CARTA
ENCÍCLICA
«F I D E S E T R A T I O»
SOBRE LAS RELACIONES ENTRE FE Y RAZÓN
Venerables Hermanos en
el Episcopado,
salud y Bendición Apostólica
La fe y la razón
(Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia
la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de
conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y
amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo (cf. Ex 33, 18; Sal 27
[26], 8-9; 63 [62], 2-3; Jn 14, 8; 1 Jn 3, 2).
INTRODUCCIÓN
«CONOCETE A TI MISMO»
1. Tanto en Oriente
como en Occidente es posible distinguir un camino que, a lo largo de los siglos, ha
llevado a la humanidad a encontrarse progresivamente con la verdad y a confrontarse con
ella. Es un camino que se ha desarrollado no podía ser de otro modo dentro
del horizonte de la autoconciencia personal: el hombre cuanto más conoce la realidad y el
mundo y más se conoce a sí mismo en su unicidad, le resulta más urgente el interrogante
sobre el sentido de las cosas y sobre su propia existencia. Todo lo que se presenta como
objeto de nuestro conocimiento se convierte por ello en parte de nuestra vida. La
exhortación Conócete a ti mismo estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos,
para testimoniar una verdad fundamental que debe ser asumida como la regla mínima por
todo hombre deseoso de distinguirse, en medio de toda la creación, calificándose como
«hombre» precisamente en cuanto «conocedor de sí mismo».
Por lo demás, una
simple mirada a la historia antigua muestra con claridad como en distintas partes de la
tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo
que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy? ¿de dónde vengo y a
dónde voy?¿por qué existe el mal?¿qué hay después de esta vida? Estas mismas
preguntas las encontramos en los escritos sagrados de Israel, pero aparecen también en
los Veda y en los Avesta; las encontramos en los escritos de Confucio e Lao-Tze y en la
predicación de los Tirthankara y de Buda; asimismo se encuentran en los poemas de Homero
y en las tragedias de Eurípides y Sófocles, así como en los tratados filosóficos de
Platón y Aristóteles. Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de
sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre: de la respuesta que se dé a
tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la existencia.
2. La Iglesia no es
ajena, ni puede serlo, a este camino de búsqueda. Desde que, en el Misterio Pascual, ha
recibido como don la verdad última sobre la vida del hombre, se ha hecho peregrina por
los caminos del mundo para anunciar que Jesucristo es «el camino, la verdad y la vida»
(Jn 14, 6). Entre los diversos servicios que la Iglesia ha de ofrecer a la humanidad, hay
uno del cual es responsable de un modo muy particular: la diaconía de la verdad.1 Por una
parte, esta misión hace a la comunidad creyente partícipe del esfuerzo común que la
humanidad lleva a cabo para alcanzar la verdad; 2 y por otra, la obliga a
responsabilizarse del anuncio de las certezas adquiridas, incluso desde la conciencia de
que toda verdad alcanzada es sólo una etapa hacia aquella verdad total que se
manifestará en la revelación última de Dios: «Ahora vemos en un espejo, en enigma.
Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré
como soy conocido» (1 Co 13, 12).
3. El hombre tiene
muchos medios para progresar en el conocimiento de la verdad, de modo que puede hacer cada
vez más humana la propia existencia. Entre estos destaca la filosofía, que contribuye
directamente a formular la pregunta sobre el sentido de la vida y a trazar la respuesta:
ésta, en efecto, se configura como una de las tareas más nobles de la humanidad. El
término filosofía según la etimología griega significa «amor a la sabiduría». De
hecho, la filosofía nació y se desarrolló desde el momento en que el hombre empezó a
interrogarse sobre el por qué de las cosas y su finalidad. De modos y formas diversas,
muestra que el deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. El interrogarse
sobre el por qué de las cosas es inherente a su razón, aunque las respuestas que se han
ido dando se enmarcan en un horizonte que pone en evidencia la complementariedad de las
diferentes culturas en las que vive el hombre.
La gran incidencia que
la filosofía ha tenido en la formación y en el desarrollo de las culturas en Occidente
no debe hacernos olvidar el influjo que ha ejercido en los modos de concebir la existencia
también en Oriente. En efecto, cada pueblo, posee una sabiduría originaria y autóctona
que, como auténtica riqueza de las culturas, tiende a expresarse y a madurar incluso en
formas puramente filosóficas. Que esto es verdad lo demuestra el hecho de que una forma
básica del saber filosófico, presente hasta nuestros días, es verificable incluso en
los postulados en los que se inspiran las diversas legislaciones nacionales e
internacionales para regular la vida social.
4. De todos modos, se
ha de destacar que detrás de cada término se esconden significados diversos. Por tanto,
es necesaria una explicitación preliminar. Movido por el deseo de descubrir la verdad
última sobre la existencia, el hombre trata de adquirir los conocimientos universales que
le permiten comprenderse mejor y progresar en la realización de sí mismo. Los
conocimientos fundamentales derivan del asombro suscitado en él por la contemplación de
la creación: el ser humano se sorprende al descubrirse inmerso en el mundo, en relación
con sus semejantes con los cuales comparte el destino. De aquí arranca el camino que lo
llevará al descubrimiento de horizontes de conocimientos siempre nuevos. Sin el asombro
el hombre caería en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una
existencia verdaderamente personal.
La capacidad
especulativa, que es propia de la inteligencia humana, lleva a elaborar, a través de la
actividad filosófica, una forma de pensamiento riguroso y a construir así, con la
coherencia lógica de las afirmaciones y el carácter orgánico de los contenidos, un
saber sistemático. Gracias a este proceso, en diferentes contextos culturales y en
diversas épocas, se han alcanzado resultados que han llevado a la elaboración de
verdaderos sistemas de pensamiento. Históricamente esto ha provocado a menudo la
tentación de identificar una sola corriente con todo el pensamiento filosófico. Pero es
evidente que, en estos casos, entra en juego una cierta «soberbia filosófica» que
pretende erigir la propia perspectiva incompleta en lectura universal. En realidad, todo
sistema filosófico, aun con respeto siempre de su integridad sin instrumentalizaciones,
debe reconocer la prioridad del pensar filosófico, en el cual tiene su origen y al cual
debe servir de forma coherente. En este sentido es posible reconocer, a pesar del cambio
de los tiempos y de los progresos del saber, un núcleo de conocimientos filosóficos cuya
presencia es constante en la historia del pensamiento. Piénsese, por ejemplo, en los
principios de no contradicción, de finalidad, de causalidad, como también en la
concepción de la persona como sujeto libre e inteligente y en su capacidad de conocer a
Dios, la verdad y el bien; piénsese, además, en algunas normas morales fundamentales que
son comúnmente aceptadas. Estos y otros temas indican que, prescindiendo de las
corrientes de pensamiento, existe un conjunto de conocimientos en los cuales es posible
reconocer una especie de patrimonio espiritual de la humanidad. Es como si nos
encontrásemos ante una filosofía implícita por la cual cada uno cree conocer estos
principios, aunque de forma genérica y no refleja. Estos conocimientos, precisamente
porque son compartidos en cierto modo por todos, deberían ser como un punto de referencia
para las diversas escuelas filosóficas. Cuando la razón logra intuir y formular los
principios primeros y universales del ser y sacar correctamente de ellos conclusiones
coherentes de orden lógico y deontológico, entonces puede considerarse una razón recta
o, como la llamaban los antiguos, orthòs logos, recta ratio.
5. La Iglesia, por su
parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que hagan cada vez más
digna la existencia personal. Ella ve en la filosofía el camino para conocer verdades
fundamentales relativas a la existencia del hombre. Al mismo tiempo, considera a la
filosofía como una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia de la fe y
comunicar la verdad del Evangelio a cuantos aún no la conocen. Teniendo en cuenta
iniciativas análogas de mis Predecesores, deseo yo también dirigir la mirada hacia esta
peculiar actividad de la razón. Me impulsa a ello el hecho de que, sobre todo en nuestro
tiempo, la búsqueda de la verdad última parece a menudo oscurecida. Sin duda la
filosofía moderna tiene el gran mérito de haber concentrado su atención en el hombre. A
partir de aquí, una razón llena de interrogantes ha desarrollado sucesivamente su deseo
de conocer cada vez más y más profundamente. Se han construido sistemas de pensamiento
complejos, que han producido sus frutos en los diversos ámbitos del saber, favoreciendo
el desarrollo de la cultura y de la historia. La antropología, la lógica, las ciencias
naturales, la historia, el lenguaje..., de alguna manera se ha abarcado todas las ramas
del saber. Sin embargo, los resultados positivos alcanzados no deben llevar a descuidar el
hecho de que la razón misma, movida a indagar de forma unilateral sobre el hombre como
sujeto, parece haber olvidado que éste está también llamado a orientarse hacia una
verdad que lo transciende. Sin esta referencia, cada uno queda a merced del arbitrio y su
condición de persona acaba por ser valorada con criterios pragmáticos basados
esencialmente en el dato experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe ser
dominado por la técnica. Así ha sucedido que, en lugar de expresar mejor la tendencia
hacia la verdad, bajo tanto peso la razón saber se ha doblegado sobre sí misma
haciéndose, día tras día, incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a
alcanzar la verdad del ser. La filosofía moderna, dejando de orientar su investigación
sobre el ser, ha concentrado la propia búsqueda sobre el conocimiento humano. En lugar de
apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido
destacar sus límites y condicionamientos. Ello ha derivado en varias formas de
agnosticismo y de relativismo, que han llevado la investigación filosófica a perderse en
las arenas movedizas de un escepticismo general. Recientemente han adquirido cierto
relieve diversas doctrinas que tienden a infravalorar incluso las verdades que el hombre
estaba seguro de haber alcanzado. La legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un
pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son
igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos de la desconfianza en la
verdad que es posible encontrar en el contexto actual. No se substraen a esta prevención
ni siquiera algunas concepciones de vida provenientes de Oriente; en ellas, en efecto, se
niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta
de igual manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí. En esta
perspectiva, todo se reduce a opinión. Se tiene la impresión de que se trata de un
movimiento ondulante: mientras por una parte la reflexión filosófica ha logrado situarse
en el camino que la hace cada vez más cercana a la existencia humana y a su modo de
expresarse, por otra tiende a hacer consideraciones existenciales, hermenéuticas o
lingüísticas que prescinden de la cuestión radical sobre la verdad de la vida personal,
del ser y de Dios. En consecuencia han surgido en el hombre contemporáneo, y no sólo
entre algunos filósofos, actitudes de difusa desconfianza respecto de los grandes
recursos cognoscitivos del ser humano. Con falsa modestia, se conforman con verdades
parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el
fundamento último de la vida humana, personal y social. Ha decaído, en definitiva, la
esperanza de poder recibir de la filosofía respuestas definitivas a tales preguntas.
6. La Iglesia,
convencida de la competencia que le incumbe por ser depositaria de la Revelación de
Jesucristo, quiere reafirmar la necesidad de reflexionar sobre la verdad. Por este motivo
he decidido dirigirme a vosotros, queridos Hermanos en el Episcopado, con los cuales
comparto la misión de anunciar «abiertamente la verdad» (2 Co 4, 2), como también a
los teólogos y filósofos a los que corresponde el deber de investigar sobre los diversos
aspectos de la verdad, y asimismo a las personas que la buscan, para exponer algunas
reflexiones sobre la vía que conduce a la verdadera sabiduría, a fin de que quien sienta
el amor por ella pueda emprender el camino adecuado para alcanzarla y encontrar en la
misma descanso a su fatiga y gozo espiritual. Me mueve a esta iniciativa, ante todo, la
convicción que expresan las palabras del Concilio Vaticano II, cuando afirma que los
Obispos son «testigos de la verdad divina y católica».3 Testimoniar la verdad es, pues,
una tarea confiada a nosotros, los Obispos; no podemos renunciar a la misma sin descuidar
el ministerio que hemos recibido. Reafirmando la verdad de la fe podemos devolver al
hombre contemporáneo la auténtica confianza en sus capacidades cognoscitivas y ofrecer a
la filosofía un estímulo para que pueda recuperar y desarrollar su plena dignidad. Hay
también otro motivo que me induce a desarrollar estas reflexiones. En la Encíclica
Veritatis splendor he llamado la atención sobre «algunas verdades fundamentales de la
doctrina católica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o
negadas».4 Con la presente Encíclica deseo continuar aquella reflexión centrando la
atención sobre el tema de la verdad y de su fundamento en relación con la fe. No se
puede negar, en efecto, que este período de rápidos y complejos cambios expone
especialmente a las nuevas generaciones, a las cuales pertenece y de las cuales depende el
futuro, a la sensación de que se ven privadas de auténticos puntos de referencia. La
exigencia de una base sobre la cual construir la existencia personal y social se siente de
modo notable sobre todo cuando se está obligado a constatar el carácter parcial de
propuestas que elevan lo efímero al rango de valor, creando ilusiones sobre la
posibilidad de alcanzar el verdadero sentido de la existencia. Sucede de ese modo que
muchos llevan una vida casi hasta el límite de la ruina, sin saber bien lo que les
espera. Esto depende también del hecho de que, a veces, quien por vocación estaba
llamado a expresar en formas culturales el resultado de la propia especulación, ha
desviado la mirada de la verdad, prefiriendo el éxito inmediato en lugar del esfuerzo de
la investigación paciente sobre lo que merece ser vivido. La filosofía, que tiene la
gran responsabilidad de formar el pensamiento y la cultura por medio de la llamada
continua a la búsqueda de lo verdadero, debe recuperar con fuerza su vocación
originaria. Por eso he sentido no sólo la exigencia, sino incluso el deber de intervenir
en este tema, para que la humanidad, en el umbral del tercer milenio de la era cristiana,
tome conciencia cada vez más clara de los grandes recursos que le han sido dados y se
comprometa con renovado ardor en llevar a cabo el plan de salvación en el cual está
inmersa su historia.
CAPITULO I
LA REVELACION DE LA
SABIDURÍA DE DIOS
Jesús revela al Padre
7. En la base de toda
la reflexión que la Iglesia lleva a cabo está la conciencia de ser depositaria de un
mensaje que tiene su origen en Dios mismo (cf. 2 Co 4, 1-2). El conocimiento que ella
propone al hombre no proviene de su propia especulación, aunque fuese la más alta, sino
del hecho de haber acogido en la fe la palabra de Dios (cf. 1 Ts 2, 13). En el origen de
nuestro ser como creyentes hay un encuentro, único en su género, en el que se manifiesta
un misterio oculto en los siglos (cf. 1 Co 2, 7; Rm 16, 25-26), pero ahora revelado.
«Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio
de su voluntad (cf. Ef 1, 9): por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu
Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina».5
Ésta es una iniciativa totalmente gratuita, que viene de Dios para alcanzar a la
humanidad y salvarla. Dios, como fuente de amor, desea darse a conocer, y el conocimiento
que el hombre tiene de Él culmina cualquier otro conocimiento verdadero sobre el sentido
de la propia existencia que su mente es capaz de alcanzar.
8. Tomando casi al pie
de la letra las enseñanzas de la Constitución Dei Filius del Concilio Vaticano I y
teniendo en cuenta los principios propuestos por el Concilio Tridentino, la Constitución
Dei Verbum del Vaticano II ha continuado el secular camino de la inteligencia de la fe,
reflexionando sobre la Revelación a la luz de las enseñanzas bíblicas y de toda la
tradición patrística. En el Primer Concilio Vaticano, los Padres habían puesto en
evidencia el carácter sobrenatural de la revelación de Dios. La crítica racionalista,
que en aquel período atacaba la fe sobre la base de tesis erróneas y muy difundidas,
consistía en negar todo conocimiento que no fuese fruto de las capacidades naturales de
la razón. Este hecho obligó al Concilio a sostener con fuerza que, además del
conocimiento propio de la razón humana, capaz por su naturaleza de llegar hasta el
Creador, existe un conocimiento que es peculiar de la fe. Este conocimiento expresa una
verdad que se basa en el hecho mismo de que Dios se revela, y es una verdad muy cierta
porque Dios ni engaña ni quiere engañar.
9. El Concilio Vaticano
I enseña, pues, que la verdad alcanzada a través de la reflexión filosófica y la
verdad que proviene de la Revelación no se confunden, ni una hace superflua la otra:
«Hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino también
por su objeto; por su principio, primeramente, porque en uno conocemos por razón natural,
y en otro por fe divina; por su objeto también porque aparte aquellas cosas que la razón
natural puede alcanzar, se nos proponen para creer misterios escondidos en Dios de los
que, a no haber sido divinamente revelados, no se pudiera tener noticia».7 La fe, que se
funda en el testimonio de Dios y cuenta con la ayuda sobrenatural de la gracia, pertenece
efectivamente a un orden diverso del conocimiento filosófico. Éste, en efecto, se apoya
sobre la percepción de los sentidos y la experiencia, y se mueve a la luz de la sola
inteligencia. La filosofía y las ciencias tienen su puesto en el orden de la razón
natural, mientras que la fe, iluminada y guiada por el Espíritu, reconoce en el mensaje
de la salvación la «plenitud de gracia y de verdad» (cf. Jn 1, 14) que Dios ha querido
revelar en la historia y de modo definitivo por medio de su Hijo Jesucristo (cf. 1 Jn 5,
9: Jn 5, 31-32).
10. En el Concilio
Vaticano II los Padres, dirigiendo su mirada a Jesús revelador, han ilustrado el
carácter salvífico de la revelación de Dios en la historia y han expresado su
naturaleza del modo siguiente: «En esta revelación, Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tm
1, 17), movido de amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15),
trata con ellos (cf. Ba 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía. El plan de
la revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; las obras que
Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las
realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y
explican su misterio. La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que
transmite dicha revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la
revelación».8
11. La revelación de
Dios se inserta, pues, en el tiempo y la historia, más aún, la encarnación de
Jesucristo, tiene lugar en la «plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4). A dos mil años de
distancia de aquel acontecimiento, siento el deber de reafirmar con fuerza que «en el
cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental».9 En él tiene lugar toda la
obra de la creación y de la salvación y, sobre todo destaca el hecho de que con la
encarnación del Hijo de Dios vivimos y anticipamos ya desde ahora lo que será la
plenitud del tiempo (cf. Hb 1, 2).
La verdad que Dios ha
comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta, pues, en el tiempo y en
la historia. Es verdad que ha sido pronunciada de una vez para siempre en el misterio de
Jesús de Nazaret. Lo dice con palabras elocuentes la Constitución Dei Verbum: «Dios
habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas.
«Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo» (Hb 1, 1-2). Pues envió a su
Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y
les contara la intimidad de Dios (cf. Jn 1, 1-18). Jesucristo, Palabra hecha carne,
«hombre enviado a los hombres», habla las palabras de Dios (Jn 3, 34) y realiza la obra
de la salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5, 36; 17, 4). Por eso, quien ve a
Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14, 9); él, con su presencia y manifestación, con sus
palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección,
con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación».10 La
historia, pues, es para el Pueblo de Dios un camino que hay que recorrer por entero, de
forma que la verdad revelada exprese en plenitud sus contenidos gracias a la acción
incesante del Espíritu Santo (cf. Jn 16, 13). Lo enseña asimismo la Constitución Dei
Verbum cuando afirma que «la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de
la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios».11
12. Así pues, la
historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad.
Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de verificar,
porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a
comprendernos.
La encarnación del
Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo
de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el
Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre. La verdad expresada en la
revelación de Cristo no puede encerrarse en un restringido ámbito territorial y
cultural, sino que se abre a todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra
definitivamente válida para dar sentido a la existencia. Ahora todos tienen en Cristo
acceso al Padre; en efecto, con su muerte y resurrección, Él ha dado la vida divina que
el primer Adán había rechazado (cf. Rm 5, 12-15). Con esta Revelación se ofrece al
hombre la verdad última sobre su propia vida y sobre el destino de la historia:
«Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado», afirma la Constitución Gaudium et spes.12 Fuera de esta perspectiva, el
misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble.¿Dónde podría el hombre
buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los
inocentes y la muerte, sino no en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y
resurrección de Cristo? La razón ante el misterio
13. De todos modos no
hay que olvidar que la Revelación está llena de misterio. Es verdad que con toda su
vida, Jesús revela el rostro del Padre, ya que ha venido para explicar los secretos de
Dios; 13 sin embargo, el conocimiento que nosotros tenemos de ese rostro se caracteriza
por el aspecto fragmentario y por el límite de nuestro entendimiento. Sólo la fe permite
penetrar en el misterio, favoreciendo su comprensión coherente. El Concilio enseña que
«cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe».14 Con esta afirmación
breve pero densa, se indica una verdad fundamental del cristianismo. Se dice, ante todo,
que la fe es la respuesta de obediencia a Dios. Ello conlleva reconocerle en su divinidad,
trascendencia y libertad suprema. El Dios, que se da a conocer desde la autoridad de su
absoluta trascendencia, lleva consigo la credibilidad de aquello que revela. Desde la fe
el hombre da su asentimiento a ese testimonio divino. Ello quiere decir que reconoce plena
e integralmente la verdad de lo revelado, porque Dios mismo es su garante. Esta verdad,
ofrecida al hombre y que él no puede exigir, se inserta en el horizonte de la
comunicación interpersonal e impulsa a la razón a abrirse a la misma y a acoger su
sentido profundo. Por esto el acto con el que uno confía en Dios siempre ha sido
considerado por la Iglesia como un momento de elección fundamental, en la cual está
implicada toda la persona. Inteligencia y voluntad desarrollan al máximo su naturaleza
espiritual para permitir que el sujeto cumpla un acto en el cual la libertad personal se
vive de modo pleno.15 En la fe, pues, la libertad no sólo está presente, sino que es
necesaria. Más aún, la fe es la que permite a cada uno expresar mejor la propia
libertad. Dicho con otras palabras, la libertad no se realiza en las opciones contra Dios.
En efecto,¿cómo podría considerarse un uso auténtico de la libertad la negación a
abrirse hacia lo que permite la realización de sí mismo? La persona al creer lleva a
cabo el acto más significativo de la propia existencia; en él, en efecto, la libertad
alcanza la certeza de la verdad y decide vivir en la misma. Para ayudar a la razón, que
busca la comprensión del misterio, están también los signos contenidos en la
Revelación. Estos sirven para profundizar más la búsqueda de la verdad y permitir que
la mente pueda indagar de forma autónoma incluso dentro del misterio. Estos signos si por
una parte dan mayor fuerza a la razón, porque le permiten investigar en el misterio con
sus propios medios, de los cuales está justamente celosa, por otra parte la empujan a ir
más allá de su misma realidad de signos, para descubrir el significado ulterior del cual
son portadores. En ellos, por lo tanto, está presente una verdad escondida a la que la
mente debe dirigirse y de la cual no puede prescindir sin destruir el signo mismo que se
le propone. Podemos fijarnos, en cierto modo, en el horizonte sacramental de la
Revelación y, en particular, en el signo eucarístico donde la unidad inseparable entre
la realidad y su significado permite captar la profundidad del misterio. Cristo en la
Eucaristía está verdaderamente presente y vivo, y actúa con su Espíritu, pero como
acertadamente decía Santo Tomás, «lo que no comprendes y no ves, lo atestigua una fe
viva, fuera de todo el orden de la naturaleza. Lo que aparece es un signo: esconde en el
misterio realidades sublimes».16 A este respecto escribe el filósofo Pascal: «Como
Jesucristo permaneció desconocido entre los hombres, del mismo modo su verdad permanece,
entre las opiniones comunes, sin diferencia exterior. Así queda la Eucaristía entre el
pan común».17 El conocimiento de fe, en definitiva, no anula el misterio; sólo lo hace
más evidente y lo manifiesta como hecho esencial para la vida del hombre: Cristo, el
Señor, «en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación»,18 que
es participar en el misterio de la vida trinitaria de Dios.19
14. La enseñanza de
los dos Concilios Vaticanos abre también un verdadero horizonte de novedad para el saber
filosófico. La Revelación introduce en la historia un punto de referencia del cual el
hombre no puede prescindir, si quiere llegar a comprender el misterio de su existencia;
pero, por otra parte, este conocimiento remite constantemente al misterio de Dios que la
mente humana no puede agotar, sino sólo recibir y acoger en la fe. En estos dos pasos, la
razón posee su propio espacio característico que le permite indagar y comprender, sin
ser limitada por otra cosa que su finitud ante el misterio infinito de Dios. Así pues, la
Revelación introduce en nuestra historia una verdad universal y última que induce a la
mente del hombre a no pararse nunca; más bien la empuja a ampliar continuamente el campo
del propio saber hasta que no se dé cuenta de que no ha realizado todo lo que podía, sin
descuidar nada. Nos ayuda en esta tarea una de las inteligencias más fecundas y
significativas de la historia de la humanidad, a la cual justamente se refieren tanto la
filosofía como la teología: San Anselmo. En su Proslogion, el arzobispo de Canterbury se
expresa así: «Dirigiendo frecuentemente y con fuerza mi pensamiento a este problema, a
veces me parecía poder alcanzar lo que buscaba; otras veces, sin embargo, se escapaba
completamente de mi pensamiento; hasta que, al final, desconfiando de poderlo encontrar,
quise dejar de buscar algo que era imposible encontrar. Pero cuando quise alejar de mí
ese pensamiento porque, ocupando mi mente, no me distrajese de otros problemas de los
cuales pudiera sacar algún provecho, entonces comenzó a presentarse con mayor
importunación [...]. Pero, pobre de mí, uno de los pobres hijos de Eva, lejano de
Dios,¿qué he empezado a hacer y qué he logrado?¿qué buscaba y qué he logrado?¿a
qué aspiraba y por qué suspiro? [...]. Oh Señor, tú no eres solamente aquel de quien
no se puede pensar nada mayor (non solum es quo maius cogitari nequit), sino que eres más
grande de todo lo que se pueda pensar (quiddam maius quam cogitari possit) [...]. Si tu no
fueses así, se podría pensar alguna cosa más grande que tú, pero esto no puede
ser».20
15. La verdad de la
Revelación cristiana, que se manifiesta en Jesús de Nazaret, permite a todos acoger el
«misterio» de la propia vida. Como verdad suprema, a la vez que respeta la autonomía de
la criatura y su libertad, la obliga a abrirse a la trascendencia. Aquí la relación
entre libertad y verdad llega al máximo y se comprende en su totalidad la palabra del
Señor: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32). La Revelación
cristiana es la verdadera estrella que orienta al hombre que avanza entre los
condicionamientos de la mentalidad inmanentista y las estrecheces de una lógica
tecnocrática; es la última posibilidad que Dios ofrece para encontrar en plenitud el
proyecto originario de amor iniciado con la creación. El hombre deseoso de conocer lo
verdadero, si aún es capaz de mirar más allá de sí mismo y de levantar la mirada por
encima de los propios proyectos, recibe la posibilidad de recuperar la relación
auténtica con su vida, siguiendo el camino de la verdad. Las palabras del Deuteronomio se
pueden aplicar a esta situación: «Porque estos mandamientos que yo te prescribo hoy no
son superiores a tus fuerzas, ni están fuera de tu alcance. No están en el cielo, para
que no hayas de decir: ¿Quién subirá por nosotros al cielo a buscarlos para que los
oigamos y los pongamos en práctica? Ni están al otro lado del mar, para que no hayas de
decir ¿Quién irá por nosotros al otro lado del mar a buscarlos para que los oigamos y
los pongamos en práctica? Sino que la palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y
en tu corazón para que la pongas en práctica» (30, 11-14). A este texto se refiere la
famosa frase del santo filósofo y teólogo Agustín: «Noli foras ire, in te ipsum redi.
In interiore homine habitat veritas».21 A la luz de estas consideraciones, se impone una
primera conclusión: la verdad que la Revelación nos hace conocer no es el fruto maduro o
el punto culminante de un pensamiento elaborado por la razón. Por el contrario, ésta se
presenta con la característica de la gratuidad, genera pensamiento y exige ser acogida
como expresión de amor. Esta verdad relevada es anticipación, en nuestra historia, de la
visión última y definitiva de Dios que está reservada a los que creen en Él o lo
buscan con corazón sincero. El fin último de la existencia personal, pues, es objeto de
estudio tanto de la filosofía como de la teología. Ambas, aunque con medios y contenidos
diversos, miran hacia este «sendero de la vida» (Sal 16 [15], 11), que, como nos dice la
fe, tiene su meta última en el gozo pleno y duradero de la contemplación del Dios Uno y
Trino.
(1) Ya lo escribí en
mi primera Encíclica Redemptor hominis: «hemos sido hechos partícipes de esta misión
de Cristo-profeta, y en virtud de la misma misión, junto con Él servimos la misión
divina en la Iglesia. La responsabilidad de esta verdad significa también amarla y buscar
su comprensión más exacta, para hacerla más cercana a nosotros mismos y a los demás en
toda su fuerza salvífica, en su esplendor, en su profundidad y sencillez juntamente»,
19: AAS 71 (1979), 306.
(2) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 16.
(3) Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 25.
(4) N. 4: AAS 85
(1993), 1136.
(5) Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 2.
(6) Cf. Const. dogm.
Dei Filius, sobre la fe católica, III: DS 3008.
(7) Ibíd., cap. IV: DS
3015; citado también en Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 59.
(8) Const. dogm. Dei
Verbum, sobre la divina Revelación, 2.
(9) Cart. ap. Tertio
millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 10: AAS 87 (1995), 11.
(10) N. 4.
(11) N. 8.
(12) N. 22.
(13) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 4.
(14) Ibíd., 5.
(15) El Concilio
Vaticano I, al cual se refiere la afirmación mencionada, enseña que la obediencia de la
fe exige el compromiso de la inteligencia y de la voluntad: «Dependiendo el hombre
totalmente de Dios como de su creador y señor, y estando la razón humana enteramente
sujeta a la Verdad increada; cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle por la fe
plena obediencia de entendimiento y voluntad» (Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe
católica, III; DS 3008).
(16) Secuencia de la
solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.
(17) Pensées, 789 (ed.
L. Brunschvicg).
(18) Conc. Ecum. Vat.
II, Const. past. Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
(19) Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 2.
(20) Proemio y nn 1.
15: PL 158, 223-224.226; 235.
(21) De vera religione,
XXXIX, 72: CCL 32, 234. |