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El cristianismo,
entre el ateísmo social y el espíritu burgués

Este segundo tema enlaza, evidentemente, con el anterior. Constituye algo así como la reducción del mismo a un ámbito más concreto y determinado. No vamos a hablar de la imagen y la presencia de Dios en el conjunto de la modernidad, sino en un solo segmento de ella: el de la configuración socioeconómica. Dicho más concretamente: pretendemos acercarnos a uno de los dos aspectos del anunciado descubrimiento moderno de la autonomía humana, el de la autonomía social. La experiencia de que la realidad social no es una pura facticidad que hay que aceptar tal como se da, sino que está entregada a la libre y configuradora responsabilidad del hombre, marca uno de los más hondos avances y también uno de los más decididos apoyos del ateísmo moderno.

De ahí la importancia de comprender lo que pasó, cómo pasó y por qué pasó, y cuál debe ser, en positivo, la función de Dios y de su Iglesia en el nuevo mundo así configurado. Mundo que, a partir de ahora, calificaremos ya de burgués, tomando la denominación en su sentido más amplio y definidor.

1. La constitución de la sociedad burguesa

a) El problema de la inculturación burguesa del cristianismo

Prácticamente todos los analistas están conformes en que la dimensión social es uno de los vectores que marcan más profundamente la marcha de nuestro mundo; para muchos es incluso el más importante. El modo como se sitúe la presencia de Dios en el entramado de las relaciones sociales resulta, por consiguiente, decisivo para la configuración de la conciencia cristiana. Conciencia que ha de buscar en la experiencia de Jesús su orientación última, su criterio definitivo. Como ya se dijo en el capitulo anterior, sólo en el Dios de Jesús -en Dios tal como se nos revela en la palabra, la acción y la vida de Jesús de Nazaret- podemos estar seguros de acercarnos a su presencia verdadera y de no sucumbir demasiado crasamente a nuestros propios ídolos.

Las presentes reflexiones intentan, de alguna manera, rescatar a Jesús y su Evangelio de la cárcel donde tiende a encerrarlos la concepción burguesa del mundo. Con todo, no deberiamos olvidar que este tipo de propósitos enuncia siempre una muy delicada faena. Cada época (también la nuestra...) elabora -y debe hacerlo- su propia imagen de Dios. Esa imagen no puede ser nunca perfecta, justamente porque Dios nos desborda siempre, es siempre mayor que nuestras concepciones y nuestros comportamientos. El mal está únicamente en negar o ignorar los limites de la propia imagen, porque entonces se sucumbe inexorablemente a la tentación de «apoderarse» de Dios, poniéndolo -más o menos conscientemente- al servicio de los propios intereses. Tal es la terrible amenaza de la «inculturación burguesa» del cristianismo. Terrible, no porque sea la peor de la historia -las ha habido peores, sin duda-, sino porque es la nuestra, la que en concreto pone en juego la responsabilidad de nuestra fe. Tiene, como todas las inculturaciones, aspectos positivos y aspectos negativos; pero es ciertamente una visión limitada. En todo caso, es una realidad en la que hoy se dejan sentir con fuerza connotaciones y consecuencias muy negativas. Lo cual exige, por nuestra parte, un esfuerzo decidido por rescatar de sus estrechamientos el rostro auténtico y verdadero del Dios de Jesús.

Cosa nada fácil. Ante todo, porque hablar de «mundo burgués» o de «mentalidad burguesa» equivale a hablar de algo en lo que estamos metidos hasta el fondo y de lo que estamos empapados. Ese mundo que queremos juzgar configura la misma mentalidad con que lo analizamos; no permite la distancia de lo externo, ni siquiera ofrece el perfil relativamente definido de una época pasada. Hay entre el sujeto que analiza y el objeto analizado un «circulo hermenéutico», una interacción, que pide cautela y duplica el esfuerzo de la reflexión.

Sin que ello signifique que el análisis sea imposible, de hecho, muchos indicios están indicándonos que no estamos ya totalmente atrapados en el proceso; que estamos, como quien dice, con un pie fuera de él. Expresiones como «fin de la época burguesa», «capitalismo tardío», «era postmoderna»... señalan en esa dirección. Están todavía por verificar la exactitud y el alcance exacto de su significado, pero muestran con claridad la situación. La época burguesa es hoy ya una magnitud con perspectiva histórica. Ha pasado suficiente tiempo desde su constitución para que podamos ver su figura, comprender cuál es la dirección de su dinámica y, por lo tanto, obtener una comprensión de lo que lleva dentro. Hay posibilidades de juzgarla.

Un juzgar que no significa pronunciar condenas sumarias ni, por supuesto, defensas en bloque. El hacerse conscientes de la perspectiva permite una lectura más comprensiva y fructifera de la verdadera intención de autores que, como J.-B. Metz -a pesar de la seriedad y finura de sus análisis-, parecen achacar a la burguesía todos los males de la situación1; u otros que, como W. Kasper, dan, por contraste, la impresión de querer proclamar la inocencia total de la misma2.

Insistamos en que se trata, ante todo, de comprender, sin condenas sumarias ni defensas simplistas, para así intentar acertar.

b) El movimiento burgués como aspiración a la universalidad humana

BURGUESIA/HISTORIA: Así pues, lo primero será trazar aquellas grandes líneas que faciliten -aun cuando sea «desdibujando» un tanto, porque tendrán que ser necesariamente muy sumarias- el que podamos ver cómo llegó a constituirse esta sociedad burguesa3. Pues es claro que la burguesía no ha existido siempre en el mundo, sino que se trata de un fenómeno histórico y con unas fechas concretas, aunque no siempre resulte fácil señalarlas con precisión.

De algún modo, sus comienzos se remontan al siglo Xll. Se produce entonces la primera revolución de Occidente: un fecundo y ubicuo resurgir -ha llegado a hablarse de «Primer Renacimiento» - después de los siglos oscuros. Los habitantes de los «burgos» -artesanos y comerciantes, principalmente- buscan «un lugar al sol» en el disfrute de los bienes y privilegios de la sociedad feudal. El crecimiento de las ciudades, el ambiente de paz, la manufactura artesana y el comercio crean una sensación de optimismo; aumenta el bienestar social y se produce una intensa floración cultural. Incluso desde el punto de vista teológico, empiezan a valorarse en sí mismas las realidades mundanas, aparece el concepto de «historia de la salvación» y sube el tono vital e individual de la piedad.

De todos modos, la burguesía propiamente dicha, la que habrá de consolidarse en el siglo XIX, nace con la ilustración. A partir de ésta es cuando se toma clara conciencia de lo que está pasando y cuando, de manera progresiva, el hombre comprende que tiene en sus manos la libre configuración de la realidad social. Recordemos, del capítulo anterior, la afirmación de Hegel acerca de la Revolución Francesa, en la que culminó el proceso: en ella, por primera vez desde que el mundo es mundo, el hombre busca construir la realidad con la cabeza.

Ahora bien, todo esto no fue un fruto espontáneo, sino el producto de una honda inquietud y del esfuerzo continuado por «universalizar» la sociedad. Fue en realidad una larga lucha frente a la nobleza; lucha apoyada, en lo material, por los cambios socio-económicos y, en lo espiritual, por el renacimiento de la cultura.

Tratemos de echar una mirada al fondo del proceso. La sociedad, con sus bienes, con su cultura, con sus modos de relación y producción, está ahí; y en principio, decimos espontáneamente que pertenece a todos. Sin embargo, sabemos muy bien que la sociedad no es de todos; o, por lo menos, no es en igual medida para todos. Siempre hay un grupo social que controla y domina y, por lo mismo, se lleva la parte del león en el producto social. Hasta entonces, el grupo dominante era claramente la monarquía unida a la nobleza, incluyendo en ésta al alto clero: en definitiva, un grupo bien pequeño de personas que, por nacimiento, tenían en su mano los resortes del poder, del gobierno y de la economía.

Pues bien, a medida que empezó a entrar el mundo moderno, con las nuevas ideas y la nueva sensibilidad, se fue sintiendo la injusticia de la situación y la necesidad de hacer que, de un modo efectivo, la sociedad fuera de todos. Una protesta íntima, diríamos, en la cultura de Occidente; un deseo emancipador de romper ese predominio de un pequeño grupo sobre el entero cuerpo social. En una palabra, un movimiento histórico hacia la «universalización» de la sociedad.

De hecho, cuando estas aspiraciones se articulan en pensamiento expreso, haciéndose reivindicación consciente, se proponen en nombre de la razón, del hombre, de la naturaleza humana, es decir, de lo común a todos. En su apariencia abstracta, esto era profundamente revolucionario. Equivalía a afirmar que la sociedad, administrada por un grupo, debía ser reconvertida para transformarse en una sociedad de todos. Algo que suponía nada menos que romper toda la estructura heredada, acabar con los privilegios y repartir equitativamente el producto social.

En definitiva, eso era lo que pretendía la Revolución Francesa: se trataba del primer intento de hacer que todos, de alguna manera, mandasen en la sociedad. «Libertad, igualdad, fraternidad» no era un «slogan» superficial, sino una aspiración muy profunda y legítima que indicaba perfectamente lo que se buscaba. Todos somos libres, todos somos iguales, y no hay razón ninguna para que algunos sean más que otros y vivan a costa de ellos. La profunda justicia de este propósito fue lo que le confirió valor moral y significado histórico a la Revolución. De ahí el asombro de Hegel, de Kant y de toda una generación de genios. Se había cambiado el rumbo de la historia, abriéndola a un horizonte más amplio y más humano.

c) El fracaso de la universalidad en la particularización burguesa

Tales eran las aspiraciones. Pero ¿qué sucedió en realidad? Desgraciadamente, lo de siempre: que la revolución se hizo para todos y acabó en manos de unos pocos. Una frase de E.-Bloch lo expresa de modo sugerente: «se esperaba el citoyen y llegó el bourgeois»4. Esto es, se esperaba que llegara al fin el ciudadano, el hombre que, por el mero hecho de serlo, fuese libre e igual a todos ante la ley y el Estado, y lo que llegó fue el burgués, un nuevo acaparador, para un grupo determinado, de lo que era bien común de todos.

Con todo, conviene aclarar: no es que se volviese simplemente a lo de antes. Se produce un avance muy claro: entre la nobleza, que incluía a un puñado de hombres, y la burguesía, que se extiende a toda la capa social intermedia, existe una diferencia enorme. Diferencia que, además, no es sólo numérica. Ahora ya no es el nacimiento el determinante único y último del «status» social y político. El trabajo, la iniciativa y la cultura pueden romper las barreras: si antes de la Revolución un Voltaire puede codearse con los reyes, después de ella un Napoleón puede llegar a ser emperador.

Y a pesar de todo, hay un claro fracaso del proyecto utópico inicial, no se consigue la verdadera universalidad. La burguesía, que había expresado y articulado las aspiraciones de todos y se había apoyado en ellas, se alza sobre su situación anterior, pero se alza ella sola, dejando debajo de sí a toda una capa social -mayoritaria, con mucho- de campesinos, jornaleros, trabajadores... Existe un avance, sí, pero a costa de reproducir a otro nivel una estructura social injusta.

El proceso se comprende fácilmente. Como tal, la igualdad político-jurídica -cuando la hay- es pasiva y abstracta. El Estado es, en teoría, de todos y para todos, pero necesita apoyarse en los que tienen dinero, cultura e iniciativa. Estos, cuando obtienen poder y gozan de un mayor beneficio social, se aferran egoístamente a él y buscan perpetuar sus privilegios. De ese modo, la burguesía revolucionaria, deseosa de cambiar el rostro de la sociedad para hacerla más universal y más humana, se va convirtiendo en el nuevo amo e impide que las masas de campesinos y proletarios accedan al disfrute de los bienes sociales.

Acaso haya en esto una cierta «necesidad» social; acaso no todo sea posible de repente. Pero comprenderlo resulta muy clarificador. Porque en seguida se ve que el proceso tenía que seguir. La creciente evidencia de lo que había sucedido -la explotación de la mayoría por unos pocos- desencadenará, por fuerza, una reacción que obligará a la burguesía a oír lo mismo que ella dijera a la nobleza: la sociedad es de todos, y ningún grupo tiene derecho a apoderarse de los bienes que a todos pertenecen. Tal es la esencia del movimiento socialista, tomado -igual que hicimos con la burguesía- en su sentido más amplio y profundo.

d) El cristianismo ante el desafío del espíritu burgués

Tomado con esta generalidad -muy esquemática, indudablemente-, será difícil negar la justeza del diagnóstico: la sociedad occidental pasó en los últimos tiempos por esos tres estadios. Igualmente difícil será negar la justeza de esa búsqueda de la universalidad: la sociedad debe estar en manos de todos los hombres, y no debe haber una clase que detente más poder, más riqueza o más influjo que las demás.

Lo verdaderamente difícil es conseguirlo. Más fácil resulta caer en la trampa. Porque, en cuanto la particularidad favorece a un grupo, éste tiende a cerrar los ojos a las necesidades de los demás, de los que quedan debajo. Esto resulta obvio cuando miramos el mundo como un todo. Entonces es muy fácil apreciar que el mismo proletariado del primer mundo se convierte con toda naturalidad en explotador de las masas del tercero; y todos nosotros, más o menos confesadamente, nos resiti(ría)mos a una justa igualación de los precios mundiales y a un equitativo reparto de las riquezas. Sin ir tan lejos, lo experimentamos en propia carne cuando los agricultores franceses se oponían a la entrada de los españoles en la Comunidad Económica Europea; más claro aún cuando, dentro de la propia España, las nacionalidades más ricas y poderosas reclaman para sí privilegios aún mayores...

A poco que se reflexione, se comprende que esto obedece, ante todo, a tendencias muy enraizadas en la naturaleza humana, la cual, por menesterosa, tiende a ser egoísta y, por abierta e insatisfecha, busca imponerse por la voluntad de poder. (¿No hablamos, desde la fe, del «pecado original»?). Por si fuera poco, la mentalidad burguesa -típicamente pragmática, competitiva y depredadora- potenció estas negatividades. Dicha mentalidad constituye un proceso rico y complejo, capilar y poderoso, que fue modelando toda la realidad social, configurándola a su imagen y semejanza. La economía y la politica, la cultura y la religión, las formas sociales y el estilo de vida: todo fue cayendo bajo su influjo omnipresente. El siglo XIX vio su culminación, y el liberalismo constituyó su expresión máxima, sobre todo con el parlamentarismo en lo politico y el laissez faire -en el fondo, la ley del más fuerte- en lo económico.

Seria ingenuo pensar que la imagen cristiana de Dios permaneció incólume en este ambiente. Incluso queda insinuado -y por los análisis del capitulo anterior era de esperar- que tampoco aquí hubo el oportuno reajuste de paradigmas.

Entender en su estructura fundamental el proceso del cristianismo en este tiempo resulta indispensable; pero aparece muy complejo. Sobre todo, por la dualidad fundamental del emerger de la sociedad burguesa: justa reivindicación de lo universal frente al feudalismo, e injusto acaparamiento particularista frente a las clases bajas. La respuesta de las iglesias ante esos dos vectores va a ser desigual, y no precisamente para acertar, las más de las veces. Intentemos conseguir algo de claridad. Luego, desde ella, será más factible buscar cuál debe ser la auténtica aportación cristiana.

2. La formación del «cristianismo burgués»

a) La estructura general del proceso histórico

La gran pregunta es, por supuesto, ¿cómo fue situándose en este proceso el cristianismo? ¿Cómo reaccionó la Iglesia y cómo se fue configurando la concepción cristiana del mundo frente a esta dinámica histórica? Ya se comprende que la respuesta no puede ser ni muy clara ni muy sencilla.

Ante todo, por la complejidad y grandeza de las dos magnitudes que se encuentran. Y, más directamente, porque respecto del cristianismo conviene tener muy en cuenta una doble distinción. Hay que distinguir, primero, lo que es experiencia original, impulso profético que llega de Jesús de Nazaret, y lo que es institucionalización, inercia histórica, hábitos e ideas heredadas. En segundo lugar, tampoco puede confundirse lo que es cuerpo eclesial, conjunto del pueblo creyente, y lo que es la jerarquía dentro de la Iglesia.

Si pudiéramos atender únicamente al primer miembro de cada una de ambas distinciones -«impulso profético» y «cuerpo eclesial»-, la visión resultante sería casi siempre muy distinta de la que impone la densa presencia histórica de los otros dos momentos. Piénsese tan sólo en que todos los movimientos de renovación que van jalonando la historia de Occidente cuentan en su seno con hombres de fe e intención cristiana; y piénsese, sobre todo, en que lo mejor de esa historia seria inexplicable sin el impulso profético que le llega del cristianismo (aun cuando muchas veces tuviera que ejercerse, en el modo, la negación formal del mismo).

De hecho, y acaso globalizando demasiado, puede afirmarse que, hasta su explosión conflictiva -de modo teórico, en la ilustración; de modo práctico, en la Revolución-, el proceso ascendente de la burguesía en formación procedió por idénticas canales en el cuerpo social y en el cuerpo eclesial. Por debajo de las tensiones en las cumbres del poder politico y eclesiástico, las bases populares coincidían ampliamente: las mismas personas llevaban casi siempre los movimientos de renovación. (No es casual la condenación «politica» del hereje eclesiástico, y viceversa).

Pero todo cambia a partir de la explosión del conflicto. La Iglesia que afronta la revolución social es ya una Iglesia tremendamente jerarquizada en lo institucional y en franco retroceso en lo ideológico. Algo en lo que tiene mucho que ver la compleja situación histórica. Insinuemos su estructura, pues los puntos generales son bien conocidos.

La Reforma protestante influye decisivamente. El fracaso del Humanismo -fundamentalmente católico en su intención y en sus protagonistas- hizo que, poco a poco, se fuesen concentrando en el protestantismo gran parte de los impulsos renovadores. Cada vez más, la Iglesia fue identificada con la jerarquía, y todo lo que, como impulso renovador, llega desde abajo tiende a ser visto como amenaza al orden y al poder institucional. A partir de Trento, además, se procedió sistemáticamente a una restauración teológica: la gran escolástica barroca no fue, en definitiva, más que una edición, para los siglos XVII y XVIII, de la escolástica de Santo Tomás, con variantes de escuela. Como resultado, todas las ideas nuevas aparecían siempre como sospechosas y, en el mal sentido, como revolucionarias. (Prescindamos ahora de la evolución, ligeramente diferente, de las iglesias protestantes).

Aquí aparece con un rostro más concreto la gran tragedia del catolicismo moderno, aludida en el capítulo anterior: la carencia de una renovación institucional y teológica con capacidad de respuesta frente a la novedad del mundo que nacía. Se da un divorcio fatal, que separará profundamente a la Iglesia de las nuevas aspiraciones y del nuevo estilo. Divorcio que, para una gran parte de los implicados en la renovación de la sociedad, hará que Dios aparezca como enemigo. He ahí, como ya queda dicho, una de las fuentes decisivas del ateísmo actual.

b) La dialéctica de lo peor con lo peor

Tal vez ahora empecemos a comprender dos cosas: que el proceso no tenía que ser necesariamente así y que, con todo, se explica que fuese así.

De hecho, en su intención originaria la Revolución Francesa no iba contra la Iglesia5; más aún, en sus ideas y en su proceso hubo una fuerte participación eclesiástica no sólo de laicos, sino también de clérigos y teólogos. Del mismo modo que también hubo muchísimo de fermento cristiano en su nacimiento: libertad, igualdad y fraternidad son conceptos -al menos en esa conjunción- históricamente inexplicables sin el Evangelio.

Pero sucedió que la relación determinante acabó discurriendo por otros cauces: no se estableció entre el principio profético del cristianismo y el impulso ascendente de la nueva situación, sino entre el poder institucional en lo eclesiástico -sobre todo los privilegios del clero alto- y el poder reaccionario en lo político. Se inicia así una dinámica que se va a mostrar fatal: la dialéctica de lo peor con lo peor, en lugar de la dialéctica de lo mejor con lo mejor. En cuanto la Revolución empieza de verdad a amenazar los privilegios adquiridos -dejemos de lado, aunque tuvieron mucha importancia, el terror, la sangre y los muertos-, se unen los que se sienten aludidos. La iglesia alta, con privilegios, dinero y poder, se aliará con la oligarquía del poder y con la monarquía restauradora.

Toda esquematización es injusta, y ésta lo es en medida suma, dada la enorme complejidad de la situación y de sus factores. Pero necesitamos una linea fundamental que permita comprender la marcha global. La verdad es que la Iglesia como presencia pública y oficial, aparece cada vez más unida al viejo orden político-social y opuesta a las nuevas libertades. Esto explica su progresivo distanciamiento de las conquistas modernas: a pesar de los diversos y meritorios intentos renovadores, el movimiento oficial marca una tónica fatal de retroceso. Nada lo simboliza mejor que la conocida Proposición 80 del Syllabus, la cual, en pleno 1864, condena a quienes se atrevan a afirmar que «el Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y entenderse con el progreso, con el liberalismo y con el nuevo estilo de sociedad».

Pero lo paradójico es que este rechazo de lo nuevo, en cuanto que supone cuestionamiento de lo establecido, va a ir parejo con la aceptación masiva de su influjo en cuanto lo nuevo pase a ser «lo establecido», es decir, en cuanto renuncie a la universalidad humana para configurarse como ideología, privilegio y poder de una clase: la burguesa. El rechazo de lo mejor se agrava con la asunción de lo peor.

c) La impregnación burguesa del cristianismo

Insistamos en que no se trata de moralizar acerca del proceso, sino de buscar su comprensión. No se trata ante todo de criticar, sino de comprender; y de comprender para aprender. Porque, en definitiva, no estamos hablando de cosas pasadas, sino de dinamismos históricos que siguen vivos y actuales, que afectan e implican a nuestro presente.

En realidad, era muy difícil sustraerse al proceso. Pero el Evangelio llama, justamente, no a dejarse llevar por la pendiente de lo fácil, sino a la «conversión» del rumbo cuando éste se opone a la marcha del Reino de Dios en la sociedad humana. En este aspecto, la autocrítica honesta constituye la mejor figura de la conversión evangélica.

¿Cómo es posible que se diese, y en tan grave medida, esa funesta perversión de dialécticas, en lugar de enganchar lo mejor con lo mejor? Ya queda indicado el primer factor: las alianzas de poder y privilegio, debido al peso de la institución y de su inercia histórica. Y queda también insinuado el segundo: la incapacidad teológica para asumir lo nuevos. Ampliemos un poco este segundo factor.

A la debilidad interna de una teología «restaurada» y, por lo mismo, mal equipada para afrontar la nueva problemática, se une la potencia externa de la nueva ideología. La clase social que logra hacerse con la economía y con el poder politico acaba modelando a toda la sociedad. La burguesía, poderosa a partir de la ilustración, dinámica en la consecución de sus logros y al socaire de la creencia general en el progreso, acaba impregnando toda la mentalidad colectiva, imponiendo su estilo y sus ideales.

Esto fue decisivo en cuanto a la apuesta fundamental, que consistía en la traducción actualizada de los principios cristianos bajo el fuego cruzado de los valores evangélicos y la nueva racionalidad burguesa. No todo fue pérdida, ciertamente; pero, a la vista de los resultados, se impone la impresión de que, en gran medida, la mentalidad burguesa logró domesticar el fuego de la tradición bíblica.

Estudios como los de B. Groethuysen acerca de las crisis del espiritu burgués en la iglesia francesa resultan significativos7. Impresiona ver cómo después de las grandes ideas revolucionarias empieza toda una contramarea de retorno a los temas anteriores. Una predicación increiblemente ideologizada vuelve, por ejemplo, a justificar el hecho de que haya pobres y ricos como una desigualdad natural y querida por Dios. lncluso se acude a los irrisorios -y horribles- argumentos de que, así, los ricos pueden santificarse dando limosnas, y los pobres también... mostrándose agradecidos. Podría parecer caricatura calumniosa si no estuviera documentado en muchos de los más sonados y conocidos predicadores de la época...

Naturalmente, también hubo reacciones y protestas. Pero la mentalidad colectiva impuso su ley, y ni la teología ni la dinámica institucional lograron escapar a ella. En definitiva, se hizo una vez más el pacto de lo peor con lo peor. No fueron los elementos auténticamente evangélicos de gratuidad, entrega, fraternidad y solidaridad con el pobre los que triunfaron, sino más bien las ideologías de ortodoxia eclesiástica, orden y fidelidad al antiguo régimen.

Resulta curioso y aleccionador observar cómo «desde fuera» muchos fueron más clarividentes respecto del fatal equivoco. Proudhon, por ejemplo, lo expresó con energía, denunciando por igual la manipulación de la Iglesia por los intereses burgueses y la ceguera de los cristianos que no veían más que el moralismo de superficie8.. De ese modo «se equivocaban de ateos», por así decir. Pues, como él afirmaba con certero instinto teológico, ateo no es el que lucha por la igualdad y la justicia o busca la perfección del hombre; el verdadero ateo es el que «no quiere oir hablar del derecho al trabajo, abusa de la providencia, adora la fatalidad y hace de la religión un instrumento de la politica: ése es el materialista y el impío».

Con independencia de la mayor o menor precisión en el diagnóstico, las insinuaciones hechas hasta aquí muestran de modo suficiente las poderosas tensiones que anidan bajo la superficie de lo que, grosso modo, podemos calificar de «cristianismo burgués». Eso es suficiente para lo que primariamente nos interesa: alertarnos para enjuiciar la situación actual. Cosa bien urgente en un tiempo que asiste al final de la era burguesa y percibe casi violentamente sus contradicciones. La responsabilidad de la fe no puede esquivar el afrontamiento con la crítica ni la búsqueda honesta de la coherencia en su servicio a la sociedad.

3. La oportunidad del cristianismo en la situación actual

a) Enmarcamiento histórico y criterios fundamentales

Intentemos, pues, encuadrar la situación presente en su marco histórico.

Cuando se hace un esquema del «devenir» de la conciencia occidental desde la ilustración hasta nuestros días, aparecen dos líneas fundamentales. Una, teórica: la de la razón crítica, que se manifestó sobre todo en los estudios histórico-críticos de la Biblia y en el cuestionamiento filosófico de la teología. La segunda, de tipo práctico: la de la libertad emancipadora, que se apoya en la nueva conciencia de que la sociedad no es un hecho natural, sino algo entregado a la libre y racional responsabilidad del hombre.

La línea teórica fue la primera en imponerse; por eso fue en ella donde se hizo sentir la crisis en su novedad y donde comenzó su carrera el ateísmo. Pero ello mismo provocó el que fuese inmediatamente afrontada, de modo que hoy -aun cuando resta, evidentemente, mucho por hacer- se puede considerar elaborada en sus cuestiones fundamentales: el ejemplo que en el capítulo anterior poníamos acerca de la crítica bíblica puede servir también aquí de ilustración.

En cambio, por lo que hace a la línea práctica, sin pretender que haya sido nunca del todo abandonada, cabe afirmar que sólo en nuestro tiempo empezó a recibir una consideración refleja y sistemática. Ni los diversos elementos presentes en el socialismo utópico, ni la reacción defensiva y de mera adaptación representada por la «doctrina social», ni siquiera los planteamientos ya más complexivos del «socialismo cristiano» en los años veinte, fueron todavía respuesta adecuada. Tan sólo con los nuevos métodos de la Teología de la esperanza, la Teología política y la Teología de la liberación cabe hablar de un afrontamiento al justo nivel histórico.

Con lo cual queda dicho, de paso, que los problemas no se pueden considerar resueltos, aunque sólo sea por la sencilla razón de que «no hubo tiempo». (Si esto se tuviera en cuenta, extrañarían menos las polémicas en torno a la Teología de la liberación -recuérdense las que hubo acerca de la crítica bíblica y del evolucionismo...- y habría más serenidad, más comprensión y más prudencia en los enjuiciamientos). Se comprenderá, por tanto, que aquí no cabe entrar siquiera en el fondo de tales problemas. Pero no están de sobra ni el enmarcamiento ni la indicación consiguiente de remitir, para las cuestiones más teóricas y concretas, a la abundante bibliografía que desde esas teologías se está produciendo.

Basten aquí unas cuantas indicaciones:

Del capítulo anterior quedó clara la necesidad de remitirse, ante todo, a la experiencia cristiana tal como se manifestó en Jesús. La crítica bíblica hizo en este punto su aportación valiosa: no sólo abrió el camino para acceder a la vida de Jesús con honestidad y rigor histórico, sino que permitió descubrir su actuación concreta en las circunstancias reales de la sociedad de su tiempo. El énfasis de la Teología política en el «recuerdo» y la «narración» y el de la Teología de la liberación en el «seguimiento» tienen aquí su explicación y su innegable carta de legitimidad.

En segundo lugar, se hace evidente la necesidad de una consideración radical que no se deje llevar de las apariencias o de afirmaciones superficiales.. Es preciso sintonizar prioritariamente con el movimiento de fondo, tratando de poner en contacto la aspiración original que hizo nacer el movimiento social y el espiritu profético que animó al cristianismo.

Entonces, en tercer lugar, se impone lo que, siguiendo a San Pablo, podemos llamar la «dialéctica del mucho más»: partir de la seguridad de que la redención de Cristo y la fuerza salvadora de Dios no sólo no niegan, sino que radicalizan lo humano en toda auténtica resistencia al mal y en toda verdadera aspiración positiva («donde abundó el pecado sobreabundó la gracia»: Rom 5,20). Podemos estar seguros de que, desde la real y verdadera actitud de Jesús ante el prójimo necesitado, nunca un cristiano será bastante radical en su búsqueda de justicia, igualdad y libertad para todos los hombres.

b) Evidencia básica: el Dios de Jesús, defensor del pobre

Desde luego, hay que empezar reconociendo como un avance indiscutible y ya irrenunciable la conciencia expresa de la universalidad humana: que el sujeto de la sociedad es el hombre como tal o, lo que es lo mismo, todos, sin exclusión ni privilegio. La estratificación de las clases y la jerarquización de los privilegios perdieron toda legitimidad: dejaron para siempre de poder ser considerados como hechos naturales y sancionados por Dios, para ser vistos como resultado humano -demasiado humano- del egoísmo, el abuso y la voluntad de poder.

En este sentido, resulta obligado empezar dando por válido el diagnóstico general que, enunciado primero por Hegel, pasó a ser del dominio común a través de K. Marx. A saber, que el emerger de la burguesía significaba la ruptura del particularismo feudal en favor de una nueva universalidad; pero que esa universalidad se particularizó de nuevo, y es preciso reabrirla para dar acceso a los excluidos y, de ese modo, alcanzar verdaderamente a todos. En la medida en que ese esquema quiere significar eso, es decir, en la medida en que el término «proletariado» indique los estratos excluidos de la participación que en justicia les corresponde en el beneficio social, tal esquema resulta absolutamente válido. Aquí radica, sin duda, la justa fascinación que ejerce sobre casi todos los intentos de explicar el desarrollo de la historia moderna.

Bien mirado, éste es un camino que nos lleva directamente al corazón mismo de la experiencia bíblica. Empezando ya por el monoteísmo. Creer en un solo Dios que es Padre de todos los hombres tiene como consecuencia inmediata la apuesta por la igualdad fundamental. Desde esta primera raíz, todo lo que sea auténtica revolución social, todo lo que sea búsqueda de una mayor igualdad entre los hombres, debería encontrar siempre a los cristianos a su lado. No es casual que la linea más caliente y más viva que va vertebrando toda la historia bíblica sitúe siempre a Yahvé del lado de los pobres y desheredados como su defensor y salvador: los «pobres de Yahvé» constituyen, como se sabe, una de las categorías fundamentales de la más genuina espiritualidad bíblica.

Si alguna duda pudiera caber de todo esto, desaperece barrida por la culminación de esa experiencia en la actitud de Jesús. Aquí no cabe ya la más mínima ambigüedad. De precisar algo, habría que hablar de «intransigencia». Una sola cosa había capaz de sublevar a Jesús, suscitar su ira y hacerle pasar al ataque: la exclusión o minusvaloración de cualquier hombre o mujer. Todas las palabras «fuertes» que pronuncia se concentran en torno a este tema. Y con razón, porque ahí se estaba tocando el núcleo mismo de su experiencia y de su anuncio. El Dios del que él vivía y proclamaba a los demás era el Abbá, el «Padre» de la salvación y de la ternura infinita9.

Ternura, por eso mismo, fuerte y diferenciada: ternura que corre como un río hasta las tierras bajas de la pobreza, el dolor y la marginación; ternura que perdona donde nadie lo espera y que salva donde todos condenan. ¿Cómo no iba a resultarle insufrible a Jesús el que Dios apareciese asociado a la opresión social, sacralizando el egoísmo de los hombres? ¿Cómo podia tolerar que las victimas de la injusticia humana fuesen convertidas, además, en «pecadores», es decir, en supuestas victimas de la justicia divina? Eso significaba la perversión más horrible del rostro del Señor, una puñalada en el corazón mismo de su bondad, una negación demoníaca de su santidad.

Por eso, al revés, cuando anuncia su experiencia en positivo, debe tomarse en toda su radicalidad. «Bienaventurados los pobres» no es una proclama piadosa o una afirmación secundaria; pertenece a la esencia más radical del cristianismo. La proclamación universal del perdón, la llamada a los «cansados y afligidos», las «comidas con pecadores», constituyen tan sólo corolarios o explicitación de este núcleo central, consecuencia de su maravillosa y tremenda seriedad. Los adversarios supieron intuirlo, y por eso lo mataron. Jesús muere, literalmente, por dar testimonio de esa verdad radical, porque no quiso traicionar a Dios haciéndose cómplice de la perversión «oficial» de su amor; o, visto desde el otro lado, porque no quiso abandonar a los pobres, privándoles de su única defensa y de su única esperanza.

Sería horrible que esto nos sonase a retórica o que lo canalizásemos recubriéndolo de teoría. Se trata de lo nuclear e irrenunciable, de la experiencia donde se preserva o se destruye en el mundo la verdad central: «Dios es amor».

c) La «opción preferencial por los pobres» como universalidad real

Esto, cuando se impone a la conciencia eclesial, acaba resultando tan evidente que muchas veces es preciso defenderlo de una acusación inesperada: la de ser un nuevo «particularismo». En efecto, desde algunos círculos bien determinados se objeta que «Dios es de todos» y, por lo tanto, no sólo de los pobres. No se va de frente contra el evangélico «bienaventurados los pobres», pero se le pone en sordina mediante el ataque a lo que, a partir de la Teología de la liberación, se suele llamar la «opción preferencial por los pobres».

¿Qué significa, en realidad, esta opción? ¿Se trata, acaso, de negar la verdadera universalidad divina, el amor de Dios a todos los hombres? Evidentemente, no. De lo que se trata es justamente de preservar dicha universalidad liberándola de toda trampa e hipocresía.

Porque en la realidad histórica no existe otra universalidad verdadera que la que empieza por abajo y allí concentra su esfuerzo. Una sociedad desigual sucumbe fatalmente a la tentación de apoderarse desigualmente de los bienes comunes, a no ser que una fuerte corrección en sentido contrario lo impida. Un ejemplo: regalad sin condiciones cien millones de dólares para ser repartidos en una ciudad. ¿A dónde irán a parar? Infaliblemente, Irán ante todo, y con mucho, a los centros ya existentes del dinero y el poder. Es decir, la universalidad abstracta resulta fatal e injustamente particularista. Sólo una universalidad concreta, preferencial, puede llegar a ser real. Se conseguirá, por ejemplo, ese reparto si se logra imponer la condición de empezar por los que tienen menos, pudiendo únicamente subir en la escala a medida que todos vayan igualándose: en ese caso, sí podrá haber igualdad para todos.

Como se sabe, ésta es la «justicia» de la que habla la Biblia: la de «hacer justicia» al huérfano y a la viuda. Unica justicia real y verdadera, porque sigue la lógica del amor. La entenderá perfectamente cualquier madre que, teniendo hijos ricos e hijos pobres, sabe infaliblemente que no existe otro reparto justo que no sea el que trate de igualarlos. Y lo sabe -¡cómo no!- el Dios que «quiere que todos los hombres se salven» (I Tim 2,4), que hace fiesta cuando vuelve el «hijo pródigo» y que se revela precisamente «a los pequeños» (Mt 11,25; Lc 10,21).

Cuando algunos cristianos se resisten -nos resistimos- a aceptar esta lógica, debemos admitir honestamente que no estamos defendiendo la justicia ni protegiendo el honor de Dios, sino el propio miedo, el propio orgullo o los propios privilegios. Ya aludimos antes a que cuando, hablando del «proletariado», el Marx humanista sitúa en él la universalidad no hace en realidad sino devolver en forma de «profecía externa» una verdad que él había recibido de la tradición bíblica y cristiana. El habla de «una clase con cadenas radicales... que posee un carácter universal debido a sus sufrimientos universales..., que es, en una palabra, la pérdida total del hombre y que, por lo tanto, sólo se puede ganar a sí misma mediante la recuperación total del hombre». Y la tradición cristiana vio siempre en Jesús al salvador de todos, al Siervo de Yahvé10 que, «desfigurado, no parecía hombre..., que soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores... [de modo que] sus cicatrices fueron las que nos curaron» (Is 52,14; 53,4-5).

San Pablo lo entendió perfectamente cuando, en los albores mismos del cristianismo, sacó la consecuencia obvia e incontrovertible: «Ya no hay más judío ni griego, esclavo ni libre, varón ni mujer, porque vosotros sois todos uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28).

Fácilmente se ve que este principio supremo, clavado para siempre en los propios cimientos del cristianismo, supone una exigencia ineludible de participar en todos los movimientos de liberación de la humanidad. No cabe entrar ahora en el detalle. Señalemos tan sólo la sangrante problemática del tercer mundo, la absurda pervivencia del racismo y las reivindicaciones del feminismo, que son las manifestaciones mayores de una tarea inacabable.

Nunca se repetirá bastante que la Iglesia debería apoyar con inconfundible claridad hacia el exterior y con honesta coherencia hacia el interior a todos cuantos luchan en esos frentes, que son hoy patrimonio de toda auténtica racionalidad humana.

d) Lo específico de la aportación cristiana

Pero no puede tratarse únicamente de un simple insertarse en el surco abierto por la conciencia secular. El cristianismo, desde su experiencia original, ofrece una aportación específica al esfuerzo común. Aportación no siempre fácil de explicar o tematizar en concreto, pero que al menos debe ser aludida en sus rasgos capitales.

De un modo general, la experiencia cristiana supone una oposición frontal contra todo tipo de reduccionismo de la integridad humana. Y la conciencia de nuestras culpas reales no debe impedir que empecemos señalando, ante todo, el reduccionismo económico, que constituye -desde extremos opuestos- el gran peligro del interés marxista por superar la miseria y de la mentalidad burguesa por acumular riqueza y «confort». Paralela a él corre la reducción de la relación social a una relación de lucha y competencia. Darwinismo social, en el que sólo sobrevive el más fuerte, o dialéctica hegeliana del amo y el esclavo11, ambos tienden a cerrar al hombre en el circulo diabólico de la violencia mimética y de la alternancia opresora del amo de turno.

Si no sucumbe al endulzamiento ideológico -y también aquí la historia muestra que el peligro es muy real-, el cristianismo constituye una garantía de lo humano auténtico. La experiencia del «Abbá» es decir, la vivencia central de Jesús sintiéndose Hijo en la gratuidad absoluta del amor del Padre rompe de raíz el «principio de cambio». Porque -¡tomado en serio!- trastocó todos los cálculos del egoísmo, invitando a darlo todo a los pobres, haciendo de los últimos los primeros y pagando -sin revanchas- a los de la hora última igual que a los de la hora primera. A partir de ahí, el fondo humano se desvela como confianza - «no juzguéis», «devolved bien por mal», «dad y se os dará»...- y como gratuidad: el Dios que nos salvó «cuando aún éramos pecadores» (Rm 5,8) invita a dar gratis lo que gratis se ha recibido.

Por eso la regla absoluta -sin excepción posible, ni siquiera con la disculpa de reservar el «sábado» a Dios- es la del amor. Amor que, además, se nos anuncia ya «vacunado» contra cualquier deformación ideológica. Primero, porque él mismo es su propio criterio, incluso por encima de la «confesión» (bien mirado, algo increíble a priori): «no el que dice "¡Señor, Señor!", sino el que visita al prisionero anónimo o da de comer al hambriento sin rostro». Segundo, porque se ofrece ya «traducido hacia abajo», en forma de amor a «los pequeños» y de «servicio», contra la fascinación del dominio y del poder: «¡no así entre vosotros!» (Lc 22,26).

Cierto que todo esto puede quedar reducido a palabras, y los cristianos, cediendo a la perversión burguesa en la interpretación práctica de las mismas, contribuimos continuamente a esa reducción. Pero eso no anula su verdad. Simplemente impide que nadie se «apodere» de ella, ni siquiera los creyentes, pues no les pertenece a ellos, sino a la humanidad. Por lo mismo, esa verdad llama a todos a la conversión: a establecer -en favor del hombre- la dialéctica de lo mejor frente a la dictadura fáctica de lo malo y de lo peor.

Y hay todavía algo más decisivo que todo esto. Algo que concentra, sin duda, lo más original de la aportación cristiana. Podríamos caracterizarlo como la reivindicación de todo homhre12, incluso del fracasado; más aún, sobre todo del fracasado.

Ese es el misterio del amor de Dios y la gloria de su promesa. En él consiste su desacuerdo radical con los acuerdos egoístas de los hombres; y también, a otro nivel, su estar al lado del hombre frente a todo limite y todo mal (tema del que hablaremos en el capitulo cuarto). Con su compromiso sin fronteras, Dios proclama que no hay ningún hombre definitivamente fracasado: aun el de hecho machacado por los demás, aun el que muere sin un mínimo de realización histórica, aun el derrotado de cualquier manera... es un hombre digno, un sujeto merecedor de respeto absoluto, un objeto de amor incondicional, una existencia con sentido.

Cierto que en esto conviene hilar muy fino. Con toda razón, la critica ideológica denunció la constante perversión de esta suprema verdad: la esperanza en el «más allá», utilizada como opio de las reivindicaciones del «más acá»; el «consuelo» religioso de los pobres, manipulado como sedante de la conciencia de los ricos... Una verdadera blasfemia contra el amor de Dios. Pero a la blasfemia de la perversión no se puede responder con la iniquidad del silencio. Porque iniquidad seria dejar a los pobres sin su defensor inapelable y sin la «bienaventuranza» que El les proclamó. Sería, en definitiva, hacer a Dios cómplice de los opresores, porque, sin su Evangelio, el destino último de los pobres acabaría siendo dictado por los ricos de la tierra.

Pues la triste realidad es que pobres «los tendremos siempre con nosotros» (Jn 12, 8). No porque Dios lo quiera -¡blasfemia!-, sino porque nosotros lo queremos: preferimos nuestro egoísmo al mandamiento de su amor; preferimos nuestra mentalidad clasista al espiritu de su fraternidad. Y precisamente porque, contra lo más profundo de su corazón de Padre universal, los hombres hicieron, hacen y harán que haya pobres, Dios se pone del lado de éstos. Le va en ello su amor y su honor. Si el destino definitivo de un solo hombre estuviera al arbitrio del egoísmo y la maldad de los poderosos, ¿cómo iba Dios a crear el mundo? Y si los cristianos comprendemos esto, ¿cómo vamos a silenciarlo? O bien -y éste es el peligro de perversión puesto al descubierto por la crítica-, ¿cómo vamos a anunciarlo de modo que parezca que Dios es cómplice de los opresores, que legitima la pobreza y que paraliza la lucha por la liberación?

e) Bienaventurados los pobres

Espero que se vaya aclarando el sentido de esta reflexión, que en el fondo lo resume todo. No existe otra manera no-blasfema de situarse ante la pobreza que la de luchar contra ella y denunciar su carácter anti-divino (por anti-humano). Sólo en esa lucha cobra sentido la «bienaventuranza» de los pobres. Pero, mientras se mantiene viva la lucha, no puede uno quedarse cerrado en ella como si todo dependiera del éxito de la misma. Porque ello equivaldría a condenar sin remisión a millones y millones de hombres.

La razón está en que, desgraciadamente, no resulta posible, ni siquiera para Dios -hablaremos de esto en el capítulo 4º-, evitar innumerables fracasos en esa lucha. Algo evidente para la incontable multitud de seres que, desde el comienzo de la humanidad, han muerto en el hambre, en la esclavitud o en cualquier tipo de miseria. Igualmente evidente para quienes, en el tiempo previsible de nuestra propia época, mueren o han de morir de modo semejante. Y cada vez más evidente para el futuro sin más, cuando se comprende que una humanidad totalmente reconciliada no resulta posible en la historia. Reducir, pues, la salvación del hombre a la sola salvación histórica equivale a proclamar la más horrenda condena. Condena para los más, como lo demuestra la simple «geografía del hambre»; y condena, en definitiva, para todos, porque, al menos ante la inexorabilidad de la muerte, todo hombre resulta a este nivel un fracasado.

Aquí es donde se inserta lo inaudito del «bienaventurados los pobres». Significa poder asegurar con certeza lo contrario de lo que muchas veces se sobreentiende: precisamente porque no quiere la pobreza, Dios se pone del lado de los pobres; al menos El no da la razón a los tiranos, sino que los desenmascara como «malditos» (Mt 25,41; cfr. Lc 6,24-26).

Y porque Dios está del lado de los pobres, éstos empiezan a estar ya, con toda verdad, salvados. Salvados, ante todo, en su dignidad: rota como una máscara demoníaca la legitimidad de su injusticia histórica, el pobre es afirmado en su ser de persona inviolable, porque con él está el Dueño absoluto. Salvados también para la lucha por su liberación auténtica: recobrada la dignidad y confirmados por Dios en la razón de su causa, escapan al dilema de la desesperación o la utopia y están en condiciones de aguantar, en la esperanza de que ninguna derrota -ni siquiera la de la muerte- es ya definitiva, porque, sea cual sea el resultado, su ser de personas está salvado.

Cierto que ninguna victoria está garantizada y cualquier derrota es posible dentro de la historia. Sin embargo, el Dios de Jesús trasciende esta historia, no eliminándola, pero sí integrándola en el ámbito definitivamente abarcante de su amor poderoso. Y en ese ámbito, como lo ha demostrado en la resurrección de su Hijo, El hace certeza salvadora lo que en la mera lucha humana sería, todo lo más, añoranza, «la añoranza de que el verdugo no triunfe sobre su victima»13.

Todo esto resulta tal vez intrincado y abstracto cuando, tratándose de lo más concreto del hombre -su dolor y su pobreza-, debería alcanzar la máxima concreción. Que quede, al menos, como sugerencia y como llamada. En todo caso, también aquí conviene volver los ojos a la palabra concreta de Dios, a Jesús de Nazaret. En El resulta posible intuir que no se trata de meras palabras: proclamar felices a los pobres no le impidió dar la vida por ellos.

Más aún: El es el ejemplo vivo del misterio tremendo y glorioso de nuestra existencia. Jesús vive pobre y muere derrotado; pero no muere desgraciado. Jesús no se siente condenado, porque sabe que Dios está con El, el verdadero «pobre de Yahvé». Sabe que su vida tiene un sentido, un horizonte, una esperanza. Por eso, a pesar de la pobreza extrema y el fracaso sangrante, Jesús nunca da la impresión de ser un hombre desgraciado; cuando lo contemplamos, nos sentimos ante una existencia profundamente coherente y «feliz». La resurrección a través de la cruz constituye, sin duda, el símbolo más elocuente de esta aparente paradoja. Y también el más verdadero, porque, desde dentro mismo de la historia, abre la profundidad de la trans-historia, la cual lo integra todo en una nueva coherencia y plenitud.

Ese es justamente el misterio de la salvación cristiana. Misterio tan maltratado por la historia y tan oscurecido por los cristianos, pero que continúa ahí, sostenido por su misma fuerza interna y siempre aclarado por el ejemplo imborrable de Jesús, el cual, pobre entre los pobres y salvado en su pobreza, está ante todos nosotros -ateos y creyentes- abriendo la oportunidad siempre nueva de un encuentro en el esfuerzo común a favor de la verdadera universalidad humana.

ANDRÉS TORRES QUEIRUGA: CREO EN DIOS PADRE
El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre
Sal Terrae. Col.: Presencia Teológica, 34. Santander 1997

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1. J.-B. METZ, La fe, en la historia y en la sociedad. Madnd 1979; Más allá de la religión burguesa. Salamanca 1983.

2. W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Salamanca 1985, espec. pp. 19-21 y 77-78.

3. Sobre el «movimiento burgues» pueden verse excelentes síntesis en W. MULLER, «Bürgertum und Christentum»: Christlicher Glaube in moderner Gesellschaft 18 (1982), pp. 5-55 (trad. cast. en curso) y en el número monográfico de Concillum 145 (1979): «Cristianismo y burguesía».

4. E. BLOCH, Spuren, Frankfurt a.M. 1975, p. 30 y Tagroume vom aufrechten Gang. Frankfurt a.M. 1977, p. 72, entre otros lugares.

5. Para el tema «Iglesia y Revolución Francesa», cfr. el resumen que hace L.J. ROGIER en (VV.AA.) Nueva Hisioria de la Iglesia IV, Madrid 1977. pp. 151-155.

6. Véase, por ejemplo el detallado estudio en torno al Vaticano I de R. MATE, El ateísmo, un pro- blema politico. Salamanca 1973, y el ya citado nº 145 de Concilium.

7. B. GROETHUYSEN Origines de l'esprit bourgeois en France. 1: L'Église et la Bourgeoisie, Paris 1956 (6ª ed.).

8. Citado por R MATE, Op cit. pp. 168-169: cfr. H. DE LUBAC, Proudhon y el cristianismo, Madrid 1965, con numerosas referencias.

9. Cfr. J.l. GONZALEZ FAUS, «El ser como ternura», en Acceso a Jesús. Ensayo de Cristología narrativa, Salamanca 1980 (4ª ed.), pp. 173-177. En general, todo el capitulo («¿Qué Dios se nos revela en Jesucristo?»: pp. 158-183) constituye una exposición magnifica del amor cristiano como, a la vez, intimamente tierno y eficazmente comprometido.

10. Cfr. A. TORRES QUEIRUGA. «Jesús. ''proletario absoluto': la universalidad del sufrimiento» en (VV. AA.) Jesucristo en la historia y en la fe, Salamanca 1978. pp. 316-393.

11. Sobre las relaciones Marx-Hegel en este aspecto, cfr. G. SABINE, Historia de la teoría política. México-Madrid-Buenos Aires 1982. pp. 545-549.

12. Aspecto enérgicamente subrayado por J.-.B. METZ, La fe, en la historia y en la sociedad. Madrid 1979, espec. pp. 84-88.

13. M. HORKHEIMER, «La añoranza de lo completamente otro» en (H. Marcuse - M. Horkheimer) A la búsqueda del sentido. Salamanca 1976, p. 106.