05-03: En algunos lugares hoy se celebra la Santa Cruz

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2.

Flp 2, 6-11. En el fondo del corazón del hombre late el deseo de llegar a ser como Dios. Adán quiso recorrer ese camino al margen de la voluntad divina, en una rebeldía, en una desobediencia al mandato que Dios le había dado. Llegada la plenitud de los tiempos Dios nos envió a su propio Hijo, nacido de mujer. El Hijo de Dios, hecho uno de nosotros, tomó en serio al hombre; no vino con un cuerpo aparente, sino en la realidad de nuestra condición humana, frágil y sometida a la muerte. Por eso la Escritura afirma que se anonadó a sí mismo tomando la condición de siervo, es decir de aquel que abre el oído y escucha al Padre Dios y, por amor a Él, le es fiel y obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Quien quiera alcanzar ese grado de perfección, quien quiera llegar a ser como Dios debe seguir el mismo camino de entrega amorosa, de cruz salvadora que siguió Cristo. Por eso Él nos invita a tomar nuestra cruz de cada día y a seguirlo, seguirlo hasta llegar a donde Él, nuestra Cabeza y principio, ha llegado para ser glorificado a la diestra de Dios, su Padre.

Sal. 77. Ojalá y pudiéramos contar una historia de amor entre Dios y la humanidad. Pero desde el principio de la creación contemplamos el amor de Dios, siempre fiel hacia nosotros, y nuestras rebeldías a Él. A pesar de todas nuestras traiciones a la Alianza entre Dios y nosotros, el Señor se ha manifestado como el Dios compasivo y misericordioso. Siempre está dispuesto a perdonarnos. Y al enviarnos a su propio Hijo, que por amor a nosotros y por salvarnos muere clavado en una cruz, nos ha manifestado hasta donde es capaz de llegar el amor y el aprecio verdaderos que nos tiene. Ojalá y en nuestras tribulaciones, consecuencias de nuestros pecados, no busquemos al Señor adulándolo con la boca y mintiéndole con la lengua mientras conseguimos el remedio de nuestros males, para después volver a nuestras traiciones y rebeldías, sino que lo busquemos con un corazón sincero, dispuestos a amarlo con todo el compromiso que esto entraña, para que en adelante le vivamos fieles y seamos dignos de vivir con Él eternamente.

Jn. 3, 13-17. Jesús ha sido exaltado, levantado. Quien lo contemple y acepte por medio de la fe obtendrá el perdón de los pecados y tendrá vida eterna. No podemos negar el mal en el mundo. Muchas veces nosotros mismos nos hemos dejado dominar por el pecado. Y el pago del pecado es la muerte. Ojalá y nosotros mismos tuviésemos el remedio de nuestros pecados con sólo decidirnos a ser mejores cada día. Pero conocemos nuestra fragilidad; y nuestra experiencia personal nos ha hecho comprender que tal vez dejemos por unos momentos o días nuestros caminos equivocados, pero luego volvemos a ellos como si el pecado se hubiese pegado a nuestra piel. El Señor Jesús, el único en quien podemos obtener el perdón de nuestros pecados y la restauración de nuestra naturaleza deteriorada por el mal, nos invita a volver hacia Él la mirada para decidirnos a aceptarlo como Aquel que nos perdona y que nos salva. No basta contemplarlo, no basta una mirada de fe, es necesario abrirle nuestro corazón para que haga su morada en nosotros y para que, comunicándonos su Vida y su Espíritu, seamos exaltados junto con Él a la dignidad que le corresponde como a Hijo unigénito del Padre.

Hoy nos reunimos para celebrar el Memorial del Misterio Pascual de Cristo. Su muerte en la cruz nos da a entender cuál es el precio que Él pagó para que nosotros fuésemos hechos hijos de Dios, naciendo de lo alto. Así conocemos el amor que Dios nos tiene. Por eso debemos venir a la celebración de la Eucaristía con un corazón dispuesto a hacer nuestra la vida nueva, el nuevo nacimiento que el Señor nos ofrece. La fe nos debe llevar a aceptar esa vida de Dios en nosotros. Por eso, al entrar en comunión de vida con Cristo debemos ser, en Él, criaturas nuevas, perdonados y liberados de la esclavitud de nuestros pecados, para caminar en adelante con la dignidad de hijos de Dios.

Por eso quienes hemos hecho nuestra la vida que el Padre Dios nos ofrece en su propio Hijo no podemos continuar generando signos de muerte. Efectivamente de nada nos serviría decir que creemos en Cristo si continuamos esclavos de la maldad. Dios nos quiere portadores de su amor, de su gracia, de su vida. La Iglesia es el signo concreto que Dios ha elevado en el mundo para que por medio de ella todos puedan unirse a Cristo, y, desde ella, puedan encontrar en Él el perdón de los pecados y la vida eterna. Ojalá y no nos convirtamos en una Iglesia que se desenvuelva en el mundo como una sociedad conforme a los criterios mundanos. El Señor nos ha enviado a salvar todo lo que se había perdido. Nuestra vida de fe no es una burocracia sino un servicio en el amor fraterno; servicio hasta la muerte, si es preciso, con tal de que la salvación se haga realidad en todos.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber hacer nuestro el camino de amor y de entrega de Cristo para que, continuando su obra en el mundo, colaboremos para que la salvación que Él nos ofrece llegue hasta los últimos rincones de la tierra. Amén.

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