Voluntad[ii]
Después
de haber presentado los comienzos de la trayectoria de la fe según la tradición
monástica, proponiendo una reflexión sobre la renuncia[iii],
luego sobre el temor de Dios[iv]
y por último sobre la vigilancia[v],
proseguimos ahora con algunas reflexiones sobre el tema de la voluntad.
El
monje, después de haber dado el paso de renunciar por amor a Cristo a los
apegos ilusorios del “mundo”, ha entrado, impulsado por la fe, en el
templo de Dios; trata ahora de permanecer en el temor, es decir, con una
conciencia infinitamente respetuosa de la presencia divina, atento a los
movimientos de sus pensamientos y de su actuar.
Pero
el monje (y el cristiano) encuentra muy pronto en este camino la prueba difícil
que san Pablo expresaba en estos términos: Realmente mi proceder no lo
comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco[vi].
Hay en el hombre una particular dimensión de capacidad de querer y de no
querer, y también de conflicto entre lo que se quiere y lo que no se quiere;
este ejercicio de la voluntad está marcado, en una perspectiva cristiana, por
la presencia del pecado; pero antes de toda reflexión teológica, es
indispensable una reflexión sobre la dimensión puramente antropológica de
la voluntad. Después será posible hablar de la voluntad propia a la cual los
Padres nos piden renunciar. ¿Cómo encarar este renunciamiento, si antes no
se ha precisado la naturaleza de la voluntad y los aspectos positivos y
negativos de su ejercicio en la vida del hombre?
I.
La voluntad humana[vii]
1.
Voluntad y necesidad
La
experiencia humana más elemental es del orden de la necesidad. Las ciencias
del hombre concuerdan en reconocer dos necesidades humanas fundamentales en
las cuales convergen todas las demás; estas dos necesidades se relacionan
con: el alimentarse y con la vida sexual. Se trata de alimentar la propia
existencia supliendo lo que le falta con cosas y seres que la completan, como
también de defenderse de todo lo que la amenaza o es extraño a esta
existencia.
Estas
necesidades están más acá de lo voluntario, son del dominio de lo
involuntario No obstante no son en el hombre automatismos que desencadenan
sistemáticamente la agresividad. Y precisamente porque el impulso de la
necesidad no es en el hombre un automatismo reflejo, existen seres que
prefieren morir de hambre o conservar la castidad antes que traicionar a sus
amigos.
Así se plantea la cuestión de la voluntad. Toda la grandeza del hombre reside ahí. Más que sufrir estas necesidades elementales e involuntarias, el hombre puede utilizarlas como motores para alcanzar un fin que está más allá de lo inmediato.
El
hombre que desea crecer y desarrollarse tiene que emprender un trabajo en la
intersección de la necesidad y el querer; su materia principal será la
imaginación, tal como ya la hemos tratado al hablar de la vigilancia. El
entrecruzamiento de la necesidad y la voluntad se ha de buscar en la imaginación,
que pone la mira en un objeto ausente y en el movimiento hacia dicho objeto.
La imaginación encuentra su motor en la tensión hacia el objeto deseado y no
en la satisfacción del deseo; por la imaginación el objeto deseado se hace más
vivamente presente que si estuviera ante nuestros ojos, al alcance de los
sentidos exteriores. La imaginación acompaña la representación del objeto
con una pre-sensación del placer, momento muy sutil que precede
inmediatamente a la satisfacción de la necesidad.
Se
puede considerar que el trabajo de la voluntad interviene a nivel de la
imaginación más aún que del acto, y que en la imaginación, y apoyándose
en la necesidad que esta le presenta, orienta el deseo y controla el placer.
Sobre
esta base, se pueden distinguir tres niveles de intervención de la voluntad:
la decisión, la puesta en movimiento y el consentimiento.
2.
Voluntad y decisión
Si
las necesidades se imponen a la naturaleza, en cambio la decisión relativa a
estas necesidades pasa a través de opciones que se proponen a la voluntad.
Intervienen
aquí varias dimensiones:
Ante
todo, existe un momento en que todas las opciones son posibles, pero la
voluntad retendrá sólo una, o al menos, una por vez. Frente a todas estas
opciones, la voluntad vacila, con un sentimiento a la vez de impotencia y de
fecundidad. La voluntad empieza siempre experimentando la indeterminación preñada
de promesas. Pero esta indecisión no debe girar sobre sí misma de manera
enfermiza, debe orientarse hacia un debate interior sostenido por la
vigilancia.
En
efecto, en la atención vigilante reside la fuerza del debate interior. Este
trabajo consiste en el hecho de sostener las representaciones de la imaginación
para llegar a una opción consciente. La vigilancia permite a la voluntad
determinarse respecto a los sucesivos pensamientos que asaltan el espíritu[viii].
A partir de este primer trabajo, la intuición y la razón pueden intervenir
para afinar la opción de la voluntad
El
momento de la opción es particularmente rico: es a la vez la maduración de
todo lo que ha precedido y el surgir de la novedad. Este es el momento en el
cual el trabajo de la atención vigilante se detiene para indicar un sentido,
una dirección susceptible de traer tras de sí la puesta en movimiento.
La
primera grandeza de la voluntad se revela aquí en forma manifiesta: está en
condiciones de guiar la necesidad hacia un deseo, el pensamiento hacia un
proyecto, la idea hacia una acción.
3.
Voluntad y puesta en movimiento
Una
voluntad que no llega a poner en movimiento el cuerpo, y a cambiar así algo
en el mundo, se pierde en el ensueño. Querer una opción, aún la más mínima,
pone el cuerpo en movimiento, aunque sólo fuera en un balanceo vacilante o el
esbozo de un gesto de acercamiento. El cuerpo no se halla ya a nivel de la
simple necesidad inmediata: encuentra toda su nobleza en el dominio que le
procura la motivación voluntaria.
La
moción corporal que sigue al debate está ligada a una emoción experimentada
por la persona. La emoción presenta el riesgo de traer al hombre más acá de
lo voluntario y de encerrarlo en sí mismo en la necesidad elemental, pero
también puede favorecer el paso a la acción en el surgir de la novedad.
Digamos
también una palabra sobre la costumbre, que comporta una cara positiva y otra
negativa. Hay un nexo muy profundo entre la costumbre y el movimiento de la
voluntad. Es mucho más fácil para el cuerpo querer algo que ya practica por
costumbre. Pero esta costumbre puede devenir un automatismo sin novedad. Se
corre el gran riesgo de una regresión hacia lo involuntario de la necesidad,
facilitado por el hecho de que se sabe hacerlo: se produce entonces un
encogimiento o hasta una parálisis de la voluntad.
La
puesta en movimiento pasa esencialmente por un esfuerzo corporal, muscular. El
esfuerzo permite a la voluntad sustraerse al aspecto negativo de la emoción y
de la costumbre. El esfuerzo es movido por la atención que se dirige hacia
valores superiores bajo la forma de inspiración. Se trata, de alguna manera,
de sustituir una emoción alienante por una emoción más alta. La costumbre
ayuda a efectuar esta sustitución, sobre todo si fue adquirida desde la
infancia. No obstante, el esfuerzo no puede apoyarse solamente en el hábito
en el sentido de costumbre; tiene que dejarse impulsar nuevamente por la
sorpresa, el descubrimiento y el asombro. Es precisamente por este medio, como
la existencia del hombre, en sí muy repetitiva, sale de la trivialidad. El
esfuerzo está así surcado y alimentado por una voluntad que siempre desea.
4.
Voluntad y consentimiento
El
consentimiento es un tercer campo de intervención de la voluntad. Es la
culminación del querer. Por su medio la inteligencia ratifica la necesidad de
algo: “Esto debe ser así, luego será
así”.
Aceptar
la realidad en la necesidad que ella presenta es ensanchar considerablemente
el ejercicio de la voluntad. El sujeto ya no es el único implicado, sino
también todo lo que lo rodea, las cosas, los otros y el mundo. Tocamos aquí
la relación entre voluntad y libertad consciente.
La
libertad puede optar por el rechazo de toda limitación: arrastra entonces la
voluntad hacia la desmesura; no admite ningún límite, lo quiere todo. O bien
aspira a un conocimiento total en una transparencia perfecta. Un rechazo tal
de todo límite conduce a la desesperación, porque el límite forma parte de
la existencia humana .
La
libertad puede optar al contrario por el consentimiento voluntario a una
situación dada. Pero optar por la aceptación voluntaria no es posible más
que por la intervención de una idea superior al propio yo, una sabiduría,
una poética, en que se concilian la atención vigilante con vistas a una
elección y el surgir repentino de dicha opción.
El
consentimiento ocurre en esa tensión donde se mezclan paciencia y audacia en
el corazón de la decisión y del esfuerzo. Allí está secreto de una
verdadera libertad.
Así,
desde la experiencia de lo involuntario, en las necesidades elementales del
cuerpo, hasta la experiencia de la voluntad libre en el consentimiento del espíritu,
el hombre está llamado a ejercitar su voluntad a través de la decisión,
–que va de la indeterminación a la elección pasando por la atención
vigilante– la puesta en acto corporal –desde la emoción hasta el esfuerzo
y la costumbre– y el consentimiento que, lejos de ser una renuncia, permite
al hombre abrirse a la esperanza de una verdadera libertad en su cuerpo, sus
sentimientos y su entendimiento.
Después
de haber subrayado la riqueza del ejercicio de la voluntad en el hombre,
podemos abordar las nociones tradicionales de voluntad de Dios y de voluntad
propia y situarlas lo más exactamente posible en relación a la experiencia
de una voluntad humana libre querida por el Creador.
El
conocimiento del hombre expresa algo sobre Dios, puesto que el hombre es a
imagen de Dios. Pero el hombre es sólo una imagen, y el conocimiento que
adquirimos sobre el hombre no revela el todo de Dios. Por eso hay que recibir
también la revelación que Dios mismo
transmite mediante su Palabra y que supera todas las capacidades de aprehensión
humana.
Dios,
a la inversa del hombre, no está ligado a necesidad alguna, porque no está
en devenir. No hay en El ningún apetito involuntario, sino una voluntad
constante, única, eterna que se confunde con su ser mismo.
No
hay ninguna distancia entre Dios y su voluntad: Nuestro Dios está en los
cielos, todo lo que quiere lo hace[ix];
La Palabra que envía a la tierra hace todo lo que Él quiere[x],
esta es la afirmación de toda la Biblia.
Esta
voluntad de Dios se revela al hombre como una posibilidad de acceso al
consentimiento por todo un camino de liberación de la ganga carnal. Ella se
revela a través de su proyecto, de su designio de amor que pasa por la obra
de la creación y de la salvación gracias a la Palabra de Dios.
1.
El designio de Dios
Cuando
la voluntad de Dios se despliega fuera de Dios, sigue siendo en su
totalidad lo que Dios es, y hace totalmente lo que Dios quiere:
Él lo dijo
y existió; Él lo mandó y surgió[xi];
Con sólo quererlo, lo puedes todo[xii]
El capítulo 1 del Génesis describe la obra de la creación como una voluntad
de Dios que se despliega en su Palabra.
Los
ídolos no son capaces de nada, sólo Dios puede querer y actuar.
Por
otra parte, todo lo que Dios quiere y hace, es bello y bueno: Él vio que
esto era bueno[xiii],
si bien los criterios de belleza y bondad de Dios no corresponden siempre a la
idea que de ellas se hace el hombre.
A
su vez, la creación está llamada a dejarse mover, modelar por esta voluntad
divina.
San
Pablo desarrolla de manera admirable este misterio de la voluntad de Dios
sobre su creación: Dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según
el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la
plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está
en los cielos y lo que está en la tierra. A él, por quien entramos en
herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo
conforme a la decisión de su voluntad[xiv].
La
voluntad de Dios se manifiesta a través de la obra de su creación, y también
por sus acciones salvíficas:
Habías querido destruirlos a manos de
nuestros padres[xv];
Dios quiere liberar a Israel de los egipcios; después del exilio en
Babilonia, quiere que Jerusalén y el templo sean reedificados (Is
44,28); Yo no me complazco en la muerte de nadie. Convertíos y vivid[xvi].
El obstáculo esencial al designio de Dios reside en el hecho de que su voluntad en la cual él está totalmente presente, que es una, buena y eterna, puede chocar con el rechazo de la criatura creada libre en el ejercicio de su propia voluntad.(cfr. Gn 3).
La
perfección del hombre reside en el deseo de participar lo más íntimamente
posible, mediante la acción de gracias, en el movimiento de la voluntad
divina: En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús,
quiere de vosotros[xvii]:
es decir, que comulguéis con su gracia, con su amor, con su voluntad, con su
designio de amor.
Cuando
el hombre se aparta de esta voluntad para actuar por sí mismo según sus
propias fuerzas y su propia inteligencia, la voluntad de bendición de Dios
deviene entonces voluntad de “castigo” (Am 1,3-6). De aquí el
endurecimiento, la cerrazón en el propio querer. Pero Dios es paciente, lento
a la cólera, rico en gracia, pleno de amor, acepta dejar un respiro al
pecador, y por fin, toma él mismo en sus manos la causa del pecador: le da
una ley y hasta su propio Espíritu para que tenga un corazón nuevo y un espíritu
nuevo, y camine según su voluntad. Por último suscita un Mesías-Servidor
para que cumpla perfectamente esta voluntad.
2.
Cristo y la voluntad de Dios
Es
importante señalar cómo se sitúa Cristo hombre en su relación con la
voluntad de Dios; cómo su voluntad de hombre concuerda perfectamente con su
voluntad divina.
El
cumplimiento de la voluntad del Padre es un tema mayor en la enseñanza de Jesús.
El evangelio de San Juan insiste en esto de manera particular. Jesús nunca se
deja llevar por lo involuntario de las necesidades humanas: Está escrito:
No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de
Dios[xviii]
o también, Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y
llevar a cabo su obra[xix].
Toda
la vida de Jesús es una preparación y una ilustración de su último acto,
el consentimiento de su voluntad a la muerte por amor: No se haga mi
voluntad, sino la tuya[xx];
Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo[xxi].
Hay
un combate en la vida de Jesús donde está presente la parte de indeterminación
positiva, por eso se lo ve tomar el camino de Jerusalén hacia su Pasión
endureciendo su rostro (Lc 9,51).Por eso también se lo ve volver
varias veces a sus discípulos en Getsemaní.
Sin embargo la opción humana de Jesús está también presente en cada página del Evangelio: él alimenta estas opciones en su oración solitaria (según san Lucas, antes de llamar a los Doce, en la Transfiguración, en Getsemaní) y en su atención a los preceptos de la Ley; Jesús no cesa de citar y de interpretar la Escritura. Él mismo es esta Palabra en acto. No cede a las pulsiones humanas de la tentación, sino que las estrella contra la roca de la Palabra de Dios. Escudriña las Escrituras desde su infancia, las comenta en la sinagoga, las interpreta a veces contra las hipocresías religiosas de los fariseos, de los escribas, de los sacerdotes o de las tradiciones del pueblo judío. Jesús elige con todas sus capacidades humanas, pero en perfecta correspondencia con el designio de Dios. Sus opciones son un constante florecer de vida, de novedad. La necesidad no lo domina; en su lugar se manifiesta un poderoso deseo.
Algunas
expresiones de san Juan resumen bien este movimiento:
Yo
no puedo hacer nada por mi cuenta: juzgo según lo que oigo; y mi juicio es
justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado[xxii].
Porque
he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha
enviado[xxiii].
Se
puede ver cómo la emoción desencadena la acción de Cristo en comunión con
la voluntad del Padre: Jesús se deja tocar por los pobres, los enfermos, los
pecadores (Misericordia quiero y no sacrificio: Mt 9,3; 12,13);
tiene compasión de la muchedumbre hambrienta y sin pastor; se conmueve por la
pregunta del joven rico; la emoción lo embarga al emprender el camino hacia
Jerusalén, endurece el rostro (Lc 9,51); se conmueve por la muerte de
su amigo Lázaro; llora en Getsemaní.
Pero
cada uno de estos movimientos de intensa moción interior acompaña o precede
la iniciativa de un acto consecutivo a la opción hecha..
La
emoción de Jesús lo hace volver resueltamente hacia su Padre en el Espíritu
Santo: En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y
dijo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los
pequeños”[xxiv].
Pero
la actitud de consentimiento es siempre la más impresionante en Jesús: ella
se resuelve en una única palabra: Hágase tu voluntad[xxv],
o: Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya[xxvi].
Jesús
consiente en todas las limitaciones de la naturaleza humana, consiente en
perderlo todo, consiente en la necesidad, consiente con la voluntad del Padre,
consiente en ese momento crucial del último combate en el cual, lejos de
morir, manifiesta la vida de la resurrección: es el ejercicio total de la
libertad divina en el hombre.
3.
La voluntad de Cristo en su discípulo
Para
el discípulo de Cristo, vivir la voluntad de Dios, es dejar a Cristo vivir en
él todas las capacidades del hombre: El Hijo da la vida a los que quiere[xxvii];
Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que él me
ha dado, sino que lo resucite el último día[xxviii];
Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea
en él, tenga vida eterna[xxix].
La
carta a los Hebreos acentúa más aún esta relación entre la voluntad de
Cristo y la vida del discípulo, cuidadoso por cumplir la voluntad del Padre: En
virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez
para siempre del cuerpo de Jesucristo[xxx].
“Necesitáis paciencia en el sufrimiento para cumplir la voluntad de Dios
y conseguir así lo prometido”[xxxi].
Pero
no basta que el discípulo tenga la intención de establecer una relación con
Dios diciendo: Señor, Señor, tiene que pasar al acto haciendo la
voluntad del Padre que está en los cielos (Mt 7,21).
La
parábola de los dos hijos es esclarecedora a este respecto, aunque se sepa
que concierne principalmente a los judíos y a los pecadores (Mt
21,28-32): el primer hijo se queda en la intención,
sin hacer la opción que lo llevaría a obrar. El otro hace que su acción
nazca de una primera indeterminación anterior a una opción verdadera y a un
consentimiento.
¿Qué
hombre, en efecto, podrá conocer la voluntad
de Dios? y ¿Quién
habría conocido su voluntad?[xxxii]
se preguntaba el libro de la Sabiduría.
Sólo
el Hijo puede revelar perfectamente la voluntad del Padre y dar la posibilidad
de cumplirla: se trata de vivir con él la santidad de Dios (1 Ts 4,3),
de vivir sin cesar en la acción de gracias, en Cristo muerto y resucitado (1
Ts 5,18): esta es la única manera de evitar el pecado. Así el que cumple
la voluntad de Dios en Cristo Jesús, permanece para siempre (1 Jn
2,17) y Cristo lo resucitará en el último día (Jn 6,40).
III.
La voluntad propia
Este término voluntad propia ofrece dificultad a las mentalidades contemporáneas. En efecto, como acabamos de ver, la voluntad es un don de Dios puesto en el hombre para que este ejercite su libertad; ¿por qué entonces, se preguntan algunos, renunciar a esta voluntad que está en nosotros?.
El término voluntad propia no aparece en la Biblia, es una creación de la tradición monástica (thélèma idion), pero tiene equivalentes en el Nuevo Testamento y más particularmente en san Pablo: voluntad carnal (sarkikon), mala (kakon), perversa (ponèron), de la propia inteligencia (idia sunésis), del propio corazón (idia kardia).
Un
autor como Doroteo de Gaza insiste especialmente en los peligros de esta
voluntad cuando está orientada hacia sí mismo, la llama “muro de bronce
entre el hombre y Dios” o también “roca de rechazo”.(cfr. Conferencia
5,63: “Que no se debe seguir el propio juicio”). «Poimén dice: “La
voluntad del hombre es una muralla de bronce entre Dios y el hombre, una
piedra de escándalo en cuanto se opone y obstaculiza la voluntad de Dios. Por
lo tanto, si un hombre renuncia a
ella, también puede decir: En mi Dios asalto la muralla. Si la
justicia concuerda con la voluntad, el hombre se esfuerza”» (Poimén 54).
En
su conferencia sobre “la amistad”, Casiano afirma que “Generalmente, el
que somete su voluntad a la de su hermano, da prueba de mayor fuerza que el
que se muestra obstinado en defender y mantener su parecer. Porque soporta y
es paciente con su prójimo, el primero merece ser contado entre los de temple
sano y robusto; el segundo, al contrario, da a entender que es débil, y si se
puede decir así, enfermo”[xxxiii].
l.
La voluntad propia en la Regla del Maestro (=RM)
El
Maestro evoca repetidamente la renuncia a la voluntad propia; de ello habla en
particular en el capítulo 7 sobre la obediencia y en los cuatro primeros
grados de la humildad (capítulo 10), también en el comentario al Padre
nuestro y al final del capítulo 1. Lo que aquí nos interesa más es el
comentario al Padre nuestro: “Hágase tu voluntad” (RM Thp. 45-53).
Antes
de hablar de la obediencia a los superiores, el Maestro piensa que es
necesario referirse ante todo con claridad a la obediencia a Dios que, para él,
es uno de los objetivos fundamentales de la vida cristiana y monástica.
La
voluntad divina no puede cumplirse más que
mediante una renuncia radical a las decisiones y a las acciones movidas
por la “carne”.
Pero
¿cuál es el sentido de esta palabra “carne”? En exégesis, se reconoce
actualmente a esta expresión, cuando es usada por san Pablo, el sentido de
“naturaleza humana” en general. Una gran parte de la enseñanza del apóstol
de las gentes se basa en la oposición carne-espíritu: Si vivís según el
Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues, la
carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la
carne, como que son entre sí antagónicos, de forma que no hacéis lo que
quisierais[xxxiv].
En los Padres de la Iglesia y en los Padres monásticos, esta palabra designa
el cuerpo y sus necesidades instintivas. Como hemos analizado antes, estas
necesidades se relacionan con lo involuntario. Cuando lo involuntario no está
ordenado, la tradición ha visto en él un deseo malo que reduce al hombre a
la sola condición animal.
Se
podría decir que para los Padres, el cumplimiento de la voluntad divina
consistiría en hacer residir el poder de la voluntad humana, no en las
sugestiones de lo involuntario carnal, sino en la inspiración del Espíritu
en sentido paulino. Así, a través de este trabajo, el hombre crecería hacia
su destino último.
Esto
es lo que realiza Cristo, que no ha venido a hacer su voluntad, sino la
voluntad de aquel que lo envió (Jn 6,38).
Así,
en base a los tres ejes neotestamentarios (el Padre nuestro, Ga 5,16-17
y el ejemplo de Cristo), la Regla del Maestro muestra que para hacer la
voluntad de Dios, lo cual es a la vez la aspiración del Espíritu en nosotros
y la condición de nuestra salvación, no hay que basar el trabajo de nuestra
voluntad en las necesidades del cuerpo carnal, terrenal, sino en las
capacidades del espíritu que siempre se está superando.
2.
La voluntad propia en la Regla de san Benito (RB)
San
Benito no ha conservado el comentario al Padre nuestro, pero mantiene la enseñanza
del Maestro en el capítulo 5 sobre la obediencia y en el capítulo 7 sobre la
humildad.
La
RB emplea al menos diecisiete veces estas expresiones: “voluntad propia” o
“mala” o “del propio corazón”.
a)
El monje es aquel que renuncia a su voluntad propia.
Muchas
veces San Benito define así al monje. Desde el Prólogo: “Mi palabra se
dirige ahora a ti, quienquiera que seas, que renunciando a tus propias
voluntades...”[xxxv];
en el capítulo 1 se especifica que los malos monjes llamados giróvagos son
esclavos de sus propias voluntades y de los placeres de la gula (de la carne)
(1,11). Uno de los instrumentos de las buenas obras recuerda que hay que odiar
la voluntad propia (4,60). O también, en el capítulo 33, san Benito denuncia
el vicio de la propiedad en los monjes e
indica la razón: “No es lícito a los monjes tener a su propio
albedrío ni sus cuerpos, ni sus voluntades”[xxxvi].
Esa
definición del monje debe situarse en la perspectiva de la renuncia general:
Renuncia
a los propios bienes, renuncia a las propias voluntades, renuncia a todos los
pensamientos propios, aún los referentes a Dios.
La
renuncia a sí mismo pasa por una renuncia radical a su voluntad tal como la
carne la reduce por debajo de sí misma, al nivel de la necesidad. El único
medio para vivir esta renuncia es la atención a las inspiraciones del Espíritu
de Dios
b)
El cuerpo místico de la comunidad y la renuncia a la voluntad propia.
San
Benito pide a los monjes que nunca tomen determinaciones comunitariamente
según la simple voluntad de su
propio corazón: “Todos sigan la regla como maestra en todas las cosas, y
nadie se aparte temerariamente de ella. Nadie siga en el monasterio la
voluntad de su propio corazón”[xxxvii].
Es
fundamental para la construcción del Cuerpo de Cristo que cada uno sepa
reconocer en el parecer de los otros una palabra que debe escuchar; y ante la
cual debe retener el movimiento inmediato del pensamiento de su propio corazón,
a menudo ligado a sus propias necesidades. Es por eso que san Benito insiste
sobre la manera discreta de dar el propio parecer: “Los hermanos den su
consejo con toda sumisión y humildad, y no se atrevan a defender con
insolencia su opinión. La decisión dependa del parecer del abad, y todos
obedecerán lo que él juzgue ser más oportuno”[xxxviii].
Pero el abad, como los otros monjes, está llamado a no elegir y actuar según
su propia voluntad; debe volverse atento y disponible a la palabra de los
hermanos y a la Palabra de Dios para disponer todo con previsión y equidad,
en un clima de obediencia al Maestro que no ha venido a hacer su voluntad sino
la de aquel que lo envió.
San
Benito precisa también que el abad tendrá en cuenta las necesidades de los débiles
y no la mala voluntad de los envidiosos (55,21) Los débiles padecen las
necesidades que los asaltan; el abad debe velar para que se vean libres de
ellas y así puedan avanzar sin trabas; pero los envidiosos adhieren a ellas
gustosamente y se vuelven esclavos de sus necesidades, de sus caprichos y de
sus deseos. Su tiranía es grande y los débiles la pagan. El mundo conoce a
menudo tal situación a un nivel mucho más dramático, pero en los
monasterios no debería suceder esto. Corresponde al abad velar más
particularmente sobre este punto. Cuando un parecer es bueno, fructuoso, lo
debe tener en cuenta para el bien de la comunidad, pero si se trata de un
parecer motivado por los celos, la envidia, el instinto inmediato, la mala
voluntad, hay que desenmascararlo.
La
esclavitud de la voluntad propia puede destruir una comunidad, ella es la
fuente del instinto de propiedad, de la cólera, de la tristeza y de la
murmuración.
c)
Voluntad propia y obediencia
En
la RB 5,7 san Benito subraya que el motor de la obediencia es la renuncia
radical a todo lo propio, inclusive a la voluntad propia. Pero es sobre todo
en el capítulo 7 donde se habla de la voluntad propia en forma más precisa aún:
“Por lo que atañe a la propia voluntad, se nos prohíbe hacerla al decirnos
la Escritura: Apártate de tus voluntades. Y también rogamos a Dios en la
Oración que se cumpla en nosotros su voluntad”[xxxix].
Muchas referencias bíblicas están detrás de la expresión: “Renuncia a
tus voluntades” (Literalmente: No te dejes guiar por tus pasiones, sino
refrena tus deseos; Si 18,30); que tu voluntad se haga en nosotros,
como eco a la petición del Padre nuestro; Hay caminos que parecen rectos a
los hombres, pero su término se hunde en lo profundo del infierno[xl];
Se han corrompido y se han hecho abominables, no hay quien obre el bien[xli].
El monje debe abandonarse sólo a Dios. El pensamiento del hombre no puede conducirlo a su fin, el monje está llamado a recibir el pensamiento del Señor mediante su Espíritu que habita en nosotros: en efecto hay caminos que parecen rectos a los hombres ... caminos de felicidad puramente material, de satisfacción inmediata que de hecho dejan al hombre a ras de tierra sin permitirle un verdadero desarrollo de su ser profundo.
A
propósito de la renuncia a la voluntad propia, san Benito habla de las
pasiones y de los deseos de la carne que no pueden conducir sino a la muerte:
“La muerte está apostada a la entrada del deleite”[xlii].
En 7,12, san Benito recomendaba a los monjes guardarse a toda hora de los
pecados y de los vicios del pensamiento, de la lengua, de los pies y de las
propias voluntades como también de los deseos de la carne. El hombre carnal,
que se mueve únicamente por sus necesidades instintivas, está condenado a la
muerte ¿No es este el sentido de la expresión “voluntad propia”?
d)
Voluntad positiva
Dos
pasajes de RB evocan una voluntad personal positiva en el hombre: “Cada uno,
con gozo del Espíritu Santo, ofrezca voluntariamente a Dios algo por encima
de la medida establecida”[xliii],
después de haberlo dicho al abad, por supuesto.
“Si
un monje de paso, luego quiere fijar su estabilidad no se oponga a tal
deseo”[xliv].
Por lo tanto, tenemos que entendernos bien sobre cuál es el sentido de la voluntad propia a la cual se debe renunciar.
Conclusión
La
Regla de san Benito condensa la enseñanza de la Regla del Maestro y adhiere a
ella totalmente. Para el Maestro como para Benito, la voluntad propia es la
opción de la voluntad humana de permanecer en las necesidades instintivas, en
los deseos inmediatos, en la pasiones terrenales, carnales . Renunciar a
ellas, es llevar a cabo todo un trabajo de liberación, que va a ser posible a
través de la obediencia.
La
obediencia es, a la inversa de la “voluntad propia”, el empeño de la
voluntad humana, ayudada por el don de la gracia en el Espíritu, para
adherirse a los mandamientos y a la vida de Dios manifestados en Jesucristo.
La
“voluntad propia” es fuente de ceguera y negligencia. La ceguera inspira
una confianza presuntuosa en las propias luces; arrastra consigo la
negligencia, que hace descuidar el deber del momento presente para complacerse
a sí mismo.
La
obediencia, al contrario, nos abre los ojos y nos torna valientes y eficaces
para cumplir con nuestro deber.
Tal
es el sentido del segundo grado de humildad: «El segundo grado de humildad es
si no amando el monje la propia voluntad, no se complace en satisfacer sus
deseos; antes bien imita con hechos aquella palabra del Señor, que dice: No
vine a hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me envió. Y también dice la
Escritura: “El placer merece pena y la necesidad engendra la corona”»[xlv].
San
Bernardo resume muy bien todo este desarrollo en su tercer sermón del Tiempo
Pascual (nº 3):
“Llamo
voluntad propia a la que no es común con Dios y con los hombres, sino únicamente
nuestra. Lo que queremos, no es para gloria de Dios o el provecho de los
hermanos, sino para satisfacer nuestras propias inclinaciones. La caridad es
otra cosa diametralmente opuesta: la caridad es Dios. En efecto, la voluntad
propia provoca contra Dios enemistades y una guerra muy cruel. Así ¿qué es
lo que Dios odia y castiga sino la voluntad propia? Cese la voluntad propia y
no habrá infierno”[xlvi].
Abbaye
Saint-Martin
F-86240
Ligugé
[i] Abad del Monasterio San Martín (Ligugé. Francia).
[ii] Traducción de Lettre de Ligugé nº 273 pp. 3-17, realizada por la Hna. Franca Ancona, ocso, Monasterio Madre de Cristo (Hinojo, Buenos Aires, Argentina).
[iii] Cf. CuadMon n° 137 (2001), pp. 147-157.
[iv] Cf. CuadMon n° 138 (2001), pp. 269-284.
[v] Cf. CuadMon n° 139 (2001), pp. 339-416.
[vi] Rm 7,15.
[vii] Para toda esta parte, cf. P. RICOEUR, Philosophie de la volonté, Paris, Aubier Montaigne, 1949. Ver también A. SOLIGNAC, “Volonté” : Dictionnaire de spiritualité t. 16, 1994, cols. 1220-1248 ; P. LAMARCHE y M. DUPUY, “Volonté de Dieu” : Ibid., cols. 1248-1269.
[viii] Cf. CuadMon n° 139 (2001), pp. 405-406 (las páginas corresponden al subtítulo: La estrategia).
[ix] Sal 113,3.
[x] cfr. Is 55,11.
[xi] Sal 32,9.
[xii] Sb 12,18.
[xiii] Gn 1.
[xiv] Ef 1,9-11.
[xv] Sb 12,6.
[xvi] Ez 18,32.
[xvii] 1 Ts 5,18.
[xviii] Mt 4,4.
[xix] Jn 4,34.
[xx] Lc 22,42.
[xxi] Mt 6,10.
[xxii] Jn 5,30.
[xxiii] Jn 6,38.
[xxiv] Lc 10,21-22.
[xxv] Mt 26,42.
[xxvi] Lc 22,42.
[xxvii] Jn 5,21.
[xxviii] Jn 6,39.
[xxix] Jn 6,40.
[xxx] Hb 10,10.
[xxxi] Hb 10,36.
[xxxii] Sb 9,13.17.
[xxxiii] CASIANO, Conl. XVI,23.
[xxxiv] Ga 5,16-17.
[xxxv]RB Pr. 3.
[xxxvi] RB 33,4.
[xxxvii] RB 3,8.
[xxxviii] RB 3,5.
[xxxix] RB 7,19-20.
[xl] Pr 16,25.
[xli] Sal 52,2.
[xlii] RB 7,24.
[xliii] RB 49,6.
[xliv] RB 66,5.
[xlv] RB 7,31-33.
[xlvi] Op. Ber., vol. IV, p. 105.