CARTA
ENCÍCLICA
«F I D E S E T R A T I O»
SOBRE LAS RELACIONES ENTRE FE Y RAZÓN
CAPÍTULO VI
INTERACCION ENTRE TEOLOGIA Y
FILOSOFIA
La ciencia de la fe y
las exigencias de la razón filosófica
64. La palabra de Dios
se dirige a cada hombre, en todos los tiempos y lugares de la tierra; y el hombre es
naturalmente filósofo. Por su parte, la teología, en cuanto elaboración refleja y
científica de la inteligencia de esta palabra a la luz de la fe, no puede prescindir de
relacionarse con las filosofías elaboradas de hecho a lo largo de la historia, tanto para
algunos de sus procedimientos como también para lograr sus tareas específicas. Sin
querer indicar a los teólogos metodologías particulares, cosa que no atañe al
Magisterio, deseo más bien recordar algunos cometidos propios de la teología, en las que
el recurso al pensamiento filosófico se impone por la naturaleza misma de la Palabra
revelada.
65. La teología se
organiza como ciencia de la fe a la luz de un doble principio metodológico: el auditus
fidei y el intellectus fidei. Con el primero, asume los contenidos de la Revelación tal y
como han sido explicitados progresivamente en la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura
y el Magisterio vivo de la Iglesia.88 Con el segundo, la teología quiere responder a las
exigencias propias del pensamiento mediante la reflexión especulativa. En cuanto a la
preparación de un correcto auditus fidei, la filosofía ofrece a la teología su peculiar
aportación al tratar sobre la estructura del conocimiento y de la comunicación personal
y, en particular, sobre las diversas formas y funciones del lenguaje. Igualmente es
importante la aportación de la filosofía para una comprensión más coherente de la
Tradición eclesial, de los pronunciamientos del Magisterio y de las sentencias de los
grandes maestros de la teología. En efecto, estos se expresan con frecuencia usando
conceptos y formas de pensamiento tomados de una determinada tradición filosófica. En
este caso, el teólogo debe no sólo exponer los conceptos y términos con los que la
Iglesia reflexiona y elabora su enseñanza, sino también conocer a fondo los sistemas
filosóficos que han influido eventualmente tanto en las nociones como en la
terminología, para llegar así a interpretaciones correctas y coherentes.
66. En relación con el
intellectus fidei, se debe considerar ante todo que la Verdad divina, «como se nos
propone en las Escrituras interpretadas según la sana doctrina de la Iglesia»,89 goza de
una inteligibilidad propia con tanta coherencia lógica que se propone como un saber
auténtico. El intellectus fidei explicita esta verdad, no sólo asumiendo las estructuras
lógicas y conceptuales de las proposiciones en las que se articula la enseñanza de la
Iglesia, sino también, y primariamente, mostrando el significado de salvación que estas
proposiciones contienen para el individuo y la humanidad. Gracias al conjunto de estas
proposiciones el creyente llega a conocer la historia de la salvación, que culmina en la
persona de Jesucristo y en su misterio pascual. En este misterio participa con su
asentimiento de fe. Por su parte, la teología dogmática debe ser capaz de articular el
sentido universal del misterio de Dios Uno y Trino y de la economía de la salvación
tanto de forma narrativa, como sobre todo de forma argumentativa. Esto es, debe hacerlo
mediante expresiones conceptuales, formuladas de modo crítico y comunicables
universalmente. En efecto, sin la aportación de la filosofía no se podrían ilustrar
contenidos teológicos como, por ejemplo, el lenguaje sobre Dios, las relaciones
personales dentro de la Trinidad, la acción creadora de Dios en el mundo, la relación
entre Dios y el hombre, y la identidad de Cristo que es verdadero Dios y verdadero hombre.
Las mismas consideraciones valen para diversos temas de la teología moral, donde es
inmediato el recurso a conceptos como ley moral, conciencia, libertad, responsabilidad
personal, culpa, etc., que son definidos por la ética filosófica. Es necesario, por
tanto, que la razón del creyente tenga un conocimiento natural, verdadero y coherente de
las cosas creadas, del mundo y del hombre, que son también objeto de la revelación
divina; más todavía, debe ser capaz de articular dicho conocimiento de forma conceptual
y argumentativa. La teología dogmática especulativa, por tanto, presupone e implica una
filosofía del hombre, del mundo y, más radicalmente, del ser, fundada sobre la verdad
objetiva.
67. La teología
fundamental, por su carácter propio de disciplina que tiene la misión de dar razón de
la fe (cf. 1 Pe 3, 15), debe encargarse de justificar y explicitar la relación entre la
fe y la reflexión filosófica. Ya el Concilio Vaticano I, recordando la enseñanza
paulina (cf. Rm 1, 19-20), había llamado la atención sobre el hecho de que existen
verdades cognoscibles naturalmente y, por consiguiente, filosóficamente. Su conocimiento
constituye un presupuesto necesario para acoger la revelación de Dios. Al estudiar la
Revelación y su credibilidad, junto con el correspondiente acto de fe, la teología
fundamental debe mostrar cómo, a la luz de lo conocido por la fe, emergen algunas
verdades que la razón ya posee en su camino autónomo de búsqueda. La Revelación les da
pleno sentido, orientándolas hacia la riqueza del misterio revelado, en el cual
encuentran su fin último. Piénsese, por ejemplo, en el conocimiento natural de Dios, en
la posibilidad de discernir la revelación divina de otros fenómenos, en el
reconocimiento de su credibilidad, en la aptitud del lenguaje humano para hablar de forma
significativa y verdadera incluso de lo que supera toda experiencia humana. La razón es
llevada por todas estas verdades a reconocer la existencia de una vía realmente
propedéutica a la fe, que puede desembocar en la acogida de la Revelación, sin
menoscabar en nada sus propios principios y su autonomía.90 Del mismo modo, la teología
fundamental debe mostrar la íntima compatibilidad entre la fe y su exigencia fundamental
de ser explicitada mediante una razón capaz de dar su asentimiento en plena libertad.
Así, la fe sabrá mostrar «plenamente el camino a una razón que busca sinceramente la
verdad. De este modo, la fe, don de Dios, a pesar de no fundarse en la razón, ciertamente
no puede prescindir de ella; al mismo tiempo, la razón necesita fortalecerse mediante la
fe, para descubrir los horizontes a los que no podría llegar por sí misma».91
68. La teología moral
necesita aún más la aportación filosófica. En efecto, en la Nueva Alianza la vida
humana está mucho menos reglamentada por prescripciones que en la Antigua. La vida en el
Espíritu lleva a los creyentes a una libertad y responsabilidad que van más allá de la
Ley misma. El Evangelio y los escritos apostólicos proponen tanto principios generales de
conducta cristiana como enseñanzas y preceptos concretos. Para aplicarlos a las
circunstancias particulares de la vida individual y social, el cristiano debe ser capaz de
emplear a fondo su conciencia y la fuerza de su razonamiento. Con otras palabras, esto
significa que la teología moral debe acudir a una visión filosófica correcta tanto de
la naturaleza humana y de la sociedad como de los principios generales de una decisión
ética.
69. Se puede tal vez
objetar que en la situación actual el teólogo debería acudir, más que a la filosofía,
a la ayuda de otras formas del saber humano, como la historia y sobre todo las ciencias,
cuyos recientes y extraordinarios progresos son admirados por todos. Algunos sostienen, en
sintonía con la difundida sensibilidad sobre la relación entre fe y culturas, que la
teología debería dirigirse preferentemente a las sabidurías tradicionales, más que a
una filosofía de origen griego y de carácter eurocéntrico. Otros, partiendo de una
concepción errónea del pluralismo de las culturas, niegan simplemente el valor universal
del patrimonio filosófico asumido por la Iglesia. Estas observaciones, presentes ya en
las enseñanzas conciliares,92 tienen una parte de verdad. La referencia a las ciencias,
útil en muchos casos porque permite un conocimiento más completo del objeto de estudio,
no debe sin embargo hacer olvidar la necesaria mediación de una reflexión típicamente
filosófica, crítica y dirigida a lo universal, exigida además por un intercambio
fecundo entre las culturas. Debo subrayar que no hay que limitarse al caso individual y
concreto, olvidando la tarea primaria de manifestar el carácter universal del contenido
de fe. Además, no hay que olvidar que la aportación peculiar del pensamiento filosófico
permite discernir, tanto en las diversas concepciones de la vida como en las culturas,
«no lo que piensan los hombres, sino cuál es la verdad objetiva».93 Sólo la verdad, y
no las diferentes opiniones humanas, puede servir de ayuda a la teología.
70. El tema de la
relación con las culturas merece una reflexión específica, aunque no pueda ser
exhaustiva, debido a sus implicaciones en el campo filosófico y teológico. El proceso de
encuentro y confrontación con las culturas es una experiencia que la Iglesia ha vivido
desde los comienzos de la predicación del Evangelio. El mandato de Cristo a los
discípulos de ir a todas partes «hasta los confines de la tierra» (Hch, 1, 8) para
transmitir la verdad por Él revelada, permitió a la comunidad cristiana verificar bien
pronto la universalidad del anuncio y los obstáculos derivados de la diversidad de las
culturas. Un pasaje de la Carta de san Pablo a los cristianos de Éfeso ofrece una valiosa
ayuda para comprender cómo la comunidad primitiva afrontó este problema. Escribe el
Apóstol: «Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos,
habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que
de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba» (2, 13-14). A la luz de
este texto nuestra reflexión considera también la transformación que se dio en los
Gentiles cuando llegaron a la fe. Ante la riqueza de la salvación realizada por Cristo,
caen las barreras que separan las diversas culturas. La promesa de Dios en Cristo llega a
ser, ahora, una oferta universal, no ya limitada a un pueblo concreto, con su lengua y
costumbres, sino extendida a todos como un patrimonio del que cada uno puede libremente
participar. Desde lugares y tradiciones diferentes todos están llamados en Cristo a
participar en la unidad de la familia de los hijos de Dios. Cristo permite a los dos
pueblos llegar a ser «uno». Aquellos que eran «los alejados» se hicieron «los
cercanos» gracias a la novedad realizada por el misterio pascual. Jesús derriba los
muros de la división y realiza la unificación de forma original y suprema mediante la
participación en su misterio. Esta unidad es tan profunda que la Iglesia puede decir con
san Pablo: «Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y
familiares de Dios» (Ef 2, 19). En una expresión tan simple está descrita una gran
verdad: el encuentro de la fe con las diversas culturas de hecho ha dado vida a una
realidad nueva. Las culturas, cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan
consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo universal y a la
trascendencia. Por ello, ofrecen modos diversos de acercamiento a la verdad, que son de
indudable utilidad para el hombre al que sugieren valores capaces de hacer cada vez más
humana su existencia.94 Como además las culturas evocan los valores de las tradiciones
antiguas, llevan consigo Caunque de manera implícita, pero no por ello menos realC la
referencia a la manifestación de Dios en la naturaleza, como se ha visto precedentemente
hablando de los textos sapienciales y de las enseñanzas de san Pablo.
71. Las culturas,
estando en estrecha relación con los hombres y con su historia, comparten el dinamismo
propio del tiempo humano. Se aprecian en consecuencia transformaciones y progresos debidos
a los encuentros entre los hombres y a los intercambios recíprocos de sus modelos de
vida. Las culturas se alimentan de la comunicación de valores, y su vitalidad y
subsistencia proceden de su capacidad de permanecer abiertas a la acogida de lo nuevo.
¿Cuál es la explicación de este dinamismo? Cada hombre está inmerso en una cultura, de
ella depende y sobre ella influye. Él es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la
que pertenece. En cada expresión de su vida, lleva consigo algo que lo diferencia del
resto de la creación: su constante apertura al misterio y su inagotable deseo de conocer.
En consecuencia, toda cultura lleva impresa y deja entrever la tensión hacia una
plenitud. Se puede decir, pues, que la cultura tiene en sí misma la posibilidad de acoger
la revelación divina. La forma en la que los cristianos viven la fe está también
impregnada por la cultura del ambiente circundante y contribuye, a su vez, a modelar
progresivamente sus características. Los cristianos aportan a cada cultura la verdad
inmutable de Dios, revelada por Él en la historia y en la cultura de un pueblo. A lo
largo de los siglos se sigue produciendo el acontecimiento del que fueron testigos los
peregrinos presentes en Jerusalén el día de Pentecostés. Escuchando a los Apóstoles se
preguntaban: «¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada
uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos, medos y elamitas;
habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la
parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses
y árabes, todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios» (Hch 2,
7-11). El anuncio del Evangelio en las diversas culturas, aunque exige de cada
destinatario la adhesión de la fe, no les impide conservar una identidad cultural propia.
Ello no crea división alguna, porque el pueblo de los bautizados se distingue por una
universalidad que sabe acoger cada cultura, favoreciendo el progreso de lo que en ella hay
de implícito hacia su plena explicitación en la verdad. De esto deriva que una cultura
nunca puede ser criterio de juicio y menos aún criterio último de verdad en relación
con la revelación de Dios. El Evangelio no es contrario a una u otra cultura como si,
entrando en contacto con ella, quisiera privarla de lo que le pertenece obligándola a
asumir formas extrínsecas no conformes a la misma. Al contrario, el anuncio que el
creyente lleva al mundo y a las culturas es una forma real de liberación de los
desórdenes introducidos por el pecado y, al mismo tiempo, una llamada a la verdad plena.
En este encuentro, las culturas no sólo no se ven privadas de nada, sino que por el
contrario son animadas a abrirse a la novedad de la verdad evangélica recibiendo
incentivos para ulteriores desarrollos.
72. El hecho de que la
misión evangelizadora haya encontrado en su camino primero a la filosofía griega, no
significa en modo alguno que excluya otras aportaciones. Hoy, a medida que el Evangelio
entra en contacto con áreas culturales que han permanecido hasta ahora fuera del ámbito
de irradiación del cristianismo, se abren nuevos cometidos a la inculturación. Se
presentan a nuestra generación problemas análogos a los que la Iglesia tuvo que afrontar
en los primeros siglos. Mi pensamiento se dirige espontáneamente a las tierras del
Oriente, ricas de tradiciones religiosas y filosóficas muy antiguas. Entre ellas, la
India ocupa un lugar particular. Un gran movimiento espiritual lleva el pensamiento indio
a la búsqueda de una experiencia que, liberando el espíritu de los condicionamientos del
tiempo y del espacio, tenga valor absoluto. En el dinamismo de esta búsqueda de
liberación se sitúan grandes sistemas metafísicos. Corresponde a los cristianos de hoy,
sobre todo a los de la India, sacar de este rico patrimonio los elementos compatibles con
su fe de modo que enriquezcan el pensamiento cristiano. Para esta obra de discernimiento,
que encuentra su inspiración en la Declaración conciliar Nostra aetate, tendrán en
cuenta varios criterios. El primero es el de la universalidad del espíritu humano, cuyas
exigencias fundamentales son idénticas en las culturas más diversas. El segundo,
derivado del primero, consiste en que cuando la Iglesia entra en contacto con grandes
culturas a las que anteriormente no había llegado, no puede olvidar lo que ha adquirido
en la inculturación en el pensamiento grecolatino. Rechazar esta herencia sería ir en
contra del designio providencial de Dios, que conduce su Iglesia por los caminos del
tiempo y de la historia. Este criterio, además, vale para la Iglesia de cada época,
también para la del mañana, que se sentirá enriquecida por los logros alcanzados en el
actual contacto con las culturas orientales y encontrará en este patrimonio nuevas
indicaciones para entrar en diálogo fructuoso con las culturas que la humanidad hará
florecer en su camino hacia el futuro. En tercer lugar, hay que evitar confundir la
legítima reivindicación de lo específico y original del pensamiento indio con la idea
de que una tradición cultural deba encerrarse en su diferencia y afirmarse en su
oposición a otras tradiciones, lo cual es contrario a la naturaleza misma del espíritu
humano. Lo que se ha dicho aquí de la India vale también para el patrimonio de las
grandes culturas de la China, el Japón y de los demás países de Asia, así como para
las riquezas de las culturas tradicionales de África, transmitidas sobre todo por vía
oral.
73. A la luz de estas
consideraciones, la relación que ha de instaurarse oportunamente entre la teología y la
filosofía debe estar marcada por la circularidad. Para la teología, el punto de partida
y la fuente original debe ser siempre la palabra de Dios revelada en la historia, mientras
que el objetivo final no puede ser otro que la inteligencia de ésta, profundizada
progresivamente a través de las generaciones. Por otra parte, ya que la palabra de Dios
es Verdad (cf. Jn 17, 17), favorecerá su mejor comprensión la búsqueda humana de la
verdad, o sea el filosofar, desarrollado en el respeto de sus propias leyes. No se trata
simplemente de utilizar, en la reflexión teológica, uno u otro concepto o aspecto de un
sistema filosófico, sino que es decisivo que la razón del creyente emplee sus
capacidades de reflexión en la búsqueda de la verdad dentro de un proceso en el que,
partiendo de la palabra de Dios, se esfuerza por alcanzar su mejor comprensión. Es claro
además que, moviéndose entre estos dos polos -la palabra de Dios y su mejor
conocimiento-, la razón está como alertada, y en cierto modo guiada, para evitar caminos
que la podrían conducir fuera de la Verdad revelada y, en definitiva, fuera de la verdad
pura y simple; más aún, es animada a explorar vías que por sí sola no habría siquiera
sospechado poder recorrer. De esta relación de circularidad con la palabra de Dios la
filosofía sale enriquecida, porque la razón descubre nuevos e inesperados horizontes.
74. La fecundidad de
semejante relación se confirma con las vicisitudes personales de grandes teólogos
cristianos que destacaron también como grandes filósofos, dejando escritos de tan alto
valor especulativo que justifica ponerlos junto a los maestros de la filosofía antigua.
Esto vale tanto para los Padres de la Iglesia, entre los que es preciso citar al menos los
nombres de san Gregorio Nacianceno y san Agustín, como para los Doctores medievales,
entre los cuales destaca la gran tríada de san Anselmo, san Buenaventura y santo Tomás
de Aquino. La fecunda relación entre filosofía y palabra de Dios se manifiesta también
en la decidida búsqueda realizada por pensadores más recientes, entre los cuales deseo
mencionar, por lo que se refiere al ámbito occidental, a personalidades como John Henry
Newman, Antonio Rosmini, Jacques Maritain, Étienne Gilson, Edith Stein y, por lo que
atañe al oriental, a estudiosos de la categoría de Vladimir S. Soloviov, Pavel A.
Florenskij, Petr J. Caadaev, Vladimir N. Losskij. Obviamente, al referirnos a estos
autores, junto a los cuales podrían citarse otros nombres, no trato de avalar ningún
aspecto de su pensamiento, sino sólo proponer ejemplos significativos de un camino de
búsqueda filosófica que ha obtenido considerables beneficios de la confrontación con
los datos de la fe. Una cosa es cierta: prestar atención al itinerario espiritual de
estos maestros ayudará, sin duda alguna, al progreso en la búsqueda de la verdad y en la
aplicación de los resultados alcanzados al servicio del hombre. Es de esperar que esta
gran tradición filosófico-teológica encuentre hoy y en el futuro continuadores y
cultivadores para el bien de la Iglesia y de la humanidad.
Diferentes estados de
la filosofía
75. Como se desprende
de la historia de las relaciones entre fe y filosofía, señalada antes brevemente, se
pueden distinguir diversas posiciones de la filosofía respecto a la fe cristiana. Una
primera es la de la filosofía totalmente independiente de la revelación evangélica. Es
la posición de la filosofía tal como se ha desarrollado históricamente en las épocas
precedentes al nacimiento del Redentor y, después en las regiones donde aún no se conoce
el Evangelio. En esta situación, la filosofía manifiesta su legítima aspiración a ser
un proyecto autónomo, que procede de acuerdo con sus propias leyes, sirviéndose de la
sola fuerza de la razón. Siendo consciente de los graves límites debidos a la debilidad
congénita de la razón humana, esta aspiración ha de ser sostenida y reforzada. En
efecto, el empeño filosófico, como búsqueda de la verdad en el ámbito natural,
permanece al menos implícitamente abierto a lo sobrenatural. Más aún, incluso cuando la
misma reflexión teológica se sirve de conceptos y argumentos filosóficos, debe
respetarse la exigencia de la correcta autonomía del pensamiento. En efecto, la
argumentación elaborada siguiendo rigurosos criterios racionales es garantía para lograr
resultados universalmente válidos. Se confirma también aquí el principio según el cual
la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona: el asentimiento de fe, que
compromete el intelecto y la voluntad, no destruye sino que perfecciona el libre arbitrio
de cada creyente que acoge el dato revelado. La teoría de la llamada filosofía
«separada», seguida por numerosos filósofos modernos, está muy lejos de esta correcta
exigencia. Más que afirmar la justa autonomía del filosofar, dicha filosofía reivindica
una autosuficiencia del pensamiento que se demuestra claramente ilegítima. En efecto,
rechazar las aportaciones de verdad que derivan de la revelación divina significa cerrar
el paso a un conocimiento más profundo de la verdad, dañando la misma filosofía.
76. Una segunda
posición de la filosofía es la que muchos designan con la expresión filosofía
cristiana. La denominación es en sí misma legítima, pero no debe ser mal interpretada:
con ella no se pretende aludir a una filosofía oficial de la Iglesia, puesto que la fe
como tal no es una filosofía. Con este apelativo se quiere indicar más bien un modo de
filosofar cristiano, una especulación filosófica concebida en unión vital con la fe. No
se hace referencia simplemente, pues, a una filosofía hecha por filósofos cristianos,
que en su investigación no han querido contradecir su fe. Hablando de filosofía
cristiana se pretende abarcar todos los progresos importantes del pensamiento filosófico
que no se hubieran realizado sin la aportación, directa o indirecta, de la fe cristiana.
Dos son, por tanto, los aspectos de la filosofía cristiana: uno subjetivo, que consiste
en la purificación de la razón por parte de la fe. Como virtud teologal, la fe libera la
razón de la presunción, tentación típica a la que los filósofos están fácilmente
sometidos. Ya san Pablo y los Padres de la Iglesia y, más cercanos a nuestros días,
filósofos como Pascal y Kierkegaard la han estigmatizado. Con la humildad, el filósofo
adquiere también el valor de afrontar algunas cuestiones que difícilmente podría
resolver sin considerar los datos recibidos de la Revelación. Piénsese, por ejemplo, en
los problemas del mal y del sufrimiento, en la identidad personal de Dios y en la pregunta
sobre el sentido de la vida o, más directamente, en la pregunta metafísica radical:
«¿Por qué existe algo?» Además está el aspecto objetivo, que afecta a los
contenidos. La Revelación propone claramente algunas verdades que, aun no siendo por
naturaleza inaccesibles a la razón, tal vez no hubieran sido nunca descubiertas por ella,
si se la hubiera dejado sola. En este horizonte se sitúan cuestiones como el concepto de
un Dios personal, libre y creador, que tanta importancia ha tenido para el desarrollo del
pensamiento filosófico y, en particular, para la filosofía del ser. A este ámbito
pertenece también la realidad del pecado, tal y como aparece a la luz de la fe, la cual
ayuda a plantear filosóficamente de modo adecuado el problema del mal. Incluso la
concepción de la persona como ser espiritual es una originalidad peculiar de la fe. El
anuncio cristiano de la dignidad, de la igualdad y de la libertad de los hombres ha
influido ciertamente en la reflexión filosófica que los modernos han llevado a cabo. Se
puede mencionar, como más cercano a nosotros, el descubrimiento de la importancia que
tiene también para la filosofía el hecho histórico, centro de la Revelación cristiana.
No es casualidad que el hecho histórico haya llegado a ser eje de una filosofía de la
historia, que se presenta como un nuevo capítulo de la búsqueda humana de la verdad.
Entre los elementos objetivos de la filosofía cristiana está también la necesidad de
explorar el carácter racional de algunas verdades expresadas por la Sagrada Escritura,
como la posibilidad de una vocación sobrenatural del hombre e incluso el mismo pecado
original. Son tareas que llevan a la razón a reconocer que lo verdadero racional supera
los estrechos confines dentro de los que ella tendería a encerrarse. Estos temas amplían
de hecho el ámbito de lo racional. Al especular sobre estos contenidos, los filósofos no
se ha convertido en teólogos, ya que no han buscado comprender e ilustrar la verdad de la
fe a partir de la Revelación. Han trabajado en su propio campo y con su propia
metodología puramente racional, pero ampliando su investigación a nuevos ámbitos de la
verdad. Se puede afirmar que, sin este influjo estimulante de la Palabra de Dios, buena
parte de la filosofía moderna y contemporánea no existiría. Este dato conserva toda su
importancia, incluso ante la constatación decepcionante del abandono de la ortodoxia
cristiana por parte de no pocos pensadores de estos últimos siglos.
77. Otra posición
significativa de la filosofía se da cuando la teología misma recurre a la filosofía. En
realidad, la teología ha tenido siempre y continúa teniendo necesidad de la aportación
filosófica. Siendo obra de la razón crítica a la luz de la fe, el trabajo teológico
presupone y exige en toda su investigación una razón educada y formada conceptual y
argumentativamente. Además, la teología necesita de la filosofía como interlocutora
para verificar la inteligibilidad y la verdad universal de sus aserciones. No es casual
que los Padres de la Iglesia y los teólogos medievales adoptaron filosofías no
cristianas para dicha función. Este hecho histórico indica el valor de la autonomía que
la filosofía conserva también en este tercer estado, pero al mismo tiempo muestra las
transformaciones necesarias y profundas que debe afrontar. Precisamente por ser una
aportación indispensable y noble, la filosofía ya desde la edad patrística, fue llamada
ancilla theologiae. El título no fue aplicado para indicar una sumisión servil o un
papel puramente funcional de la filosofía en relación con la teología. Se utilizó más
bien en el sentido con que Aristóteles llamaba a las ciencias experimentales como
«siervas» de la «filosofía primera». La expresión, hoy difícilmente utilizable
debido a los principios de autonomía mencionados, ha servido a lo largo de la historia
para indicar la necesidad de la relación entre las dos ciencias y la imposibilidad de su
separación. Si el teólogo rechazase la ayuda de la filosofía, correría el riesgo de
hacer filosofía sin darse cuenta y de encerrarse en estructuras de pensamiento poco
adecuadas para la inteligencia de la fe. Por su parte, si el filósofo excluyese todo
contacto con la teología, debería llegar por su propia cuenta a los contenidos de la fe
cristiana, como ha ocurrido con algunos filósofos modernos. Tanto en un caso como en
otro, se perfila el peligro de la destrucción de los principios basilares de autonomía
que toda ciencia quiere justamente que sean garantizados. La posición de la filosofía
aquí considerada, por las implicaciones que comporta para la comprensión de la
Revelación, está junto con la teología más directamente bajo la autoridad del
Magisterio y de su discernimiento, como he expuesto anteriormente. En efecto, de las
verdades de fe derivan determinadas exigencias que la filosofía debe respetar desde el
momento en que entra en relación con la teología.
78. A la luz de estas
reflexiones, se comprende bien por qué el Magisterio ha elogiado repetidamente los
méritos del pensamiento de santo Tomás y lo ha puesto como guía y modelo de los
estudios teológicos. Lo que interesaba no era tomar posiciones sobre cuestiones
propiamente filosóficas, ni imponer la adhesión a tesis particulares. La intención del
Magisterio era, y continúa siendo, la de mostrar cómo santo Tomás es un auténtico
modelo para cuantos buscan la verdad. En efecto, en su reflexión la exigencia de la
razón y la fuerza de la fe han encontrado la síntesis más alta que el pensamiento haya
alcanzado jamás, ya que supo defender la radical novedad aportada por la Revelación sin
menospreciar nunca el camino propio de la razón.
79. Al explicitar ahora
los contenidos del Magisterio precedente, quiero señalar en esta última parte algunas
condiciones que la teología Cy aún antes la palabra de DiosC pone hoy al pensamiento
filosófico y a las filosofías actuales. Como ya he indicado, el filósofo debe proceder
según sus propias reglas y ha de basarse en sus propios principios; la verdad, sin
embargo, no es más que una sola. La Revelación, con sus contenidos, nunca puede
menospreciar a la razón en sus descubrimientos y en su legítima autonomía; por su
parte, sin embargo, la razón no debe jamás perder su capacidad de interrogarse y de
interrogar, siendo consciente de que no puede erigirse en valor absoluto y exclusivo. La
verdad revelada, al ofrecer plena luz sobre el ser a partir del esplendor que proviene del
mismo Ser subsistente, iluminará el camino de la reflexión filosófica. En definitiva,
la Revelación cristiana llega a ser el verdadero punto de referencia y de confrontación
entre el pensamiento filosófico y el teológico en su recíproca relación. Es deseable
pues que los teólogos y los filósofos se dejen guiar por la única autoridad de la
verdad, de modo que se elabore una filosofía en consonancia con la Palabra de Dios. Esta
filosofía ha de ser el punto de encuentro entre las culturas y la fe cristiana, el lugar
de entendimiento entre creyentes y no creyentes. Ha de servir de ayuda para que los
creyentes se convenzan firmemente de que la profundidad y autenticidad de la fe se
favorece cuando está unida al pensamiento y no renuncia a él. Una vez más, la
enseñanza de los Padres de la Iglesia nos afianza en esta convicción: «El mismo acto de
fe no es otra cosa que el pensar con el asentimiento de la voluntad [...] Todo el que
cree, piensa; piensa creyendo y cree pensando [...] Porque la fe, si lo que se cree no se
piensa, es nula».95 Además: «Sin asentimiento no hay fe, porque sin asentimiento no se
puede creer nada».96
(87) Cf. Conc. Ecum.
Lateranense V, Bula Apostolici regimini sollicitudo, Sesión: VIII, Conc. Oecum. Decreta,
1991, 605-606.
(88) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 10.
(89) S. Tomás de
Aquino, Summa Theologiae, II-II, 5, 3 ad 2.
(90) «La búsqueda de
las condiciones en las que el hombre se plantea a sí mismo sus primeros interrogantes
fundamentales sobre el sentido de la vida, sobre el fin que quiere darle y sobre lo que le
espera después de la muerte, constituye para la teología fundamental el preámbulo
necesario para que, también hoy, la fe muestre plenamente el camino a una razón que
busca sinceramente la verdad». Juan Pablo II, Carta a los participantes en el Congreso
internacional de Teología Fundamental a 125 años de la «Dei Filius» (30 de septiembre
de 1995), 4: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 13 de octubre de 1995,
p. 2.
(91) Ibíd.
(92) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 15; Decr. Ad
gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 22.
(93) S. Tomás de
Aquino, De Caelo, 1, 22.
(94) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 53-59.
(95) S. Agustín, De
praedestinatione sanctorum, 2, 5: PL 44, 963.
(96) Id., De fide, spe
et caritate, 7: CCL 64, 61. |