filosofía y para corregir
así algunos comportamientos erróneos difundidos en nuestra sociedad.
84. La importancia de
la instancia metafísica se hace aún más evidente si se considera el desarrollo que hoy
tienen las ciencias hermenéuticas y los diversos análisis del lenguaje. Los resultados a
los que llegan estos estudios pueden ser muy útiles para la comprensión de la fe, ya que
ponen de manifiesto la estructura de nuestro modo de pensar y de hablar y el sentido
contenido en el lenguaje. Sin embargo, hay estudiosos de estas ciencias que en sus
investigaciones tienden a detenerse en el modo cómo se comprende y se expresa la
realidad, sin verificar las posibilidades que tiene la razón para descubrir su esencia.
¿Cómo no descubrir en dicha actitud una prueba de la crisis de confianza, que atraviesa
nuestro tiempo, sobre la capacidad de la razón? Además, cuando en algunas afirmaciones
apriorísticas estas tesis tienden a ofuscar los contenidos de la fe o negar su validez
universal, no sólo humillan la razón, sino que se descalifican a sí mismas. En efecto,
la fe presupone con claridad que el lenguaje humano es capaz de expresar de manera
universal Caunque en términos analógicos, pero no por ello menos significativosC la
realidad divina y trascendente. 103 Si no fuera así, la palabra de Dios, que es siempre
palabra divina en lenguaje humano, no sería capaz de expresar nada sobre Dios. La
interpretación de esta Palabra no puede llevarnos de interpretación en interpretación,
sin llegar nunca a descubrir una afirmación simplemente verdadera; de otro modo no
habría revelación de Dios, sino solamente la expresión de conceptos humanos sobre Él y
sobre lo que presumiblemente piensa de nosotros.
85. Sé bien que estas
exigencias, puestas a la filosofía por la palabra de Dios, pueden parecer arduas a muchos
que afrontan la situación actual de la investigación filosófica. Precisamente por esto,
asumiendo lo que los Sumos Pontífices desde algún tiempo no dejan de enseñar y el mismo
Concilio Ecuménico Vaticano II ha afirmado, deseo expresar firmemente la convicción de
que el hombre es capaz de llegar a una visión unitaria y orgánica del saber. Éste es
uno de los cometidos que el pensamiento cristiano deberá afrontar a lo largo del próximo
milenio de la era cristiana. El aspecto sectorial del saber, en la medida en que comporta
un acercamiento parcial a la verdad con la consiguiente fragmentación del sentido, impide
la unidad interior del hombre contemporáneo. ¿Cómo podría no preocuparse la Iglesia?
Este cometido sapiencial llega a sus Pastores directamente desde el Evangelio y ellos no
pueden eludir el deber de llevarlo a cabo. Considero que quienes tratan hoy de responder
como filósofos a las exigencias que la palabra de Dios plantea al pensamiento humano,
deberían elaborar su razonamiento basándose en estos postulados y en coherente
continuidad con la gran tradición que, empezando por los antiguos, pasa por los Padres de
la Iglesia y los maestros de la escolástica, y llega hasta los descubrimientos
fundamentales del pensamiento moderno y contemporáneo. Si el filósofo sabe aprender de
esta tradición e inspirarse en ella, no dejará de mostrarse fiel a la exigencia de
autonomía del pensamiento filosófico. En este sentido, es muy significativo que, en el
contexto actual, algunos filósofos sean promotores del descubrimiento del papel
determinante de la tradición para una forma correcta de conocimiento. En efecto, la
referencia a la tradición no es un mero recuerdo del pasado, sino que más bien
constituye el reconocimiento de un patrimonio cultural de toda la humanidad. Es más, se
podría decir que nosotros pertenecemos a la tradición y no podemos disponer de ella como
queramos. Precisamente el tener las raíces en la tradición es lo que nos permite hoy
poder expresar un pensamiento original, nuevo y proyectado hacia el futuro. Esta misma
referencia es válida también sobre todo para la teología. No sólo porque tiene la
Tradición viva de la Iglesia como fuente originaria, 104 sino también porque, gracias a
esto, debe ser capaz de recuperar tanto la profunda tradición teológica que ha marcado
las épocas anteriores, como la perenne tradición de aquella filosofía que ha sabido
superar por su verdadera sabiduría los límites del espacio y del tiempo.
86. La insistencia en
la necesidad de una estrecha relación de continuidad de la reflexión filosófica
contemporánea con la elaborada en la tradición cristiana intenta prevenir el peligro que
se esconde en algunas corrientes de pensamiento, hoy tan difundidas. Considero oportuno
detenerme en ellas, aunque brevemente, para poner de relieve sus errores y los
consiguientes riesgos para la actividad filosófica. La primera es el eclecticismo,
término que designa la actitud de quien, en la investigación, en la enseñanza y en la
argumentación, incluso teológica, suele adoptar ideas derivadas de diferentes
filosofías, sin fijarse en su coherencia o conexión sistemática ni en su contexto
histórico. De este modo, no es capaz de discernir la parte de verdad de un pensamiento de
lo que pueda tener de erróneo o inadecuado. Una forma extrema de eclecticismo se percibe
también en el abuso retórico de los términos filosóficos al que se abandona a veces
algún teólogo. Esta instrumentalización no ayuda a la búsqueda de la verdad y no educa
la razón Ctanto teológica como filosóficaC para argumentar de manera seria y
científica. El estudio riguroso y profundo de las doctrinas filosóficas, de su lenguaje
peculiar y del contexto en que han surgido, ayuda a superar los riesgos del eclecticismo y
permite su adecuada integración en la argumentación teológica.
87. El eclecticismo es
un error de método, pero podría ocultar también las tesis propias del historicismo.
Para comprender de manera correcta una doctrina del pasado, es necesario considerarla en
su contexto histórico y cultural. En cambio, la tesis fundamental del historicismo
consiste en establecer la verdad de una filosofía sobre la base de su adecuación a un
determinado período y a un determinado objetivo histórico. De este modo, al menos
implícitamente, se niega la validez perenne de la verdad. Lo que era verdad en una
época, sostiene el historicista, puede no serlo ya en otra. En fin, la historia del
pensamiento es para él poco más que una pieza arqueológica a la que se recurre para
poner de relieve posiciones del pasado en gran parte ya superadas y carentes de
significado para el presente. Por el contrario, se debe considerar además que, aunque la
formulación esté en cierto modo vinculada al tiempo y a la cultura, la verdad o el error
expresados en ellas se pueden reconocer y valorar como tales en todo caso, no obstante la
distancia espacio-temporal. En la reflexión teológica, el historicismo tiende a
presentarse muchas veces bajo una forma de «modernismo». Con la justa preocupación de
actualizar la temática teológica y hacerla asequible a los contemporáneos, se recurre
sólo a las afirmaciones y jerga filosófica más recientes, descuidando las observaciones
críticas que se deberían hacer eventualmente a la luz de la tradición. Esta forma de
modernismo, por el hecho de sustituir la actualidad por la verdad, se muestra incapaz de
satisfacer las exigencias de verdad a la que la teología debe dar respuesta.
88. Otro peligro
considerable es el cientificismo. Esta corriente filosófica no admite como válidas otras
formas de conocimiento que no sean las propias de las ciencias positivas, relegando al
ámbito de la mera imaginación tanto el conocimiento religioso y teológico, como el
saber ético y estético. En el pasado, esta misma idea se expresaba en el positivismo y
en el neopositivismo, que consideraban sin sentido las afirmaciones de carácter
metafísico. La crítica epistemológica ha desacreditado esta postura, que, no obstante,
vuelve a surgir bajo la nueva forma del cientificismo. En esta perspectiva, los valores
quedan relegados a meros productos de la emotividad y la noción de ser es marginada para
dar lugar a lo puro y simplemente fáctico. La ciencia se prepara a dominar todos los
aspectos de la existencia humana a través del progreso tecnológico. Los éxitos
innegables de la investigación científica y de la tecnología contemporánea han
contribuido a difundir la mentalidad cientificista, que parece no encontrar límites,
teniendo en cuenta como ha penetrado en las diversas culturas y como ha aportado en ellas
cambios radicales. Se debe constatar lamentablemente que lo relativo a la cuestión sobre
el sentido de la vida es considerado por el cientificismo como algo que pertenece al campo
de lo irracional o de lo imaginario. No menos desalentador es el modo en que esta
corriente de pensamiento trata otros grandes problemas de la filosofía que, o son
ignorados o se afrontan con análisis basados en analogías superficiales, sin fundamento
racional. Esto lleva al empobrecimiento de la reflexión humana, que se ve privada de los
problemas de fondo que el animal rationale se ha planteado constantemente, desde el inicio
de su existencia terrena. En esta perspectiva, al marginar la crítica proveniente de la
valoración ética, la mentalidad cientificista ha conseguido que muchos acepten la idea
según la cual lo que es técnicamente realizable llega a ser por ello moralmente
admisible.
89. No menores peligros
conlleva el pragmatismo, actitud mental propia de quien, al hacer sus opciones, excluye el
recurso a reflexiones teoréticas o a valoraciones basadas en principios éticos. Las
consecuencias derivadas de esta corriente de pensamiento son notables. En particular, se
ha ido afirmando un concepto de democracia que no contempla la referencia a fundamentos de
orden axiológico y por tanto inmutables. La admisibilidad o no de un determinado
comportamiento se decide con el voto de la mayoría parlamentaria. 105 Las consecuencias
de semejante planteamiento son evidentes: las grandes decisiones morales del hombre se
subordinan, de hecho, a las deliberaciones tomadas cada vez por los órganos
institucionales. Más aún, la misma antropología está fuertemente condicionada por una
visión unidimensional del ser humano, ajena a los grandes dilemas éticos y a los
análisis existenciales sobre el sentido del sufrimiento y del sacrificio, de la vida y de
la muerte.
90. Las tesis
examinadas hasta aquí llevan, a su vez, a una concepción más general, que actualmente
parece constituir el horizonte común para muchas filosofías que se han alejado del
sentido del ser. Me estoy refiriendo a la postura nihilista, que rechaza todo fundamento a
la vez que niega toda verdad objetiva. El nihilismo, aun antes de estar en contraste con
las exigencias y los contenidos de la palabra de Dios, niega la humanidad del hombre y su
misma identidad. En efecto, se ha de tener en cuenta que la negación del ser comporta
inevitablemente la pérdida de contacto con la verdad objetiva y, por consiguiente, con el
fundamento de la dignidad humana. De este modo se hace posible borrar del rostro del
hombre los rasgos que manifiestan su semejanza con Dios, para llevarlo progresivamente o a
una destructiva voluntad de poder o a la desesperación de la soledad. Una vez que se ha
quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y
libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente. 106
91. Al comentar las
corrientes de pensamiento apenas mencionadas no ha sido mi intención presentar un cuadro
completo de la situación actual de la filosofía, que, por otra parte, sería difícil de
englobar en una visión unitaria. Quiero subrayar, de hecho, que la herencia del saber y
de la sabiduría se ha enriquecido en diversos campos. Basta citar la lógica, la
filosofía del lenguaje, la epistemología, la filosofía de la naturaleza, la
antropología, el análisis profundo de las vías afectivas del conocimiento, el
acercamiento existencial al análisis de la libertad. Por otra parte, la afirmación del
principio de inmanencia, que es el centro de la postura racionalista, suscitó, a partir
del siglo pasado, reacciones que han llevado a un planteamiento radical de los postulados
considerados indiscutibles. Nacieron así corrientes irracionalistas, mientras la crítica
ponía de manifiesto la inutilidad de la exigencia de autofundación absoluta de la
razón. Nuestra época ha sido calificada por ciertos pensadores como la época de la
«postmodernidad». Este término, utilizado frecuentemente en contextos muy diferentes
unos de otros, designa la aparición de un conjunto de factores nuevos, que por su
difusión y eficacia han sido capaces de determinar cambios significativos y duraderos.
Así, el término se ha empleado primero a propósito de fenómenos de orden estético,
social y tecnológico. Sucesivamente ha pasado al ámbito filosófico, quedando
caracterizado no obstante por una cierta ambigüedad, tanto porque el juicio sobre lo que
se llama «postmoderno» es unas veces positivo y otras negativo, como porque falta
consenso sobre el delicado problema de la delimitación de las diferentes épocas
históricas. Sin embargo, no hay duda de que las corrientes de pensamiento relacionadas
con la postmodernidad merecen una adecuada atención. En efecto, según algunas de ellas
el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería ya aprender a
vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y
fugaz. Muchos autores, en su crítica demoledora de toda certeza e ignorando las
distinciones necesarias, contestan incluso la certeza de la fe. Este nihilismo encuentra
una cierta confirmación en la terrible experiencia del mal que ha marcado nuestra época.
Ante esta experiencia dramática, el optimismo racionalista que veía en la historia el
avance victorioso de la razón, fuente de felicidad y de libertad, no ha podido mantenerse
en pie, hasta el punto de que una de las mayores amenazas en este fin de siglo es la
tentación de la desesperación. Sin embargo es verdad que una cierta mentalidad
positivista sigue alimentando la ilusión de que, gracias a las conquistas científicas y
técnicas, el hombre, como demiurgo, pueda llegar por sí solo a conseguir el pleno
dominio de su destino.
Cometidos actuales de
la teología
92. Como inteligencia
de la Revelación, la teología en las diversas épocas históricas ha debido afrontar
siempre las exigencias de las diferentes culturas para luego conciliar en ellas el
contenido de la fe con una conceptualización coherente. Hoy tiene también un doble
cometido. En efecto, por una parte debe desarrollar la labor que el Concilio Vaticano II
le encomendó en su momento: renovar las propias metodologías para un servicio más
eficaz a la evangelización. En esta perspectiva, ¿cómo no recordar las palabras
pronunciadas por el Sumo Pontífice Juan XXIII en la apertura del Concilio? Decía
entonces: «Es necesario, además, como lo desean ardientemente todos los que promueven
sinceramente el espíritu cristiano, católico y apostólico, conocer con mayor amplitud y
profundidad esta doctrina que debe impregnar las conciencias. Esta doctrina es, sin duda,
verdadera e inmutable, y el fiel debe prestarle obediencia, pero hay que investigarla y
exponerla según las exigencias de nuestro tiempo». 107 Por otra parte, la teología debe
mirar hacia la verdad última que recibe con la Revelación, sin darse por satisfecha con
las fases intermedias. Es conveniente que el teólogo recuerde que su trabajo corresponde
«al dinamismo presente en la fe misma» y que el objeto propio de su investigación es
«la Verdad, el Dios vivo y su designio de salvación revelado en Jesucristo». 108 Este
cometido, que afecta en primer lugar a la teología, atañe igualmente a la filosofía. En
efecto, los numerosos problemas actuales exigen un trabajo común, aunque realizado con
metodologías diversas, para que la verdad sea nuevamente conocida y expresada. La Verdad,
que es Cristo, se impone como autoridad universal que dirige, estimula y hacer crecer (cf.
Ef 4, 15) tanto la teología como la filosofía. Creer en la posibilidad de conocer una
verdad universalmente válida no es en modo alguno fuente de intolerancia; al contrario,
es una condición necesaria para un diálogo sincero y auténtico entre las personas.
Sólo bajo esta condición es posible superar las divisiones y recorrer juntos el camino
hacia la verdad completa, siguiendo los senderos que sólo conoce el Espíritu del Señor
resucitado. 109 Deseo indicar ahora cómo la exigencia de unidad se presenta concretamente
hoy ante las tareas actuales de la teología.
93. El objetivo
fundamental al que tiende la teología consiste en presentar la inteligencia de la
Revelación y el contenido de la fe. Por tanto, el verdadero centro de su reflexión será
la contemplación del misterio mismo de Dios Trino. A Él se llega reflexionando sobre el
misterio de la encarnación del Hijo de Dios: sobre su hacerse hombre y el consiguiente
caminar hacia la pasión y muerte, misterio que desembocará en su gloriosa resurrección
y ascensión a la derecha del Padre, de donde enviará el Espíritu de la verdad para
constituir y animar a su Iglesia. En este horizonte, un objetivo primario de la teología
es la comprensión de la kenosis de Dios, verdadero gran misterio para la mente humana, a
la cual resulta inaceptable que el sufrimiento y la muerte puedan expresar el amor que se
da sin pedir nada a cambio. En esta perspectiva se impone como exigencia básica y urgente
un análisis atento de los textos. En primer lugar, los textos escriturísticos; después,
los de la Tradición viva de la Iglesia. A este respecto, se plantean hoy algunos
problemas, sólo nuevos en parte, cuya solución coherente no se podrá encontrar
prescindiendo de la aportación de la filosofía.
94. Un primer aspecto
problemático es la relación entre el significado y la verdad. Como cualquier otro texto,
también las fuentes que el teólogo interpreta transmiten ante todo un significado, que
se ha de descubrir y exponer. Ahora bien, este significado se presenta como la verdad
sobre Dios, que es comunicada por Él mismo a través del texto sagrado. En el lenguaje
humano, pues, toma cuerpo el lenguaje de Dios, que comunica la propia verdad con la
admirable «condescendencia» que refleja la lógica de la Encarnación. 110 Al
interpretar las fuentes de la Revelación es necesario, por tanto, que el teólogo se
pregunte cuál es la verdad profunda y genuina que los textos quieren comunicar, a pesar
de los límites del lenguaje. En cuanto a los textos bíblicos, y a los Evangelios en
particular, su verdad no se reduce ciertamente a la narración de meros acontecimientos
históricos o a la revelación de hechos neutrales, como postula el positivismo
historicista. 111 Al contrario, estos textos presentan acontecimientos cuya verdad va más
allá de las vicisitudes históricas: su significado está en y para la historia de la
salvación. Esta verdad tiene su plena explicitación en la lectura constante que la
Iglesia hace de dichos textos a lo largo de los siglos, manteniendo inmutable su
significado originario. Es urgente, pues, interrogarse incluso filosóficamente sobre la
relación que hay entre el hecho y su significado; relación que constituye el sentido
específico de la historia.
95. La palabra de Dios
no se dirige a un solo pueblo y a una sola época. Igualmente, los enunciados dogmáticos,
aun reflejando a veces la cultura del período en que se formulan, presentan una verdad
estable y definitiva. Surge, pues, la pregunta sobre cómo se puede conciliar el carácter
absoluto y universal de la verdad con el inevitable condicionamiento histórico y cultural
de las fórmulas en que se expresa. Como he dicho anteriormente, las tesis del
historicismo no son defendibles. En cambio, la aplicación de una hermenéutica abierta a
la instancia metafísica permite mostrar cómo, a partir de las circunstancias históricas
y contingentes en que han madurado los textos, se llega a la verdad expresada en ellos,
que va más allá de dichos condicionamientos. Con su lenguaje histórico y circunscrito
el hombre puede expresar unas verdades que transcienden el fenómeno lingüístico. En
efecto, la verdad jamás puede ser limitada por el tiempo y la cultura; se conoce en la
historia, pero supera la historia misma.
96. Esta consideración
permite entrever la solución de otro problema: el de la perenne validez del lenguaje
conceptual usado en las definiciones conciliares. Mi predecesor Pío XII ya afrontó esta
cuestión en la Encíclica Humani generis. 112 Reflexionar sobre este tema no es fácil,
porque se debe tener en cuenta seriamente el significado que adquieren las palabras en las
diversas culturas y en épocas diferentes. De todos modos, la historia del pensamiento
enseña que a través de la evolución y la variedad de las culturas ciertos conceptos
básicos mantienen su valor cognoscitivo universal y, por tanto, la verdad de las
proposiciones que los expresan. 113 Si no fuera así, la filosofía y las ciencias no
podrían comunicarse entre ellas, ni podrían ser asumidas por culturas distintas de
aquellas en que han sido pensadas y elaboradas. El problema hermenéutico, por tanto,
existe, pero tiene solución. Por otra parte, el valor objetivo de muchos conceptos no
excluye que a menudo su significado sea imperfecto. La especulación filosófica podría
ayudar mucho en este campo. Por tanto, es de desear un esfuerzo particular para
profundizar la relación entre lenguaje conceptual y verdad, para proponer vías adecuadas
para su correcta comprensión.
97. Si un cometido
importante de la teología es la interpretación de las fuentes, un paso ulterior e
incluso más delicado y exigente es la comprensión de la verdad revelada, o sea, la
elaboración del intellectus fidei. Como ya he dicho, el intellectus fidei necesita la
aportación de una filosofía del ser, que permita ante todo a la teología dogmática
desarrollar de manera adecuada sus funciones. El pragmatismo dogmático de principios de
este siglo, según el cual las verdades de fe no serían más que reglas de
comportamiento, ha sido ya descartado y rechazado; 114 a pesar de esto, queda siempre la
tentación de comprender estas verdades de manera puramente funcional. En este caso, se
caería en un esquema inadecuado, reductivo y desprovisto de la necesaria incisividad
especulativa. Por ejemplo, una cristología que se estructurara unilateralmente «desde
abajo», como hoy suele decirse, o una eclesiología elaborada únicamente sobre el modelo
de la sociedad civil, difícilmente podrían evitar el peligro de tal reduccionismo. Si el
intellectus fidei quiere incorporar toda la riqueza de la tradición teológica, debe
recurrir a la filosofía del ser. Ésta debe poder replantear el problema del ser según
las exigencias y las aportaciones de toda la tradición filosófica, incluida la más
reciente, evitando caer en inútiles repeticiones de esquemas anticuados. En el marco de
la tradición metafísica cristiana, la filosofía del ser es una filosofía dinámica que
ve la realidad en sus estructuras ontológicas, causales y comunicativas. Ella tiene
fuerza y perenne validez por estar fundamentada en el hecho mismo del ser, que permite la
apertura plena y global hacia la realidad entera, superando cualquier límite hasta llegar
a Aquél que lo perfecciona todo. 115 En la teología, que recibe sus principios de la
Revelación como nueva fuente de conocimiento, se confirma esta perspectiva según la
íntima relación entre fe y racionalidad metafísica.
98. Consideraciones
análogas se pueden hacer también por lo que se refiere a la teología moral. La
recuperación de la filosofía es urgente asimismo para la comprensión de la fe, relativa
a la actuación de los creyentes. Ante los retos contemporáneos en el campo social,
económico, político y científico, la conciencia ética del hombre está desorientada.
En la Encíclica Veritatis splendor he puesto de relieve que muchos de los problemas que
tiene el mundo actual derivan de una «crisis en torno a la verdad. Abandonada la idea de
una verdad universal sobre el bien, que la razón humana pueda conocer, ha cambiado
también inevitablemente la concepción misma de la conciencia: a ésta ya no se la
considera en su realidad originaria, o sea, como acto de la inteligencia de la persona,
que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y
expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que
más bien se está orientando a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de
fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta
visión coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su
verdad, diversa de la verdad de los demás». 116 En toda la Encíclica he subrayado
claramente el papel fundamental que corresponde a la verdad en el campo moral. Esta
verdad, respecto a la mayor parte de los problemas éticos más urgentes, exige, por parte
de la teología moral, una atenta reflexión que ponga bien de relieve su arraigo en la
palabra de Dios. Para cumplir esta misión propia, la teología moral debe recurrir a una
ética filosófica orientada a la verdad del bien; a una ética, pues, que no sea
subjetivista ni utilitarista. Esta ética implica y presupone una antropología
filosófica y una metafísica del bien. Gracias a esta visión unitaria, vinculada
necesariamente a la santidad cristiana y al ejercicio de las virtudes humanas y
sobrenaturales, la teología moral será capaz de afrontar los diversos problemas de su
competencia Ccomo la paz, la justicia social, la familia, la defensa de la vida y del
ambiente naturalC del modo más adecuado y eficaz.
99. La labor teológica
en la Iglesia está ante todo al servicio del anuncio de la fe y de la catequesis.117 El
anuncio o kerigma llama a la conversión, proponiendo la verdad de Cristo que culmina en
su Misterio pascual. En efecto, sólo en Cristo es posible conocer la plenitud de la
verdad que nos salva (cf. Hch 4, 12; 1 Tm 2, 4-6). En este contexto se comprende bien por
qué, además de la teología, tiene también un notable interés la referencia a la
catequesis, pues conlleva implicaciones filosóficas que deben estudiarse a la luz de la
fe. La enseñanza dada en la catequesis tiene un efecto formativo para la persona. La
catequesis, que es también comunicación lingüística, debe presentar la doctrina de la
Iglesia en su integridad, 118 mostrando su relación con la vida de los creyentes. 119 Se
da así una unión especial entre enseñanza y vida, que es imposible alcanzar de otro
modo. En efecto, lo que se comunica en la catequesis no es un conjunto de verdades
conceptuales, sino el misterio del Dios vivo. 120 La reflexión filosófica puede
contribuir mucho a clarificar la relación entre verdad y vida, entre acontecimiento y
verdad doctrinal y, sobre todo, la relación entre verdad trascendente y lenguaje
humanamente inteligible. 121 La reciprocidad que hay entre las materias teológicas y los
objetivos alcanzados por las diferentes corrientes filosóficas puede manifestar, pues,
una fecundidad concreta de cara a la comunicación de la fe y de su comprensión más
profunda.
(97) Cf. Conc. Ecum.
Calcedonense, Symbolum, Definitio: DS 302.
(98) Cf. Enc. Redemptor
hominis (4 de marzo de 1979), 15: AAS 71 (1979), 286-289.
(99) Cf. por ejemplo S.
Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, 16,1; S. Buenaventura, Coll. in Hex., 3, 8, 1.
pseudo Epifanio: PG 43, 493.
(100) Const. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 15.
(101) Enc. Veritatis
splendor (6 de agosto de 1993), 57-61: AAS 85 (1993), 1179-1182.
(102) Cf. Conc. Ecum.
Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, IV: DS 3016.
(103) Cf. Conc. Ecum.
Lateranense IV, De errore abbatis Ioachim, II: DS 806.
(104) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 24; Decr. Optatam totius,
sobre la formación sacerdotal, 16.
(105) Cf. Enc.
Evangelium vitae (25 de marzo de 1995), 69: AAS 87 (1995), 481.
(106) En este mismo
sentido escribía en mi primera Encíclica, comentando la expresión de san Juan:
««Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (8, 32). Estas palabras encierran
una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación
honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la
advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad
superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el
hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a
nosotros como Aquél que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquél
que libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus
mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia»: Redemptor
hominis, (4 de marzo de 1979), 12: AAS 71 (1979), 280-281.
(107) Discurso en la
inauguración del Concilio (11 de octubre de 1962): AAS 54 (1962), 792.
(108) Congr. para la
Doctrina de la Fe, Instr. Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo (24 de
mayo de 1990), 7-8: AAS 82 (1990), 1552-1553.
(109) He escrito en la
Encíclica Dominum et vivificantem, comentando Jn 16, 12-13: «Jesús presenta el
Paráclito, el Espíritu de la verdad, como el que "enseñará" y
"recordará", como el que "dará testimonio" de él; luego dice:
"Os guiará hasta la verdad completa". Este "guiar hasta la verdad
completa", con referencia a lo que dice a los apóstoles "pero ahora no podéis
con ello", está necesariamente relacionado con el anonadamiento de Cristo por medio
de la pasión y muerte de Cruz, que entonces, cuando pronunciaba estas palabras, era
inminente. Después, sin embargo, resulta claro que aquel "guiar hasta la verdad
completa" se refiere también, además del escándalo de la cruz, a todo lo que
Cristo "hizo y enseñó" (Hch 1, 1). En efecto, el misterio de Cristo en su
globalidad exige la fe, ya que ésta introduce oportunamente al hombre en la realidad del
misterio revelado. El "guiar hasta la verdad completa" se realiza, pues, en la
fe y mediante la fe, lo cual es obra del Espíritu de la verdad y fruto de su acción en
el hombre. El Espíritu Santo debe ser en esto la guía suprema del hombre y la luz del
espíritu humano», 6: AAS 78 (1986), 815-816.
(110) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 13.
(111) Cf. Pontificia
Comisión Bíblica, Instr. sobre la verdad histórica de los Evangelios (21 de abril de
1964): AAS 56 (1964), 713.
(112) «Es evidente que
la Iglesia no puede ligarse a ningún sistema filosófico efímero; pero las nociones y
los términos que los doctores católicos, con general aprobación, han ido reuniendo
durante varios siglos para llegar a obtener algún conocimiento del dogma, no se fundan,
sin duda en cimientos deleznables. Se fundan realmente en principios y nociones deducidas
del verdadero conocimiento de las cosas creadas; deducción realizada a la luz de la
verdad revelada, que, por medio de la Iglesia, iluminaba, como una estrella, la mente
humana. Pero no hay que extrañarse que algunas de estas nociones hayan sido no sólo
empleadas, sino también aprobadas por los concilios ecuménicos, de tal suerte que no es
lícito apartarse de ellas»: Enc. Humani generis (12 de agosto de 1950): AAS 42 (1950),
566-567; cf. Comisión Teológica Internacional, Doc. Interpretationis problema (octubre
1989): Ench. Vat. 11, nn. 2717-2811.
(113) «En cuanto al
significado mismo de las fórmulas dogmáticas, éste es siempre verdadero y coherente en
la Iglesia, incluso cuando es principalmente aclarado y comprendido mejor. Por tanto, los
fieles deben evitar la opinión que considera que las fórmulas dogmáticas (o cualquier
tipo de ellas) no pueden manifestar la verdad de manera determinada, sino sólo sus
aproximaciones cambiantes que son, en cierto modo, deformaciones y alteraciones de la
misma»: S. Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium Ecclesiae, acerca de la
defensa de la doctrina sobre la Iglesia, (24 de junio de 1973), 5: AAS 65 (1973), 403.
(114) Cf. Congr. S.
Officii, Decr. Lamentabili (3 de julio de 1907), 26: ASS 40 (1907), 473.
(115) Cf. Discurso al
Pontificio Ateneo «Angelicum» (17 de noviembre de 1979), 6: Insegnamenti, II, 2 (1979),
1183-1185.
(116) N. 32: AAS 85
(1993), 1159-1160.
(117) Cf. Exhort. ap.
Catechesi tradendae (16 de octubre de 1979), 30: AAS 71 (1979), 1302-1303; Congr. para la
Doctrina de la Fe, Instr. Donum veritatis, sobre la vocación eclesial del teólogo (24 de
mayo de 1990), 7: AAS 82 (1990), 1552-1553.
(118) Cf. Exhort. ap.
Catechesi tradendae (16 de octubre de 1979), 30: AAS 71 (1979), 1302-1303.
(119) Cf. ibíd., 22,
l.c., 1295-1296.
(120) Cf. ibíd., 7,
l.c., 1282.
(121) Cf. ibíd., 59,
l.c., 1325. |