CuadMon 140 (2002)

JEAN - PIERRE LONGEAT[i], OSB

 

 

Voluntad[ii]

 

 

Después de haber presentado los comienzos de la trayectoria de la fe según la tradición monástica, proponiendo una reflexión sobre la renuncia[iii], luego sobre el temor de Dios[iv] y por último sobre la vigilancia[v], proseguimos ahora con algunas reflexiones sobre el tema de la voluntad.

El monje, después de haber dado el paso de renunciar por amor a Cristo a los apegos ilusorios del “mundo”, ha entrado, impulsado por la fe, en el templo de Dios; trata ahora de permanecer en el temor, es decir, con una conciencia infinitamente respetuosa de la presencia divina, atento a los movimientos de sus pensamientos y de su actuar.

Pero el monje (y el cristiano) encuentra muy pronto en este camino la prueba difícil que san Pablo expresaba en estos términos: Realmente mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco[vi]. Hay en el hombre una particular dimensión de capacidad de querer y de no querer, y también de conflicto entre lo que se quiere y lo que no se quiere; este ejercicio de la voluntad está marcado, en una perspectiva cristiana, por la presencia del pecado; pero antes de toda reflexión teológica, es indispensable una reflexión sobre la dimensión puramente antropológica de la voluntad. Después será posible hablar de la voluntad propia a la cual los Padres nos piden renunciar. ¿Cómo encarar este renunciamiento, si antes no se ha precisado la naturaleza de la voluntad y los aspectos positivos y negativos de su ejercicio en la vida del hombre?

 

 

I. La voluntad humana[vii]

 

1. Voluntad y necesidad

 

La experiencia humana más elemental es del orden de la necesidad. Las ciencias del hombre concuerdan en reconocer dos necesidades humanas fundamentales en las cuales convergen todas las demás; estas dos necesidades se relacionan con: el alimentarse y con la vida sexual. Se trata de alimentar la propia existencia supliendo lo que le falta con cosas y seres que la completan, como también de defenderse de todo lo que la amenaza o es extraño a esta existencia.

Estas necesidades están más acá de lo voluntario, son del dominio de lo involuntario No obstante no son en el hombre automatismos que desencadenan sistemáticamente la agresividad. Y precisamente porque el impulso de la necesidad no es en el hombre un automatismo reflejo, existen seres que prefieren morir de hambre o conservar la castidad antes que traicionar a sus amigos.

Así se plantea la cuestión  de la voluntad. Toda la grandeza del hombre reside ahí. Más que sufrir estas necesidades elementales e involuntarias, el hombre puede utilizarlas como motores para alcanzar un fin que está más allá de lo inmediato.

El hombre que desea crecer y desarrollarse tiene que emprender un trabajo en la intersección de la necesidad y el querer; su materia principal será la imaginación, tal como ya la hemos tratado al hablar de la vigilancia. El entrecruzamiento de la necesidad y la voluntad se ha de buscar en la imaginación, que pone la mira en un objeto ausente y en el movimiento hacia dicho objeto. La imaginación encuentra su motor en la tensión hacia el objeto deseado y no en la satisfacción del deseo; por la imaginación el objeto deseado se hace más vivamente presente que si estuviera ante nuestros ojos, al alcance de los sentidos exteriores. La imaginación acompaña la representación del objeto con una pre-sensación del placer, momento muy sutil que precede inmediatamente a la satisfacción de la necesidad.

Se puede considerar que el trabajo de la voluntad interviene a nivel de la imaginación más aún que del acto, y que en la imaginación, y apoyándose en la necesidad que esta le presenta, orienta el deseo y controla el placer.

Sobre esta base, se pueden distinguir tres niveles de intervención de la voluntad: la decisión, la puesta en movimiento y el consentimiento.

 

 

2. Voluntad y decisión

 

Si las necesidades se imponen a la naturaleza, en cambio la decisión relativa a estas necesidades pasa a través de opciones que se proponen a la voluntad.

Intervienen aquí varias dimensiones:

Ante todo, existe un momento en que todas las opciones son posibles, pero la voluntad retendrá sólo una, o al menos, una por vez. Frente a todas estas opciones, la voluntad vacila, con un sentimiento a la vez de impotencia y de fecundidad. La voluntad empieza siempre experimentando la indeterminación preñada de promesas. Pero esta indecisión no debe girar sobre sí misma de manera enfermiza, debe orientarse hacia un debate interior sostenido por la vigilancia.

En efecto, en la atención vigilante reside la fuerza del debate interior. Este trabajo consiste en el hecho de sostener las representaciones de la imaginación para llegar a una opción consciente. La vigilancia permite a la voluntad determinarse respecto a los sucesivos pensamientos que asaltan el espíritu[viii]. A partir de este primer trabajo, la intuición y la razón pueden intervenir para afinar la opción de la voluntad

El momento de la opción es particularmente rico: es a la vez la maduración de todo lo que ha precedido y el surgir de la novedad. Este es el momento en el cual el trabajo de la atención vigilante se detiene para indicar un sentido, una dirección susceptible de traer tras de sí la puesta en movimiento.

La primera grandeza de la voluntad se revela aquí en forma manifiesta: está en condiciones de guiar la necesidad hacia un deseo, el pensamiento hacia un proyecto, la idea hacia una acción.

 

 

3. Voluntad y puesta en movimiento

 

Una voluntad que no llega a poner en movimiento el cuerpo, y a cambiar así algo en el mundo, se pierde en el ensueño. Querer una opción, aún la más mínima, pone el cuerpo en movimiento, aunque sólo fuera en un balanceo vacilante o el esbozo de un gesto de acercamiento. El cuerpo no se halla ya a nivel de la simple necesidad inmediata: encuentra toda su nobleza en el dominio que le procura la motivación voluntaria.

La moción corporal que sigue al debate está ligada a una emoción experimentada por la persona. La emoción presenta el riesgo de traer al hombre más acá de lo voluntario y de encerrarlo en sí mismo en la necesidad elemental, pero también puede favorecer el paso a la acción en el surgir de la novedad.

Digamos también una palabra sobre la costumbre, que comporta una cara positiva y otra negativa. Hay un nexo muy profundo entre la costumbre y el movimiento de la voluntad. Es mucho más fácil para el cuerpo querer algo que ya practica por costumbre. Pero esta costumbre puede devenir un automatismo sin novedad. Se corre el gran riesgo de una regresión hacia lo involuntario de la necesidad, facilitado por el hecho de que se sabe hacerlo: se produce entonces un encogimiento o hasta una parálisis de la voluntad.

La puesta en movimiento pasa esencialmente por un esfuerzo corporal, muscular. El esfuerzo permite a la voluntad sustraerse al aspecto negativo de la emoción y de la costumbre. El esfuerzo es movido por la atención que se dirige hacia valores superiores bajo la forma de inspiración. Se trata, de alguna manera, de sustituir una emoción alienante por una emoción más alta. La costumbre ayuda a efectuar esta sustitución, sobre todo si fue adquirida desde la infancia. No obstante, el esfuerzo no puede apoyarse solamente en el hábito en el sentido de costumbre; tiene que dejarse impulsar nuevamente por la sorpresa, el descubrimiento y el asombro. Es precisamente por este medio, como la existencia del hombre, en sí muy repetitiva, sale de la trivialidad. El esfuerzo está así surcado y alimentado por una voluntad que siempre desea.

 

 

4. Voluntad y consentimiento

 

El consentimiento es un tercer campo de intervención de la voluntad. Es la culminación del querer. Por su medio la inteligencia ratifica la necesidad de algo: “Esto debe ser así, luego  será así”.

Aceptar la realidad en la necesidad que ella presenta es ensanchar considerablemente el ejercicio de la voluntad. El sujeto ya no es el único implicado, sino también todo lo que lo rodea, las cosas, los otros y el mundo. Tocamos aquí la relación entre voluntad y libertad consciente.

La libertad puede optar por el rechazo de toda limitación: arrastra entonces la voluntad hacia la desmesura; no admite ningún límite, lo quiere todo. O bien aspira a un conocimiento total en una transparencia perfecta. Un rechazo tal de todo límite conduce a la desesperación, porque el límite forma parte de la existencia humana .

La libertad puede optar al contrario por el consentimiento voluntario a una situación dada. Pero optar por la aceptación voluntaria no es posible más que por la intervención de una idea superior al propio yo, una sabiduría, una poética, en que se concilian la atención vigilante con vistas a una elección y el surgir repentino de dicha opción.

El consentimiento ocurre en esa tensión donde se mezclan paciencia y audacia en el corazón de la decisión y del esfuerzo. Allí está secreto de una verdadera libertad.

Así, desde la experiencia de lo involuntario, en las necesidades elementales del cuerpo, hasta la experiencia de la voluntad libre en el consentimiento del espíritu, el hombre está llamado a ejercitar su voluntad a través de la decisión, –que va de la indeterminación a la elección pasando por la atención vigilante– la puesta en acto corporal –desde la emoción hasta el esfuerzo y la costumbre– y el consentimiento que, lejos de ser una renuncia, permite al hombre abrirse a la esperanza de una verdadera libertad en su cuerpo, sus sentimientos y su entendimiento.

Después de haber subrayado la riqueza del ejercicio de la voluntad en el hombre, podemos abordar las nociones tradicionales de voluntad de Dios y de voluntad propia y situarlas lo más exactamente posible en relación a la experiencia de una voluntad humana libre querida por el Creador.

 

 

II. Voluntad de Dios

 

El conocimiento del hombre expresa algo sobre Dios, puesto que el hombre es a imagen de Dios. Pero el hombre es sólo una imagen, y el conocimiento que adquirimos sobre el hombre no revela el todo de Dios. Por eso hay que recibir también la revelación que Dios  mismo transmite mediante su Palabra y que supera todas las capacidades de aprehensión humana.

Dios, a la inversa del hombre, no está ligado a necesidad alguna, porque no está en devenir. No hay en El ningún apetito involuntario, sino una voluntad constante, única, eterna que se confunde con su ser mismo.

No hay ninguna distancia entre Dios y su voluntad: Nuestro Dios está en los cielos, todo lo que quiere lo hace[ix]; La Palabra que envía a la tierra hace todo lo que Él quiere[x], esta es la afirmación de toda la Biblia.

Esta voluntad de Dios se revela al hombre como una posibilidad de acceso al consentimiento por todo un camino de liberación de la ganga carnal. Ella se revela a través de su proyecto, de su designio de amor que pasa por la obra de la creación y de la salvación gracias a la Palabra de Dios.

 

 

1. El designio de Dios

 

Cuando  la voluntad de Dios se despliega fuera de Dios, sigue siendo en su totalidad lo que Dios es, y hace totalmente lo que Dios quiere: Él lo dijo y existió; Él lo mandó y surgió[xi]; Con sólo quererlo, lo puedes todo[xii] El capítulo 1 del Génesis describe la obra de la creación como una voluntad de Dios que se despliega en su Palabra.

Los ídolos no son capaces de nada, sólo Dios puede querer y actuar.

Por otra parte, todo lo que Dios quiere y hace, es bello y bueno: Él vio que esto era bueno[xiii], si bien los criterios de belleza y bondad de Dios no corresponden siempre a la idea que de ellas se hace el hombre.

A su vez, la creación está llamada a dejarse mover, modelar por esta voluntad divina.

San Pablo desarrolla de manera admirable este misterio de la voluntad de Dios sobre su creación: Dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra. A él, por quien entramos en herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo conforme a la decisión de su voluntad[xiv].

La voluntad de Dios se manifiesta a través de la obra de su creación, y también por sus acciones salvíficas: Habías querido destruirlos a manos de nuestros padres[xv]; Dios quiere liberar a Israel de los egipcios; después del exilio en Babilonia, quiere que Jerusalén y el templo sean reedificados (Is 44,28); Yo no me complazco en la muerte de nadie. Convertíos y vivid[xvi].

El obstáculo esencial al designio de Dios reside en el hecho de que su voluntad en la cual él está totalmente presente, que es una, buena y eterna, puede chocar con el rechazo de la criatura creada libre en el ejercicio de su propia voluntad.(cfr. Gn 3).

La perfección del hombre reside en el deseo de participar lo más íntimamente posible, mediante la acción de gracias, en el movimiento de la voluntad divina: En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros[xvii]: es decir, que comulguéis con su gracia, con su amor, con su voluntad, con su designio de amor.

Cuando el hombre se aparta de esta voluntad para actuar por sí mismo según sus propias fuerzas y su propia inteligencia, la voluntad de bendición de Dios deviene entonces voluntad de “castigo” (Am 1,3-6). De aquí el endurecimiento, la cerrazón en el propio querer. Pero Dios es paciente, lento a la cólera, rico en gracia, pleno de amor, acepta dejar un respiro al pecador, y por fin, toma él mismo en sus manos la causa del pecador: le da una ley y hasta su propio Espíritu para que tenga un corazón nuevo y un espíritu nuevo, y camine según su voluntad. Por último suscita un Mesías-Servidor para que cumpla perfectamente esta voluntad.

 

 

2. Cristo y la voluntad de Dios

 

Es importante señalar cómo se sitúa Cristo hombre en su relación con la voluntad de Dios; cómo su voluntad de hombre concuerda perfectamente con su voluntad divina.

El cumplimiento de la voluntad del Padre es un tema mayor en la enseñanza de Jesús. El evangelio de San Juan insiste en esto de manera particular. Jesús nunca se deja llevar por lo involuntario de las necesidades humanas: Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios[xviii] o también, Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra[xix].

Toda la vida de Jesús es una preparación y una ilustración de su último acto, el consentimiento de su voluntad a la muerte por amor: No se haga mi voluntad, sino la tuya[xx]; Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo[xxi].

Hay un combate en la vida de Jesús donde está presente la parte de indeterminación positiva, por eso se lo ve tomar el camino de Jerusalén hacia su Pasión endureciendo su rostro (Lc 9,51).Por eso también se lo ve volver varias veces a sus discípulos en Getsemaní.

Sin embargo la opción humana de Jesús está también presente en cada página del Evangelio: él alimenta estas opciones en su oración solitaria (según san Lucas, antes de llamar a los Doce, en la Transfiguración, en Getsemaní) y en su atención a los preceptos de la Ley; Jesús no cesa de citar y de interpretar la Escritura. Él mismo es esta Palabra en acto. No cede a las pulsiones humanas de la tentación, sino que las estrella contra la roca de la Palabra de Dios. Escudriña las Escrituras desde su infancia, las comenta en la sinagoga, las interpreta a veces contra las hipocresías religiosas de los fariseos, de los escribas, de los sacerdotes o de las tradiciones del pueblo judío. Jesús elige con todas sus capacidades humanas, pero en perfecta correspondencia con el designio de Dios. Sus opciones son un constante florecer de vida, de novedad. La necesidad no lo domina; en su lugar se manifiesta un poderoso deseo.

Algunas expresiones de san Juan resumen bien este movimiento:

 

Yo no puedo hacer nada por mi cuenta: juzgo según lo que oigo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado[xxii].

Porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado[xxiii].

 

Se puede ver cómo la emoción desencadena la acción de Cristo en comunión con la voluntad del Padre: Jesús se deja tocar por los pobres, los enfermos, los pecadores (Misericordia quiero y no sacrificio: Mt 9,3; 12,13); tiene compasión de la muchedumbre hambrienta y sin pastor; se conmueve por la pregunta del joven rico; la emoción lo embarga al emprender el camino hacia Jerusalén, endurece el rostro (Lc 9,51); se conmueve por la muerte de su amigo Lázaro; llora en Getsemaní.

Pero cada uno de estos movimientos de intensa moción interior acompaña o precede la iniciativa de un acto consecutivo a la opción hecha..

La emoción de Jesús lo hace volver resueltamente hacia su Padre en el Espíritu Santo: En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños”[xxiv].

Pero la actitud de consentimiento es siempre la más impresionante en Jesús: ella se resuelve en una única palabra: Hágase tu voluntad[xxv], o: Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya[xxvi].

Jesús consiente en todas las limitaciones de la naturaleza humana, consiente en perderlo todo, consiente en la necesidad, consiente con la voluntad del Padre, consiente en ese momento crucial del último combate en el cual, lejos de morir, manifiesta la vida de la resurrección: es el ejercicio total de la libertad divina en el hombre.

 

 

3. La voluntad de Cristo en su discípulo

 

Para el discípulo de Cristo, vivir la voluntad de Dios, es dejar a Cristo vivir en él todas las capacidades del hombre: El Hijo da la vida a los que quiere[xxvii]; Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día[xxviii]; Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna[xxix].

La carta a los Hebreos acentúa más aún esta relación entre la voluntad de Cristo y la vida del discípulo, cuidadoso por cumplir la voluntad del Padre: En virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo[xxx]. “Necesitáis paciencia en el sufrimiento para cumplir la voluntad de Dios y conseguir así lo prometido”[xxxi].

Pero no basta que el discípulo tenga la intención de establecer una relación con Dios diciendo: Señor, Señor, tiene que pasar al acto haciendo la voluntad del Padre que está en los cielos (Mt 7,21).

La parábola de los dos hijos es esclarecedora a este respecto, aunque se sepa que concierne principalmente a los judíos y a los pecadores (Mt 21,28-32): el primer hijo se queda en la intención,  sin hacer la opción que lo llevaría a obrar. El otro hace que su acción nazca de una primera indeterminación anterior a una opción verdadera y a un consentimiento.

¿Qué hombre, en efecto, podrá conocer la  voluntad de Dios? y ¿Quién habría conocido su voluntad?[xxxii] se preguntaba el libro de la Sabiduría.

Sólo el Hijo puede revelar perfectamente la voluntad del Padre y dar la posibilidad de cumplirla: se trata de vivir con él la santidad de Dios (1 Ts 4,3), de vivir sin cesar en la acción de gracias, en Cristo muerto y resucitado (1 Ts 5,18): esta es la única manera de evitar el pecado. Así el que cumple la voluntad de Dios en Cristo Jesús, permanece para siempre (1 Jn 2,17) y Cristo lo resucitará en el último día (Jn 6,40).

 

 

III. La voluntad propia

 

Este término voluntad propia ofrece dificultad a las mentalidades contemporáneas. En efecto, como acabamos de ver, la voluntad es un don de Dios puesto en el hombre para que este ejercite su libertad; ¿por qué entonces, se preguntan algunos, renunciar a esta voluntad que está en nosotros?.

El término voluntad propia no aparece en la Biblia, es una creación de la tradición monástica (thélèma idion), pero  tiene equivalentes en el Nuevo Testamento y más particularmente en san Pablo: voluntad carnal (sarkikon), mala (kakon), perversa (ponèron), de la propia inteligencia (idia sunésis), del propio corazón (idia kardia).

Un autor como Doroteo de Gaza insiste especialmente en los peligros de esta voluntad cuando está orientada hacia sí mismo, la llama “muro de bronce entre el hombre y Dios” o también “roca de rechazo”.(cfr. Conferencia 5,63: “Que no se debe seguir el propio juicio”). «Poimén dice: “La voluntad del hombre es una muralla de bronce entre Dios y el hombre, una piedra de escándalo en cuanto se opone y obstaculiza la voluntad de Dios. Por lo tanto, si un  hombre renuncia a ella, también puede decir: En mi Dios asalto la muralla. Si la justicia concuerda con la voluntad, el hombre se esfuerza”» (Poimén 54).

En su conferencia sobre “la amistad”, Casiano afirma que “Generalmente, el que somete su voluntad a la de su hermano, da prueba de mayor fuerza que el que se muestra obstinado en defender y mantener su parecer. Porque soporta y es paciente con su prójimo, el primero merece ser contado entre los de temple sano y robusto; el segundo, al contrario, da a entender que es débil, y si se puede decir así, enfermo”[xxxiii].

 

 

l. La voluntad propia en la Regla del Maestro (=RM)

 

El Maestro evoca repetidamente la renuncia a la voluntad propia; de ello habla en particular en el capítulo 7 sobre la obediencia y en los cuatro primeros grados de la humildad (capítulo 10), también en el comentario al Padre nuestro y al final del capítulo 1. Lo que aquí nos interesa más es el comentario al Padre nuestro: “Hágase tu voluntad” (RM Thp. 45-53).

Antes de hablar de la obediencia a los superiores, el Maestro piensa que es necesario referirse ante todo con claridad a la obediencia a Dios que, para él, es uno de los objetivos fundamentales de la vida cristiana y monástica.

La voluntad divina no puede cumplirse más que  mediante una renuncia radical a las decisiones y a las acciones movidas por la “carne”.

Pero ¿cuál es el sentido de esta palabra “carne”? En exégesis, se reconoce actualmente a esta expresión, cuando es usada por san Pablo, el sentido de “naturaleza humana” en general. Una gran parte de la enseñanza del apóstol de las gentes se basa en la oposición carne-espíritu: Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues, la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como que son entre sí antagónicos, de forma que no hacéis lo que quisierais[xxxiv]. En los Padres de la Iglesia y en los Padres monásticos, esta palabra designa el cuerpo y sus necesidades instintivas. Como hemos analizado antes, estas necesidades se relacionan con lo involuntario. Cuando lo involuntario no está ordenado, la tradición ha visto en él un deseo malo que reduce al hombre a la sola condición animal.

Se podría decir que para los Padres, el cumplimiento de la voluntad divina consistiría en hacer residir el poder de la voluntad humana, no en las sugestiones de lo involuntario carnal, sino en la inspiración del Espíritu en sentido paulino. Así, a través de este trabajo, el hombre crecería hacia su destino último.

Esto es lo que realiza Cristo, que no ha venido a hacer su voluntad, sino la voluntad de aquel que lo envió (Jn 6,38).

Así, en base a los tres ejes neotestamentarios (el Padre nuestro, Ga 5,16-17 y el ejemplo de Cristo), la Regla del Maestro muestra que para hacer la voluntad de Dios, lo cual es a la vez la aspiración del Espíritu en nosotros y la condición de nuestra salvación, no hay que basar el trabajo de nuestra voluntad en las necesidades del cuerpo carnal, terrenal, sino en las capacidades del espíritu que siempre se está superando.

 

 

2. La voluntad propia en la Regla de san Benito (RB)

 

San Benito no ha conservado el comentario al Padre nuestro, pero mantiene la enseñanza del Maestro en el capítulo 5 sobre la obediencia y en el capítulo 7 sobre la humildad.

La RB emplea al menos diecisiete veces estas expresiones: “voluntad propia” o “mala” o “del propio corazón”.

 

a) El monje es aquel que renuncia a su voluntad propia.

 

Muchas veces San Benito define así al monje. Desde el Prólogo: “Mi palabra se dirige ahora a ti, quienquiera que seas, que renunciando a tus propias voluntades...”[xxxv]; en el capítulo 1 se especifica que los malos monjes llamados giróvagos son esclavos de sus propias voluntades y de los placeres de la gula (de la carne) (1,11). Uno de los instrumentos de las buenas obras recuerda que hay que odiar la voluntad propia (4,60). O también, en el capítulo 33, san Benito denuncia el vicio de la propiedad en los monjes e  indica la razón: “No es lícito a los monjes tener a su propio albedrío ni sus cuerpos, ni sus voluntades”[xxxvi].

Esa definición del monje debe situarse en la perspectiva de la renuncia general:

Renuncia a los propios bienes, renuncia a las propias voluntades, renuncia a todos los pensamientos propios, aún los referentes a Dios.

La renuncia a sí mismo pasa por una renuncia radical a su voluntad tal como la carne la reduce por debajo de sí misma, al nivel de la necesidad. El único medio para vivir esta renuncia es la atención a las inspiraciones del Espíritu de Dios

 

b) El cuerpo místico de la comunidad y la renuncia a la voluntad propia.

 

San Benito pide a los monjes que nunca tomen determinaciones comunitariamente según la simple voluntad  de su propio corazón: “Todos sigan la regla como maestra en todas las cosas, y nadie se aparte temerariamente de ella. Nadie siga en el monasterio la voluntad de su propio corazón”[xxxvii].

Es fundamental para la construcción del Cuerpo de Cristo que cada uno sepa reconocer en el parecer de los otros una palabra que debe escuchar; y ante la cual debe retener el movimiento inmediato del pensamiento de su propio corazón, a menudo ligado a sus propias necesidades. Es por eso que san Benito insiste sobre la manera discreta de dar el propio parecer: “Los hermanos den su consejo con toda sumisión y humildad, y no se atrevan a defender con insolencia su opinión. La decisión dependa del parecer del abad, y todos obedecerán lo que él juzgue ser más oportuno”[xxxviii]. Pero el abad, como los otros monjes, está llamado a no elegir y actuar según su propia voluntad; debe volverse atento y disponible a la palabra de los hermanos y a la Palabra de Dios para disponer todo con previsión y equidad, en un clima de obediencia al Maestro que no ha venido a hacer su voluntad sino la de aquel que lo envió.

San Benito precisa también que el abad tendrá en cuenta las necesidades de los débiles y no la mala voluntad de los envidiosos (55,21) Los débiles padecen las necesidades que los asaltan; el abad debe velar para que se vean libres de ellas y así puedan avanzar sin trabas; pero los envidiosos adhieren a ellas gustosamente y se vuelven esclavos de sus necesidades, de sus caprichos y de sus deseos. Su tiranía es grande y los débiles la pagan. El mundo conoce a menudo tal situación a un nivel mucho más dramático, pero en los monasterios no debería suceder esto. Corresponde al abad velar más particularmente sobre este punto. Cuando un parecer es bueno, fructuoso, lo debe tener en cuenta para el bien de la comunidad, pero si se trata de un parecer motivado por los celos, la envidia, el instinto inmediato, la mala voluntad, hay que desenmascararlo.

La esclavitud de la voluntad propia puede destruir una comunidad, ella es la fuente del instinto de propiedad, de la cólera, de la tristeza y de la murmuración.

 

c) Voluntad propia y obediencia

 

En la RB 5,7 san Benito subraya que el motor de la obediencia es la renuncia radical a todo lo propio, inclusive a la voluntad propia. Pero es sobre todo en el capítulo 7 donde se habla de la voluntad propia en forma más precisa aún: “Por lo que atañe a la propia voluntad, se nos prohíbe hacerla al decirnos la Escritura: Apártate de tus voluntades. Y también rogamos a Dios en la Oración que se cumpla en nosotros su voluntad”[xxxix]. Muchas referencias bíblicas están detrás de la expresión: “Renuncia a tus voluntades” (Literalmente: No te dejes guiar por tus pasiones, sino refrena tus deseos; Si 18,30); que tu voluntad se haga en nosotros, como eco a la petición del Padre nuestro; Hay caminos que parecen rectos a los hombres, pero su término se hunde en lo profundo del infierno[xl]; Se han corrompido y se han hecho abominables, no hay quien obre el bien[xli].

El monje debe abandonarse sólo a Dios. El pensamiento del hombre no puede conducirlo a su fin, el monje está llamado a recibir el pensamiento del Señor mediante su Espíritu que habita en nosotros: en efecto hay caminos que parecen rectos a los hombres ... caminos de felicidad puramente material, de satisfacción inmediata que de hecho dejan al hombre a ras de tierra sin permitirle un verdadero desarrollo de su ser profundo.

A propósito de la renuncia a la voluntad propia, san Benito habla de las pasiones y de los deseos de la carne que no pueden conducir sino a la muerte: “La muerte está apostada a la entrada del deleite”[xlii]. En 7,12, san Benito recomendaba a los monjes guardarse a toda hora de los pecados y de los vicios del pensamiento, de la lengua, de los pies y de las propias voluntades como también de los deseos de la carne. El hombre carnal, que se mueve únicamente por sus necesidades instintivas, está condenado a la muerte ¿No es este el sentido de la expresión “voluntad propia”?

 

d) Voluntad positiva

 

Dos pasajes de RB evocan una voluntad personal positiva en el hombre: “Cada uno, con gozo del Espíritu Santo, ofrezca voluntariamente a Dios algo por encima de la  medida establecida”[xliii], después de haberlo dicho al abad, por supuesto.

“Si un monje de paso, luego quiere fijar su estabilidad no se oponga a tal deseo”[xliv].

Por lo tanto, tenemos que entendernos bien sobre cuál es el sentido de la voluntad propia a la cual se debe renunciar.

 

 

Conclusión

 

La Regla de san Benito condensa la enseñanza de la Regla del Maestro y adhiere a ella totalmente. Para el Maestro como para Benito, la voluntad propia es la opción de la voluntad humana de permanecer en las necesidades instintivas, en los deseos inmediatos, en la pasiones terrenales, carnales . Renunciar a ellas, es llevar a cabo todo un trabajo de liberación, que va a ser posible a través de la obediencia.

La obediencia es, a la inversa de la “voluntad propia”, el empeño de la voluntad humana, ayudada por el don de la gracia en el Espíritu, para adherirse a los mandamientos y a la vida de Dios manifestados en Jesucristo.

La “voluntad propia” es fuente de ceguera y negligencia. La ceguera inspira una confianza presuntuosa en las propias luces; arrastra consigo la negligencia, que hace descuidar el deber del momento presente para complacerse a sí mismo.

La obediencia, al contrario, nos abre los ojos y nos torna valientes y eficaces para cumplir con nuestro deber.

Tal es el sentido del segundo grado de humildad: «El segundo grado de humildad es si no amando el monje la propia voluntad, no se complace en satisfacer sus deseos; antes bien imita con hechos aquella palabra del Señor, que dice: No vine a hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me envió. Y también dice la Escritura: “El placer merece pena y la necesidad engendra la corona”»[xlv].

 

San Bernardo resume muy bien todo este desarrollo en su tercer sermón del Tiempo Pascual (nº 3):

 

“Llamo voluntad propia a la que no es común con Dios y con los hombres, sino únicamente nuestra. Lo que queremos, no es para gloria de Dios o el provecho de los hermanos, sino para satisfacer nuestras propias inclinaciones. La caridad es otra cosa diametralmente opuesta: la caridad es Dios. En efecto, la voluntad propia provoca contra Dios enemistades y una guerra muy cruel. Así ¿qué es lo que Dios odia y castiga sino la voluntad propia? Cese la voluntad propia y no habrá infierno”[xlvi].

 

 

Abbaye Saint-Martin

F-86240 Ligugé

Francia



[i] Abad del Monasterio San Martín (Ligugé. Francia).

[ii] Traducción de Lettre de Ligugé nº 273 pp. 3-17, realizada por la Hna. Franca Ancona, ocso, Monasterio Madre de Cristo (Hinojo, Buenos Aires, Argentina).

[iii] Cf. CuadMon n° 137 (2001), pp. 147-157.

[iv] Cf. CuadMon n° 138 (2001), pp. 269-284.

[v] Cf. CuadMon n° 139 (2001), pp. 339-416.

[vi] Rm 7,15.

[vii] Para toda esta parte, cf. P. RICOEUR, Philosophie de la volonté, Paris, Aubier Montaigne, 1949. Ver también A. SOLIGNAC, “Volonté” : Dictionnaire de spiritualité t. 16, 1994, cols. 1220-1248 ; P. LAMARCHE y M. DUPUY, “Volonté de Dieu” : Ibid., cols. 1248-1269.

[viii] Cf. CuadMon 139 (2001), pp. 405-406 (las páginas corresponden al subtítulo: La estrategia).

[ix] Sal 113,3.

[x] cfr. Is 55,11.

[xi] Sal 32,9.

[xii] Sb 12,18.

[xiii] Gn 1.

[xiv] Ef 1,9-11.

[xv] Sb 12,6.

[xvi] Ez 18,32.

[xvii] 1 Ts 5,18.

[xviii] Mt 4,4.

[xix] Jn 4,34.

[xx] Lc 22,42.

[xxi] Mt 6,10.

[xxii] Jn 5,30.

[xxiii] Jn 6,38.

[xxiv] Lc 10,21-22.

[xxv] Mt 26,42.

[xxvi] Lc 22,42.

[xxvii] Jn 5,21.

[xxviii] Jn 6,39.

[xxix] Jn 6,40.

[xxx] Hb 10,10.

[xxxi] Hb 10,36.

[xxxii] Sb 9,13.17.

[xxxiii] CASIANO, Conl. XVI,23.

[xxxiv] Ga 5,16-17.

[xxxv]RB Pr. 3.

[xxxvi] RB 33,4.

[xxxvii] RB 3,8.

[xxxviii] RB 3,5.

[xxxix] RB 7,19-20.

[xl] Pr 16,25.

[xli] Sal 52,2.

[xlii] RB 7,24.

[xliii] RB 49,6.

[xliv] RB 66,5.

[xlv] RB 7,31-33.

[xlvi] Op. Ber.,  vol. IV, p. 105.