Padre nuestro que estás en los cielos
(continuación)

XIII. R. GUARDINI
(O. c. 284-310)

1. El Padre

[...] Hablar es siempre un movimiento del espíritu y del corazón; por tanto, está dirigido hacia aquél a quien se quiere decir algo. También ocurre así con la oración: busca a aquél, a que se refiere. Quién es éste, nos lo dice la primera frase del texto: «Padre nuestro del cielo» [...]. ¿Qué es lo que no significa este «Padre, que está en los cielos»? En la historia de las religiones aparecen divinidades de índole paternal, cuya imagen, por lo regular, va unida a la idea del cielo. Cuando un hombre contempla el cielo—de día, brillando el sol; o de noche, centelleando de estrellas—tiene la sensación de algo amplio, alto, inconmensurable. Y a la vez también tiene la sensación de que esa inconmensurabilidad le envuelve como una bóveda en la altura. Adonde quiera que vaya, siempre queda envuelto en esa bóveda; siempre tiene la impresión de estar bajo su poder. En ese espacio abovedado recorre el sol su camino, produciendo el día; y por la noche aparecen los estrellas, silenciosas y con todo el poder imaginativo de las constelaciones. Se produce así una impresión de regularidad, de ley firme y de orden inquebrantable, que también penetra con su influjo en el ámbito terrestre, condicionando la vida humana. De ese cielo desciende la lluvia a la tierra y la fertiliza, para que produzca toda clase de vegetación; de él vienen también la tempestad y el rayo, trayendo perdición. Esta grandeza, por encima del hombre en su poderío, despierta en él la sensación religiosa del temor y a la vez la del cobijo. Surge así la idea de que allá arriba impera una divinidad, y se concreta en las diversas formas de padres celestiales, que encontramos en las mitologías de los pueblos: Zeus, Júpiter, Odín, etc.

¿Es una entidad divina de esa especie el Padre, a quien se refiere la oración del Señor? ¡Ciertamente que no! Siempre ha existido la impresión de talos potencias y abovedamientos, y en cada ocasión han surgido de ahí nÚmenes paternos, adaptándose al carácter de pueblo y el país en cuestión. Por el contrario, Jesús ha dicho de aquél a quien se refería: «Nadie conoce... al Padre sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo quiere revelárselo»100; y en otra ocasión: «Nadie viene al Padre sino por mí»101. Así, pues, el Padre, a quien él se refiere, está oculto por naturaleza. Podemos decir, incluso, que él es en sí el Dios desconocido, que sólo se manifiesta por esa revelación.

En nada depende del mundo. Zeus, Júpiter y todos los demás surgen y desaparecen, según la impresión que tengan los hombres de la bóveda celeste. Si desapareciera esa impresión, desaparecerían también con ellas los padres celestes, pues no son otra cosa que el carácter misterioso, concretado en figuras, de un dominio del mundo, tal como lo percibe la sensibilidad piadosa y lo configura la fantasía religiosa. En cambio, siempre el Dios vivo seguiría siendo el que es, y su Palabra podría dar noticia al hombre de su sagrada existencia. Por eso la paternidad, a que se refiere Jesús, no depende de ningún fenómeno de este mundo, de ninguna experiencia, en el plano de la religión natural, de tener por encima una bóveda, un dominio, un cerco; sino que Dios es Padre en sí mismo. El prólogo del evangelio de san Juan empieza con las frases: «En el principio existía la Palabra, y la Palabra existía en Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba en Dios desde el principio»102. Expresiones misteriosas, nada fáciles de comprender. Se hacen más evidentes si añadimos la última frase del prólogo, que dice: «A Dios nadie le ha visto: el único Hijo que está en el seno del Padre, es quien le ha manifestado»103. La palabra «Dios» tiene en el primer texto dos significados diversos. En la expresión: «la Palabra existía en Dios», «Dios» indica el Padre, mientras «la Palabra»—el Logos en griego—quiere decir «el Hijo». Eso se echa de ver inmediatamente, cuando se dice que «existía en Dios» y «estaba en Dios desde el principio». Y se hace totalmente claro en el segundo texto, donde se repite la misma imagen en otras expresiones, y aquél que está «en Dios», es ahora «el único Hijo», llamándose «Padre» a aquél, en quien está. En cuanto a la entrañabilidad de este modo de estar, se expresa con las palabras de que el Hijo está «en el seno del Padre», en el corazón del Padre.

Aquí se echa de ver el fondo de la fe cristiana, la revelación de la vida interior de Dios: que él tiene en sí mismo el misterio de la fecundidad, en su existencia eterna y sagrada; que en él hay compañía, y que en la eterna comprensión entre Padre e Hijo tiene lugar el diálogo divino. Y a esa comprensión, el amor que allí reina, aluden en su esencia los sermones de despedida cuando lo designan como «el Espíritu santo»104. Esto es en la eternidad, independientemente de todo lo que se llama «mundo»; y allí está el Padre de quien habla Jesús. Aquél de quien se dice, al final del prólogo de san Juan, que nadie le ha visto en la tierra; sólo aquél que vino, el que está eternamente en el corazón del Padre, es quien nos lo «ha manifestado». En ese misterio de amor eterno, soberano por encima de todo el mundo, ha de ser asumido el hombre redimido, tomando parte en el amor del Padre mediante Jesús, «primogénito entre muchos hermanos»105. Este Padre es aquél, a quien se dirige la oración del Señor. Tan pronto como abandonamos la revelación de Jesús, su palabra y su mano, no queda nada sino una sensación de estar a cubierto y de confianza, pero sin figura ni garantía.

A-DEO/SENTIMIENTO: Alguien podría objetar: «Sin embargo, yo siento por todas partes la bondad del Padre, siento que soy amado; para eso no necesito metafísica; mi corazón me da la certidumbre». Es posible y además hermoso; pero aquí se trata de lo definitivo, es decir, de la salvación. Entonces se despierta la responsabilidad y exige cuentas: ¿De dónde viene esa sensación? ¿No es un residuo de un pasado cristiano, que se ha disipado? Muchos sentimientos religiosos, que hoy se encuentran, son ideas, imágenes y palabras que arrancan de ese pasado, sin saber ya de dónde vienen: ¿No pertenece también a ellas esta sensación? Pero prescindiendo de esto: ¿Qué quiere decir esa afirmación de que sientes el amor de Dios y eso te basta como fundamento para tu vida religiosa? ¿Cuándo lo sientes? ¿Siempre? O ¿sólo cuando querrías abrazar al mundo, y cuando piensas, como en el himno «A la alegría»106, que «allá arriba, sobre el pabellón de las estrellas, debe habitar un Padre amoroso»? Eso no sería sino euforia, que se pasa con la hora. ¿O sientes también el amor del Padre en el infortunio, en la enfermedad, en la privación y la hostilidad?

El amor, del que habla el nuevo testamento, no es un sentimiento humano ampliado hasta lo infinito, no es una sensación del universo en horas de elevación, sino un misterio, que sólo nos garantiza Cristo. Entonces, ¿qué es lo que quiere [...] decir la revelación con la palabra «amor»? ¿Por ejemplo, el hecho de que en el mundo hay un orden en el desarrollo, y en él se puede desarrollar la vida? ¿O que en todo ser y acontecer se hace palpable una benevolencia metafísica? Pero entonces, ¿que pasaría con el dolor del mundo? ¿Y todo lo que es privación y preocupación? ¿Y la terrible crueldad de la existencia? ¿Provendría todo esto del amor? ¿O sería siquiera necesario, para que en su fondo oscuro resplandeciera más lo gozoso? ¡Ciertamente que no!

Ante todo, en bien de la claridad, hay que decir que Dios no necesita del mundo [...]. No es necesario ningún mundo, para que exista el amor para él, pues el amor está en Dios mismo por esencia y significa que el que se llama «Padre», y los que se llaman «Hijo» y «Espíritu santo» son una misma cosa. Ese Espíritu hace que Dios se inflame. Pero luego es amor el hecho de que Dios haya creado el mundo. Una vez más, no porque ninguna necesidad le obligara, sino porque él quiere, en sagrada libertad. Pero a la pregunta de por qué lo quiere, no hay respuesta por parte del hombre, sino que su mismo crear es ya la respuesta. Ahí se manifiesta una intención de índole tan misteriosamente inaudita, que sólo podemos creer esto porque él mismo nos lo asegura, y precisamente esa intención se llama «amor».

A-D/A-H-MUNDO: Consideremos muy de cerca la pregunta: ¿Cómo puede ser que el Dios eterno cree un mundo temporalmente limitado, y que no se harte de él, una vez creado? Conviene recordar el mito indio del dios Silva: produce el mundo, pero luego, no soportándolo más, lo hace pedazos y crea otro nuevo. El mito es muy significativo, pues así piensa el hombre la divinidad creativa, cuando la debe imaginar: que no le puede bastar ningún mundo y, por tanto, que todo sigue siendo vano. El Dios de que habla Cristo no es así. Aunque el mundo, pese a toda su grandeza, no es nada ante él, Dios le concede ser importante para él, y serlo eternamente. Lo toma en su responsabilidad; lo conserva con honor, como obra suya; le es fiel. Puros conceptos, que por parte del mundo son insensatos, y sólo revelan su sentido, si los ponemos en referencia a un misterio, que está detrás de toda la creación.

Ese Dios crea al hombre y le sitúa en libertad propia. En auténtica libertad, de la cual forma parte también que el hombre pueda querer contra Dios. ¿Es imaginable tal cosa? ¿No se siente uno tentado a decir, ante tal expresión, que es una locura? Sin embargo, es así; lo dice la palabra de Dios. Y el hombre hace algo que puede, pero jamás debería hacer: se vuelve contra Dios. El cual, sin embargo, no aniquila a ese hombre que se ha hecho infiel, sino que le mantiene su fidelidad. El mismo penetra en la existencia humana, toma sobre sí la responsabilidad por ella, y expía la culpa. No sólo esto, sino que tiene lugar algo incalculable: que permanece siendo hombre, y en Cristo nuestra naturaleza humana está sentada eternamente «a la diestra del Padre» [...]. Son cosas de orden muy diferente de todo amor monista del universo, lo mismo si se expresa en el vuelo teórico de Plotino, o en las visiones de Holderlin, o en el entusiasmo de la música de Beethoven. Ante aquello, todo lo demás resulta poco serio. El único que «sabe», Cristo, nos dice por «el padrenuestro» que Dios se nos da como Padre: que nos viene de él un amor que mana en la eternidad y lleva a la eternidad, más fuerte que la finitud, la culpa y la destrucción. De ese amor se trata en «el padrenuestro» [...].

2. El cielo

En [...] la invocación inicial de la oración del Señor [...] se dice que el Padre está «en el cielo», o «en los cielos». ¿Qué significa eso? ¿Qué es ese cielo?

Ante todo, esa palabra indica el ámbito del universo por encima de nosotros, concebido según las posibilidades de la época en que se pronunció por primera vez esta oración. El antiguo testamento ve en la tierra el centro del mundo; y a aquélla, a su vez, la concibe como un disco plano. Sobre la tierra está el espacio del aire, en que tienen lugar los fenómenos atmosféricos. Y por encima hay una superficie abovedada, en que se expresa ese sentimiento de sobreelevación, que nos invade al mirar a lo alto. Consiste en una sustancia preciosa, inalterable; así se dice, por ejemplo, en las visiones de Dios en el antiguo testamento: «Vieron al Dios de Israel. Bajo sus pies había como planchas de zafiro, iguales que el cielo en su pureza resplandeciente»107. Sobre todo ello, en fin, se eleva la sala de Dios, en que se yergue el trono de su soberanía.

No hemos de tomar con pedantería estas representaciones. Están superadas hace mucho tiempo; ya los niños de hoy aprenden otras cosas. Pero si nos ha vuelto estrechos la presunción de la cultura, no las veamos como insensatez. Por lo pronto, son imágenes que presentan las apariencias tal como se nos vuelven siempre a presentar; en efecto, el concepto del «firmamento», en que «están las estrellas», todavía aparece constantemente en nuestro lenguaje. Pero, además, significan otra cosa todavía. Si las vemos en su sitio, esto es, en los textos sagrados, inundadas de su vida, las percibimos como símbolos de que Dios se eleva a lo inaccesible, escapando al apremio de las cosas terrestres, elevándose a un misterio, que es «altura», elevación [...].

Cuando hoy decimos «en el cielo» no tenemos, por lo regular, ninguna idea exacta de espacios y niveles. Sabemos que la forma de bola de la tierra no permite hablar de un «arriba» o «abajo» absolutos. Por eso «arriba» sólo puede tener una significación respecto a aquél de quien se trata en cada ocasión. Aquí se transforma el concepto. La especialidad física exterior se le convierte en la viva y existencial: su ámbito de vida, en que alienta, trabaja, toma decisiones, actúa, sobrelleva un destino. Con referencia a tal ámbito habla él de «arriba» y «abajo», y la idea de la elevación espacial queda penetrada por la elevación espiritual y en valores, con una sublimidad y majestad, ante lo cual se inclina ese hombre. En el nuevo testamento encontramos una idea, en que la espiritualización ha ido todavía más lejos. Dice san Pablo, que Dios es «el feliz y único ordenador, el rey de los reyes, el señor de los soberanos, el único inmortal, que habita allí en una luz, que nadie puede penetrar, que nadie ha visto ni puede ver»108. Una imagen llena de misterio. En ella se expresa la misma sensación que en aquélla de que acabamos de hablar: que Dios está «arriba». Pero, en vez de la idea de un ámbito, aparece la de la luz. La «luz» fue siempre símbolo del Espiritu; más, exactamente: del Espiritu santo, el Pneuma; por eso ahora el cielo se concibe como luz de la altura; luz sagrada espiritual, en que no puede penetrar ningún ser creado. Y no porque su espacio quede más alto, que cuanto nosotros podríamos ascender; sino porque está por encima de toda altura mensurable [...].

CIELO/ARRIBA-ADENTRO: En esas imágenes se expresa el cielo que es altura; pero también tiene otra forma: la de la interioridad [...]. Dios «habita», mediante Cristo, en el hombre creyente y realiza en él la nueva vida. El hombre nuevo, que está así en medio del viejo, es el auténtico «él mismo», desde ahora verdadero, porque en él vive Cristo. Vive de tal modo como sólo puede ocurrir en ese hombre, pues Cristo quiere al hombre como persona, esto es, como ese ser único e irrepetible. Asi dice san Pablo: «Vivo yo, pero ya no vivo yo, sino que vive Cristo en mi»109. Y en el evangelio de san Juan se expresa maravillosamente la hondura de la interioridad, a partir de la cual se realiza ese proceso [...]: «El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed eternamente; sino que el agua, que yo le dé, se hará en él un manantial de agua, que brotará hacia la vida eterna»110. En efecto, el agua es una imagen de la vida, aquí de la nueva vida; pero su fuente brota, alumbrada por Cristo, en el hombre mismo. También esto es «cielo»; digamos más exactamente: ahí también se hace visible un camino al cielo, el de la interioridad. No lleva a lo alto, sino hacia dentro [...].

Pero si Dios—bien sea en la altura, bien sea en la interioridad— está elevado por encima de todos los poderes y relaciones de lo creado, «en los cielos», ¿no significa eso que él se aparta del mundo y retira de éste al que reza? La verdad es lo contrario; precisamente porque él no pertenece al mundo, es por lo que puede atender a él en absoluto tal como nos lo manifiesta el evangelio; esto es, con un amor que se otorga a si mismo [...]. Hay ideas de la relación de Dios con el mundo, según las cuales Dios y el mundo son una misma cosa; Dios es su «base primitiva», su «fuerza radical», su «alma», o como se diga. Asi piensan la mitología y el panteísmo. Ahi Dios parece muy cercano a todo, pues en lo profundo él mismo lo sería todo. Prescindamos del efecto destructor de tales ideas, porque en ellas nada queda ya limpio; Dios ya no es claramente Dios, y el mundo ya no es puramente mundo, sino que más bien todo se difumina y emborrona. En todo caso, ahí parece haber al principio una gran cercanía; pero no se puede comparar con la que se establece cuando Dios se adelanta hacia el hombre desde su soberana libertad, desde su «cielo». Eso lo puede hacer desde la altura, tal como, por ejemplo, se expresa en el feliz mensaje de la providencia, que manifiesta Jesús; como Señor de los tiempos y las cosas, que sabe de todos los hombres que orienta el conjunto de sentido del acontecer, para que en cada cual llegue a darse el hombre nuevo, y desde cada cual, el «nuevo cielo y la nueva tiene»: entonces tiene lugar una venida como benevolencia, un reconocimiento y amor con atención personal, y se establece una proximidad, frente a la cual toda la unidad universal del panteísmo no pasa de ser relación de naturaleza... O puede hacerlo partiendo de la más honda interioridad, de allí donde —quizá esta idea puede resultar útil—el hombre confina con la nada y Dios le sostiene; entonces tiene lugar una subida en lo más íntimo, y otra vez se establece una proximidad, con la que no puede compararse nada de lo que logren manifestar los ditirambos panteístas del Dios-Naturaleza y la unidad del universo.

Ya se echa de ver: cuando «el padrenuestro» nos enseña a buscar rezando a Dios «en el cielo», sobre todas las cosas o dentro de todas las; cosas, en lo alto de su majestad sobre todo lo creado, o en la interioridad de su amor, más honda que todo lo creado; cuando damos el paso desde nuestro espacio al suyo, entonces alcanzamos una proximidad con él, en que se hace posible esa oración que él quiere. Pues esa salida desde lo nuestro significa libertad: la real, la positiva, con el Dios auténtico y con el yo auténtico. Las palabras con que comienza la historia de la salvación, esto es, la llamada a Abrahán, decían: «Sal de tu patria, de tu parentela y de tu hogar paterno, a una tierra que yo te mostraré»111. ¿No estamos nosotros también presos en «nuestra patria y nuestra parentela y nuestro hogar paterno», como en una red? En efecto, nos encierran mil sujeciones de la familia, del trabajo, de la comunidad, del Estado; nos unen los influjos de responsabilidades, que nos abruman después; y así, sin que se les vea el final. Tan pronto como decimos: «Padre nuestro que estás en los cielos», se abre por un momento la red y salimos fuera: a la amplitud de Dios y la autenticidad de nosotros mismos.

Lo mismo ocurre cuando buscamos a Dios en nuestro interior. ¡Con qué superficialidades nos distraemos en casa, en la calle, en la oficina y el trabajo, pero también en nosotros mismos, en nuestros afanes y pensamientos y designios! Qué somero es todo esto! Tan somero, que su superficialidad sólo tiene equivalente en la violencia con que se nos impone. Pero cuando, llamados por Dios, nos abrimos paso a través de todo ello hasta nuestro interior, y buscamos a Dios en la extrañabilidad de lo hondo, entonces encontramos esa proximidad, donde estamos en nuestro sitio: el lugar que nos señala Dios, donde estamos «en él» y alcanzamos el centro de la existencia [...].

3. La filialidad divina

INFANCIA-ESPA/QUE-ES: [...] Donde hay un padre, también hay un hijo; pero ¿qué hijo es el que aquí habla? Todo el que conozca siquiera un poco el nuevo testamento sabe que habla con gran encarecimiento de la sagrada filialidad. Jesús [...] ha dicho: «Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos»112. Estas palabras han sido malentendidas, e incluso deformadas. Se ha dicho que, para ser cristiano, se debe tener un determinado temple de ánimo; que se debe no ser independiente, necesitar apoyo, ser dócil; en una palabra: que se debe ser espiritualmente infantil; una personalidad con decidida conciencia de sí misma que viva con impulsos poderosos y esté decidida a conquistar su parte en el mundo, no podría sino rechazar el cristianismo...

Un gran malentendido, más aún, una mala calumnia, pues esa infancia y filialidad de que habla el nuevo testamento están llenas de seriedad y responsabilidad [...]. Cristo no se refirió nunca a algo infantil como falto de independencia. Quien por temperamento se siente necesitado de apoyo, ciertamente puede ser cristiano; incluso, quizá una docilidad natural le facilitará la obediencia de la fe. Pero quien toma en serio el espíritu de Jesús, nota pronto lo que significa estar en la responsabilidad cristiana y hacer la voluntad de Dios en la situación de cada momento. La niñez de que habla Jesús no es tampoco un mero temperamento, sino algo real. Ser [...] hijo de Dios, no consiste en saberse envuelto por un alto poder y saber con nuestro destino defendido en sus manos, sino que es un misterio de sagrada realidad; pensemos en las palabras de san Pablo, según las cuales a aquellos que él lleva a la fe, «les ha destinado a ser semejanza de la imagen de su Hijo, para que éste sea primogénito entre muchos hermanos»113 [...]. En el evangelio de san Juan se cuenta cómo [...] Nicodemo [...], ante todo, expresa el respeto y confianza que siente por el Maestro; luego Jesús dice: «De veras te digo, que si uno no nace de nuevo, no puede ver el reino de Dios». Nicodemo se extraña de cómo es posible que uno que ya vive, y que ya tiene bastantes años, haya de nacer de nuevo; entonces replica Jesús: «De veras, de veras te digo, que si uno no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar al reino de Dios»114 [...].

Estas palabras hablan el lenguaje del misterio, del misterio religioso. En ellas se nombran dos—llamémosles así—elementos mediante los cuales tiene lugar el nacimiento del que aquí se trata. Por un lado, «el agua», esto es, en el lenguaje del apóstol san Juan, el bautismo. Su símbolo lo encontramos a menudo en la historia de las religiones. El agua es imagen de la muerte y de la vida; digamos más exactamente, del sepulcro, en que muere la vida vieja y del vientre, del que surge la vida nueva [. . . ]. Si queremos ver el símbolo en toda su fuerza, abramos los textos de la liturgia del sábado santo: dicen cómo en la consagración del agua bautismal se hace visible la realidad de un vientre misterioso. Si pensamos también en el antiguo rito, según el cual la pila bautismal era una fuente con agua corriente a la que descendía el neófito, siendo bautizado por inmersión por el sacerdote y volviendo a subir, entonces el sentido se puede ver a simple vista. El aspecto de signo de este símbolo adquiere su auténtica realidad mediante el Espiritu santo [...]. Ese espiritu es el que hace que llegue a tener lugar la realidad que está oculta en el acontecer visible del bautismo: quien entre en él con fe, nacerá a una nueva existencia. El hombre que ya existe es llevado a la hondura del seno de la gracia, y surge de nuevo, participando de una vida que procede de Dios [...]. San Pablo dice que podemos recibir de su realidad, a través de toda contradicción, una certidumbre interior: «Porque no recibisteis espiritu de servidumbre otra vez para el temor, sino que recibisteis espiritu de adopción como hijos, con el cual clamamos: ¡Abbá! ¡Padre! Este mismo Espíritu da testimonio con nuestro espiritu de que somos hijos de Dios»115 [...]. Un día se hará visible que somos hijos e hijas de Dios; se hará visible para los demás, pero también para nosotros mismos [...]: «Mirad, qué gran amor nos ha mostrado el Padre, que nos llamamos hijos de Dios y lo somos. Por eso el mundo no nos reconoce, porque nosotros no lo hemos reconocido. Amados mios, ahora somos hijos de Dios; pero todavía no es visible qué seremos un dia. Sabemos que seremos semejantes a él, cuando se manifieste; pues le veremos tal como es»116. Ser hijos de Dios es una imagen de la eterna filialidad del Logos; por eso participa de su destino; ¡no ser reconocido en el mundo! Por eso el ser hijos de Dios debe ser entendido teniendo en cuenta que sólo se ha de hacer visible cuando vuelva el Señor en su gloria [...].

En tales pensamientos presentimos la profundidad de lo que se llama «existir», y lo que es la existencia cristiana. Pues ¿sé yo realmente quién soy? A veces ocurre, ciertamente, que me quedo sentado, quizá en el silencio de la noche, y me llega como en un soplo la pregunta: ¿Qué ocurre realmente conmigo? ¿Qué hay detrás de todo lo que soy y hago y emprendo en el afán visible de lo cotidiano, de todo lo que me preocupa y me alegra? ¿Qué es: «yo»? ¿Quién soy yo? A esa pregunta no responde ninguna ciencia, ninguna ordenación social, ninguna filosofía. Pero alguna vez, así está prometido, lo veré; y lo que entonces se manifestará es el nombre que me da Dios.

XIV. H. VAN DEN BUSSCHE
(O. c., 35-52)

1. ¡Abbá: Padre!

La breve invocación «Padre» en san Lucas traduce el término arameo abbá:, con el que Jesús se dirigía a Dios. Este término arameo nos ha sido conservado en el texto griego de Marcos de la oración de Jesús en Getsemani: «Abbá, Padre, todo es posible para ti...»117. Esta palabra aramea no ha sido conservada por Marcos para dar al texto griego un color local o para mostrar a sus lectores romanos que aún sabia algo de arameo; sino porque ese término estaba ligado, en el recuerdo de los discípulos, a su estupefacción en presencia de una cosa inaudita. Cuando san Pablo exclama con júbilo que los cristianos también «pueden» decir: ¡Abbá, Padre!»118, es igualmente porque el apóstol no ha vuelto aún en si de la admiración causada por el empleo de ese término.

Esta admiración es muy comprensible. No precisamente [...] porque Dios en el antiguo testamento se hubiera dado a conocer como un señor terrible y como un juez exigente, mientras que en el nuevo se habría revelado como un padre lleno de amor. Esta presentación simplifica torpemente los datos, y corre el riesgo además de hacernos comprender mal la paternidad del nuevo testamento. Porque aun aquí el Padre lleno de amor continúa siendo el Dios santísimo, pero ha querido esto de su Hijo: siendo «de condición divina... se despojó a sí mismo, tomando condición de siervo... y se humilló, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz»119.

Seamos sinceros: para muchos cristianos Dios Padre representa a un anciano venerable de barba larga, que vive en algún lugar por encima de las nubes, con buenas disposiciones hacia los hombres o, en todo caso, sin malas intenciones hacia los que no se portan del todo mal. Si la gran novedad del evangelio consistiera en esto, Jesús no habría debido esforzarse tanto, porque habría dado, en realidad, un sonado paso atrás en relación con el antiguo testamento.

La ciencia comparada de las religiones enseña que casi todos han dado el nombre de «padre» a la divinidad. Un antiguo autor latino Servio, afirmaba ya que este titulo es común a todos los dioses generale omnium deorum. También Israel, al menos el pueblo de Dios consideraba a Yahvé como su Padre. Yahvé adquirió este pueblo liberándolo de Egipto y conduciéndolo a la tierra prometida. De este modo Israel se convirtió en el «primogénito de Yahvé»120. Se acuerda de los comienzos de esta paternidad con nostalgia: Cuando Israel era niño, lo amaba, y de Egipto lo llamó como un hijo121. Se recuerda la solicitud paternal de Yahvé hacia este hijo, todavía torcido, que era Israel, a quien Yahvé «sostenía como un hombre sostiene a su hijo»122. Pero este idilio duró poco tiempo123 [...]. La reacción profética muestra a Moisés recriminando la increíble infidelidad de Israel: «¿Asi pagáis a Yahvé, oh pueblo vil e insensato? ¿No es él tu padre, que te creó, él, quien te hizo y por quien subsistes?...»124. En los mismos castigos, Yahvé continúa siendo un Padre lleno de amor125, mostrando después del castigo la compasión paternal126 [...].

Por consiguiente, ya en el antiguo testamento la figura severa de Yahvé, Dios santísimo, había sido suavizada con rasgos paternales. No obstante, el nombre de padre siempre se entendió en un sentido figurado: Dios se comporta como un padre con Israel, sin que los israelitas sean por eso verdaderos hijos de Dios. Además, esta paternidad divina era concebida de un modo estrictamente nacional [...].

En la práctica, en la oración del judaísmo tardío casi nunca se invoca a Dios como Padre, salvo en el periodo posterior a Cristo. Y si sucede que los judíos llaman a Dios Padre, lo hacen con las precauciones necesarias. Dicen: «Padre nuestro» [...], poniendo así el acento en el aspecto colectivo de la paternidad divina. La misma invocación «padre» va unida con frecuencia a otros títulos: señor, rey, etc.127. Cuando, por motivo de la individualización de la piedad, en el judaísmo posterior se invoca a Dios llamándole «Padre nuestro», se utiliza, incluso en la lengua aramea hablada entonces, el término abi, tomado de la lengua sagrada, ya muerta, de la sinagoga. Por el contrario, en los textos hebreos contemporáneos el padre terreno es llamado abbá. En una palabra, la devoción del judaísmo posterior pone gran esmero en distinguir bien la paternidad divina de la paternidad terrena, en subrayar su carácter metafórico y en suavizarla, rodeándola de toda la solemnidad necesaria.

Por consiguiente, cuando Jesús llamó a Dios Abbá, si no irrespetuosamente, debió por lo menos parecer desacostumbrado. Esta apelación es además originariamente, según parece, un vocativo diminutivo, tomado del lenguaje de los niños, equivalente poco más o menos a nuestro «papá». Como este término no familiar no se toma nunca en sentido figurado, al emplearlo Jesús quiere poner el acento en la realidad de su relación de Hijo para con Dios.

Marcos traduce abbá por ho pater, añadiendo el articulo mientras que el texto paralelo de Lucas utiliza la forma más griega del vocativo129. Este vocativo se encuentra también en otros lugares, de suerte que también entonces se puede pensar en el equivalente arameo abbá130. Todo esto indica, por tanto, que abbá es la invocación habitualmente usada por Jesús, para dirigirse a Dios [...].

Esta invocación absolutamente nueva [...] debía sugerir, en las circunstancias dadas, una filiación real verdaderamente única. Esto está confirmado, además, por el modo cómo Jesús hablaba de Dios como de «su Padre». En Mateo y en Lucas dice con frecuencia: «Padre mio»131. Y este giro toma casi siempre un relieve excepcional, semejante a como cuando llama a Dios Padre del Hijo del hombre o simplemente del Hijo132. Jesús es el Hijo sin más: «Nadie conoce al Padre, a no ser el Hijo»133. El carácter único de esta filiación será puesto de manifiesto más tarde por san Juan.

Nunca habla Jesús de «nuestro Padre», como si Dios pudiera ser su Padre de idéntico modo a como lo es de sus discípulos. Incluso allí, donde el acento se pone menos en la diferencia entre la filiación de Jesús y la de los discípulos que en el hecho de que ellos mismos son hijos de Dios, se presupone la diferencia: «Subo a mi Padre que (desde ahora) es también vuestro Padre, a mi Dios, que (ahora) es también (verdaderamente) vuestro Dios»134. Por tanto, la filiación de los discípulos no puede nunca identificarse con la de Jesús No es cosa casual el que en la literatura joannea el término hijo (huios) esté reservado para Jesús, mientras que el término niño (hijo = teknon) se aplica a los discípulos. De la misma manera Juan utiliza también un término distinto para la oración de Jesús135. Toda metáfora está por consiguiente, excluida: Jesús es el Hijo muy amado136, es el Unigénito137 en el sentido pleno y real de la palabra.

2. Hijos de Dios

La breve invocación «Padre» corresponde en la versión de Lucas a abbá: los discípulos pueden servirse igualmente de esta apelación familiar en su conversación con Dios. Si el empleo de la palabra abbá, hecho por Jesús, ya los había maravillado, con mayor razón debieror dudar de utilizarla ellos mismos. Y ciertamente no se habrán decidido a utilizarla, a no ser por un mandato expreso de Jesús. Se nota aquí esta admiración en textos [paulinos] ya citados138. El júbilo de san Pablo hace eco a la estrofa del prólogo de san Juan: «A los que le recibieron, les dio el poder de ser llamados hijos de Dios, a los que creen en su nombre, los cuales [...] de Dios han nacido»139.

Es natural que se necesitara un cierto tiempo para que la primitiva comunidad cristiana pudiera «realizar» la verdad de esta adopción. No obstante, el abbá del padrenuestro [= Lc] nos garantiza que Jesús concedió realmente a los discípulos el ser hijos de Dios. Por eso, cuando Jesús habla a los discípulos de «vuestro Padre»140, especialmente en los textos relativos a la providencia paternal de Dios para con los «pequeños»141, que creen en Jesús, esta paternidad tiene un sentido muy distinto del de la metáfora israelita (= protección paternal de Dios para con su pueblo) o de la providencia general de Dios en el gobierno del mundo. Dios es Padre de los discípulos por un título especialísimo, precisamente porque son los discípulos de Jesús y por esto mismo están englobados en el amor del Padre hacia Jesús. En una palabra: Dios es su Padre, porque, según la expresión de san Pablo, él es «Padre de nuestro señor Jesucristo»142 [...]. Igual que la venida de Jesús y la del reino, la paternidad de Dios se desarrolla en tres etapas:

Jesús habla muchas veces de la filiación en un sentido totalmente escatológico. Así por ejemplo, al fin de los tiempos los discípulos serán llamados hijos de Dios143, serán los hijos del Altísimo144, los justos brillarán entonces como el sol en el reino de su Padre145, recibirán el puesto que les ha sido preparado por el Padre de Jesús146, serán invitados por el juez escatológico como los «benditos de mi Padre» a tomar posesión del reino147, beberán con Jesús el vino de fiesta en el reino148, Jesús les dará el reino como su Padre se lo ha dado a él149. La filiación de los discípulos, por tanto, está siempre en formación.

Los hijos de Dios no han conseguido todavía la similitud con la gloria del Hijo resucitado150. En este sentido puede decirse que Dios debe aún hacerse nuestro Padre, que su paternidad sobre nosotros todavía no se ha realizado plenamente151. Y, sin embargo, ya somos hijos de Dios152. Cuando el reino de Dios se manifestó «con poder»153, cuando Jesús (al fin de su vida) llegó a ser Hijo del hombre o «Hijo de Dios con poder»154 los discípulos tuvieron parte en el Espíritu del Hijo resucitado, llegaron a ser ellos mismos hijos de Dios, teniendo el derecho a decir a Dios «Abbá, Padre»155. Asimilados por el Espiritu al Resucitado, ya forman una sola personalidad jurídica con él156 y son, desde ahora hijos de Dios157. Esta filiación real y ontológica de los cristianos sólo ha sido puesta de manifiesto y es comprensible después del don del Espíritu. Pablo y Juan son los autores que principalmente han hecho patente esta etapa de la filiación.

En los evangelios sinópticos, al mismo tiempo que su realización escatológica, se considera principalmente el estadio preparatorio de la filiación. En esta etapa de la fe de los discípulos todavía no podía deducirse de una manera muy clara la significación de la filiación realizada. Todavía no eran verdaderos discípulos, porque no habían aún recibido el Espíritu. Pero ya eran tratados por Dios como sus hijos, en previsión de la filiación que recibirían en el momento de la resurrección de Jesús.

3. ... que estás en los cielos

El término tan directo abbá [...] presentaba, a primera vista, el peligro de provocar relaciones demasiado familiares con Dios. Dios aunque es Padre, sigue siendo el Santo en el mismo cristianismo.

De hecho, en el clima patriarcal de la familia judía, el peligro de familiaridad era menor que para nosotros. Entre los judíos el padre es considerado siempre como el señor [...]. Por otra parte, en el padre nuestro está inmediatamente descartada toda tendencia a la familiaridad por las primeras peticiones relativas a la santificación del nombre, a la venida del reino y al cumplimiento de la voluntad. Por consiguiente, ninguna fórmula protocolaria era estrictamente necesaria para mantener las distancias, aun cuando el creyente que se acerca con frecuencia a Dios se sienta fácilmente «como en su casa» cerca de él. Pero a la liturgia le gusta el protocolo, que mantiene las distancias, sobre todo cuando la religión, siendo antigua, llega a veces a abusar de ellas [...]. Esto explica el que en las iglesias del norte de Palestina, cuyo eco es Mateo, el abbá primitivo haya tomado rápidamente un giro más solemne, por una evolución inspirada en las prolijas introducciones a la oración tan frecuentes entre los judíos. El carácter directo y tan sorprendente del simple abbá fue por eso fuertemente suavizado. Dios se ve de nuevo relegado al cielo y saludado como «Padre nuestro» por la comunidad congregada. El adjetivo «nuestro» no sugiere ciertamente una paternidad de Dios idéntica en relación a Jesús y a los discípulos. Ya hemos dicho antes que esta identificación era contraria al pensamiento de Jesús y de la cristiandad primitiva. La filiación de Jesús es evidentemente el punto de partida de la de los creyentes, pero no es idéntica a ella. Por otra parte, el adjetivo «nuestro» anuncia los posesivos de la segunda parte del padrenuestro, en la que se pide el alivio de las necesidades de la comunidad cristiana. Esta evolución de la invocación inicial sitúa inmediatamente al discípulo entre los dos polos de su existencia cristiana: Dios y la comunidad. Sólo puede encontrar a Dios siendo miembro de esta comunidad. Su oración, que debe ser personal, no puede quedarse en el individualismo.

La segunda adición litúrgica: «que estás en los cielos», quiere también alejar el riesgo de familiaridad. El plural «cielo» designa la residencia propia de la divinidad. Cuando el cielo se pone en relación con la tierra, se emplea el singular: «sobre la tierra como en el cielo». Esta adición contribuye también a situar al Padre de los cristianos por encima de todo nacionalismo cerrado. Israel y el judaísmo se habían preocupado casi siempre de mantener a Yahve en el interior de las fronteras del reino o de los muros de Jerusalén, o por lo menos de reservárselo para sí solos. La misma requisitoria admirable del déutero-Isaías en favor de un yahvismo universal, por ejemplo, tiene huellas de orgullo nacional. Un universalismo decidido sólo se encuentra por excepción y en los escritos reaccionarios, como el breve libro de Jonás. En fin, la adición «que estás en los cielos» constituye una excelente introducción a las tres peticiones solemnes de la versión de Mateo.

XV. J. JEREMIAS
(O. c., 162-164)

Cuando se sigue la historia de la invocación de Dios como Padre158 desde sus orígenes más remotos, se tiene la impresión de descender a una mina, en cuyas profundidades aparecen, en renovada sucesión inesperadas y nuevas capas:

Maravilla ya el hecho de que, en el antiguo oriente, la divinidad era invocada como padre durante el tercero y segundo milenio a. C. [...]. Si nos dirigimos a la literatura vétero-testamentaria, constatamos que sólo en 14 (¡muy importantes!) textos es designado Dios como Padre. Dios es Padre de Israel [...] en cuanto le libró, salvó y eligió mediante poderosas gestas histórico-salvíficas. Solamente en el mensaje de los profetas, sin embargo, adquiere la designación divina «Padre» su pleno desarrollo. Aquellos tuvieron que acusar reiteradamente al pueblo el no haber dado a Dios el honor que un hijo debe a su padre [...]. La respuesta de Israel a esta acusación es la confesión de los pecados y el renovado grito: «Tú eres nuestro Padre»160, al que Dios responde con un perdón incomprensibles161 [...]

Pero si ahora nos adentramos en la predicación de Jesús, tropezamos con algo totalmente nuevo: el vocablo Abbá. Por la oración de Getsemam sabemos que Jesús llamó a Dios con esa palabra162, dato confirmado no sólo por textos paulinos163, sino también por la curiosa oscilación del vocativo «Padre» en textos griegos de los evangelios el cual solamente se explica mediante un arameo Abbá subyacente a todos los textos. Un detenido análisis de la [...] vasta y rica literatura litúrgica del judaísmo desemboca en el resultado, de que en ella no se encuentra testimonio alguno sobre la invocación divina Abbá. ¿Cómo se explica esto? Los padres de la iglesia: Crisóstomo, Teodoro de Mopsuestia y Teodoreto de Ciro, procedentes de Antioquía, donde la población hablaba el dialecto siríaco-occidental del arameo, atestiguan unánimemente que Abbá era la invocación dirigida por el niño pequeño al padre . Y el Talmud lo confirma diciendo: «Cuando un niño gusta el sabor del trigo (es decir: cuando ha sido destetado), aprende a decir abba (= papá, querido padre) e immá (= mamá, querida madre)»165 «Abbá immá» son, pues, las primeras palabras que parlotea el niño. Abbá era lenguaje familiar, una palabra vulgar. ¡Nadie habría osado invocar así a Dios!

Jesús lo hace siempre, en todas sus oraciones, que nos han sido transmitidas. Excepto en el grito de la cruz: «Dios mío, Dios mio, ¿por qué me has abandonado?»166, en el que la invocación divina le había sido dada por la cita del salmo 22, 2. Jesús habló, pues, con Dios como un niño con su padre: ¡Tan sencilla, intima y confiadamente! Por Mt 11, 27 sabemos que Jesús consideró la invocación divina Abbá como expresión de su peculiar conocimiento de Dios y poder, que le fue regalado por el Padre. En este Abbá se manifiesta el último secreto de su misión. El, a quien el Padre donó el pleno conocimiento de Dios, tenía el privilegio mesiánico de dirigirse a éste con la familiar invocación del Hijo.

Ese Abbá es «voz misma de Jesús», envolviendo lo esencial de su misión y de su mensaje. ¡No sólo esto! En «el padrenuestro» autoriza Jesús a sus discípulos a repetir con él el Abbá. Con ello les hace participes de su posición de Hijo y les autoriza para, en calidad de discípulos suyos, hablar con su Padre celeste tan confiadamente como un niño con su padre. Más aún, llega incluso a decir que sólo la nueva relación de hijo abre la puerta hacia el reino de Dios: «En verdad os digo, que si no devenís nuevamente como niños, no entraréis en el reino de Dios»167. ¡Los niños pueden decir Abbá! Y sólo quien esté animado de la confianza propia del vocablo Abbá tiene acceso al reino. Así lo entendió el apóstol Pablo, cuando por dos veces afirma ser signo de la filiación divina y posesión del Espíritu el que uno grite: «¡Abbá, querido Padre!»168. Aquí vislumbramos, quizá, por qué la pronunciación del «padrenuestro» no era natural para la iglesia primitiva, y por qué ésta decía con tal timidez y veneración: «Haznos dignos, Señor, de que, con alegría y sin temeridad, nos atrevamos a invocarte, Dios celestial, como Padre, y decir: Padre nuestro».

XVI. S. SABUGAL
(Cf. Abbá , 174-76-215-18)

La invocación inicial del padrenuestro, tal como fue pronunciada por Jesús, debió sonar: ¡Abbá! = Padre. Y así nos la trasmitieron las comunidades paulinas (Gál 6, 4; Rom, 15), en cuyo uso litúrgico de «la oración del Señor» el acento recayó, sin duda, precisamente sobre esa invocación, mediante la cual el neófito expresaba su nueva condición de hijo de Dios (cf. supra). ¿Puede ser precisado su significado en las redacciones literarias de los dos evangelistas?

1) Al nivel de la redacción de Mateo esa invocación se dirige al «Padre» de los discípulos de Jesús («nuestros), el cual «está en los cielos». El Dios, objeto de esa invocación inicial, es, pues, una figura paterna, eclesial y, a la vez, celeste. Intentemos delinear el contenido teológico de esas tres características, que envuelve la invocación inicial en la redacción mateana.

a) El «Padre» de los discípulos es, ante todo, el Padre mismo de Jesús, a quien éste llama ordinariamente «mi Padre» (cf. infra.). ¿Por qué? ¿De dónde brota esa relación paternal de Dios para con Jesús? ¿Dónde se enraiza esa relación filial de Jesús para con Dios? A estos interrogantes ofrece san Mateo una respuesta: porque divinamente engendrado de María169, por obra del Espíritu Santo170, Jesús es el Hijo de Dios171 «amadísimo», en quien el Padre «se complace»172. Esa filiación divina no se reduce, pues, al significado meramente adoptivo y mesiánico de la misma173: le supera174, traduciendo la natural filiación divina de quien «verdaderamente es Hijo de Dios»175. Como cualquier niño a su padre natural, puede Jesús llamar, por tanto, a Dios «mi Padre»176; seguro, por tanto, de su protección177, pero sometido siempre a su voluntad178. Esa mutua y familiar comunión existencial entre Dios y Jesús determina, por lo demás, la relación profunda, que entre uno y otro existe. Pues como entre cualquier padre y su hijo natural también entre el Padre y el Hijo existe un mutuo y exclusivo conocimiento íntimo: «Nadie conoce profundamente al Hijo sino el Padre, y nadie conoce profundamente al Padre sino el Hijo»179. Y esto, porque sólo al Hijo entregó el Padre—a raíz del bautismo—la total revelación de sí: «Todo (el conocimiento) me ha sido entregado por el Padre»180 constituyéndolo único mediador de la misma: sólo conoce al Padre aquél «a quien el Hijo se lo quiera revelar»181. Una revelación, que Jesús confió, ante todo, a sus discípulos. Por medio del Hijo, en efecto reveló el Padre a «los pequeños» o sencillos discípulos de Jesús «estas cosas»182: la necesidad de convertirse a raíz de sus milagros183 y de reconocer al Hijo184 o creer en su dignidad mesiánica185, corroborada por aquéllos186. El Padre de Jesús es, pues, el Revelador de los «misterios del reino»187 y de la dignidad mesiánica del Hijo, de cuya revelación éste ha sido constituido depositario188 y exclusivo mediador189 Sólo el Padre, sin embargo, conoce «el día y la hora» de la subitánea venida parusíaca del Hijo del hombre, ignorada incluso por el Hijo190. Aquél es, pues, el Señor supremo: el «Padre celeste»191, que «está en los cielos»192 rodeado de majestad y gloria193, a quien contemplan los ángeles custodios de los discípulos del Hijo194, «el Señor del cielo y de la tierra»195. Señor y propietario, por tanto, del «reino de los cielos», predicado e inaugurado por Jesús como «el reino de mi Padre»196. El sólo decide quiénes deben ocupar los más altos puestos en el reino del Hijo197, cuyo ingreso, por otra parte, está reservado a quienes hagan la voluntad del Padre198, hayan confesado «ante los hombres» al Hijo199 y le hayan misericordiosamente tratado «en uno de sus hermanos más pequeños»200, es decir, sus discipulos201: ¡Estos son realmente sus verdaderos «hermanos»!202 Por participar, sin duda, de la filiación divina del Hijo y de la naturaleza del Padre.

b) Por eso son hijos de Dios. ¡Un mismo lazo paterno une a los discípulos con el Maestro! El «Padre» de Jesús es, en efecto, su Padre: «Padre nuestro...».

De modo diverso, ciertamente. Pues Jesús nunca se incluyó en la común invocación o designación divina de sus discípulos («Padre nuestro»). Al contrario. Constantemente se refirió al Padre de un modo singular y exclusivo («Mi Padre»), diverso del modo con que—también constantemente—formuló la relación filial de sus discípulos («Vuestro Padre»). Asi expresó la distancia entre su propia filiación divina y la de aquellos: él es el Hijo de Dios, su verdadero Padre, de quien los discipulos, devenidos «hermanos» del Hijo (cf. supra), son también hijos. Dicho de otro modo: sólo Jesús es el Hijo natural de Dios, pues él solamente fue engendrado por el Espiritu santo (cf. supra) y sólo él vive en intima y familiar comunión óntica con el Padre (cf. supra), de quien sus discípulos son consecuentemente hijos por gratuito don de Dios. Este es, pues, su Padre común: «Padre nuestro...». Más aún: su verdadero y único Padre «aquí en la tierra»203. Pues a él exclusivamente deben el don de ser lo que cristianamente son: regenerados a la vida divina y participantes en la filiación divina del Hijo. Con toda propiedad pueden, por tanto, llamarle «Padre» cuantos (¡y sólo ellos!) son discípulos de Jesús: cuantos devinieron sus «hermanos» por gratuita participación de la naturaleza del Padre y de la filiación divina del Hijo; cuantos bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espiritu santo»204 constituyen (o están llamados a formar parte de) la «iglesia» de Cristo fundamentada sobre la roca de Pedro205. El padrenuestro es, pues, no sólo la oración característica de la iglesia, sino también la plegaria por excelencia del ecumenismo cristiano: de todos los creyentes en Cristo. Todos ellos devenidos por don celeste «hermanos» del Hijo e hijos del Padre, tienen derecho a invocar a Dios como «Padre nuestro» y dirigirse a él, con la oración, que Jesús les enseñó205: suplicando que «así en la tierra como en el cielo» sea glorificado su nombre en la venida de su reinado, mediante el cumplimiento de su voluntad207, y pidiéndole para ello los dones no sólo del «pan cotidiano» así como del perdón de las propias deudas, sino también la preservación de «caer en la tentación» y la liberación del «maligno tentador»208. Una oración, por lo demás, realizada—como la limosna y el ayuno—ocultamente209, soslayando la autovanagloria de la plegaria ostentativa, que busca la alabanza de los hombres210, y esperando, por el contrario, la recompensa paterna211 de quien «ve en lo oculto»212. ¡El Padre lo ve todo!: es omnividente. Nadie puede sustraerse a su mirada. que penetra hasta en lo recóndito del pensamiento y de la voluntad, hasta «en lo secreto» del corazón humano, ese escenario donde se fragua el bien y el mal, donde el hombre, en la libre autodecisión por o contra Dios, es invitado cada tila y cada momento no sólo a orientar el sentida de su vida y de su muerte, sino también a determinar su destino eterno «¡Ora (y obra) como si el Padre te viese!», exhorta Jesús, en la convicción de que sólo entonces oraremos y obraremos como a sus hijos corresponde.

Pero el Padre, invocado por éstos, es también otra cosa: providente Si alimenta gratuitamente a «las aves del cielo» y, gratuitamente también viste a «los lirios del campo»213, ¡cuánta más solicitud mostrará para con el necesario alimento y vestido de sus hijos, librándoles de la angustiosa preocupación por «el mañana»!214. Aquellos deben, pues, buscar «primero el reinado (de Dios) y su justicia», es decir, cumplir la voluntad del Padre, cuyo providente amor conoce todas sus necesidades215, antes incluso de formulárselas en confiada oración216. ¡Ese abandono total exige Dios de sus hijos! Un abandono, que les libera de cuanto acongoja y oprime al hombre incrédulo: del temor ante el oscuro futuro de la vida y, sobre todo, ante la incógnita de la muerte. Nada—dice Jesús—deben temer sus discípulos. Ni siquiera en la hora de la persecución: en el momento de dar testimonio de su fe cristiana ante asambleas y tribunales, «ante gobernadores y reyes» hablará en ellos el Espíritu de su Padre217, sin cuyo consentimiento, por lo demás, nadie podrá matarlos218: «¡Incluso los cabellos de su cabeza tiene él contados!»219. Pues no es voluntad suya que se pierda «uno solo de los más pequeños» de sus hijos220. El Padre vela por ellos. Porque los ama. Su providencia paterna no es más que la palpable manifestación de su 0amor. No limitado, por lo demás, a los «buenos» y «justos», sino incluyendo también a sus propios enemigos: a los «malos» e «injustos»221. ¡A nadie—precisa Jesús—excluye el Padre de su amor! Tampoco deben hacerlo sus discípulos. Y los exhorta, en este contexto, a amar a sus enemigos, para devenir así plenamente «hijos de vuestro Padre celeste», siendo (¡en el amor sin límites!) «perfectos, como (¡en ese ilimitado amor!) es perfecto vuestro Padre celeste»222. Así formula Jesús el dinamismo propio de la vocación cristiana. «Cristiano no se nace, se deviene» (Tertuliano)... amando como el Padre ama. El grado de ese amor corresponde, por tanto, al índice con que los discípulos participan de la naturaleza del Padre, reflejando asimismo la estatura de su filiación divina: imita más de cerca el amor característico del Padre quien con más plenitud participa de Su naturaleza divina, quien más plenamente es hijo suyo. En otras palabras: ama más con el amor del Padre, quien más plenamente es hijo de Dios. Y viceversa: el progreso en el amor específico, con que el Padre ama (cf. supra), acrecienta la filiación divina de los hijos, es decir: se es hijo de Dios, en la medida que se ame con el amor característico del Padre, correspondiendo por tanto el grado de la filiación divina al índice del participado amor del Padre: es más hijo de Dios quien más perfectamente ama como ama el Padre. Así lo formula la mencionada exhortación de Jesús: «¡Amad a vuestros enemigos,... para que devengáis hijos de vuestro Padre celeste, que a sus enemigos [=<malos> e <injustos>] no los excluye de su amor!». Por lo demás, ese amor a los enemigos constituye justamente la principal de las «buenas obras», mediante las cuales los discípulos deben «salar la tierra» e «iluminar al mundo», para que los hombres, viéndolas, glorifiquen al Padre223. Sólo aquel amor, en efecto, visibiliza el gratuito amor del Padre para con malos e injustos, para con «los hombres» pecadores, encendiendo en éstos la segura esperanza del perdón, que invita a la conversión. ¡Sólo ese amor convierte! Hacer brillar «ante los hombres» la luz del amor del Padre a los pecadores, para que, convertidos a su amor, le glorifiquen: esa es la misión de los hijos de Dios sobre esta tierra y en este mundo, en la esperanza de brillar un día «como el sol, en el reino de su Padre»224.

c) Pues el «Padre» de Jesús, a quien los discípulos llaman «nuestro», es esencialmente el Padre que «está en los cielos»225, «el Padre celeste»226. Su paternidad, en este sentido, no puede ser comparada con la de cualquier otro padre terrestre. Supera la paternidad natural y mucho más, por tanto, la paternal relación espiritual del discípulo para con su maestro. La de Dios es una paternidad. Y, precisa Jesús, exclusiva: sus discípulos son «todos hermanos» porque, en realidad, «uno es vuestro Padre: el del cielo», a quien solamente deben, por tanto, llamar «en la tierra: Padre» (= ¡Abbá!)227. Pues sólo Dios es para ellos fuente de vida, de la verdadera vida: de la «vida eterna». ¡Ningún padre de esta tierra pudo dársela! ¡Ningún Dios de este mundo—dinero, sexo, poder...—ha podido otorgársela! Ese don se lo deben exclusivamente al Dios revelado por su Hijo Jesucristo. ¡Sólo a él! Los discípulos saben bien esto. Lo han «experimentado» reiteradamente. Y por eso lo creen. Por eso, sin padre propiamente espiritual aquí en la tierra, invocan a su «Padre, que está en los cielos». Este apelativo, por lo demás, evoca irresistiblemente en ellos su característica condición de peregrinos: como «sal de la tierra» y «luz del mundo», cumplen su misión «ante los hombres» (cf. supra) sin parada en la tierra, en tenso viaje comunitario hacia la morada celeste del Padre. ¡Así camina la comunidad universal de los hijos de Dios!228. Por eso introduce su oración característica, invocándole con el apropiado título: «Padre nuestro, que estás en los cielos».

2) Al nivel de la redacción lucana, la invocación inicial es más breve y, ciertamente, más antigua: «¡Padre!». ¿Qué contenido teológico envuelve este vocablo? a) Digamos de inmediato que, también en la redacción de Lucas, el «Padre» invocado por los discípulos se identifica con el «Padre» invocado por el Maestro en sus plegarias229: con el Padre natural de Jesús. Porque concebido «en el seno» de María por obra del Altísimo y de su Espíritu230, Jesús es -de un modo misterioso pero propio—Hijo de Dios231. A diferencia de José, Dios es, pues, su verdadero Padre232, en cuyo templo—propiedad de Dios y lugar de su presencia—«debe estar» el Hijo233. Esa filiación divina, propia de Jesús, late, sin duda, en el significado directamente mesiánico que el título «Hijo de Dios» envuelve en varios textos234: como el Mesías, descendiente de David, es señor de éste y, por tanto, no puede ser descendiente carnal o hijo suyo235, así Jesús, descendiente del gran monarca236 por la línea genealógica de José237, no puede ser descendiente carnal suyo: él es, más bien, de un modo mesiánico y a la vez propio, «Hijo del Altísimo»238, el por excelencia amadísimo239 y elegido240 Hijo de Dios241. Una filiación divina, cuya autoconfesión ante el tribunal judío, a raíz del proceso, fue reconocida por aquél como blasfémico atentado al monoteísmo mosaico y, por tanto, sentenciada con la pena capital242. Jesús era, pues, plenamente consciente de ser Hijo natural de Dios. También lo era de su intima y exclusiva relación con el Padre, quien a raíz del bautismo le entregó la plena revelación de sí243, constituyéndole—en virtud de su exclusivo e íntimo conocimiento mutuo—único mediador de la misma244. Mediador, por tanto, de la revelación que, oculta «a sabios y prudentes», hizo el Padre a sus «pequeños» discipulos245: la manifestación del Mesias246 y de su poder victorioso sobre el «enemigo» del reino, conferido a los discípulos247. Para ellos, quienes perseveraron con el Maestro «en sus tentaciones», dispone el Hijo un reino, como lo dispuso para él su Padre248. A éste suplica el Hijo—sometiéndose a su voluntad—alejar el cáliz de su inminente pasión249, impetrándole luego, sobre la cruz, el perdón de sus enemigos y expirando, finalmente, con la total confianza del Hijo, que pone su espíritu en las manos del Padre230: ¡Una confianza no frustrada! Pues, resucitado por el Padre «de entre los muertos, para nunca más volver a la corrupción»251, Jesús promete a sus discípulos «la promesa del Padre», por él cumplida cuando, «exaltado a la diestra de Dios», efundió sobre ellos «el Espíritu santo prometido, que recibió del Padre»252.

b) De ese «Padre» son también hijos los discípulos de Jesús. Así se lo aseguró reiteradamente el Maestro. Ya en la oración por él enseñada. Esta, en efecto, se abre con la invocación propia del mismo Jesús: «¡Padre!»253. Así deben invocarle los hijos: ¡Con la propiedad filial confianza y familiar intimidad del Hijo! Esa invocación es, pues, un deber y un derecho exclusivo de quienes, por la fe en la palabra de Jesús y el bautismo, participan de la filiación divina del Unigénito de Dios y son, por tanto, hijos de Dios. De éstos solamente es Dios con propiedad Padre. A ellos se reserva, pues, la osadía de invocarle como tal. Y deben hacerlo, precisa Jesús, con la confiada insistencia del «amigo inoportuno», seguros de que, porque el Padre es bueno, «dará a quienes se lo pidan» el mejor y omnivalente de sus dones: «el Espíritu santo»254. Ese don del Padre debe ocupar, por tanto, el puesto central de la plegaria cristiana, como «pan cotidiano» absolutamente necesario par poder subsistir cristianamente «cada día» (cf. infra).

Por lo demás, la bondad del Padre no tiene fronteras. Incluye a quienes no reconocen u olvidan sus dones así como a los que, en su pecado, rechazan su amor a «los ingratos y perversos»255. ¡Así ama Dios! ¡Así nos amó y nos ama el Padre! Así deben, pues, amar sus hijos: prestando «sin esperar nada a cambio» y amando «a sus enemigos»256, siendo «misericordiosos» como lo es el Padre, para devenir plenamente lo que son: «hijos del Altísimo»257. La filiación divina del cristiano no es, pues, un don estático sino dinámico: hijo de Dios no se es de una vez para siempre, se deviene. Y este dinamismo lo constituye precisamente el amor a «los enemigos», con el que el Padre ama; la bondad para con «ingratos y perversos», característica del Padre. Así no ama el dios de la religiosidad natural: «los dioses aman a los sabios y odian a los malvados» (Sófocles), tramando «la perdición de los mortales» (Homero), no pudiendo el hombre pecador, por tanto, «tener amistad con» ellos (Aristóteles), pues «el reinado de Zeus es el de la justicia» (Esquilo). El reinado del Dios revelado por su Hijo Jesucristo, sin embargo, es el del ilimitado amor: el trono del «Padre» es la misericordia. ¡Así ama el Padre! ¡Asi deben amar sus hijos!

Seguros, por lo demás, de su paternal providencia. La filial y confiada fe en ésta puede y debe librar a los hijos de Dios del angustioso afán por el futuro, abandonándose más bien a la bondadosa y paternal providencia de Quien sabe cuánto necesitan258. El principal afán de los hijos, al que todo lo demás debe subordinarse, debe ser buscar el reino del Padre259: el reino que «al Padre ha parecido bien darles»260, y por cuya venida, así como por la glorificación del nombre del Padre, deben suplicar insistente e inoportunamente los discípulos261.

Resumiendo: la invocación inicial del padrenuestro es interpretada por los dos evangelistas como grito filial propio y exclusivo de los discípulos de Jesús: de quienes son «sus hermanos» (Mt), participan de su filiación divina y son, no por naturaleza sino por gratuito don celeste, hijos de Dios. ¡Un mismo lazo paterno une al Hijo con los hijos! Sólo éstos puede osar, por tanto, lo que humanamente significaría orgullosa insolencia o blasfemo descaro: invocar—no figurativamente sino con propiedad—a Dios con el nombre de «Padre». Esa invocación es, pues, propia de todos los discípulos de Jesús, de cuantos, por la generación bautismal, son sus hermanos por ser hijos de Dios. No es exclusiva, por tanto, de quienes integran la iglesia fundada sobre Pedro. También es propiedad de todos «los hermanos separados», con quienes la iglesia católica hodierna ha entablado una fraterno diálogo262 y por cuya unidad ora con la misma oración de Jesús (Jn 17, 21) por la unión de sus discípulos263. ¿No debería ser también el padrenuestro la plegaria que impulse y acelere esa unión? Pues a los múltiples vínculos comunes entre católicos y hermanos separados de oriente y occidente264 se suma precisamente la «oración del Señor»: todos la rezan, ¡todos pueden rezarla unidos! El padrenuestro es, pues, la oración por excelencia del ecumenismo cristiano, de cuantos «por Cristo, con Cristo y en Cristo» pueden y deben invocar a Dios: «Padre nuestro». Un Padre, por lo demás, providente para con las necesidades de sus hijos. Y misericordioso para con todos. Su amor se extiende a los «injustos» y «malos» (Mt), a «los ingratos y malvados» (Lc). ¡No conoce límites! Así deben amar también sus hijos, para devenir plenamente lo que son y cumplir «ante los hombres» su misión de «salar la tierra» e «iluminar el mundo», haciendo brillar con sus «buenas obras» el amor de Dios a los pecadores: ¡el único amor que convierte!

SANTOS SABUGAL
EL PADRENUESTRO EN LA INTERPRETACIÓN
CATEQUÉTICA ANTIGUA Y MODERNA

SIGUEME. SALAMANCA 1997.Págs. 51-99

........................
100. Mt 11, 27. 
101. Jn 14, 6.
102. Jn 1 1-2
103. Jn 1, 18. 
104. In 14 2-6; 16.7.13 
105. Rom 8. 29.
106. De J. Ch. F. Schiller (An die Freude), cantado en el último «tiempo» de la novena sinfonía de 
Beethoven. 
107. Ex 24, 10. 
108. 1 Tim 6, 15-16.
109. Gál 2, 20. 
110. Jn 4, 14.
111. Gén 12, 1.
112. Mt 18, 3. 
113. Rom 8, 29. 
114. Jn 3, 1-5.
115. Rom 8, 15-16. 
116. 1 Jn 3, 1-2.
117. Mc 14, 36. 
118. Gá 4,6; Rom 8, 15. 
119. Flp 2, 6-8.
120. Ex 4, 22.
121. Os 11, 1; cf. Ez 16; Sab 14, 3-4.
122. Dt 1, 31; cf. Os 11, 3-4.
123. Cf. Jer 3, 19-20.
124. Dt 32, 6-7.
125. Cf. Dt 8, 5; Prov 3, 12.
126. Cf Sal 103, 13; Is 63, 15-16; 64. 7.
127. Cf. por ejemplo Eclo 23, 1-4.
128. Mc 14, 36. 
129. También Gal 4, 6; Rom 8, 15; cf. Mt 11, 26; Lc 10 21. 
130. Lc 23, 34.46; Mt 11, 25; Lc 10, 21; Jn 11, 41; 12, 27.28; 17, 1-5.11. 
131. Mt 7, 21; 10, 32.33; 11, 27; 12, 50; 15, 13; 16, 17, 18, 10.1935, 20, 23, 25, 34.41; 26, 29.39.42.53; 
Lc 2, 49; 10, 21; 22, 29; 24, 29. 
132. Mt 11, 27 par; 28, 19; Mc 8, 38 par; 13, 32 par.
133. Mt 11, 27.
134. Jn 20, 17.
135. Erôtân (=«entretenerse con»): Jn 14, 13.14; 16, 24.
136. Mc 12, 6 par.
137. Jn 1, 14, 18; 3, 16.18; 1 Jn 4, 9.
138. Ga 14,6, y Rom 8, 15.
139 Jr 1, 12; cf 1 Jn 3, 1-2. 
140 Mt 5, 15.45; 6, 1.6.8.18.32; 7, 11; 10, 20.29; 18, 14; 23, 8; Mc 11, 25; Lc 7, 36; 12, 30.32.
141. Mt 18, 14; cf. Mt 11, 25.
142. Rom 15, 6; 2 Cor 1, 3; Ef 1, 17.
143. Mt 5, 9.
144. Lc 6, 35.
145. Mt 13, 43.
146. Mt 20, 23.
147. Mt 25, 34. 
148. Mt 26, 29.
149. Lc 22, 29.
150. Rom 8, 29.
151. Cf. Rom 8, 19.21.23; 1 Jn 3, 2b.
152. 1 Jn 3, 1-2a.
153. Mc 9, 1; cf. Lc 22, 18.
154. Rom 1, 4.
155. Gál 4, 6; Rom 8, 15.
156. Gál 3, 26-28.
157. Jn. 20, 17.
158. Cf. I. Jeremías, o. c. 15-67.
159. Cf. Mal 1, 6; Dt 32, 5.6; Jer 3, 19 s.
160. Is 63. 15 s; 64. 7 s: Jer 3, 4.
161. Cf. Jer 31. 20.
162. Cf. Mc 14, 36.
163. Cf. Gál 4, 6; Rom 8. 15.
164. Textos en: Id.. o. c.. 61 n. 41
165. TbBer 40a; TbSAnb. 70b.
166. Mc 15, 34; Mt 27, 46. 
167. Mt 18, 3. 
168. Rm 8, 15, Gal 4, 6. 
169. Mt 1, 16b.
170. Mt 1, 18c. 20c.
171. Mt 2, 15.
172. Mt 3, 17; 17, 5.
173. Cf. Mt 3, 17; 17, 5; 4, 3.6; 8, 29.
174. Cf. Mt 16, 16; 23. 63-64.
175. Mt 14. 33; 27, 54.
176. Mt 7. 21; 10, 32-33; 11. 27; 12, 50; 15, 13; 16, 17; 18, 10.19.35; 20, 23, 25, 34; 26, 29.39.42.53.
177. Cf. Mt 26, 53.
178. Cf. Mt 26, 39.42.
179. Mt 11, 27b-c.
180. Mt 11, 27a.
181. Mt 11, 27d.
182. Mt 11, 25c.
183. Cf. Mt 11, 20-24.
184. Cf. Mt 4, 17.23; 9, 35.
185. Mt 11, 27b.
186. Cf. Mt 11, 2-6.
187. Cf. Mt 13, 11.
188. Cf. Mt 11, 27a.
189. Cf. Mt 11, 27d.
190. Mt 24, 36.
191. Cf. infra, n. 226.
192. Cf. infra, n. 225.
193. Mt 16, 27.
194. Mt 18, 10.
195. Mt 11, 25.
196. Mt 26, 29; cf. 13, 43.
197. Mt 20, 21-23.
198. Mt 7, 21.
199. Mt 10, 32-33.
200. Mt 25, 34-40.
201. Cf. Mt 12, 49-50; 28, 10. Asi con: Tertuliano, De oratione 26, 1 («Vidisti... fratrem, vidisti Dominum tuum»); Origenes, Sobre la oración 11, 2 («cada santo» «...» «los creyentes») y otros autores. «Los pequeños» (Mt 10, 42; 18, 6.10.14) son, en efecto, los miembros de la comunidad cristiana. Cf. W. Trilling. El verdadero Israel, Madrid 1974, 161-166. «Todas las naciones», tras haberles sido anunciado el evangelio (cf. Mt 28, 19), «serán congregadas» a la venida parusíaca del «Hijo del hombre» (Mt 25, 31-32), para ser juzgadas según le hayan aceptado (Mt 25, 34-40) o rechazado (Mt 25, 41-45) «en uno» de sus discípulos (Mt 25, 30.45).
202. Mt 12, 48-49. 
203. Mt 23, 9.
204. Mt 28, 19.
205. Mt 16, 18.
206. Mt 6, 9-13.
207. Mt 6, 9c-10c.
208. Mt 6, 11-13.
209. Mt 6, 3.6.17.
210. Mt 6. 1a.2.5.16.
211. Mt 6, 1b. 
212. Mt 6, 4b.6b.18b.
213. Mt 6, 26.28-29.
214. Mt 6, 26b.30b-34.
215. Mt 6, 32b.
216. Mt 6, 8.
217. Mt 10, 18-20.
218. Mt 10, 28-29.
219. Mt 10, 30.
220. Mt 18, 14.
221. Mt 5, 45b.
222. Mt 5, 44-45a.48. 
223. Mt 5, 13-16 
224. Mt 13, 43. 
225. Mt 6, 9b; 10, 32.33; 16, 17; 18, 10.19. La invocación «Padre nuestro, que estás en los cielos», característica de Mt (=20 veces) pero no exclusiva suya (Mc 11, 25; cf. Lc 11, 13), no es frecuente en la literatura judaico-palestinense del siglo I d. C., siendo, sin embargo, empleada ya por esa «oración (=Qaddish) fundamental del judaísmo» (R. Aron, o. c., 232) antiguo, «con la que Jesús se hallaba familiarizado desde niño» (J. Jeremías, Teología NT 1, 232), y deviniendo luego relativamente frecuente en oraciones del judaísmo posterior (cf. Str.-Bill. 1, 410; J. Klausner, o. c., 387), como invocación divina «muy familiar» del culto sinagogal (C. G. Montefiore, o. c. 11, 101). Este empleo, como lo muestra el respectivo del Qaddish y de los Targums, se remonta con toda probabilidad al siglo 1. d. C., pudiendo haberse inspirado en él, por tanto, su uso por la tradición evangélica y, en particular, mateana: cf. M. McNamara, Targum and new testament, Shannon 1972, 116-119; A. Diez Macho, Neophyfi 1, IV: Números, Madrid 1974, 36-37.
226. Mt 23, 9b; cf. 7, 21; 12,50; 15, 13, 18, 35.
227. Mt 23, 9. Porque el vocablo «padre» [aram.: Abbá] era para el judaísmo también un titulo honorífico, sinónimo de «maestro» y «preceptor» (cf. Mt 23, 8- 10), el Jesús mateano protegió esa invocación divina contra su profanación por el uso vulgar, prohibiendo a sus discípulos aplicarla honoríficamente a los hombres, para reservarla exclusivamente a Dios: ¡Sólo El es un verdadero Padre! 
228. Lo ha subrayado, con particular insistencia, el concilio Vaticano II, precisando que «mientras la iglesia camina en esta tierra del Señor (cf. 2 Cor 5, 6), se considera como en destierro, buscando y saboreando las cosas de arriba», donde está Cristo Señor (LG, 16; cf. 1 7; VII 48.49); pues, como «humana y divina», la iglesia «está presente en el mundo y, sin embargo, peregrina» (SC, 2) «... entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios (San Agustín, Civ. Dei, XVIII 52, 2), anunciando la cruz del Señor hasta que venga» (LG, I 8); la comunidad cristiana es, pues, esencialmente «la iglesia peregrina» (LG, VII 48; DV, II 7; UR, II 6) o «la iglesia de los viadores» (LG VII 50), cuyos miembros, «buscando las cosas de arriba» (Col 3, 1-2) durante su «marcha hacia la ciudad celeste» (GS, II 57) o peregrinación «hacia la santa Jerusalén» (SC, I 8; cf. GS, proemio 1: I 45), son esencialmente eso: peregrinos, «los viadores» (LG, VII, 49.50).
229. Cf. Lc 10, 21; 22, 42; 23, 34.46. 
230. Lc 1, 31.35.
231. Lc 1, 35; 3, 38; cf. 1, 43.
232. Lc 2, 48-49; 3, 23.38.
233. Lc 2, 49.
234. Lc 1, 32; 3, 22 [9, 35], 4, 3.9.48; 8, 28.
235. Lc 20, 41-44.
236. Cf. Lc 3, 31; 1, 32.
237. Cf. Lc 1, 27; 2, 4.
238. Lc 1, 32.
239. Lc 3, 22.
240. Lc 9, 35.
241. Lc 4, 3.9.41. 8, 28.
242. Lc 22, 70-71.
243. Lc 10, 22a.
244. Lc 10, 22b-c.
245. Lc 10, 21c.
246. Lc 10, 23,24.
247. Cf. Lc 10, 17-19: 11, 20.
248. Lc 22, 28-29.
249. Lc 22, 42.
250. Lc 23, 34-46.
251. Hech 13, 33-34.
252. Lc 24, 49; Hech 2, 33.
253. Lc 10, 21; 22, 42; 23, 34.46.
254. Lc 11, 9-13.
255. Lc 6, 35c.
256. Lc 6, 35.
257. Lc 6, 35-36.
258. Lc 12, 22-30.
259. Lc 12, 31a.
260. Lc 12, 32.
261. Lc 11, 2.58.
262. Cf. Pablo Vl. Ecclesiam suam, lll, 102-104; GS, 92; UR, 14.
263. UR, II. 8.
264. Cf. UR, III, 14-18.20-23.