ANTOLOGÍA EXEGÉTICA DEL PADRENUESTRO

Padre nuestro que estás en los cielos

 

I. TERTULIANO
(De orat. II, 1-7)

Con esta invocación oramos a Dios y proclamamos nuestra fe. Está escrito: «A quienes en él creyeron, les dio potestad de ser llamados hijos de Dios»1. Muy frecuentemente el Señor llamó a Dios nuestro Padre. Más aún, ordenó que no llamemos padre en la tierra, sino al que tenemos en el cielo2. Orando así, obedecemos, pues, a su precepto. ¡Dichosos los que conocen al Padre! Esto es lo que reprocha a Israel, cuando el Espíritu invoca el testimonio del cielo y de la tierra diciendo: «Engendré hijos, pero ellos no le conocieron»3. Por otra parte, llamándole Padre titulamos a Dios. Este, en efecto, es al mismo tiempo un título de piedad y de poder. Asimismo, en el Padre es invocado el Hijo. Pues El dijo: «Yo y el Padre somos una sola cosa»4. Ni siquiera es silenciada la madre iglesia, dado que en el Hijo y en el Padre se reconoce a la Madre, de la que recibe consistencia el nombre tanto del Padre como del Hijo. Con un titulo o vocablo, por tanto, honramos a Dios con los suyos, recordamos su precepto y reprochamos a quienes se olvidan del Padre.

II. SAN CIPRIANO
(Sobre la oración dominical, 8-11)

Ante todo no quiso el Doctor de la paz y Maestro de la unidad, que orara cada uno por sí y privadamente, de modo que cada uno, cuando ora, ruegue sólo por si. No decimos «Padre mío, que estás en los cielos», ni «el pan mio dame hoy», ni pide cada uno que se le perdone a él solo su deuda o que no sea dejado en la tentación y librado de mal. Es pública y común nuestra oración; y cuando oramos, no oramos por uno solo sino por todo el pueblo, porque todo el pueblo forma una sola cosa. El Dios de la paz, que nos enseña la concordia y la unidad, quiso que uno solo orase por todos, como él llevó a todos en sí solo. Esta ley de la oración observaron los tres jóvenes encerrados en el horno, puesto que oraron a una y unánimes y concordes en el espíritu. Nos lo atestigua la palabra de la Sagrada Escritura; y cuando refiere cómo oraron éstos, nos propone un ejemplo a la vez para imitarlo en nuestras oraciones, de modo que seamos semejantes a ellos: «Entonces, dice, los tres como con una sola boca cantaban un himno y bendecían al Señor»5. Hablaban como por una sola boca; y eso que todavía no había enseñado Cristo a orar. Por eso fue su oración tan poderosa y eficaz, pues no podía menos de merecer del Señor aquella súplica tan unida y espiritual. Así también vemos que oraron los apóstoles junto con los discípulos a raíz de la ascensión del Señor: «Perseveraban todos unánimes en la oración junto con las mujeres y con María, que era la madre de Jesús, y sus hermanos»6. Esta perseverancia en unanimidad de oración daba a entender el fervor, a la vez que la concordia de su oración; porque Dios, que hace que «habiten unidos en la casa», no admite en su morada eterna del cielo más que a los que se unen en la oración.

Pero ¡qué misterios, hermanos amadísimos, se encierran en la oración del padrenuestro! ¡Cuántos y cuán grandes, recogidos en resumen y especialmente fecundos por su eficacia, de tal manera que no ha dejado nada que no esté comprendido en esta breve fórmula llena de doctrina celestial! «Así, dice, debéis orar: Padre nuestro, que estás en los cielos». «Padre», dice en primer lugar el hombre nuevo, regenerado y restituido a su Dios por la gracia, porque ya ha empezado a ser hijo. «Vino a los suyos, dice, y los suyos no lo recibieron; a cuantos lo recibieron, les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre»7. El que, por tanto, ha creído en su nombre y se ha hecho hijo de Dios, debe empezar por eso a dar gracias y hacer profesión de hijo de Dios, puesto que llama Padre a Dios, que «está en los cielos»; debe testificar también que desde sus primeras palabras en su nacimiento espiritual ha renunciado al padre terreno y carnal, y que no reconoce ni tiene otro padre que el del cielo, como está escrito: «Los que dicen al padre y a la madre: no te conozco, y no reconocieron a sus hijos, éstos observaron tus preceptos y guardaron tu alianza8. Lo mismo mandó el Señor en su evangelio, que no llamemos a nadie padre nuestro en la tierra, porque, realmente, no tenemos más que un solo Padre en el cielo9. Y al discípulo, que le había hecho presente la muerte de su padre, le respondió: «Deja que los muertos entierren a los muertos»10, pues había dicho que su padre había muerto, siendo así que el Padre de los creyentes está siempre vivo.

Y no sólo, hermanos amadísimos, debemos comprender por qué llamamos «Padre que estás en los cielos», sino que añadimos «Padre nuestro», es decir, de aquellos que creen, de aquellos que, santificados por él y regenerados por el nuevo nacimiento de la gracia espiritual, han comenzado a ser hijos de Dios. Esta palabra, por otra parte, roza y da un golpe a los judíos, porque no sólo repudiaron deslealmente a Cristo, que les había sido anunciado por los profetas y enviado antes que a nadie a ellos, sino hasta lo mataron cruelmente; éstos no pueden ya llamar Padre al Señor, puesto que el mismo Señor los confunde y rebate con las siguientes palabras: «Vosotros habéis nacido del padre diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. El fue homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él»11. Y Dios clama con indignación por el profeta Isaías: «Engendré hijos y los ensalcé, pero ellos me despreciaron; el buey conoció a su dueño, y el asno, el pesebre de su amo; Israel, en cambio, no me ha conocido y el pueblo no me comprendió; ¡ay de esta nación pecadora, pueblo cargado de pecados, raza malvada, hijos de perdición! habéis abandonado al Señor y habéis llevado a la cólera al Santo de Israel»12. Como reproche para ellos, los cristianos cuando oramos decimos «Padre nuestro», porque ya empezó a ser nuestro y dejó de serlo de los judíos, que lo abandonaron. Y un pueblo pecador no puede ser hijo, pues se atribuye el nombre de hijos a quienes se concede la remisión de los pecados y se promete la eternidad, ya que dice el mismo Señor: «Todo el que comete el pecado es esclavo; y el esclavo no queda en la casa para siempre, pero el hijo queda para siempre»13.

¡Cuán grande es la clemencia del Señor, cuán grande la difusión de su gracia y bondad, pues quiso que orásemos frecuentemente en presencia de Dios, le llamemos Padre y, así como Cristo es Hijo de Dios, así nos llamemos nosotros hijos de Dios! Ninguno de nosotros osaría pronunciar tal nombre en la oración, si no nos lo hubiera permitido él mismo. Hemos de acordarnos, por tanto, hermanos amadísimos, y saber que, cuando llamamos Padre a Dios, es consecuencia que obremos como hijos de Dios, con el fin de que, así como nosotros nos honramos con tenerle por Padre, él pueda honrarse de nosotros. Hemos de portarnos como templos de Dios, para que sea una prueba de que habita en nosotros el Señor y no desdigan nuestros actos del Espíritu recibido, de modo que los que hemos empezado a ser celestiales y espirituales no pensemos y obremos más que cosas espirituales y celestiales, porque el mismo Señor y Dios ha dicho: «Glorificaré a los que me glorifican y será despreciado el que me desprecia»14.

También el santo apóstol afirmó: «No sois dueños de vosotros, pues habéis sido comprados a gran precio: "¡glorificad y llevad a Dios en vuestro cuerpo!"»15.

III. ORÍGENES
(Sobre la oración, XXII, 1-XXlll, 5)

Seria digno de observar, si en el antiguo testamento se encuentra una oración en la que alguien invoca a Dios como Padre; porque nosotros hasta el presente no la hemos encontrado, a pesar de haberla buscado con todo interés. Y no decimos que Dios no haya sido llamado con el titulo de Padre, o que los que han creído en él no hayan sido llamados hijos de Dios; sino que por ninguna parte hemos encontrado en una plegaria esa confianza proclamada por el Salvador de invocar a Dios como Padre. Por lo demás, que Dios es llamado Padre e hijos los que se atuvieron a la palabra divina, se puede constatar en muchos pasajes veterotestamentarios. Así: «Dejaste a Dios que te engendró, y diste al olvido a Dios que te alimentó»16; y poco antes: «¿No es él el padre que te crió, el que por si mismo te hizo y te formó?»17, y todavía en el mismo pasaje: «Son hijos sin fidelidad alguna»18. Y en Isaías: «Yo he criado hijos y los he enaltecido, pero ellos me han despreciado19. Y en Malaquias: «El hijo honrará a su padre y el siervo a su señor. Pues si yo soy padre, ¿dónde está mi honra?»20.

Aunque en todos estos textos Dios sea llamado Padre, e hijos aquellos que fueron engendrados por la palabra de la fe en él, no se encuentra, sin embargo, en la antigüedad una afirmación clara e indefectible de esta filiación. Y así los mismos lugares aducidos muestran que eran realmente súbditos los que se llamaban hijos. Ya que, según el apóstol, «mientras el heredero es menor, siendo el dueño de todo, no difiere del siervo; sino que está bajo tutores y encargados hasta la fecha señalada por el padre»21. Mas la plenitud de los tiempos llegó con la venida de nuestro señor Jesucristo, cuando puede recibirse libremente la adopción, como enseña san Pablo cuando afirma que «¡habéis recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: Abbá, Padre!»22. Y en el evangelio de san Juan leemos: «Mas a cuantos lo recibieron les dio poder para llegar a ser hijos de Dios; a los que creen en su nombre»23. Y por este espíritu de adopción de hijos sabemos [...], que «todo el que ha nacido de Dios no peca, porque la simiente de Dios está en él; y no puede pecar, porque ha nacido de Dios»24.

Por todo esto, si entendiéramos lo que escribe san Lucas al decir: «Cuando oréis, decid: Padre»25, nos avergonzaríamos de invocarlo bajo ese titulo, si no somos hijos legitimos. Porque seria triste que, junto a los demás pecados nuestros, añadiéramos el crimen de la impiedad. E intentaré explicarme. San Pablo afirma [...], que «nadie puede decir: <Jesús es el Señor>, sino en el Espiritu santo; y nadie hablando en el Espíritu de Dios puede decir: <anatema Jesús>»26. A uno mismo llama Espíritu santo y Espíritu de Dios. Mas no está claro lo que significa decir «Jesús es el Señor» en el Espíritu santo, ya que esta expresión la dicen muchísimos hipócritas y muchísimos heterodoxos; y a veces también los demonios, vencidos por la eficacia de este mismo nombre. Y nadie osará afirmar que alguno de éstos pronuncie el nombre del «Señor Jesús en el Espíritu santo». Porque ni siquiera querrían decir: Señor Jesús; ya que sólo lo dicen de corazón los que sirven al Verbo de Dios, y únicamente a él lo invocan como Señor, al hacer cualquier obra. Y si éstos son los que dicen: «Señor Jesús», entonces todo el que peca, anatematizando con su prevaricación al Verbo divino, con las obras mismas exclama: «anatema a Jesús». Pues de la manera que el que sirve al Verbo de Dios dice: «Señor Jesús», y el que se comporta de modo contrario dice: «anatema Jesús», así todo el que ha nacido de Dios y no hace pecado, por participar de la semilla divina que aparta de todo pecador27, con sus obras está diciendo: «Padre nuestro que estás en los cielos», dando «el Espiritu mismo testimonio a su espíritu de que son hijos de Dios»28 y sus herederos y coherederos con Cristo, ya que al participar en los trabajos y dolores esperan lógicamente participar en la gloria29.

Y para que no digan a medias el «Padre nuestro», al testimonio de sus obras se acompaña también el de su corazón—fuente y principio de toda obra buena—, y el de su boca, que confiesa para la salud30.

Y de esta manera todas sus obras, palabras y pensamientos, configurados por el mismo Verbo unigénito, reproducen la imagen de Dios invisible y se hacen a imagen del Creador que hace salir el sol sobre malos y buenos, y llueve sobre justos e injustos31, para que esté en ellos la imagen del Celestial32, quien, a su vez, es imagen de Dios. Pues siendo los santos una imagen de la Imagen (que es el Hijo), expresan la filiación al haber sido hechos conforme no sólo al cuerpo glorioso de Cristo, sino a la persona que está en ese cuerpo. Son, pues, configurados con aquél, que está en el cuerpo glorioso, al haber sido transformados por la renovación del espíritu. Si, pues, los que son del todo así, dicen: «Padre nuestro que estás en los cielos», es evidente que quien comete pecado [...] es del diablo, porque «el diablo desde el principio peca»33. Y así como la semilla de Dios, al permanecer en quien ha nacido de Dios, es la causa de que no pueda pecar por estar configurado al Verbo unigénito, así en todo el que comete pecado se encuentra la semilla del diablo, que mientras está en el alma no le deja posibilidad de realizar el bien. Pero como «el Hijo de Dios ha aparecido» para esto, «para destruir las obras del diablo»34, puede ocurrir que, viniendo a nuestra alma el Verbo de Dios, destruyendo la obra del diablo, haga desaparecer la mala semilla arrojada en nosotros, viniendo a ser hechos de Dios.

No pensemos que hemos aprendido solamente a recitar unas palabras en determinados momentos destinados a la oración, sino que, entendiendo lo que arriba dijimos con respecto al «orad sin cesar»35, comprenderemos que toda nuestra vida, en incesante oración, debería decir: «Padre nuestro que estás en los cielos»; y no debería estar nuestra conversación en modo alguno sobre la tierra, sino completamente en el cielo36, que es el trono de Dios, ya que ha sido establecido el reino de Dios en todos los portadores de la imagen del Celestial37 y, por esto, han venido a ser celestiales.

Cuando se dice que el Padre de los santos «está en los cielos», no se ha de pensar que está limitado por una figura corpórea y que habita en los cielos como en un lugar. Pues, si estuviera comprehendido por los cielos, vendría a ser menor que los cielos, que lo abarcan. Por el contrario, se ha de creer que es él el que, con su inefable y divina virtud, lo abarca y lo contiene todo. En general, las palabras que, tomadas a la letra, pueden parecer a la gente sencilla que indican estar en un lugar, hay que entenderlas en un sentido elevado y espiritual, acomodado a la noción de Dios.

Consideremos estas palabras [...]: «Antes de la fiesta de la pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin»38. Y poco más adelante: «Sabiendo que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas, y que había salido de Dios y a él se volvía»39. Y en el capítulo siguiente: «Habéis oído lo que os dije: me voy, pero vuelvo a vosotros. Si me amarais, os alegraríais, porque voy al Padre»40. y nuevamente más adelante: «Mas ahora voy al que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: ¿adónde vas?»41. Si estas frases se han de tomar en relación a un lugar, del mismo modo también la siguiente: «Respondió Jesús y les dijo: si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y en él haremos morada»42.

Mas esta expresión no implica que haya de entenderse como un tránsito de un lugar a otro la venida del Padre y del Hijo a aquél que ama la palabra de Jesús. Luego ni aquellas primeras se han de tomar localmente, sino que el Verbo de Dios, que se acomodó a nosotros y se humilló en su dignidad mientras estuvo entre los hombres, dice que pasa de este mundo al Padre, para que nosotros allí lo contemplemos a él en su perfección—vuelto desde la vacuidad con que se despojó (cuando estuvo con nosotros) a su propia plenitud—, donde también nosotros, sirviéndonos de él como de jefe, seremos llevados a la plenitud y librados de toda vacuidad. ¡Marche, pues, después de abandonar el mundo, el Verbo de Dios a aquél que lo envió! ¡Vaya al Padre! Tratemos de entender en sentido más místico aquellas palabras [...]: «Deja ya de tocarme, porque aún no he subido al Padre»43, y concibamos con santa claridad la ascensión del Hijo hasta el Padre de una cierta manera más divina, de suerte que con esta subida más bien suba la mente que el cuerpo[...].

IV. SAN CIRILO DE JERUSALÉN
(Cateq. XXIII, 11)

¡Oh grandísimo amor de Dios para con el hombre! A los que le abandonaron y cayeron en las peores maldades ha dado tal perdón de sus males y tal participación de su gracia, que quiere ser llamado incluso Padre. «Padre nuestro, que estás en los cielos». Cielos son también, sin duda, aquellos hombres que llevan la imagen celestial, en los que está Dios inhabitando y paseándose44.

V. SAN GREGORIO NISENO
(De orat. domin., II (PG 44, 1135D- 1148C))

[...] Es evidente que un hombre sensato no se permitiría usar el vocablo Padre, si no se asemejase a él. Quien por su naturaleza es bueno, no puede engendrar el mal [...]. Quien es todo perfección, no puede ser el Padre de quienes están sometidos al pecado. Si quien aspira a la perfección entra en sí, descubre la propia conciencia manchada de vicios y, aun reconociéndose pecador, se considera familiarizado con Dios, llamándole Padre sin haberse previamente purificado de sus faltas, ese tal sería presuntuoso y blasfemo, pues llamaría a Dios padre de su pecado [...]. Es, pues, peligroso recitar esta oración y llamar a Dios Padre, antes de haber purificado la propia vida [...]. Pero me parece que estas palabras envuelven un significado más profundo, pues evocan la patria, de la que hemos caído, así como el noble origen, que hemos perdido. Así, en la parábola del joven que dejó su casa paterna y se fue a vivir a modo de cerdo, el Verbo nos revela parabólicamente la miseria del hombre, su alejamiento y libertinaje, no recuperando su felicidad prístina, hasta que, tras haber tomado conciencia de su presente apuro y haber entrado en sí mismo, rumió palabras de arrepentimiento. Palabras que concuerdan con las de nuestra oración: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti»45. No se habría acusado de haber pecado contra el cielo, si no estuviese convencido de que el cielo era precisamente la patria, por él abandonada cuando pecó. Esta confesión le facilitó el acceso al padre, quien, corriendo a su encuentro, le abrazó y le besó [...]. Y así como el retorno del joven a la casa paterna le brindó la ocasión para experimentar la benevolencia del padre [...], así el Señor, enseñándonos a invocar al «Padre que está en los cielos», quiere recordarte tu bella patria, para suscitar en ti un vivo deseo del bien y reconducirte a tu país de origen.

Ahora bien, el camino que conduce al cielo no es otro que la fuga de los males del mundo, con el fin de consumar la asemejanza con Dios. Una asemejanza, que significa devenir justos, santos, buenos, etc. Quien, en cuanto le es posible, refleja las características de estas virtudes, pasa automáticamente y sin esfuerzo alguno de esta vida terrena a la vida del cielo [...]. Como no hay esfuerzo en elegir el bien—dado que la elección te da ya la posesión de las cosas elegidas—, así tú, uniéndote a Dios, puedes habitar desde ahora en el cielo: si «Dios está en el cielo»46, si «tú estás unido a Dios»47, necesariamente te encontrarás donde Dios está, puesto que estás unidos a Dios. Por eso, cuando él preceptuó en la oración llamar Padre a Dios, no te ordena otra cosa que asemejarte al Padre celeste, mediante una vida digna de Dios, como explícitamente lo hizo al decir: «Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celeste»48.

Si, pues, hemos comprendido el significado de esta oración, es hora de preparar nuestro espíritu, para, con audaz confianza, poder pronunciar las palabras: «Padre nuestro, que estás en los cielos». Porque, como existen características obvias de semejanza con Dios, mediante la cual uno ha devenido hijo de Dios,—pues él dice: «A cuantos le recibieron, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios»49, y quien recibe a Dios recibe su perfección—, existen asimismo signos característicos de pertenecer a una naturaleza mala [...]: la envidia, el odio, la calumnia, el orgullo, la avaricia [...]. Si, pues, alguien lleva todas estas impurezas e invoca al Padre, ¿qué padre le escuchará? Evidentemente aquél, a quien se asemeja quien le invoca [...]. Pues mientras el impío persista en su impiedad, su oración es una invocación al diablo. Y sólo tras haber abandonado aquélla, para vivir una vida buena, pueden sus palabras invocar al Padre, que es bueno. Por eso, antes de acercarnos a Dios debemos examinarnos si tenemos algo digno de la filiación divina en nosotros, para osar pronunciar esas palabras. Pues quien nos enseñó a decir «Padre», no nos permitió mentir. Y sólo el que ha vivido conforme a su noble origen divino, teniendo la mirada fija en la ciudad celeste, llama al rey del cielo su Padre, y a la felicidad celeste su patria [...].

VI. SAN AMBROSIO
(Los sacramentos V 4, 19-20)

¡Oh hombre! Tú no te atrevías a dirigir la mirada al cielo, teniendo tus ojos fijos en la tierra. Y, sin embargo, en un momento has recibido la gracia de Cristo, te fueron perdonados todos tus pecados. De «siervo malo»50 que eras, has devenido un hijo bueno. ¡No tengas, pues, confianza en tus obras, sino en la gracia de Cristo! Está escrito «Por gracia habéis sido salvados»51. Aquí no hay arrogancia, sino sólo fe. Gloriarte de lo que has recibido no es, pues, signo de soberbia, sino de amor filial. Eleva, por tanto, tus ojos al Padre, que te engendró por medio del bautismo52, al Padre, que te redimió por medio de su Hijo y di: ¡«Padre nuestro»! Santa presunción, que, sin embargo, debe tener sus obligados límites. Tú lo llamas ciertamente Padre, como lo hace un hijo, sin que por eso te atribuyas algún privilegio exclusivo. Sólo de Cristo es él Padre exclusivo, siendo para todos nosotros padre en común. Pues sólo a él lo engendró, mientras que a nosotros nos creó. Por consiguiente, di también tú, por don gratuito, «Padre nuestro», para que merezcas ser su hijo; preséntate a ti mismo, en virtud y en consideración de los méritos de la iglesia [...]. ¿Qué quiere decir: «en los cielos»? Escucha la Escritura: «El Señor es grande sobre todo los cielos»53. Y por doquier está escrito que el Señor está sobre los cielos de los cielos54.

¡Como si no estuviesen en los cielos también los ángeles y las dominaciones! Están ciertamente en aquellos cielos, de los que se dijo: «Los cielos celebran la gloria de Dios»55. El cielo está allá, donde ha cesado el pecado, donde está ausente la infamia, donde ya no hay plaga mortal alguna.

VII. TEODORO DE MOPSUESTIA
(Hom Xl, 7-9)

Ante todo —dice— os es necesario saber lo que erais y lo que habéis llegado a ser, así como cuál y qué grande es el don que habéis recibido de Dios. Pues muy grandes cosas se realizaron en vosotros, más grandes de lo que se había hecho a los hombres antes de vosotros. «Lo que, efectivamente, hago yo a quienes creen en mí y eligieron devenir mis discípulos, es elevarles por encima de quienes viven según la ley de Moisés. Pues es cierto, que «esta primera alianza, dada desde el monte Sinaí, engendró para la esclavitud, siendo esclava ella y sus hijos»56; porque eran esclavos quienes estaban sometidos a la «ley de los mandamientos»57, dado que habían recibido la norma de conducta y, por otra parte, sentencias capitales—a las que nadie escapaba— habían sido formuladas contra la transgresión del precepto. Pero vosotros habéis recibido por medio de mí la gracia del Espíritu santo, que os regaló la filiación adoptiva, teniendo por ello la confianza filial de llamar a Dios Padre: «Pues vosotros no habéis recibido el Espíritu para estar de nuevo en la esclavitud y en el temor; sino que habéis recibido el Espíritu de adopción filial, mediante el cual llamáis a Dios Padre>58. En adelante tenéis un servicio en la Jerusalén de arriba y recibís esta condición libre, propia de quienes la resurrección ha vuelto inmortales e inmutables, viviendo ya desde ahora en el cielo».

Por tanto, puesto que hay esta diferencia entre vosotros y quienes están sometidos a la ley—si es cierto que «la letra», que es la ley, «mata» e inflige a sus transgresores una ineluctable sentencia capital, mientras que «vivifica el espíritu»59, que en la gracia nos hace por la resurrección inmortales e inmutables—, está bien que sepáis ante todo esto: tener costumbres dignas de esta nobleza, pues «aquellos a quienes dirige el Espíritu de Dios, son hijos de Dios»60. Quienes están sometidos a la ley no han recibido más que el simple nombre de hijos, como asegura la Escritura: «Yo he dicho: vosotros sois dioses e hijos del Altísimo, pero como hombres moriréis»61. Mas, a quienes han recibido el Espíritu y deben en lo sucesivo tender a la inmortalidad, les conviene vivir por medio del Espíritu, acomodarse al Espíritu y tener una conciencia del todo apropiada al noble rango de quienes son gobernados por el Espíritu, abstenerse de todo acto de pecado y tener costumbres dignas de una vida celeste.

No estaría de acuerdo con vosotros el invocar: «Señor nuestro y Dios nuestro». Pues aunque debéis saber que Dios es el Señor, que todo y a vosotros mismos ha creado [...], os prescribe sin embargo llamarle «Padre», a fin de que, habiendo comprendido vuestra nobleza, la dignidad en la que participáis así como la grandeza que os confirió el ser llamados hijos del Señor universal y también vuestro, obréis como tales hasta el fin. Tampoco quiere que digáis: «Padre mío», sino: «Padre nuestro». Porque el Padre es común a todos, dado que común es la gracia de la adopción filial, que habéis recibido; de modo que no sólo presentéis al Padre lo que conviene, sino que tengáis también unos para con otros la concordia propia de quienes sois hermanos bajo la mano de un mismo Padre. He añadido también: «Que estás en el cielo», para que vuestra mirada contemple aquí abajo la vida de allí arriba, a donde os ha sido dado deber ser transferidos. Pues, habiendo recibido la filiación adoptiva, devenís ciudadanos del cielo: tal es, en efecto, la morada que conviene a los hijos de Dios.

VIII. SAN JUAN CRISÓSTOMO
(Homilías sobre San Mateo XIX 4)

Mirad cómo de pronto levanta el Señor a sus oyentes y, desde el preludio mismo de la oración, nos trae a la memoria toda suerte de beneficios divinos. Porque quien da a Dios el nombre de Padre, por ese solo nombre confiesa ya que se le perdonan los pecados, que se le remite el castigo, que se le justifica, que se le santifica, que se le redime, que se le adopta por hijo, que se le hace heredero, que se admite a la hermandad con el Hijo unigénito, que se le da el Espíritu santo. No es, en efecto, posible darle a Dios el nombre de Padre y no alcanzar todos esos bienes. De noble manera, pues, levanta el Señor los pensamientos de sus oyentes: por la dignidad del que es invocado, y por la grandeza de los beneficios, que de él habían recibido.

Mas al decir: «En los cielos», no pretende, como quien dice, encerrar a Dios en el cielo, sino arrancar de la tierra al que ora, y fijarle en aquellos elevados parajes, y hacerle a aquellos tratos de allá arriba. Enséñanos, además, a hacer común nuestra oración por nuestros hermanos. Porque no dice: «Padre mío, que estás en los cielos» sino: «Padre nuestro»; con lo que extiende las súplicas a todo el cuerpo de la iglesia y nos manda no poner la mira en nuestro propio interés, sino en el de nuestro prójimo. Y con este solo golpe, mata el Señor el odio, reprime la soberbia, destierra la envidia, trae la caridad, madre de todos los bienes; elimina la desigualdad de las cosas humanas, y nos muestra que el mismo honor merece el emperador que el mendigo, como quiera que, en las cosas más grandes y necesarias, todos somos iguales. ¿Qué daño puede venirnos del parentesco terreno, cuando todos estamos unidos en el del cielo y nadie lleva ventaja en nada, ni el rico al pobre, ni el señor al esclavo, ni el que manda al que obedece, ni el emperador al soldado, ni el filósofo al bárbaro, ni el sabio al ignorante? A todos, en efecto, nos concedió Dios graciosamente la misma nobleza, al dignarse ser igualmente llamado Padre de todos.

IX. SAN AGUSTÍN
(1. Serm. Mont. II IV 15-V 18; 2. Serm. 57, 2)

1) Lo primero que ha de procurarse en toda súplica es conciliar la benevolencia de aquél a quien se pide, la cual suele ganarse con algún elogio suyo, y se coloca esta alabanza al principio de la súplica; para este objeto, ninguna otra cosa nos mandó nuestro Señor decir sino estas palabras: «Padre nuestro, que estás en los cielos». Muchas cosas se han dicho en alabanza de Dios, las cuales, cualquiera que lea las Sagradas Escrituras, podrá encontrar varia y cumplidamente difundidas por todos sus libros.

Sin embargo, en ninguna parte se encuentra precepto alguno ordenando al pueblo de Israel que dijera: «Padre nuestro», o que orase a Dios Padre; sino que Dios se dio a conocer como Señor mandando a sus esclavos, es decir, a los hombres, que aún vivían según la carne. Pero digo esto con relación al tiempo, en que los judíos percibieron los preceptos de la ley que se les mandó guardar; pues los profetas demuestran muchas veces que el mismo Señor nuestro podría también ser Padre de ellos, si no se apartasen de sus mandamientos. Así, dice Isaías: «He criado hijos, dijo el Señor, y los he engrandecido, y ellos me han despreciado»62. Y el salmo: «Yo dije: vosotros sois dioses e hijos todos del Altísimo»63; y el profeta Malaquías: «Si yo soy vuestro padre, ¿dónde está la honra, que me corresponde?; y, si soy vuestro Señor, ¿dónde está la reverencia, que me es debida?»64. y así otros muchos lugares, donde se inculpa a los judíos porque, pecando, no quisieron ser hijos de Dios. No hacemos mención de aquellos textos, que se dijeron proféticamente del pueblo cristiano, el cual habría de tener a Dios por Padre, en conformidad con aquel dicho del evangelio: «Dioles poder de llegar a ser hijos de Dios»65; y también con aquel otro del apóstol san Pablo: «Mientras el heredero es niño, en nada se diferencia de un siervo»66, haciendo luego mención de nosotros al decir que hemos «recibido el espíritu de adopción, el cual nos hace clamar ¡Abbá!», esto es, «¡Padre!»67.

Además, por cuanto la razón de nuestra vocación a la herencia eterna, para ser coherederos de Jesucristo y de recibir la adopción de hijos, no se funda en nuestros méritos, sino que es efecto de la gracia de Dios, la misma gracia mencionamos al principio de la oración, cuando decimos: «Padre nuestro». Con este nombre se inflama el amor; pues ¿qué cosa puede ser más amada de los hijos que su Padre? Y al llamar los hombres a Dios «Padre nuestro», se aviva el afecto suplicante y cierta presunción de obtener lo que pedimos, puesto que antes de pedir cosa alguna hemos recibido un don tan grande, cual lo es el que se nos permita llamar a Dios «Padre nuestro». En efecto, ¿qué cosa no concederá ya Dios a los hijos que suplican, habiéndoles antes otorgado el ser sus hijos? Finalmente, ¿con cuánto cuidado previene el Señor que aquél que dice «Padre nuestro» no sea hijo indigno de tan gran Padre? Porque, si un plebeyo de edad madura fuera autorizado por un senador para llamarle padre, sin duda alguna temblaría y no se atrevería fácilmente a hacerlo, teniendo en cuenta la inferioridad de su estirpe, la indigencia de riquezas y la vileza de una persona plebeya. Pero, ¿cuánto más habrá de temblar uno de llamar Padre a Dios, si la fealdad de su alma y la maldad de sus costumbres son tan grandes, que provocan a Dios para que las aleje de su unión mucho más justamente que aquel senador alejara la pobreza de cualquier mendigo? Después de todo, el senador despreciaría en el mendigo aquello a que también él puede llegar por la mutabilidad de las cosas humanas, pero Dios nunca puede caer en costumbres viciosas. Además, agradezcamos a su misericordia, que para ser «Padre nuestro» sólo nos exige aquello que a ningún precio, sino con buena voluntad, puede adquirirse. Amonéstase aquí también a los hombres ricos o de noble estirpe según el mundo, que cuando se hicieren cristianos no se ensorbebezcan contra los pobres y plebeyos, porque justamente con ellos dicen a Dios «Padre nuestro», lo cual no pueden decir verdadera y piadosamente, si no se conocen como hermanos.

Use, pues, de la palabra del nuevo testamento el pueblo nuevo, que ha sido llamado a la herencia eterna, y diga: «Padre nuestro, que estás en los cielos», es decir, en los santos y en los justos. En verdad, Dios no se encierra en lugar alguno. Los cielos son ciertamente los cuerpos más excelentes del mundo, pero, no obstante, son cuerpos, y no pueden ellos existir sino en algún espacio; mas, si uno se imagina que el lugar de Dios está en los cielos, como en regiones superiores del mundo, podrá decirse que las aves son de mejor condición que nosotros, porque viven más próximas a Dios. Por otra parte, no está escrito que Dios está cerca de los hombres elevados, es decir, de aquellos que habitan en los montes; sino que fue escrito en el salmo: «El Señor está cerca de los que tienen el corazón atribulado68; y la tribulación propiamente pertenece a la humildad. Mas así como el pecador fue llamado «tierra» cuando se le dijo: «tierra eres y a la tierra irás»69, así, por el contrario, el justo puede llamarse «cielo»; en efecto, de los justos se dice: «Porque el templo de Dios, que sois vosotros, es santo»70. Por consiguiente, si Dios habita en su templo y los santos son su templo, con razón las palabras «que estás en los cielos» se interpretan: «que estás en los santos». Y este símil es muy acomodado, para hacer ver que espiritualmente hay tanta distancia entre justos y pecadores, como corporalmente hay entre cielos y tierra.

Para significar este pensamiento cuando oramos, nos volvemos hacia oriente, donde el cielo principia. No como si habitase allí Dios y como si hubiese dejado abandonadas las otras porciones del mundo aquél, que en todas partes está presente [...], sino con el fin de que sea advertido el espíritu, para que se vuelva hacia la naturaleza más excelente, esto es, hacia Dios, puesto que su mismo cuerpo, que es terreno, se vuelve también hacia otro cuerpo más excelente, esto es, hacia el cielo. Conviene también al adelantamiento religioso y aprovecha muchísimo que todos los sentidos, pequeños y grandes, sientan bien de Dios. Y por eso aquellos, que aún están cautivos de las bellezas terrenas y nada incorpóreo pueden figurarse, es necesario que estimen más el cielo que la tierra; más tolerable es la opinión de aquellos, que se forman aún una idea corpórea de Dios, si creen que más bien está en el cielo que en la tierra; porque, cuando algún día lleguen a conocer que la dignidad del alma excede al cuerpo celeste, buscarán a Dios en el alma más bien que en cuerpo alguno, aunque sea celeste; y cuando ellos conozcan la distancia que hay de las almas de los justos a las de los pecadores, así como cuando aún eran carnales sus ideas no se atreverían a colocarle en la tierra, sino en el cielo, así después, más esclarecidos en la fe e inteligencia, le buscarán con preferencia en las almas de los justos, antes que en las de los pecadores. Razonablemente, en consecuencia, se entiende que las palabras «Padre nuestro, que estás en los cielos» significan que está en los corazones de los justos, donde Dios habita como en su santo templo. Y esto a fin de que aquél que ora, quiera que resida en sí mismo aquél, a quien invoca, siendo con esta noble emulación fiel a la justicia, que es el mejor presente para invitar a Dios a establecer su morada en el alma.

2) El Hijo de Dios, nuestro señor Jesucristo, nos ha enseñado el modo de orar. Y siendo Hijo único de Dios, como sabéis por el Símbolo, no quiso ser sólo en la filiación. Es único, pero no queriendo ser solo, se ha dignado tener hermanos. ¿A quiénes manda decir «Padre nuestro, que estás en los cielos»? ¿A quién quiso que llamáramos Padre, sino a su mismo Padre? ¿Por ventura tuvo celos de nosotros? Cuando los padres han engendrado un hijo, o dos o tres, cobran miedo de engendrar más, por si acaso tienen que dedicarlos a mendigar. Pero como es tan grande la herencia que nos promete, que pueden entrar muchos en posesión de ella sin que padezca disminución, llamó a todos los pueblos a la fraternidad, dándose el caso admirable de que casi no tengan número los hombres, que digan con el Unigénito de Dios: «Padre nuestro, que estás en los cielos». Esto dijeron los que han venido antes que nosotros; esto mismo dirán los que vengan después. ¡Ved cuántos hermanos tiene en su gracia el Hijo único, que reparte con ellos la herencia, por la cual se ha dignado sufrir la muerte! Teníamos un padre y una madre, que nos dieron la vida para el trabajo y para la muerte. Pero ahora hemos encontrado otros: hemos encontrado a Dios Padre y una madre, que es la iglesia, para que nazcamos de ellos a la vida eterna. Meditemos, amadísimos míos, de quién hemos empezado a ser hijos, y vivamos como corresponde a los que tienen semejante Padre. Ved que es nuestro mismo Creador el que se ha dignado ser Padre nuestro.

X. SANTA TERESA DE JESUS
(Camino de perfección. cap. 27-28)

«Padre nuestro, que estás en los cielos». ¡Oh Señor mío, cómo parecéis Padre de tal Hijo, y cómo parece vuestro Hijo, Hijo de tal Padre! ¡Bendito seáis por siempre jamás! No fuera al fin de la oración esta merced, Señor, tan grande. En comenzando, nos henchís las manos y hacéis tan gran merced, que sería harto bien henchirse el entendimiento para ocupar de manera la voluntad que no pudiese hablar palabra. ¡Oh, qué bien venía aquí, hijas, contemplación perfecta... [y]... con cuánta razón se entraría el alma en sí, para poder mejor subir sobre sí misma a que le diese este santo Hijo a entender qué cosa es el lugar adonde dice que está su Padre, que es en los cielos! ¡Salgamos de la tierra, hijas mías, que tal merced como ésta no es razón se tenga en tan poco que después que entendamos cuán grande es, nos quedemos en la tierra!

¡Oh Hijo de Dios y Señor mío! ¿Cómo dais tanto junto a la primera palabra? Ya que os humilláis a Vos con extremo tan grande en juntaros con nosotros al pedir, y haceros hermano de cosa tan baja y miserable ¿cómo no dais en nombre de vuestro Padre todo lo que se puede dar pues queréis que nos tenga por hijos, que vuestra palabra no puede faltar? Obligáisle a que la cumpla, que no es pequeña carga, pues en siendo Padre nos ha de sufrir, por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a él, como el hijo pródigo, hanos de perdonar, hanos de consolar en nuestros trabajos, hanos de sustentar como lo ha de hacer un tal Padre, que forzado ha de estar mejor que todos los padres del mundo; porque en él no puede haber sino todo bien cumplido, y después de todo esto hacernos participantes y herederos con Vos [ . ]

¡Oh Buen Jesús!, ¡qué claro habéis mostrado ser una cosa con el y que vuestra voluntad es la suya y la suya vuestra! ¡Qué confesión tan clara, Señor mío! ¡Qué cosa es el amor que nos tenéis! ¡Habéis andado rodeando, encubriendo al demonio que sois Hijo de Dios, y con el gran deseo que tenéis de nuestro bien, no se os pone cosa delante por hacernos tan grandísima merced. ¿Quién la podía hacer sino Vos, Señor? Yo no sé cómo en esta palabra no entendió el demonio quién erais, sin quedarle duda. Al menos bien veo, mi Jesús, que habéis hablado como hijo regalado por Vos y por nosotros, que sois poderoso para que se haga en el cielo lo que Vos decís en la tierra. Bendito seáis por siempre, Señor mío, que tan amigo sois de dar, que no se os pone cosa delante.

Pues ¿paréceos, hijas, que es buen Maestro éste, pues para aficionarnos a que aprendamos lo que nos enseña, comienza haciéndonos tan gran merced? Pues ¿paréceos ahora que será razón que, aunque digamos vocalmente esta palabra, dejemos de entender con el entendimiento, para que se haga pedazos nuestro corazón con ver tal amor? Pues ¿qué hijo hay en el mundo que no procure saber quién es su padre, cuando le tiene bueno y de tanta majestad y señorío? Aun si no lo fuera, no me espantara no nos quisiéramos conocer por sus hijos, porque anda el mundo tal que, si el padre es más bajo del estado en que está el hijo, no se tiene por honrado en conocerle por padre.

Esto no viene aquí, porque en esta casa nunca plegue a Dios haya acuerdo de cosa de éstas, ¡sería infierno!; sino que la que fuere más tome menos a su padre en la boca: todas han de ser iguales [...]. Buen Padre os tenéis, que os da el buen Jesús; no se conozca aquí otro padre para tratar de él; y procurad, hijas mías, ser tales que merezcáis regalaros con él, y echaros en sus brazos. Ya sabéis que no os echará de sí, si sois buenas hijas; pues ¿quién no procurará no perder tal Padre? [...].

Entre tal Hijo y tal Padre, forzado ha de estar el Espíritu santo, que enamore vuestra voluntad y os la ate tan grandísimo amor, ya que no baste para esto gran interés. Ahora mirad qué dice vuestro Maestro: «Que estás en los cielos». ¿Pensáis que importa poco saber qué cosa es cielo y adónde se ha de buscar vuestro sacratísimo Padre? Pues yo os digo que, para entendimientos derramados, que importa mucho, no sólo creer esto, sino procurarlo entender por experiencia; porque es una de las cosas que ata mucho el entendimiento y hace recoger el alma.

Ya sabéis que Dios está en todas partes. Pues claro está, que adonde está el rey, allí, dicen, está la corte; en fin, que adonde está Dios, es el cielo. Sin duda lo podéis creer, que adonde está su majestad, está toda la gloria. Pues mirad qué dice san Agustín, que le buscaba en muchas partes y que le vino a hallar dentro de sí mismo71. ¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad, y ver que no ha menester para hablar con su Padre eterno ir al cielo, ni para regalarse con él, ni ha menester hablar a voces? [...]. Ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí, y no extrañarse de tan buen huésped; sino con gran humildad, hablarle como a Padre, pedirle como a Padre, contarle sus trabajos, pedirle remedio para ellos, entendiendo que no es digna de ser su hija

Este modo de rezar, aunque sea vocalmente, con mucha más brevedad se recoge el entendimiento, y es oración que trae consigo muchos bienes. Llámase recogimiento, porque recoge el alma todas las potencias y se entra dentro de si con su Dios, y viene con más brevedad a enseñarla su divino Maestro, y a darla oración de quietud, que de ninguna otra manera. Porque allí metida consigo misma, puede pensar en la pasión, y representar allí al Hijo y ofrecerle al Padre, y no cansar el entendimiento andándole buscando en el monte Calvario, y al Huerto y a la Columna.

Las que de esta manera se pudieron encerrar en este cielo pequeño de nuestra alma, adonde está el que le hizo y la tierra, y acostumbrar a no mirar ni estar adonde se distraigan estos sentidos exteriores, crea que lleva excelente camino, y que no dejará de llegar a beber el agua de la fuente, porque camina mucho en poco tiempo. Es como el que va en una nave, que con un poco de buen viento, se pone en el fin de la jornada en pocos dias, y los que van por tierra, tárdense más [...]

Pues hagamos cuenta que dentro de nosotras está un palacio de grandísima riqueza, todo su edificio de oro y piedras preciosas, en fin, como para tal Señor, y que sois vos parte para que este edificio sea tal (como, a la verdad, es así, que no hay edificio de tanta hermosura como un alma limpia y llena de virtudes, y mientras mayores, más resplandecen las piedras), y que en este palacio está este gran rey, que ha tenido por bien ser vuestro Padre, y que está en un trono de grandisimo precio, que es vuestro corazón [...].

XI. CATECISMO ROMANO
(IV, I 1-20)

Antes de formular cada una de las peticiones concretas, de que consta la oración del padrenuestro, quiso Jesucristo, su divino autor, precederla de una fórmula introductiva, que ayudase al alma a entrar devotamente en la presencia de Dios Padre, con plena confianza de ser escuchada por él. Son pocas palabras, pero llenas de significado y de misterio: «Padre nuestro, que estás en los cielos».

1. Padre

Esta es la palabra con que, por expreso mandato divino, hemos de comenzar nuestra oración. Hubiera podido elegir Jesús una palabra más solemne, más majestuosa: creador, señor... Pero quiso eliminar todo cuanto pudiera infundirnos temor, y eligió el término que más amor y confianza pudiera inspirarnos en el momento de nuestro encuentro con Dios; la palabra más grata y suave a nuestros oídos; el sinónimo de amor y ternura: ¡Padre! Por lo demás, Dios es efectivamente nuestro Padre. Y lo es, entre todos muchos, por este triple titulo:

1) Por creación: Dios creó al hombre a su imagen y semejanza; cosa que no hizo con las demás criaturas. Y en este privilegio singular radica precisamente la paternidad divina respecto de todos los hombres, creyentes y paganos72.

2) Por providencia: Dios se manifiesta Padre, en segundo lugar, por su singular providencia en favor de todos los hombres73. ANGELES-CUSTODIOS: Un aspecto concreto y bien significativo de esta divina providencia se revela en los ángeles, bajo cuya tutela estamos todos los hombres. La amorosa bondad de Dios, nuestro Padre, ha confiado a estos espíritus puros la misión de custodiar y defender al género humano y la de vigilar al lado de cada hombre para su protección y defensa. Así como los padres de la tierra eligen guías y tutores para los hijos que han de realizar un largo viaje por regiones difíciles y peligrosas, del mismo modo nuestro Padre celestial, en este camino que nos ha de llevar hasta la patria del cielo, se cuidó de asignar a cada uno de sus hijos un ángel, que esté a su lado en los peligros, que le sostenga en las dificultades, que le libre de las asechanzas de los enemigos y le proteja contra los asaltos del mal; un ángel que le mantenga firme en el camino recto y le impida extraviarse por sendas equivocadas, víctima de las dificultades y de las emboscadas del enemigo74. La Sagrada Escriturad nos ofrece preciosos documentos sobre la importancia y eficacia de este ministerio de los ángeles, criaturas intermedias entre Dios y los hombres. En ella aparecen frecuentemente estos espíritus angélicos, enviados por Dios para realizar visiblemente gestas admirables en defensa y protección de los hombres [...], a quienes guían y protegen desde la cuna a la tumba en su caminar hacia la salvación eterna [...]. Y no es sólo esto. Las manifestaciones de la providencia divina hacia el hombre constituyen una gama de riquezas casi infinita. No habiendo cesado nosotros de ofenderle desde el principio del mundo hasta hoy con innumerables maldades, él no sólo no se cansa de amarnos, mas ni siquiera de excogitar constantes y paternales cuidados en nuestro favor [...]. No. Dios no puede olvidarse del hombre [...]. Cuando nos creemos más perdidos y nos sentimos más privados del socorro divino es cuando Dios tiene más compasión de nosotros y más se nos acerca y asiste su infinita bondad. Precisamente en sus iras suspende la espada de la justicia y no cesa de derramar los inagotables tesoros de su misericordia.

3) Por redención: Es éste un tercer hecho, en el que, más aún que en la misma creación y providencia, resalta la voluntad decidida que Dios tiene de proteger y salvar al hombre. Porque esta fue la máxima prueba de amor que pudo darnos: redimirnos del pecado, haciéndonos hijos suyos76. Por esto precisamente llamamos al bautismo —primera prenda y señal de la redención— «el sacramento de la regeneración»: porque en él renacemos como hijos de Dios77. En virtud de la redención recibimos el Espfritu santo y fuimos hechos dignos de la gracia de Dios y, mediante ella, de la divina filiación adoptiva78. Es lógico que al amor del Padre—creador, conservador y redentor— corresponda el cristiano con todo su amor. Amor que necesariamente debe importar obediencia, veneración y confianza ilimitadas.

Y ante todo salgamos al paso de una posible objeción, fruto de ignorancia y no pocas veces de perversidad. Es fácil creer en el amor de Dios—oímos decir a veces—cuando en la vida nos asiste la fortuna y todo nos sonríe; mas, ¿cómo será posible sostener que Dios nos quiere bien y piensa y se preocupa de nosotros con amor de Padre, cuando todo nos sale al revés y no cesan de oprimirnos obstinadamente una tras otra las peores calamidades? ¿No será más lógico pensar en estos casos que Dios se ha alejado de nosotros, y aun que se nos ha vuelto hostil?

La falsedad de estas palabras es evidente. El amor de Dios, nuestro Padre, no desaparece ni disminuye jamás. Y aun cuando encarnizadamente se acumulen sobre nosotros las pruebas, aun cuando parezca «que nos hiere la mano de Dios»79, no lo hace el Señor porque nos odie, sino porque nos ama. Su mano es siempre de amigo y de Padre: «Parece que hiere y, sin embargo, sana»80; y lo que parece una herida, se convierte en medicina. Así castiga Dios a los pecadores, para que comprendan el mal en que han incurrido y se conviertan, salvándoles de este modo del peligro de eterna condenación. «Si castiga con la vara nuestras rebeliones y con azotes nuestros pecados, su mano es movida siempre por la misericordia»81.

Aprendamos, pues, a descubrir en semejantes castigos el amor paternal del Señor, y a repetir con el santo Job: «El es el que hace la herida, él quien la venda: él quien hiere y quien cura con su mano»82. Y con Jeremías: «Tú me has castigado, y yo recibí el castigo; yo era como toro indómito; ¡conviérteme y yo me convertiré!, pues tú eres Yahvé, mi Dios»83. También Tobías supo descubrir en su ceguera la mano de Dios que le hería: «Bendito tú, oh Dios, y bendito sea tu nombre... porque después de azotarme, has tenido misericordia de mí»84,

Ni pensemos jamás en medio de la tribulación que Dios se despreocupa de nosotros, y mucho menos que desconoce nuestros males, cuando él mismo nos ha dicho: «No se perderá ni un solo cabello de vuestra cabeza»85. Consolémonos, en cambio, con aquellas palabras de san Juan: «Yo reprendo y corrijo a cuantos amo»86; y con aquella exhortación de san Pablo: «Hijo mio, no menosprecies la corrección del Señor y no desmayes reprendido por él; porque el Señor a quien ama le reprende, y azota a todo el que recibe por hijo. Soportad la corrección. Como con hijos se porta Dios con vosotros. Pues ¿qué hijo hay a quien su padre no corrija? Pero, si no os alcanzase la corrección de la cual todos han participado, argumento sería de que erais bastardos y no legítimos. Por otra parte, hemos tenido a nuestros padres carnales, que nos corregían, y nosotros los respetábamos: ¿No hemos de someternos mucho más al Padre de los espíritus, para alcanzar la vida?»87.

2. Nuestro

Aun cuando recemos privadamente la oración dominical, decimos siempre los cristianos: «Padre nuestro», y no: «Padre mio», porque el don de la divina adopción nos constituye miembros de una comunidad cristiana, en la que todos somos hermanos88 y hemos de amarnos con amor fraterno. De ahí el nombre de «hermanos», tan común en la literatura apostólica, con que se designaban los primeros cristianos. De aquí también la realidad sublime—consecuencia obligada de la divina adopción—de nuestra fraternidad con Cristo, Hijo unigénito del Padre89 [...].

El mismo hecho de que Jesucristo use esta expresión después de resucitado90, demuestra claramente que nuestra fraternidad con él no estuvo limitada al tiempo de su vida mortal en la tierra, sino que sigue subsistiendo en la inmortalidad de la gloria después de su resurrección y ascensión, y seguirá subsistiendo por toda la eternidad. El evangelio nos dice que en el supremo día, cuando venga a juzgar a todos los hombres [...], Jesús llamará hermanos a todos los fieles, por pobres y humildes que hayan sido en la tierras91. Una doctrina ampliamente desarrollada por san Pablo92 [...].

Hemos de pronunciar, pues, con profundo y sobrenatural sentimiento filial las palabras «Padre nuestro», sabiendo que «Dios escucha con agrado la plegaria que hacemos por los hermanos. Porque pedir cada uno para sí mismo es natural; pero pedir también por los demás es fruto de la gracia. A lo primero nos impulsa la necesidad; lo segundo brota de la caridad. Y más agrada a Dios esta oración que la plegaria que brota a impulso de la sola necesidad personal»93 [...]. Por lo demás, cada vez que un cristiano recite esta plegaria, acuérdese que llega a la presencia de Dios como un hijo a la de su padre. Y al repetir: «Padre nuestro», piense que la divina bondad le ha levantado a un honor infinito: no quiere Dios que oremos como siervos temerosos y atemorizados, sino como hijos que se abandonan con confianza y amor en el corazón de su Padre.

De esta consideración brotará espontáneo el sentimiento que debe animar constantemente nuestra piedad: el deseo de ser y mostrarnos cada vez más dignos de nuestra cualidad de «hijos de Dios», y el esforzarnos para que nuestra oración no desdiga de aquella estirpe divina, a la que por infinita bondad pertenecemos94. San Pablo nos dice: «Sed, en fin, imitadores de Dios como hijos amados»95. Que pueda, de verdad, decirse de todo cristiano, que reza el padrenuestro, lo que el apóstol decía de los fieles de Tesalónica: «Todos sois hijos de la luz e hijos del día, no lo sois de la noche ni de las tinieblas»96.

3. Que estás en los cielos

Dios está en todo el mundo: en todas sus partes y en todas sus criaturas. Mas no se interprete esto como una distribución y presencia local (como si fuera un compuesto de muchas partes, distribuidas cada una de ellas en distintos lugares), sino como una infinita, universal e íntima presencia espiritual [...] en todos los seres y en todas las cosas97, creándolas y conservándolas en su ser creado [...].

La Escritura, sin embargo, afirma frecuentemente que su morada es el cielo98. Con semejante expresión quiso el Señor acomodarse a nuestro lenguaje de hombres, para quienes el cielo es la más bella y noble de todas las cosas creadas. El esplendor y pureza luminosa que irradia, la grandeza y belleza sublime de que está revestido, las mismas leyes inmutables que lo regulan, hacen que el cielo se nos presente como la sede menos indigna de Dios, cuyo divino poder y majestad cantan constantemente. Por esto afirma la Escritura que en él tiene Dios su morada, sin que por ello dejen de notar los mismos Libros Sagrados, con insistente constancia, la omnipresencia divina, afirmando expresamente que Dios se encuentra en todas partes por esencia, presencia y potencia. Y así, cuando repetimos el padrenuestro, contemplamos a nuestro Dios no sólo como el Padre común, sino también como el rey de cielos y tierra. Este pensamiento levantará hasta él nuestro espíritu, despegándole de las cosas de aquí abajo. Y a la esperanza y confianza filial—que su nombre de «Padre» nos inspira—, uniremos la humildad y adoración, con que debe acercarse la criatura a la majestad divina del Padre, «que está en los cielos».

Una nueva lección de estas palabras será la naturaleza de las cosas, que hemos de pedir. Un hijo puede pedir a su padre todo cuanto necesita; pero el cristiano debe saber que todas las cosas de la tierra deben pedirse con relación al cielo, para el cual fuimos creados y al cual nos dirigimos, como a último fin. San Pablo nos amonesta: «Si fuisteis, pues, resucitados con Cristo, ¡buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios!; ¡pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra!»99.

XII. D. BONHOEFFER
(O.c., 176)

Los discípulos invocan juntos al Padre celestial, que sabe ya todo lo que necesitan sus amados hijos. La llamada de Jesús, que les une, los ha convertido en hermanos. En Jesús han reconocido la amabilidad del Padre. En nombre del Hijo de Dios les está permitido llamar a Dios Padre. Ellos están en la tierra y su Padre está en los cielos. El inclina su mirada hacia ellos, ellos elevan sus ojos hacia él.

CONTINÚA

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1. Jn 1, 12. 
2. Cf. Mt 23, 9 
3. Is 1 2. 
4. Jn 10 30. 
5. Dan 3, 51. 
6. Hech 1, 14. 
7. In 1, 12. 
8. DI 33, 9. 
9. Cf. Mt 23, 9. 
10. Mt 8, 22.
11. Jn 8, 44.
12. Is 1, 24.
13. Jn 8, 34-35.
14. ISam 2, 30. 
15. ICor 6, 19. 
16. Dt 32, 18. 
17. Dt 32, 6. 
18. Dt 32, 20. 
19. Is 1,2. 
20. Mal 1, 6. 
21. Gál 4, 1. 
22. Rom 8, 15. 
23. Jn 1, 12. 
24. I Jn 3, 9. 
25. Lc 1 1, 2. 
26. 1 Cor 12, 3. 
27. Cf. 1 Jn 3, 9. 
28. Rom 8, 16. 
29. Cf. Rom 8, 17. 
30. Cf. Rom 10. 10.
31. Mt. 5, 45. 
32. Cf. 1 Cor 15, 49. 
33. 1 Jn 3, 8a. 
34. 1 Jn 3, 8b. 
35. Cf. Xll, 1-2. 
36. Cf. Flp 3, 20. 
37. Cf. 1 Cor 15. 49.
38. Jn 13, 1.
39. Jn 13, 3.
40. Jn 14, 28.
41. Jn 16, 5.
42. Jn 14, 23.
43. Jn 20, 17.
44. 2 Co 6 16. 
45. Lc 15 18.
46. Ecl 5, 1. 
47. Sal 72, 28. 
48. Mt 5, 48. 
49. Jn 1. 12. 
50. Cf. Mt 25, 26. 
51. Gál 2, 5. 
52. Cf. Tit 3, 5. 
53. Sal 113, 4. 
54. Cf. Sal 8, 2. 
55. Sal 19, 2. 
56. Cf. Gál 4, 24-25. 
57. Cf. Ef 2, 15.
58. Rom 8, 15. 
59. Cf. Jn 6, 63. 
60. Rom 8, 14. 
61. Sal 81, 6-7.
62. Is 1, 2. 
63. Sal 81, 6. 
64. Mal 1, 6. 
65. Jn 1, 12. 
66. Gál 4, 1. 
67. Rom 8, 15.
68. Sal 33. 19. 
69. Gén 3, 19. 
70. 1Cor 3, 17.
71. Conf. X 27, 38.
72. Cf Dt 32, 6:Is 63, 16; Mt 10, 20; Lc 6, 36. 
73. Cf. Mt 6, 25. 
74. Cf. Gén 48, 16; Tob 5. 21; Sal 90. 11; Mt 18, 10; Hech 12, 15; Heb 1. 14. 
75. Cf. Gén, cap. 6.7.8.12.28, etc. Tob 5. 5; 6. 2- 3.8.16 s; 11, 7-8; 15; Hech 12, 7s.
76. Cf. Jn 1, 12-13.
77. Cf. Jn 3, 6-7; IPe 1, 23.
78. Cf. Rom 8. 15; I Jn 3, 1.
79. Job 19, 21.
80. Dt 32, 39.
81. Sal 88, 33.
82. Job 5, 18.
83. Jer 31, 18.
84. Tob 11, 14.
85. Lc 21, 18.
86. Ap 3, 19.
87. Heb 12, 5-9.
88. Cf. Mt 23, 8-9.
89. Cf. Heb 2, 11l-12.
90. Cf. Mt 28, 10.
91. Cf. Mt 25, 40.
92. Cf. Rom 8, 16-17; Col 1, 18: Heb 1, 2.
93. San Juan Cris., Hom. 19 in Mt: PG 57, 278-280.
94. Cf. Hech 17, 29.
95. Ef 5, 1.
96. ITes 5, 5.
97. Cf. Jer 23, 24; Sal 138, 8. 
98. Cf. Sal 2.10.113, etc. 
99. Col 3, 1-2.