PRESUPUESTOS DE LA BIOÉTICA PERSONALISTA

 

Considerando el contexto de la bioética personalista es importante captar el trasfondo filosófico y cultural que subyace en su origen y por tanto en la formación del juicio moral personalista. Este trasfondo puede ser definido por algunos rasgos fundamentales: l) el concepto de persona como fundamento racional de la ética; y 2) la benevolencia en el origen de la amistad médica; 3) una moderna ética de bienes; 4) el bien del enfermo 5) la autonomía en la bioética personalista; y 6) por la vocación a la virtud.

 

Es interesante destacar la diferente concepción de autonomía moral de las éticas modernas respecto de la personalista. En efecto, las éticas modernas y neo-kantianas prescinden de cualquier referencia a una ley, verdad objetiva o normativa previa al juicio de la conciencia. Se trata de una autonomía constitutiva, según la cual el agente posee competencia para conferirse a sí mismo una ley moral. El deber en este caso es el resultado de una autoimposición del sujeto, que sin vincular su decisión a ninguna referencia normativa -la ley natural, la verdad del cuerpo, la ley de Dios, el derecho, etc.- se autolegisla, se autoimpone aleatoriamente lo que juzga moralmente bueno, convirtiéndolo en "su deber". Si se trata de un médico, sus decisiones sobre el cuerpo de un paciente no se atienen a enjuiciar el "significado" integral del acto que ejecuta, sino que descansan en la certeza moral de que las decisiones del acto médico o quirúrgico que va a llevar a cabo serán, presumiblemente, útiles al paciente; y esto, ya desde su visión ya desde la del paciente. Como telón de fondo de su decisión se ve asistido por otra teórica certeza: que esa acción es una de las posibles y aceptadas por la medicina científica. En suma, el acto médico ha quedado esencialmente decidido por su voluntad, sin plantearse ninguna referencia al "significado" moral de ese acto según alguna otra instancia normativa ajena a la Medicina y a lo que él cree en conciencia, es decir, sin cohonestarla con una norma previa: Es la autonomía kantiana *(5) . El juicio moral personalista, por el contrario, busca cohonestar el interés utilitarista de la acción -del acto médico- con la "verdad" de ese acto y su relación al "bien" integral de la persona. Es decir, el acto médico -además de ser útil y eficaz respondiendo al interés que lo promueve- debe respetar una instancia superior, universal, extra médica, de naturaleza moral, que es el "bien" de la persona, que es en suma el respeto a su dignidad entendida como su identidad más profunda.

 

La visión personalista hace saltar al escenario del acto médico dos conceptos claves: la "dignidad de la persona" y el "significado" moral o ético del acto médico en sí mismo. Dos conceptos que van a exigir una mayor profundización de nuestra perspectiva. Para establecer el concepto de dignidad de la persona deberemos entender primero qué se entiende por "person@' y, en que consiste su dignidad, algo que nos permitirá acceder al concepto de "benevolencia", una forma suprema de amor de amistad que también configura el acto médico personalista. A su vez, para penetrar en el "significado" ético del acto médico habremos de referimos previamente a lo anterior y, en especial, al concepto de "bien", de "bienes" de la persona humana.

 

Una vez que ambos conceptos afloren entenderemos sin dificultad la lógica interna de la autonomía impresa en el acto moral o ético y, por qué la "vocación" por la Medicina equidista al médico entre el "deber" y la "virtud".

 

 

El concepto de persona

 

l. Ciertamente la base fundamental de cualquier paradigma fundamentador de la bioética ha de ser la persona, y desde la conciencia del médico el respeto radical a la persona. Desde este presupuesto, desde una concepción ética de esta naturaleza, la definición y el significado del concepto de persona se revelan claves para una correcta y racional interpretación de sus contenidos, y, en definitiva, de su potencial normativo. Más, puesto que el marco del actual trabajo, limita necesariamente un discurso profundo acerca del concepto de persona -desde una perspectiva integral, holísticanuestro abordaje se limitará a subrayar los rasgos más importantes de la idea de persona, de modo que nos permitan comprender por qué y en que se basa su condición fundante de la ética y, por añadido, de la bioética.

 

Evidentemente el hombre, considerado desde el punto de vista científico como miembro de la especie humana, de la especie homo sapiens sapiens, posee un cuerpo ("body"), una mente ("mind") y es consciente de sí ("self', "self-conscious), de su individualidad como ser humano distinto a otros. El cuerpo, la corporcidad, es una sustantividad -como diría Zubiri- un organismo que posee aparatos, vísceras y órganos, uno de los cuales es el cerebro, y otros pueden ser el corazón o los órganos de locomoción que son los miembros inferiores. Como tal corporeidad existe como varón y como mujer, diferenciados en el marco de lo corporal. La interrelación fenoménica entre estos conceptos es absoluta: el hombre sabe que él es alguien -posee autoconsciencia- porque realmente posee una mente que lo hace posible, como también le hace posible la función de pensar, soñar, idear, ambicionar o sufrir. Pero la mente es imposible sin la realidad de¡ cerebro, de la corteza cerebral, y esta entidad es a su vez irreal sin el cuerpo. Desde una perspectiva de filosofía realista el hombre es, cuando menos, todo ello a la vez. Desde una concepción fenomenológica, como es en el fondo el abordaje científico del hombre en la mentalidad que nos es característica, cualquier identificación del concepto de hombre a una sola y exclusiva determinación analítica del mismo (cuerpo, mente, autoconciencia) vendría a constituir un error, una simplificación de la realidad, una "reducción", en suma, de la verdad integral del concepto de hombre con grave detrimento de la realidad hombre.

 

En otros términos, esta amputación de la verdad del concepto de hombre también nos sería perceptible si un daño físico limitara parcialmente en su realidad física o física o funciona] el cuerpo de un hombre y por esta razón nunca se pensará que un cojo no es hombre, o que un hemipléjico no es un hombre. Tampoco juzgaríamos real y estimaríamos falsa la afirmación de que un esquizofrénico (hombre con grave alteración de sus ideas, de su mundo mental) no es hombre: simplemente pensaríamos que es un hombre esquizofrénico, que es un loco. Por la misma razón ante un chico joven con gran simpatía e incluso belleza física, pero afectado por el síndrome del cromosoma X -y, por tanto, con un coeficiente intelectual semejante al de un niño de 4-5 años- tampoco pensaríamos que no es un hombre. Ni dejaríamos de pensarlo si estuviéramos en la presencia de alguien al que la enfermedad ha hecho incapaz de oírnos, de hablar, de podernos decir quién es él, cuál su identidad, su nombre, su edad, su historia: entenderíamos -como médicos y como científicos- que es un hombre al que la enfermedad mental o el daño cerebral ha dejado tan limitada su mente que esa elementalidad de la vida de relación que es la comunicación le es imposible. De los subnormales profundos, los comatosos, los descerebrados, los sujetos con vida meramente vegetativa sabemos que, o nunca poseyeron o ya no poseerán consciencia plena de su identidad personal, que difícilmente su "yo" se revelará de modo relacional, de forma racionalmente relacionar. Mas no por ello los médicos hemos dejado de interpretarlos como hombres o mujeres, aunque ciertamente en una condición de máxima limitación. Y sabemos que la condición humana -y por tanto, la condición de hombre- se amplía a los fetos de cuatro o siete meses, de los que sabemos que ya poseen viabilidad, es decir, que convenientemente cuidados podrían sobrevivir fuera del claustro materno. Nuestro modo de pensar es realista, percibimos la realidad de los otros como fenómenos, como realidades que captamos con nuestra inteligencia y nuestros sentidos, que poseen una identidad racionalmente comprensible, que son científicamente reconocibles. Adquirimos así una visión del hombre que los filósofos llamarían "fenomenológica". Si esta visión se extiende al óvulo fecundado, es obvio que nuestros ojos no ven un cuerpo formado de hombre -de varón o mujer- pero esa realidad morfológica que perciben nuestros ojos de científicos, en la posesión de nuestra cultura embriológico, nos dice -nos garantiza- que constituye el hombre en el primer instante de existencia como realidad-hombre. Y ello pese a que su mente no es captable aún, como tampoco lo es su cerebro ni nos cabe recoger de él ningún modo de actividad relacionar. Simplemente "sabemos" -como científicos del hombre- que su designio vital como individuo humano se ha puesto en marcha ya a través del dinamismo impreso en su dotación genética, en el DNA del zigoto. El resto es un simple problema de tiempo. Nueve meses después decir "es un hombre" nos resultara más sencillo de comprender pero no más real. Porque sabemos a través de nuestra ciencia que el óvulo fecundado, el zigoto, es ya la vida natural de un hombre completo (cuerpo, mente, autoconciencia) en su fase más inicial, en su momento existencial más precoz.

 

2. Este largo preámbulo de realidades obvias no es baladí, porque nos abre el camino a una reflexión más compleja, que es aquella que hace alusión al concepto de persona. En ella, todo el interés se va a centrar en la idea de que cualquier definición de "persona" que no se identifique plenamente con, al menos, esta visión real o fenomenológica de "hombre" es inadecuada. Se tratará de una interpretación "ideológica" de hombre -respetable tal vez- pero nunca la real. Esto es, siempre que una interpretación del concepto de persona prescinda de, al menos, la realidad del cuerpo, la realidad de la mente y la realidad de la autoconciencia -conjuntamente- en su definición se estará falseando la realidad del concepto de hombre en su dimensión científica. Podremos a continuación pensar que, en su origen, la mutilación del concepto de hombre -al obviar una parte del todo o al asignar a una parte del todo el concepto del todo, esto es, de hombre- constituye un simple error de perspectiva, una falsedad, una errónea percepción de la realidad hombre. 0 que se trata más bien de una definición "ideológica', es decir, en la que se pretende deliberadamente excluir una parte esencial del concepto de hombre para así disponer de un modelo conceptual -de un referente- del que hacer depender luego determinaciones morales, actitudes o conductas supuestamente racionales y fundamentadas. Si se dice, por ejemplo, que hombre es sólo autoconciencia -esto es un ,,yo" y exclusivamente un "yo"- y se excluye por completo al "cuerpo" de la esencia de hombre, siempre que ese "yo" no pueda expresarse -como así ocurre en los fetos, en los comatosos irreversibles o en los subnormales profundos- se podría decir que en estos casos ya no hay hombres y por la misma razón se podrían generar leyes consensuadas que permitieron a la sociedad su eliminación física. Porque al carecer de un "yo" relacionar estos cuerpos no serían hombres.

 

Como puede fácilmente concebirse toda esta supuesta argumentación carece de validez porque es simplemente irreal, falsa. Deliberadamente toda la argumentación seguida hasta aquí parte de la idea real de hombre como naturaleza dotada de cuerpo, mente y "yo" o autoconciencia de sí mismo. Y también deliberadamente hasta ahora no hemos aventurado el término ni el concepto de persona. Porque esto no parecía necesario en el mamo de nuestra visión de científicos del hombre. Ahora sí es posible hacerlo. Porque los términos "persona" y "hombre" aunque poseen una génesis epistemológica y disciplinar diversa a nuestros ojos son en el fondo realidades intercambiables. Hombre y persona significan y son, al término de un largo proceso discursivo, una misma cosa. La persona es el hombre, ya mujer o varón, porque la única modalidad en la que como tal persona se expresa es como hombre. Persona es igual que decir ser humano e igual que decir mujer o varón. Persona nunca es decir ordenador inteligente ni mono que articula algunas palabras. Persona implica la condición de ser racional, de estar en posesión de la genética de] hombre de la evolución, la condición de hombre vivo en algún tramo de su designio existencias.

 

¿Dónde pues la conflictividad? La conflictividad existe en aquellos que separan el concepto de hombre del concepto de persona, o si se quiere, el concepto de ser humano y el concepto de persona. En efecto, si bien es cierto que la noción de persona se va acreditando progresivamente en nuestro tiempo como una especie de base neutral suficientemente objetiva, en grado de proveer un fundamento común y universal para la erección de normas de conducta o leyes, también lo es que se va introduciendo una creciente confusión y separación entre la noción de persona y la noción de hombre. Esto tiene una peligrosa repercusión en el campo de la bioética y, por supuesto, en los fundamentos del Derecho. Aunque aquí sólo podemos esbozar el debate, cabe afirmar de entrada y rotundamente que esta ruptura entre el concepto de persona y el concepto de hombre es ajena a la Medicina y a su sabiduría histórica. Decir que persona y hombre -como mantienen algunos filósofos- no son realidades idénticas es algo extraño al mundo médico. Primero por un hecho de carácter universal -por una razón viva, dinámica y actual- que es aquella del lenguaje común, en el sentido de que los términos "hombre" y "persona" vienen siendo utilizados como sinónimos, desde siempre, en el lenguaje cotidiano y en el mundo médico. Y en segundo lugar porque también en argumentaciones más técnicas, resguardando la obligación moral y legal, el concepto de hombre ha sido constantemente usado en el sentido de persona y nunca, ni mínimamente, en otro sentido que éste *(6).

 

¿Qué ocurre ahora? Que al decir que no todo individuo humano -todo hombre- es persona se pretende establecer el fundamento racional para que la organización de la sociedad pudiera privar a algunos de sus ciudadanos de sus derechos como tales personas. Algunos filósofos y algunos bioéticos mantienen ahora que el concepto de persona significa exclusivamente "autoconciencia", conciencia de sí mismo, de sujeto individual dotado de libertad y autonomía en sus decisiones. La noción de persona prescinde así de la noción de cuerpo y mente y selecciona una propiedad del hombre como único fundamento de su definición. Los filósofos de esta guisa escapan deliberadamente así de una construcción basada en la percepción de la realidad llamada "hombre", para crear ideológicamente un concepto o definición de persona que no integre todas las propiedades esenciales del referente, sino sólo aquella que, aleatoriamente, les interesa. Se escapa así de las realidades propias de la objetivación científica, de la objetivación basada en la captación de la realidad de las cosas, de los objetos -aquí de la realidad del hombre- y se crea un nuevo concepto, una nueva definición de persona que es muy difícil desvincular de su significado instrumental y mediático, teleológico y utilitarista en el mundo de la ética, y paradigma fundamentador en la génesis de posibles leyes y en el mundo del Derecho. Al mundo de los médicos, como antes se ha aludido, la desvinculación del concepto de persona de la idea de hombre ha de resultar, cuando menos, sospechosa; pues, como es sabido, detrás de esta noción de persona como mera autoconciencia, subyace entre otras la idea de promover que los seres humanos gravemente disminuidos (subnormales profundos, comatosos irreversibles, descerebrados que permanecen en estado vegetativo, etc.) y, por supuesto, los embriones y fetos no son personas, y como tales, al carecer de estatuto de personas, la sociedad podría legislar sobre ellos y disponer de sus vidas de modo convencional. Para algunos de éstos filósofos ni incluso los recién nacidos, por aquello de que carecen de autoconciencia, son personas y, por esta razón, en determinadas circunstancias se podría disponer de sus vidas (7).

 

Desde esta perspectiva se comprende ahora mejor la afirmación anterior de que el verdadero fundamento de la ética va más allá de la mejor forma de construir la imparcialidad en las decisiones de justicia y que éste se debe centrar antes en la persona. La bioética de base personalista se define por concebir las decisiones éticas de la razón práctica sobre la base primordial del respeto a la persona, del respeto profundo a su identidad personal, que es, en definitiva, el núcleo de su dignidad.

 

Pero esta percepción de persona en cuanto autoconciencia (como sujeto responsable de sus decisiones, dotado de autonomía en cuanto ser o naturaleza racional, es decir, en cuanto individuo dotado por una mente y un psiquismo humano y, por tanto, racional) y que además posee y es un cuerpo -que sería la perspectiva fenomenológica de concepto de persona- aunque cierta y válida para fundamentar la ética, no alberga a juicio del autor, toda la radical realidad fundante de la persona.

 

No capta, en suma, la esencia de la persona en su plenitud y ello porque con el microscopio o con simples percepciones es imposible captar la total esencia del hombre. El hombre, la persona humana, es además un ser espiritual. La respuesta a qué es la persona es la respuesta a qué es el hombre. El modo de concebirlo o de interpretarlo toca directamente a las creencias más profundas de los humanos y, en bastante medida, los identifica o los separa. La bioética de base personalista -el modelo de Sgreccia y los que puedan venir después- está asentada en una tradición de fe. Sin duda que es también una ética civil -y, como tal, de elección libre y reflexionada -pero recoge en gran medida la tradición intelectual occidental de raíz clásica y cristiana a la que ahora haremos alusión. Con todo, la expresión "personalista" no queda necesariamente fijada por esta tradición, aunque lo sea en su versión más actual enriquecida por el pensamiento moderno. En efecto, la "persona" en cuanto sujeto y objeto ha sido recuperada filosóficamente por la tradición fenomenológica de este siglo que, desde diferentes perspectivas y desde diferentes autores, ha vuelto a ocupar un lugar preeminente en la filosofía moral contemporánea* (8). Por lo tanto la ética personalista se asienta filosóficamente en el pensamiento clásico y cristiano y en la moderna fenomenología, sin excluir necesariamente otras aportaciones de la filosofía moral. Al mundo de la Medicina, mundo de percepciones empíricas, la fenomenología le ofrece una visión del hombre muy asequible. Sin duda que, desde la perspectiva de "el mundo de la vida" -por utilizar la expresión de Husserl- la dimensión fenomenológica del hombre -y, aún más, la idea de persona- es incapaz de proyectar una comprensión integral revelándose necesariamente reduccionista. Pero ello no obsta para poder constituir o apoyar sólidamente el trasfondo filosófico de nuevos modelos éticos, también personalistas y también del mundo de la ética médica, que puedan ser concebidos y desarrollados.

 

En el momento actual el modelo personalista con mejor orientación al mundo de la Medicina y de las ciencias de la vida es el personalismo ontológico, diseñado por Elio Sgreccia 17. Respecto de la persona el modelo cristaliza sobre un concepto realista y metafísico en la herencia del hilemorfismo y de la tradición aristotélico-tomista. En él, frente al empeño subjetivista y dualista de cierta tradición ilustrada de desvincular a la persona de la corporeidad, se unifica a la persona con el hombre y se sostiene que la persona es más que sus actos o que su percepción de autoconciencia, y que no se deviene persona porque sea autónoma, competente o activa, sino por ser miembro de la especie humana. Esencialmente esta concepción de la persona no es "psicologista" y sólo "psicologista" -entendida como mera personalidad en sus aspectos temperamentales o relacionales- sino antes bien ontológica, de estructura ontológica. Según esta perspectiva el hombre es esencialmente unidad radical de espíritu y cuerpo (9).

 

3. El problema de la comprensión del hilemorfismo por la mentalidad científica no estriba tanto en la captación del monismo parcial que representa, cuanto en la dificultad de cohonestar palabras y categorías de génesis filosófica con las categorías y construcciones mentales fisicistas, biologicistas y/o moleculares que caracteriza a la visión del científico. No es sin duda fácil, pero tampoco imposible reconocer equivalencias entre ambos modos de referir la realidad del hombre, aunque ciertamente no sea éste el marco adecuado a tan apremiante discurso interdisciplinar. Bástenos recordar que Aristóteles considera que la esencia o sustancia del hombre es una y única pero compuesta. Es decir que algo da forma a la materia del hombre y le convierte en hombre, un algo filosófico que estructura y diseña un modelo de organización de la materia que emerge a la existencia en la modalidad de hombre, algo que es la forma en términos aristotélicos. Constituido el hombre -sustancia y fon-na- el estagirita entiende que debe distinguirse entre los materiales organizados que constituyen el ser del hombre -su esencia- en tanto que proyecto o potencia de ser, y "acto de ser" el hombre como ser viviente, como realidad viva en una existencia, como ente. Hasta aquí nada necesariamente nos conturba como científicos o filósofos de la ciencia. Simplemente estamos ante un modo distinto, filosófico, de contextualizar la realidad hombre. El filósofo griego consideraba que este principio organizador de la materia, que permite el diseño de un hombre en tanto que forma o acto de hombre es el alma. El alma sería algo intrínseco al ser del hombre, pero no se trataría de una substancia material sino de un principio organizador de la materia que permite de inmediato el acto de ser de la condición de hombre. Sin ese principio organizador que mantiene la tensión identificadora y cohesionadora entre las moléculas del cuerpo, dotándole de sentido, el hombre retomaría a su realidad de simple materia, de polvo. Por tanto, para el estagirita el ser humano poseería una estructura única pero compuesta por materia y forma, inseparables o no se dará jamás el ser de hombre. El alma permite y representa el fundamento de] acto de ser del ente denominado "hombre". Como puede verse, aunque en categorías filosóficas, la intuición aristotélica soporta hoy bastante bien cualquier embate ideológico cientificista porque no otra cosa pretendió el estagirita al formular su modelo.

 

Cuando en un momento concreto de la historia, Tomás de Aquino se ve precisado a considerar la condición humana y la idea de persona, su discurso asumirá el diseño aristotélico como punto de partida. Así, cuando establece su anima forma corporis lo que quiere decir es que, como ya dijera Aristóteles, el alma es la forma de la sustancia del cuerpo, la forma sustancial del cuerpo, principio vital que no es materia, pero que hace posible la organización de la materia según un diseño estructural que posee y que, al darse, determina la plenitud de vida del ser, a lo largo de un tiempo de existencia en el mundo, el cual se vendrá a expresar morfológicamente según un decurso que se inicia en la concepción y acaba con la muerte. La muerte supone el retorno de la materia a la tierra, ausente la fuerza vital, el impulso integrador, conformante y configurante de la realidad del hombre, ausente el alma.

 

La novedad de Tomás de Aquino es que interpretará el alma del hombre como distinta del alma de perro, del alma animal, la interpretará como espiritual. El principio inmaterial, presente e integralmente constituyente de la corporeidad humana, y aún sosteniente, es en el hombre algo espiritual y completamente distinto a las almas del resto de las criaturas no humanas. En efecto, en el hombre, el alma será capaz de aflorar facultades de rango intelectual máximo. El diseño de la materia humana por el alma, vendrá a ser tan exacta, tan perfecta, que a través de las facultades mentales hará al hombre capaz de pensar, de razonar, de recordar y, sobre todo, le permitirá que se reconozca a sí mismo y reconozca otros. El diseño es radicalmente nuevo en la naturaleza y representa como a modo de un salto esencial. La fuerza unificante aquí no sólo determina -informa, se dice- la materia para configurar la realidad anatómica y funcional de las vísceras y de los órganos del cuerpo, sino que será capaz de organizar el tejido celular de la corteza en modo tal que la permitirá expresarse a ella misma y emerger con la identidad de un "yo", con "autoconciencia" de sí y de su individualidad en el mundo. Este hecho posee extraordinaria relevancia porque permite comprender que la idea de "alma", en el caso del hombre, unifica e integra dando sentido a la vida vegetativa, a la vida sensitiva y a la vivencia intelectual a la vez y conjuntamente. Cuando algunos ahora resucitan la vieja idea de que la persona es sólo facultad intelectual, sólo autoconciencia en sí, es decir sólo un "yo" o sujeto, como si el cuerpo fuera un mero continente del espíritu humano -tesis dualista- en realidad lo que se está pretendiendo hacer es contrarrestar la idea de hombre como un ser de naturaleza corporal y espiritual, en el sentido de que la perfección de su alma configurante cincelada en analogía del Creador ha determinado a un ser con memoria, entendimiento y voluntad, a un ser que es capaz de reconocerse a sí mismo como realidad individual y de actuar libremente y, sobre todo -lo más importante- en posesión de una conciencia moral.

 

Retornando al concepto de persona, debemos decir ahora que sobre esta concepción del hombre Tomás de Aquino afirma que la persona es el subsistente, el ser subsistente en una naturaleza racional. Subsistente o subsistencia quiere decir aquel ser que tiene la intrínseca posesión del acto de ser propio y, al mismo tiempo, posee la naturaleza más excelsa de entre todas las posibles, esto es, la naturaleza intelectual. La persona humana es pues un ser concreto e individual que subsiste en sí y por sí (aunque no es causa de sí como un todo completo, con sus determinaciones esenciales y sus características accidentales, integradas en el acto de ser que ejerce por cuenta propia. Persona humana es, pues, más que naturaleza individuada, más que mero individuo de la especie humana y más incluso que hombre, aunque toda persona es hombre y todo hombre es persona. Pero persona significa existir en sí y por sí y no en otro, significa independencia y autonomía, significa en fin -y ésta es la clave rechazada- participación del ser de Dios. En suma la persona es espiritualidad, en el sentido de que tiene capacidad de realizar actos que son independientes del determinismo de la materia. Y en tal medida toda actividad intrínseca del hombre que se independice de la materia en cuanto al dominio de la intención es totalmente inmaterial, o, como también se puede decir, espiritual* (10).

 

En suma y de forma simplificadora cada hombre es una persona concreta, única e irrepetible, diferente a las demás, en posesión de un "yo" -de autoconciencia- que le permite acciones libres y actos que, como veremos en seguida, son reconocidos en su interior, por la conciencia moral, como "buenos" o "malos", "correctos" e "incorrectos"* (11). Este reconocimiento de la calidad moral de sus acciones se lleva a cabo en la conciencia. Persona y cuerpo, por fin, participando del mismo impulso configurante y conformante son inseparables.  

 

Benevolencia

 

El paciente para el médico es ante todo persona. Es esto -la concepción fenomenológica y metafísica de persona- lo que le configura ante sus ojos como un "absoluto", "fin en sí mismo y nunca medio" como afirma el filósofo de Konigsberg. Luego, es también un hombre concreto, instalado en una existencia, mujer o varón, blanco o negro, rico o pobre, etc. Y es obvio que ante esta persona cabe adoptar diferentes modelos de relación, en este caso de relación médico-enfermo. Una relación tradicional la concebía básicamente en términos de "beneficencia", del "deber" de buscar siempre el bien del enfermo, que se tradujo en esa actitud de protección y dominio que hoy conocemos como "paternalismo". Un segundo modelo de relación de tradición más ilustrada, más "moderna", es el basado en la "autonomía", que acaba identificando la idea de buscar "el bien del enfermo" con lo que este quiere y a cuyo ideal se sirve. Por fin, una tercera dimensión de la relación médico-enfermo es la actitud basada en la "benevolencia". Esta eleva a primer plano del acto médico la exigencia moral del médico (ante su conciencia) de respetar y aún de "venerar" los significados fenomenológicos y teleológicos presentes en la condición de persona, entendida como un "yo corporal", inseparable el espíritu humano del cuerpo. Esa actitud de respeto a la realidad integral del hombre -aquí, nuestro paciente- es, como subraya Spaemann, algo supremo, un reconocimiento de corte trascendental, en suma, la forma más noble del amor de "amistad" *(12), el amor de benevolencia o, simplemente, "benevolencia.

 

La benevolencia nos conducirá al "bien de la persona". En efecto, contra la idea kantiana de que la imparcialidad fundamenta la ética, la visión personalista sostiene que, previo a la idea de imparcialidad, es preciso acceder al conocimiento de esa "realidad" que es la persona.

 

Acceder a la "realidad del otro" -que es mi propia realidad- significa abordar frontalmente, en su origen, la gran interrogante: ¿qué es el hombre? El planteamiento personalista descubre esa "realidad del otro" en la idea de persona. Todos los hombres somos personas. Y ser persona confiere una dignidad que está por encima -inclusode nuestra propia concepción de la dignidad, de nuestra autoconciencia de ser persona, de ser un absoluto caracterizado por "no tener precio sino dignidad" (Kant). La persona y su dignidad -y no la imparcialidad- funda la ética y, obviamente, para los personalistas también funda la bioética. Más allá, la ética es acto intelectual, racional por muy espontáneo que sea la captación de esos primeros principios de la razón práctica (Millán-Puelles 21).

 

Acceder a la "realidad del otro" significa reconocer su condición de persona, su dignidad y también sus legítimos intereses, que pueden ser contradictorios con los míos. ¿Cómo pues penetrar en la realidad de los intereses de las personas -del otro y del mío- y alcanzar un acuerdo? La pregunta nos conduce a un nuevo planteamiento: ¿cómo puede converger un interés originario por los demás (por ejemplo, el impulso a buscar el bien del enfermo) con el irrefrenable deseo de alcanzar mi felicidad y por tanto el acuerdo con mis convicciones morales? No hay duda de que ésta es la gran pregunta de la ética y, por supuesto, de la bioética (sobre todo en el marco de la relación médico-enfermo) y seguro que seguirá siéndolo durante mucho tiempo. En efecto, a primera vista o prevalece mi concepto del bien del enfermo y lo impongo ("paternalismo") o asumo que mi opinión no cuenta, porque pienso que el significado moral del acto médico que llevaré a cabo no me involucro -no me mancha- y abstrayendo mi responsabilidad ética ejecuto siempre lo que quiere el enfermo (cesión moral a la "autonomía"). Son ciertamente dos respuestas al dilema, la clásica del médico y la que algunos bioéticos modernos nos sugieren. Ninguna de ellas representa, sin embargo, la perspectiva personalista, porque ésta se injerta en la tradición filosófica de la "benevolencia".

 

¿Qué es la benevolencia? Benevolencia desde una dimensión filosófica significa dos cosas: l) Por una parte el reconocimiento de la constitución teleológica de todos los seres vivos y sobre todo de las personas: sujetos con un origen creatural y vinculados a un dest:ino eterno; orientados a una existencia como personas en la tierra, donde la corporeidad adquiere un sentido -un significado- que expresa a la persona y explícita también el "bien" de la persona; sometidos, en fin, a una estructura fundamental de inquietud -que no otra cosa es aquel estar-en-el-mundo de Heidegger- por cuya virtud tanto nosotros mismos como nuestro poder ser se halla esencialmente en juego. Y de acuerdo con ello significa aceptar que las acciones o los actos de los demás respecto de mí y de los míos sobre ellos, a la luz de esta constitución teleológico, nunca son desde un punto de vista ético neutrales, sino que en tal medida se comportan como "buenos" o "útiles" o como "malos" o "inútiles". 2) Pero benevolencia significa también percibir el ser, percibir la realidad (no mi subjetiva opinión) de la persona, la realidad de esta persona en la condición humana de mi enfermo concreto. La percepción del ser supone percibir su cuerpo, su realidad biológica y espiritual como es en realidad, como totalidad unificada e inseparable.

 

Esto por lo que atañe a su dimensión filosófica. Por lo que atañe a su dimensión relacional, la benevolencia del ser racional no es otra cosa que el amor benevolentiae, un amor de respeto a la realidad del otro, no sólo fenomenológica (en cuanto percibible: hombre, mujer, joven o viejo, pobre o rico, bueno o malo, dotado de un cuerpo cuya fisiología reconozco, de unos anhelos, de unos intereses, etc.) sino también metafísica, como vimos al recordar el concepto de persona. Tal vez esta aproximación al amor de benevolencia nos resulte distante, más no lo es, porque benevolencia es simplemente el "amor a los demás por mor de sí mismos" 1 1, que es lo que Aristóteles trata bajo el nombre de "amistad". El amor amicitiae del estagirita es sólo posible como benevolencia (aceptación del ser del otro) recíproca entre hombres cuyas voluntades (hoy diríamos libertades) se asimilan espiritualmente -por encima de sus respectivos intereses, instintos o concepciones filosóficas- y que se ordenan a la búsqueda del bien y no a la utilidad del uno o del otro. La búsqueda del bien -de la utilidad, de la justicia, de la imparcialidad- se subordina a la benevolencia, a la aceptación del ser del otro. Los intereses particulares ceden a los intereses de la benevolencia, que son para los personalistas los intereses de la razón.

 

Esta actitud de "respeto" a la realidad del otro como expresión de la benevolencia, limita la intervención del sujeto (en este caso del médico) y le exige dejar ser al otro de acuerdo con su propia alteridad: en otras palabras, como una totalidad de alma y cuerpo (o psiquis y soma) constituyendo una trascendencia volitiva que lleva a respetar los significados de su corporeidad (psíquica y somática). Se recupera así -libremente- aquella perdida conexión entre los preceptos de la moral y la facticidad de la naturaleza, que fue -como destaca Maclntyre6 - una característica ruptura de los filósofos de la Ilustración, y que se caracterizó por el rechazo de cualquier visión teleológica de la naturaleza humana, de cualquier visión del hombre como poseedor de una ,,esencia" que definiera su verdadero fin. A partir de esta concepción o actitud de respeto a la realidad del otro, el hombre -cualquier tipo de hombre- se configura como un absoluto sujeto de derechos. Y desde el punto de vista del médico y de la realidad científica el enfermo -el hombre desde el primer día de su condición como embriónes un absoluto sujeto de derechos y cualquier hombre en cualquier situación (inteligente o disminuido, sano o enfermo, vigil o descerebrado, justo o injusto, pobre o rico, etc.) posee siempre la realidad de su condición de creatura -de sujeto de la especie homo sapiens sapiens- que le convierte en un absoluto inexpugnable dotado de dignidad, que exige un trato de benevolencia y que jamás debe ser manipulado o utilizado como medio, ni incluso por razones de bien común. Pero además el propio sujeto, en plenitud de su libertad -que maneja como quiere- también ha de respetar la benevolencia para consigo mismo. Su cuerpo no debe ser instrumentado a la búsqueda o consecución de utilidades que transformen, o rompan, su identidad corporal y su telos, sus determinaciones fisiológicas. La ruptura del significado de sus bienes corporales ha de ' fundarse en una necesidad grave, en una razón poderosa que permita allegar a una jerarquía de bienes corporales, entre las tres grandes determinaciones formales de la corporcidad: el respeto a la vida -que prevalece siempre- el respeto a la integridad corporal y la promoción del "telos", del sentido de finalidad del cuerpo con relación al "yo". al que identifica y expresa como persona.

 

Ética de bienes

 

La tradición doctrinal del personalismo al que nos venimos refiriendo tiene su núcleo filosófico y ético en la doctrina de bienes o fines que se inicia en Aristóteles, prosigue en Tomás de Aquino y encuentra en este siglo brillantes continuadores 17, 18, 19.

 

A la pregunta sobre el deber moral la tradición griega -la filosofía del ser- responderá con la aspiración al bien referido al ente. Aristóteles se basará en la experiencia: los entes aspiran a fines. Pero ¿por qué aspiran a fines? Con palabras de nuestro tiempo, hoy diríamos que aspiran a fines porque esos fines están prefijados, inscritos, en la naturaleza y pugnan por ser realizados. Los fines son bienes. El bien es precisamente fin, es decir aquello a lo que se aspira. Para ello se ha de comprender que, en el marco de su filosofía, el bien posee algo que perfecciona, de alguna forma, a la naturaleza. La ética aristotélica es una ciencia sobre el hombre que, aspirando a distintos bienes, debe buscar sobre todo el que mejor corresponde a su naturaleza racíonal. Aristóteles enseña que este bien hace al hombre profundamente feliz, por cuanto que representa la dignidad: es decir, lo que hace al hombre perfecto y objetivamente digno de respeto. Para el estagirita esto es la perfección moral expresada en la posesión de la virtud, gracias a la cual el hombre, aspirando a distintos bienes externos a sí mismo, realiza aquel bien fundamental interno a sí mismo.

 

Tomás de Aquino, como Aristóteles, afirma la existencia de un estrecho vínculo entre el bien y el ente, afirmación que confirma en numerosas sentencias del Génesis y en otros libros de la Sagrada Escritura: El bien es el fin del ente porque contribuye a su perfeccionamiento. Los cambios consisten en el acto de ser de alguna potencia. La razón, que es un fin del ente hombre se activa en la reflexión. así pues la reflexión perfecciona al hombre, la reflexión es un bien.

 

Pronto el Aquinate comprendió que el acto de ser implica siempre una existencia, y concluyó que sin la existencia no es posible ningún bien. La plenitud de esta existencia en un determinado ente, según su naturaleza, no es otra cosa que la perfección. La filosofía realista -de la realidad- consistirá en vincular el bien con el ente. El ejercicio de una finalidad inscrita en la naturaleza del hombre -la reflexión, el conocimiento, el amor o la procreación- son algunos de estos fines y son bienes, y su ejecutoria perfeccionan al ente hombre. Pero esta perfección sólo ocurre si el ejercicio de esa finalidad -de ese bien- se lleva a cabo en conformidad con el sentido en el que está inscrito en su naturaleza: sólo así perfecciona al hombre y contribuye a su felicidad. Si esa finalidad se rectifica o se conduce en un sentido opuesto al diseñado en la naturaleza racional del hombre -a su telos- entonces deja de ser un bien, en la medida en que esa telos práctica degrada a la naturaleza. Así pues, en la perspectiva tomista los actos del hombre son morales cuando ejecutan bienes. En la naturaleza humana, por lo que respecta a la corporeidad, el máximo bien, siguiendo al Aquinate, es su acto de ser, es decir la existencia, la vida (13).

 

Este preámbulo nos permite situarnos en el marco que ha racionalizado la ética durante siglos.

 

Retornando al objetivo de nuestro trabajo -ahora orientado a señalar el humus doctrinal que sustenta a la denominada bioética personalista- el recuerdo a la originaria ética de bienes nos permite clarificar dos aspectos no bien entendidos de su práctica real.

 

El primero de ellos es la inadecuada interpretación de que es el fin en sí mismo -el objeto del acto- el que determina inexorablemente la elección del agente, jugando la conciencia del sujeto un papel meramente secundario. El segundo es el carácter específico de estos bienes y su relación con el bien integral de la persona.

 

Por lo que respecta al primer objetivo -capital en una moderna interpretación de la norma personalista- han sido preferentemente Grisez y Finnis quienes han subrayado que la moralidad aparece en el obrar humano con la elección, es decir, con el ejercicio de la libertad de determinación del agente racional. La acción de un individuo es definida por el propósito adoptado en la elección, pero entendiendo que al obrar así el agente no sólo hace lo que ha elegido hacer como fin por sí mismo sino lo que escoge hacer como medio para ello. Dicha tesis es considerada equivalente a la de Tomás de Aquino, pero tiene, a su juicio, la ventaja de que subraya que el objeto de la acción está relacionado con la deliberación y la elección, no designado exclusivamente por el hecho externo. Para los autores, las elecciones fundamentan básicamente el acto moral ¿Cómo pues -podemos preguntamos- nace la relación con el objeto del acto o -en expresión de los autores- cómo se genera la fuerza obligatoria de las normas morales?

 

Para Grisez, Finnis y otros modernos intérpretes de Tomás de Aquino, como la razón práctica se ordena a las acciones, a las operaciones -a la modificación de la realidad existente- su trabajo comienza con la experiencia, desde donde capta las realidades o fines de la naturaleza como potencialidades modificables por las acciones. Es así como la razón produce, al captar el bien, planes o directrices de actividad. La razón capta el sentido y la dirección que está presente en la realidad. Como ejemplo de ello podríamos citar la percepción del hombre acerca de su potencial procreador y gratificador de la actividad sexual: uno de los caminos en la perfección de la naturaleza. Captado por la razón la persona tenderá de suyo a este bien, a la realización de este fin o bien. En este sentido, los bienes no tendrían sentido moral sino sólo práctico: significan, sin más, lo que es perfectivo, lo que contribuye a la plenitud del hombre. Suponen una proposición práctica -el primer principio- y la orientación intrínseca del hombre a la plenitud de su naturaleza racional. Ser y deber están correlacionados -se buscan- pero el "ser" no establece imperativamente el "deber" (14).

 

Los autores (18) denominan bienes humanos básicos a aquellos que tienen como primera cualidad la de ser aspectos intrínsecos de la persona y no realidades externas a ella: aquellos por los que se alcanza la plenitud del ser personal.

Los otros, los bienes externos, pueden ser bienes humanos, ciertamente pero no son bienes humanos que directamente y por sí mismos perfeccionen a la persona.

 

El hombre sólo puede tender al bien tendiendo a los bienes básicos, de ahí que éstos hayan de ser evidentes por sí mismos, constituyendo su conocimiento el principio de todo razonamiento práctico.

 

Grisez fija siete categorías de bienes humanos básicos divididos en dos tipos: Por una parte están los bienes existenciales, esto es aquellos que perfeccionan la dimensión existencias de la persona, en cuanto criatura racional y dueña de sus actos. Su definición lleva consigo una elección, es decir, se realizan a través de elecciones personales. Son l) la autointegración o armonía entre todas las partes de la persona; 2) la racionalidad práctica y la autenticidad, que suponen la armonía entre la reflexión moral, las elecciones libres y su ejecución; 3) Injusticia y la amistad, que son aspectos de la comunión interpersonal y la armonía en las actuaciones conjuntas de varias personas. Lo que se busca aquí es la paz y la justicia entre los individuos y las comunidades; 4) la religión, que es la armonía con Dios, encontrada en el acuerdo de las elecciones individuales y comunitarias con la voluntad de Dios. El bien humano básico de la religión es, pues, la armonía con esta última fuente de sentido y valor. Aunque esta armonía con Dios no puede ser confundida con Dios mismo ni con la vida divina a la cual todos los hombres están llamados a participar por adopción.

 

Por otra parte estarían los bienes sustantivos, que representan la plenitud de ciertas dimensiones de la persona, que no incluyen la existencia] y en cuya definición no se incluye la elección. Son: l) la vida, que incluye la salud, la integridad física, la seguridad y el modo de tratar la vida de otras personas, en suma, su cuidado, conservación y propagación en su dimensión personal y social. Se trata de un bien particularmente cercano al mundo de los médicos, que perfecciona al hombre en cuanto criatura corporal; 2) El conocimiento de la verdad y la apreciación de la belleza, que perfeccionan al hombre en cuanto criatura intelectual y 3) las actividades de trabajo y esparcimiento, que perfeccionan a la persona en cuanto generadora y partícipe de la cultura. Los bienes humanos básicos son denominados por Grisez y Finnis bienes pre-morales y la tendencia de la razón a ejecutarlos no es considerada todavía como algo moral. Cada uno de estos bienes es prescrito prácticamente, de modo natural, por la razón, pero esas prescripciones aún no son morales. El carácter moral se contiene en la elección, en la autodeterminación del "yo", vinculado a la conciencia, en la búsqueda de la verdad.

 

Por otra parte, esta división de bienes no puede hacer perder de vista que el bien genuino humano es visto por autores como un todo, por lo que la perfección, la plenitud del ser humano, no puede reducirse a la persecución y consecución de un bien singular. La razón asume que el fin último del hombre debe ser entendido como la plenitud de su ser en todas sus dimensiones; y esa plenitud no puede ser identificada con un bien singular, sino con la consecución armónica del complejo entramado de bienes a los que, de modo natural, tiende el ente hombre (15).

 

El segundo abordaje de la razón práctica en el marco de la elección es la búsqueda de los criterios de moralidad, que en principio no es otra cosa sino la búsqueda de un principio que señale claramente los modos en que las elecciones del agente promuevan el pleno desarrollo de todas las potencialidades humanas, concebibles como fines a realizar y representando bienes. Partiendo de la base de que toda elección supone un modo de limitación, Grisez precisa qué modos de limitación suponen un impedimento a la hora de tender al ideal propuesto. Uno es el derivado de la limitada condición personal de la naturaleza humana o de los bienes humanos mínimos (salud, inteligencia, etc.) La persona carece de dominio en este ámbito. El otro se da cuando los argumentos para la elección del bien no son suficientemente controlados por la razón (no son plenamente razonables): elección motivada por sentimientos o por otras razones. Se acaba entonces por dañar a otros o a uno mismo, y por no favorecer la objetiva realización del bien de que se trata o de otros bienes básicos (son las acciones exclusivistas). Para que una acción sea buena ha de ser inclusivista: se trata de que la acción contribuya a la plenitud del ser, de modo que las sucesivas elecciones recaigan en las diversas posibilidades de acción que supongan un progresivo y real perfeccionamiento del hombre.

 

En suma, la bondad moral consiste en ser guiados en las elecciones por una comprensión de todos los bienes humanos relevantes -los que están en juego en cada situación particular- y por las oportunidades para realizarlos que son sugeridas por los hechos de la situación, consideradas de un modo abierto y sin prejuicios.

 

Para Grisez la bondad moral radica en la búsqueda, participación y realización en los bienes existenciales -a los que por esto se llama también "bienes morales"- porque esa bondad se relaciona básicamente con las elecciones de la persona.

 

El criterio moral que ha de guiar cualquier elección lo encuentran nuestros autores en la comprensión de lo que supone el conjunto armónico de los bienes humanos básicos. En el momento de la elección, puesto que puede no ser posible la autodeterminación por todos los bienes, hay que elegir de forma que la elección respete y persiga el ideal del integral perfeccionamiento, sin que se pierda por un lado lo que se gana por otro, tanto a nivel individual como social o comunitario. Se trata pues de avanzar siempre a la plenitud humana integral.

 

Para el mundo de la Medicina y de la Ciencia, este planteamiento ético se abre, de modo natural. al concepto de "bien del enfermo".

 

El bien del enfermo

 

Durante siglos el médico interpretó que su papel en cuanto que profesión se orientaba a promover la recuperación de la salud, perdida por la enfermedad, significando recuperar la normalidad de su naturaleza, en suma, una physiophilia o amor a la naturaleza como ha destacado Laín Entralgo 5. La physis del enfermo, su naturaleza -configuración humana de la Physis universal- fue contemplada siempre, desde el más remoto origen del pensamiento médico, como el sustrato con orden propio que normatizaba la actuación terapéutica. Pero la relación médico-enfermo ha venido también marcada por la amistad, sobre cuya génesis en el mundo griego tanto ha retlexionado Laín: "Antes que ayuda técnica, antes que actividad diagnostica y terapéutica, la relación entre el médico y el enfermo es amistad, philia *(16). Ciertamente el acto médico ha sido fiel durante siglos a esta constante: se trata, sin duda, de un acto técnico que posee, además, por parte del médico y respecto del enfermo el componente de la philia, de la amistad, buscando por ello su bien, la recuperación de la salud según el orden de la physis, el ordenamiento de la naturaleza racional humanas.

 

El cristianismo, como bien ha investigado Laín, captará la philia y el médico medieval se identificará con la concepción hipocrática de la Medicina. Puede afirmarse que los médicos medievales lograron cristianizar la physis y la tekhné de los griegos. Como el médico hipocrático, el médico medieval se convertirá en un servidor de la naturaleza; y el orden de la naturaleza será normativo de su práctica clínica. La operación de sanar, dice Tomás de Aquino, tiene en la "virtud de la naturaleza" -por tanto en su ordenamiento divino- su principio interior y en el arte del médico su principio exterior; el arte imita a la naturaleza y no puede pasar de ayudarla (Summa, I). Lo cual significa afirmar que las posibilidades del arte de la Medicina se hallan limitadas por las reglas de la naturaleza, cuando la necesidad de éstas es absoluta y no condicionada5. El bien del enfermo desde esta perspectiva es una disposición de amistad -una forma especial de amor al hombre enfermo, que necesita del médico por su naturaleza herida- y también la acción de sanar en el respeto al orden de esa naturaleza, al orden inserto en esa corporeidad enferma. Es lo que hoy reductivamente llamamos "beneficencia".

 

El bien del enfermo ha constituido la razón de ser del médico de todos los tiempos. Y hasta hace pocas décadas el modo de ejercer la Medicina de nuestros maestros inmediatos, los Letamendi, Marañón, Jiménez Díaz, Ortíz Vázquez, etc. El médico actuaba en conciencia y decidía en lo terapéutico en el marco de unas elecciones que apenas eran influidas por el enfermo, buscando siempre su mayor bien, aunque, ciertamente, de forma un tanto autoritaria, como un padre haría con sus hijos, actitud que hoy ha venido a ser identificada como paternalismo.

 

El ejercicio de la Medicina, hasta hace cincuenta años representó un modelo de ética de bienes y virtudes, con todos y cada uno de los claroscuros que esta posición pueda implicar. Fue una ética marcada por la autonomía del pensamiento médico, determinada en conciencia -a la manera kantiana o no- y donde el orden de la corporeidad y el significado de las funciones de los distintos órganos representaba el orden normativo interior y remoto de las decisiones médicas. El utilitarismo del médico -siempre presente en el acto médico- operaba subordinado al significado de las funciones, según una jerarquía de bienes donde la existencia, donde la recuperación de la vida del enfermo constituyó siempre el objetivo esencial. El modelo personalista recupera esta dimensión histórica de la Medicina con poderosa identificación, aunque reconoce la necesidad de asumir paralelamente el papel estelar de la libertad humana en la relación intersubjetiva, en la relación entre médico y paciente.

 

Las estructuras de la corporeidad expresan finalidades inscritas en el ser del hombre. Estas funciones, estas verdaderas determinaciones genéticas, representan bienes parciales y contribuyen al bien integral del hombre.

 

El orden de la corporeidad no constituye un factum aleatorio que acompaña a la persona: Es también la persona. Como veremos la persona ha tenido siempre para el médico un reconocimiento fenomenológico, integral, cuanto menos de psiquismo y cuerpo como unitotalidad inseparable. El orden de la corporeidad según una jerarquía de bienes debe seguir siendo normativo para el medico, y posee un significado práctico premoral o protomoral que el agente de las decisiones clínicas -el médico en diálogo con su paciente- no debería obviar. Una visión ética ésta que es ampliable a cualquier campo de la actividad científica que configura hoy día el mundo de la salud.

 

Hoy más que nunca el profesional de la Medicina se enfrenta a la idea de dominio técnico del hombre, cuyo cuerpo aparece, a los ojos de algunos, como un inmenso campo abierto a toda clase de intervenciones, ya al principio ya al fin de la vida, siempre que expresen una relación de libertad y se orienten a una utilidad concreta. Es patente un olvido sensible de los criterios históricos. Pero es necesario alcanzar una síntesis responsable, como ha destacado JonaS22 entre los valores de ayer y los valores para mañana. La técnica, el dominio técnico del hombre por el hombre ha de subordinarse al análisis ético. En el modelo personalista de la bioética se rechaza que todo lo que se puede hacer se deba hacer. Lo útil no se justifica por sí mismo, tampoco en el ejercicio de la Medicina: el fin no justifica los medios. En su moderna acepción la vieja ética de bienes adquiere una dimensión personalista. El dominio técnico del hombre y de la enfermedad no se autojustifica. El dominio técnico de la naturaleza humana debe asumir el principio de responsabilidad y subordinarse a los dictados de la ética. En el modelo personalista esto significa que los bienes de la persona, constituida por un yo inseparable de la corporeidad, adquieren un significado orientador y relevante, al que el profesional de la Medicina se ha de enfrentar, ciertamente de modo libre pero también responsable.

 

El bien del enfermo no es sólo como puedan afirmar los principialistas el punto de vista de la Medicinas -que es igual que decir el punto de vista del médico- ni es tampoco el punto de vista del enfermo (que desdibuja la propia identidad de "beneficencia" y "autonomía") sino el servicio a los mejores intereses del enfermo en el respeto a su dignidad como persona en el marco, ciertamente, de un acuerdo libre y dialogado. Siendo la persona y su dignidad el árbitro normativo que establece el marco de responsabilidad y limitación a la mera competencia técnica, que, obviamente, siempre es exigible.

 

 

Autonomía o Autodeterminación

 

El papel de la conciencia -o, en términos ilustrados, el papel de la autonomía- en el pensamiento personalista es el de una autonomía participado, de una teonomía participado. Como ya hicimos alusión en páginas anteriores no estamos aquí ante una autonomía constitutiva como en las éticas modernas. ¿Qué significa autonomía participado? De entrada y de modo radical no significa la obediencia ciega, impuesta y asumida, de una ley -aunque fuera de una ley divina- dictada fuera de la conciencia del hombre. Siguiendo a Ferrer diremos que la autonomía de la conciencia como teonomía participado conecta la realidad de la benevolencia con el carácter creatural del hombre.

 

Vincula esta histórica concepción de la benevolencia con la ley natural. La naturaleza racional del hombre, su identidad corporal y psíquica, nos descubre la misma ley divina impresa en la condición humana. Y el designio del Creador para con el hombre: su verdad, la propia realidad hombre. Y el lugar donde concurre el debate -donde el hombre ha de buscar la verdad sobre sí mismo- es su propia conciencia. El hombre, igual que Dios, advierte y distingue el "bien" y el "mal" humanos, pero por no ser Dios no lo hace de modo originario, no lo capta de modo instantáneo sino en dependencia de la ley divina, la cual originariamente reside en el "bien", en la identidad, en la realidad, en el ser de cualquier objeto de la Creación. Si se carece de fe, aún es igual pues la justicia se cumple de igual modo si nuestras acciones se ajustan a decisiones en conciencia que vengan precedidas de la búsqueda sincera y científica de ese "bien" de las personas. Esta libertad de la conciencia que ha de venir precedida por el esfuerzo de búsqueda sincera de la verdad en sí (y, por tanto, nunca de la verdad ideológica, filosófica, cultural o polftica) es la autonomía participado. La verdad en sí del hombre, de la persona humana, es equivalente a la búsqueda de su realidad en sí, de aquella "realidad del otro" de Spaemann que es también mi realidad.

 

El médico y el científico de la vida lo tienen asequible pues la verdad científica, cuando no es interpretada mediante un significado ideológico, aflora fácilmente a la percepción de los interesados, siquiera de un modo fenoménico. La realidad anatómica, la realidad fisiológica, la realidad psíquica, la unidad psico-somática, la realidad biomolecular, la dimensión de finalidad -en fin- que incorporan entre sí todas estas determinaciones analíticas de la corporeidad, configuran, en parte -en su parte material- la realidad del ser del hombre. Esta es, pues, "su" verdad, la verdad que se debe respetar, la que constituye su identidad, aquella que no debe ser instrumentada en sentido utilitarista, ni para el bien de otros ni aún para un supuesto bien particular del propio enfermo.

 

Pero es importante subrayar de nuevo que esta contemplación de la realidad del hombre en cuanto corporeidad no es la que determina, impone, establece o funda el acto ético. El acto ético es libre, exigitivamente libre y fruto de una elección que nace en la conciencia. Pero esa libertad de la conciencia en el seno de la subjetividad ha de buscar el sentido de su autodeterminación en la verdad radical del objeto del acto a enjuiciar y aquí -en el caso de los médicos- el objeto de esta realidad es el propio cuerpo del hombre y sus leyes biológicas. En otras palabras, el sentido y la finalidad de la corporeidad, impreso en el DNA constitutivo de la especie de homo sapiens sapiens, es también su identidad o, lo que es igual, su dignidad. La dignidad del hombre no la proporciona un origen regio o plebeyo, ni el poder, el mérito, ni aún el Derecho, porque la dignidad es constitutiva del ser del hombre. Al descubrir en conciencia la verdad constitutiva de la corporeidad, el acto médico personalista debe tenerla ya siempre en cuenta, pues, como ya hemos visto, constituye un "bien" particular y posee un valor pre-moral o protomoral, que indica el bien a elegir y aunque no prescribe la decisión del agente médico -que es libre- convierte a la persona del médico en el sujeto moral de ese acto. El acto médico en el espíritu de la autonomía constitutiva -que es característico de las éticas neokantianas- prescinde voluntariamente de esta realidad en sí, y decide en clave de radicalidad autónoma, casi siempre desde la perspectiva utilitarista. En suma, estamos así nucleando la clave diferencia] del pensamiento contemporáneo, la tensión entre autonomía participada y autonomía constitutiva, entre el "ser" y el "deber ser" por un lado y aquel "ningún debe de un es" al que alude Maclntyre6, entre la ética del "yo soy" y la ética del "yo quiero" de nuestros días, entre "verdad" *(17) y "libertad", a fin de cuentas entre Aristóteles y Nietzsche 12.

 

La reflexión anterior nos conduce a reconocer en la "realidad en sí" de la corporeidad una función normativa. La corporeidad humana en cuanto totalidad unificada de soma y psique, de materia y espíritu, no es una especie de fardo que la libertad del hombre lleva a cuestas. Naturaleza y libertad -expresado en otros términos- coexisten autónomamente pero de modo inseparable. Ambas son, por separado fuentes o raíces de autonomía en la actuación moral. En los actos del hombre, en los actos del médico, la corporeidad y la conciencia son dos momentos subjetivos indisociables en todo acto médico posesivo, es decir, en aquellos que lleva a cabo y por los cuales la intención se complementa con la acción ejecutada.

 

Para que se dé una verdadera responsabilidad de los actos médicos es pues necesario dos cosas: lo primero, un sujeto caracterizado, capaz de responder por sus actos, es decir competente, conocedor de lo que hace y de su significado y en segundo lugar un valor normativo del cual se haya de responder. Ambos componentes se implican recíprocamente, pues "yo" únicamente puedo responder de un acto comparándolo con un modelo o principio normativo al que me he de ajustar. En el caso de la acción del médico sobre el enfermo, este principio normativo es "el bien" de la persona entera. Siendo evidente y no discutible -como ya vimos-que la decisión o elección del médico debe ser racional y libre, consciente y deliberada, en virtud de la cual el profesional se hace responsable en su conciencia del acto que lleva a cabo.

 

La corporeidad tiene sus leyes, su estructura vital -su sustantividad, su carácter de organismo, si nos mostrarnos discípulos de Zubiri- algo que tiene un indudable carácter universal. La enfermedad puede poner en peligro esa integridad corporal o, incluso toda ella, es decir, la propia vida. Es por esto que la decisión médica debe atender efectiva y primordialmente a los bienes de la corporeidad en peligro, y por lo cual el acto médico adquiere sistemáticamente un carácter singular. En el juicio de la conciencia práctica, el médico ha de arbitrar una solución que, dejando a salvo el respeto a la persona y a su libertad, jerarquice este respeto a los bienes de la persona enferma de modo que resuelva siempre el daño en el espíritu de mayor respeto y conservación de esta jerarquía de bienes. El respeto a esa jerarquía de bienes de la corporeidad -enfrentados en el acto médico- constituye el verdadero vínculo de la "libertad" con la "verdad", y refleja a nuestro entender un auténtico juicio moral, esto es, el modo ético de conducir la libertad sobre el "bien".

 

En síntesis, a nuestro juicio -y acercando el debate a la autonomía de los actos éticos del médico, en su labor clínica, ante sus enfermos- se puede afn-mar que los actos del médico son autónomos, libres y singulares -y paralelamente respetuosos de la universalidad de la naturaleza humana en cuanto normativa- en la medida en que para salvar el todo somete el bien integral de la persona a una jerarquización de bienes, en donde es justamente esta jerarquía la que determina -en anuencia con la libertad del paciente- el modelo ético a seguir.

 

La "vida", la conservación de la vida, aparece en la conciencia del médico de todos los tiempos como el primer bien a defender. A su mismo nivel, en el plano espiritual, la "libertad del enfermo" en el pleno conocimiento de su verdad. Son dos opciones básicas e irreductibles que deben siempre tenerse en cuenta. Sin la vida es imposible la persona y es imposible la libertad. Por eso es incongruente e irracional que la libertad pueda resolverse contra la vida. Sin duda que siempre es posible hallar argumentos para acabar con la vida del enfermo y siempre es posible exigir nuestra aniquilación mediante la eutanasia; pero eso es lo mismo que no contar con la libertad del enfermo o que pensar que nuestra libertad -la del médico- es crónica a la del paciente, si es él que la pide, que la responsabilidad moral de nuestras decisiones es inexistente y que toda ella recae sobre la intención y la decisión del enfermo.

 

 

Vocación y virtud

 

"Vida buena", "vida lograda", eudaimonia, los filósofos saben bien qué significa esto. El autor, insertado en la cultura de la Medicina, lo va a llamar "vocación". La vocación médica -aquella que Marañón (tabla 4) exaltara como cúspide del sentido de médico, de la idea de acto médico como servicio- subyace de fondo, como agazapada, a la vieja tradición de la "vida lograda", a la idea de "felicidad" que ha servido de inspiración fundamental a la ética durante tantos siglos. También la felicidad, la aspiración a sentirse contento consigo mismo, con lo que se es, con lo que se hace, con lo que se ha conseguido -la idea de "mérito"- es fuente de inspiración, humus, atmósfera o tradición que fundamenta la dimensión personalista de la ética. Esta fuente inspirativa del proyecto personalista es también clave, porque nos va a depositar sobre dos valores anclados en la tradición de la Medicina sobre los que las éticas de la Modernidad muestran escasa sensibilidad. Nos vamos a referir a las "virtudes" y a la citada "vocación". Ambas vivencias están profundamente vinculadas, en la medida en que aquellas acaban configurando la "vocación" del médico, y ésta -cuando se está inmerso en ella- conduce a las virtudes médicas.

 

La fundación de las éticas modernas en la imparcialidad y la necesidad de un desarrollo en tercera persona lleva a una idea de la justicia -de lo ético- asumida siempre desde el punto de vista de su mayor concordancia, del acuerdo o convencionalismo que propicie. Esta exigencia de universalidad y la autonomía constitutiva de todas las decisiones -que es propio de la conciencia moderna- no han abocado, como se podría esperar, a una sublimación del concepto de "deberes", cuanto al de derechos y obligaciones. Los "deberes" a la postre -se dice- traducen un discurso individualista, suponen unos valores particulares -que son ciertamente importantes, pero de igual peso que sus antónimos defendidos por otros hombres- mientras que los derechos y las obligaciones proponen, según esta perspectiva, una dimensión universalista de la exigencia de los valores éticos reconocidos por el consenso.

 

En las éticas utilitaristas, neo-contractualistas -incluso en el principialismo originarioprevale la idea de que lo fundamental de la ética médica no es el diálogo del médico con su conciencia sino, en el mejor de los casos, el diálogo de la conciencia del médico con la conciencia de su paciente. Y esto -que no sería malo si la conciencia del médico operara rigurosamente libre- tampoco es visto enteramente así, porque lo correcto, lo ético, lo justo -dicen- es que la conciencia del médico respete, sobre todo, los derechos del enfermo: esas "obligaciones" prevalecen sobre sus "deberes" de conciencia. No hay ni que decir que la primera obligación, o estelar, del médico sería el respeto a la autonomía de su paciente. El ejercicio de la Medicina pasa así a ser, poco a poco un "profesionalismo", algo cada vez más alejado de la idea de una "vocación"; y el acto médico más una transacción -singular, ciertamente- que un servicio. La idea de "servicio" es extraña, en general, a las éticas post-kantianas.

 

 

Tabla 4.

 

El paradigma de lo que podríamos llamar la felicidad del médico, de "vida lograda" de vocación, en suma- queda explicitado en el pensamiento de Gregario Marañón que, sobre un pergamino, se conserva en la biblioteca del Colegio Oficial de Médicos de Madrid:

 

* Si ser médico, es entregar la vida a la misión elegida

* Si ser médico, es no cansarse nunca de estudiar y tener, todos los días, la humildad de aprender la nueva lección de cada día

* Si ser médico, es hacer de la ambición, nobleza; del interés, generosidad; del tiempo, destiempo; y de la ciencia, servicio al hombre que es el hijo de Dios

* Si ser médico, es amor infinito amor, a nuestro semejante y acogerlo, sea quien sea, con el corazón y el alma abiertas de par en par

* Entonces ser médico, es la divina ilusión de que el dolor, sea goce; la enfermedad, salud; y la muerte vida

Gregorio Marañón

 

Es indudable que el ideal de la "vida buena", de la "vida lograda", alcanza a más que al ideal de la vocación médica, pero en la vida de muchos médicos el ideal de entrega a la profesión, a los enfermos, la identificación con unos valores que están presentes en la práctica de la Medicina, adquiere un nivel de adherencia cuasi vital, en la medida en que sus vidas no se entienden en ausencia de la Medicina. Alcanzado un nivel suficiente en el conocimiento de su ciencia, en posesión de esa sabiduría del arte médico que sólo es posible con la práctica, en la cercanía del sufrimiento y de la muerte, reconocida su eficiencia -en fin- por la sociedad, el médico se reconoce en extrema identidad con su oficio: de muchos de ellos se dice que "su vida son sus enfermos, es la Medicina". Es eudaimonia, el ideal de la tradición clásica, el ideal de felicidad, de vida lograda en el sentir aristotélico. La vocación por la Medicina cuando es plenamente vivida no proporciona una felicidad que colme todos los deseos -obviamente pero sitúa al médico en la percepción de una poderosa razón de ser, en la posesión de una vida digna de ser vivida. Esto proporciona felicidad. De manera que la conexión queda fijada: plenitud de vocación médica ejercida en libertad produce felicidad. En la vivencia de esta realidad la vocación lleva insensiblemente al "deber". Pues en esta entrega vocacional el "bien" -el más patentizado, el bien del enfermo- emerge ante sus ojos y el médico siente o experimenta el tirón de que es su "deber" facilitarlo. Felicidad o vida lograda en la plenitud de la "vocación" médica, desvelamiento del "bien" y "deber" no sólo no son antagónicos sino que son convergentes, esto es, que se buscan y que se disuelven unos en otros. En la filosofía moral de la conducta o del gobierno de la razón humana, el concepto de felicidad en el trabajo profesional -de vocacióndesempeña por esto una función capital fundante del deber.

 

Además, en la opinión del autor, la vocación además de proporcionar gratificación y de promover a la exigencia de los deberes, conduce a las virtudes. De igual modo que el ejercicio de las virtudes por el médico le ayuda a percibir más exigitivamente sus deberes y hacen reverdecer, a modo de juvenil savia, la vocación asumida. Por consiguiente, también en la vida de los médicos virtud y felicidad o vida lograda alcanzan una estrecha vinculación* (18).
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(5) En ausencia de una norma extema donde orientar el juicio ético, cada hombre puede concebir su deber de forma distinta, aunque también podrían coincidir y Kant pretende que coincidan, que la idea del bien se amplíe y abarque a muchos hombres -se universalice- para lo cual prescinde del objeto moral y, obviamente, de su significado en la determinación del juicio ético. Por lo tanto, a la vista de esta autonomía constitutiva de la conciencia y las múltiples visiones éticas que pueden aflorar, la formulación de un modelo ético de convivencia ha de ser concebido desde la perspectiva de una tercera persona, cuya virtud esencial vendría a ser la "imparcialidad"

(6) Pensemos en las distintas declaraciones sobre derechos humanos, donde pretendidamente se ha tratado siempre de caracterizar como humanos -como personas humanas- a hombres, niños y grupos de personas, a los que se habla de defender, y sobre los que se pretendían evitar discriminaciones, y para lo cual se les reconocía plenamente su condición personal.

(7) La desvinculación de la noción de persona de la noción de hombre mediante la construcción de un nuevo concepto de persona sin base en la realidad, abre el camino a vías positivistas en el mundo de la jurisprudencia que legitimen conductas, hechos o actos médicos, hasta el momento considerados irregulares o legalmente ilegítimos, como el aborto libre. la eutanasia activa o el infanticido.

(8) Con perspicacia Max Scheler aplicó el método fenomenológico al contenido espiritual y moral de la existencia humana y, de ese modo, reabrió, en el seno de la filosofía misma, fuentes religiosas. Desde entonces acá son numerosos los filósofos que retoman a una perspectiva real del hombre, donde el cuerpo vuelve a ser inseparable del concepto de persona.

(9) Al profesional de la ciencia médica, y aún al investigador sobre las ciencias de la vida, el retomo a un discurso de esta naturaleza puede tal vez abrumarle, bien por juzgar que la consideración de estas verdades filosóficas no debería aflorar en el debate acerca de la eticidad de los actos médicos, bien porque, aun reconociendo su importancia, juzgue de su incapacidad para acceder a la filosofía del ser. En este segundo caso, aunque su buena fe es indudable, hay que argüirle que, en el fondo, el problema de la ética sigue teniendo como telón de fondo el misterio de la esencia del hombre; y que, en la medida en que se prescinda de estas realidades, su significado se transforma dejando de ser, poco a poco, "ética" para pasar a mera "cosmética" de comportamientos.

(10) Esta idea de alma espiritual está muy alejada de la idea de espíritu en cuanto ser inmaterial que, de alguna suerte, viene a habitar en el cuerpo del hombre. Una concepción dualista muy alejada del concepto tomista de alma como forma sustancial.

(11) A juicio del autor, la concepción de persona a la luz de la interpretación fenomenológica de Wojtyla, que diera a conocer en su libro "Persona y acción", constituye la más identificadora aportación a la idea de persona, la cual se reconoce por sus acciones. El modelo incorpora definitivamente la concepción tradicional de persona al pensamiento contemporáneo 14.

(12) A causa de la ambigüedad del concepto de "amor", la filosofía de la Edad Media -y la de Leibnitz que le sigue- distingue entre amor concupiscentiae y amor benevolentiae, entre deseo y benevolencia (cuyos significados no son "amor a sí mismo" y "amor al prójimo"). El amor de concupiscencia significa que se experimenta o se produce en la medida en que este mismo amor proporciona placer. De no ser así se le abandona, desaparece. El amor de benevolencia, como ya habrá advertido el lector, es el que ama a otro por lo que es, por lo que significa en sí mismo, no por lo que le place o gratifica. Los dos clásicos modelos son el amor entre el hombre y la mujer, y el sano y desinteresado amor de la amistad, de la verdadera amistad.

(13) Pero desde el punto de vista de su contingencia, puesto que la naturaleza humana es criatura, el Bien supremo es el acto puro, el que subsiste en sí: Dios. Dios, que tiene la absoluta plenitud de la existencia, es el Bien supremo. En consecuencia, y acotando significados, cada ente posee su medida inmanente y su medida trascendente. La primera resulta de las relaciones internas que reinan en su ser, la segunda resulta de la imitación del ser divino. El ser creado -aquí el hombre- es más o menos bueno en la medida en que imita en sí la absoluta perfección de la Piimera causa ejemplar, en la medida en que llega a imitar la perfección de Dios.

(14) Con ello se denuncia uno de los errores en la interpretación de Santo Tomás, frecueniemente subrayado por las éticas modernas, en el sentido de fundar la moralidad directamente en la naturaleza considerada física y metafísicamente, más que en los bienes humanos, cuando se sostiene que el objeto detennina la moralidad de los actos. Grisez y Finnis niegan categóricamente que se puedan derivar al modo especulativo los enunciados normativos de los fácticos. Pero eso no quiere decir que estos últimos sean superfluos para la ética.

(15) Supuestas estas condiciones, Grisez y Finnis mantienen que todos los bienes básicos son igualmente fundamentales, que los denominados bienes existenciales suponen los sustantivos y, recíprocamente, que realizar los sustantivos lleva a realizar los existenciales. Esta mutua reciprocidad de los bienes se debe a que los bienes existenciales son formas de la armonía del ser humano personal y porque los bienes sustantivos -que no dependen de elecciones humanas y que, en cierto modo nos son dados- son como la materia que informada por la libre voluntad cuaja en un bien existencias. De todo ello se deduce que ambos géneros de bienes son reales, por lo que podemos decir que los bienes humanos no son solamente los bienes "naturales" y que hay que contar, y mucho, con los bienes existenciales.

(16) "La amistad aristotélica consiste en querer y procurar el bien del amigo, entendido éste como una realiza ción individual de la naturaleza humana. La meta de la amistad es, pues, la perfección de la naturaleza" (la relación médico-enferrno, Pedro Laín Entralgo, pág. 59, Alianza Universidad, 1983).

(17) El lector puede fácilmente comprender que, en términos de tolerancia, virtud tan apreciada en nuestra era, y aquí entendida como "búsqueda del bien y tolerancia del mal", el verdadero hombre tolerante es aquel que siempre está honestamente en conciencia buscando el bien. El otro, aquel que concibe todos los bienes como relativos y por tanto nunca enfrenta verdades absolutas -un "bien radical" a un "mal radical"- fácilmente accede, casi sin mérito, a la tolerancia.

(18) El debate moral contemporáneo ha vuelto a reconsiderar el mundo de las virtudes en la concepción de la ética. Ignorado desde la Ilustración, es imposible aquí algo más que establecer su vinculación con el bien y con la ética personalista. La cuestión Virtue and Medicine (Shelp, 1985) es especial: pues no sólo es un libro reciente sobre la materia sino una de las principales especificaciones de la virtud, que es objeto de interés en las últimas décadas -en un loable esfuerzo de rehabilitación- por filósofos y teólogos de todas las tendencias. No menos de medio centenar de autores del máximo prestigio -desde Tom L. Beauchamp a G. J. Warnock, desde GEM Anscombe a Philippa Foot, de A. Maclntyre al aludido Earl E. Shelp- en una larga relación de libros y trabajos, desde todas las fuentes y las más variadas cosmologías, ofrecen sus opiniones al respecto.