La presencia de Dios en la Historia (1)

TORRES QUEIRUGA, A.

 

1. El problema de la presencia en general

HABLAR de la presencia de Dios en la historia significa afrontar un tema fundamental. Si se la toma como lo que es, como presencia viva, personal y dinámica, ella constituye, en efecto, el núcleo mismo de la relación entre Dios y el hombre. De cómo se la conciba, dependen, en su entraña más íntima, la fe y la actitud religiosa. Y no sólo de cómo se la conciba expresamente, sino sobre todo de cómo se la dé por supuesta implícitamente. Pues ya se sabe que es en el suelo obvio e incuestionado de las «creencias» -en sentido orteguiano- donde echan sus raíces más profundas y efectivas nuestras actitudes vitales. De ahí la importancia fundamental que reviste una justa clarificación.

a) La presencia de Dios en el cristianismo

COMO es obvio, esto vale también para el cristianismo. Más aún: en cuanto religión eminentemente histórica y personal, vale de un modo muy específico. Conviene aclararlo, aunque sea de un modo breve, para centrar con claridad nuestra reflexión. Cabe señalar dos extremos en el modo de vivir y comprender la relación Dios- hombre. Se puede acentuar tanto la trascendencia de Dios, que la relación del hombre con él tienda a desaparecer, ya sea en la dirección del deus otiosus de muchos primitivos, el cual alejado allá en el cielo abre una distancia insondable que el hombre tiende a llenar de modo tangible en las mil formas del politeísmo; ya sea en la dirección del «dios abstracto» del deísmo, gran arquitecto que en su eterna vacación preparó el camino al ateísmo moderno. El otro extremo consiste en acentuar tanto la inmanencia divina, que la relación tiende a disolverse en el magma de la indistinción, bien porque la individualidad del hombre sea absorbida en el Todo panteísta, bien porque lo divino acabe fundido con la dialéctica de la idea o deba construirse a sí mismo identificado con la evolución cósmica y la historia humana. El cristianismo -junto con otras grandes religiones, como el judaísmo, el islamismo y, a su modo, el hinduismo- se sitúa entre esos dos extremos. Pero, justo por eso, en él la relación con Dios no es algo que aparezca dado como un hecho. Es algo que debe ser construido, manteniendo la distinción, pero sin perderse en la distancia; asegurando la unión, pero sin fundirse en la identidad. Se trata de una relación personal, tejida en la libertad. Por eso tuvo que ir descubriéndose a sí misma en el lento y duro aprendizaje de la historia 1. Basta con asomarse, con un mínimo de realismo y conocimiento crítico, al proceso de la experiencia bíblica, para comprender lo que esto implica de difícil avance, de fulgurantes intuiciones e increíbles caídas; de lucha con el misterio y de reflexión orante, de sufrir la historia y de construir piedra a piedra la concreta vivencia de la fe.

Ese proceso, único en la humanidad -incluso a nivel de fenomenología religiosa-, culminó en Jesús de Nazaret. Él, con su equilibrio incomparable de intimidad y respeto, de ternura y adoración, que podemos sintetizar en su experiencia de Dios como padre, abbá, abrió para la humanidad la pauta insuperable de la relación hombre-Dios 2. Sobre esa experiencia tratamos de edificar nuestra vida, y sobre esa pauta debemos medir nuestra comprensión.

Pero sería ingenuo pensar que con ello ya está todo solucionado. Como dijera GOETHE, lo que hemos heredado debemos conquistarlo para que sea nuestro. Y eso no es nada fácil. Continuamente tendemos a recaer detrás, a veces muy detrás, del espacio abierto por Jesús. La misma historia de salvación, que quedó ahí como testigo magnífico del avance y educación de esa experiencia y, por lo tanto, como llamada incansable hacia delante, puede ser convertida en freno. Podemos, en efecto, ceder a la «fascinación del lenguaje» (WITTGENSTEIN) y tomar como indicación válida sin más lo que en la Biblia no es más que un camino, una indicación todavía abierta hacia la plenitud alumbrada por Cristo. No es que eso suceda siempre, naturalmente. Nadie toma hoy como indicación del verdadero rostro de Dios pasajes donde «en su nombre» se ordena el herem, es decir, el exterminio total de una población enemiga, incluidos enfermos, niños y ancianos. Ni se toman a la letra las numerosas expresiones en que se habla, a veces con términos muy fuertes, de la «venganza» de Yahveh, de su cólera, de sus castigos hasta la enésima generación. Ni se dan sin más por válidos, en su inmediatez, tantos pasajes que atribuyen al Señor la causación directa de fenómenos atmosféricos, victorias o derrotas en la guerra, envío de pestes o curación de enfermedades...

b) Las deformaciones inconscientes de la presencia

PERO eso no significa que estemos del todo liberados del clima así creado. Nuestro subconsciente y aun nuestras convicciones espontáneas llevan su marca profunda, muy profunda. Son muchos los cristianos que aún hoy se preguntan por qué Dios les manda, precisamente a ellos, tal accidente, tal enfermedad o tal muerte en la familia. Y nuestras oraciones -muchas veces, las litúrgicas incluidas- están saturadas de la «creencia» de que Dios «puede» hacer éste o aquel favor concreto que le pedimos; con el consiguiente e inevitable sobrentendido: si no lo hace es porque no quiere; aunque luego lo suavicemos con «disculpas», como la de que él sabrá por qué no quiere hacerlo: será por un bien que no conocemos... Lo cual puede ser indicio -a veces admirable- de fe y confianza. Pero que puede también convertirse en fuente tenaz y corrosiva de rebeldía. Si de verdad Dios «pudiese» ahorrarle a una madre el sufrimiento horrible y absurdo del cáncer de su niño, si de verdad «pudiese» ahorrarle a la humanidad la tragedia del terremoto, el absurdo del hambre o el horror de la guerra: si «pudiese» y no «quisiese» hacerlo -por muy altos y misteriosos que fuesen sus motivos-, ¿quién podría no simpatizar con la rebeldía de DOSTOIEVSKI o CAMUS? ¿Quién no acabaría sintiendo alguna vez la protesta profunda o -lo que es acaso peor- reprimiendo por temor la pregunta y acumulando con ello oculto resentimiento?

Si expresamos esto de modo indirecto, tal vez comprendamos que se está abriendo aquí una cuestión muy seria. ¿Qué sucede en nuestro subconsciente cuando le pedimos a Dios que remedie el hambre de Etiopía o acabe con las matanzas de Oriente Medio? Sería ofensivo insinuar que tratamos de «informarle» de lo que sucede o de «convencerle» para que tome alguna iniciativa... Y, sin embargo, ésas son valencias implicadas, querámoslo o no, en todo ruego o petición. Sería todavía más ofensivo insinuar que con eso estamos suponiendo que nosotros somos mejores y más compasivos que Dios, puesto que tomamos la iniciativa de rogarle y damos por supuesto que, si estuviese en nuestra mano, nosotros ciertamente pondríamos remedio. Pero tampoco esa implicación objetiva está tan lejos de toda súplica. Y quien piense en la enorme fuerza conformadora que sobre el hombre tiene el lenguaje, se percatará de que no estamos planteando en modo alguno una cuestión baladí y sin consecuencias serias.

c) Necesidad de un replanteamiento crítico

PORQUE todo eso está configurando la realidad concreta de nuestra relación con Dios. Es en este tipo de supuestos y presupuestos donde se refleja lo oculto y efectivo de nuestro modo de vivenciar la presencia divina al hombre y a su historia. Si no se ejerce sobre ellos una crítica cuidadosa y consciente, acaban condicionando de modo decisivo nuestra escucha de la palabra de Jesús y nuestra asimilación de su experiencia. Ésta, justo porque es la culminación última y definitiva del espíritu humano en su relación con Dios, resulta ya de por sí muy difícil de captar y es casi imposible mantenerla en su pureza. Encima, se impone purificarla continuamente de las deformaciones con que nuestro temor, nuestra culpabilidad, nuestro egoísmo, nuestra voluntad de poder o simplemente nuestra pequeñez tienden a recubrirla.

Ya en el mismo Nuevo Testamento no resulta difícil descubrir una lucha tenaz por lograr comprenderla y expresarla cada vez con mayor pureza. Y resulta muy útil confrontar toda concepción que se pretende cristiana con la línea de avance reflexivo que va de las narraciones evangélicas -que, por cierto, señalan repetidas veces la «poca fe» (oligopistía) y la «dureza de corazón» (esclerokardía) de los mismos discípulos antes la nueva experiencia del Maestro- hasta sus estribaciones literalmente sublimes en Pablo y en Juan. Nos referimos: a) a la intuición paulina de un Dios que en su Hijo nos lo da todo por iniciativa absoluta y gratuita, «cuando todavía éramos pecadores» (Rm 5,8), y que lo hace con un amor de lo que nada, absolutamente nada, «puede separarnos» (cfr. Rm 8,31-39); y b) a la insuperable afirmación joánica de que «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16), hasta el punto de que no hay ya derecho al temor (1 Jn 4,18) y ni siquiera el sentimiento de culpa puede apartarnos de un Dios que «es más grande que nuestro corazón» (1 Jn 3,20).

Lo que en ambas se dice debiera ser considerado como la consecuencia más limpia y genuina de lo que Jesús reveló con su palabra y con su vida. Y, por lo tanto, como aquel punto detrás del cual no puede caer jamás de nuevo la conciencia cristiana. No sería aventurado afirmar que, dicho en positivo, se enuncia así una de las tareas fundamentales de la teología, así como de la predicación y la piedad. Se trata, en efecto, de ser «honestos con Dios», manteniendo clara y fielmente en la historia lo que él quiso y quiere ser para el hombre: amor y sólo amor, que desde la creación a la redención se da sin reservas y no escatima medio alguno -ni siquiera la vida del propio Hijo (Rm 8,32)- para promover nuestra plenitud y nuestra felicidad.

2 La presencia de Dios en la revelación

RV/PRESENCIA-D: DESPUÉS de lo que llevamos dicho, se comprende que esa tarea no debe realizarse sólo en abstracto, aunque también las ideas sean importantes. Es preciso verificarla en el tejido mismo de nuestros problemas concretos, pues es en ellos donde se verifica y hace real nuestra relación con Dios. Lo cual significa, bien mirado, una revisión de toda la teología.

a) El «silencio de Dios» y la «elección»

HAY, con todo, algunos problemas especialmente sensibles a este cuestionamiento. Tales son, por ejemplo, los dos antes aludidos: 1) el misterio del mal, como prototipo de cómo concebimos que Dios se relaciona con el hombre en una de las dimensiones más cruciales de éste 3; y 2) el tema de la oración, sobre todo de la oración de petición, como prototipo de cómo ejercemos vitalmente nuestra relación con Dios 4. Eran dos posibles salidas al tema que nos ha sido propuesto para esta reflexión en común. Y cualquiera de ellos merecería nuestra atención. Al final me he decidido por una tercera salida: la revelación. Es decir, esa presencia de Dios en la historia del hombre por la cual se le hace sentir y le va desvelando su misterio, haciendo así posible que el hombre pueda comprender el sentido último de su vida y tener desveladas las claves fundamentales del misterio que él mismo es.

D/SILENCIO: Varias son las razones de esta opción. La primera es que también aquí sale al paso una estructura crucial en la que quedan al descubierto hondas presuposiciones en nuestro modo de concebir la presencia de Dios al hombre. El «silencio de Dios» es, en efecto, una de las grandes preguntas siempre presentes. Si está ahí y nos ama y quiere ayudarnos, ¿por qué se oculta? ¿Por qué no deJa brillar libremente la luz de su rostro, colmando una de las más secretas y profundas ansias de la humanidad? Y hay todavía otro aspecto. Aparte de ser tan parco en manifestarse, parece hacerlo con un exclusivismo arbitrario que ya escandalizaba a los primeros paganos que entraron en contacto con el cristianismo: ¿por qué a una porción tan pequeña de la humanidad, dejando abandonados a todos los demás pueblos? ¿No se manifiesta ahí una arbitrariedad particularista, origen terrible de soberbia elitista y de intolerancia intransigente?

b) La objeción del neopaganismo

MONOTEISMO/INTOLE ELECCION/IJU-D:
JUSTO aquí enlaza la segunda razón de escoger el tema. Porque esta pregunta está siendo retomada con energía por los «nuevos paganos», los cuales se apoyan de algún modo en ella para buscar una alternativa al cristianismo. Christian DUQUOC, con su habitual sensibilidad y penetración teológica, acaba de poner en relieve el tema. La nueva ideología presenta al paganismo como «esencialmente pluralista en su manifestación y tolerante en sus exigencias. Acogedor y nada fanático». Frente a él, «el monoteísmo bíblico está vinculado desde sus orígenes con la intransigencia y la intolerancia»; «el monoteísmo nacido de la tradición judeocristiana es de tal naturaleza que no deja lugar a ninguna otra forma de lo divino y, por último, a ninguna otra forma de ética que la que él impone» 5.

Curiosamente, la defensa frente a este ataque se intenta tratando de desvincular al monoteísmo de esas acusaciones para centrarlas en la particularidad de su revelación histórica. Lo había hecho expresamente VOLTAIRE en la Ilustración y lo hace en nuestros días un pensador tan fino como Georges MOREL, que por eso abandonó el cristianismo 6 . Trata de asegurar «la gratuidad de la relación con Dios», el cual «es cercano a todos, y no se implica en la historia, porque implicarse equivale a elegir, y elegir equivale a excluir»7. Estas palabras dan justo en el blanco. Porque, en paralelo con el caso del mal, si fuese cierto eso, difícilmente podríamos dejar de sintonizar con la protesta de MOREL, como antes lo hacíamos con la de DOSTOIEVSKI y CAMUS. Es curioso que el mismo DUQUOC no persiga esta línea en su planteamiento. Porque es en ella donde radica el problema: en la asunción de una revelación particularista, que por cuidar a unos pocos deja abandonada a la inmensidad de los muchos, que para amar a Jacob tiene que odiar a Esaú (Mal 1,2-3). También en este caso, dichas con esta crudeza, resultan duras las afirmaciones. Pero debemos reconocer que denuncian una asunción profundamente enraizada en la creencia normal y aun en la especulación teológica: «porque así lo quiso, pudiendo haberse revelado a todos los pueblos, Dios se reveló únicamente a Israel y desde él a los cristianos». Después eso se tematiza como una «elección» maravillosa para los elegidos, y si ello parece implicar que supone un tremendo y arbitrario abandono de todos los demás, se acalla la pregunta, se dan razones vagas o se recurre ligeramente a los misteriosos designios divinos. Que existen y son misteriosos, pero que deben ser tratados con sumo respeto.

No se puede acudir a ellos con ligereza, para solucionar cómodamente las aporías que nosotros mismos creamos. Es preciso descalzarse, como Moisés, de todo apresuramiento, y acercarse con respeto, mediante una cuidadosa mediación reflexiva, al misterio de ese amor que arde en la historia, sin consumirse y para todos. Porque si de algo podemos estar seguros respecto del Dios que en Jesús se nos revela como amor, es de que «quiere que todos los hombre se salven» (1 Tim 2,4) y de que, por lo mismo, a todos quiere manifestarse sin más medida que la infinitud sin medida de su amor. Esto es justamente lo que las presentes reflexiones quisieran mostrar. Para ello tendrán que proceder por pasos contados. El primero consistirá en mostrar que Dios se revela cuanto puede y sin reservas, de modo que los límites de la revelación no se deben a un «silencio de Dios», sino a la incapacidad constitutiva del hombre para escuchar esa palabra que siempre lo está llamando. Sobre esa base trataremos de abordar el tema central: comprender el sentido auténtico de la «elección», no ya como una especie de favoritismo divino, sino como una «auténtica estrategia del amor» para romper la necesidad histórica y llegar, cuanto antes y del modo más efectivo posible, a todos los hombres. Desde ahí, finalmente, cabrá descubrir, dicho de un modo chocante, que todas las religiones son verdaderas, sin que ello nos impida afirmar la plenitud única y definitiva del cristianismo, pero comprendida ya de una manera radicalmente solidaria y dialogal. A estos tres pasos fundamentales se antepondrá una breve introducción, que encuadre la actualidad del problema.

II El misterio del (supuesto) silencio de Dios

1El escándalo de la particularidad

DE POR SÍ, el tema de las otras religiones es para el cristianismo un interrogante perenne. Pero hay momentos de la historia en que se hace especialmente urgente e inquietante. El entusiasmo auroral de un Pablo podía expresarse sin reservas: «Porque no hay distinción alguna: todos pecaron, y carecen de la gloria de Dios» (Rm 3,22- 23). Podía hacerlo, porque eso no era más que el reverso gozoso de una salvación que se veía presente ya en todo el mundo: «Pero todos son justificados, sin merecerlo, por su gracia, mediante la redención que se realizó en Cristo Jesús» (Rm 3,24). El mismo Medievo podía mantener tranquilo el extra ecclesiam nulla salus -fuera de la iglesia no hay salvación-, porque, en realidad, la situación englobante del cristianismo hacía casi invisible e irrelevante esa franja de posible externalidad; además quedaba todavía el recurso a las «iluminaciones» extraordinarias, que podían salvar a la hora de la muerte a los individuos de buena voluntad.

a) Agudización actual del problema

PERO a partir de la época de los descubrimientos las cosas cambiaron: la humanidad empezó a ampliarse hasta límites nunca sospechados. El Renacimiento, que unía a esto el respeto por los antiguos paganos, empezó a sentir como intolerable la estrecha concepción imperante. Y la misma Escolástica postridentina inicia una ampliación mediante él votum ecclesiae, es decir, mediante la pertenencia a la Iglesia por el deseo implícito de una vida virtuosa .

Hoy el problema amenaza con hacerse intelectualmente intolerable: como muestra de un etnocentrismo excluyente y moralmente inaceptable, o como privilegio increíble de una minoría que aparece con toda evidencia insignificante frente al resto de la humanidad. Hasta comienzos del siglo XX era creencia general en los círculos religiosos que ésta -conforme a los cómputos deducibles de la Biblia- tenía una antigüedad no superior a los seis mil años: BOSSUET señalaba exactamente la fecha de la creación: 4004 antes de Cristo 9. En la actualidad sabemos que la presencia del hombre sobre la tierra data de más de un millón de años, tal vez seis o más. La ampliación de la escala temporal potencia así la de la espacial, que muestra a la ecumene clásica como una pequeña región en la inmensa vastedad de los pueblos y los continentes. Y la explosión demográfica traduce ambas escalas a datos de urgencia exponencial: los destinatarios expresos de la revelación cristiana constituyen una pequeña minoría, en continua regresión, dentro de la real universalidad humana.

Si la revelación se toma en su significado pleno, es decir, como el otro nombre de la salvación, se comprende la trascendencia de lo así enunciado. No es de extrañar que flote en el ambiente la necesidad de una nueva comprensión. De hecho, por este meridiano pasa una importante divisoria del talante teológico, según que, atendiendo a la universalidad numérica de los hombres, se diluya lo específico de la revelación cristiana, o, atendiendo a la centralidad de Cristo, se deja en la sombra el destino salvífico de la muchedumbre inmensa de los que no lo conocen. En términos rigurosos: liberalismo, que diluye la revelación, u ortodoxia, que la afirma inhumanamente, parecen las alternativas teológicas. Con menos precisión, pero con fuerte eficacia psicológica, se perfila en muchos una tendencia hacia el sincretismo, es decir, hacia una especie de amalgama religiosa en la que se borran las fronteras: a lo mejor, se sigue la propia religión, pero más bien como una herencia respetable, equivalente a otras igualmente respetables. Y en el trasfondo de muchas conciencias surge de nuevo una especie de «religión natural» o «religión de la razón», semejante a la que en el nacimiento de la crisis moderna se había producido en la Ilustración. Eso es precisamente lo que aparecía a propósito de los neopaganos, y no anda lejos la aludida postura de G. MOREL. Y, naturalmente, no faltan teóricos de la nueva situación. Típica resulta al respecto la postura de Arnold TOYNBEE 10. Como historiador, se muestra sensible al hecho del nacimiento de una civilización mundial, la cual está pidiendo una base espiritual común, que permita la conjunción de los hombres en una auténtica comunidad, librándolos de caer en la despersonalización de la colmena. Para ello es preciso el acercamiento sobre el fondo común de la naturaleza humana: el cristianismo debe desoccidentalizarse y reconocer el valor paritario de todas las religiones. Tal es, por lo demás, lo que según él postula la misma religión: ante un Dios que es amor y providencia no resulta verosímil ningún tipo de exclusividad en la revelación. Algo que ya había dicho SYMMACO en la antigüedad: «Es imposible que un tan gran misterio no pueda ser alcanzado más que por un solo camino».

b) Necesidad de una (nueva) solución

HAY mucha fuerza en este tipo de consideraciones. La teología no puede, evidentemente, ceder a su fascinación inmediata, pero tampoco puede desconocerlas y quedar impasible. Se hace indispensable una mediación, si se trata de mantener las dos evidencias fundamentales de la experiencia cristiana en este punto: 1) la universal voluntad salvífica de Dios, que «quiere que todos los hombres se salven» (1 Tim 2,4); y 2) la radical centralidad de Cristo, pues «no hay salvación en ningún otro» (Hech 4,12). Pero deberá tratarse de una mediación seria y auténtica, que nazca de la entraña misma de la cuestión, y no artificialmente mediante extrañas sutilezas como las que se tejieron alrededor del aludido axioma extra ecclesiam nulla salus. Éstas tuvieron, sin duda, su mérito como ejercicio de la «misericordia de la comprensión» 11 frente a una teoría inhumana. Mas hoy deben ser superadas en una perspectiva coherente y comprensiva, que a la misericordia una la justicia y a la comprensión, el rigor y la claridad. Afortunadamente, por ahí va una buena parte de la reflexión teológica de nuestro tiempo 12. Con todo, aquí no se trata de repetirla sin más, sino ante todo de buscar una estructura fundamental, que permita comprender desde dentro los datos básicos del problema e integrarlos en un todo coherente.

2 El "silencio de Dios", un mal planteamiento

a) Lo ineludible de la mediación histórica

HEMOS aludido antes a una de las grandes dificultades que la conciencia actual siente instintivamente ante la pretensión de universalidad de una revelación particular. Parece un típico modo de etnocentrismo ingenuo y pretencioso, ignorante de los avances de la antropología cultura] y desconocedor de los planteamientos de una sociología de largo alcance. Pero, de modo curioso, si la cuestión se presenta bien, es decir, sin exclusivismos elitistas ni estrecheces provincianas, puede encontrar en esa conciencia su mejor aliado de base.

En efecto, si algo caracteriza a la modernidad es el sentido real de la historia. Y eso significa que ya no es posible concebir un fenómeno que afecte realmente al hombre, sin que esté situado en el tiempo y en el espacio; en otras palabras, sin que esté afectado de un irreductible índice de particularidad. Por eso resulta tan difícil cualquier tipo de real y verdadera universalidad. Ésta, de darse, sólo podrá ser efectiva a partir del reconocimiento de la propia particularidad, por expansión y apertura de la misma. La universalidad abstracta de la Ilustración, acaso irrenunciable como sueño, se demostró productora de monstruos de dominación, terror y desigualdad. Únicamente «a través de la mediación histórico-particular» puede llegarse a la realización de la verdadera universalidad 13. Por paradójico que pudiera parecer a primera vista, hoy comprendemos muy bien que una revelación verdaderamente universal sólo podrá darse desde la particularidad de una radicación histórica.

Pero entonces el problema no está en si la revelación aparece limitada por una situación histórica, pues esa es más bien la condición de posibilidad de su existencia real. La verdadera cuestión consiste en si muestra una auténtica capacidad universal. Lo cual no elimina ciertamente la grave pregunta ulterior: ¿qué sucede con todos aquellos a los que de hecho no alcanza la mediación histórica de esa revelación? Problema grave, desde luego. Pero que sitúa las cosas en su lugar preciso, haciendo posible que no se confundan las cuestiones ni las urgencias. Desde luego, esto nos sitúa ante la pregunta más radical: ¿por qué son tan difíciles las cosas, en un asunto en el que, conforme a esa misma revelación, se juega nada menos que el destino definitivo del hombre? ¿No debiera, ser todo mucho más claro, y no debería ese Dios que se revela como Dios de la bondad, hacerlo más fácil y evidente para todos?

b) La cuestión previa del sentido

BIEN mirado, estas preguntas ponen en cuestión la misma coherencia del conjunto, al tiempo que permiten poner al descubierto uno de los prejuicios que condicionan subterráneamente toda la discusión. Se trata del prejuicio de dar por supuesto que Dios «pudo» haberlo hecho todo más fácil, que pudo revelarse de un modo directo y evidente a todos los hombres, pero que, por los motivos que fuese, «no quiso» hacerlo. Un mínimo de atención muestra que esto es muy grave, pues, de ser cierto, pondría en cuestión el sentido mismo de toda la reflexión. Lo cual, como bien resaltó la filosofía analítica, haría ya superflua e irrelevante la pregunta por su posible verdad. Porque tratándose de algo últimamente decisivo, tanto para el hombre -puesto que está en juego su salvación- como para Dios -puesto que lo están su bondad y sabiduría-, si eso fuese así, difícilmente podría ya resultar creíble la revelación. Todas las explicaciones posibles, todas las razones de «conveniencia», chocarían con la sospecha elemental de un inaceptable desinterés de fondo. Porque donde está en juego lo último, no pueden existir razones penúltimas que expliquen la falta de un compromiso sin reservas. Aun en el caso de que para alguien a nivel lógico no resultase conclusivo esta argumentación, a nivel de «creencia», es decir, de presupuesto inexpreso, pero presente y actuante, reviste una fuerza evidente. Influye a nivel emocional, aparte de condicionar el horizonte de comprensión. Por eso, y para asegurar el «sentido» de la reflexión, este problema debe ser tratado en primer lugar. Sólo así quedará despejado el suelo de convicción sobre el que van a moverse nuestras razones.

De hecho, todas ellas están profunda, si no totalmente, condicionadas por nuestra postura ante ese prejuicio o presupuesto. Postura que asume, como la única coherente con la globalidad de la experiencia reveladora cristiana, la siguiente hipótesis de trabaJo: Dios se revela sin reservas, con toda la fuerza de su sabiduría y de su poder, y se revela a todos en la máxima medida históricamente posible; por tanto, los límites de la revelación no son límites «queridos» por él, sino impuestos por la inconmensurabilidad estructural entre Creador y creatura, entre lo infinito de la manifestación y la finitud de la captación humana 14.

c) Dios se revela sin reservas y a todos

SERIA interesante, pero inacabable, fundamentar esto con cierto detalle. Será preciso contentarse con una argumentación fundamental y confiar en el suplemento de evidencia que puede resultar de la coherencia de conjunto (por eso rogaría al lector una cierta suspensión reflexiva hasta que vea dibujarse ante sí el perfil total de la nueva visión). La idea fundamental que subtiende el razonamiento pudiera formularse así: pensar que la revelación divina podría darse con perfecta claridad, para todos los hombres y desde el comienzo, equivale a pensar -sin advertirlo- un imposible. Significa, en efecto, ser víctimas de un juego imaginativo, que cree pensar, pero lo que hace es proyectar crítica y abstractamente la eficacia de la omnipotencia divina, sin tener en cuenta las limitaciones intrínsecas que a su realización histórica impone la limitación de las creaturas. En el fondo, es proyectar el «círculo cuadrado» de una captación perfecta del Infinito por la limitada perfección de una subjetividad finita.

Claro está que nadie plantea con esa claridad la cuestión ni la lleva tan al límite. En rigor, ni siquiera se plantea, y eso es lo grave. Se pre-supone, de un modo indeterminado, que las limitaciones y dificultades son así, porque Dios así lo quiere, pudiendo haber querido lo contrario. La referencia al misterio, el recurso al pecado original u oscuras razones de providencia cubren -pero sin ser expresamente pensados- la franja de indeterminación que deja tal presupuesto. Pero la verdad es que, en cuanto éste se piensa de verdad, un mínimo de consecuencia exige llevarlo hasta el extremo.

¿Qué significaría una revelación «más clara»? En definitiva, si con eso no se quiere significar «evidente», el concepto carece de sentido o, por lo menos, de operatividad. Metidos en esa lógica, nunca sería posible poner un límite al «más» de la bondad o de la necesidad del hombre: lo que se juega -la salvación definitiva- es tan grande, que únicamente la seguridad de la evidencia absoluta podría satisfacer la exigencia de lo que Dios «debería» hacer y de lo que el hombre querría pedir. Pero la evidencia es imposible, como ya vio muy bien la misma Biblia: no se puede ver a Dios sin morir; es decir, ver a Dios equivaldría a romper los límites intrínsecos de la historia. Aplicado a la universalidad numérica, el razonamiento resulta todavía más obvio: sólo revelándose con evidencia a todos, podría calmarse la dialéctica. De lo contrario sería preciso pensar en la revelación a «más» hombres. Pero ¿a cuántos? ¿Unos pocos, bastante, muchos más ... ? Resulta claro que bastaría la exclusión de un solo hombre o mujer para hacer injusto el límite. En realidad, se plantearía para esa única excepción el mismísimo problema con el que ahora nos enfrentamos ante los millones alejados de la revelación histórica cristiana.

Evidentemente, la ruptura de este círculo sólo puede venir por un cambio en el planteamiento como tal. Si el Dios que se desvela en la revelación es un Dios del amor y de la entrega total, que nada escatimó para salvar al hombre, entonces resulta obligado pensar que también se revela a todos en cuanto «está en su mano». Los límites, donde aparezcan, tienen que venir de otro lugar. Y éste no es otro que la incapacidad constitutiva de la creatura para captar con más claridad su revelación.

d) El «retraso» de la revelación: una respuesta de San Ireneo

TAL VEZ una afirmación tan rotunda pueda ofrecer todavía alguna resistencia. Pero cuando el problema se enfoca desde esta perspectiva, aparece que tales ideas están intensamente presentes y ampliamente aceptadas en la tradición teológica. En realidad, parten de una base obvia: la desproporción entitativa entre Dios y la creatura, que implica una diferencia estructural y cualitativa, que es la máxima pensable y que, en rigor, ni siquiera es pensable. ¿Cómo puede haber «enganche» entre realidades inconmensurables y absolutamente dispares, entre lo finito y lo Infinito, entre lo contingente y su Fundamento último, entre la limitada conciencia humana y el insondable Misterio divino? Entre el hombre y la piedra, la planta o el animal, habiendo una distancia finita, se torna ya equívoca la misma palabra «comunicación»: hay contacto e interacción, pero ¿qué es lo que del hombre se refleja por su acción en una piedra y aun en un animal? El paralelismo es ambiguo, pero no deja de ser real que, en absoluto, la distancia entre Dios y el hombre es todavía más abismal, por ser estrictamente infinita: ¿qué podrá reflejarse de su acción en el espíritu del hombre?

Realmente, cuando la reflexión se asoma a este misterio, el asombro radica no en ver qué difícil, frágil y oscura es la revelación, sino en comprender cómo es siquiera posible: cómo puede el hombre advertir la presencia personal de Dios y traerla de algún modo a la conciencia y a la palabra. Desde una perspectiva diferente, Karl BARTH dio un expresión enérgica a esta intuición, que lo inquietó a lo largo de toda su obra:

«Como teólogos debemos hablar de Dios; pero somos hombres y, como tales, no podemos hablar de Él. Tenemos que saber ambas cosas: nuestro deber y nuestro no poder, y así dar gloria a Dios. Ésa es nuestra atribulación: a su lado, todo lo demás no es más que un juego de niños» 15.

Por lo demás, como lo muestra la presencia siempre recurrente de algún tipo de «teología negativa», esta conciencia acompaña siempre, inquietante y liberadora, a toda auténtica teología. Y no disminuye, sino que aumenta cuando la experiencia de Dios se hace más próxima e intensa: tal es el caso, bien conocido, de la mística. Esto no sucede sólo dentro del cristianismo: incluso hay tradiciones religiosas que hacen de esta constatación el núcleo de su doctrina: el «silencio» de Buda constituye el ejemplo más clásico y consecuente 16.

Pero hay más. La teología cristiana más antigua ya expresó estas ideas, y lo hizo en conexión expresa con nuestro tema. Entonces, en los estrechos límites de la ecumene helenístico-romana, el escándalo de la particularidad, más que en el espacio, se presentaba en la profundidad del tiempo (a pesar de lo limitado que entonces se lo concebía). Ante la inaudita pretensión cristiana surgió la pregunta: «En los siglos anteriores, ¿dónde estaban los cuidados de una tan gran providencia?». Así argüía CELSO, y con él PORFIRIO, SIMMACO y JULIANO EL APÓSTATA. Es la famosa pregunta del cur tam sero? (¿por qué tan tarde?) 17. Y lo admirable es que la teología encontró la respuesta justa, a pesar de que tenía en contra una dificultad tan formidable como era la fascinación antigua por la perfección del pasado (en él, y no como para nosotros hoy, estaba la «edad de oro»). SAN IRENEO logró formular admirablemente la causa profunda y verdadera: no había podido ser de otro modo, dada la imperfección y la finitud de la creatura:

«Si alguien os viene a decir: ¿no podía Dios desde el principio hacer al hombre perfecto?, que sepa que Dios ciertamente es todopoderoso, pero que es imposible que la creatura, por el hecho de ser creatura, no sea muy imperfecta. Dios la conducirá por grados a la perfección, como una madre que debe primero lactar a su hiJo recién nacido y le va dando, a medida que crece, el alimento que necesita. (... ) Sólo quien no fue producido es también perfecto, y ese es Dios. Fue necesario que el hombre fuese creado, después creciese, se hiciese adulto, se multiplicase, adquiriese fuerzas y después llegase a la gloria y viese a su Maestro. (... ) Más insensatos que los animales, le reprocha a Dios que no los hiciese dioses desde el principio»18.

Y en esto SAN IRENEO no era absolutamente original: se apoyaba en la idea paulina de la «economía de la gracia de Dios» (Ef 3,1). Ni tampoco quedó aislado. H. DE LUBAC pone al descubierto una línea que atraviesa toda la patrística y que encontrará eco incluso en los grandes teólogos de la Edad Media. Todos ellos acuden generosamente a este principio, que el autor resume así: «Todo es posible para Dios, pero la congénita debilidad de la criatura impone un límite a la recepción de sus dones»19.

Es lástima que esta idea, tan honda y tan fecunda, no se haya impuesto con mayor eficacia y consecuencia en todos los ámbitos de la teología y, muy concretamente, en el de la revelación de Dios a la humanidad. Para este punto concreto, intentaremos ahora hacerlo aquí de un modo sintético.

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1. Reflexiones sugerentes sobre lo complejo de esta problemática pueden verse en MESLIN, M.: Función antropológica del monoteísmo: Concilium número 197 (1985), pp. 43-56; en general, todo el número resulta interesante al respecto.

2. SCHILLEBEECKX, E.: Jesús. La historia de un viviente, Madrid (1981), pp. 105-246, ha desarrollado con especial sensibilidad este aspecto.

3. De este tema me he ocupado expresamente en Recupera la salvación, Vigo 1977 (traducción castellana en Ed. Encuentro, Madrid 1979).

4. Tema fascinante, que merece todavía mucha atención; cfr., por ejemplo, RAHNER, K.: Bittgebet, en Praxis des Glaubens, Herder 1982, pp. 141-146; GRESHAKE, G.; LOHFINK, G.: Bittgebtt. Teslfall des Glaubm, Mainz 1978; GÓMEZ CAFFARENA, J.: La entraña humanista del cristianismo, Bilbao 1984, pp. 91-118: «Amar con Dios: la oración cristiana entre la autonomía y la dependencia».

5. Monoteísmo e ideología unitaria: Concilium n. 197 (1985), pp. 79-88; las citas, en pp. 79-80.

6. En su obra Questions d'homme, 3 vol., París 1977. De la importancia del «Síndrome Morel» me había ocupado ya en Problemática actual en torno a la encarnación: Communio 1 (1979), pp. 45-65, principalmente pp. 47-51.

7. DuQuoc, Ch.: Monoteísmo e ideología unitaria: Concilium n. 197 (1985), pp. 81-83.

8. Cfr. buenas síntesis del tema en BEUMER, J.: Extra ecclesiam nulla salus: LffhK 3 (1959), pp. 1320-1321; KÜNG, H.: La Iglesia, Barcelona 1969, pp. 373- 380.

9. Cfr. Loisy, A.: Choses pasées, París 1913, p. 217.

10. An Historians Approach to Religion, New York and London 1956. Principalmente pp. 133-144.

11. Expresión de THIELICKE, H.: Der evangelische Glaube. Grundzüge der Dogmatik. III Theologie des Geistes, Tübingen 1978, p. 486.

12. Resúmenes actualizados y asequibles, en KÜNG, H.: Ser cristiano, Madrid 1977, pp. 105-141, y MOLTMANN,J.: La Iglesia, fuerza del Espíritu, Salamanca 1978, pp. 185-201. Cfr. también: SCHLETRE, H.: Die Religionm als Thma der Theologiel Herder 1%3; Id.: Die Konfrontation der Religionen, Kóln 1964; HEILSBETZ, J.: Theologische Gründe dar nichtchristlichen Religionen, Herder 1967; BOUBLIK, V.: Teologia delle religión, Roma 1973; KÜNG, H., y otros: Christentum und Wtltieligionm, München 1984.

13. Cfr. las observaciones de SHILLEBEECKX, E.: Jesús, La historia de un viviente, Madrid 1981, pp. 556-560, y también HORKHEIMER, M.; ADORNO, T. W.: Dialéctica del Iluminismo, Buenos Aires 1969 y, resumido, KASPER, W.: Introducción a la fe, Salamanca 1976, pp. 27-31: «La segunda Ilustración». 27

14. Inconmensurabilidad que, además, puede estar adicionalmente acentuada en épocas históricas como la nuestra, la cual, conforme al profundo diagnóstico de M. HEIDEGGER, se caracteriza por un «olvido del ser». En ellas el mismo «nombre de Dios» no puede ser proferido, y desaparecen los lugares de manifestación de lo santo. Cfr. SIEWERTH, G.: Das Schicksal der Metaphysik von Thomas zu Heidegger, Einsiedeln 1959, pp. 60-62: «La ausencia de Dios (Gottlosigkeit) de nuestro tiempo»; JAGER, A.: Gott. Nochmals Martin Heidegger, Tübingen 1978, pp. 70-75.

15. BARTH, K.: «Das Wort Gottes un die Theologie», en Gesammelte Aufsátze, Müchen 1924, p. 158.

16. Cfr. PANIKKAR, R.: El silencio del Dios, Madrid 1970

17. Cfr. LUBAC, H. de: Catolicismo, Barcelona 1963, pp. 177-203: «Predestinación de la Iglesia», en pp. 177-178.

18. Adv. Haer. 4,38 (PG 1105-1109); cfr. LUBAC, H. de: Catolicismo, Barcelona 1963, p. 178.

19. LUBAc, H. de: Catolicismo, Barcelona 1963, pp. 178-195.